Versión original

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Humor
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Versión original. 

A través de las letras que forman el letrero que daba nombre a la librería se podía observar la calle mojada tras la lluvia. También la niebla se dejaba ver, espesa niebla que, por contra, impedía distinguir algo del exterior del local, pues allí fuera la luz de las farolas era débil y solo el brillo de la luna iluminaba la noche sin mucha convicción. Eran las sombras, pues, las que gobernaban la calle y pronto se aliarían con la noche, protectora de malhechores.

De súbito, una de las sombras cambió de forma, se movió y adoptó la corpulenta silueta de un hombre junto al cual apareció otra figura, más frágil. La primera sombra se unió a la segunda en un rápido movimiento y ambas se fundieron con las otras que oscurecían el ambiente. Todo fue un suspiro. Un pensamiento. Tan rápido como a Alba le costó recrearlo mentalmente. Su imaginación la transportó a Londres y no tardó un instante en hacerse una idea de la situación: «Dos ladrones buscando la complicidad de la noche», pensó. 

Pero el hechizo se desvaneció cuando las dos sombras se adentraron en la librería, dejando atrás la espesa niebla y las gotas de lluvia, adheridas al cristal borroso de los sueños empañados de Alba, al ver claramente que las siluetas pertenecían a un rechoncho hombre de mediana edad y a un espigado (y altivo, como más tarde se comprobará) joven. Se había perdido el duende.

Tan pronto traspasaron el umbral de la puerta los dos hombres fueron absorbidos por una pequeña multitud de ensordecedores murmullos, susurros y siseos suspendidos en el aire. Alba se encontraba allí por trabajo, el cual adoraba, ya que hacer reportajes y cubrir eventos culturales para el semanal de un periódico nacional le permitía estar en contacto con autores y al día de las últimas novedades literarias y artísticas. 

Era una mujer joven con un buen empleo como periodista y con gran afición a la lectura. Hacía sus pinitos en la literatura, pero solo por afición, escribiendo relatos en un fanzine online llamado Surcando Ediciona. Todo era normal en su vida excepto por un “pequeño” detalle, y es que a veces descarrilaba de la realidad, tenía sus pequeños lapsus, desconexiones mentales en las que su cuerpo andaba presente pero su mente iba por otros derroteros, vamos, que se le iba la ollita, pero poco, lo justo. Esto no le suponía ningún contratiempo, ya que era debido a su amplio registro literario y cultural: había leído tanto que su cabeza se hallaba repleta de referencias y le bastaban pocos datos para relacionar de inmediato elementos reales con imaginarios, lo mismo que al hidalgo caballero por todos conocido. De ahí que le costara poco recrear en su mente diferentes escenas, interpretaciones reales, leídas, vividas o ficticias, sueños o futuros apuntes para sus relatos. Pero nada grave. Fue lo que le acababa de ocurrir en la librería donde se encontraba, a la que había acudido para cubrir la presentación de una novela.

Ilustración de Rafa Mir

—Buenas tardes. ¿Qué quieres tomar? —le preguntó el camarero-librero con la mejor de sus sonrisas—. ¿Una birrita con pistachos? Es la especialidad de la casa.

—Mejor un té con pastas —dijo Alba sin mucho entusiasmo, volviendo la mirada con desdén, pues no le hizo gracia que interrumpiera sus pensamientos de esa forma tan brusca.  

Ante tal derroche de amabilidad el camarero-librero giró sobre sus talones para volver a sus quehaceres tras el mostrador, que al mismo tiempo era barra de bar, donde vendía y prestaba libros a la vez que servía bebidas, que estaban bautizadas con nombres famosos de autores, novelas o personajes, todo relacionado con la literatura. Y realmente aquella estratagema tenía su repercusión y cierto tirón, pues allí, y solo allí, se podían consumir bebidas extraordinarias con nombres de lo más pintoresco, lo cual hacía las delicias de los asistentes. Ejemplo de ello era un brebaje conocido como Crimen y Castigo, que hacía subir al cielo al primer trago y, de la misma forma, bajar a los infiernos con el segundo; o un chupito de genuino y patrio tintorro elaborado a partir de las mismísimas tintas que escribieron el Lazarillo, según contaba la leyenda reducida exclusivamente a la carta del local; o un Suspiro de Lovecraft, especie de pócima manchada con lágrimas de sangre de Cthulhu. O el peor, o mejor, de todos: un kafkiano bebedizo que nublaba las entendederas, transformaba y ponía del revés al valiente consumidor que lo probase. Su nombre:

Metamorfosis.

—¡Un momento! —dijo Alba dirigiéndose al camarerolibrero—. ¿Ese es el tipo que ha venido a presentar su novela?

—Sí, es Mike Jiménez, el escritor de moda que nunca deja indiferenteZ. 

—¿IndiferenteZ? 

—No lo digo yo. Así reza la coletilla con la que firma sus novelas.

—¿Incluida la Z? 

—Así es, incluida la Z. 

—Ni el mismísimo Saul Goodman hubiese ideado un eslogan tan… ¡brillante!

—¡BrillanteZZZ! —apostilló el camarero-librero con sorna.

Alba hizo una mueca como desaprobación al chascarrillo del día.

—¡Qué se le va a hacer! —continuó el librero en tono de excusa—. Vende ejemplares a cascoporro y hay que dorarle la píldora. Por eso está aquí hoy, para presentar su nueva novela. Además, también guitarrea, pero se come los mocos con eso, ni flowers. El otro tipo es su agente, pero no pinta nada. Oye, tronca, disculpa por la gracia de antes, ha sido una estupideZZZ —y se marchó riendo a carcajadas como solo un idiota ríe sus propios chistes, aun conociendo la pésima calidad de estos.

Alba sintió en su cabeza el eco de las últimas palabras del camarero-librero-humorista, no las del chiste pésimo recién ejecutado ni las risas alejándose de ella. Lo que recordó eran las palabras referentes a Mike Jiménez, y fue en ese momento cuando, a través del escaparate, la cegó la luz de los faros de un automóvil, que por el sonido se adivinaba un vehículo potente, a más velocidad de la permitida, estaba claro. Y le pareció escuchar también el retumbar cercano de armas disparándose y casquillos que caían. Pero lo cierto es que todo provenía de un grupo de asalto compuesto de fotógrafos cuyas cámaras disparaban hacia Mike Jiménez, quien posaba altanero antes de la presentación, y los flashes fueron los que deslumbraron a Alba al reflejarse contra el cristal del escaparate. De nuevo su imaginación le jugó una mala pasada. Y huelga decir, aunque se deje por escrito de nuevo, que el duende no solo se había perdido definitivamente, ahora, además, se había escondido. Quizás por el tiroteo, quién sabe.

Al salir de su ensoñación, Alba vio gente a su alrededor que no alzaba la mirada de sus libros mientras disfrutaban de la lectura, miradas que se perdían entre renglones. Una variedad de personal de lo más dispar poblaba la librería, debatiendo sobre qué ejemplar leer o charlando amigablemente en torno a un tintorro y un plato de aceitunas. Nada de tés con pastas, ni birritas con pistachos, y mucho menos morro. En definitiva, de no ser por el estruendo de la marabunta que Mike Jiménez arrastraba al pasar, diríase que era una librería como otra cualquiera, repleta de libros y con sus actividades habituales. 

Aunque también era conocida la Librería de los Libros Vivos, por las revolucionarias novedades implantadas por el dueño del local, al que apodaban Pol por su polifacética actividad desarrollada en varios campos: camarero, librero, bibliotecario, pésimo humorista y vendedor de humo. Algunos, con retranca, le llamaban Pal, por los palillos con que siempre se le veía juguetear entre dientes e incluso haciendo piruetas con la lengua, a lo Torrente. Todo glamour.

Pol, o Pal, lejos de irse al carajo y arruinarse en uno de los tantos momentos de crisis que le tocó vivir años atrás, se la jugó y sacó adelante la citada librería con su novedoso y revolucionario (e inútil) sistema de negocio. Entre las novedades con las que pensó revolucionar el mundo de las bibliotecas y librerías estaba la de no dejar sacar los libros fuera de los locales, ya que era de la opinión que estos son en su mayoría como ancianos a los que hay que cuidar, y que cuanto menos se trasiegue con ellos, mejor, pues pretendía mantenerlos vivos de por vida, de ahí el nombre de la librería. La premisa era esa, lo siguiente era que los clientes llegaran al local donde ocuparían una zona individual, o en grupo, para abandonarse al relajante acto de leer, previo alquiler o préstamo del ejemplar literario a elegir. Todo por un precio que dependía de diversas variables como el género y tamaño del libro; la edad del lector, ya que no era lo mismo, por ejemplo, una muchacha universitaria de dieciocho años leyendo los peores éxitos de la novela romántica del momento; que un anciano de ochenta y tres años con cataratas decantándose por el diario El corresponsal de Alcobendas, sección Deportes. 

Todo tenía su porqué y estaba estudiado al milímetro: los palillos, las aceitunas, el morro… y la grasa o aceite que desprendían las tapas empapaba los dedos de los lectores dejando marcadas las páginas, las últimas páginas por donde se habían quedado al finalizar la lectura. ¿Cómo saber si la huella grasienta de morro de cerdo que decoraba la esquina superior derecha de la página 42 pertenecía a Marisa, la profesora de primaria, o a Puri, la de la pelu, o si el cerco aceitoso de la página 167 era de un tal Roberto? Muy sencillo: el local disponía de un aparato capaz de leer huellas. Pasando la página en cuestión por el citado cachivache y cotejando el resultado con el registro de las huellas de los DNI de la clientela, diría al interesado por dónde debía continuar leyendo. Eran marcapáginas digitales, lo más actual y novedoso del momento adquirido en una web oriental de compras. También lo más ruinoso. Pol lo sabía de buena tinta. De ahí que hubiera querido dar un vuelco a la situación con la presencia de Mike Jiménez y, de hecho, lo consiguió, ya que aquella tarde la librería estaba a rebosar. 

Y es que Mike Jiménez era un joven escritor de gran talento que, pocos años atrás, tuvo éxito, relativamente, con un relato largo que la crítica había calificado como conato de novela pero que había entusiasmado a los lectores. Se había autopublicado la novela y creado la portada él mismo, dándose a conocer haciendo spam con píldoras publicitarias en las redes sociales. Tras su éxito inesperado fichó por una editorial de renombre y ahora se dedicaba a escribir una novela cada seis meses. Los otros seis meses los mataba callando. 

Había llegado a Alcobendas para promocionar su último libro después de su exitoso Cartas de amor en pasiva, un recopilatorio de epístolas a su ex, de ahí lo de pasiva, que no eran más que un montón de páginas agrupadas en las que reivindicaba que cualquier tiempo pasado fue mejor. A partir de ahí, las críticas le auguraron un éxito arrollador y un futuro prometedor. Mike no dejaba de asombrarse por la contradicción. La paradoja de Jiménez, tal vez.

Al primer contacto, en sus modales y gestos, pero sobre todo al momento de hablar se presentaba como una persona tímida a la par que arrogante, ya que las más de las veces, no siempre, se refería a sí mismo en tercera persona y soltaba perlas como «huid de los lugares comunes» cuando le preguntaban sobre su secreto a la hora de escribir. También le preguntaban por su estilo indirecto libre, a lo que respondía en pasiva. 

«A veces le da por juntar letras que forman palabras que construyen frases con sentido. Esas frases forman párrafos que, unidos, crean historias en las que viven sus personajes. Ellos viven sus propias vidas. Al final, Mike se limita a poner un título y entregar el manuscrito a la editorial. Eso es todo».

Como escritor no había duda de su arte. Su dominio de la pluma lo colocaba entre la flor y nata de los escritores de relumbrón a pesar de su edad. El número de sus ventas lo aupó al pedestal de la fama y su ego aumentó igual que el odio que sentía hacia los revisores de trama, grupo secreto de élite especializado en buscar hilos argumentales rotos, atar cabos sueltos y desenredar madejas en cualquier texto que se les presentase. Se mantenían ocultos, no entre la oscuridad y las sombras de la noche, aquellas que Alba imaginó antes, sino en los grupos secretos de las redes sociales a los que Mike se suscribió en un fatídico día. Eran los únicos que le decían las verdades a la cara, aun admitiendo su calidad literaria. Verdades como que un alto porcentaje de sus historias se desvanecían como el hielo en un vaso de agua. En su interior, Mike lograba admitirlo y era algo que le martirizaba. Sus historias atrapaban desde la primera línea y eso le convertía en un hombre de principios. De grandes principios, diría él. Pero de ahí no pasaba. No acertaba a continuar con la trama para mantenerla al dente hasta el final. Entonces, ¿cómo había conseguido tanto éxito? Ese era otro misterio en el mundo de la literatura y el motivo por el que sus presentaciones causaran tanta expectación.

—Buenas tardes ¿Qué hay de usted en este libro? —comenzó preguntando Alba.

—Todo. Desde el título hasta la firma —respondió Mike tras dar un trago al San Francisco Umbral que Pol le había preparado con esmero. 

—Obvio, me refería a algo más.

—Pues le puedo decir que rotundamente nada, ya que es una copia.

