El propósito de estar

Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Micro relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El propósito de estar. 

Eran más de las doce cuando aún deambulaba por las calles con las manos repletas de objetos y los pies empantanados de frío, sintiéndose acompañar a la noche entre ritmos de kora y yembé. La luna se veía en escenario incierto, como telón de fondo, encendiendo de intensa luz la complejidad de la bóveda celeste.

Andaba su paso envuelto en leves corrientes y una estela difusa se iba dispersando en nostalgias de gari, ukazi y huru. Sobre sus cristales se derramaba el rocío, pero en el intento de enceguecer su mirada a través de sus gafas solo se entreveía la seguridad de no estarle faltando nada.

Sus ojos negros brillaban, convencidos de que Mami Wata, en tierra y en el fervor de su exilio, le seguiría siempre protegiendo con comida, vivienda y abrigo. Su pensamiento era completo: notorias eran las grietas entre historias y anhelos.

Le veía mientras se acercaba desde la calle de enfrente. ¡Me hizo recordar a tantísima gente procedente de la otra orilla del Mediterráneo, llegando a diario a las costas españolas! Con sus pasos largos y de pronunciada estatura, apareció de repente braceando entre las apiñadas mesas del Kiosko Amalia.

Ilustración de Paloma Muñoz

En los matices del lugar perdí su rastro y de pronto noté que estaba junto a la mesa donde me encontraba celebrando otro de mis tantos cumpleaños. Se dirigió a nosotros hablando muy bajito, con la intención de ofrecernos sus productos:

—Tengo pulseras, estatuillas, bolsos, bisutería… Para la señora…

Sin darle la oportunidad de continuar y cercenando sus palabras, sin apenas contacto visual con su rostro, le dije:

—No, no, muchas gracias.

Y tomó rumbo a otra mesa. Luego a otra, y a alguna más. Los clientes no parecían haberle regalado un gramo de ilusión en esta ocasión.

Poco después le vi alejarse hacia el Edificio de las Mariposas tarareando una canción para mí desconocida. Tal como se había aproximado, ahora imprimía sus pasos sobre la carretera.

Me quedé pensando en el aire de perseverancia y empeño que se dejaba ver en su actitud. Le dije entonces a la persona con quien estaba, cuestionando el mensaje que le había transmitido con mi lenguaje no verbal:

—Ha de ser muy grande y poderoso su propósito para ir cargando tanto encima. Seguro que tendrá familia, madre, esposa, hijos. Me lo imagino celebrando su conquista al pisar suelo europeo, en ese despertar de un extenso y peligroso viaje en patera. ¡Cuántas imágenes fabricadas, sus rutas migratorias, los días de trayecto, el desierto que clama! ¡Qué de historias no contadas, incomprendidas, invisibles, silenciadas! ¡Cuántos prejuicios, cuánta xenofobia, cuánta piel, cuántos colores, cuánta pobreza de por medio! ¡Cuántas miradas compasivas mas no inclusivas! ¡Cuánta separación e ignorancia! Ha de ser grande el propósito para llevar las manos, los pies y los hombros cómplices de tanta fatiga.

Carolina Cohen

 

 

El propósito del comer

Autor@:
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: + 18 años
Este relato es propiedad de José Oberto. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El propósito del comer.

Hace ya cinco años, contando yo con treinta y tres, un extraño evento marcó mi vida totalmente.

Los médicos lo llamaron ACV isquémico transitorio.

Para entonces, mi vida estaba hecha un asco a consecuencia de mi divorcio. Mi estilo de vida cambió negativamente y los malos hábitos entraron en juego: noches sin dormir, ingesta de licor diaria, fiestas, bares y cosas que es mejor no mencionar. Todo descarriló mi desempeño laboral y me separó de familiares y amigos.

Fueron veinte años de matrimonio, y a pesar de que habían transcurrido ya más de dos, mi capacidad para superar la frustración y el dolor por la separación iba a menos hasta ese día, cuando mi cuerpo pasó factura.

No recuerdo cómo paso, ni el momento exacto, tampoco el lugar ni quien estaba a mi lado, si es que había alguien. Hacía ya tiempo que me encontraba inmerso en la decisión de estar solo, lo había destrozado todo, pero lo que sucedió después de aquella súbita parada es lo que pintó mi existencia con un matiz muy diferente, y realmente lo que deseo escribir. Por esto ahora mismo me encuentro frente al teclado dándole forma a mi mensaje, que aún estoy comprendiendo e internalizando. Tampoco estoy seguro de si alguien lo leerá.

Después de tres días inconsciente a causa del ACV, abrí los ojos en cuidados intensivos del hospital Torrecárdenas. Fue extraño despertar en ese lugar. También recuerdo que tenía muchísima hambre y esa sensación ya casi me era desconocida debido a mi preferencia por el alcohol. Cuando estuve más consciente, me explicaron el diagnóstico y las limitaciones, o sea, las secuelas que había dejado esa lesión cerebral entre las que se encontraba la más difícil de aceptar: una parálisis en la mitad izquierda del cuerpo: hemiplejia lo llamaron. Mi hambre aumentaba entre frase y frase y eso parecía quitarle importancia a lo que me explicaba el doctor que me trataba, o quizás, yo no quería darme por enterado, o como solemos decir, quería hacerme el loco. Le dije lo de mi creciente apetito y el doctor me miró con extrañeza, como quien mira a alguien que no entiende la gravedad de los hechos. Después respondió solemne:

—Esperaremos veinticuatro horas más para decidir con qué alimentarte, porque, a consecuencia del desordenado régimen de vida que has tenido, necesitamos saber cómo se encuentra el resto de tu organismo.

Le miré y asentí sin decir palabra, a pesar de lo desesperante que comenzaba a ser la sensación en mi estómago. Pensé que un día más sin comer sería peor que todo lo que le estaba pasando en mi cuerpo debido al ACV.

Pasaron las veinticuatro horas en las que medité con algo de miedo sobre todo cuanto me había dicho el doctor y la vida que me esperaba, la rehabilitación obligada si quería recuperar esa mitad del cuerpo que estaba dormida. Todo sin poder mirar atrás, porque ya estaba claro que estaría solo. Mis relaciones con los demás también requerían de rehabilitación, pero debía tomar conciencia plena e implementar cambios en mis formas si quería recuperar a mis familiares y amigos, además de retomar el trabajo. Tenía una larga y dura tarea por delante. Fue un comenzar de cero que agradecí en el momento sin imaginar lo que pasaría a continuación.

Llegó la hora de la ansiada comida, a sabiendas de que la del hospital no sería la mejor para saciar semejante hambre, pero vi que los médicos ya tenían los resultados de todas las pruebas y con ellas una dieta planificada para reordenar mi alimentación, así que, me dispuse a engullir aquel pequeño plato de verduras al vapor, puré de patatas y el jugo de melón que reconocí de inmediato por el olor. Entonces pasó lo que me tiene interpretando y escribiendo este segundo evento que, junto al ACV, dieron un vuelco total a mi vida.

Sucedió que cuando comencé a masticar los alimentos y a saborearlos, un sinfín de imágenes abordaron mi mente y con ellas todas las emociones que desataban, cada una de una manera. Fue como una montaña rusa de emociones instantáneas. Sentí tristeza, opresión en el pecho, melancolía, nostalgia, culpa, rabia y también algo muy similar a cuando estuve enamorado locamente de mi exesposa. En ese brevísimo espacio de tiempo sonreí, reí a carcajadas y lloré. Era evidente que algo no andaba bien en mi conducta y pasó lo que era de esperar: la enfermera llamó al doctor de guardia, pensando que me había dado una reacción producto del cóctel de medicamentos que me estaban administrando.

El doctor llegó a la unidad para verificar mi estado y antes de que pudiese contarle lo que me estaba ocurriendo al comer, decidió inyectarme una dosis de sedante que hizo efecto de inmediato y me quedé dormido en segundos. Desperté sin saber cuánto había dormido, aunque para ser franco, tampoco tenía muy claro qué día era, pero lo que sí permaneció vivido en la mente fue el recuerdo de lo soñado mientras dormía la siesta forzada. Todos los sueños guardaban relación con lo que había pasado mientras comía. Percibí las imágenes mucho más reales y claras, y también las sensaciones residuales mucho más fuertes.

Trataré de narrarles a partir de ahora lo que significaron para mí todas esas percepciones que siguieron acompañándome y que luego se convirtieron en una especie de fenómeno paranormal que cambió todo por completo.

