La mujer del pescador

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Olga Besolí
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La mujer del pescador.

Es ella, la mujer del pescador. Se pasea por el pueblo con ese porte elegante y estilizado, que dista mucho de los andares bastos y pesados de las otras esposas. Sus cabellos, dorados y largos hasta las caderas, le dan un aspecto de lozanía del que no gozan las demás, morenas y rudas, y son tan finos que el viento los revuelve incesantemente mientras se contonea al andar.  Ella intenta recogerlos con sus manos finas, de piel suave y tan blanquecina que resplandece bajo el sol, nada parecidas a las de las otras mujeres, cuyas pieles están agrietadas y curtidas por la exposición al aire salobre y al trabajo duro remendando redes, entretejiendo cestos y partiendo leña para calentar los hogares en los días más duros de invierno, cuando se hace notar la ausencia de sus maridos marineros.

De hecho, a su paso por la avenida todas las demás mujeres la miran con la misma curiosidad con la que uno observa un engendro de la naturaleza, con esa mezcla de pena, asco e incomprensión. ¿Cómo llegó a formar parte de la comunidad? ¿Cómo se casó el pescador, fornido y bravo, con una mujer tan poco hecha a la mar, tan esmirriada y poco curtida? ¿Dónde la conoció, si hasta el día del naufragio él nunca paró de faenar en la mar? ¿Cuánto durará la pantomima? ¿Qué les une? ¿Qué secreto ocultan esos dos? Muy grande debe ser, suponen algunas y presienten las otras, cuando sus cuchicheos se convierten en rumores mientras restriegan la ropa sucia en el lavadero.

—Yo creo que viene del norte, porque parece que nunca le tocó el sol —dice una.

—¿Y cuándo se fue el pescador al norte, si no es para pescar bonitos?

—Bueno, bonita es —dice sin cautela la más joven de ellas. Pronto se da cuenta del error cometido y se concentra en la pastilla de jabón y en quitar esa mancha de grasa de motor de la camisa de su recién estrenado marido.

—¡Ay, Inocencia! Tú qué vas a saber… Anda y calla, que por algo tu santa madre, que en paz descanse, te puso ese nombre.

—¡Vete a saber de dónde la sacó el pescador!

—Pues de donde va a ser… de algún bar de alterne…

—Ejem, ejem… sardina a la vista.

En el momento en el que la mujer del pescador aparece por la esquina, todas callan de repente. Hacen como si apenas hubieran reparado en ella mientras la miran de reojo, deseando que no traiga ropa a lavar y les estropee la conversación cargada de argumentos peregrinos que descargarán a sus espaldas tan pronto como se aleje.

Ilustración de Rosa García

Pero ella nunca trae ropa a lavar. ¿Es que en esa casa la ropa no se ensucia? ¿Y de dónde saca esas telas finas para coserse esos vestidos vaporosos? ¿Es que acaso sabe coser?

Ella, ajena al furor que despierta en las mujeres de la comunidad, pasa por delante de ellas absorta, sin verlas, inmune tanto a las miradas que se posan en su nuca como mariposas venenosas como a los cuchillos que le clavan esas bocas maliciosas por la espalda. Parece de otro mundo, vibrando en otra onda, porque su alma y su mirada inocente están fijadas en el puerto y en la pequeña playa que hay más allá, de arena parda, mar brava y gaviotas posadas en pequeñas rocas salientes acunadas por las olas.

Cuando se acerca, las gaviotas la saludan, pero no alzan el vuelo espantadas ni se esconden. No la ven como una amenaza, pues hay algo en ella, bajo todo ese envoltorio de ropas y prendas, que les resulta amigable. Ella empieza a desprenderse, poco a poco, de cuanto le rodea. Primero las sandalias, que dejan ver unos pies menudos y delgados, de dedos poco formados. El tacto de las plantas de los pies con la arena húmeda la abraza con un escalofrío que le atraviesa la espina dorsal. Da unos pasos algo tambaleantes acercándose a la orilla. Allí, tras un par de miradas fugaces alrededor, se despoja del vestido. Las flores rosadas de hojas estampadas en la tela color crema aterrizan sobre una roca cubierta de lapas que ha quedado al descubierto por la marea baja. Un cangrejo sale de su agujero y camina sobre la prenda desechada, mientras los rayos cálidos del sol de mayo envuelven la piel tersa y blanquecina de la espalda de la mujer del pescador. La ropa interior cae sobre la misma roca tapando al cangrejo por entero, que no sabe cómo salir de entre los encajes.

Pero ella no se da ni cuenta. Con la vista perdida en la inmensidad azul parece de nuevo ajena a cuanto le rodea. Es la llamada del mar, que seduce a marineros y pescadores. Forma parte de ella y no puede resistirse a sus encantos, de la misma forma en que uno no puede evitar los latidos de su propio corazón.

Hay cosas que los profanos no podrán nunca comprender, y es la fuerza del pulso de la propia naturaleza. Te abruma, te lleva y no puedes luchar contra ella. Mil veces prometió la mujer del pescador no volver a pisar este mar bravío que casi sesga la vida de su marido, y mil veces la ha roto.

Solo pudo permanecer en dique seco por un tiempo. Cuando él yacía en cama recuperándose de las heridas infringidas por la caída del mástil principal sobre su pierna no hubo calma suficiente para que la añoranza se apoderara de ella, pues el pescador luchaba febril entre la vida y la muerte. Luego, al salir de peligro, ella todavía estaba adaptándose a su nueva vida y a moverse por su nueva casa. ¡Son tantas las cosas que tenía que aprender!

Pero pasado ese tiempo de adaptación, cuando el pescador ya se acostumbró a descansar el peso de su cojera sobre un bastón tallado y ella al frío y seco tacto del suelo de linóleo, una gran sensación de vacío empezó a crecer dentro de sus entrañas.

—¿Es que ya no me quieres? —le preguntó el pescador un día.

Pero ella no encontró su voz para contestarle. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Tú me salvaste. Y sé que no es justo lo que te pido, pero quédate conmigo. No bajes a la playa, por favor.

Ella selló la promesa con un beso. El beso de Judas.
A partir de ese día, cada vez que ha besado al pescador y ha sentido su tierno abrazo recuerda su promesa incumplida, por una y mil veces.

Y allí  vuelve a estar, un día más, desnuda frente a las aguas poderosas que sueltan espumarajos al estrellarse contra las rocas. Se siente arrastrada y el agua fresca le rodea los tobillos, que al momento se vuelven fláccidos y escamosos. Se adentra rápidamente, antes de que los pies le fallen. Su piel adquiere una tonalidad que se confunde con el propio mar. Se vuelve vidriosa, con reflejos verdeazulados y rosados. Sus pies se funden y ya no puede mantenerse de pie. Yace de espaldas sobre la superficie, observando cómo sus dedos se alargan hasta formar una masa plana y espinada, con dos lóbulos bien formados. Sus piernas se juntan y sus caderas se envuelven de escamas brillantes. Siente un tirón en medio de la espalda cuando le asoma una aleta dorsal. Se siente pletórica, húmeda y llena de vida.

Entonces recuerda que es peligroso mantenerse tan cerca del pueblo, a vista de todos. Da un giro grácil y de un salto se sumerge en las aguas.

Desde la arena de la playa, lo último que se ve es una gran cola de pez adentrándose en las aguas mientras una gaviota alza el vuelo y sigue desde arriba a la una silueta medio humana que bucea veloz mar adentro.

Ilustración de Rosa García

Pero por suerte esta vez tampoco no hay ojos humanos que puedan ver semejante prodigio; solamente las amigas gaviotas y un pequeño cangrejo sobre una roca son testigos de lo sucedido.

Ella volverá a nadar sobre los restos del naufragio, allí donde rescató al pescador a punto de ahogarse, un poco más allá del campo de posidonias  que fue su jardín de infancia y que es hogar de peces, crustáceos y de sus congéneres sirenios.

Cuando la llamada de la naturaleza se apague, y los instintos de la sirena mermen, volverá a tierra firme, donde la espera su amado en su linda casita.

Y ella seguirá debatiéndose entre su amor por él y su pasión por el mar.

Olga Besolí
Noviembre 2022

La alargada sombra del ciprés

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La alargada sombra del ciprés. 

Mi hogar yace bajo la alargada sombra de un ciprés, en un bonito emplazamiento en las afueras del pueblo. Y aunque tengo algunos pocos vecinos, llevo tiempo escarmentado del trato con otros y no soy muy dado, últimamente, a hacer amistades, lo que me convierte en casi un ermitaño. Será porque me he acostumbrado al silencio y a la intimidad que ofrece un lugar apartado en el que retirarme, después de tantos años de trabajo. Me lo tengo bien merecido y únicamente aspiro a descansar solo y en paz el tiempo que me quede.

No siempre fui así de reservado. Recuerdo que hace mucho, de joven, vivía en el centro mismo de la aldea, en una casona de tejado rojo inclinado que podéis ver todavía en pie si os acercáis a la plaza. Veréis su techo chamuscado, eso sí, alzándose majestuoso por encima de los otros. En mis tiempos mozos esa era la mejor casa, pues estaba ubicada en la plaza con más vida y más transitada del pueblo, uno de los más bellos y con más visitantes de toda la comarca. Y de ello dependía el éxito de mi negocio, pues era el panadero. Aunque podría decir que me convertí en el panadero de mi comarca; mi negocio era tan próspero que no solo servía a los habitantes de la aldea, sino que gracias al boca a boca, gentes de afuera se acercaban a probar el producto de mis manos.

Durante ese tiempo conseguí todo lo que quise: una esposa, buen dinero para agasajarla y la mejor vivienda, al lado de la panadería. Y en esa misma plaza pronto se abrieron nuevos negocios, atraídos por la riqueza del mío, pero todos quebraban al poco porque no tenían nada que los hiciera especiales. En cambio, el mío sí.

 La clave de mi éxito era que mi pan estaba hecho con productos de calidad más un ingrediente especial, que le daba no solo un sabor único, sino también un aroma especial y especiado, ingrediente que nunca revelé y no lo haré ahora. Además, me gustaba servir al público, dado como era a entablar una buena conversación con mis clientes. De hecho, tenía un carácter más bien dicharachero y desde los locales vacíos del otro lado de la plaza los tenderos podían reconcomerse oyendo las risas que nacían dentro del mío. Ni decir cabe que un buen vendedor debe tener buena labia. Así, engatusaba a las damitas a comprar un dulce además del pan, y convencía a los señores para que se llevaran unas rosquilletas de anís a sus esposas convalecientes. «¡El anís estrellado es bueno para el resfriado», les decía. ¡Ay, qué tiempos aquellos!