—¡Qué cara más dura!

—Ya que saca el tema de los duros, ¿sabe que mi novela está a un módico precio en ese estante, ese que tiene usted a la izquierda? —señaló Mike, apuntando con sus largos dedos.

—Su actitud no está siendo la más adecuada. Diría que parece un personaje de sus novelas.

—Eso a Mike le halaga. Se ha hecho a sí mismo.

—Ahora me vendrá con el cuento de que se ha reinventado…

—Siendo escritor lo de cuento es razonable, pero… diría que ahora parece usted un revisor de trama, o revisora.

—Solo soy una periodista intentando cubrir un evento.

—Eso, cúbrase no vaya a pasar frío. ¿Puede dormir por la noche?

—Del tirón. Acostumbro a hacerlo con cualquiera de sus libros —contraatacó Alba. 

—Tenga cuidado con lo que se lleva a la cama. Podría llegar a pasarlo bien.

Mike se había hecho a sí mismo, creando su propio personaje. ¿Con qué fin: forrarse a su costa, esconder tras él sus propios miedos, sus pasiones secretas? En su caso fue por afán de protagonismo. Y es que albergaba tanto amor propio que decidió pasar a la fama y convertirse en personaje de sus propias novelas. Una delgada línea fácilmente franqueable separaba al autor del personaje. Solo sus más allegados, que no tenía, aunque su ego los inventara, podían arrojar luz al asunto, que era turbio, tanto como sus pasados.

—Cuéntenos algo de su novela. ¿Le costó mucho meterse en la piel del protagonista para escribirlo? —insistió Alba intentando reconstruir la situación.

—Jovencita, está usted haciendo el ridículo. —Alba enrojeció de vergüenza—. ¿El título Yo, autor no le da una pista? —Disculpe, pensaba que usted solo era el autor.

—Y también el protagonista. En este caso es lo mismo. No ha leído el libro, ¿verdad? Todos los escritores deberían dejar de escribir hasta que los lectores leyeran todos los libros que se acumulan en las bibliotecas.

—Pero eso es imposible.

—Se equivoca, en realidad todos los libros han sido leídos al menos una vez.

—Sí, pero no en la misma época ni por la misma persona.

—Ah, mi pequeña periolistilla, su ignorancia es supina. Una vez más lo demuestra.

—A ver, explíquese, Gran Maestro.

—Verá, lo que quiero decirle es que ya está todo escrito. Pero es un cambio constante: los lectores olvidan y los escritores reescriben. Si investiga usted sobre cualquier libro, sobre su contenido quiero decir, se dará cuenta de que todo lo que propone, o un alto porcentaje de lo que proponen sus páginas, está ya ideado, debatido, conjeturado, desarrollado en infinidad de ocasiones, muchas veces descartado, y otras muchas, por supuesto, puesto en negro sobre blanco en cientos de textos diferentes ya sean novelas, ensayos, poemas… De forma involuntaria muchas veces, pero también intencionadamente. Hay quien ha llegado a copiar la biografía de la de aquellos a quienes admiran para hacerla suya solo por vivir las mismas vivencias y tener unas memorias similares. 

—¡Qué disparate!

—En eso estamos de acuerdo. Tamaña gilipolleZZZ solo se le puede ocurrir a un necio. 

—¡Ja, ja, ja! GilipolleZZZzzz… otra veZZZ ZZZZ ¡Ja, ja, ja! —Una estruendosa carcajada proveniente de lo más adentro de Pol hizo que este perdiera el control y el dominio de la bandeja que transportaba repleta por igual de libros que de copas, con la que hacía malabares para no perder el equilibrio ni que cayese al suelo su contenido, cosa inútil tras el estrépito, no menos estruendoso que la carcajada anterior, que provocó al dar todo contra el suelo y rodar más allá de sus pies, hasta los de Alba concretamente—. Perdón, ha sido un desliZ… un tropeZón… Vamos, que la he liado parda, quería decir —se excusó ante el personal evitando hacer más gracias con la zeta.

Tras el altercado y una vez todo en orden de nuevo, Mike prosiguió con su intervención dirigiéndose a Alba.

—Verá, lo que le estaba contando es que ya hay multitud de libros y otros tantos autores olvidados. Y muchos de estos libros son repetitivos, abordan los mismos temas, idénticas tramas, similares personajes, los mismos finales. Lo que ocurre es que son desconocidos para la gran mayoría. 

»Por eso le decía antes que mi obra ha sido copiada, plagiada si prefiere el término más crudo y cruel. No digo que sea yo la víctima, sino que he sido yo quien ha copiado. Y le digo esto, ya que estoy seguro de que en alguna ocasión, en esta época o en anteriores, existió un autor con las mismas ideas que yo y que también lo dejó por escrito. Y su libro, o sus libros, pertenecen ahora, quizá, a una pequeña biblioteca en los confines de la Tierra, o quién sabe, se encuentren en la Biblioteca Central de Nueva York o de Cerdanyola, vaya usted a saber.

»¿Acaso alguien es capaz de centrar sus esfuerzos y encontrar el tiempo y la paciencia necesarios para recorrer, cual rata de biblioteca, cual periodista de investigación, todas las páginas escritas de todas las bibliotecas del mundo para comprobar que ya existen en otro libro retazos de esa obra de la que tan orgulloso se siente? ¡Eso es imposible! Pero de poder llevarse a cabo, ¿debería abortar sus pensamientos, rechazar sus ideas y no publicarlas, anular su imaginación? Obviamente no.

»Digamos ahora que tanto la editorial como el autor hicieron los deberes de comprobación y rastreo hasta donde buenamente sus capacidades les permitieron, y tras esto se lanzaron a publicar su última obra. Pasado un tiempo, alguien descubre que sus ideas, sus teorías o sus textos se hallan expuestos en otros libros escritos ya con anterioridad, demostrando que el autor ha copiado y carece de originalidad. ¿Podrían acusarle de plagio?

—Si lo demuestran sí. Todo depende de si lo escribió conscientemente o si citó al autor original, es decir, en este caso no es copia, ya que era imposible citarlo porque desconocía la existencia de ese antiguo ejemplar, digo yo.

—Algo así. En docencia se admite el derecho de cita, no así en una novela o relato, donde es muy difícil encontrar obras plagiadas de principio a fin, generalmente se refiere a frases o párrafos o escenas concretas. Y sobre el subconsciente no vamos a entrar ahora porque nos llevaría al surrealismo y ese es otro cantar.

»La cuestión de determinar si algo es original o no es una tarea ardua para el juez de turno que quiera demostrar que un autor halló sus ideas por pura revelación, que son originales.

La conversación continuaba en torno al tema de la versión original y poco, o más bien nada, se hablaba de Yo, autor; la novela que Mike Jiménez había ido a presentar.

—Mi teoría es que la inspiración se encuentra en cualquier situación, en cualquier circunstancia. Flotando en el aire está la iluminación que guía al artista para crear su obra, ya sea escritor, músico, escultor, etc. Todo artista tiene una percepción diferente y cada cual coge su parte del pastel y lo transforma en arte según su disciplina, pero, en el origen, todos parten del mismo punto. 

»Lo que para un poeta podrían ser unos versos, para un músico unos acordes, o unos trazos para el pintor, etc., y todos habrían partido de la misma referencia, pasada por el tamiz de la inspiración de cada cual. De algún modo las características de su disciplina habrían dado frutos diferentes, pero la esencia de su originalidad sería la misma.

»La versión original es, a mi modo de ver, una gran playa en la que cada individuo deja sus huellas sobre la arena. Los habrá que anden con paso moderado dejando un ligero rastro tras de sí, estarán los que den zancadas largas, los que corran haciendo su pisada honda, o los que anden en círculos, e incluso los que caminen de rodillas. Y también estarán los que anden paralelos a la orilla, creando caminos que serán borrados por el ir y venir de las olas del mar, mar que es la memoria y también el tiempo que avanza inescrutable, borrará las huellas y cuando estas no sean más que un recuerdo, o ni eso, mucho después, otros caminos y otros autores andarán sobre aquellas que fueron huellas en su día sin ser conscientes de estar repitiendo el proceso, hasta que las pisadas sean borradas de nuevo por el mar, y esto pasará una y otra vez, por siempre. 

»Por toda la playa habrá caminos que se entrecrucen, huellas pisoteadas por otras. ¿Esas pisadas en común significan que alguien encontró y siguió, parcialmente o por completo, el camino de otro; o se entrecruzaron por puro capricho del destino ya que cada cual eligió su camino y modo? That’s the question.

—Muy interesante su teoría. Sin embargo, usted por un lado defiende la libre inspiración del autor pero también afirma, si no le he entendido mal, que no es necesario escribir más ya que no hay originalidad, que todo está inventado, digámoslo así.

—No le negaré que es contradictorio —la paradoja de Jiménez, de nuevo—. ¿Sabe que se dice que todo está escrito ya en el Quijote y que a partir de ahí se ha creado toda la literatura que conocemos? 

—Pero no se puede dejar de escribir así por las buenas. Además, eso va en contra de sus intereses. ¿De qué iba a vivir entonces?

—De mi próxima novela: Versión original. Me alegra que me lo pregunte porque aquí ha habido mucha cháchara, pero yo he venido aquí a hablar de mi libro, ¿sabe usted?

—Eso no es original. Esa frase no es suya, y además es usted muy raro, con perdón.

—Francamente querida, me importa un bledo. Y tiene razón en que no es original, lo cual me da la razón. ¿Lo ve, periolistilla? Todos copiamos, aunque sea con una cita de la que no he mencionado al autor.

—Bueno, nadie es perfecto.

Una hora después acabó el acto y en un tono más íntimo y relajado, sin focos ni periodistas de por medio Mike se acercó a Alba.

—¿Tiene un minuto, periolistilla? Me ha parecido un tema muy interesante y creo que nos ha faltado tiempo. ¿Qué le parece si la invito a cenar y seguimos debatiendo?

—Aceptaría gustosa si no fuera porque ahora tiene que firmar ejemplares —respondió sarcástica Alba.

—Podemos obviar la sesión de firmas. Creo que esta novela pasará sin pena ni gloria —respondió Mike ante la multitud multiplicada por cero que aguardaba a tener el libro firmado.  

Ante la previsible reacción de Alba, Mike pasó al plan B y alzó la mirada buscando a Pol, quien tomó la guitarra que escondía bajo el mostrador.

—Tócala otra vez, Pol —le indicó con un guiño. Y fue entonces cuando comenzaron a sonar los míticos primeros acordes de Sweet Child O’Mine, la canción favorita de Alba. Mike había hecho los deberes.

Alba ya había salido a la calle cuando la música llegó a sus oídos. Y tras ella llegó Mike, a lo Bogart, engalanado con la gabardina del todo a cien, y agarrando a Alba del brazo la invitó a caminar traspasando la niebla, que nuevamente hacía acto de presencia y no permitía ver nada a su alrededor más que sus propias sombras, y ante ellos los dos focos deslumbradores de una avioneta que, por el ruido, parecía comenzar a despegar transportando quizá a dos amantes con sus respectivos salvoconductos hacia la libertad. Pero, en realidad, el ruido de motor y las luces pertenecían al coche del agente de Mike, que no pintaba nada, tenía entradas para el partido de aquella noche y salía a toda prisa para no llegar tarde.

Alba había vuelto a soñar despierta, aunque en ocasiones como aquella era difícil discernir entre sueño y realidad.

—¿Sabe, Mike? Presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad.

Y tras estas palabras ambos se adentraron cogidos del brazo en esa atmósfera pintada de gris niebla, regada de humedad por la lluvia y con el telón musical idílico de fondo hasta la próxima escena, original o no, quizá en casa de alguno de los dos, visionando pelis de serie ZZZ y brindando con un gaZZZzzpacho andaluZZZzz.

Vicente Mateo Serra
14/11/2021

El dilema

Autor@: 

Ilustrador@: Rosa García

Corrector@: 

Género: Humor

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jorge Moreno. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El dilema.

—Mujer, ya sé que te lo prometí, pero de eso hace muchos años… No, no, no quiero decir que no lo sentía, pero éramos unos críos, no sé… llamarme ahora para que cumpla esa promesa…

No sabía cómo salir de ese embrollo, bueno, sí, era fácil salir, la situación era demencial y bastaba con decir no, pero en cuarenta años de vida nunca había dejado de cumplir una promesa, pero aquello…

Cinco minutos antes recibí una llamada en el móvil de un número desconocido. No suelo contestar, la verdad, casi siempre son llamadas comerciales, pero en ese momento pensé que podía ser importante, no sé, un sorteo que había ganado, en algún momento tendría que ganar alguno, y me dio por contestar. En mala hora. Mejor si hubiese pasado y entonces tendría un dilema menos.

La cosa es que contesté y por el auricular me llegó la voz de una mujer.
—¿Fran? ¿Eres tú, Fran?

Eso descartaba que fuese un comercial. Normalmente decían: «¿Don Francisco Álvarez?». Pero también descartaba la posibilidad de que hubiera ganado algo en un sorteo.
—Sí, soy yo.