Salí del hospital dos semanas más tarde en una ambulancia que me llevaría hasta a casa. Ya la movilidad en la pierna izquierda había alcanzado un noventa por ciento y el brazo estaba aún a un cincuenta por ciento. Ese día me acompañaría un enfermero algunas horas para explicarme la toma de las píldoras, además de examinar mi casa y orientarme sobre cómo moverme con más cuidado y así evitar accidentes debido a mis limitaciones. Su nombre era Abubakar y era de Sierra Leona. Hasta ese día había decidido reservarme todo cuanto percibí en los extraños fenómenos que me producían cada comida que ingería, pero ese día tomaría otro significado.

Abu, como quería que lo llamase, se ofreció para cocinarme algo y explicarme algunos trucos para hacerlo sin muchos contratiempos. Acepté con gusto. No contábamos con mucho en la despensa, pero no tuvo reparo en salir y comprar algunos alimentos. Ya de regreso, le noté cierto aire de frescura en su modo de actuar. Se le veía más suelto, incluso con alegría sus gestos. Un segundo después descubrí la razón cuando me dijo:

—¡Señor Mario!, ¿le gustaría probar un platillo típico de África. ¿No hay problema?

Sonriendo contesté:

—Ninguno, Abu. Será un honor conocer una parte de ti y tu gente a través de tu comida.

Su rostro se iluminó más y su sonrisa se hizo más amplia.

—¿Como se llama el plato que vas a preparar? —pregunté para retomar el hilo de la conversación mientras él ya comenzaba a cortar los alimentos y ordenar los utensilios para disponer de ellos.

—Se llama maafe de verduras. Es muy sano.

Seguimos hablando y mientras cocinaba me iba aclarando no solo algunas cosas de su receta, sino también sobre los cuidados al moverme por la cocina debido a mis mermadas facultades físicas.

A causa de mi reencuentro con el hogar y las explicaciones de Abu olvidé lo que me había ocupado la mente desde que recobré la consciencia en el hospital, esa reacción psíquica que me dejaba perplejo al degustar los alimentos y que no podía analizar racionalmente.

Pasados unos diez minutos, la comida ya estaba lista y nos sentamos a la mesa. Abu me habló un poco sobre el plato y sus ingredientes. Me contó que básicamente estaba hecho con verduras y arroz y aderezado con las especias que tradicionalmente había usado su familia. Fue entonces cuando reaparecieron aquellos extraños síntomas justo con el primer bocado de aquella rica comida. Mi mente se convirtió en la pantalla de una sala de cine y las imágenes vinieron a montones, también las sensaciones y emociones que parecían corresponder con cada escena proyectada. Todo eso hizo de mí un títere que cambiaba de postura y expresiones en segundos. Abu no pudo ocultar su cara de sorpresa y preocupación y de inmediato me agarró para cambiarme de sitio, me sujetó con fuerza, me ayudó a incorporarme de la silla y rápidamente me llevó al sillón más grande de la sala.

—¿Cómo se siente, señor Mario? —me preguntó aún nervioso.

—¡Estoy bien, Abu! Ya pasó, ya pasó, pero debo contarte lo que vi porque quiero saber si fue real.

Abu me miró unos segundos y con algo de intriga asintió.

—Claro, señor Mario. Si se encuentra bien y quiere hablar de lo que le sucedió, le escucho.

Ilustración de Rosa García

Le pedí que me prestara atención antes de responder algo, sonrió más tranquilo y asintió de nuevo con la cabeza. Le conté entonces que con aquel bocado había viajado por diferentes lugares y sentido miedo, cansancio, dolor, frío y calor extremo, además de haber caminado mucho. En ese viaje había conocido a muchas personas que me acompañaron y habían escapado de sus países, de la tiranía, de la opresión, las cárceles y sus formas de torturas, en fin, de la pobreza. Muchos de ellos habían muerto en el camino y yo había sentido desesperación a bordo de un bote cruzando un mar infinito y tormentoso. Había llorado mucho en ese tiempo que extrañé a mi madre.

Hasta ese momento Abu escuchaba con atención, sin moverse, pero cuando le dije que en esa visión yo era él, se desplomó en el sofá, como si algo muy pesado le hubiese caído encima, se llevó las manos al rostro y un desgarrador llanto le brotó del pecho inundando la sala.

Supe en ese tenso instante que la lesión en la cabeza no solo me había afectado al cuerpo, sino que me había otorgado un don especial que no sería fácil de manejar: comprender que los alimentos no solo poseían sabores y texturas, sino que, además, llevaban consigo la historia de quienes los preparaban y se convertían en imágenes al probarlos. Eso me dejaba frente a un universo de preguntas que debía resolver lo más pronto posible.

Abu se recuperó del shock, pero su rostro empapado en lágrimas no pudo ocultar el asombro.

—¿Cómo pudo saber todo eso? ¡Jamás le he contado a nadie lo vivido en ese viaje que me trajo a este país! —exclamó con voz excitada.

Lo miré un par de segundos.

— Justo quise decirle al doctor lo que me estaba sucediendo, pero pensó que era una crisis producto del ACV.

Se echó las manos a la cara una vez más, esta vez para secarse la humedad, y preguntó:

—¿Qué piensa hacer ahora?

—La verdad, no lo sé, estoy tan sorprendido como tú.

Suspiré y me encogí de hombros.

Ambos guardamos silencio un buen rato. Mi mente aún daba vueltas sobre aquellas imágenes que reconocí como la travesía de Abu. El agotamiento que me produjo el suceso fue inversamente proporcional al tiempo que duró y sentí que acababa de llegar del largo viaje que había visualizado.

Pasado algunos minutos, me incorporé como pude y mirando a Abu le dije amablemente que ya quería descansar, que podía irse tranquilo. Él asintió no sin antes dejarme una tarjeta con su número de teléfono.

—Llámeme a cualquier hora para lo que necesite. Sé que le asignarán a otra persona para la siguiente semana, pero de igual forma estoy a sus órdenes.

Me extendió la mano para despedirse, sin que pudiésemos evitar el abrazo. Ahora nos conocíamos y supe que seríamos buenos amigos.

Al cerrarse la puerta comenzó la verdadera batalla. Sería una prueba importante estar a solas con aquella condición física nueva y ese don. Un paquete de sorpresas completamente desconocidas, un extraño regalo del destino.

Una semana después, gracias al fenómeno conocido como rumor, mis amigos y familiares se enteraron de mi situación y paulatinamente fueron haciendo tímidos acercamientos. Comenzaron las llamadas telefónicas y luego fueron breves visitas. Obviamente notaron algo. En realidad, había demostraciones de cambios por mi parte que fueron evidentes. Poco a poco fui recuperando el terreno que había perdido y la confianza en mí mismo. Para entonces mi don permanecía como un secreto del que solo una persona más tenía conocimiento. Las «crisis del sabor», como las llamé, se quedaban en la intimidad de mis comidas en casa. Aún no me atrevía a compartir la mesa con nadie hasta no supiera más sobre ellas.

Seguí asistiendo a rehabilitación y mi movilidad era mejor cada día. En ese tiempo practiqué el acto de comer e interpretar las imágenes que manaban entre bocados, pero con la comida que me preparaba tan solo podía evocar actos en los que yo había participado. Aun así, pude ver más cosas, algunas no muy agradables como el sacrificio del animal que me comía, las duras jornadas de los agricultores, las grandes distancias que recorría un alimento antes de llegar a las ciudades o pueblos, y también a las personas que los transportaban. Y lo más importante fueron las imágenes de mis padres siempre presentes, por todo lo que implicaban los rituales de la mesa y las emociones allí puestas.

Ya pasado un mes, recibí una invitación a comer de mis amigos Martha y Carlos. Me pareció una oportunidad estupenda para poner a prueba mi control sobre aquel aparente regalo que me había dejado el ACV. Martha y Carlos eran amigos de infancia y estudios. Ellos se enamoraron en el liceo y se casaron al terminar sus carreras universitarias. En total llevaban unos cuarenta años juntos entre amistad, noviazgo y matrimonio.

Llegado el día de la cena, me preocupaba el momento e imaginaba que si algo salía mal, mi deber sería decirles la verdad sobre lo que me pasaba. Mi duda consistía en si contársela antes o después de cenar.

Esa noche los primeros comentarios giraron en torno al ACV, las secuelas físicas y cómo había cambiado mi forma de pensar y ver la vida. Bebíamos vino mientras Martha y Carlos se turnaban en la cocina preparando la cena y entonces pensé que las visiones serían muy interesantes.

Martha nos llamó a la mesa donde ya estaba todo servido. Me sentí el corazón a punto de salirse del pecho. Nunca habría imaginado que la cena estaba a punto de mostrarme un lado profundamente desgarrador de aquel don y que su intensidad terminaría rompiendo por completo lo que quedaba de mí.