Aunque tengo que reconocer que la prosperidad, como todo en la vida, duró solamente unos años, porque pronto llegaron momentos complicados para mí. Mi adorada esposa, sin yo saberlo, comía de ese pan que vendía a mis espaldas, y eso que la tenía amenazada con que no probara ni un bocado, que era todo para la panadería. Yo nunca comí, pero es que las harinas desde niño me sentaron siempre mal, con dolores de estómago y flatulencias, de modo que siempre las evité. Pero la mujer, que era golosa, no podía resistirse y escondía pequeños panecillos en el fondo del armario. Lo sé porque al tiempo de enviudar encontré algunos escondidos y mordisqueados en cajones, estantes y detrás de la ropa planchada de la cómoda.

Hacía unos meses que había empezado a tener problemas estomacales, como muchos otros en la aldea, seguramente causados por la mala alimentación a la que era dada. Hasta que un día empezó a sangrar por la boca y, ya saben, se le fue el alma a donde los difuntos porque el galeno no pudo hacer nada para arreglar el estropicio que me aseguró que tenía por dentro. Por la cantidad de sangre que echó supe que el galeno decía la verdad.

«Eso o es cosa del diablo», me repetía él, «o bien a causa de un envenenamiento lento y continuado». Yo, por supuesto, no sabía ni de uno ni de otro. Y la mala fortuna o la mala fe de mi esposa (seguro que por encontrarse de mal humor al sentirse indispuesta) fue que unos días antes de morir, cuando echaba sangre en cada esputo, hizo correr la voz de que yo la estaba envenenando de alguna manera. Eso habría quedado en un mero rumor de no ser por la coincidencia de que otros vecinos corrían con el mismo estado de salud. Y como tenían los mismos síntomas que ella, convencieron a los demás con argucias de que todo era culpa de mi pan. ¡Mentira!

Obviamente yo no estuve enterado de eso, y no fue hasta que ella murió, la pobre, empapada en sangre entre mis manos, que no empezó mi persecución: durante los primeros días de miradas fortuitas y murmullos sospechosos, luego de insultos e improperios sin disimulo y, finalmente, cuando ya hube cerrado la panadería, con persecuciones en plena calle con claras intenciones de darme una paliza.

Más de una vez entré en casa corriendo y sin aliento. Y todo por culpa de un malentendido promovido por la mala fe de los que una vez fueran mis clientes.

Soy consciente de que fue una extraña casualidad que la mitad de los aldeanos sucumbieran a la misma enfermedad que sufrió mi esposa, como si una nueva peste se hubiera apoderado de la aldea, y reconozco que todos ellos comieron de mi pan pero, ¿qué tiene eso que ver? También hacían pis en los mismos urinarios, bebían la misma agua del mismo río y comían las mismas reses que vendía el carnicero y cuya procedencia era un enigma.

Pero al enfermar y morir mi mujer todos me señalaron a mí. Y la fatídica noche en que el alcalde murió entre estertores sangrientos y toses de vómito, la muchedumbre se presentó a la puerta de mi casa, armados con antorchas que arrojaron a mi tejado. Dispuestos a ajustar cuentas, según pude oír.

Salté por la ventana. Por suerte estaba en la planta baja y solo me torcí un tobillo, pero me persiguieron con afán de matarme. Doy fe de ello, porque así es como llegué aquí. Desde entonces permanezco alejado de la aldea y de sus habitantes, en este mi refugio amurallado a la sombra del ciprés, mientras la aldea, ya convertida en pueblo, sigue con su vida, con sus ajetreos y sus ruidos, cada vez en aumento.

Aquí, en cambio, reina el silencio y la tranquilidad. Como dije, somos pocos vecinos, y son escasos los verdaderamente ruidosos: un señor mayor al que todos llamamos Coronel, un joven alocado que siempre pregunta por su moto (a saber qué será eso) y un par de clérigos que siempre andan a la gresca. También hay una niña, pero ella es adorable. Por suerte, los demás no hacen más que descansar.

Yo no puedo hacerlo, desde aquel funesto día en el que todos los aldeanos me persiguieron y acusaron falsamente de matar al alcalde y a tantos otros con el fin de ajusticiarme. Para mí no hay descanso ni tregua. Por eso nunca reuní el coraje suficiente para volver al pueblo. Al menos de día.

Porque hay una noche al año en la que me bajo hasta el valle que rodea el pueblo. Ya casi no lo reconozco, si no fuera porque de lejos se ve el techo rojo y algo chamuscado de mi antigua casa, sobresaliente por encima de los tejados de las demás. Y siempre bajo en la misma noche del año, la del último día de octubre. Esa noche ocurre algo bello y único: el muro se vuelve transparente y la niebla perenne que cubre este lugar se evapora. Y se distingue claramente el camino que lleva al valle, en el que desde siempre he recolectado plantas de azafrán silvestre.

Ilustración de Paloma Muñoz

Luego vuelvo a mi hogar, bajo la sombra alargada del ciprés, pero no sin antes pasar por la tumba de mi esposa, para decirle lo mucho que la sigo echando de menos, después de estos trescientos años sin su ausencia. Sé que las plantas de azafrán son poca cosa, me gustaría poder dejarle una hogaza de su pan favorito recién hecha, pero espero que su inconfundible olor le recuerde a él.

Olga Besolí
Septiembre 2022

 

 

Mutagénesis

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Pilar Leandro. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mutagénesis. 

Lee estaba comiendo. Sus padres la habían dejado sola en casa y, como tenía hambre, se cocinó unas tiras de pollo salteadas con verduras, plato que acompañaría con un suculento cuenco de arroz. Ese fue su primer error.

A los pocos días, tras lavarse la cara, descubrió una pequeña lesión cutánea de extraño aspecto en su mejilla derecha. No le dio más importancia. No le dijo nada a sus padres por no alertarles. Segundo error.

Esa misma noche tuvo relaciones sexuales con su novio, un joven llamado Chang que, a la semana, vio cómo su piel era invadida por unas llagas que supuraban, erupción que le llevó a urgencias.

Allí, el médico que lo examinó no pudo encontrar la causa de la aparente y desconocida enfermedad de la piel y lo derivó a un famoso dermatólogo, el doctor Chuan.

Durante la visita con unos de los mejores especialistas de la piel, Chang tuvo que asimilar dos pésimas situaciones: la mirada atónita del doctor Chuan mientras le comunicaba que su enfermedad cutánea era algo nunca visto antes —ni siquiera aparecía en los libros— y el mensaje telefónico que le comunicaba que su novia Lee acababa de sucumbir ante una extraña enfermedad contagiosa y desfiguradora.

En pleno shock, el doctor Chang le sacó el contenido de la llamada a Chuan antes de que este rompiera a llorar unas lágrimas de una extraña viscosidad verdosa. Inmediatamente, y más asustado que nunca, el doctor se apartó de él y activó el protocolo de urgencia para enfermedades altamente infecciosas.

Antes de que trasladaran a Chang en camilla —sobre la que, a los pocos días, moriría— a un lugar absolutamente aislado y aséptico en el que moriría, uno de los asistentes vestidos con EPI, por orden del doctor, que seguía manteniendo las distancias con el paciente, le extrajo una de las lesiones del brazo mediante una biopsia y le entregó el tubito al doctor. Ese mismo día envió la muestra a un laboratorio científico.

Cuando el microbiólogo del laboratorio analizó las biopsias de dos pacientes, uno llamado Chang y otro llamado Lee, se quedó pasmado ante los resultados: no había virus, ni tampoco bacterias, sino un tipo de microparásitos de morfología totalmente inusual.

Llamó a su jefe de proyecto, que acudió inmediatamente y puso las muestras bajo la potente lente de un microscopio estereoscópico para conseguir una imagen en 3D. Los microparásitos carecían de cuerpo y tenían múltiples extremidades. Eran como una especie de pequeñas antenas radiales que salían de un centro, como si se tratase de un montón de agujas entrelazadas de forma esférica. Pero indudablemente esos montones de agujas tenían vida: fagocitaban las células de su alrededor y se multiplicaban exponencialmente.

Automáticamente, y con el máximo cuidado, el jefe de proyecto mandó introducir las muestras en una caja sellada que las mantendría frescas e incorruptas dentro de una nevera plagada de placas de Petri hasta nuevo aviso y, después de hacer que el microbiólogo desinfectara los utensilios usados, elaboró un informe que no envió al remitente de las muestras, el doctor Chuan, fallecido en extrañas circunstancias hacía solo unos días, sino a sus superiores.

El director del laboratorio científico Xiansen, al recibir el informe de un jefe de proyecto de sus microbiólogos, desempolvó el libro del protocolo de emergencias infectivas, que se encontraba en la caja fuerte. En él había un número de teléfono. No estaba acompañado de ningún nombre, tampoco de una dirección. Era solo un número anónimo en el centro de una hoja en blanco. Como consideró que estaban en una situación de emergencia, descolgó el teléfono y llamó a ese número.

Al otro lado del hilo telefónico, el jefe de Seguridad Sanitaria del Estado mandó un equipo a descontaminar la zona posiblemente infectada y recabar toda la información posible sobre la expansión de algún tipo de virus extraño que los inútiles del laboratorio no habían sabido identificar correctamente.

En solo unas pocas horas unos especialistas enfundados en trajes aislantes de alta seguridad y máscaras que parecían salidas de un libro de ciencia ficción se llevaban la nevera entera, con las muestras y todas las placas de Petri, y la ponían dentro de un enorme contenedor metálico lleno de hielo seco humeante. Requisaban también el informe elaborado y todos los papeles, fichas y anotaciones de los microbiólogos, los que pertenecían al nuevo hallazgo y los que no. Mientras, otros agentes especiales sellaban el edificio del laboratorio central de Xiansen e impedían a sus trabajadores salir de él. Estaban en cuarentena. Ese edificio se convertiría en su tumba, aunque según las noticias locales todo se debería a un incendio accidental.

