Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.
La alargada sombra del ciprés.
Mi hogar yace bajo la alargada sombra de un ciprés, en un bonito emplazamiento en las afueras del pueblo. Y aunque tengo algunos pocos vecinos, llevo tiempo escarmentado del trato con otros y no soy muy dado, últimamente, a hacer amistades, lo que me convierte en casi un ermitaño. Será porque me he acostumbrado al silencio y a la intimidad que ofrece un lugar apartado en el que retirarme, después de tantos años de trabajo. Me lo tengo bien merecido y únicamente aspiro a descansar solo y en paz el tiempo que me quede.
No siempre fui así de reservado. Recuerdo que hace mucho, de joven, vivía en el centro mismo de la aldea, en una casona de tejado rojo inclinado que podéis ver todavía en pie si os acercáis a la plaza. Veréis su techo chamuscado, eso sí, alzándose majestuoso por encima de los otros. En mis tiempos mozos esa era la mejor casa, pues estaba ubicada en la plaza con más vida y más transitada del pueblo, uno de los más bellos y con más visitantes de toda la comarca. Y de ello dependía el éxito de mi negocio, pues era el panadero. Aunque podría decir que me convertí en el panadero de mi comarca; mi negocio era tan próspero que no solo servía a los habitantes de la aldea, sino que gracias al boca a boca, gentes de afuera se acercaban a probar el producto de mis manos.
Durante ese tiempo conseguí todo lo que quise: una esposa, buen dinero para agasajarla y la mejor vivienda, al lado de la panadería. Y en esa misma plaza pronto se abrieron nuevos negocios, atraídos por la riqueza del mío, pero todos quebraban al poco porque no tenían nada que los hiciera especiales. En cambio, el mío sí.
La clave de mi éxito era que mi pan estaba hecho con productos de calidad más un ingrediente especial, que le daba no solo un sabor único, sino también un aroma especial y especiado, ingrediente que nunca revelé y no lo haré ahora. Además, me gustaba servir al público, dado como era a entablar una buena conversación con mis clientes. De hecho, tenía un carácter más bien dicharachero y desde los locales vacíos del otro lado de la plaza los tenderos podían reconcomerse oyendo las risas que nacían dentro del mío. Ni decir cabe que un buen vendedor debe tener buena labia. Así, engatusaba a las damitas a comprar un dulce además del pan, y convencía a los señores para que se llevaran unas rosquilletas de anís a sus esposas convalecientes. «¡El anís estrellado es bueno para el resfriado», les decía. ¡Ay, qué tiempos aquellos!
Aunque tengo que reconocer que la prosperidad, como todo en la vida, duró solamente unos años, porque pronto llegaron momentos complicados para mí. Mi adorada esposa, sin yo saberlo, comía de ese pan que vendía a mis espaldas, y eso que la tenía amenazada con que no probara ni un bocado, que era todo para la panadería. Yo nunca comí, pero es que las harinas desde niño me sentaron siempre mal, con dolores de estómago y flatulencias, de modo que siempre las evité. Pero la mujer, que era golosa, no podía resistirse y escondía pequeños panecillos en el fondo del armario. Lo sé porque al tiempo de enviudar encontré algunos escondidos y mordisqueados en cajones, estantes y detrás de la ropa planchada de la cómoda.
Hacía unos meses que había empezado a tener problemas estomacales, como muchos otros en la aldea, seguramente causados por la mala alimentación a la que era dada. Hasta que un día empezó a sangrar por la boca y, ya saben, se le fue el alma a donde los difuntos porque el galeno no pudo hacer nada para arreglar el estropicio que me aseguró que tenía por dentro. Por la cantidad de sangre que echó supe que el galeno decía la verdad.
