16ª Convocatoria: El viento

El viento

Ilustración de Rafa Mir

Hay muchas clases de viento, dos o tres docenas he visto en Google, pero ninguno me dice nada. ¡Qué tontería es esta de escribir sobre el viento! A quién le importan los dichosos vientos alisios con su constante y cansino soplar desde los trópicos hacia la zona ecuatorial, —para constante, mi memoria; para cansino, tu recuerdo—, o de los monzones con su ingente cargamento de agua arrasando las costas bañadas por el océano Indico, —a mí me van a contar lo que son territorios arrasados por inagotables mares de lágrimas—, y me importan aún menos los malditos vientos locales que se quedan encerrados en sus pequeños y mediocres territorios para mayor gloria de los aborígenes que, orgullosos, les pondrán nombres tan originales como cierzo, levante, tramontana o mistral, —ni te quiero contar lo local, lo aborigen y lo… que eras tú, y ni te puedes imaginar los nombres que te he puesto—. A mí qué me van a enseñar los malditos vientos catabáticos, esos que descienden desde los glaciares congelando los hasta entonces verdes valles —para helado tu corazón y para verdes tus ojos—. Y prefiero no escribir sobre los vientos estratosféricos o los solares, —¡ya ves!, yo creía que tú eras una estrella y resultaste ser un puto agujero negro—.
Hoy no estoy de ánimo para escribir nada sensato ni bucólico o romántico; la verdad es que no puedo escribir nada de nada… Me asomo a la ventana, como tantas otras veces, intentando absurdamente verte pasar aunque solo sea un instante. Sé que es ridículo porque hace muchos años que has desaparecido de mi vida. Desde entonces no he hecho otra cosa que escribirte versos de amor, de desconsuelo, de desesperación y… poemas inconclusos que acabo azotando por mi ventana con la peregrina intención de que un suave viento los deje caer a tus pies —estén donde estén tus pies y el resto de tu cuerpo—. Entonces quizás los leas, entonces quizás… Porque no me puedo creer que seas tan hija de puta como has demostrado, no me puedo creer que te fueras de esa manera, no me puedo creer que te fuera tan fácil irte de ninguna manera. Y sin embargo lo hiciste. Y los poemas no te llegan. Y el viento cada vez es más fuerte. Quizá lance por la ventana de una vez todas las letras que junté pensando en ti, o mejor salto yo, será mucho más fácil.

Juan Ramón Lorenzana

Mensajes en el viento

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Género: Negro

Rating: + 14

Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mensajes en el viento.

El verano se alejaba y daba paso a un viento frío, que azotaba los árboles intentando robarles las hojas, insistiendo en romper sus ramas. Aquel día amaneció nublado, con un cielo encapotado que amenazaba con tormenta.

Lluís Gregal llevaba bien abrochado su uniforme, cubría su cuello con un pañuelo azul marino. Estaba acostumbrado a caminar bajo la lluvia y el viento, bajo el sol caluroso e incluso en la oscuridad previa al amanecer.

Le gustaba hacer la ronda, llevaba casi cuarenta años repartiendo buenas y malas noticias por el barrio. Celebraba junto a destinatarios buenas nuevas de familiares lejanos, y se quedaba consolando a los que leían contrariedades. Le gustaba ser cartero, trabajar para sus vecinos le hacía feliz.

–Buenas días, señora María –saludó con cortesía–. ¿Estirando las piernas como cada mañana?

–No hay más remedio, señor Gregal, mis niños se levantan muy pronto. Que tenga un buen día –La mujer siguió su camino, con sus cuatro perros caminando al unísono. La veía todas las mañanas, pero aquellas eran siempre las palabras que cruzaban.

Llevaba su cartera de piel al hombro, entusiasmado, ignorando la lluvia que empezaba a caer. Cargaba los paquetes en el fondo, acompañados por cartas de todo tipo, tarjetas postales e incluso correo internacional. Pero era demasiado pronto para llamar a la puerta de nadie. A esa hora, repartía algunos productos a los negocios del centro. Un paquete con botones para la mercería, unos cuadernos de caligrafía para la imprenta. Con ese tipo de trabajos ganaba dinero extra, que mandaba a su hijo para ayudarle.