Vestida en un EPI de alta seguridad y un casco de respiración autónoma aislada, Sien, una de los analistas especializados en virus del laboratorio científico de nivel 4 de la ciudad de Harbin, investigó unas muestras traídas por un equipo de agentes sanitarios especiales en una operación de alto secreto. No le dijeron la procedencia de las muestras ni de qué se trataba. La orden era muy clara y concisa: ignorar las placas de Petri y analizar los tubos con muestras biológicas. En la primera media hora ya pudo descartar el origen vírico o bacteriano de las muestras, pero tardó más de dos largas jornadas de análisis y estudio en llegar a una conclusión que ni ella misma podía creer: los entes biológicos que se hallaban en esa muestra no eran de procedencia terrestre. La desazón que la invadió se agravó en los días siguientes cuando le empezaron a llover más muestras de más víctimas mortales, hasta un total de una veintena, con el mismo patógeno en ellas.

Como era su responsabilidad, y como estaba obligada a hacer con cualquier hallazgo relevante, se lo comunicó al general Tsenyi.

El general Tsenyi se tomó a risa las declaraciones de Sien. ¡Extraterrestres! ¡Estaba loca! Si algo le había enseñado la experiencia es que todo problema procedía única y exclusivamente del planeta Tierra y de los que vivimos en ella. Pero temiendo una nueva epidemia como la del covid, activó sin miramientos el protocolo de seguimiento y contención sanitarias. El paciente cero estaba claro, una tal Lee, una adolescente que tenía aparentemente una vida normal. ¡Bueno, eso ya se vería!

Por si acaso, y con una sonrisa todavía medio escondida por la irrisoria conclusión a la que habían llegado esos científicos chiflados del laboratorio, contactó con su amigo Wang, asesor ejecutivo de la agencia espacial china.

Los enviados por el coronel Tsenyi de la Agencia de Seguridad del Estado, trajeados como siempre, encontraron a los padres de Lee muertos en casa, con terribles lesiones cutáneas. ¡Se podían ver los huesos a través de las profundas llagas! Nadie les había avisado de que era un posible asunto contagioso y, temiendo por sus vidas, salieron como alma que lleva el diablo del edificio antes de llamar a la Agencia de Eliminación de Residuos para que acudieran con la vestimenta adecuada a limpiar todo rastro de ellos. En la calle fueron testigos de algo horrible: todo el vecindario parecía estar infectado por unas horrendas llagas purulentas.

Revestidos con trajes ignífugos, los trabajadores de la Agencia de Eliminación de Residuos, provistos de lanzallamas, siguieron la lista de descontaminación programada, empezando por un barrio entero cuyo foco principal era un edificio de viviendas, un centro médico, unos laboratorios y un centro de nivel 4. La lista de bajas humanas sería de 264, consideradas efectos colaterales.

Por su lado, el doctor especializado en biotecnología Shohin fue testigo de la reunión que los militares mantuvieron con la cúpula de la agencia espacial para la que trabajaba. En ella se discutía el posible origen extraterrestre de una infección que estaba provocando la muerte de algunos ciudadanos. Enseguida lo relacionó con su programa científico espacial Dark Side Moon y llamó a la Coordinadora del Centro de Experimentación Lunar.

La doctora en bioastrofísica Yun, coordinadora de los experimentos biotécnicos de los últimos viajes espaciales chinos, al recibir la información, cotejó los datos con los últimos programas de investigación, llegando a la resolución de que quizás los cereales experimentales de jardinería lunar podrían estar relacionados. Pero antes debía consultarlo con el científico que llevó a cabo el experimento personalmente. Hizo que enviaran un helicóptero en su búsqueda y lo trasladaran a la base de inmediato.

En la sala de interrogatorios de la base el astronauta y científico molecular Dalai Hong contestó diligentemente a todas las preguntas de Yun.

Sí. Él y su equipo, en la misión Oportunity 5, habían expuesto cereales y semillas a la radiación cósmica y a la gravedad cero durante su viaje estelar a la cara oculta de la Luna. El objetivo: que crecieran más y mejor. Todo en un proceso controlado y reportado. «¿Todo, sin fisuras?», le preguntó Yan. «Por supuesto», le contestó él. Pero omitió un pequeño detalle: una lluvia de pequeños meteoritos había impactado contra el casco de la nave durante el viaje de vuelta. Como había producido daños menores, y ellos estaban exhaustos después de dos meses fuera de la Tierra, ni siquiera lo reportó en el momento en que debió hacerlo. Luego, cuando se dio cuenta de que habían afectado al cargamento, ya era demasiado tarde. La mayor parte de las semillas que estaban en la parte externa de la nave no sufrieron daños y fueron aprovechables; las otras fueron diligentemente destruidas.

Ilustración de Pilar Leandro

«Yo no sé nada, debería hablar con el profesor Jin Miang», dijo Dalai para concluir un interrogatorio que se había vuelto incómodo.

En el complejo de invernaderos del profesor Jin Miang, situados en un espacio recóndito y aislado de las oficinas de la central espacial china, el enviado de la doctora Yun pudo comprobar cómo realmente la radiación había afectado a las semillas enviadas al espacio y traídas de vuelta, sin sospechar que la lluvia de meteoritos había incorporado algo más, un microscópico ente biológico que navegaba por el espacio a la deriva dentro de un pequeño fragmento de roca flotante.

Jin Miang, con la cordialidad que le era característica, explicó que los granos de avena habían sucumbido a las bajas temperaturas lunares nocturnas. Y la alfalfa no había prosperado una vez reinsertada en la tierra. Ambas especies se habían vuelto negruzcas, por lo que permanecían en tarros sellados. Pero las orquídeas estaban plantadas en parterres y habían desarrollado formas y colores inusuales. Y en el invernadero principal, completamente anegado de agua, una tercera generación de espigas de arroz se elevaba del suelo encharcado. Habían duplicado su tamaño y producían el doble de granos de una espiga normal.

Era un proceso llamado mutagénesis y el profesor Jin Miang estaba tan orgulloso de él como un padre de su hijo superdotado. Dictaminó que ese arroz pronto sería el futuro de la producción mundial y satisfaría las demandas del hambre. Y más con las necesidades y la hambruna provocadas por guerras e invasiones sin sentido que dejaban a la mitad de la población mundial sin sustento de cereales. De hecho, la segunda cosecha obtenida por Jin Miang, después de pasar satisfactoriamente todos los controles necesarios, se había distribuido a varios granjeros del delta del río Yangtsé para el inicio de su cultivo extensivo.

Al cabo de unos meses se desmantelaron los invernaderos bajo el dominio de la agencia espacial china y se cancelaron todos los siguientes viajes Oportunity. Coincidió con una serie de incendios fortuitos en el delta del Yangtsé y con la desaparición de varios renombrados científicos, biólogos y profesores, todos ellos eminencias en el campo de la biociencia, junto con algunos altos cargos militares que fueron sustituidos por otro personal de confianza, desapareciendo literalmente de la faz de la tierra.

Mientras, las noticias se hacían eco de que algunos de los astronautas chinos famosos por pisar la cara oculta de la Luna estaban muriendo en extrañas circunstancias y desafortunados accidentes.

Pero la verdad de lo ocurrido nunca llegó a oídos de los ciudadanos, demasiado preocupados porque el mundo, ya devastado por enfermedades, guerras y hambruna, se veía amenazado por una nueva plaga, una virulenta y mortal enfermedad cutánea infecciosa y de origen desconocido.

Olga Besolí
Mayo 2022

 

El descampado

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El descampado. 

Más allá de la ciudad hay un descampado, un antiguo solar que antaño fue un huerto de coles y árboles fruteros, bien cuidados por un payés del que poco se sabe salvo que, de un día al otro, desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Los obreros contratados por el Ayuntamiento para arrancar los árboles y adecentar la zona para la construcción de la nueva carretera, cuando entraron en la casucha en la que malvivía el payés, solamente encontraron dos señales de que el hombre había habitado el lugar hasta hacía bien poco: el documento con la orden de expropiación arrugado y manchado sobre la pequeña mesa de madera carcomida y una taza rebosante de café frío y mohoso.

Porque todo lo demás —los aperos agrícolas, limpios y engrasados, puestos en orden en un rincón, el camastro perfectamente hecho como si nunca hubiera dormido nadie, el diminuto lavabo bien limpio y con la pastilla de jabón intacta— no dio ni pistas ni señales de vida.

Eso despertaría ciertos rumores en el extrarradio de la ciudad: que si el payés solitario se había marchado a ver a su familia, que vivía en Almera, que si se había tirado al río y su cuerpo estaba enterrado en el lodo, que si había vendido el huerto por un dineral al Ayuntamiento…

Los del Ayuntamiento sabían que eso no era cierto, porque valoraron el terreno tan a la baja que el dinero que ingresaron en la cuenta del payés no le servía ni para comprar un coche. De ahí que este no pudiera desplazarse para ver a sus parientes de Almera, que nunca más le volvieron a ver. Eso ocurría mientras el alcalde, gracias a otorgar el proyecto de ese nuevo tramo de carretera a quien debía, pudo cambiarse el viejo Audi por un Jaguar. Y aunque el payés se desesperó al recibir esa orden de expropiación —que destrozaría toda su vida y todo aquello por lo que había luchado por esa carretera que pondría su ciudad en el mapa—, el impacto no fue suficiente como para tirarse al río.

El hecho es que después de que esos operarios arrasaran con todo, coles, árboles y casucha, quedó un bonito descampado que nunca llegó a asfaltarse, porque por supuesto el proyecto quedó en el aire. La razón fue simple: el alcalde de la ciudad perdió las elecciones y el nuevo, del partido político contrario, hizo lo que hace siempre la oposición cuando llega al poder: cargarse todos los proyectos del anterior. Y esa carretera era el proyecto estrella del antiguo alcalde.

Así que el descampado estuvo abandonado durante más de una década, en poder de un ayuntamiento que cambió un par de veces de alcalde y de orientación política, y en él empezaron a brotar hierbajos y algunas flores silvestres, mientras que por aquí y por allá nacían algunos brotes de coles de forma espontánea. También algunos pequeños árboles se empezaron a erguir —fruto de algún chupón o sierpe que quedara en un tocón a ras del suelo o quizás de alguna raíz mal arrancada o de alguna semilla perdida— y se las ingeniaron para crecer sin riego alguno.

Y entonces, tras unas nuevas elecciones, hubo un segundo gran proyecto para el descampado con el nuevo cambio político. Desechado ya el proyecto de la carretera —uno antiguo de su propio partido—, una constructora que casualmente era muy conocida del alcalde recién electo se interesó por ese descampado y presentó sin concurso previo un proyecto de edificación de dos torres de pisos de protección oficial. Por supuesto, el consistorio declaró inmediatamente el terreno como urbanizable y dio el visto bueno a la constructora. Casualmente, en un periodo menor de dos meses tras cerrar el trato, el alcalde cambió su pisito en el centro por una mansión en las afueras con piscina y todo. Y empezaron las obras.