Comenzamos a comer y de inmediato supe que algo había cambiado en mis percepciones. Pude ver que las cosas entre ellos no andaban bien aunque ellos disimulaban. Hasta ahí la información fue según mis estimaciones. Traté de mantener la calma para no demostrar mi aprensión, pero, de pronto, una imagen más espeluznante me ocupó el pensamiento. Se trataba de algo muy difuso y difícil de describir, pero al cabo de unos segundos pude descifrarlo. Era un órgano invadido por manchas negras y por su forma supe que se trataba de un hígado, pero esa imagen no parecía corresponder a aquel instante. Guardé silencio mientras ellos se decían algunas cosas sobre la cena y disimulé. Intentaron hacerme más preguntas, pero rápidamente cambié de tema.

—Ya he hablado bastante de mí. Ustedes ¿cómo están?, ¿en qué andan?, ¿qué planes tienen? —pregunté con algo de afán.

Ya sabía lo que estaba pasando o, al menos, eso me habían mostrado las visiones, pero quería ver sus reacciones y si deseaban abrirse. Se miraron con duda y comprendí que no deseaban hablar de ellos. Continuamos la tertulia mientras comíamos y entonces, justo antes de terminar, me sobresalté cuando las imágenes en mi mente revelaron que el hígado era el de Carlos, al cual vi también enfermar y morir. Me pregunté si toda esa información provenía de los alimentos en la comida o era por otro medio o razones. Mi desconcierto y preocupación aumentaron y perdí el control.

Me preguntaron si todo estaba bien y no pude evitar casi gritar:

—¡No! —Se miraron evidentemente sorprendidos y continué—: ¿Por qué van a separarse después de tanto tiempo? ¿Qué ha pasado?

El momento se llenó de tensión. Martha se levantó aparatosamente de un salto. Mi siguiente comentario cubriría de negro el ambiente.

—¡Ahora no pueden separarse! —exclamé con un nudo en la garganta y, acto seguido, no pude contener las lágrimas.

—¿Qué demonios te pasa, Mario? ¿Te has vuelto loco?—preguntó Carlos en un tono de voz desproporcionado.

—Hay algo de lo que debo hablarles y es necesario no solo que me presten atención, sino que también abran sus mentes para que podamos juntos aclarar lo que pasa —les dije, ya muy conmovido.

—¡Está bien! —respondió Carlos— ¡Vamos a la sala! —indicó mientras tomaba otra botella de vino y tres copas. Una vez allí, sirvió el vino y mirándome con inquietud me preguntó—: ¡A ver!, ¿cuál es el misterio que te traes? ¿Quien te comentó lo de nuestra separación? ¿Cómo te atreves a decir que no podemos separarnos ahora? Somos muy buenos amigos, Mario, pero esto rebasa los límites, así que ¡por favor, explícate de una buena vez!

Respiré profundo y comencé:

—Les he hablado de lo que me sucedió y los daños que he sufrido, pero hay algo que no puedo entender y que también es parte de las secuelas.

Fui explicando con detenimiento mi súbita capacidad para ver a través de los sabores todo cuanto pasaba en la vida de quienes en una forma u otra habían tenido contacto con los alimentos, bien cocinándolos o siendo parte de su proceso, desde la siembra, la cría, la distribución e incluso el contacto con los utensilios que se usaban con ellos. Mientras hablaba, calculé el momento exacto para tocar el tema más delicado: la salud de Carlos.

—Pero hoy se ha presentado una faceta distinta y es en sí la que quiero que descubramos juntos —concluí.

Carlos me miró algo asombrado y dijo:

—¿Quieres decir que mientras comías veías nuestra historia?

—¡Sí! Tal cual como os he dicho, imagen por imagen.

—¿Qué fue lo otro que viste? —preguntó Marha con voz temblorosa.

Sentí que todo mi cuerpo se congelaba, y una parte de mí esperaba que estuviese equivocado. Apreté las manos y les conté lo que había visto:

—Por las imágenes extrañas al final de la cena parece que algo anda mal en uno de tus órganos, y es delicado, pero como esta parte de mis percepciones es algo nueva, debemos asegurarnos.

Entonces Carlos hizo la pregunta que me rompería la cabeza.

—¿El órgano que viste es el hígado?

—¡Sí! —respondí asombrado, porque eso ya corroboraba la visión.

Martha se llevó las manos a la cara para cubrir el llanto. La siguiente pregunta de Carlos terminó de destruir aquella reunión de amigos.

—¿Qué mas viste después del tumor en mi hígado? —Guardé silencio, pero mi expresión debió de decirlo todo. Él insistió—: ¡Dime, Mario!

Mis ojos se llenaron de lágrimas. En ese momento Martha también me había clavado la mirada.

Intenté hablar, pero era imposible, las palabras se ahogaron en mi llanto. Martha y Carlos se abrazaron en medio de un único sollozo. Ambos comprendieron la oscuridad detrás de mi silencio.

Al calmarnos, me explicaron que Carlos había sentido una molestia meses atrás, pero que los análisis médicos solo arrojaron una lesión que, según los ultrasonidos, era inofensiva. Les planteé que pidieran otra opinión y les pareció una buena idea.

Al cabo de una media hora, luego de ofrecernos apoyo para todo lo que se nos venía encima, me despedí y regresé a casa con la peor sensación jamás vivida y que superaba todo. ¿Cómo podía haber visto así la muerte de mi gran amigo? ¿Cómo sería posible manejar aquel don y el sufrimiento que me provocaba en cada historia cada vez más desgarradora que pudiese visualizar?

Aquella noche no pude pegar un ojo. Cavilar acerca de mi vida partir de aquel día me dejó sin aliento.

Después de la cena con mis amigos, seguí inmerso en la idea de quedarme solo en casa, de no compartir ni contactar con nadie, y justo a las tres semanas una llamada telefónica destruyó lo poco que quedaba de mí. Martha, al otro lado de la línea, me confirmaba que los nuevos exámenes hechos a Carlos no solo habían diagnosticado el cáncer de hígado, sino que para entonces ya se había extendido a casi la totalidad de sus huesos y otros órganos en un proceso conocido como metástasis. Lloraba desconsolada y yo ya no pude reaccionar. Me aparté el móvil de la oreja y lo dejé caer sobre la cama,  pero aún se podía escuchar la voz de mi amiga preguntándome desesperadamente:

—¿Qué hago, Mario? ¿Que hago?

Caí de rodillas mientras le pedía a Dios que me sacara todas aquellas visiones de la cabeza porque se habían convertido en un tormento. A ratos sentía que estaba enloqueciendo y no podía ordenar los pensamientos. Opté por tomar doble dosis de ansiolíticos y me quedé dormido unas horas. Desperté al día siguiente sin recordar cuántas horas había dormido. Salí a caminar e intenté comer algo, con miedo a lo que podría ver. Y comprobé mis sospechas. El don se agudizó de tal manera que de cada cosa que probaba se generaban imágenes más nítidas, pero también más catastróficas, y el ruido en mi mente se acrecentó. Corrí a casa, corrí y corrí hasta llegar casi sin fuerzas.

Allí intenté aclarar las ideas y calmarme, pero fue en vano. Aquel ruido se hizo ensordecedor. Estuve seguro de que aquello no se detendría, que no tenía cura por ser una nueva capacidad en mi cerebro a causa del ACV.

Las imágenes que había visto con Abu habían sido tan diferentes…  podrían haber sido siempre así, pero las de ahora era demasiado peso para mi inestable cordura.

Debía tomar una decisión, pero mi desesperación comenzó a llevar mi juicio a un umbral muy delicado.

Pensé entonces en la casa de la montaña y me fue allí con poco equipaje. Había apagado el teléfono horas antes, porque no quería hablar con nadie más.

Llegué a la montaña ya con la idea clara de dejar de comer por un tiempo. El agua de la casa provenía de manantiales y tendría un efecto saludable, y quizás las imágenes solo hablarían del constante cambio por el que pasaba, de sus ciclos.

Así fue pasando el tiempo. El hambre desapareció en las primeras treinta horas y para entonces ya habían sido ocho días sin comer. Mi pensamiento, aunque me encontraba más calmado, de vez en cuando se paseaba por los recuerdos que habían dejado las imágenes que vi en casa de Carlos. Pasaron más de veintinueve días cuando decidí encender el móvil, tan solo para saber de él y su salud. Llamé a Martha, que de inmediato me preguntó casi gritando:

—¿Dónde estás? Carlos está grave, los médicos dicen que es cuestión de horas.

Estuve a punto de colgar porque las piernas me flaquearon. Tomé asiento antes de articular palabra.

—¡Pero ¿que pasó?! —Fue lo que pude balbucear.

—Intentaron operarlo. Carlos pensó que podía haber una posibilidad, pero fue peor porque el proceso se aceleró. Ya está en coma —dijo entre gemidos—. ¿Dónde te encuentras? —insistió.

—Estoy lejos de la ciudad. —La verdad, ya no quería continuar la conversación—. Te avisaré si regreso.