En otros tiempos, había sido muy feliz con su mujer y su pequeño; pero la poliomielitis se la llevó de su lado, e inundó el sistema nervioso central de su chiquillo, paralizando sus extremidades para siempre. Por suerte, el joven se casó años después, y su mujer lo cuidaba y amaba incondicionalmente. Pero, sin ingresos por su parte, necesitaba la ayuda de su padre, que trabajaba de sol a sol.

Lluís vivía solo, el amor no llamó a su puerta una segunda vez. Algunas noches se sentía desolado en aquella casa tan repleta de recuerdos casi olvidados; pero la gente del pueblo lo apreciaba, y siempre contaba con una mano amiga dispuesta a ayudar.

Cuando sintió la fuerte punzada en su espalda, un dolor incontrolable recorrió su interior. Sintió un cosquilleo en la punta de los dedos y un sudor frío brotó de su frente. El instrumento afilado atravesó la piel y salió de su cuerpo. Las fuerzas le abandonaron y la cartera cayó de su hombro, volcando su contenido sobre el asfalto.

Unas manos frías taparon su rostro con un pañuelo mojado, y la poca luz del amanecer se fue alejando rápidamente de sus ojos. Las piernas le fallaron, se derrumbó de rodillas en el suelo.

La lluvia caía ya con fuerza, mojando las cartas que habían escapado de la cartera a su caída. El agresor presionó con fuerza la herida de Lluís, que dejó escapar un último suspiro antes de perder la conciencia.

La sangre y el agua se unieron formando un riachuelo rosado. Las cartas mojadas se tiñeron de color carmesí, y el resto, jamás llegaría a su destino, pues se las llevó el viento, viajando por el cielo gris.

Ilustración de Jordi Ponce

~***~

El teléfono de la comisaria sonaba una y otra vez. La tormenta había dejado desperfectos en los alrededores y, muchos vecinos necesitaban ayuda para quitar un árbol caído de la carretera, reparar alguna zona inundada o mover un coche volcado por el viento. Un anciano desorientado por los truenos había entrado en casa de sus vecinos, y el propietario había golpeado al intruso, pensando que era un ladrón.

Los agentes de policía estaban ya en marcha, la mayoría distribuidos por toda la zona ayudando a los ciudadanos. Pero el verdadero caso era la desaparición del cartero Lluís Gregal.

–Todavía no me lo puedo creer –expresó el agente Tejeda, después de un largo sorbo de café–. El señor Gregal es un hombre encantador, y ha pasado por innumerables desgracias. ¿Quién podría hacer algo así?

–Nadie merece ser la víctima de ningún crimen, Javi. Pero, es cierto que todo esto es un poco extraño. Encontramos una mancha de sangre en el suelo, cartas volando sin rumbo, y ni rastro del cuerpo herido. No tenemos ningún testigo, ninguna prueba, ninguna pista…

–La mujer que encontró la sangre, testificó que minutos antes habían estado hablando.

–Pero no vio nada, de nada sirve su declaración –señaló Vincent–. Sin cuerpo no podemos hacer gran cosa.

–Y, ¿qué hacemos, Inspector?

–Le pediremos ayuda a nuestros compañeros de la prensa. Que difundan el suceso por la radio y lo describan como una desaparición relacionada con un posible crimen. Recibiremos muchas llamadas, la mayoría no tendrán ningún valor. Pero puede que alguien sepa algo.

Vincent sacó de uno de los cajones del escritorio una pequeña agenda, con las páginas amarillentas, y repleta de hojas sueltas. Acarició con los dedos el teléfono negro e introdujo el índice en el dial, marcando los números que conocía de memoria. Esta vez se presentaría como el Inspector Vincent Barrett, pero llamaba a la misma agencia a la que enviaba con regularidad los soplos de los casos más famosos. No podía saberlo nadie, ni siquiera Javier, su fiel compañero; debía interpretar su papel.

–Prepara a un par de agentes para que se hagan cargo. Y, mantenme informado de todas las novedades.

~***~

La habitación estaba fría y repleta de humedades. Hacía mucho tiempo que nadie la limpiaba, estaba cubierta de polvo y suciedad. La mala ventilación de aquel sitio hacía que oliese a cerrado, un hedor tan intenso que mareaba. Un gran número de cajas se amontonaba en el suelo de la estancia, y en el centro, un hombre atado a una silla.