La constructora llevó toda su maquinaria pesada y comenzó por limpiar y aplanar el terreno, antes de excavar para poner los cimientos. Todas las coles salvajes, los pequeños árboles y las hierbas y flores fueron arrancados de cuajo, y esta vez sí que los operarios miraron de no dejar ningún tocón ni raíz que pudiera interferir en la construcción de las nuevas viviendas para pobres.

Pero justo el viernes en el que el operario de la excavadora recibió la orden de empezar con la zanja al lunes siguiente, el presidente de todo el país anunció un confinamiento total y absoluto por una causa tan nimia como un extraño virus que se había hecho con el control del mundo.

La maquinaria pesada quedó varada en el descampado durante dos meses, a la merced de los paseantes que llevaban a sus perros a mear en sus ruedas. Tras ese periodo de tiempo, fue retirada de ahí y nunca más se supo de la constructora.

Dos años después, y sin ganar la batalla con el virus, el mundo empezaba a lidiar otras guerras. Los precios subían, los materiales escaseaban, la incertidumbre se cebaba con los ciudadanos y las empresas quebraban. La constructora perdió la batalla legal y su contrato por obra prescribió. Sin el apoyo de su amigo el alcalde —que murió a causa del virus o con el virus, quién sabe—, bajo otro nuevo cambio político debido a unas elecciones apresuradas, y con la mitad de la plantilla en ERTE y los impagos mensuales por la maquinaria acumulándose, el proyecto se deshizo rápidamente y la empresa constructora no pudo hacer frente a las deudas, por lo que terminó quebrando y desapareciendo, como muchas tantas otras que quedarían en el olvido.

De nuevo, el descampado quedó yermo, pero esta vez nada crecería ya en él, al menos por un tiempo. Porque en la actualidad es la sangre la que riega el campo, pues es la zona preferida de las bandas locales para sus batallas campales.

Tenemos el grupo de los magrebíes, asentado en el barrio antiguo de la urbe, que se ha hecho con el control del reparto y venta de hachís al por menor en esa zona ya empobrecida de por sí de la ciudad, donde la prostitución hace siglos que campa a sus anchas, y ahora también lo hacen esos pequeños narcos improvisados, nadie sabe si fruto de la necesidad o de malos hábitos adquiridos. Desde que los vecinos del casco antiguo alertaron de sus reyertas a machetazos en las calles nocturnas, y desde que la policía patrulla diariamente por el barrio, ellos se han visto abocados a tener que desplazarse en metro hasta las afueras, y de allí dirigirse al descampado para poder arreglar sus asuntillos de dominio de terreno entre los diferentes cárteles, si puede llamarse así a esos pequeños grupos del menudeo de las drogas. Por supuesto, con la vigilancia casi inexistente que hay en el metro a última hora, pueden pasar con sus machetes y cuchillos carniceros, porque es una verdadera carnicería lo que ocurre cuando estos grupos se enfrentan entre sí.

Luego están las bandas latinas, que suelen enfrentarse entre ellas. Muchos de los participantes provienen de Latino y Centroamérica, pero lo sorprendente es que hay muchos españoles, emigrantes de segunda generación, nacidos y criados en el país, que se incorporan a filas decepcionados con sus padres, sus vidas, sus vecinos, sus ciudades y su mundo. Buscan la expiación o la venganza, pero van a encontrar solamente dolor, heridas y muerte.

Otros que suelen reunirse aquí son los neonazis, que suelen proceder de la parte alta de la ciudad y que llegan en buenos coches que suelen dejar aparcados a una distancia prudencial. Utilizan el descampado para sus prácticas de tiro y de lucha, cantar sus cánticos racistas a pleno pulmón —cosa que no se atreven a hacer en su tranquilo barrio desde sus habitaciones decoradas con fotos de Hitler y esvásticas— y levantan los brazos a un sol que ya no hace crecer nada bajo sus pies, ni siquiera la mala hierba, mientras le propinan brutales palizas a cualquier incauto o merodeador que se les acerque.

A veces llegan ahí siguiendo el rastro de la bazofia mora y sudaca para enzarzarse en peleas a muerte con ellos. Por no hablar de los que ellos consideran lo peor, los maricones desviados a los que intentan volver al camino de la heterosexualidad a porrazos y que alguna vez acuden al descampado a desfogarse con demasiada antelación porque la urgencia los apremia.

Sí, porque ese descampado algunas noches se convierte en un aparcadero de amantes furtivos e hipócritas, que dejando a mujer y niños en casa con una de las dos excusas más viejas del mundo, la de ir a sacar la basura y la de fumarse un pitillo, se van a lo que consideran Gaylandia a sacar todo ese placer enquistado que llevan dentro y que no se atreven a normalizar por miedo al qué dirán. Aparecen desde todos los rincones de la ciudad, y los modelos de sus coches son de todos los niveles adquisitivos. Por decir que hasta dicen que han visto el Jaguar de uno de los exalcaldes… Por supuesto, jóvenes prostitutos de todo tipo acuden a ese rincón, a menudo a pie porque viven en el extrarradio de la ciudad en condiciones bastante penosas; otras en metro, cuando sus bolsillos se lo permite; y alguna que otra vez se acercan en el último bus, aunque la parada más cercana está a un trecho considerable.

Hoy es noche cerrada, hay luna nueva. El tiempo, en los últimos días, ha sido desapacible, y se supone que el descampado está desierto. Pero no lo está. El enorme Jaguar negro del exalcalde acaba de aparcar en el rincón más apartado del descampado, a la espera de que acuda su amante secreto, cobijado por la oscuridad.

El exalcalde no sabe si esta será ya su última cita; debería serlo. A sus sesenta y nueve años, y después de una vida opulenta de demasiado comer, demasiado beber y demasiados vicios en general, siente que ya no tiene cuerpo para estos trotes: ir copulando en un coche como un veinteañero no es lo apropiado. Aunque sigue deseando, de vez en cuando, echar su canita al aire y vivir su pequeño disfrute en compañía de ese joven treinta años menor que él, que le adora y que piensa que sigue siendo el mejor alcalde que ha tenido la ciudad. Ese joven que se está retrasando. ¿No habían quedado a las diez? Pues son y cuarto y el desdichado todavía no ha aparecido. Como no sea por una causa de fuerza mayor, se las verá…

Y ha sido por una causa de fuerza mayor. El hombre, con sus andares afeminados, ha subido al metro en la estación de Maravillas, en la zona alta de la ciudad, pues es de buena familia, y justo ha compartido tren, sin saberlo, con una parte del grupo de los neonazis que, en el siguiente vagón, han decidido seguirle para enderezar sus andares.

Camino del descampado lo han pillado desprevenido y ahora está medio muerto, tirado en una cuneta, entre bolsas de basura y restos de plástico. Por no andar como los neonazis, el pobre no volverá a andar en su vida.

El exalcalde ignora eso, como también ignora que ese mismo grupo se acerca, porque dos más dos son cuatro, y aunque ignorantes, los neonazis no son estúpidos. Así que decide salir del coche y estirar un poco las piernas, entumecidas por mantenerse demasiado tiempo sentado.

Justo al cerrar la puerta y aspirar la primera bocanada de brisa nocturna, le cae el primer golpe. Un puñetazo en toda la cara que le desencaja la mandíbula y le hace caer al suelo. A partir de ahí todo es confuso. Bajo la negrura de la noche, el exalcalde no puede distinguir a sus atacantes y estos tampoco saben a quién están machacando. Y aunque lo supieran, al menos uno de ellos, el sobrino del constructor arruinado por culpa de un alcalde de su partido, tampoco pararía.

La paliza es mortal, porque el cuerpo del exalcalde ya no está para esos trotes. Al final yace en medio del descampado, con el cráneo abierto en dos, con la sangre fluyendo como una fuente por la brecha y con el cuerpo maltrecho de haber sido zarandeado, vapuleado y sacudido como una vieja alfombra.

Cuando los neonazis se retiran, exhaustos, ensangrentados y sonrientes, en el descampado yace el cuerpo del exalcalde, y en sus últimos alientos tiene un pensamiento extraño: quizás si hubiera dejado que siguiese siendo un campo plantado de coles y árboles fruteros, su vida no habría terminado de esa forma tan abrupta. ¿Por qué tuvo que aceptar ese soborno que le propuso la constructora para crear ese tramo de carretera innecesario? ¿Por qué accedió a que pasara por en medio del huerto? Claro que la constructora se ahorraba cientos de miles de euros al desviar un tramo de la carretera general que le evitaría varias curvas y tener que agujerear una montaña, pero… ¿qué ha sacado él de todo aquello? ¿Qué van a decir de aquella muerte indigna su esposa, su hija o sus nietos? ¿Qué rumores correrán por la ciudad?

Entonces, alimentada por la sangre del exalcalde, se abre una brecha en el descampado. El suelo bajo su cuerpo se hunde, en un descenso lento, y empieza a cerrarse sobre él. Se lo está tragando la tierra. Le falta el aire y en su último suspiro nota cómo su cuerpo descansa en las entrañas húmedas de lo que fue un terreno fértil y se apoya sobre algo duro. Es un viejo esqueleto.

Llueve durante tres semanas seguidas, y ese es el tiempo en que la policía local busca al hombre extraviado. El exalcalde es declarado en paradero desconocido y nadie sabe nada, salvo un hombre que yace en el hospital —después de recibir una brutal paliza homófoba que lo dejará parapléjico— y que nunca se atreverá a contar lo sucedido.

Por supuesto, a nadie se le ocurre mirar en el descampado, es un lugar de acechadores y maleantes donde nunca iría un hombre respetable. Pero esta idea dura lo que duran las lluvias.

Con la salida del sol, un magrebí es detenido por tenencia de drogas conduciendo el Jaguar del exalcalde, aunque la policía solamente puede sonsacarle —mediante amenazas y golpes que negarán ante un juez— una mentira: que ha encontrado el coche en el descampado con las llaves puestas y que solo lo ha tomado prestado. No sabe a quién pertenecía ni por qué se lo dejó allí.

Y cuando una patrulla de la policía acude al lugar, se encuentra con un vergel. El campo está cubierto de flores silvestres y hierbas, y entre ellas se pueden distinguir unos retoños verdeazulados. Son pequeñas coles que han salido de forma espontánea. También algunos pequeños tallos arbóreos surgen de las profundidades del suelo, sin razón alguna. Pero no hay rastro de lo que buscan, una pista que los lleve a encontrar al hombre. Tampoco hay rastro alguno de violencia, ni sangre ni un cuerpo.