Debí haber dicho que no era yo, que se había equivocado y colgar, pero no, tuve que decir que era yo
—No sabes quién soy, ¿verdad?

No tenía ni idea, pero tampoco podía reconocerlo. Yo no era de esa clase de hombres que no recuerdan a una mujer, aunque la realidad era que no la recordaba. Ni siquiera pensaba que tuviera que recordar a ninguna.
—Soy Lucía.

—¡Lucía, qué sorpresa! Así de golpe no había reconocido tu voz —dije, haciendo un rápido recorrido mental por todas las Lucías que conocía.
—No tienes ni idea de quién soy.
—No, mujer, claro que me acuerdo, pero es que llevo mucho rato al sol… y la cabeza…
—Lucía Jiménez.

Lucía Jiménez. Mi Lucía Jiménez. ¿Cómo iba a reconocer la voz si hacía más de veinte años que no sabía nada de ella?
—Lu… Lu… Luci… Lucía. ¿Eres tú de verdad? ¿Pero cómo has conseguido mi teléfono? Después de cuánto tiempo, ¿veinte años?
—Veintiséis.

Claro, veintiséis años, era verdad, teníamos catorce cuando terminamos en el cole, antes de ir al instituto.
—¡Veintiséis! Me parece increíble que seas tú, pero cuéntame, qué ha sido de tu vida, dónde vives, cómo me has encontrado…

—Es fácil, hoy en día puedes encontrar a cualquiera. Pero mira, Fran, yo te llamaba por una cosa.
¿Por una cosa? ¿Después de veinticinco años alguien te llama por una cosa? ¿Por qué? ¿Porque no le devolví el casete de los ACDC?

—¿Dónde vives? Si eso, quedamos y nos tomamos un café y me lo cuentas.
Sí, vale, tenía curiosidad por verla después de tantos años.
—Sí, de eso habrá tiempo, pero yo te quería pedir una cosa.
¿Dónde podría conseguir un casete de ACDC? Seguro que me iba a pedir que se lo devolviese.

—Hace veintiséis años, poco antes de que no volviésemos a vernos, me prometiste una cosa, ¿lo recuerdas?
¿Cómo iba a olvidarlo?
—Claro que lo recuerdo, Lucía.
—Pues quería pedirte que cumplieras tu promesa.
—¿Cómo?
—Pues eso, Pablo, que quiero que cumplas lo que me prometiste.

No podía ser, no tenía lógica.

—Pero, Lucía… eran otras circunstancias, otra situación, hemos cambiado mucho.
—Pero me lo prometiste.
—Mujer, ya sé que te lo prometí, pero de eso hace muchos años.
—Vamos, que no lo sentías, tú solo querías conseguir lo que conseguiste y ya está.

—No, no, no quiero decir que no lo sentía, pero éramos unos críos, no sé… llamarme ahora para que cumpla esa promesa…

—Pensé que tú eras diferente, que siempre cumplías lo que prometías, o al menos era lo que decías cuando éramos pequeños. Al menos te creí cuando éramos novios y me lo prometiste.
—Mujer, novios, lo que se dice novios, nunca lo fuimos…
—¿Ah, no? No te reconozco, Fran. Pensé que eras sincero, pero solo querías lo que querías.

—Que no, que no, en serio… Yo cumplo lo que prometo… y si te lo prometí… lo intentaré…

—¿En serio? ¿De verdad? Ya sabía yo que podía confiar en ti.

—Lo intentaré, he dicho que lo intentaré. Haré todo lo posible por cumplir mi promesa, pero no es fácil, estoy casado… tengo un hijo…

—Yo sé que lo cumplirás.

Quedamos una semana más tarde para darle mi respuesta definitiva.

Fue una semana horrible. Estaba lleno de dudas, atormentado por el dilema que se me había planteado. Siempre había pensado que las promesas son para cumplirlas y que no se debe prometer nada que no se esté seguro de que se va a cumplir. Cuando se lo prometí a Lucía no cumplí esa regla, lo reconozco, no pensaba con claridad y la promesa fue motivada por el deseo de conseguir lo que conseguí. Pero había sido una promesa y debería cumplirla, más aún cuando la hice por interés, saltándome mis propias convicciones. Fui un canalla, lo reconozco.

No me atreví a hablarlo con mi mujer, ella no lo entendería, le parecería mal, por supuesto. Tampoco le dije nada a mi hijo, era muy pequeño y no comprendería que lo hiciera. Cuando fuese más mayor seguro que sí, los hombres somos diferentes y seguro que haría lo mismo en mi situación.

Un día antes de la cita con Lucía me encontré con Alejandro, mi mejor amigo. Me conocía demasiado bien como para no darse cuenta de que algo me atormentaba y se lo conté todo.

—Hombre, Fran, yo creo que es algo absurdo, no puede pretender que mantengas esa promesa ahora. Cualquiera te diría que es ilógico.
—Ya, pero se lo prometí.
—Pero moralmente no estás obligado.
—Si estoy obligado en algo, sobre todo es moralmente.
—Venga, hombre. ¿Y qué opina tu mujer?
—¡Nada! No se lo he dicho.
—¿Que no se lo has dicho?
—Por supuesto que no, ya sabes cómo es, no lo entendería. Y luego está el niño… no quiero que sufra.
—Y si al final lo haces, ¿qué le vas a decir?
—Nada, no se lo voy a decir.
—Pero lo descubrirá.
—Quizá no.
—Seguro que sí, ellas se dan cuenta de esas cosas.
—Pues no sé, algo me inventaré.

—Fran, en serio, no lo hagas. Ya sé que es difícil, no nos surgen oportunidades así a menudo, más bien, nunca nos surgen, pero te arruinarás la vida. Puede salir mal, tu mujer lo descubrirá, tu hijo lo sabrá. ¿Y si decide dejarte?

—¿Dejarme?

—Sí, puede pensar que es una traición, una pérdida de confianza. Las mujeres son diferentes a nosotros. Para ti es cumplir una promesa y para ella puede ser una traición. Lucía no tiene derecho a aparecer veintiséis años después y exigirte que cumplas una promesa que hiciste con catorce años, llevado por las hormonas para conseguir lo que querías.

Alejandro tenía razón. No podía hacerme sentir culpable. No podía pretender que me jugase mi familia por aquello.

Al día siguiente vería a Lucía y le diría que no. Incumpliría mi promesa, sí, pero hay cosas que un hombre debe hacer. Probablemente me insultaría y tendría razón en todo ello, pero no podía llegar tan lejos.

Habíamos quedado en una cafetería del centro. Yo llegué con mucha antelación, estaba deseando acabar con todo aquello, decirle que no iba a hacerlo y volver a mi vida.

Ya iba por el tercer café cuando entró. La reconocí al instante. En veintiséis años su cara había cambiado, pero mantenía ciertos rasgos de la adolescencia. Al verla recordé por qué hice aquella promesa tan desesperada. Entonces era preciosa y ahora lo era todavía más, con la misma nariz, los mismos ojos, la misma sonrisa y, además, un cuerpo de mujer. Estaba impresionante. No entendía por qué tenía que recurrir a mí para lo que quería.

Me levanté y al verme me sonrió, pero no con la boca, sino con los ojos. Aceleró el paso hasta llegar a mí y me abrazó. Iba a ser muy difícil.

Ella pidió un café y yo una tila.

Empezamos a hablar de lo que habíamos hecho en los últimos veintiséis años y luego de recuerdos de nuestra infancia y adolescencia. ¿Por qué dejé de verla? Vale que fuimos a institutos diferentes y que nos separamos, pero podía haberme esforzado en mantener el contacto, ¿no? Si lo hubiera hecho entonces en lugar de en esa cafetería, estaríamos en nuestra casa, con nuestros hijos, sin tener que romper mi promesa. Lo había estado alargando, buscando razones más poderosas para decir que no que las que tenía para decir que sí. Era la hora.

—Lucía, sobre lo de la promesa, quería decirte…
—¡Ay, Fran! Qué feliz me hiciste. Te juro que pensaba que me ibas a decir que no, pero cuando accediste a quedar para concretarlo me dije que por qué había dudado, que tú siempre fuiste un chico de palabra, y eras muy bueno, Fran, el mejor que he conocido en mi vida.
Y lo dijo con esa sonrisa en la boca y en los ojos.
La cosa no iba bien.
—Pero ¿por qué yo? ¿Y tu marido?
—Él… no puede.
—¿Y cualquier otro…?

—He buscado mucho, ni te imaginas cuánto. Bases de datos, historiales médicos. Un día me acordé de ti y de lo que me prometiste. Al instante supe que debías ser tú, pero sobre todo quería que fueses tú.

Era hombre muerto.
—¿Y… cuándo tendría que…?
—Lo he preparado todo para esta tarde.
—¡Esta tarde!
—No puedo esperar más.
No pude negarme. No opuse resistencia, o quizá no quise oponerla. Cuando quise darme cuenta estaba entrando en el hospital y en un suspiro estaba desnudo.
Pensé que aquello sería más íntimo, pero había mucha gente.
—Doctor, ¿me va a doler? —pregunté.
El médico hizo una mueca que me pareció una sonrisa.
—No.

Ilustración de Rosa García

 

Veintiséis años antes

—Lucía, dame un beso.
—¡Un beso! ¿Por qué tendría que dártelo?
—Porque estás deseándolo.
—¡Ja!
—Porque estoy muy enfermo y solo se cura con un beso.
—Ni de broma.
—¿Vas a dejarme morir? Llevarás ese peso sobre tu conciencia toda la vida.
—Que te lo dé tu madre, o tu hermana.
—No pueden ser familiares.
—Pues que te lo dé Piluca.
—¡No! Agh.
—¿Y por qué tengo que ser yo?
—Pues…
—Dime la verdad.
—Porque te quiero.
—¿Y por qué he de creerte?
—Te lo prometo.
—No te creo.
—En serio, bastante corte me ha dado decirlo.
—¿Qué serías capaz de hacer por mí?
—Lo que tú quieras.
—¿Harías cualquier cosa que te pidiera?
—Cualquier cosa.
—Promételo.
—Te lo prometo.
—¿Cualquier cosa? ¿Hasta darme un riñón?
—Hasta un riñón, te lo prometo.

Jorge Moreno.

Achaques

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Humor

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jesús Cernuda. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Achaques.

26 DE JUNIO DE 2027

Para Bruce aquel no era un día normal, era esa fecha que nunca se había podido quitar de la cabeza, la misma en la que, muchos años atrás, sus padres fueron asesinados a manos de Joe Chill. Hasta entonces nunca había faltado a su cita en el cementerio, donde seguía rezando por sus progenitores que tanto le habían dado.

Sin embargo aquella mañana…

Algo hizo que se despertara sobresaltado. La luz del sol entraba por la ventana, situación extraña ya que su despertador siempre sonaba antes del amanecer. Durante cinco minutos se quedó mirando al techo absorto en sus pensamientos, e intentó recordar lo que había hecho el día anterior, pero no había manera.

Poco a poco, se incorporó y fue posando los pies en el suelo, intentó calzarse esas zapatillas de cuadros sin apenas ya forro por el paso del tiempo, estaba seguro de que su abuelo ya había tenido el placer de llevar esas zapatillas. Un pinchazo en la espalda le hizo lanzar un grito digno de la peor de las películas de terror.

«¡Por los clavos de Cristo! este reuma está acabando conmigo»

Cuando por fin lo consiguió, se puso su batín, a juego con las zapatillas, las gafas que tenía para andar por casa y se acercó a la ventana para contemplar el nuevo día.

Alguien picó a la puerta de forma tímida y sin esperar respuesta se adentró en la habitación.

—Señor Wayne, le traigo el desayuno.

Albert, su nuevo mayordomo, traía una enorme bandeja de plata. Sobre ella lo que parecía un café con dos bollos de pan y un vaso de agua con una pastillita que poco a poco se iba consumiendo dejando unas burbujas de color rosáceo.

—Creo que mis instrucciones fueron claras, ¿por qué has tardado tanto en venir a despertarme? Está claro que el dichoso reloj no ha sonado. — le dijo intentando aparentar enfado, aunque el dolor de las lumbares apenas le dejaba hablar.

—Lo siento señor, no creí conveniente despertarlo después del mal día que tuvo usted ayer.

—Bueno, eso ahora da igual— contestó mirándole por encima de las gafas.

« ¿Qué carajo habrá pasado ayer?», pensó.

Albert ya se había dado la vuelta para irse cuando Bruce se dio cuenta de otra de esas cosas que creía haber dejado claras.

—Espera, el periódico, ¿dónde está?

—Verás…yo…

—Ni yo, ni yu, ¿no pensarás que así vas a estar mucho tiempo conmigo? Deberías darme las gracias por haberte dado el trabajo sólo porque te recomendara Bob—. Bob Kane era un buen amigo de Bruce desde la infancia y era quien le había dicho que aquel chico sería el ideal para el puesto.

—Tiene razón, pero no creí conveniente que hoy lo leyera. Por cierto, no olvide tomar el vaso con su medicación para el corazón ni las pastillas para el reuma— dicho esto se fue dando un pequeño portazo.