«Eso o es cosa del diablo», me repetía él, «o bien a causa de un envenenamiento lento y continuado». Yo, por supuesto, no sabía ni de uno ni de otro. Y la mala fortuna o la mala fe de mi esposa (seguro que por encontrarse de mal humor al sentirse indispuesta) fue que unos días antes de morir, cuando echaba sangre en cada esputo, hizo correr la voz de que yo la estaba envenenando de alguna manera. Eso habría quedado en un mero rumor de no ser por la coincidencia de que otros vecinos corrían con el mismo estado de salud. Y como tenían los mismos síntomas que ella, convencieron a los demás con argucias de que todo era culpa de mi pan. ¡Mentira!
Obviamente yo no estuve enterado de eso, y no fue hasta que ella murió, la pobre, empapada en sangre entre mis manos, que no empezó mi persecución: durante los primeros días de miradas fortuitas y murmullos sospechosos, luego de insultos e improperios sin disimulo y, finalmente, cuando ya hube cerrado la panadería, con persecuciones en plena calle con claras intenciones de darme una paliza.
Más de una vez entré en casa corriendo y sin aliento. Y todo por culpa de un malentendido promovido por la mala fe de los que una vez fueran mis clientes.
Soy consciente de que fue una extraña casualidad que la mitad de los aldeanos sucumbieran a la misma enfermedad que sufrió mi esposa, como si una nueva peste se hubiera apoderado de la aldea, y reconozco que todos ellos comieron de mi pan pero, ¿qué tiene eso que ver? También hacían pis en los mismos urinarios, bebían la misma agua del mismo río y comían las mismas reses que vendía el carnicero y cuya procedencia era un enigma.
Pero al enfermar y morir mi mujer todos me señalaron a mí. Y la fatídica noche en que el alcalde murió entre estertores sangrientos y toses de vómito, la muchedumbre se presentó a la puerta de mi casa, armados con antorchas que arrojaron a mi tejado. Dispuestos a ajustar cuentas, según pude oír.
Salté por la ventana. Por suerte estaba en la planta baja y solo me torcí un tobillo, pero me persiguieron con afán de matarme. Doy fe de ello, porque así es como llegué aquí. Desde entonces permanezco alejado de la aldea y de sus habitantes, en este mi refugio amurallado a la sombra del ciprés, mientras la aldea, ya convertida en pueblo, sigue con su vida, con sus ajetreos y sus ruidos, cada vez en aumento.
Aquí, en cambio, reina el silencio y la tranquilidad. Como dije, somos pocos vecinos, y son escasos los verdaderamente ruidosos: un señor mayor al que todos llamamos Coronel, un joven alocado que siempre pregunta por su moto (a saber qué será eso) y un par de clérigos que siempre andan a la gresca. También hay una niña, pero ella es adorable. Por suerte, los demás no hacen más que descansar.
Yo no puedo hacerlo, desde aquel funesto día en el que todos los aldeanos me persiguieron y acusaron falsamente de matar al alcalde y a tantos otros con el fin de ajusticiarme. Para mí no hay descanso ni tregua. Por eso nunca reuní el coraje suficiente para volver al pueblo. Al menos de día.
Porque hay una noche al año en la que me bajo hasta el valle que rodea el pueblo. Ya casi no lo reconozco, si no fuera porque de lejos se ve el techo rojo y algo chamuscado de mi antigua casa, sobresaliente por encima de los tejados de las demás. Y siempre bajo en la misma noche del año, la del último día de octubre. Esa noche ocurre algo bello y único: el muro se vuelve transparente y la niebla perenne que cubre este lugar se evapora. Y se distingue claramente el camino que lleva al valle, en el que desde siempre he recolectado plantas de azafrán silvestre.
Ilustración de Paloma Muñoz
Luego vuelvo a mi hogar, bajo la sombra alargada del ciprés, pero no sin antes pasar por la tumba de mi esposa, para decirle lo mucho que la sigo echando de menos, después de estos trescientos años sin su ausencia. Sé que las plantas de azafrán son poca cosa, me gustaría poder dejarle una hogaza de su pan favorito recién hecha, pero espero que su inconfundible olor le recuerde a él.
Olga Besolí
Septiembre 2022