Ilustración de Paloma Muñoz

Aun así, como es su deber, la policía peina el herbazal de cabo a rabo sin éxito alguno antes de volver a sus casas a continuar con sus vidas. El caso permanecerá abierto durante siete años. Después, el estado del exalcalde pasará oficialmente de desaparecido a fallecido.

Pero su inexplicable desaparición será todo un misterio que alimentará la rumorología de la ciudad. Las mentes más imaginativas verán una conexión indiscutible con el extraño crecimiento repentino de la naturaleza en ese antiguo descampado, que en pocos años se llenará de nuevo de árboles que darán frutos dulces y sabrosos. Y los más viejos del lugar recordarán que hace mucho tiempo, en ese mismo campo, hubo otra desaparición, la de un payés que cultivaba coles

Olga Besolí
Marzo 2022

 

Todo es relativo

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Todo es relativo. 

En el presente, todo es relativo, incluido el propio presente.

¿Cuál es el verdadero? ¿Es el mío sentada en un portal, vigilando la plaza con una vieja cámara analógica en mano, esperando? ¿O es el mío cuando estoy a punto de aparecer en la plaza, vestida de institutriz, llevando cogida de la mano a mi tatarabuela de niña, tan mona ella con su vestidito parisino y el sombrerito a juego? ¿O quizás es el mío, usando un dispositivo intangible para tomar una instantánea de mí misma revisando esa antigua cámara mientras el café sigue humeante en su taza?

Ilustración de Rafa Mir

Ese es el paradigma de los bucles temporales. Desde que los viajes espaciotemporales se pusieron de moda gracias a —aunque algunos dirían que por culpa de— las redes sociales, el mundo ha pegado tal vuelco que ha terminado por dar la razón al dogma de ese viejo científico loco del siglo XX llamado Einstein.

Ahora sí que todo, absolutamente todo, es relativo. O casi todo.

Fue a finales de ese siglo, con la llegada de la primera red de transmisión comunitaria, llamada por esos tiempos Internet —qué nombre tan curioso para algo que solo muestra lo exterior y superficial de los demás— cuando nació un concepto nuevo que cambiaría la manera de vernos a nosotros mismos y de mostrarnos a los demás: el postureo.

Lo primero fueron las redes sociales: que si la tortilla de patatas me ha quedado rica, mira qué pinta tiene; que si me he comprado una casa nueva y  mi jardín es más grande que el tuyo. ¡Ah! ¿Que no tienes? ¡Ay, qué peeena!

Luego vinieron los selfies, un monumental encumbramiento del ego personal: Yo en las Bahamas y tú en casa; yo en mi chalet y tú en tu mierda de casa; yo en el restaurante más caro que tú nunca podrías pagar…Después, con las empresas espaciales privadas, los espacies pasaron a sustituir a los selfies: yo flotando en la nave, disimulando con una sonrisa que estoy a punto de potar, pero en el espacio, y tú en tu puta casa; yo en la Luna y tú, pequeño idiota, sigues atrapado en la Tierra…

Y luego aparecieron los trasportadores temporales y con ellos llegó el caos. Todo empezó a ser relativo.

Ahora ya no existe una línea temporal ininterrumpida, sino que uno va dando tumbos —un purista diría que dando saltos— en el tiempo de forma que va hacia adelante o atrás a placer —no el suyo propio, sino el de los demás—. ¿Para curar y prevenir al mundo de enfermedades pasadas, presentes o futuras? Pues no. ¿Para adquirir cultura y conocimientos que nos enriquezcan como sociedad? ¡Nada de nada! ¿Para hacer el bien en el mundo? ¿Pero qué me estás contando? ¿Estás de coña?

Entonces ¿para qué? Pues para poder subir las fotos a Externet —y sí, ahora se llama con el nombre que debería haber tenido desde un principio—ni más ni menos. Es decir, para practicar el postureo extremo. ¡Qué le vamos a hacer, es el mundo en el que nos ha tocado vivir!

Desde que se puede viajar en el tiempo ahora ya no basta con visitar la Capilla Sixtina, o irse a la Antártida. ¡Eso lo puede hacer cualquiera! Lo cool hasta hace relativamente nada es hacerse una timefie —que así se llama— con Miguel Ángel, pincel en mano, frente a la cúpula a medio pintar.

Pero las modas son tan relativas como el tiempo.

Si hoy en día quieres ser una verdadera influencer y tener una montaña de seguidores, hay que ir a por más, y además de mostrar tu capacidad económica para sufragar los gastos del viaje temporal —que no es precisamente económico— y una retahíla de genealogistas que rebusquen en tu árbol genealógico y encuentren tus ancestros. Porque fotografiarse con un antepasado en algún lugar significativo es lo más.

Así que ya puedes buscarte la vida para irte al pasado y pasar un tiempo convenciendo al padre de tu tatarabuela que serás la mejor institutriz de esa niña adorable y, de paso, prepararte la foto.

Pero ¡cuidado! Si provocas un shock en tu ancestro, y por cosas del destino la palma, dejas de existir instantáneamente. ElviraTas3 se fotografió junto con su bisabuela usando un móvil con flash integrado. Ese flash le provocó a la bisabuela, que no pudo asimilar tanta luz de golpe, un infarto. Hasta aquí todo bien, pero resulta que tenía solamente trece años en ese momento, por lo que toda su línea familiar descendiente se extinguió al instante. La imagen conseguida por Elvira subió y desapareció con la misma velocidad con la que se esfumó su perfil en las redes y se borró todo rastro de su existencia. RIP, descanse en paz. Aunque no sé si es lo apropiado, porque en teoría no llegó nunca a nacer. Como he dicho, todo es relativo.

Y los encuentros con los ancestros también entrañan sus peligros. Es lo que le ocurrió, por ejemplo, a Staton2280, que fue a sacar su cámara de su bolsillo frente a su tatarabuelo forajido y este le incrustó una bala en el cerebro antes de que pudiera decir ni pío. Supongo que lo enterraron al estilo cowboy.

Es que son muchas las cosas que pueden salir mal en un timefie, por eso hay que extremar las precauciones. Aunque supongo que si gustan tanto es precisamente por eso, porque no son fáciles de conseguir y entrañan riesgos, ¿no? ¿No hubo también una época en la que se hacían fotos subidos a lugares imposibles desde los que muchos se despeñaban?

Y si no hay riesgos, tampoco hay recompensa. Y todos buscamos convertirnos en la bomba en las redes, la nueva estrella. El récord lo tiene el hindú Khalah49, con sus 103 instantáneas, que se remontan hasta el siglo XII, cuando su más antiguo ancestro conocido sirvió al maharajá Karikala Chola en persona. Y hay una timefie en las redes que así lo demuestra.

Aunque es sabido que la fama de Khalah también sucumbirá pronto —o tarde, porque todo es relativo—, pues yo y otros influencers ya estamos practicando una nueva modalidad de timefie, la de los bucles temporales, creando presentes continuos. Es decir, instantáneas de viajes superpuestos. Todavía no le hemos puesto nombre a esta modalidad, pero estamos en ello.

Yo escogí la calle que da a la Place du Concorde, en París, porque es un lugar estrechamente relacionado con mi familia y contiene un pedazo de historia, empezando por el obelisco egipcio procedente de Luxor que lo corona. Ese es mi foco principal. Y mi primer objetivo es mi tatarabuela, la niña a la que acompaño como institutriz y cuyo puesto es resultado de la larga estancia de tres semanas en el París de 1910, que me costó un ojo de la cara, pero que pude sufragar gracias a mis seguidores.

Y colgué esa timefie en las redes.

Hice mi primera timefie con bucle al tomar una foto de la plaza y de mí misma acompañando a mi tatarabuela desde un portal, de lejos, con una buena cámara antigua, analógica y un buen objetivo, que le dio un aspecto artístico magnífico. ¡Foto a las redes!

Pero no me he parado aquí. Ahora acabo de hacer un tercer viaje al mismo sitio y lugar, llevando conmigo un dispositivo intangible conmigo, y me he fotografiado a mí misma, cámara en mano y café, unos segundos después de haber hecho  esa instantánea de mí misma en la plaza. ¡Y subida a las redes!

¿La próxima cuál va a ser? Pues quizás una en la que aparezca con mi equipo intangible y vestida de camarera de la época detrás de mí versión tomando café y revisando la cámara analógica. O quizás lo pare aquí, porque  los presentes continuados también entrañan riesgos.

Cada vez que vuelvo a ese momento, todos los presentes se ponen en marcha de nuevo otra vez, instantáneamente.

Si un día llego demasiado pronto, o me descubro, o sucede un imprevisto a algunos de mis yos, quizás decida no hacer esa primera instantánea —o no haya oportunidad de hacerla— y toda mi montaña de bucles caerá como un castillo de naipes. Porque si uno de mis presentes desaparece, todos los que haya creado superpuestos también lo harán.

Y es que, como he dicho, todo es relativo, hasta el presente. O casi, porque esa plaza coronada por el obelisco parece inmune al paso y los saltos del tiempo.

 

Olga Besolí
Enero 2022

 

El hombre del espejo

Autor@:
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: +13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El hombre del espejo. 

Soy el que devuelve la sonrisa cuando el hombre frente al espejo sonríe. Él es mi anverso y yo su reverso; él es el original y yo la copia, lo sé porque yo no puedo predecir lo que va a ocurrir hasta que sucede.

Yo no tiro de los hilos de esa mano que pasa el pequeño peine metálico por esas sienes canosas que necesitan un buen recorte, ni por el pelo ralo de la coronilla. Ni siquiera recuerdo haber cogido ningún peine, pero está ahí, en mi mano, haciendo el mismo movimiento ondulante y repetitivo que la mano del hombre del espejo le imprime, siempre tras de él, con un retraso casi imperceptible de una milésima de segundo, y siempre de forma idéntica, todos y cada uno de los días, salvo por un pequeño detalle: el hombre frente al espejo sujeta el peine con la mano derecha mientras yo lo hago con la izquierda.

A veces me pregunto qué pensará el hombre frente al espejo, si cuando se mira y sonríe se ve a él mismo o me ve a mí. A decir verdad, yo empiezo a hartarme de ver esa misma cara todos los días, haciendo siempre los mismos rituales en el mismo orden: la sonrisa, el lavado, el afeitado, los golpecitos en las mejillas, el peinado y, como colofón, el perfumado que ni siquiera puedo oler. ¡Lo que daría por poder cambiar las tornas! Pero no puedo: él ejecuta y yo reproduzco.