«Quién se habrá creído que es… esta misma tarde llamo a Bob»

Después de tomarse el café, medio bollo y la galería de pastillas de todos los días, Bruce se sentó en su viejo sillón a leer el periódico. Sentía curiosidad por saber qué era lo que Albert creyó conveniente que no leyera. Aunque llevaba poco tiempo con él, sabía perfectamente quien era, si había ocurrido algo malo debería habérselo dicho.

No le hizo falta ni abrirlo, en la primera página una foto le mostró  la fatídica noticia. Ahí estaba él, con su traje negro impoluto arrodillado en el suelo con la mano sobre la espalda mientras dos encapuchados parecían robarle el coche y, con letras bien grandes por si todavía alguien no lo leía bien:

Batman vuelve a hacer el ridículo y deja que dos ladrones se lleven el botín en su propio coche

Las gafas se le cayeron de golpe al suelo, por desgracia eso era lo que su mente no recordaba del día anterior, o quizá no quería recordar. Pero lo peor de todo era el cartelito que habían puesto como pie de foto: risasenGotham.com. No lo podía creer. Siempre lo había dicho él: estas puñeteras redes sociales acabaran con todo

Se vistió todo lo rápido que pudo para dirigirse a la batcueva, tenía que conectarse a internet para ver de qué trataba en realidad el supuesto video que le habían hecho.

No era la primera vez que ocurría algo así, en los últimos meses ya le habían cazado con las cámaras en más de una situación un tanto ridícula. Todo el mundo en Gotham empezaba a reírse de él, incluso John Gordom, el hijo del que siempre había sido su gran apoyo en la ciudad, había retirado el famoso foco con el que lo avisaba siempre que su presencia era necesaria. Se sentó delante del ordenador con la inevitable idea que hacía ya tiempo le rondaba la cabeza, «me estoy haciendo viejo para esto».

Con algo de esfuerzo, al haberse dejado las gafas en el suelo de la habitación y no llevar puestas las lentillas, aporreó el teclado:

http://www.risasenGotham.com, la página de moda por aquel entonces, donde la gente se dedicaba a colgar chorradas estúpidas que grababan por las calles de la ciudad. Y ahí estaba, como la entrada más vista del día en tan sólo nueve horas: Batman se autolesiona con su boomerang.

No sabía si reír o llorar, quince segundos fueron suficientes. Los necesarios para ver como intentaba detener a unos ladrones lanzando su boomerang justo en el momento que uno de los ya habituales pinchazos le hacían doblar la rodilla, lo que permitió que a su regreso, su hasta entonces infalible arma, le golpeara en la cabeza. No quiso ver más, echó un vistazo al fondo de la cueva y comprendió lo siguiente que se vería en el video al darse cuenta que era verdad que su batmovil no estaba.

Se recostó en su silla pensando que podría hacer, justo cuando uno de los interfonos que usaba para comunicarse con la casa empezó a sonar.

—Señor Wayne, acaban de llamar de comisaría, era John, quiere que sepa que ya no es necesario que denuncie el «robo» del batmovil— Un pequeño pero incomodo silencio era síntoma de que Albert estaba riéndose— Han atrapado a los ladrones y lo han recuperado.

Ni siquiera contestó, imaginar el momento en el que Batman tendría que presentarse en comisaría para reclamar su propio coche…

«Tengo que hacer algo enseguida, tiene que haber una solución. O eso o llegará la hora de dejar que sea otro quien luche contra el crimen».

Se acercó a un viejo mueble donde guardaba archivos de todos los maleantes que había atrapado y aquellos casos en los que participó. Los ojeaba con cierta nostalgia dándose cuenta de lo que había sido y que no sabía si podría volver a ser. Ya tenía una edad y por mucho que intentara cuidarse, su cuerpo ya no era el mismo.

Entre todos aquellos papeles encontró el día en que se había enfrentado a Drácula y los medios daban la noticia como uno de sus grandes éxitos al deshacerse de alguien tan temido. Al pie de la noticia, una nota escrita de su puño y letra:

«Después de tener al Conde empalado durante dos días, me he dado cuenta que tal vez no pueda acabar con él»

Recordó entonces como, sin que nadie se hubiera enterado, lo había soltado llegando a un acuerdo, nunca jamás se pasaría por Gotham. Drácula había aceptado temiendo tener que estar encerrado de por vida y eso, para un vampiro, es demasiado.

Bruce se recostó de nuevo en su asiento, una idea algo estúpida rondaba su cabeza. Estaba claro que el «no muerto», como lo llamaban algunos, le debía un favor. Quien sabe, tal vez…puede que fuese una locura, pero en ese momento no veía otra solución mejor.

Agarró su teléfono, buscó en esa agenda a la que sólo él tenía acceso y se dispuso a hacer una llamada.

—¿Sí? —

Una voz ronca se escuchó desde el otro lado. Se podría decir que desde su incidente, ambos eran buenos amigos, hablaban muy a menudo, pero en esta ocasión se dio cuenta que algo no iba bien, aquella voz, no era la de ultratumba que siempre ponía Drácula para intimidar a los demás.

—¿Qué pasa compadre? ¿te encuentras bien?

—Hombre, mi querido primo lejano— le gustaba decir aquello, ya que como él decía: «los dos somos un par de murciélagos algo grandes»— ¿A qué se debe esta llamada?

—Luego te cuento, pero antes dime qué te pasa, nos conocemos y te noto algo raro en la voz.

—Nada que no se pase con un poco de descanso.

—Pero bueno, ¿desde cuándo el gran Conde Drácula necesita descansar?— le dije medio sorprendido y medio riéndome de él.

—Ya ves. Digamos que me hago mayor. Desde hace varios años me he dado cuenta de que la calidad de la sangre ya no es lo que era, el que no se droga, bebe y el que no bebe fuma. Macho, van a acabar conmigo. Y encima ya no asusto ni al tato. Sin ir más lejos, el otro día tuve la suerte de encontrarme con una adolescente sola por la calle. Puedes imaginártelo, fue verla y se me pusieron los dientes largos. Me acerqué en plan seductor enseñando los colmillos…y ¡la muy capulla empezó a descojonarse de mí!— hizo una pausa, se notaba que aquel recuerdo le daba cierto reparo— Por primera vez en siglos me dejó paralizado y encima va y me dice: «tú eres de los que brilla con el sol, ¿verdad?».

—Pero bueno, y ¿qué hiciste?

—Qué querías que hiciera, me fui corriendo. Oye, espero que no le cuentes esto a nadie, si llega a oídos de otros vampiros seré el hazmerreír.

—No te preocupes, sabes que sé guardar un secreto, además qué te voy a contar yo…

Estuvimos hablando durante un buen rato y le conté lo que me pasaba.

—A ver si lo he entendido bien, ¿me estás diciendo que quieres que te transforme en un «no muerto» para tener más fuerza? A mí me da igual, pero espero que entiendas lo que eso supone. Además hace mucho tiempo que no convierto a nadie, no sé muy bien como resultará.

—Si lo dices por que tengas miedo a pasarte de la raya y llegar a matarme, yo confío en ti— Si algo sabía es que la palabra de un Conde iba a misa y puesto que me debía un favor, estaba seguro que no intentaría acabar conmigo.

He de reconocer que me daba cierta preocupación, antes de colgar me dijo que de lo que no estaba seguro era de si me daría más fuerza o por el contrario, me trasladaría todos sus problemas, al parecer, desde que no encontraba víctimas de calidad, se había ido debilitando. Ya no salía todas las noches por culpa del lumbago y encima uno de sus colmillos empezaba a moverse. No quiero imaginarme lo que sería Drácula sin uno de sus dientes.

30 DE JUNIO DE 2027

Ayer fue el gran día. Mi buen amigo me hizo la visita que esperaba para pasarme al lado de los «no muertos». No fue necesario decirle que si algún día necesita algo me tiene a su total disposición.

Reconozco que no le he visto buena cara, creo que sus tiempos de ser el gran Conde Drácula, ese al que incluso los de su misma especie temían, han acabado. Incluso me ha dicho que ha notado la presencia de uno de los suyos rondándole y que tenía cierto miedo a que pudiera encontrarlo e intentara acabar con él sólo por la reputación de haber sido quien dio fin al padre de todos los vampiros. Le he dicho que no se preocupe, que usaré todo lo que esté en mis manos para encontrar al «rondador» y darle caza.

Hoy me he despertado antes de que sonara la alarma y he de decir que he dormido del tirón toda la noche. Me he levantado despacio, quizás por miedo a los malditos dolores que me acompañaban todas las mañanas, sin embargo…de un salto he rodeado la cama para coger las gafas, hasta que me he dado cuenta de que no las necesito. Me he acercado a la ventana, la he abierto de par en par y no he podido evitarlo, como un niño pequeño he roto a llorar de forma desconsolada. No solo parezco el mismo de antes, si no que me encuentro cincuenta veces mejor.

He tenido que bajar de golpe las persianas al empezar a salir el sol, no os podéis imaginar lo que escuece. Me doy cuenta que esto no lo había pensado, a partir de ahora tendré que cambiar todos mis hábitos. Tengo que pensar algo para que nadie sospeche por qué Bruce Wayne no sale por el día.

Son las ocho de la tarde, he tenido que cancelar todas mis citas con la excusa de estar enfermo y he dedicado las horas a diseñar otra máscara con la que protegerme de la luz del día, al menos Batman podrá seguir saliendo en cualquier momento.

Se acerca la noche, me dispongo a ir a la cama, pero es inútil, no tengo sueño y sin embargo estoy algo cansado. Me recuerda a todas esos viajes que hago y me dejan para el arrastre por culpa de jet lag. Supongo que necesitaré de varios días para acostumbrarme.

A las cinco de la mañana he tenido que salir por un aviso de robo. Ha sido pan comido, es una pena que las cámaras no estuvieran grabando en esta ocasión. Creo que he vuelto y espero que sea para quedarme.

Ilustración de Paloma Muñoz

4 DE JULIO DE 2027

Llevo varios días sin apenas dormir. De noche parece que el cuerpo me pide marcha y por el día, que es cuando debería descansar, no hay manera. Y para colmo, llevo el mismo tiempo sin pegar bocado, mira que lo he intentado, pero todo lo que entra, sale sin previo aviso. Le he pedido a Albert que se ponga en contacto con bancos de sangre, que no se diga que no hay dinero para traer la mejor del mercado, y de verdad que lo ha hecho, por lo que cuesta mejor me alimentaba a base de Château Petrus, por lo menos el vino podría tomarlo, porque lo que es la sangre… es acercarla a la boca y se me revuelve hasta el apellido.

Por el bien de todos espero acostumbrarme pronto, sobre todo por Albert, que el pobre ya ha tenido que irse corriendo un par de veces al verme ir hacia él, con medio traje puesto y con los colmillos a punto. Esto va a resultar más complicado de lo que esperaba. Lo positivo es que sigo pareciendo un chaval de veinte años.

Hoy he recibido una llamada de John, según parece en los dos últimos días han aparecido varios cadáveres, todos sin apenas sangre en el cuerpo. Me temo que no me va a hacer falta buscar al «rondador», él solito ha venido a mí. Llega el momento de demostrarle a todo el mundo que Batman ha vuelto.

No me ha resultado difícil seguirle la pista, cualquiera diría que su intención era que nos encontráramos. No llevaba ni una hora vigilando desde el edificio más alto de la ciudad, cuando pude verlo. Esos andares y el leve olor que desprendía eran inconfundibles. Iba detrás de una chica que acababa de salir de un restaurante dispuesto a atacar en cualquier momento.

Antes de que lo hiciera me interpuse entre ellos dos y de un empujón lo aparte de su futura víctima. Al darse cuenta ella se volvió hacia mí.

— ¿Batman…?

—No tengas miedo, yo me encargo— le espeté con esa voz de superhéroe, que más bien sonó a gigoló de piscina.

Por algún motivo la muchacha se asustó al verme y sin pensarlo dos veces me dio un golpe con el bolso, sacando después un spray de pimienta con el que roció toda mi cara.

Durante unos segundos no pude ver nada, menuda gracia me hizo el spray de las narices. Por suerte él parecía más interesado en mí que en la muchacha, que pudo salir corriendo.

—Un momento— me dijo mientras se aceraba flotando en el aire— tu olor… he seguido tu rastro hasta aquí, pero era con Drácula con quien esperaba encontrarme.

—Siento mucho haberte decepcionado.

Empezó a reírse al fijarse bien en mi cara.

—Creo que ya lo entiendo, he escuchado hablar de ti muchas veces. Veo que te has pasado a nuestro bando y que tendré que acabar antes contigo. Supongo que el viejo Drácula podrá esperar.

Desde aquella vez en la que me había enfrentado al que ahora me había convertido, nunca había tenido un duelo como aquel. Por suerte, creo que se trataba de un vampiro sin mucha experiencia al igual que yo, pero con mis recientes dotes adquiridas y mis armas de siempre conseguí ponerlo a raya.

No quería que me pasara como la otra vez. Cuando por fin lo tuve bien sujeto, le pegué un mordisco en la yugular, con tanta fuerza que conseguí arrancarle la cabeza, para después quemar las dos partes de su cuerpo, tenía que estar seguro de que no volvería a revivir.