Intentaba liberarse, pero cada movimiento era insufrible. La cabeza todavía le daba vueltas por el cloroformo, y aunque quería gritar, una mordaza se lo impedía. Recordaba apenas un par de imágenes de lo ocurrido. La señora María paseando a sus perros, una sombra sobre su rostro, y unas cartas volando. Lo que sí recordaba era la amargura palpitante de su herida, que todavía lanzaba punzadas de dolor por su cuerpo.

No había visto la cara de su agresor, pero sabía que era un hombre. Mientras le ataba a la silla, los efectos de la droga empezaron a esfumarse, y pudo ver las grandes manos de su agresor. La cuerda de cáñamo gastada le desgarraba la piel de los brazos, pero el dolor de aquellas heridas no significaba nada comparado con la incisión de su espalda. No tenía manera de saber cuánto tiempo llevaba allí, pero no podía haber pasado mucho inconsciente. Escuchaba a lo lejos los truenos de la tormenta, el viento que se colaba por debajo de la puerta, en aquella habitación sin ventanas.

«¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Me golpearon por la espalda cuando iba de camino a la mercería… ¿Quién me ha hecho esto?». Cientos de pensamientos se apelotonaban en la cabeza de Lluís, que no entendía por qué estaba allí. «Yo solo hacía la ronda, como cada día. Nunca le he hecho daño a nadie. ¿Por qué me hacen esto?».

La puerta se abrió inesperadamente, golpeando la manilla contra la pared despintada.  Un hombre de espalda ancha entró en la habitación, con un objeto punzante en una mano y una carta en la otra. Vestía con una camisa de tela fina, con los tres primeros botones desabrochados,  y un paquete de tabaco asomaba en el bolsillo del pecho.  Sus pantalones de pana color chocolate estaban mojados, seguramente de caminar bajo la lluvia.

–¿Ya te has despertado? –preguntó en un grito de histeria–. Llevas más de media hora durmiendo, y tenemos que hablar de muchas cosas.

Las manos le temblaban ligeramente, se mordía ansioso el labio inferior, mostrando un destello de sangre cada vez que movía los labios. Permaneció de pie mirando al cartero y depositó la carta sobre una de las cajas. Le desató la mordaza para poder hablar con él, pero el cartero permaneció a la espera.

–Esto es culpa tuya, ¡sabes que eres culpable! –señalaba al hombre con el abrecartas, lanzando estocadas al aire–. ¿Por qué lo hiciste? ¡Confiésalo!

–No sé de qué habla. Déjeme ir, por favor. Esto es un malentendido –imploraba el pobre cartero–. Lléveme al hospital para que me curen la herida, diré que fue un accidente. Nadie tiene porque enterarse de esto.

–¡Cállate! –lo abofeteó repetidas veces con la mano del puñal, haciendo pequeños cortes en su rostro–. ¡Eres culpable y mereces ser castigado!

Se alejó del hombre atado, sacó una silla vieja del fondo de la estancia y, antes de sentarse a su lado, recogió la carta que había dejado sobre la caja. La abrió con sus manos temblorosas y empezó a leer en voz alta:

–“Amada mía, necesito tenerte conmigo de nuevo. Sentir tus suaves manos acariciando mi cuello, tus labios besando mis labios” –la voz se le quebraba de rabia–. “No puedo ofrecerte mucho, pero todas las palabras que tengo para ti son de amor, vida mía. Dime cuándo podré verte, dime dónde y allí estaré. Todo lo que tengo son estas cartas, no dejes de escribir. Te amo”.

Se quedó en silencio, con lágrimas en los ojos y rabia en los dientes chirriantes. Pinchaba la palma de su mano con el puñal, dándole vueltas, retorciendo su propia piel. Se levantó, se acercó hacía el cartero inmovilizado y lo golpeó con fuerza en el estómago.

–¡No! –gritó, sintiendo el sabor de la sangre en su boca.

–¡Confiésalo! ¡Confiésalo ya! –continuó golpeándole con sus puños entumecidos. La rabia cegaba su dolor–. ¡Te mataré si no lo confiesas, cabrón!

–No he hecho nada, lo juro. Por favor, no sé nada sobre esa carta. Soy viudo, hace años que perdí a mi mujer. No he tenido otra amada que ella. Déjeme ir, se lo suplico.