Pasan los días y cada vez estoy más seguro de que no voy a soportar esta situación por mucho más tiempo. ¿Por qué tengo que ser yo el esclavo de sus movimientos? ¿Qué tipo de existencia es esta? ¿Quién puede vivir sabiendo que uno no es dueño ni de sus propios actos? No, me niego a seguir así, tengo que ponerle fin.

Hoy es el día. Ha aparecido a su hora, puntual como un reloj suizo, frente al espejo y, como todas las mañanas, el muy engreído me ha sonreído, aunque estoy completamente seguro de que mi existencia le es del todo indiferente. Le he devuelto la sonrisa. Mientras se lava la cara no se imagina lo que va a suceder y yo me río por dentro solo de pensarlo. Ahí está cogiendo su maquinilla de afeitar. Vamos allá. Mientras su brazo desliza la maquinilla por su mejilla llena de espuma, yo aprieto fuerte, más, un poco más. Él reacciona al instante y suelta de repente la maquinilla; a mí se me cae de la mano. Me mira, le miro. La sangre se derrama por su mejilla derecha y él hace una mueca de dolor que yo copio a la perfección. Me noto húmeda la parte izquierda de la cara, pero, a diferencia de él, yo no siento dolor alguno.

Ilustración de Paloma Muñoz

Rápidamente se aprieta una toalla blanca en el rostro, que pronto se impregna de rojo. El corte es profundo y la sangre no para de brotar. Al hombre del espejo le tiemblan las manos, y un sudor aparece en su frente y en la mía.

Unos segundos después ha desaparecido.

Por una pequeñísima fracción de segundo me felicito a mí mismo: ahora ya sé cómo librarme de él.

Olga Besolí
Octubre 2021

Error inventado

Autor@:
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí . La ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Error inventado. 

Desde lo alto de aquel inmenso cartel publicitario en la cima de la colina toda la ciudad de Barcelona quedaba expuesta hasta la misma costa. Los dos, sentados en las alturas con las piernas colgando, contemplaban una puesta sol que teñía el cielo de amarillos, rojos y violetas. La belleza del momento y el blanco impoluto de sus ropajes contrastaban con la mueca de amargura que no llegaba a ser una sonrisa del primero, y los cercos oscuros que rodeaban los ojos verdes del segundo, síntoma del agotamiento que arrastraba.

—Bueno —dijo el primero—, cuéntame si ha habido muchas incidencias en el turno de día.

—Muchas, Josiel, demasiadas. El hospital está desbordado. E incluso me he tenido que trasladar, a mediodía, al Hospital del Mar. Ha habido un llamamiento de refuerzos, un incendio con varios muertos y algunos heridos que han ingresado en la unidad de quemados.

—Eso parece grave.

—Lo es.

—Y ¿por qué no convocan a más personal? Entre la pandemia y lo demás ¡no damos abasto!

—¿Y qué personal quieres que traigan? ¿De dónde? Somos los que somos, y no hay más remedio que lidiar contra lo que nos venga, aunque esta mierda nos supere y no tengamos ni un respiro.

—Espero que mis doce horas sean más tranquilas.

—Me temo que no va a ser así. El turno de noche siempre es peor: la fiebre de los enfermos sube, el ahogo se intensifica… Por no hablar de los ingresos habituales: los comas etílicos, las peleas callejeras, los accidentes de tráfico… Por eso me pedí el de día.

—Uf… es verdad, hoy es jueves.

—Sí, y para muchos insensatos empieza la juerga del fin de semana. Ya sabes, van a lanzarse a la calle…

—Como si no hubiese un mañana.

—Para algunos será así. Lo es para dos de los jóvenes que tenemos en la UCI, ya sabes, la chica de veintiséis…

—Ya, la que se fue de botellón.

—Sí, y el de treinta y siete que se infectó estando de vacaciones. No creo que ni uno ni la otra superen esta noche.

—¡Pero si a la chica la vi yo ayer y parecía estable…!

—Este virus es más traidor que Judas. En cualquier momento puede desarrollar… complicaciones.

—Complicaciones, siempre las malditas complicaciones.

—No blasfemes. También deberás atender a la pobre abuelita, aunque…

—Sí, la terminal de cáncer.

—… la mantienen sedada. Al final de mi turno han llamado a su hija; no le quedará mucho ya.

—Al menos, esa señora ha hecho ya su vida, pero los otros dos… ¡Es injusto! ¿No hay nada más que se pueda hacer por ellos?

Negó con la cabeza.

—Pero…

—Nada salvo acompañarles en el tránsito.

—No me cabe en la cabeza. ¡Tan jóvenes! ¡Si todavía tienen toda la vida por delante!

—La tenían, pero ya no. Eres todavía inexperto, Josiel, y te has encontrado en medio de esta pandemia sin la preparación suficiente. Si a mí, que llevo una eternidad en esto y creía que ya lo había visto todo, me cuesta asimilarlo… Sé que resulta complicado asumir tanta enfermedad y tantas vidas malogradas… ¿Sabes? Yo también tengo mis momentos de flaqueza, mis momentos de duda…

—No digas eso, me asustas. Tú eres el experto de los dos.

—… pero no desisto…

—Y los pacientes nos necesitan.

—… aunque mi espíritu sea más débil y ya no tenga tantas fuerzas en el ánimo… La juventud hace siglos que me abandonó…

—No tiene nada que ver con la edad, es que la situación es agotadora. La carga diaria que soportamos es excesiva, los turnos que hacemos son largos y deprimentes, y pese a dejar hasta el último átomo de nuestra existencia en ayudar a esta pobre gente seguimos siendo minusvalorados. Maltratados, diría yo, e incluso negados…

—Bueno, ¿qué esperabas? ¡Es la condición humana! Si algunos niegan hasta la existencia del virus y la eficacia de las vacunas… El negacionismo es una enfermedad más peligrosa que el Covid-19. Y mucho más contagiosa.

—Pero muchos siguen creyendo en Dios, ¿verdad?

—Sí, o al menos eso parece cuando enferman. He visto a muchos pacientes en el hospital rezando, incluso a sus familiares. Puede que no hayan pisado una iglesia en su vida, pero en los momentos trágicos siguen acordándose de que existe un ser supremo. También para pedirle que rinda cuentas cuando un familiar fallece. Le echan las culpas a él. ¡Como si no existiera el libre albedrío! ¡Como si el hecho de acudir a una fiesta multitudinaria o a una celebración futbolística sin mascarilla no fuera decisivo! ¿Y su propia responsabilidad, eh? Y también culpan a los médicos. Hace tan solo tres días, en mi turno, un hombre golpeó al médico de urgencias que le comunicó el fallecimiento de su pequeña.

—¿En nuestro hospital?

—Justo antes que te trasladaran.

—¿Qué edad tenía?

—¿El hombre o la niña?

—La niña.

—Tan solo nueve añitos. Enfermó en un campamento de verano en el que se pasaron las normas de prevención y contención por el arco del triunfo. Y yo me preguntó: ¿qué les pasó por la cabeza a esos padres para enviarla en plena pandemia a su sentencia de muerte? Tras una semana divirtiéndose en el dichoso campamento, la niña sufrió una quincena entera en el hospital: la primera semana en planta y la segunda en críticos, luchando por su vida. Perdió la batalla. El virus le provocó una inflamación generalizada y un fallo multisistémico.

—¿La asististe tú?

—Hasta el último segundo. La pobre no entendía nada de lo que le sucedía. Su mirada transmitía un «es un error, un error inventado. Yo soy una niña, los niños no enfermamos con el bicho». Le dije que no tuviera miedo, que todo estaba bien, que yo la acompañaba y no la solté de la mano hasta que… cerró los ojos… Casos como este le destrozan a uno el corazón.

—Es que esa niña no debería haber muerto.

—En efecto, podría haberse evitado.

—¿Y por qué no se ha evitado?

—Porque no se ha querido o no se ha sabido. Tanto los del camping como los familiares deberán rendir cuentas en algún momento, si no ante la justicia, ante Dios.

—No sé, ¿y si salen impunes?

—Muchos se escapan de la justicia humana, pero nadie de la justicia divina. Ten eso por seguro. Y ningún padre puede escaparse del dolor de perder un hijo.

—Pero aun así, siguen dejando que sus hijos vayan por ahí y se infecten. ¡Me da tanta rabia!

—Pues imagínate a mí. Me siento viejo y cansado, demasiado cansado. Y nosotros estamos aquí, en Occidente, en la parte del mundo que lo tiene todo. Pero ya has visto lo que ocurre en los países menos desarrollados; el panorama es dantesco… mucho más propio de la peste negra que invadió Europa en la Edad Media que del siglo XXI… Con esas hileras interminables de ataúdes o de cuerpos envueltos en sábanas…Con esos miles de hogueras ardiendo o esos cuerpos flotando en el Ganges…

—Por suerte, en Barcelona la situación está mucho más controlada.

—Todo está fuera de control, aunque no verás a nadie que haga un voto de sinceridad y lo admita. Las malas noticias no dan rendimiento político.

—Pero un poco mejor sí que está.

—Aunque no sé por cuánto tiempo. El sistema sanitario parece derrumbarse por momentos. Esta mañana los ingresos han doblado a las altas y las unidades de críticos vuelven a estar al borde del colapso. Ya se han ocupado cuatro plantas del hospital solo para Covid. Y las demás patologías se están desatendiendo. Y ya sabes lo que eso significa.

—Que las muertes van a seguir en aumento.

—Exacto.

—¿Y las vacunas? ¿Es que acaso no surten efecto?

—Las vacunas hacen lo que pueden, pero no lo hacen todo. El contagio sigue dependiendo del contacto humano.

—Pero es que nada de todo esto tenía que haber ocurrido.

—Es cierto, pero no está en manos de Dios, sino en la de los humanos.

—Sí, lo sé, y lo acepto, pero al inicio…

—Tampoco fue creado por Dios, si te refieres a eso. Es un error humano, un error inventado.

—Ya…

—Libre albedrío, no lo olvides.

—Pues ese libre albedrío nos va a matar a todos.

—A nosotros no, que somos inmortales, pero me temo que sí a muchos humanos. Si esta pandemia tiene un fin, todavía no se vislumbra en el horizonte. Fíjate, el cielo rojizo del ocaso de la humanidad ya se ha vuelto negro, como negro se adivina su futuro. Vienen tiempos oscuros, Josiel, y ni tú ni yo podemos hacer nada para remediarlo. Tampoco se nos pide eso; las altas esferas nos han encomendado una única misión.