No la dejé contestar y colgué la llamada. Yo ya sabía todo lo que estaba pasando desde aquella cena.

Ese día tomé la decisión de no volver ni de comer.

Ya han pasado cincuenta desde que llegué a la casa de la montaña, sin visiones ni el sufrimiento que me producen, y pienso que no haber despertado del coma habría sido lo mejor. No he comido y mi cuerpo está irreconocible, ya que en búsqueda de más energía para sobrevivir se ha devorado a sí mismo, tanto la grasa como los músculos, y ya siento cómo voy entrando en la etapa más grave de esta autofagia. No puedo moverme ni presionar las teclas del ordenador. Escribir me resulta agotador, y los pocos pasos que doy son para ir al baño, buscar agua y regresar a la cama. Mi amigo quizá ya habrá muerto y creo que pronto le acompañaré, porque ya casi no siento mi cuerpo.

Es el día setenta y dos sin comer, pero antes de dejar ya de escribir, debo decirles que no hace falta tener visiones para saber sobre todos los tipos de emociones y de seres humanos involucrados en un plato de comida, que sería una maravillosa forma de empatizar y de conocer al otro. Desde que nuestras madres nos alimentaron por primera vez hasta el último de nuestros días, la comida siempre ha resultado en un extraordinario filtro de emociones con las que nos hacemos acompañar en este viaje finito.

Me despido, ya percibo aromas afrutados, florales. Es la pausa antes de dormir.

Si están leyendo esto, quiere decir que alguien encontró mis restos y decidió compartir mis visiones. Mil gracias eternas.

José Oberto

Seguir adelante

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Relato corto
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Seguir adelante.

Ni un paso atrás.

Es lo que siempre digo a todo el que me conoce.

Seguir adelante es siempre la meta a alcanzar.

No se puede vivir del pasado o de las viejas glorias. Hay que afrontar el futuro con el mejor de los ánimos y cuando vienen mal dadas las cosas o las circunstancias hay que poner buena cara y no dejarte avasallar. Que nada ni nadie entorpezca tus acciones.

Si eres de natural optimista, y en teoría no tienes problemas para encajar las desilusiones o las adversidades, aunque te afecten vas por buen camino.

Si te dejas llevar por la fatalidad lo llevas chungo.

Y para no pasarlo mal y estar anímicamente tocado lo mejor es equiparse de unas buenas dosis de optimismo y por supuesto, también de realidad.

Ilustración de Rosa García

Yo he hice unos cuantos propósitos de enmienda cuando me confesaba al cura del colegio de monjas al que iba siendo niña.

Siempre le contaba lo mismo al buen hombre. Era un cura mayor que estaba sordo como una tapia. Ahora lo recuerdo vagamente. Los gritos que pegaba en el confesionario se escuchaban en toda la iglesia del colegio.

Tenia que ser más obediente y no inventarme historias para no ofender la pulcritud, la modestia, la humildad y la sencillez de mi espíritu inmaculado.

No entendía nada en aquel entonces, claro. Pero hice unos cuantos propósitos de enmienda.

El concepto no lo he olvidado. Nos machacaban las monjas constantemente con él.
Ahora, muchos años después me propongo a mi misma que ciertas cosas no me afecten demasiado y que siga con mi vida, con lo que me gusta, con mi familia, con mis aficiones, amistades, y ver en el mundo un buen lugar para vivir y soñar sin necesidad de viajar a otras galaxias.

A pesar de que en el mundo actual hay muchos indeseables peligrosos y mucha gente falsa, no me echo hacia atrás.

Sigo hacia adelante con la vida que he tenido y la que tengo.

En muchas cosas, creo que he sido afortunada y me propongo seguir poseyendo esa pequeña fortuna en mi mano porque mi propósito no es tener mucha pasta; es tener mucha salud para afrontar todos los propósitos y despropósitos que están por venir.

Paloma Muñoz
Madrid, 15 de febrero  2023

La mujer del pescador

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Olga Besolí
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La mujer del pescador.

Es ella, la mujer del pescador. Se pasea por el pueblo con ese porte elegante y estilizado, que dista mucho de los andares bastos y pesados de las otras esposas. Sus cabellos, dorados y largos hasta las caderas, le dan un aspecto de lozanía del que no gozan las demás, morenas y rudas, y son tan finos que el viento los revuelve incesantemente mientras se contonea al andar.  Ella intenta recogerlos con sus manos finas, de piel suave y tan blanquecina que resplandece bajo el sol, nada parecidas a las de las otras mujeres, cuyas pieles están agrietadas y curtidas por la exposición al aire salobre y al trabajo duro remendando redes, entretejiendo cestos y partiendo leña para calentar los hogares en los días más duros de invierno, cuando se hace notar la ausencia de sus maridos marineros.

De hecho, a su paso por la avenida todas las demás mujeres la miran con la misma curiosidad con la que uno observa un engendro de la naturaleza, con esa mezcla de pena, asco e incomprensión. ¿Cómo llegó a formar parte de la comunidad? ¿Cómo se casó el pescador, fornido y bravo, con una mujer tan poco hecha a la mar, tan esmirriada y poco curtida? ¿Dónde la conoció, si hasta el día del naufragio él nunca paró de faenar en la mar? ¿Cuánto durará la pantomima? ¿Qué les une? ¿Qué secreto ocultan esos dos? Muy grande debe ser, suponen algunas y presienten las otras, cuando sus cuchicheos se convierten en rumores mientras restriegan la ropa sucia en el lavadero.

—Yo creo que viene del norte, porque parece que nunca le tocó el sol —dice una.

—¿Y cuándo se fue el pescador al norte, si no es para pescar bonitos?

—Bueno, bonita es —dice sin cautela la más joven de ellas. Pronto se da cuenta del error cometido y se concentra en la pastilla de jabón y en quitar esa mancha de grasa de motor de la camisa de su recién estrenado marido.

—¡Ay, Inocencia! Tú qué vas a saber… Anda y calla, que por algo tu santa madre, que en paz descanse, te puso ese nombre.

—¡Vete a saber de dónde la sacó el pescador!

—Pues de donde va a ser… de algún bar de alterne…

—Ejem, ejem… sardina a la vista.

En el momento en el que la mujer del pescador aparece por la esquina, todas callan de repente. Hacen como si apenas hubieran reparado en ella mientras la miran de reojo, deseando que no traiga ropa a lavar y les estropee la conversación cargada de argumentos peregrinos que descargarán a sus espaldas tan pronto como se aleje.

Ilustración de Rosa García

Pero ella nunca trae ropa a lavar. ¿Es que en esa casa la ropa no se ensucia? ¿Y de dónde saca esas telas finas para coserse esos vestidos vaporosos? ¿Es que acaso sabe coser?

Ella, ajena al furor que despierta en las mujeres de la comunidad, pasa por delante de ellas absorta, sin verlas, inmune tanto a las miradas que se posan en su nuca como mariposas venenosas como a los cuchillos que le clavan esas bocas maliciosas por la espalda. Parece de otro mundo, vibrando en otra onda, porque su alma y su mirada inocente están fijadas en el puerto y en la pequeña playa que hay más allá, de arena parda, mar brava y gaviotas posadas en pequeñas rocas salientes acunadas por las olas.

Cuando se acerca, las gaviotas la saludan, pero no alzan el vuelo espantadas ni se esconden. No la ven como una amenaza, pues hay algo en ella, bajo todo ese envoltorio de ropas y prendas, que les resulta amigable. Ella empieza a desprenderse, poco a poco, de cuanto le rodea. Primero las sandalias, que dejan ver unos pies menudos y delgados, de dedos poco formados. El tacto de las plantas de los pies con la arena húmeda la abraza con un escalofrío que le atraviesa la espina dorsal. Da unos pasos algo tambaleantes acercándose a la orilla. Allí, tras un par de miradas fugaces alrededor, se despoja del vestido. Las flores rosadas de hojas estampadas en la tela color crema aterrizan sobre una roca cubierta de lapas que ha quedado al descubierto por la marea baja. Un cangrejo sale de su agujero y camina sobre la prenda desechada, mientras los rayos cálidos del sol de mayo envuelven la piel tersa y blanquecina de la espalda de la mujer del pescador. La ropa interior cae sobre la misma roca tapando al cangrejo por entero, que no sabe cómo salir de entre los encajes.

Pero ella no se da ni cuenta. Con la vista perdida en la inmensidad azul parece de nuevo ajena a cuanto le rodea. Es la llamada del mar, que seduce a marineros y pescadores. Forma parte de ella y no puede resistirse a sus encantos, de la misma forma en que uno no puede evitar los latidos de su propio corazón.