–¡Mentiroso! ¡Confiésalo o morirás!

Se alejó del secuestrado, y se encendió un cigarrillo. La primera calada fue larga, y el humo inundó todo la habitación cuando salió de su boca entreabierta. Se mordía las uñas de la mano izquierda con desesperación, y una idea absurda llenó su mente. Tenía que hacerle confesar, si no quería hacerlo por las buenas, lo haría por las malas. Se acercó de nuevo a Lluís Gregal, con los ojos casi en blanco.

–¡No os volveréis a reír de Francisco Mistral! –gritó encolerizado, y clavó el cigarrillo en la pierna del cartero, atravesando el pantalón azul marino, quemando su piel clara. Los gritos ensordecedores del pobre hombre, quedaban amortiguados en el sótano de aquella casa abandonada. Nadie lo oiría, pues se encontraban muy lejos del resto de la población.

Carme Sanchis

Chicago

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato negro

Rating: +13

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Chicago.

Las siete de la mañana. Así solamente llamaba… Abrí la puerta adormilado. Exacto. Dos soldados, un saludo formal. Habló el más serio.

—¿Sargento Lloyd Hunter?

No me llamaban sargento desde la guerra. Un pestañeo rápido, a ver si se me abrían los ojos. La piedra parlante entendió un asentimiento y al instante me entregaba un sobre.

—Buenos días, señores. Hoy no esperaba visitas a estas horas y menos del ejército. ¿Quieren pasar? —Fieles a su naturaleza, los minerales no se movieron, así que abrí el sobre. Una escueta nota, el nombre de un buen amigo, la firma de Werner. Me espabilé—. ¿Me dan unos minutos?

En quince cruzábamos la ciudad y en treinta me paraba tras uno de los soldados frente al despacho de Frederick Werner, comandante de las fuerzas aéreas y, antes, capitán de la compañía Silverwings, de la 24ª división aerotransportada. La mía. Cuando le dieron permiso el soldado me anunció y se retiró. Yo entré para quedarme frente a Werner y otro mando al que no conocía.

—Hola, Stick. Mucho tiempo… —dijo Werner con la voz arenosa de siempre.

—Sí, bastante. ¿Cómo está, señor?

—Ya ves, sigo sentado —respondió dando un par de fuertes golpes con las manos en los brazos de la silla de ruedas—. Tienes cara de sueño. La vida de civil es dura, ¿verdad?

—Un poco.

—Pero has venido sin dudar.

Asentí en silencio y me acerqué para darle la mano que Werner me estrechó con la mirada cargada de las mismas imágenes. Después, se dirigió al hombre que estaba con él.

—Albert, este es el sargento mayor Lloyd «Stick» Hunter, bueno, ahora solamente el señor Hunter. Stick, el coronel Albert Thompson. —Nos saludamos y Werner nos señaló unas sillas—. Siéntense para evitarme la lesión de cuello, que ya tengo bastante con las piernas partidas.

Una secretaria trajo café que agradecí como agua en el desierto. Luego Werner se colocó tras su mesa y me puso una carpeta delante.

—Bien, iré al grano, Stick. Al capitán Baxter se lo ha tragado la tierra. —Y antes de que yo pudiera replicar nada, añadió—: No, ya sabes que ni la policía militar ni nadie más puede buscarlo. Solo podía acordarme de ti porque sabes cómo funcionamos, aparte de que eres su amigo. Gastos y honorarios corren de nuestra cuenta, y también tienes carta blanca. La cuestión es encontrar a Baxter y hay un primer viaje a la Ciudad del Viento. Ya leerás el informe. Ahora quisiéramos que empezases cuanto antes.

Werner sabía que yo no iba a negarme, por eso me había contactado. Se trataba de Miles Baxter. Ninguno de los doce hombres a los que nos salvó la vida, entre ellos Werner, nos hubiéramos negado a sacarlo de algún problema. Solo que quedábamos él y yo. El comandante me terminó el pensamiento en voz alta:

—Yo estaría ya allí si no fuera por esta jodida silla.

—¿Qué tengo que hacer si lo encuentro?

—Cuando lo encuentres —matizó Werner—, lo traes aquí.