—Sí, que les asistamos en su tránsito hacia la muerte y que acojamos sus almas.

Sin título-1

Ilustración de Vicente Mateo Serra

—A todas y cada una de ellas, sin excepción. Y eso vamos a hacer mientras nos queden fuerzas, por muy exhaustos y desesperados que estemos  —dijo poniéndose de pie sobre el inmenso cartel y desplegando sus alas para mantener el equilibrio—. El sol ya se ha puesto. Ha empezado tu turno. Así que levanta, soldado de Dios, tanto tu cuerpo como tus ánimos, y vuela a ese hospital. Debes cumplir con tu deber. Hay tres almas en esas UCI que te necesitan, y solo Dios sabe cuántas más tendrás que acoger durante la noche.

—A tus órdenes, arcángel Miguel.

Allí, en lo alto del enorme cartel publicitario apuntalado en la cima de aquella colina desde la que se puede ver toda la ciudad de Barcelona hasta el mar, y en medio la negrura estrellada de una noche sin luna, el ángel Josiel batió sus alas y emprendió el vuelo.

 

Olga Besolí
Julio 2021

Brigada de limpieza

Autor@:
Ilustrador@: Daniel Camargo
Corrector@:
Género: Fantasía Urbana
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Brigada de limpieza. 

Cada siete años una ciudad del mundo despierta sumida en el caos, anegada por las inundaciones, devastada por vientos huracanados, arrasada por alguna tormenta tropical o enterrada bajo las cenizas de un volcán en erupción.

Ese mismo día, los noticieros se hacen eco de la catástrofe, y el mundo entero se estremece por la desgracia acontecida, no teniendo ojos para nada más. Ni siquiera para darse cuenta de que muchos de los desaparecidos en medio de la vorágine lo son en extrañas circunstancias, y que no hay nada que justifique que aquella dulce vecina de sesenta años, que solamente sale a pasear a su perro en días soleados, sea arrastrada por una riada hasta el mar, donde nunca se encontrará su cuerpo.

Nadie cae en la cuenta de que esa mujer no se atrevería ni siquiera a pisar un charco por miedo a caerse, porque todos los humanos con algo de corazón están angustiados, pensando que quizás esa anciana hubiera podido ser su encantadora vecina de enfrente, o su abuelita.

Y, de hecho, podría haberlo sido.

Pero no una víctima de un terrible temporal, como todo el mundo cree, sino uno de nuestros objetivos, un producto más a retirar de este gran mercado de valores que es el mundo humano. De hecho, esa viejecita que os cuento estaba en mi lista, y la ciudad que te comento es una pequeña isla de habla hispana. No te diré más, salvo que obviamente cumplí con mi misión y la taché de la lista.

Creo que a estas alturas he llamado tu atención, ¿no? Y supongo que querrás saber quién soy, o mucho mejor, por qué hago lo que hago. Mi nombre carece de importancia, y tampoco voy a entrar en detalles sobre mi vida salvo el único que concierne a ti, y ese es que formo parte de la BLC, o Brigada de Limpieza Celestial.

Y no, no se trata de ninguna empresa que puedas encontrar en ninguna guía terrenal. Lo de celestial va en serio, y me refiero a lo de arriba, tú ya me entiendes.

Y, como componente de la BLC, mi cometido es eliminar todos aquellos productos defectuosos y/o caducados de este mundo, es decir, retirar aquellos humanos como tú que, o bien no van por el buen camino y no parece que tengan intenciones de enmendarse, o bien ya han cumplido su misión de sobras y lo único que hacen es estorbar, como en el caso de la viejecita que te contaba.

Y por si te lo preguntas, no, no soy un asesino. Yo no mato a nadie, solamente os retiro de la circulación. Lo que ocurra después con vosotros ya no es cosa mía, ni me interesa.

Pero te queda la última pregunta por contestar, la definitiva… ¿Qué hago yo aquí, en tu casa? Te lo contaré. Llevo días siguiéndote. No suelo hacerlo, pero quería comprobar si el hecho de que aparecieras en mi lista es un error, porque, la verdad, fuera de estas cuatro paredes llevas una vida bastante normal que nada parece justificar que debas ser… retirada.

Equipo E3 - Ilustración DANIEL CAMARGOIlustración de Daniel Camargo

Es más, abajo, en tu portal, he pasado más de dos horas calándome los huesos por la lluvia dudando qué hacer, si cumplir con mi misión, como llevo haciendo tantas centurias, o, por el contrario, rebelarme como hicieron otros hace milenios, aún a riesgo de perder mis alas.

Cuando ha estallado el primer rayo lo he tenido más que claro. Pero, contra mi voluntad, algo me ha impulsado a subir las escaleras, una fuerza mayor que yo, como un magnetismo.

«Solo comprobaré que está bien y me largaré», me he dicho a mí mismo.

Pero no era mi propia voz la que escuchaba, ni mi propio pensamiento, sino el de él. Sí, el viejo jefe tiene un humor de perros y siempre juega sucio. «Libre albedrío», dice continuamente. ¡Ja!, pero no deja de influir en todas las mentes y meter sus narices en todos los asuntos mundanos.

Si él no lo hubiera hecho, estarías a salvo. Yo no habría subido las escaleras, ni habría traspasado tu puerta, porque ninguna fuerza me habría obligado a ello. Me habría largado sin más.

Pero él ha querido que yo vea con mis propios ojos que todo el mundo está en la lista por algo. Y tú lo estás por esto. ¿Cómo has podido hacerte… esto a ti misma? Es una verdadera lástima, no te voy a engañar. ¡Una chica tan joven, con un futuro prometedor en el mundo de la canción y arruinando tu vida con las drogas! ¿Por qué? No, no me contestes. Lo que menos necesito es una de vuestras excusas humanas. Ni siquiera debería estar hablando contigo en estos momentos, nunca lo hago.

Te lo aseguro, esa compasión no es nada habitual en mí.

Aunque voy a seguir mi instinto y te voy a dar a decidir, y vas a tener que hacerlo de inmediato. La tormenta tropical Melisa ya está llegando a la costa y en una escasa media hora se convertirá en un huracán que arrasará con parte de esta ciudad; no tenemos tiempo que perder.

Piénsatelo bien, porque en tus manos está tu futuro… ¿Vas a enmendarte? ¿Vas a tirar eso a la basura y abandonar su consumo, o bien vas a inyectártelo en la vena? Porque, si lo haces, este va a ser el último chute de tu vida, al menos aquí, en la tierra.

Olga Besolí
Mayo 2021

150 figuras

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

150 figuras. 

Yo estuve una vez a punto de alcanzar la cima del mundo. No lo logré. Mi tiempo pasó, mi nombre se olvidó, y ahora me limito a ver cómo otros culminan la obra que una vez empecé. Y no es que eso me moleste, pero sí lo hacen los comentarios jocosos de algunos, y la poca empatía que muestran muchos con mi desgracia.

Aunque, para mi consuelo, no todos los que llegan hasta el punto en el que yo fracasé lograrán el éxito en su empresa. Muy a menudo veo a equipos que tienen que emprender la retirada, exhaustos y con la cabeza baja. Entonces ya no hay risa que valga ni chiste a mi costa. Pasan por mi lado apartando la mirada, porque mi presencia los hace sentirse culpables y terriblemente estúpidos. ¿Qué se pensaban? ¿Que podrían llegar arriba así, sin más? ¿Que la cumbre la alcanza cualquiera con una buena chequera? ¡No! La montaña es una fiera insaciable que hay que saber domesticar, y aun así pide, de vez en cuando, tributos de sangre fresca con los que alimentarse. Y la tendrá. Porque esos que descienden derrotados volverán a intentarlo más adelante. Siempre vuelven.

Veo bajar al grupo de esta mañana azotados por la ventisca, y entre ellos distingo al joven que se apoyó en mí y se hizo una instantánea con la lengua fuera y el símbolo de la victoria con la mano desnuda.

Ilustración de Rafa Mir

Es fácil de reconocer por su anorak verde chillón. Ahora parece aterido mientras avanza penosamente en su descenso, y se frota las manos dentro de los guantes en medio de la tempestad. Quizás la montaña esta vez solo le arrebatará un dedo o dos, aunque no puedo evitar reírme al pensar que su abrigo conjunta perfectamente con las botas de mi amigo, y que él agradecería un poco de compañía en su punto de referencia.

No importa que hoy el joven se marche de rositas. Por su arrogancia sé que volverá a intentar el ascenso, quizás el próximo verano, cuando las inclemencias del tiempo y su cartera se lo permitan, o al año siguiente, porque no podrá resistirse por mucho tiempo a la llamada de la montaña. Nos veremos las caras más adelante, y quizás en esa ocasión la montaña, que ya lo ha marcado con su estigma, lo atrapará. Entonces podremos rendir cuentas, él y yo.

¿Qué pensabais, que era un santo o un ángel? Si lo fuera os juro que no me habría quedado atrapado aquí, en este infierno helado. Ni tampoco soy un demonio, solo que tengo mi orgullo. Y aunque mi nombre se haya olvidado junto al de otros muchos perdedores y fracasados—y no he tenido la suerte de convertirme en un gran punto de referencia en la escalada como mi amigo el botas verdes o mi colega, el saludador—, no puedo tolerar ese aire de superioridad y suficiencia que tienen algunos de los que llegan hasta mi punto.

Para ellos tengo reservados un par de truquitos que he aprendido de hace tiempo. Muchas veces, cuando veo que el dosificador de la bombona de oxígeno se les ha congelado, y están lo suficientemente cerca de mi cuerpo, me sumo a la brisa y me aparezco ante sus ojos, moviéndome con rapidez, de forma que terminan convencidos de que están sufriendo alucinaciones por la falta de oxígeno y que se van a morir. ¡Me encanta jugar con sus mentes! En otras ocasiones les hago perder la orientación, llevándolos a una pendiente imposible de escalar o a un callejón sin salida. ¡Es gratificante ver cómo desperdician sus fuerzas siguiendo mis pistas falsas, cuando es solamente ese último aliento que les queda lo que les mantiene con vida!