Hay cosas que los profanos no podrán nunca comprender, y es la fuerza del pulso de la propia naturaleza. Te abruma, te lleva y no puedes luchar contra ella. Mil veces prometió la mujer del pescador no volver a pisar este mar bravío que casi sesga la vida de su marido, y mil veces la ha roto.

Solo pudo permanecer en dique seco por un tiempo. Cuando él yacía en cama recuperándose de las heridas infringidas por la caída del mástil principal sobre su pierna no hubo calma suficiente para que la añoranza se apoderara de ella, pues el pescador luchaba febril entre la vida y la muerte. Luego, al salir de peligro, ella todavía estaba adaptándose a su nueva vida y a moverse por su nueva casa. ¡Son tantas las cosas que tenía que aprender!

Pero pasado ese tiempo de adaptación, cuando el pescador ya se acostumbró a descansar el peso de su cojera sobre un bastón tallado y ella al frío y seco tacto del suelo de linóleo, una gran sensación de vacío empezó a crecer dentro de sus entrañas.

—¿Es que ya no me quieres? —le preguntó el pescador un día.

Pero ella no encontró su voz para contestarle. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Tú me salvaste. Y sé que no es justo lo que te pido, pero quédate conmigo. No bajes a la playa, por favor.

Ella selló la promesa con un beso. El beso de Judas.
A partir de ese día, cada vez que ha besado al pescador y ha sentido su tierno abrazo recuerda su promesa incumplida, por una y mil veces.

Y allí  vuelve a estar, un día más, desnuda frente a las aguas poderosas que sueltan espumarajos al estrellarse contra las rocas. Se siente arrastrada y el agua fresca le rodea los tobillos, que al momento se vuelven fláccidos y escamosos. Se adentra rápidamente, antes de que los pies le fallen. Su piel adquiere una tonalidad que se confunde con el propio mar. Se vuelve vidriosa, con reflejos verdeazulados y rosados. Sus pies se funden y ya no puede mantenerse de pie. Yace de espaldas sobre la superficie, observando cómo sus dedos se alargan hasta formar una masa plana y espinada, con dos lóbulos bien formados. Sus piernas se juntan y sus caderas se envuelven de escamas brillantes. Siente un tirón en medio de la espalda cuando le asoma una aleta dorsal. Se siente pletórica, húmeda y llena de vida.

Entonces recuerda que es peligroso mantenerse tan cerca del pueblo, a vista de todos. Da un giro grácil y de un salto se sumerge en las aguas.

Desde la arena de la playa, lo último que se ve es una gran cola de pez adentrándose en las aguas mientras una gaviota alza el vuelo y sigue desde arriba a la una silueta medio humana que bucea veloz mar adentro.

Ilustración de Rosa García

Pero por suerte esta vez tampoco no hay ojos humanos que puedan ver semejante prodigio; solamente las amigas gaviotas y un pequeño cangrejo sobre una roca son testigos de lo sucedido.

Ella volverá a nadar sobre los restos del naufragio, allí donde rescató al pescador a punto de ahogarse, un poco más allá del campo de posidonias  que fue su jardín de infancia y que es hogar de peces, crustáceos y de sus congéneres sirenios.

Cuando la llamada de la naturaleza se apague, y los instintos de la sirena mermen, volverá a tierra firme, donde la espera su amado en su linda casita.

Y ella seguirá debatiéndose entre su amor por él y su pasión por el mar.

Olga Besolí
Noviembre 2022

Oráculo

Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Poesía
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Oráculo. 

Ilustración de Paloma Muñoz

Cuenta la historia que en el inicio de los tiempos,
cuando la sangre era torrente de agua cristalina,
la saliva, savia dulce y colorida esencia,
y vibraba el arco iris en una plácida sonrisa,
una Mujer Sabia proclamó con firmeza,
vociferando en voz de trueno,
entre bosques y huracanes, entre tormentas de fuego
que la vida se impondría siempre
desde el vientre y el ensueño
a pesar del artificio impuesto, del tiempo y el espacio.

Que a pesar del caos,
que a pesar del miedo y de la dualidad que polariza
Mientras el amor perviviera y el corazón se agitara
la llama tibia de la esencia misma
derribaría las barreras de lo imposible, limitante,
la restricción de la abundancia y los pensamientos programados por las falsas creencias.

Que la esperanza y la hermandad,
la ternura y la empatía
se impondrían más aún que las fuerzas totalizadoras de la muerte
permitiendo el goce en el encuentro
en la cercanía y la palabra
la belleza magnánima de los símbolos de unión superior entre seres humanos.

Que la feminidad transformaría, crearía y seguiría dando vida por toda la eternidad…

Y con su mente imaginó que la espiral daba la vuelta
mientras se producía el despertar de miles de consciencias
y expandió las intensiones de sus manos
para que las huellas del dolor se borraran en el tiempo
y la comprensión llegara en nuevas eras.

La Mujer Sabia nunca fue olvidada
Su soplo y su suspiro sigue manifestándose entre nosotros.

Carolina Cohen

 

 

54ª Convocatoria: La sombra

La sombra.

Breve historia de mi pueblo

Ilustración de Rosa García

Nacieron las luces
y se alargaron las sombras
de los cipreses
y las de los esqueletos
que nos miraban
a través de los agujeros
de las tapias del cementerio.

Crecieron las luces
y las sombras
se fueron un rato a dormir.
Agazapadas, cruzaban los dedos
para que el sueño de la memoria
no fuera demasiado ligero.

Murieron las luces
y, con ellas, las sombras
también se fueron.
Y, cuando salió el sol
de nuevo,
las dos se pusieron a bailar
sobre las tumbas
de nuestros recuerdos.

Ainhoa Ollero

Rincones

Autor@:
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Narrativa
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Rincones.

Tal vez el proceso empezó aquella misma noche. Aunque no pudiéramos imaginarlo entonces. Aunque faltara aún mucho tiempo para que, tras ir cayendo las capas una tras otra como las de una cebolla, llegara a la evidencia de la realidad que veo hoy, con el aprendizaje que da la vida. Es posible que fuera ya en ese momento cuando se inició ese progresivo despertar.

Como en una montaña rusa, donde en el preciso instante en el que llegas a la cima, al punto más alto, la vagoneta se inclina lo suficiente, apenas perceptible, como para variar su trayectoria y llevarte hacia el descenso. Primero lento pero luego vertiginoso, provocando mareo, vértigo, falsas sensaciones de flotación, pérdida de realidad. Y así se irá alternando, arriba y abajo, rápido y despacio. Pero que al final de cada vuelta acaba deteniéndose al fondo, en la base, para que pises de nuevo el suelo, tratando de recuperar el equilibrio y el contacto.

Allí estábamos nosotras, años atrás. Mucho más risueñas, soñadoras, alocadas, inconformistas. Pero también inocentes, pensando en cómo nos adueñaríamos del mundo y de nuestro futuro.

Llevábamos juntas años, toda la primaria, así que nos conocíamos bien. Solo Elsa había llegado a nuestras vidas unos años después. Su padre, que era director de banco, había sido trasladado varias veces y por eso Elsa había tenido que ir cambiando de ciudad y de colegio. Recuerdo que aquello a mí me parecía horrible, la idea de tener que ir de acá para allá, dejando amigos, conociendo otros nuevos. Pero eso a ella no parecía importarle. De hecho, presumía de ello, de su don de gentes, de ser la más extrovertida de todas, de conocer mundo.

Era la más pequeña. Había nacido en diciembre y se quejaba porque al estar su cumpleaños tan cerca de Navidad, decía que tenía menos regalos, pero es cierto que de alguna manera nos llevaba ventaja.

Era rubia, pero no de esas con mechas doradas entre el castaño claro. Su pelo era de un rubio homogéneo casi perfecto, tanto que parecía teñido, irreal. Lo tenía largo y le caía en bucles sobre los hombros. Siempre lo llevaba suelto, solo recogido por un pasador a un lado de la cabeza, para retirarlo de la cara y dejar así despejados sus ojos color miel, aunque según les diera la luz, adquirían tonos verdosos, de un verde aceituna.

Tengo que reconocer que era guapa. De una manera natural, sin esfuerzo ni retoques. Y fue despertando en nosotras o al menos acompañando el tránsito hacia la adolescencia, hacia lo desconocido, lo prohibido, lo ansiado y temido a la vez. Ella fue la avanzadilla, la inductora, la atrevida. Nosotras tan solo la seguíamos o nos dejábamos llevar. Al fin y al cabo, la naturaleza sigue siempre su curso y era mayor la tentación por los sucesivos descubrimientos que el recelo.

Nuestros padres se conocían por lo que, cuando no estábamos en época de exámenes, no ponían objeciones a que durmiéramos en su casa, que era grande, de dos plantas y con un jardín delante adornado de rosales y un patio aún más grande detrás.