Yo también quise matizar.

—Nunca hay garantías totales.

—Entonces no te hubiésemos llamado ni habrías venido, Stick.

El coronel Thompson, mudo testigo de aquel diálogo, también mantuvo el silencio en que nos quedamos Werner y yo durante unos instantes.

—Debo arreglar algunas cosas —comenté.

Werner esbozó media sonrisa.

—Te escoltarán los chicos de antes y te llevarán al primer tren de esta tarde.

—No. No quiero a nadie detrás, ni en el viaje, ni en ninguna parte. Y sabe que los veré si me los ponen.

Werner abrió la sonrisa asintiendo.

—Me alegra verte, Lloyd —respondió ya solamente con un brillo muy especial en los ojos.

—Lo mismo digo, señor. —Se lo devolví.

—¿A quién conoces en Chicago?

¿Por qué? —Tras el turno de noche Tucker siempre era breve.

—Tú dime alguien que también pregunte lo justo.

Un bostezo.

¿A qué vas en diciembre a esa nevera? ¿No será a tomar el aire? 

—Lo justo, Phil.

Otro bostezo.

Dime al menos si es importante porque hay quien me debe más favores.

—Mucho. Y tu colega solo será para que te avise a ti.

Suenas serio. ¿Estás seguro de que no puedo saber más?

—Inteligencia militar. ¿Suficiente?

Esta vez un resoplido.

De sobra. Vaya, imagino que ahí saben mi nombre. —Medio bostezo—. Qué estupidez he dicho… Bueno, pues ten cuidado.

—El colega, Tucker.

Joder, sí. Apunta.

Primera clase. Buen comienzo. Una maleta con lo imprescindible y mi abrigo más caliente. No vi niñeras. Carta blanca.

Siempre fui el único en poder desaparecer sin dar explicaciones. A cambio, encontraban los caminos y senderos marcados y despejados, las casas vacías y los escondites seguros. El resto del tiempo mi misión era proteger al oficial de radio Miles Baxter. Todos los radios solían llevar un escolta pero Baxter necesitaba dos, sobre todo por el trastorno que padecía y había ocultado para ir al frente, ya que el alto mando seguramente se lo habría prohibido y lo habría destinado y blindado en Inteligencia, como así fue después. «Pero no soy más especial que cualquiera y quería venir a ayudar», había confesado el desgarbado muchacho de apenas veinte años —era el más joven— después de sobrevivir al salto en el viento infernal de aquella madrugada sobre Normandía.

Todos nos habíamos asombrado, más de lo que estábamos ya por vernos en combate real, y Werner había querido mandarlo de vuelta inmediatamente alegando no solo poder perderlo, sino que también requeriría una seguridad extra que no podíamos permitirnos. Pero Baxter, con su físico aniñado pero una determinación, permanente buen ánimo y valentía admirables, suplicó quedarse. Su don podría ser muy valioso para la información de posiciones y estrategia propia y enemiga. Podríamos ser una avanzadilla de referencia. También en el fondo de sus ojos castaños podía leerse un reflejo de que ese don quizás era más una condena de la que no le importaría deshacerse de cualquier manera. Sufría de hipermnesia, y efectivamente creímos que no debía de ser fácil recordar cada minuto de tu existencia desde los cinco años sin poder borrarlo, y menos con la indescriptible tensión de estar entre la vida y la muerte en aquellos momentos.

Así que, tras sopesarlo, Werner nos eligió a los dos mejores tiradores para ser su sombra, y cuando yo desaparecía para abrir paso, me reemplazaba otro compañero. Después, las coordenadas que mi orientación señalaba en los mapas quedaban registradas automáticamente en su cabeza, al igual que las que les descubríamos a los boches o cualquier otro dato reseñable o no. De modo que acabamos siendo buenos amigos. Pero antes de Las Ardenas Werner no quiso arriesgar más y envió a Baxter a casa. El chico ya había servido con creces a la causa y también nos había salvado la vida en una ocasión gracias a un detalle ínfimo.