Al llegar a casa lo primero que hice fue llamar a Drácula y contarle lo sucedido. De momento podía estar tranquilo.

Me sentía eufórico, creo que empezaba a gustarme todo aquello. Incluso apreciaba ya esas copitas de «tinto» con las que me mantenía y evitaba así tener que matar a nadie para alimentarme.

Fue la primera vez que conseguí pegar ojo de día, incluso a pesar de un dolor en la pierna derecha, que supuse sería consecuencia de mi enfrentamiento con el «rondador».

5 DE JULIO DE 2027

Empiezo a acostumbrarme a mis nuevos hábitos. Hoy he despertado justo al ponerse el sol. Sobre la mesita, el periódico que seguro que Albert había dejado aquella mañana. Qué ganas tenía de abrirlo y de ver como de nuevo la gente clamaba por el regreso de su hombre murciélago particular.

Para mi asombro, no hablaban de mí en la primera página, lo cual me indignó un poco, o al menos no de Batman. Por el contrario, el titular destacado era para mi verdadera personalidad:

Aparecen los restos de Bruce Wayne

No podía creer lo que estaba leyendo, «¿cómo podían decir eso?» Busqué rápido la página donde daban la noticia y mi sorpresa fue aún mayor al ver la foto. Estaba hecha justo en el momento en el que mordía y arrancaba la cabeza del «rondador», ahora entendía aquel destello que me había parecido sentir, pero que, dada la euforia, no di importancia.

Según decían, entre las cenizas habían encontrado dos tipos de sangre, una sin identificar y la mía. Para un mísero corte que me había hecho…

Dejé de leer pensando que tal vez fuera mejor así, eso me permitía no tener que seguir dando explicaciones de por qué no aparecía en ninguno de los actos a los que se me invitaba, decir que estaba enfermo ya empezaba a sonar raro. Sin embargo, lo que no había visto era el titular de la página siguiente:

Batman se cambia de bando

Basándose en la fotografía, dejaban bien claro que ahora ya no sería el aliado que había sido hasta entonces, por el contrario, toda la policía estaba en alerta para poder darme caza. Me había convertido en el asesino del más ilustre habitante de Gotham.

Se rumoreaba con la posibilidad de que hubiera chantajeado Al señor Wayne y que este, que todos sabían que era una persona de bien, no había accedido a ello.

El mundo se me echó encima, había acabado de un golpe con Bruce Wayne y con Batman. ¿Qué sería de mí ahora que no podía dejarme ver de ningún modo?

Pasé el resto de la noche en casa, intentando localizar a Drácula para saber si se podía cambiar otra vez, pero no dio señales de vida. Y encima, no había manera de que el dolor de la pierna desapareciera, había llegado hasta la zona de la pantorrilla y empezaba a ser insoportable, no había postura en la que pudiera estar quieto más de cinco minutos.

7 DE JULIO DE 2027

Sigo sin tener noticias de Drácula y llevo dos días sin poder levantarme de la cama. Albert ha llamado a un amigo suyo que dice que es de confianza. No es más que un prepotente estudiante de medicina, pero algo es algo.

El diagnóstico ha sido claro. El reuma ha vuelto, no veo tres en un burro y la ciática conseguirá mantener inmóvil al mismísimo Batman durante un tiempo. Y encima el relajante muscular que me ha recomendado no parece hacer buenas migas con la sangre, como resultado, una «pequeña» úlcera que parece querer matarme desde dentro. Empiezo a echar de menos lo que ahora me doy cuenta de que eran leves dolores de reuma, maldito el día en que pensé que jubilarme no era la mejor opción.

10 DE JULIO DE 2027

Por fin he hablado con Drácula. Como ya me imaginaba, no hay modo de volver a la vida de antes, lo único que puedo hacer es resignarme a vivir eternamente como un «no muerto». Al menos me ha dicho que él ha encontrado un modo de hacerlo «dignamente», ha recalcado mucho la última palabra, lo que me hace pensar que tal vez no sea tan bonito como ha querido mostrármelo. He quedado con él esta noche, justo al lado de una residencia que hay a las afueras de la ciudad.

Después de media hora y con la ayuda de Albert, he conseguido ponerme el traje. Mi buen mayordomo me ha llevado a un edificio viejo al lado de la residencia, no me veía con ganas ni con fuerzas de conducir.

Drácula me esperaba en una vieja habitación, yo diría que casi tanto como él, sentado en un antiguo sillón.

—Perdona que no me levante.

—No hace falta que te disculpes— Algo me decía que sabía muy bien por lo que estaba pasando— Sigo sin entender porqué hemos quedado en este lugar.

—Verás, hace un mes que vivo aquí y cuando me contaste lo que te pasaba pensé que si querías, podías trasladarte tú también. No estaría de más un poco de compañía con quien poder conversar.

Era la primera vez que veía al Conde así, se le notaba triste, apagado. Me preguntaba donde habrían quedado aquellos días en los que solo escuchar hablar de él ya daba pánico.

Me fijé en la pequeña mesa que tenía a su lado y en un vaso que contenía…

—No lo mires tanto, sí, son mis dientes.

Me contó que una noche había visto a una joven sentada en un parque a la luz de una farola escribiendo en un cuaderno negro. Se acercó por la espalda dispuesto a atacar, pero sin saber muy bien cómo, empezaron a hablar. Por extraño que parezca, le había contado todos sus problemas, ella era dentista y se había ofrecido a ayudarle.

—Periodontitis, así lo llamó. Vaya, lo que todos conocemos por piorrea. Al menos, de momento, sólo he perdido uno de los colmillos.

¡No lo podía creer, había pedido ayuda a una humana!

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?

—Tranquilo, ya la conocerás, Carlota es muy buena chica.

En un principio sentí lástima por su nueva «vida». Me dijo lo mal que se encontraba y que salir de caza ya era imposible. Lo único que podía hacer era esperar en aquel lugar a que alguno de los viejecitos de la residencia pasara a mejor vida y poder alimentarse con su sangre. Sin embargo, pensándolo fríamente, tal vez era mejor eso que quedarme sólo en la casa.

No me hizo falta pensarlo mucho. Salí para decirle a Albert que se fuera, que a partir de entonces me quedaría a vivir allí. Le pedí que se encargara él de la casa y que de vez en cuando me trajera las cosas relacionadas con mis negocios, mientras pudiera, seguiría encargándome de todo. Que la gente pensara que Bruce Wayne estaba muerto no quería decir que sus empresas no pudieran seguir funcionando.

30 DE JULIO DE 2027

Al contrario de lo que había pensado, estos veinte días no han estado tan mal. Las conversaciones con el Conde son de lo más amenas. Sé que no es el final que hubiera querido, pero es lo que hay.

Sin embargo ha ocurrido algo que no hubiera imaginado. He decidido ir por casa después de leer en un periódico que Batman ha vuelto como el gran superhéroe que fue. No es que me importe si Albert tiene algo que ver, ya que al menos la leyenda del hombre murciélago seguirá viva, pero tengo cierta curiosidad.

Por lo que he visto al llegar, la decoración de la casa ha cambiado por completo, cualquiera diría que estamos en el desfile del orgullo gay.

Escucho ruido en la parte de arriba, supongo que Albert está en la habitación. No me molesto en picar a la puerta, sigue siendo mi casa, pero…

Al entrar veo a Albert, con el traje puesto a excepción del pantalón. La imagen de Batman con aquel tanga de leopardo, es algo que traumatizaría a cualquiera. Y sobre la cama un chico más joven que él con la misma ropa que llevaba al nacer…¡¡en pelotas!!

—Pero… ¡por Dios!… ¿qué es esto?

—Yo… ¿qué hace aquí, Bruce?

— ¡Encima, cómo si esta no fuera mi casa!

La úlcera puede más que el enfado del momento, tengo que sentarme o no sé si saldré de aquí por mi propio pie.

Recapacito un poco. Siempre me he considerado una persona moderna y, si bien es cierto que lo que ocurra de puertas para dentro no debería importarle a nadie. Si algo ponía la noticia que había leído es que de nuevo Batman volvía a ser el mismo y supongo que eso es lo importante. Decido que tal vez lo mejor sea pasar del tema.

—Espero que al menos no dejes que nadie te vea de esta guisa— le digo bajando un poco la voz.

—Tranquilo, nadie sabrá jamás que yo soy Batman.

¡¡JA!!, como si fuera eso lo que me preocupa, mientras no le diera por cambiar la indumentaria. No quisiera ver en el futuro a un Batman vestido de rosa por los periódicos.

—Y ¡dile a ese tío que se vista, anda!— le digo saliendo por la muerta mientras que le escucho hablar.

—No te preocupes, ya se iba. Por cierto, es Robert, un amigo.

«Sí, sí, un amigo» pienso mientras, poco a poco bajo las escaleras, a decir verdad me importa un carajo quien sea ese tío.

10 DE AGOSTO DE 2027

— ¿Has visto, Bruce?, Batman sale de nuevo en el periódico.

Me acerco al Conde para ver yo mismo la noticia. No he querido decirle nada de lo que paso en la casa, tan sólo que Albert me había suplantado.

Batman y su nuevo compañero hacen de Gotham un paraíso para vivir

Por lo visto, Albert, tenía una especie de ayudante, un atlético joven vestido con unas mallas, un chaleco rojo y una capa amarilla. Se veía bien claro en la foto que acompañaba a la noticia.

Aquella indumentaria, un chico joven y el nombre al pie de la foto, Robin, me hicieron pensar. Y, por desgracia, el cuerpo desnudo del amigo de Albert volvió a mi cabeza. ROBERT…ROBIN… ¡cielo santo, que he hecho!

—Primo…creo que es mejor que dejemos de leer las noticias…

Jesús Cernuda.

La tragedia de Jose Juan

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato humorístico

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La tragedia de Jose Juan.

―  ¡José Juan qué tienes las albóndigas puestas en el plato!

― ¡No quiero comer albóndigas! No me gustan. ¡Me dan asco!

― ¡Siéntate inmediatamente a la mesa que va a venir tu padre!

Ante la orden de su madre, José Juan bajó la cabeza y se acercó a la mesa. Se sentó y comenzó a contar hasta cien. Los brazos caídos sobre el regazo y la mirada perdida en un punto indeterminado del ventanal del comedor como no dándose por enterado.

El padre acababa de llegar y se quitó la gabardina. La señora de la casa la colocó sobre  el respaldo de una silla. Después de saludar cariñosamente a José Juan y a su hermano pequeño, Antonio que acababa de sentarse, el padre esperó a que la mujer sirviera la comida.

Las albóndigas de José Juan permanecían en el plato mientras el chico jugueteaba con el tenedor indolentemente. La madre miraba de reojo a José Juan y le tocó el brazo haciendo un gesto de contrariedad ante su falta de apetito.

― Cómete las albóndigas. No te lo repito más veces.

― No me gustan. ¿No hay otra cosa para comer?

― ¡Te comes las albóndigas!

Así estuvieron un rato hasta que el padre terció.

― Bueno, mujer. Si al chico no le gustan las albóndigas, ponle otra cosa.

La esposa miró con disgusto al marido.

― ¡Qué se las coma! No tengo por qué hacerle otra comida al niño. Las albóndigas son buenas y con este frío que hace le vienen muy bien, así de calentitas.

Al final, José Juan tuvo que hacer de tripas corazón y zamparse las albóndigas de su madre si quería tener la fiesta en paz.

En lo único que pensaba era en terminar de comer lo antes posible para irse a su habitación y leer algún libro de aventuras que lo ayudara a distraerse y a no pensar en las dichosas albóndigas que su madre le había obligado a comer. Solía ponerse bastante malo antes, durante y después de tenérselas que ver con las indeseables albóndigas.

 Pero si quería salir con sus amigos y hacer las cosas que le gustaban, tenía que obedecer a su implacable madre y portarse como un ‹‹ hombre valiente›› frente a esa comida que tanto detestaba.

Una vez digeridas las albóndigas, tras haber suavizado la situación con un  poco de fruta, y después de ayudar a su madre a recoger la mesa,  el chico se retiró.

 El padre se recostó un rato en su sillón favorito y su hermano pequeño se entretenía con sus juguetes.

José Juan era un buen chico. En realidad era un chico estupendo: aplicado, generalmente obediente,  estudioso, ordenado; hacía las cosas concienzudamente y quería mucho a sus padres.

Todo le parecía bien y en cuestión de comidas, el chico era un tragón impresionante porque comía a cuatro carrillos. Pero había algo que se le atragantaba. Y ese algo era todo o casi todo lo que tuviera que ver con la casquería y más que nada las jodidas albóndigas.

Lo curioso es que,  aunque la carne picada no la podía ver ni en pintura, sí que se tragaba los filetes rusos tan compactos y frititos que su diligente madre en su afán de dar sustanciosas y buenas comidas a sus dos hijos, preparaba con todo el amor del mundo.

Los filetes rusos llenos a rebosar con salsa de tomate, volvían loco a José Juan.