La habitación de Elsa estaba en la buhardilla, por lo que para nosotras era como un mundo aparte, privado, exclusivo. Ninguna teníamos nada parecido. Nuestras casas eran de lo más corriente y por eso Elsa y todo lo que la rodeaba nos resultaba tan atrayente. Junto a ella nos sentíamos especiales, privilegiadas, diferentes.

Aquella noche fue una de tantas en las que nos invitó a su casa. Teníamos por aquel entonces trece años, algunas ya catorce. Estábamos al final del último curso antes de pasar al instituto. Sentíamos que un mundo entero se abría ante nuestros ojos invitando a ser descubierto y conquistado. Mientras nos pintábamos las uñas y nos hacíamos peinados con los que parecer más mayores, soñábamos despiertas con cómo serían los chicos de los que nos íbamos a enamorar.

—¿Y dejaríais que un chico te metiera mano así, de primeras? —preguntaría Cristina, que era de las más tímidas entre nosotras. Se alarmaba muchas veces por nuestros comentarios.

—¿Y qué hay de malo en eso? —contestaría seguro alguna de las demás.

—¡Eso es! —habría confirmado con seguridad Elsa—. Lo más importante, creo yo, es que nunca hagamos nada que en verdad no queramos hacer. Que no nos veamos obligadas a nada. Respetarnos a nosotras mismas. Pero ¿qué tiene de malo descubrir sensaciones, placeres?

—Ya. Pero así, de buenas a primeras… ¿Qué pasa si entre ellos corren la voz de que «te dejas» y te buscan solo para eso, para un rato, y después pasan?

—Cierto, no me apetece que piensen que soy una facilonga, que puedo pasar de mano en mano —habría afirmado yo, que era más de la idea romántica de cultivar una amistad especial y única que fuera dejando paso a algo más. Un sentimiento de atracción creciente que llevara sin remedio a lo demás, pero desde un amor ya formado, un respeto, un cariño.

Así nos íbamos confesando sueños y anhelos. Nos contábamos las primeras experiencias, miradas cruzadas, cartas intercambiadas. Así fuimos alimentando las primeras envidias, en secreto por supuesto, pues no está bien entre amigas no alegrarse de los éxitos de las demás, aunque por dentro te descubrieras casi deseando que ese flirteo con algún chico guapo e interesante se viniera abajo por descubrir que después de todo le gustaba otra. Y es que ahí llorábamos y nos lamentábamos todas juntas como una piña. No había nada que nos uniera más que los desengaños.

Durante los años de instituto que siguieron  nos fuimos distanciando, aunque es cierto que no nos desvinculamos del todo. Seguíamos reuniéndonos de vez en cuando, aunque casi nunca estábamos todas. Al fin y al cabo, tal como habíamos imaginado, entraban otros en escena, que captaban todo nuestro interés y ocupaban todo nuestro tiempo.

Sí, nos enamoramos. Empezamos a tener parejas, primero unas, luego otras. Al principio corríamos a contárnoslo todo. Luego llegaron los secretos. Algunos por no alardear, otros por vergüenza. Descubrimos el amor y el desamor, la traición, el sexo. Descubrimos el placer, pero también el miedo, el riesgo.

Sin embargo, si algo perduró entre nosotras fue la lealtad. Cuando las cosas se ponían difíciles de verdad, ahí estábamos todas resurgiendo de donde fuera.

Recuerdo uno de esos días. Aún me estremezco solo de pensar en ello.

Lo curioso es que no fue Elsa la primera que descubrió el sexo, la primera que llegó hasta el final, como habríamos podido imaginar. Para sorpresa de todas fue Cristina. Sí, la más tímida, la más recatada.

Yo estaba estudiando en casa para un examen cuando me llamaron por teléfono. En poco más de media hora estábamos todas juntas. Ya no nos veíamos en casa de una o de otra. Nos reuníamos en el parque, lejos de cualquier escucha incómoda e inoportuna.

Cuando llegué, me encontré a una Cristina destrozada, abatida, con los ojos enrojecidos pero ya secos de no poder llorar más, temblorosa, encogida, cabizbaja. No reaccionaba, aunque las demás no paraban de hablar alrededor de ella.

—¿Qué ha pasado? —pregunté alarmada nada más verla.

Ella por supuesto no respondió ni me miró. Siguió mirando al suelo, ida, asustada.

Fue Elsa quien me contestó, repitiendo una vez más lo sucedido.

—El chico ese, el novio de Cristina…

—¡Novio! —interrumpieron con furia—. ¡Un animal, un cabrón es lo que es!

—No gritéis —dijo otra—, la estáis asustando más.

Elsa se apartó un poco, supongo que consciente de que volver a hablar de lo que había pasado junto a ella no era lo más oportuno.

—Sabías que estaba con un chico, ¿no? Llevaban saliendo unos meses. Se veían de vez en cuando. Cristina no… no quería ir mucho más allá. Ya sabes cómo es. Pero él la convenció para que fueran a casa de un amigo, a ver una peli con más gente.

—¿Un amigo que ella conocía también? —la interrumpí. Pero en seguida me di cuenta de que eso daba igual.

—Pues no lo sé —me respondió encogiéndose de hombros—. De todas maneras cuando llegaron ni estaba el amigo ni nadie. La casa estaba vacía. Alguien había dejado las llaves escondidas en una maceta, junto a la puerta. Supongo que lo habían preparado así.

—¿Y? —pregunté impaciente, desviando mi atención de nuevo a Cristina, encajando las piezas de algo que no quería imaginar en mi mente—. No querrás decir que…

Elsa acabó de contarme cómo, a pesar de la negativa de Cristina, de su intento por salir de la casa, aquel chico intentó convencerla de que le gustaría, de que sería un paso más en su relación, pero tras el nerviosismo y el miedo creciente de ella, que dio paso a las lágrimas, ante el apremio de que alguien pudiera oírles, se dejó de preámbulos y simplemente descargó su deseo, la forzó y abusó de ella.

Por lo visto, Cristina se había quedado como inmóvil en ese sofá, tirada, con la ropa puesta, pues él ni se la había quitado, salvo las bragas. Al ver que no reaccionaba tuvo que tirar de ella para salir de aquella casa. Ya en la calle le había dicho que era una estrecha, que no había sido para nada como debería haber sido, pero por culpa de ella. Y que pasaba de repetir algo así. Que no volviera a buscarle ni dirigirle la palabra. Y la dejó ahí tirada. Nunca supimos si fue puro desprecio o un repentino sentimiento de culpa lo que le llevó a esa cobarde huida. La habían encontrado poco después sentada en un banco, sola, porque de casualidad una de nosotras pasó por allí y fue cuando nos avisaron a las demás.

No llamamos a la policía. Nadie dijo nada. Cristina se negó por más que le insistimos. Le pudo más la humillación y la vergüenza. Nunca volvió a ser la misma. No quiso saber nada más de los chicos y acabamos perdiéndole la pista. Solo años después me la crucé un día y sí me dijo que estaba con alguien. Me alegré de corazón por ella.

Pero aquel no fue ni de lejos el único percance al que tuvimos que enfrentarnos.

Elsa se quedó embarazada, pero sus padres se ocuparon de que abortara y tampoco lo supo nadie más.

Yo misma me enamoré, de mi mejor amigo, tal como había imaginado tantas veces… Fue él, de hecho, quien quiso algo más conmigo. «Ser algo más que amigos», me dijo exactamente. Y como él me gustaba de verdad me dejé llevar, sintiéndome especial, afortunada porque mi historia fuera diferente. Con él fue mi primera vez y cierto es que, teniendo en cuenta las experiencias de las demás, no fue tan mala. No éramos novios como tal porque él decía que llamarlo así era anticuado. Para él yo era «su chica». Y yo pues lo acepté.

Estuvimos así unos meses, quedando de vez en cuando, pero la mayoría de veces solos. Él decía que nuestros grupos de amigos no se llevaban bien y que para estar a gusto no necesitábamos a nadie más, así que sin darme cuenta del todo, nos veíamos para acabar liándonos y acostándonos, aunque luego sí es cierto que pasábamos largas horas hablando, chateando por ordenador, porque en aquel entonces no teníamos móvil, claro.

No sé si se cansó de mí sin más, o le pudo la tentación de una nueva conquista, pero un día, de repente, me dijo que sentía que no nos compenetrábamos como antes y que, con sinceridad, creía que sería mejor ser solo amigos. Yo creo que no supe reaccionar. Tal vez más por orgullo que por otra cosa, le dije que sí, que me pasaba lo mismo. No quise pedirle que se lo pensara. No quise rebajarme a confesarle que yo sí le quería de verdad.

Nos vimos un par de veces más, con más gente, como amigos, tal como decía él. Luego decidí apartarme del todo pues me resultaba demasiado dolorosa su indiferencia.