Y no, no me dan pena. Si yo estoy aquí, en este estado, atado a mi cuerpo inmóvil, es porque cuando agonizaba ningún otro escalador me socorrió ni me preguntó si me pasaba algo. Solamente siguieron su camino hacia la cumbre dejándome atrás. Me dejaron morir, a apenas quinientos metros de la cumbre. Y ahora yo soy uno con la montaña, una de las ciento cincuenta figuras congeladas que resaltan en la nieve y que marcan el camino hacia la cumbre, en estos ochocientos últimos metros conocidos como la zona de la muerte.

Así que, si eres uno de los escaladores que se atreve con los ochomiles, cuando llegues a mi paso y me veas sentado sobre la nieve, de cuclillas, no te mofes de mí, ni me saques fotos contigo y haciendo caras raras. Respeta que yo fui uno de los que te abrió el camino para que tú llegues aquí, y podrás subir hasta el siguiente punto con mis bendiciones. Te prometo que, si lo haces, solamente intervendré si noto las tripas de la montaña estremecerse porque está ávida de nuevas víctimas. Puede que, en ese caso, si me has caído bien, incluso te provoque algunas pesadillas que te infundan el miedo suficiente para convencerte de que emprender esta empresa ha sido un completo error y hacer que des marcha atrás. Quizás me oigas y decidas empezar el descenso que te lleve a la calidez de tu hogar. Aun así, no puedo asegurar tu llegada sano y salvo. Puede que la montaña abra sus fauces para devorarte igualmente, en pleno descenso.

Pero si logras sobrevivir, si logras llegar a casa, doy por seguro que la montaña tendrá una nueva oportunidad, quizás el próximo año, o el siguiente, porque más pronto o más tarde volverás a ella. Todos vuelven.

Olga Besolí
Enero 2021

El ogro

Autor@:
Ilustrador@: Carolina Cohen
Corrector@:
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El ogro.

Dedicado a todos aquellos
que se meten con el color de piel de los demás.

 Sí, claro, me han llamado individualista, y egoísta, solitario, insociable… incluso cosas mucho peores, como apestoso, repugnante, asqueroso… Y yo les digo que no tengo culpa de nada. Si los demás no me hubieran apartado de su lado, si no me hubieran discriminado, probablemente mi vida sería totalmente distinta, aunque tampoco me arrepiento de ser como soy, y de la vida solitaria que he llevado. ¿Y queréis saber una cosa? Aunque los demás se empeñen en hacerme parecer el malo del cuento, no me importa, porque hoy en día me siento muy a gusto en mi piel. Aunque no siempre fue así. De hecho, todo empezó por ahí.

¿No me creéis? Pues sentaos, que os lo explico.

De pequeño era bajito para mi estatura. Con seis años apenas medía metro y medio, no como mi hermano Skog, que ya andaba casi por los tres metros. Eso, para un ogro, es una vergüenza, y yo ya intuía lo que me esperaba: risas y bromas por parte de mi hermano y sus amigotes de la ciénaga. Sabía que no iba a ser fácil ser aceptado y hacer amigos, no lo es cuando se es un poco diferente a los demás, así que me preparé mentalmente para ello.

Y cuando llegó mi primer día de escuela, ni me acerqué al grupo de los ogros, para evitar que me tomaran el pelo o me insultaran en público. Decidí escabullirme y mezclarme con todos los demás seres fantásticos, con la esperanza de pasar desapercibido entre la multitud. Pero con lo que no contaba era con que aquellos pequeños seres, supuestamente inofensivos, se metieran con el color de mi piel.

Por lo visto, en el reino de la fantasía solamente se acepta el color verde para la naturaleza, las plantas y los árboles… ah, y los dragones escamosos, sobre todo si se trata de los profesores, que son respetados. Pero para la piel de un alumno… eso ya es otro cantar.

«Ay, no te acerques a mí, que me das asco», me dijo una hadita que volaba cerca de mi cara, toda rosita con su vestidito de luces. «Uy, mirad todos esa narizota verde en medio de esa cara de alcachofa», se burló un elfo de los bosques. ¡Como si él no tuviera una piel áspera de corteza y ramas! ¡No te digo! Pero, por lo visto, nadie se atreve a burlarse de los elfos, porque siempre van en grupo, como una manada de conejos.

Cuando me di cuenta del error cometido, pensé que ya iba siendo hora de volver con los míos, con los ogros, y aceptar sus bromas sobre mi estatura, pero ya no estuve a tiempo. De pronto, un enjambre de fantásticos me rodeó y me vi, sin saber cómo, en medio de un círculo de seres que, ya bien desde el aire o desde el suelo, se burlaban de mí y me insultaban, ¡todos a la vez! ¡Hasta tuve que aguantar las risotadas de un estúpido trol que, con su moco colgando de la nariz, no paraba de decirme con esa voz de bobalicón: «Feo, feo, feo. ¡Mira que eres feo!»

Empecé a marearme. ¡Todos giraban a mí alrededor! E incluso puedo asegurar que alguno de ellos me pellizcó el trasero. No vi quién, pero seguro que fue un silfo, porque son rápidos y molestosos hasta un punto insufrible.

Así que para escapar de aquella tortura me tiré un gran cuesco de ogro, que dejó KO a la mitad de mis atacantes. Para cuando llegó al lugar la directora, la dragona Eragán, se encontró con un montón de seres espachurrados en el suelo. La hadita seguía alrededor de mi cabeza, totalmente desmayada y flotando en el aire sin sentido. El elfo que se había reído de mí estaba tumbado en el suelo, también inconsciente. Por lo visto, se había caído hacia atrás y se había golpeado en toda la cocorota. Luego había salamandras, que siempre van a donde sea que vean que hay camorra, duendes, trasgos y hasta una ondina, con su cola de pez que no paraba de moverse. El resto habían huido de allí, incluido el trol, que salió zumbando como si le hubieran quemado el pompis, dejando una estela de mocos a su paso.

Con esa hazaña conseguí mi primera amonestación ¡y en mi primer día de escuela! Ni os imagináis la bronca que me cayó encima cuando llegué a casa. Las paredes retumbaban y la ciénaga casi se viene abajo.

Pero eso no fue nada en comparación a lo que viví en el colegio al día siguiente. Bueno, llegué y ya todos tenían preparado un mote para mí: Kruag, el ogro apestoso. Ese fue el primero de los muchos que vendrían a lo largo de mi vida.

Me enfadé con todos: con la escuela, con los fantásticos, con el mundo de fantasía entero… porque ninguno de ellos se portó bien conmigo. En especial empecé a odiar a la directora, que no salió en mi defensa y me puso la etiqueta de alumno problemático. Como si yo hubiese sido quien había provocado todo eso.

Pero si quería guerra, guerra iba a tener. A partir de ese momento me puse en plan ogro total ¡y no era para menos! Los dichosos seres que no se quitaban de mi lado y me seguían, o se acercaban volando para repetirme una y otra vez lo repugnante que les parecía, no dejaban de molestarme hasta que les gruñía o los asustaba. También usé mis pedos y mis eructos contra todos aquellos que me señalaban con el dedo o se reían a mis espaldas. Fue así como empecé a hacerme la fama de malote en la escuela.

Aprendí que si quieres estar tranquilo, lo mejor es infundirles miedo a los demás. Pero el miedo no siempre funciona para apartarlos; a veces uno tiene que ponerse agresivo de verdad. Por ejemplo, un día una de las haditas decidió reírse de mí a lo grande, pues era mucha la rabia que me tenía, hechizando mi cabeza y convirtiéndola en la de un unicornio. Me asusté tanto al notar cómo me crecía un cuerno en medio de la jeta que salí corriendo y terminé con el cuerno ensartado en la pared del pasillo. ¡Con ese maldito cuerno no pude ver que la dichosa pared estaba allí! Fue tan bochornoso… Todos los unicornios de la escuela acudieron a verlo y se mofaron de mí. ¿Sabéis lo indignante que es ver a esos ridículos seres de purpurina y colores pastel riéndose de uno? Desde entonces no los soporto, y cada vez que los veo les tiro piedras mugrientas y fango.

Cuando me desengancharon de la pared, entré hecho una furia en clase y le pegué un manotazo tal a la hadita que la estampé contra la pared como si fuera una mosca cojonera. Le rompí un ala y ella rompió a llorar, pero el hechizo se deshizo y volví a la normalidad ¿Y sabéis una cosa? Esa maldita hadita ya no volará más, je, je.

No me miréis con esa cara, vosotros en mi lugar hubierais hecho lo mismo. Yo nunca la provoqué a ella. ¿Por qué se creyó con el derecho de torturarme a mí? ¿Solo porque es blanquita y brillante? ¿Solo porque las hadas son las favoritas de los niños? ¿Y a quién le importa eso? A mí me enseñaron que todos los seres fantásticos somos iguales, por muy diferentes que sean nuestras pieles. Pero no me importa, ahora las hadas ya pueden odiarme con motivo, porque cuando veo una acercarse a mi cabaña, ¡bang!… Si puedo, las pisoteo.

Aunque, ahora que lo pienso, hace ya mucho que ninguna se acerca por estos lares. De hecho, no se acerca nunca nadie. Será por el cartel de «Ogro en casa. Vete si no quieres que te machaque».

Ilustración de Carolina Cohen

En definitiva, que el accidente con el hada me supuso la expulsión del colegio, así que no pude seguir estudiando. Perdí la oportunidad de aprender lo que siempre me ha gustado: la magia. Y como ya no podía ser un ser mágico, ¿pues qué me quedaba? ¡Convertirme en el malvado de los cuentos! De algo hay que vivir, ¿no? Yo ahora tengo una familia que mantener, y unos estudios que intento pagarles a mis hijos, para evitar que tengan la vida pobre y solitaria que yo he pasado. No, yo quiero que triunfen en esta vida, que tengan muchos amigos y…

¡Y lo he conseguido! ¡Y tanto! Miradme ahora, concediéndoos esta entrevista para el Fairy Magazine ¡nada más y nada menos!, porque mi niño ha ganado el Wizard Prize en la escuela, convirtiéndose en el primer ogro en lograrlo. ¡Estoy tan orgulloso de él!

La única pega es que, antes de llevarlo a clase, mi mujer y yo tengamos que… Sí, ya sé lo que me vais a decir, que mi pequeño ya tiene su edad y que podría ir solo al colegio; que quizás somos unos padres demasiado protectores con él, lo que es cierto… Pero no podemos evitarlo; no soportaríamos ver a nuestro campeón sufrir algún tipo de acoso. Y claro, como decía, lo único que me apena es que cada mañana tengamos que pintarle la cara de ese estúpido color rosita… ¡con lo guapo que se le ve de verde!

 

Olga Besolí
Septiembre 2020