Y no sólo los filetes rusos: el chico se zampaba en un abrir y cerrar de ojos, toda una ración de boquerones rebozados fritos  con chocolate. Así, sin más y sin cortarse ni un pelo. Un pelo  que por cierto era rubio como el de un dios vikingo.

La mamá de José Juan estaba muy orgullosa de sus dos niños.  José Juan con once años y Antonio con cinco. Porque ambos hijos eran buenos y estudiosos y estaban muy bien educados. Todo podía resultar de color de rosa para la señora madre si exceptuamos las fobias de los chicos a ciertas comidas.

El peor sin duda era Antonio. José Juan era un bendito que sólo se ponía enfermo con las albóndigas y la carne picada en general.

 Antonio comía fatal y su madre se ponía mala de la muerte cada vez que tenía que hacerle la comida.

Antonio era un capullo para comer. No le gustaba nada. Ponía pegas a todo. Y la pobre señora que se desesperaba lo indecible, se las veía y traía para que su hijo pequeño comiera algo decentemente.

Mientras el mayor era un hambrón que no tenía hartura el pobre, el segundo era un melindres al que daban ganas de arrearle dos hostias de cuarenta duros cada una por cortarle el rollo a su santa madre con la comida y acabar con su divina paciencia.

Bueno, pues como no voy a estar dando la vara con las albóndigas de José Juan y el martirio de su madre con las comidas del hermano, voy a saltar en el tiempo y me voy a situar en la actualidad con un José Juan casado, que sigue sin poder digerir las albóndigas.

Ilustración de Daniel Camargo

Su mujer ─que come de todo─  suele tener cierto reparo en prepararse unas albóndigas, porque sólo su simple visión en el plato tan humeantes, calentitas con su salsita, oliendo maravillosamente bien, a José Juan le sentaba como un tiro.

Su mujer, que es una cachonda mental, le soltaba:

― Oye que si tu madre te hacía la vida imposible, obligándote a zamparte las putas albóndigas a la fuerza, no es culpa mía. La culpa es de tu madre. No me extraña que tengas un complejo freudiano con  esa comida. Además porque tú no las puedas soportar, yo no voy a dejar de comerlas. ¡Estaría bueno!

La evidente ‹‹comprensión››  de la mujer de José Juan ante el rechazo que manifestaba a la vista de las albóndigas, dejaba bastante fuera de juego al pobre hombre que hacía grandes esfuerzos por no mirar el plato que tan divinamente comía su mujer mojando el pan y soltando hasta gemiditos de placer de lo bien que le habían salido las albóndigas.

Hay que aclarar que la mujer, muy pocas veces, se servía albóndigas. Alguna que otra vez las pedía cuando comían fuera de casa. Lo hacía porque le quería mucho y porque se solidarizaba con él, no siempre claro, pero sí casi siempre.

Le daba pena y pensaba en lo mal que lo pasaría de pequeño, obligado a comer algo que tanto aborrecía. Desde luego, la madre de su marido debía haber sido una mujer temible.

Por supuesto que ella no era así porque, ante todo deseaba que el hogar de José Juan y su repertorio culinario fuera siempre  agradable para su marido.

Después de muchos años de convivencia y estando de acuerdo en casi todo de las cosas de la vida, la comida no iba a ser una excepción. Y la mujer prefirió tomar como un asunto intocable el hacer albóndigas, una bechamel con carne picada, unos macarrones o espaguetis rociados con carnecita y sí prepararle unos suculentos y macizos filetes rusos cubiertos de espesa salsa de tomate.

Todo por amor a José Juan.

Dedicado a mi marido  (aunque él no lo sepa) y también a mi suegra.

Madrid, 26 de diciembre de 2013

Equivocados

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Género: Humor

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Este relato es propiedad de Jorge Moreno. La ilustración es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Equivocados.

—Lo siento, tengo senofobia.

Y va y me lo dice así, tan tranquilo, como el que dice que tiene conjuntivitis. Después de estar saliendo casi un año juntos ya intuía yo que había algo raro. Mucho «mi Diosa de ébano», pero su comportamiento no era normal. A mí estas cosas ya me tienen un poco frita, así que estallo.

—¡Racista de mierda! Yo te…

Seno, cariño, seno, con ese, no con equis —me dice corrigiéndome, como si no supiera lo que me molesta ese tonito que utiliza cada vez que quiere remarcar que las cosas no son como yo las digo.

—¡Pues con ese, racista de mierda!

—Que no, cariño, que no, y tápate las tetas, por favor. A mí me encanta tu raza, la adoro. Eres exuberante, me encanta acariciar tu piel. Y tu país, desearía vivir allí. —Esto también me molesta y mucho, estoy cansada de decirle que nací en Talavera y que por mucho que mis padres sean de muy lejos me siento tan española o más que él que no para de meterse con todos, bien porque sean vascos, catalanes o andaluces. Pero la discusión me está desconcertando y solo atino a cubrirme el pecho con la camisa.

—Las tetas.

—¡Pero si ya me las he tapado!, ¿Qué pasa, que ahora te has hecho ultra religioso? —Que para otras cosas no lo parece.

—No, no, mi amor. Las tetas. Tengo fobia a las tetas. Senofobia.

—Esa palabra no existe.

—Sí existe.

—¡Que no!

—Bueno, me da igual, la cuestión es que no puedo con ellas.

—¡Mis tetas! —exclamo indignada—. ¿Qué les pasa a mis tetas? —interrogo, a la vez que las saco de la camisa y las sopeso en mis manos. Este tío es un majadero, pero si son perfectas. Grandes y redondas. Si en el gimnasio los tíos no paran de mirarme y las tías cuchichean que tienen que ser operadas.

¡Ahg! Tápate, por Dios —dice con cara de asco—. No son las tuyas, son las tetas, en general. No las soporto. Es verlas y se me reseca la boca, me pongo nervioso, me falta el aire y tengo que huir. —Me tapo y parece serenarse.

—Tú estás de coña. Me tomas el pelo.

—Que no, cari. No puedo evitarlo. Es ver unas y creo que me van a dar arcadas.

No puede ser. Llevamos casi un año juntos y el sexo no ha sido una anécdota, desde el primer día ya estábamos dándole. Pero ahora que lo pienso, siempre me había parecido rara su preocupación por que no cogiera frío.

—Por eso insistías en que no me desnudara.

—Sí, lo reconozco.

—¿Y en verano? En verano siempre me decías que me diera la vuelta. ¡Y yo que me pensaba que te gustaba así porque eras un poco flojito!

—¿Cómo un poco flojito?

—Ya sabes, flojito, que me ponías de espaldas para buscar «otras rutas» y fantasear que lo hacías con un tío.

—¡Pero qué dices, si yo soy muy macho!

—Muy macho, muy macho… Acabas de confesar que te dan asco las tetas.

—¡Fobia, es una fobia! Y no tiene nada que ver.

—Bueno, ya, pero reconoce que tu insistencia en hacerlo por ahí atrás era un poco sospechosa.

—¡Una vez! ¡Fue solo una vez! Siempre con lo mismo. Ya te dije que me equivoqué, que tenéis eso que es un lío.

—Sí, ya, una vez —digo conteniendo la risa. Pues debía de ser que todas las demás no le daba para llegar más lejos.

—Bueno, da igual, corazón —continua templando el ánimo—. Lo que quería decirte con esto, amor mío…

—¿Con qué?

—Cómo que con qué.

—Con qué querías decírmelo.

—Con esto, con lo de la fobia a tus tetas.

—¡Ah, no ves! Lo reconoces. Son mis tetas

—¡Que no! Las… las tetas. Déjame continuar. Pues, mi vida, quería decirte que ya llevamos un tiempo juntos y siento cosas por ti. —Sí, eso me ha quedado claro, básicamente asco a mis tetas—. Y quería sincerarme contigo y no podía pasar más tiempo sin confesarte mi fobia.

—Pues, hala, ya está confesado y al lío, yo me abrocho la camisa y al tema, que aunque estamos en verano casi que lo prefiero. —A veces me arrepiento de ser tan sincera, pero es que las discusiones me ponen brutísima.

—Pero hay algo más. Te quería pedir algo. —Creo que no me libro de morder la almohada.

—Dispara —respondo, dudando entre terminar de abotonar la camisa o quitármela.

—Te quería pedir que hicieras algo por mí. —Entendido, toca quitarse la camisa y girarse—. Es algo de tu físico, algo que querría que cambiaras. —¡A que me pide que me deje barba!—. Tú ¿te reducirías las mamas por mí?

Juro que al principio no le entendí con eso de mamas, pero en cuanto lo asimilé me salió espontáneo.

—Sí, claro.

—¿Sí? De verdad, mi amor.

—Claro, siempre que tú te agrandes la polla.

—¿Qué tiene de malo mi polla? Es grande, ¿no?

—Enorme —ironizo, pero creo que no lo pilla. ¿Acaso se cree que si no fuese tan pequeña, le iba a dejar todo el verano la puerta trasera?

—Ah. Pero entonces, ¿te las reduces o no?

—Ni de coña, hombre elefante.

Parece disgustado. Pobre. Me muero de calor. Me quito la camisa y me tumbo boca abajo. Enseguida parece olvidar su pena y se acuesta sobre mí.

Casi que prefería que tuviera xenofobia.

Esta mañana he oído un programa en la radio sobre fobias raras y me he acordado de un chico con el que salí que decía que tenía fobia a mis tetas y me pidió que me las quitara. Era muy majo, pero no tuve más remedio que cortar. Me fue fácil, le dije que yo tenía gilipollofobia y que no soportaba estar en el mismo planeta que él. En la radio decían que las fobias influyen muchísimo a las persona que rodean a los que las sufren y que, incluso, les dejan secuelas de por vida. Por suerte, yo no me encariñé mucho con él y lo superé fácilmente. Ahora que lo pienso no he vuelto a tener ninguna relación con un chico desde entonces, pero es porque la madurez me ha hecho más selectiva.

Ahora mismo voy a una cita con el primo de una amiga mía.

Ahí está. Vaya, sí que está bueno, no le recordaba tan guapo. Esto promete.

—Hola.

¡Qué voz! Me he enamorado. Y además creo que tiene un puestazo. Y mira cómo se le caen los ojos hacia mi escote. Sí, pequeño, no llevo sujetador. Este es mío. Pero no puedo arriesgarme, estoy harta de tarados, todos los hombres son iguales. He hecho bien en no ponerme sostén, me facilitará la maniobra. Cojo las solapas de mi camisa y tiro con fuerza, descubriendo los senos.

—¿Pero qué haces? ¡Tápate! —grita, para mi desolación, con el pánico reflejado en su rostro.

—¡Serás senófobo, cabrón!

—Pero… pero… si yo también soy negro.

—¡Con ese, senófobo de mierda!

Jorge Moreno

Ilustración de Marta Herguedas

El otro lado

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Género: Humor

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Este relato es propiedad de Daniel Camargo. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El otro lado.

Cuando Amalia me lo contó, me costó creerlo. Yo ya había escuchado algún comentario sobre lo del abuelo en conversaciones familiares, de esas que se tienen los domingos por la tarde mientras uno hace la digestión de la paella. Y me había llamado la atención, claro. El abuelo de Amalia era todo un personaje, de esos que a uno le hubiera gustado conocer personalmente. Un tipo singular. Pero nunca se me hubiera podido ocurrir que llegara a pasar lo que pasó.

Nuestro noviazgo, si es que se lo puede llamar así, era muy reciente, y todavía estábamos recorriendo esa fase de la pareja en la que uno intenta descubrir los secretos del otro. Esa etapa maravillosa en la que  todo, absolutamente todo, es una novedad que enriquece la relación. Sin ir más lejos, la semana anterior ella se había decidido a contarme lo de su prótesis dental y sus implantes mamarios, cosa sobre la que yo aún estaba reflexionando. Pero la historia del abuelo superó mis expectativas.

Conocí a Amalia en una de esas reuniones del grupo de asistencia psicológica en el que me había apuntado para superar mi adicción a las redes sociales.  Amalia iba allí para intentar resolver el tema de su bulimia. Al principio su avance era muy lento, porque se obstinaba en sentarse al fondo, en una zona alejada y sombría de la sala, para entregarse a la ingesta de sándwiches de mortadela que llevaba ocultos en un bolso Louis Vuitton, de piel de leopardo y generosas dimensiones. Luego, poco a poco, y gracias a la insistencia de los coordinadores, se fue aproximando al resto, conectando más con el grupo, acercándose al núcleo del debate. Aún así, en los breves momentos en los que, venciendo su timidez, se decidía a hablar, era difícil entenderla, dado que normalmente lo hacía con la boca llena.

Pero a pesar de esa barrera aparente, de ese obstáculo que su interés por los alimentos significaba para nuestra relación, haciéndome sentir siempre en un segundo plano, ella me fue cautivando poco a poco. Con cosas sencillas, pequeños detalles, como cuando  me regaló el Rolex. Indudablemente era una gran mujer, y no sólo por sus 154 kilos de peso. Con el tiempo aprendí a valorarla, a quererla, y gradualmente fui entrando en su vida. Y en la de su familia, claro.