Y los años fueron pasando sin remedio, con muchas más experiencias, mejores y peores. Nosotras, como era de esperar, cada una tiramos por nuestro camino.

Nos hemos reencontrado años después gracias a las redes sociales. Hemos quedado un par de veces, para reírnos recordando el pasado, obviando lo doloroso, eso sí, como si al no nombrarlo consiguiéramos borrarlo de algún modo. Aunque todas sabemos lo que esconden nuestros silencios, solo que preferimos mantenerlo ahí, escondido. Hay heridas que es mejor no remover. También es cierto que nos hicieron ser quienes somos, aunque el precio a veces fuera alto.

Sabemos, en general, las unas de las otras. Quién ha tenido hijos, las casadas, las ya divorciadas e incluso las solteras, como yo, que aún sin reconocerlo y disfrazada de independiente, ya hace tiempo que dejó de buscar el amor, no por haberme dado por vencida, sino porque, contra todo pronóstico, sí lo encontré, ese amor con el que soñaba de niña. Aquel amor cómplice, generoso, complementario. La clase de amor que te suma, que te hace crecer sin exigencias, sin posesiones.

Tal vez de entre todas nosotras fui la única que lo encontró de verdad, pero lo perdí o, más bien, el destino me lo arrebató. Uno de esos cánceres fulminantes que hacen que una persona que forma parte de ti de un día para otro deje de existir sin más, dejando un vacío que no logras ocupar con nada por mucho que lo intentes. Me lo tomo como una de esas ironías de la vida, que por haber formado parte del selecto grupo de excepciones a la regla se ocupa de que esa desviación de la norma sea efímera y dure poco.

Es por eso que no es que no crea en el amor, puesto que lo viví, es solo que no aspiro a que algo así pueda suceder dos veces en la vida de la misma persona. Así que ahora mi felicidad se alimenta de otras aspiraciones.

Por eso aquellos sueños infantiles, nuestros enamoramientos de princesas, los que se fraguaron en esas reuniones pueriles e inocentes de la habitación de Elsa, tal vez empezaron a desdibujarse esa misma noche. Tal vez aquel solo era el pistoletazo de salida hacia la realidad que nos esperaba, la cascada de acontecimientos que estaban por venir.

Pero tampoco lo digo con resignación o tristeza. Sí con cierta añoranza, eso es cierto, pero no lo veo como una derrota. De hecho, sonrío al recordar aquella época. No fue más que una foto de nuestro futuro. La que habíamos imaginado, la que nos había llegado de las películas, de los cuentos de hadas, fruto de las realidades que nos ocultaban a nuestro alrededor, de esa sensación que teníamos de superioridad e inmunidad a todo sufrimiento, seguras de que a nosotras todo nos iría bien.

Y esa foto se fue desdibujando guardada en algún lugar de nuestra memoria, como lo que, acumulado al fondo de una caja en un desván, termina oculto tras una gruesa capa de polvo, perdido.

Ilustración de Rosa García

Ahora todo aquello forma parte de un rincón de mis recuerdos, un rincón algo oscuro, una sombra en mi interior. Porque las sombras no están solo tras los edificios o los troncos de los árboles, al lado contrario del que iluminan las luces. Las sombras también están dentro de nosotros mismos, allí donde queremos guardar lo que no queremos que sea visto, lo privado, lo que nos entristece o nos avergüenza, lo ilegal, lo prohibido, lo que duele demasiado. Allí donde no queremos que incida la luz, esta vez por decisión propia, pero conscientes de que tampoco desparecerán nunca del todo. Al fin y al cabo, mientras haya luz, siempre habrá sombras y oscuridades. O tal vez sea solo que es imposible una cosa sin la otra. Al fin y al cabo, es la vida.

Raquel Esteban

Lo que pasó

Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Cuento
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Lo que pasó. 

Ilustración de Paloma Muñoz

Y sí, fue esto lo que sucedió. Aunque parezca un tanto absurdo, se dieron así las cosas aquel día. Ni más ni menos. Precisamente eso es lo que vengo a contar tras revivirlo en mi memoria.

Lo que pasó fue que llegué a casa, como de costumbre, casi a la misma hora de siempre. Él fue rápidamente a la cocina con la intención de preparar la carne con patatas —en un impresionante guiso de cebolla, tomate, oliva, sal y, por supuesto, pimienta —y yo, tranquilamente, me quité toda la ropa para sentirme más aliviada. Me preguntó, sin más, cómo había ido la jornada.

Empecé a contarle, de la manera más detallada que pude, que programé dos talleres en viviendas distintas, pero que, por razones de variada índole, finalmente había participado poquísima gente a pesar de haber confirmado su asistencia. Estos hechos de mi trabajo me dejaron metido en el pecho un aire de decepción, aunque, he de admitirlo, no con mucha contundencia.

Agregué que incluso, en una de ellas, tan solo hubo un interesado al que le solté el discurso que había preparado previamente para mi actividad. Quise dejar claro que habría podido irme, pero no lo hice. No quería que mis esfuerzos fueran en vano.

Aconteció que, sin advertirlo —como otras veces—, una ira expulsada con torpeza desde sus mismísimas tripas se dejó ver sin dudarlo en las subsiguientes recriminaciones:

Que hasta cuándo tenía que decírmelo; que para qué nos empeñábamos (es decir, me empeñaba yo) en hacer cosas que no le interesaban a nadie; que les imponía y obligaba como si fueran niños; que lo único que hacía era perder y hacerles perder el tiempo; que mi intención era solo ganar reconocimiento; que me diera cuenta de mi inseguridad; que, más que nada, era una necesidad mía, de mi propio ego; que mi función era ayudar y no mostrarme como dictadora; que llevaba mucho tiempo ejerciendo mi oficio y debería verlo; y que lo que realmente querían era trabajar para mandar dinero a sus familias. Eso era todo. ¿Por qué no dejarlos en paz?

Le respondí que ya querría tener claro cómo llegar a conocer lo que precisaban en su vida, para conectar desde su propio sentir y no desde mis interpretaciones, las de mi propia cultura y la lógica de mi quehacer profesional. Contestó, no sin violencia implícita, que si no lo sabía yo, ¿quién más iba a saberlo? 

Se ensañó entonces con la imagen que, según él, fui responsable de poner en su mente. En ella me veía llegar y encontrarme a solas con un chico en uno de los pisos. Aquello le removió su densa e incomprendida sombra. Acto seguido, afirmó con insistencia que la intención de sus palabras no era más que la de protegerme, porque:

¿Qué haría yo en el caso de que todos esos hombres, jóvenes y rozagantes, carentes de mujer hacía siglos, se pusieran de acuerdo para que uno de ellos se quedara solo, me tendiera una trampa, y tuviera las condiciones para sobrepasarse conmigo?

Lo vi arrojar bocanadas de fuego mientras se aseguraba, a sí y con sus propios argumentos en bucle, que había algo en lo que yo decía que no era verdad. Repetía, una y otra vez, que mi mente albergaba un plan oscuro, y que ocultaba algo de lo que era incapaz de hablar. A mí me costaba infinitamente salir del silencio en el que me sumía la implacabilidad de mi estupor. Me sentía confundida en el absurdo: ¿De qué plan oscuro hablaba?

Le pedí no crear con el pensamiento y la palabra la miseria extendida por su lengua. Me eché a llorar de inmediato. Me dijo que no me hiciera la víctima, que mis lágrimas no funcionarían ni cambiarían nada, porque desde mi inconsciente era yo quien creaba lo que estaba pasando. En mi interior me pregunté:

¿Pero de qué habla? ¿Qué es lo que hice, de qué no me estoy enterando? ¿Acaso está mal cumplir con mi deber de la mejor forma que conozco?

Para cerrar con broche de oro añadió, que cuanto pasó y pudiera pasar en el futuro, sería por mi culpa y nada más que por mi culpa, porque, en el fondo, lo habría estado anhelando.

Dio un portazo, y durante la semana que transcurrió ni me saludó ni me habló, pese a compartir conmigo la mesa, la cama y el salón.

Carolina Cohen

 

 

La alargada sombra del ciprés

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La alargada sombra del ciprés. 

Mi hogar yace bajo la alargada sombra de un ciprés, en un bonito emplazamiento en las afueras del pueblo. Y aunque tengo algunos pocos vecinos, llevo tiempo escarmentado del trato con otros y no soy muy dado, últimamente, a hacer amistades, lo que me convierte en casi un ermitaño. Será porque me he acostumbrado al silencio y a la intimidad que ofrece un lugar apartado en el que retirarme, después de tantos años de trabajo. Me lo tengo bien merecido y únicamente aspiro a descansar solo y en paz el tiempo que me quede.