Amalia tenía una hermana: Aurora, la mayor de las dos, una mujer ya madura, bella pero pérfida. De un egoísmo  a toda prueba, pero que, a pesar de todo, parecía mantener una buena relación con su hermana.

Y claro, además estaba el abuelo…, don Atanasio Górgoles, un hombre de origen humilde, que había amasado una enorme fortuna a partir del reciclaje de residuos. Ata, como familiarmente lo llamaban sus nietas, era el dueño de una próspera empresa, mezcla de chatarrería y vertedero, en las afueras de la ciudad. Un auténtico self-made man, autodidacta, y de una gran capacidad de trabajo.

El abuelo había acogido en su casa a sus nietas años atrás, luego del lamentable accidente en el que murieron los padres, Arturo y Ana, debido a una terrible explosión en el yate “Fimosis II” (que recientemente había comprado don Ata al multimillonario armador griego Aristóteles Eroskis), mientras disfrutaban de unos días de descanso en la costa del Peloponeso. Todo un dracma familiar del que les costó mucho reponerse. El abuelo se convirtió en el tutor y apoderado de Aurora y Amalia, y supo brindarles un buen pasar.

Más adelante, al involucrarme más en la familia, y durante charlas íntimas con Amalia, me enteraría de que en realidad el inicio de su fortuna se debió al hallazgo, tan afortunado como macabro, de un bolso deportivo con cinco millones de euros en billetes de quinientos, en el maletero de un BMW serie 5, de color negro, a punto de desguazarse. En un segundo bolso estaba el cuerpo descuartizado de un hombre corpulento y de raza caucásica. “Ajuste de cuentas”, pensó don Ata que, con la discreción propia de la gente sencilla y el sentido práctico de todo hombre de negocios, guardó el dinero, quemó y enterró el cadáver, compró el silencio de un par de empleados que habían presenciado la escena, y a partir de ese momento se dedicó a blanquear y multiplicar ese patrimonio hasta límites insospechados.

Las nietas se criaron, por lo tanto, a la sombra del abuelo, que aunque mantenía con ellas una actitud fría y distante, totalmente exenta de cariño, les brindó una infancia y juventud doradas, rodeadas de lujo y glamour, en la finca “La Marbellesa”, en plena Costa del Sol.

Todo parecía transcurrir con cierta calma en la finca de los Górgoles, en la que las nietas vivían de fiesta en fiesta, del golf al spa, con la tranquilidad propia de los millonarios. Y yo, discretamente, trataba de sumarme al grupo y disfrutar de ciertas prerrogativas que mi humilde origen jamás me había permitido. Consciente en todo momento de que, en el fondo, lo que realmente me impulsaba a ello era el cariño profundo y sincero que profesaba por Amalia.

Hasta que una noche, una fatídica noche de tormenta, la desgracia golpeó a su puerta.

Un SMS, lacónico y brutal, llegó al móvil de Aurora, enviado desde el “Luxury & Tropical Inn”, un carísimo hotel del Caribe: “Terrible accidente. Abuelo muerto. Sentido pésame”.

Tras el shock brutal por la noticia, y el caos familiar que lo sucedió, se consiguió aclarar algo la situación. El abuelo había muerto en circunstancias extrañas. Una muerte horrible, según parece, al ser atacado por un cocodrilo americano, o cocodrilo narigudo (cocodrilus acutus), de más de siete metros de largo, mientras recorría los manglares de Chiriquí, durante un viaje turístico a Panamá. Pero no terminaba allí la cosa, claro, además de la necesidad de  superar el dolor, quedaban algunos trámites pendientes. Aurora tuvo que viajar de urgencia al istmo, para asumir la infausta tarea de reconocer el cadáver. Y al presentarse allí, en el Instituto Anatómico Forense “Ocaso”, la recibió el mismísimo director del centro, el doctor Renzo Lambrusco della Emilia.

—¿La señora Aurora? La hermosa nieta del brillante empresario don Atanasio Górgoles, supongo.

—Sí. la misma.

—¿La descendiente del creador del sistema “Vertical Bullshit” que triplicó la capacidad de almacenamiento de los vertederos de todo el mundo?

—Sí, sí…

—¿Del ganador de la Medalla de Oro del “American Rotten Club” a la excelencia empresarial?

—Sí, hombre, sí.

—¿Del mismísimo autor del libro…?

—¡Basta ya, por favor! —gruñó Aurora—, no tengo tiempo que perder. Debo volver a casa a consolar a mi hermana. Además, el avión privado que me trajo, y me está esperando para la vuelta, cobra 1.500 euros la hora.

—Lo siento mucho. Deberá usted estar preparada para lo peor. Su abuelo está… un tanto cambiado.

—Soy una mujer fuerte. No se preocupe.

—Adelante, señora.

Aurora entra entonces en una sala fría y oscura, apenas iluminada por una solitaria lámpara que cuelga del techo. El penetrante olor a formol la golpea en la cara como un cachetazo, pero sigue andando. Sabe que no puede permitirse el más mínimo desfallecimiento. En el centro, justo debajo de la lámpara, hay una camilla en la que yace un bulto cubierto por una sábana. Aurora avanza hacia ella, mientras el doctor la sigue en silencio, unos pasos por detrás. Al llegar, duda un segundo. Aunque lleva horas preparándose mentalmente para este momento, ahora toca lo peor: enfrentarse a la cruda realidad. Levanta la sábana de un tirón y ve un zapato. Sólo un zapato. O más bien una bota, una bota deportiva color camel, de caña alta, marca “Cumberland”, modelo Skorpio, de la talla 42, manchada de barro. Aurora se acerca y entonces ve que la bota tiene un pie dentro, cortado al ras a la altura del borde superior del calcetín blanco de algodón natural 100 %. Un corte limpio, más propio de un escualo que de un cocodrilo, pero vaya usted a saber…

Ilustración de Daniel Camargo

—¿Es él? —preguntó el doctor.

—Sin ninguna duda —respondió Aurora—. Estas botas eran sus favoritas y aún conservan en la punta las marcas de los colmillos que nuestro perro Sultán le hiciera el día que las estrenó, empecinado como estaba en confundir las botas con Emilse, la antipática gata de Angora de mi hermana. Además, se puede apreciar en su pantorrilla…, bueno, en lo que queda de ella, un fragmento del tatuaje de un lince Ibérico, que mi abuelo se hiciera el día que cumplió los ochenta años.

A partir de ese momento, nada volvió a ser igual. La muerte del abuelo tuvo un gran impacto sobre las nietas. Se las veía desorientadas, como ausentes, y con el gesto adusto. Mantenían reuniones secretas entre ellas, o cuchicheaban por los rincones. Era evidente que corrían días difíciles en la La Marbellesa.

Un mediodía, Amalia, mientras trinchaba una pierna de cerdo de considerables dimensiones en la amplia cocina de la mansión, a modo de aperitivo, me dice que habían quedado muy impactadas por la muerte del abuelo, que les estaba costando mucho superarlo, y que necesitaban contactar con él, del modo que fuera. Algo así como una última charla…, una despedida, o como se la quiera llamar. Habían pensado en contratar para ello a una médium: Etérea, una mujer exótica que tenía un cierto prestigio en la zona por haber resuelto algunos casos difíciles.

Etérea (o Fidedigna Rojas, que ése era su nombre real) siempre había tenido dotes para lo espiritual, para lo esotérico, pero a partir de la huída de su marido se vio obligada a buscar algún modo de sustento. Y decidió dedicarse al estudio de fenómenos paranormales, y al espiritismo. Cobraba una módica suma y, al parecer, obtenía buenos resultados.

Finalmente, las hermanas organizaron la sesión en la casa de Etérea para un viernes por la noche, y decidieron invitarnos tanto a mí, como al abogado que, a la sazón, era la pareja de Aurora, el Negro Etcheverry, conocido en ciertos círculos como “Black Berry”. Un hombre de pasado oscuro y físico exuberante, que probablemente estaba allí no sólo como asesor legal, sino también a modo de guardaespaldas familiar, por si las cosas se torcían y era necesario pasar a la acción, (incluso con algún espíritu).

La casa de Etérea, en un pueblo cercano, era humilde pero digna y no evidenciaba para nada el tipo de actividad que se realizaba dentro. Al llegar, golpeamos la puerta de madera, ante la ausencia de timbre. En un par de minutos la puerta se abrió.

—Hola —dijo una mujer alta y delgada, vestida con una túnica dorada que tenía la figura de un ave Fénix estampada en el pecho—. Pasen, pasen…, los estaba esperando.

Nos condujo hacia el salón a través de un pasillo. El interior era, como mínimo, raro. Una extraña mezcla entre las cosas cotidianas, habituales en una casa, y ciertos objetos  esotéricos, probablemente puestos allí para otorgarle un cierto carácter ante los clientes. Los cuadros estaban tapados con telas blancas, y también algunos sillones. Y había poca luz, muy poca. Y entramos al salón, con una mesa redonda estilo Luis XV en el centro, bajo una antigua lámpara con  brazos de bronce y tulipas de cristal.

—¿Eso que hay junto a las paredes son bolsas de basura?  —preguntó Aurora.

—Bueno…, sí y no —contestó Etérea, ambigua—. A usted pueden parecerle las típicas bolsas negras de residuos, pero en realidad son estímulos, disparadores…, es una escenografía. Necesitamos que, de algún modo, el espíritu convocado se sienta cómodo y se anime a manifestarse. Y en el caso de vuestro abuelo, después de estudiar cuidadosamente sus antecedentes empresariales, hemos pensado que esto era lo mejor. Encontrarán en la mesa pañuelos impregnados en perfume para atenuar el olor.

En una esquina oscura, un loro enorme nos miraba sin decir nada, desde su jaula dorada.

Etérea nos distribuyó en torno a la mesa, explicando que debíamos tomarnos de las manos.

—Hacedlo con naturalidad —nos dijo— sin demasiada presión. Relájense. Lo importante ahora es ser receptivos.

Así, sentados en torno a la mesa, tomados de las manos y en silencio, estuvimos los cinco durante un rato. Se podía escuchar el parloteo de una radio, a lo lejos, seguramente en uno de los dormitorios. Amalia hizo un amago de soltarme la mano, con la clara intención de buscar algo de comida en su bolso, que había dejado disimuladamente en el suelo junto a su silla, pero la retuve con firmeza.

Poco a poco, el escepticismo inicial fue dejando paso a una cierta intranquilidad, una sensación de respeto, o tal vez temor ante lo desconocido. La médium murmuraba algo incomprensible, que poco a poco se fue convirtiendo en una letanía. Monótona e inquietante.

De pronto Etérea, que había bajado la cabeza como para aislarse del entorno y mejorar su concentración, la levantó bruscamente y fijó la vista en Aurora, que estaba sentada justo frente a ella.  Aurora le devolvió la mirada, esperando alguna clase de instrucciones.

Fue entonces cuando se escuchó la voz de don Ata. Su tono aguardentoso y su dicción pastosa eran inconfundibles.

—¿Qué pasa…? ¿Qué pasa, Aurora?

—¿Cómo qué pasa?

—Sí, ¿qué pasa?,  ¿para qué me buscan? ¿Qué significa todo esto?

—Bueno, abuelo…, cómo explicártelo. Lo tuyo fue tan inesperado, tan brutal, que nos quedamos todos descolocados. Y queríamos… no sé, despedirnos de ti, hacer un último contacto, saber cómo estás.

—Saber cómo estoy…

—Sí, claro, cómo estás, qué es lo que pasa allí, donde tú estás ahora. Si estás bien, sin sufrimiento. Si te duele el pie…

—Ajá… Saber cómo estoy… ¿Ustedes quieren ahora saber como estoy? —La voz del anciano sonaba  escéptica, como con sorna—. Qué bien, qué bien… Pues no estoy mal, aquí hay una cierta… tranquilidad. Y el pie no me duele nada, ya no. Aquí no hay prisas, no hay presiones, uno sabe que tiene toda la eternidad por delante.

—O sea, que tienes paz —recalcó Aurora.

—Sí, sí…, digamos que sí. Que tengo cierta paz. Bueno, hasta luego y gracias por vuestra preocupación.

—Espera, espera, no te vayas…, hay otra cosa. Como comprenderás, ahora a nosotras nos ha quedado un problema de… digamos mantenimiento. Tú sabes perfectamente lo grande que es la casa y podrás imaginarte los gastos que tenemos que afrontar ahora. Una verdadera barbaridad.

—¿Y?

—Bueno, no sé. Cuando fuimos al banco la semana pasada, no quedaba casi dinero en la cuenta. Es raro, ¿no?

—No, raro no es. Me lo gasté.

—¿Cómo que te lo gastaste? —El gesto de Aurora se tensó.

—Sí. Con Lucy…, viajando. Bueno, también le hice algunos regalos.

—Lucy, ¿qué Lucy? ¿La cubana que te iba a poner las inyecciones?

—Sí, Lucy. Un encanto de chica. Y ya es española, ¿eh? Le dieron la nacionalidad hace dos meses.

—Perdón, no entiendo. ¿Me estás diciendo que le diste todo el dinero de la familia a esa tipa?