No siempre fui así de reservado. Recuerdo que hace mucho, de joven, vivía en el centro mismo de la aldea, en una casona de tejado rojo inclinado que podéis ver todavía en pie si os acercáis a la plaza. Veréis su techo chamuscado, eso sí, alzándose majestuoso por encima de los otros. En mis tiempos mozos esa era la mejor casa, pues estaba ubicada en la plaza con más vida y más transitada del pueblo, uno de los más bellos y con más visitantes de toda la comarca. Y de ello dependía el éxito de mi negocio, pues era el panadero. Aunque podría decir que me convertí en el panadero de mi comarca; mi negocio era tan próspero que no solo servía a los habitantes de la aldea, sino que gracias al boca a boca, gentes de afuera se acercaban a probar el producto de mis manos.

Durante ese tiempo conseguí todo lo que quise: una esposa, buen dinero para agasajarla y la mejor vivienda, al lado de la panadería. Y en esa misma plaza pronto se abrieron nuevos negocios, atraídos por la riqueza del mío, pero todos quebraban al poco porque no tenían nada que los hiciera especiales. En cambio, el mío sí.

 La clave de mi éxito era que mi pan estaba hecho con productos de calidad más un ingrediente especial, que le daba no solo un sabor único, sino también un aroma especial y especiado, ingrediente que nunca revelé y no lo haré ahora. Además, me gustaba servir al público, dado como era a entablar una buena conversación con mis clientes. De hecho, tenía un carácter más bien dicharachero y desde los locales vacíos del otro lado de la plaza los tenderos podían reconcomerse oyendo las risas que nacían dentro del mío. Ni decir cabe que un buen vendedor debe tener buena labia. Así, engatusaba a las damitas a comprar un dulce además del pan, y convencía a los señores para que se llevaran unas rosquilletas de anís a sus esposas convalecientes. «¡El anís estrellado es bueno para el resfriado», les decía. ¡Ay, qué tiempos aquellos!

Aunque tengo que reconocer que la prosperidad, como todo en la vida, duró solamente unos años, porque pronto llegaron momentos complicados para mí. Mi adorada esposa, sin yo saberlo, comía de ese pan que vendía a mis espaldas, y eso que la tenía amenazada con que no probara ni un bocado, que era todo para la panadería. Yo nunca comí, pero es que las harinas desde niño me sentaron siempre mal, con dolores de estómago y flatulencias, de modo que siempre las evité. Pero la mujer, que era golosa, no podía resistirse y escondía pequeños panecillos en el fondo del armario. Lo sé porque al tiempo de enviudar encontré algunos escondidos y mordisqueados en cajones, estantes y detrás de la ropa planchada de la cómoda.

Hacía unos meses que había empezado a tener problemas estomacales, como muchos otros en la aldea, seguramente causados por la mala alimentación a la que era dada. Hasta que un día empezó a sangrar por la boca y, ya saben, se le fue el alma a donde los difuntos porque el galeno no pudo hacer nada para arreglar el estropicio que me aseguró que tenía por dentro. Por la cantidad de sangre que echó supe que el galeno decía la verdad.

«Eso o es cosa del diablo», me repetía él, «o bien a causa de un envenenamiento lento y continuado». Yo, por supuesto, no sabía ni de uno ni de otro. Y la mala fortuna o la mala fe de mi esposa (seguro que por encontrarse de mal humor al sentirse indispuesta) fue que unos días antes de morir, cuando echaba sangre en cada esputo, hizo correr la voz de que yo la estaba envenenando de alguna manera. Eso habría quedado en un mero rumor de no ser por la coincidencia de que otros vecinos corrían con el mismo estado de salud. Y como tenían los mismos síntomas que ella, convencieron a los demás con argucias de que todo era culpa de mi pan. ¡Mentira!

Obviamente yo no estuve enterado de eso, y no fue hasta que ella murió, la pobre, empapada en sangre entre mis manos, que no empezó mi persecución: durante los primeros días de miradas fortuitas y murmullos sospechosos, luego de insultos e improperios sin disimulo y, finalmente, cuando ya hube cerrado la panadería, con persecuciones en plena calle con claras intenciones de darme una paliza.

Más de una vez entré en casa corriendo y sin aliento. Y todo por culpa de un malentendido promovido por la mala fe de los que una vez fueran mis clientes.

Soy consciente de que fue una extraña casualidad que la mitad de los aldeanos sucumbieran a la misma enfermedad que sufrió mi esposa, como si una nueva peste se hubiera apoderado de la aldea, y reconozco que todos ellos comieron de mi pan pero, ¿qué tiene eso que ver? También hacían pis en los mismos urinarios, bebían la misma agua del mismo río y comían las mismas reses que vendía el carnicero y cuya procedencia era un enigma.

Pero al enfermar y morir mi mujer todos me señalaron a mí. Y la fatídica noche en que el alcalde murió entre estertores sangrientos y toses de vómito, la muchedumbre se presentó a la puerta de mi casa, armados con antorchas que arrojaron a mi tejado. Dispuestos a ajustar cuentas, según pude oír.

Salté por la ventana. Por suerte estaba en la planta baja y solo me torcí un tobillo, pero me persiguieron con afán de matarme. Doy fe de ello, porque así es como llegué aquí. Desde entonces permanezco alejado de la aldea y de sus habitantes, en este mi refugio amurallado a la sombra del ciprés, mientras la aldea, ya convertida en pueblo, sigue con su vida, con sus ajetreos y sus ruidos, cada vez en aumento.

Aquí, en cambio, reina el silencio y la tranquilidad. Como dije, somos pocos vecinos, y son escasos los verdaderamente ruidosos: un señor mayor al que todos llamamos Coronel, un joven alocado que siempre pregunta por su moto (a saber qué será eso) y un par de clérigos que siempre andan a la gresca. También hay una niña, pero ella es adorable. Por suerte, los demás no hacen más que descansar.

Yo no puedo hacerlo, desde aquel funesto día en el que todos los aldeanos me persiguieron y acusaron falsamente de matar al alcalde y a tantos otros con el fin de ajusticiarme. Para mí no hay descanso ni tregua. Por eso nunca reuní el coraje suficiente para volver al pueblo. Al menos de día.

Porque hay una noche al año en la que me bajo hasta el valle que rodea el pueblo. Ya casi no lo reconozco, si no fuera porque de lejos se ve el techo rojo y algo chamuscado de mi antigua casa, sobresaliente por encima de los tejados de las demás. Y siempre bajo en la misma noche del año, la del último día de octubre. Esa noche ocurre algo bello y único: el muro se vuelve transparente y la niebla perenne que cubre este lugar se evapora. Y se distingue claramente el camino que lleva al valle, en el que desde siempre he recolectado plantas de azafrán silvestre.

Ilustración de Paloma Muñoz

Luego vuelvo a mi hogar, bajo la sombra alargada del ciprés, pero no sin antes pasar por la tumba de mi esposa, para decirle lo mucho que la sigo echando de menos, después de estos trescientos años sin su ausencia. Sé que las plantas de azafrán son poca cosa, me gustaría poder dejarle una hogaza de su pan favorito recién hecha, pero espero que su inconfundible olor le recuerde a él.

Olga Besolí
Septiembre 2022

 

 

53ª Convocatoria: La noche

La noche.

Ilustración de Paloma Muñoz

Dicen de la noche que es ese período que transcurre desde que se pone el Sol hasta que vuelve salir, opuesto al día, período que suele dedicarse a dormir… Pero ¿acaso la noche no oculta muchas otras realidades?

A veces la noche se llena de vida.

Vidas recién nacidas, que llegan en mitad de la noche, que tal vez se han gestado también gracias esos encuentros a los que invita la madrugada.

Otras veces la noche se llena de voces, que se oyen más fuerte en medio de los silencios. O voces que dicen verdades, que desvelan secretos, animadas por el alcohol de las barras de algún bar, resonando sobre la música de alguna sala de baile, donde dos desconocidos se acaban de conocer.

La noche también oculta sombras, entre los pliegues de las cortinas, bajo las camas, tras las puertas entreabiertas… Sombras reflejo de temores ocultos en nuestra memoria y que, aprovechando el despiste de nuestra consciencia, afloran con toda su fuerza e impiden conciliar ese sueño que dicen que debería ocupar nuestras noches.

Pero lo que sí tiene la noche son infinitas posibilidades, interpretaciones, motivos y matices.

Puede ser final o comienzo, pero siempre habrá la posibilidad de, en mitad de la oscuridad, encender la noche. De que, cuando se apaguen las luces de las casas, se prenda el brillo de las estrellas, los sueños de los dormidos, las miradas de los despiertos.

Hay muchos tipos de noches…Y muy variados habitantes en ellas.

Tal vez, si eres de los que duermen mucho, aún no lo sepas.

Raquel Esteban