—No la llames tipa. Era mi novia, la única que se ocupaba de mí en los últimos tiempos. Y el dinero era mío, no de la familia.

—¡Cómo que tu novia! ¿Cómo se te ocurre llamar novia a la negra esa? —Aurora, muy nerviosa, ya estaba levantando el tono de su voz.

—¡Eh, eh, un momentito! Más respeto con ella.  Lucy era una muchacha maravillosa.

—¡Por favor! Novia la llama… A esa buscavidas, a esa reventada, la llama novia —Aurora miraba a su alrededor buscando complicidades en el enfrentamiento—. Si te escuchara la abuela…

—No metas a Dolores en esto, por favor.

—Una mulata que se dedicaba a pasearlo por las discotecas mientras se fumaba su fortuna. ¡Novia!

—Aurora, te pido un poco de respeto, al fin y al cabo era mi vida…

—¡Claro, ahora con el Viagra, los señores de cierta edad se vuelven locos por buscar una jovencita, por buscar un sitio donde ponerla!

—¡Y tú, precisamente tú, me vas a criticar! —estalló finalmente el abuelo—. Tú, que te liaste con aquel senegalés en Santillana del Mar y se terminó escapando con el Mini que yo te había regalado.

—¡Eso no es comparable a esto! ¡Para nada!

—Perdón, Ata, perdón —terció Amalia que, desbordada por la ansiedad del momento, ya le había metido mano a una empanadilla de atún que sacó del bolso—. ¿ Tú estás diciendo que ya no queda más dinero? ¿Que te lo gastaste todo?

—Efectivamente. Aunque yo no usaría el término gastar, yo diría que lo invertí en mi propia persona. Con Lucy aprendí muchas cosas. A su lado entendí que era mejor vivir intensamente, disfrutar el momento. Carpe Diem, me decía siempre…

—No puede ser que estemos escuchando esto, no puede ser —Aurora, de pronto, se giró hacia Etérea—. Esto es una broma, ¿no? ¿Dónde está la cámara oculta?

Etérea, desconcertada, levantó los hombros en señal de impotencia.

—Por favor, señora, no dude de mi profesionalidad… A veces pasan estas cosas. Hay espíritus rebeldes, gente que no asimila bien la transición hacia el otro lado. En estos casos solemos…

—¡Que se calle esa charlatana! —terció el abuelo que parecía haber perdido ya definitivamente la paciencia—. No les alcanzó con haber vivido a mi costa toda su vida, no, qué va. Después de muerto tienen que juntarse y contratar a esa para convocarme y tratar de rascar lo que queda. ¡Hay que joderse!

Un silencio incómodo invadió el salón. Aurora, crispada, apretaba los puños sobre la mesa hasta poner blancos los nudillos. Y Amalia, para tratar de calmar su ansiedad, consumía compulsivamente unas croquetas de espinaca y bechamel, que sacaba del bolsillo derecho de su chaqueta de terciopelo gris, marca “Herpes Boyantes”.

—¡Cállate, borracho! —se escuchó con claridad—. Cierra el pico. Y a ver si sueltas la botella de una vez…

—¿Cómo? —exclamó el abuelo—. ¿Pero se puede saber quién es el maleducado que…?

—No, no, no. Disculpe, don Ata… Ése fue Ludovico, el loro —aclaró Etérea—. Usted sabrá comprender, estos bichos repiten las cosas que oyen. No es fácil controlarlo, es su hora de la cena y lleva ya demasiado tiempo aquí dentro y en silencio…

—Pero vamos a ver, don Atanasio —interrumpió Etcheverry que, como yo, había permanecido callado hasta ese momento, tratando de volver a introducir un argumento racional—. El concepto de herencia está muy extendido en el Derecho Occidental, y además…

—Tú cállate. Yo no estoy hablando contigo. Tú limítate a vegetar, y a vivir de mi nieta, ¿eh? ¿O acaso me has dirigido la palabra alguna vez para otra cosa que para pedirme dinero? Se fue a buscar un abogado Aurorita, seguro que para que la asesorara cuando llegara este momento.

—Pero, Ata, abuelito querido —trató de tranquilizarlo Amalia—. ¿Y el dinero B? ¿Y la cuenta de Suiza?

Detrás de la pregunta de Amalia hubo un silencio significativo, como si el abuelo estuviera calibrando exactamente lo que quería decir.

—Quiero que sepan que lo de Suiza está en otro lado, con una clave diferente… Y que hay un testamento. —Esa última frase de don Ata, cargada de significado, congeló la discusión—. Ustedes no están incluidas —remató—. He repartido mis bienes entre Lucy, el Atlético Marbellí y las Hermanitas de la Caridad. Mi abogado ya os llamará. Y entiendan que les estoy haciendo un favor, es hora de que se pongan a trabajar de una vez. Adiós, adiós para siempre —concluyó Ata.

El silencio invadió el salón. Un silencio incómodo, de derrota, de oportunidad perdida. Y el final de la discusión entre Ata y sus nietas, que me había mantenido en tensión durante un rato, hizo que notara, por primera vez, el espantoso hedor reinante, debido a las bolsas de basura que nos rodeaban.

Aurora, con la mirada perdida, se secaba la frente con un pañuelo, mientras Amalia masticaba algo que no alcancé a identificar. Etcheverry miraba el suelo, abatido.

—¿Quieren que intentemos un nuevo contacto? —preguntó Etérea—. No digo ahora, claro,  sino… no sé, ¿tal vez la semana próxima?

—No, no,  gracias, no vale la pena. Y en cuanto a su factura…

—No, déjelo por ahora. No se preocupe, ya buscaremos una forma. Entiendo perfectamente vuestras circunstancias actuales.

—Parece mentira, parece mentira… —reiteraba Aurora, como ida, mientras salíamos de la casa—. Que nos haya hecho esto a nosotras. ¡Sus propias nietas!

Al poco tiempo rompí con Amalia, por una discusión de esas típicas que tienen las parejas, nada importante. La verdad es que para mí, ya no era la misma. Se había vuelto muy pesada…

Ahora estoy saliendo con una enfermera, cubana para más datos. Una tal Lucy…

Daniel Camargo 2013

Tres miradas nocturnas

Autora: Chus Díaz

Ilustradores: Susana Rosique y Rafa Mir

Corrector: Federico G. Witt

Género: microrrelatos, fantasía, intriga, humor

Estos cuentos son propiedad de Chus Díaz, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Susana Rosique y Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

TRES MIRADAS NOCTURNAS

 Luna

Cuando Luna sale a escena, blanca y pletórica, todos se fijan en ella. Unos la admiran y lanzan suspiros poéticos, inspirados por su belleza. Otros la envidian y urden terroríficas leyendas a su costa. Se diría que a Luna, radiante en su teatro nocturno, le halaga tanta atención. Pocos conocen la verdad; a casi nadie ha dejado ver su cara oculta. Luna detesta el protagonismo: prefiere pasar desapercibida y ser ella quien observe a su público.

La cara oculta de Luna es tímida y un tanto voyeur. Le gusta espiar el mundo a través de una mirilla secreta abierta en medio del cielo. Desde su escondite, sigue los pasos de los seres que habitan la noche. Astrónomos curiosos, búhos sabiondos, juerguistas noctámbulos, niños insomnes, lobos transformistas, amantes cariñosos…; todos, tan pequeñitos ahí abajo, tienen encanto para ella. A veces, algún soñador desvelado sale a la terraza para observar el cielo con su telescopio. Si, por casualidad, localiza la mirilla y sorprende a Luna espiándole, ella le guiña un ojo cómplice y sonríe con travesura.

Luna juega a descubrir la vida de esos seres pequeñitos. Trata de imaginar su destino y su procedencia. Intenta adivinar cómo se llaman, qué libros leen o cuál es el sabor de su helado favorito. Algunas noches, si se siente creativa, inventa historias mágicas sobre ellos.

Hoy, por ejemplo, se fija en una mujer que camina sola en plena ciudad. Luna deduce que los dedos fríos del otoño le hacen cosquillas en la nuca, porque acaba de subirse el cuello de la chaqueta. Se dirige con paso decidido a un callejón oscuro. Si avanza con tanta prisa, no hay duda: seguro que acude al encuentro de su amor.

Desde su escondite, hoy es Luna quien lanza suspiros poéticos presintiendo escenas de lo más bellas. Y es que su cara oculta es una romántica sin remedio.

Ilustración Rafael Mir

Ilustración Rafael Mir

Ella

Un callejón solitario. Noche sin luna a finales de octubre. Ella avanza con paso apresurado, ignorando el frío que le araña las mejillas. Sus manos, en los bolsillos. Las llaves, en su mano izquierda, preparadas para abrir en cuanto llegue al portal.

Nunca ha temido volver sola a casa. Esta noche, sin embargo, algo le hace estar alerta. Cree que la observan. Aprieta las llaves dentro del bolsillo: se siente más segura así. Como si ellas pudieran protegerla de cualquier peligro.

Un cosquilleo en su nuca. No sabe si lo causa el frío o esa extraña sensación que la persigue. Recorre el callejón atenta a cualquier movimiento. Le parece oír un sonido ajeno, pero descubre que no es más que el eco de sus propios pasos.

Aun así, está intranquila. Agudiza sus sentidos mientras sigue caminando. Detecta otro ruido, y entonces comprende que no es su andar lo que oye ahora. Es algo más ligero, que se mueve con sigilo entre las sombras. Su corazón se acelera.

Un movimiento rápido, casi imperceptible. Cuando quiere darse cuenta, se ha plantado frente a ella: es un gato negro, negrísimo como la noche. Sus miradas se cruzan. El gato la observa, desafiante. Ella se pone en guardia, precavida. Instantes interminables. Entonces el gato pierde interés y sigue su camino. Ella respira hondo, pero su corazón late a mil.

Avanza rápido. Quiere llegar a casa cuanto antes. Saca las llaves del bolsillo, decidida a utilizarlas como arma si alguien la ataca.

Un último paso hasta el portal. Lanza miradas de reojo a ambos lados. Sigue con esa incómoda sensación de estar siendo observada. Ahora es incluso más intensa. Le tiembla la mano. Casi no atina con las llaves, pero al fin logra introducir la correcta en la cerradura.

Le sorprende un nuevo ruido justo cuando empieza a abrir la puerta. Algo golpea el suelo. Se asusta. Entra en casa tan rápido como puede. Cierra de un golpe. Se lanza a toda prisa escaleras arriba.

Su carrera precipitada le impide escuchar un maullido.

Ilustración Susana Rosique

Ilustración Susana Rosique

Gato

«¿Cómo puede un gato llevar una vida de perros? Paradojas del destino», reflexiona el minino mientras camina. No aguanta más al viejo hechicero para el que trabaja. Horas extra a manta, reproches expresados a gritos y un sueldo con el que apenas alimenta a su familia. Le gustaría cantarle las cuarenta bien cantadas, pero no está la situación como para ir perdiendo empleos. La crisis también afecta al negocio de la hechicería.

Arrastra las patas con cansancio. No ve el momento de llegar a casa y dar un lametón a su mujer. «Los pequeños ya deben de estar durmiendo. Me estoy perdiendo cómo crecen», se lamenta el gato. Está tan sumido en sus pensamientos que no ha visto a una mujer acercarse por el callejón. Cuando repara en ella, es demasiado tarde para reaccionar.

Los gatos negros suelen esconderse para evitar enfrentamientos con los humanos. Existe un acuerdo formal entre los miembros oscuros de la comunidad felina. Reconocen que son mágicos, y de ahí que trabajen con hechiceros; pero en ningún caso provocan mala suerte. Les gustaría explicarlo, aunque no saben cómo justificarse sin que los humanos descubran que saben hablar y que son muchísimo más inteligentes que ellos. Discuten en asambleas la mejor forma de organizar una campaña para limpiar su imagen. Por ahora, las autoridades gatunas recomiendan esquivar situaciones conflictivas.

En un acto de rebeldía felina, el minino decide ejercer su derecho a moverse libremente por una ciudad que también es suya. No es cierto que cause mala suerte, así que no tiene nada de lo que avergonzarse.

Cuando gato y mujer se encuentran, se produce un duelo de miradas. Él puede leer el terror en los ojos de ella, y eso le satisface. «No es nada personal, bonita, pero te ha tocado», se dice, sin dejar de observarla con aire desafiante. Está harto de que le acusen de cuentos de viejas. Está harto de que le discriminen por ser oscuro y nocturno.

Tras unos segundos, el gato cede. Deja de torturar a su víctima. La mujer se aleja con paso rápido; él sonríe, malicioso, y sigue su camino en sentido contrario. Entonces, sin saber cómo, tropieza y se da de bruces contra un contenedor. Una caja de cartón se cae y rebota en su cabeza antes de llegar al suelo. «Para que luego digan de los gatos negros», se queja, dolorido. «¿No serán los humanos quienes traen mal agüero?».

Ese dolor agudo es la chispa que enciende la mecha. La tensión acumulada durante la jornada no tarda en estallar. El minino se gira para mirar a la mujer, que desaparece ya en uno de los portales. Con toda la rabia posible, grita: «¡¡¡BRUJA!!!».