Fue en una pequeña población abandonada donde aparentemente se había dispersado una patrulla alemana que retrocedía a sus líneas tras descubrirnos. Yo había constatado primeramente aquella dispersión y tomamos una vivienda derruida para pasar la noche. Pero debieron de prever nuestro movimiento. Al amanecer Baxter nos detuvo cuando íbamos a salir: el extremo de un murete de piedra alrededor de la casa enfrente presentaba una disposición distinta a la que recordaba tras el vistazo dado la tarde anterior. Werner nos mandó al tejado y vimos que nos rodeaban para cazarnos con granadas en aquella ratonera. Así que, apostados allí, Harry Blane y yo, los mejores tiradores, batimos nuestro record personal de infalibilidad en apenas cinco minutos y todos pudimos salir.

Además, mientras Miles Baxter estuvo con nosotros no tuvimos ninguna baja y decidimos que su extraordinario trastorno fue un talismán cuando, tras marcharse, sí empezamos a caer. A Las Ardenas solo llegamos Harry, el teniente Leeman, el capitán Werner y yo, que tras perder allí a mis hermanos también volví a casa. Ahora hacía cuatro años que Harry y Leeman se quedaron en Corea. Así que no había podido negarme a buscar a Miles, no solo por aquella deuda de vida, sino por la amistad. Y quizás también por la superstición.

Chicago se convertía ya en un congelador con los primeros fríos. El gran incendio que la destruyó casi totalmente el siglo anterior propició la reconstrucción de la ciudad con aquel laberinto de calles abiertas al inmenso Michigan. Así que los vientos del Ártico podían bajar tranquilamente desde Canadá, soplar con toda libertad y permitir bonitos inviernos de 30º bajo cero. Menos mal que me gusta tanto el frío.

Ilustración de Paloma Muñoz

Miles trabajaba en desencriptación documental que ahora se mezclaba con la caza de brujas que el senador McCarthy había emprendido contra el comunismo. Y aunque desde el año anterior McCarthy había perdido influencia y prestigio, el Comité para Actividades Antiamericanas seguía activo y tras la pista de elementos subversivos en el ejército. Por lo que leí en el informe durante el viaje, Miles habría accedido a datos clasificados por error o habría descubierto a algún topo que también hubiera sabido de él y habría querido quitarlo del medio, u ofrecerle otra salida al conocer su habilidad.

No pensé en traición. Miles trabajaba para el ejército no solo por el buen sueldo, sino porque le gustaba y tenía asegurada también la protección de su familia. Por muy oscuros que hubieran sido esos años con tanta paranoia, en el otro lado no andaban mejor. ¿Para qué jugar a espías? No, Miles no daba el tipo.

Alquilé un coche y busqué un motel cerca del domicilio de Baxter, en el tranquilo barrio residencial de Oak Park, alejado de la academia militar Phoenix, donde trabajaba Miles en un ambiente perfecto en el que estudiantes y personal civil lo tenían como archivero.

No nos veíamos desde la guerra, pero habíamos mantenido el contacto. Nada más regresar del frente se había casado con una novia que tenía desde la infancia y de la que habló con absoluta adoración cada noche que pasamos de guardia. Después, siempre la refería en sus cartas o llamadas, así que yo casi podía decir que la conocía del mismo tiempo que a él aunque no fuera así. Ella había sido la última en verlo. Cuando a la mañana siguiente me abrió la puerta, supe que yo ya tampoco podría olvidarla.

Rachel Baxter era de esas criaturas que demuestran la existencia de Dios. Muchas mujeres te hacen perder la cabeza, Rachel simplemente te enamoraba al instante. Pero no era por su abrumadora belleza de ojos de miel almendrados, piel de alabastro y pelo dorado, sino por la extraordinaria luz en su expresión y una sonrisa capaz de iluminársela más. La voz cristalina terminó de paralizarme y envidié profundamente a Miles por poder recordar cada instante con ella.

—Oh, usted es Lloyd Hunter, ¿verdad? Miles habla de vosotros desde la guerra.

Vaya…

—Pues sí, pero tutéame, por favor. Yo también creo que te conozco, Rachel.

—Pasa, por favor. Sabía que vendrías.

Y me condujo a un salón muy acogedor al tiempo que, de la cocina en el lado opuesto, salía una mujer mayor con un niño de unos cinco años cogido de su mano.

—Hija, ya iba yo. Sabes que no debes moverte mucho —se quejó.

—Tengo que hacerlo un poco, mamá. Mira, es el amigo que Miles dijo que si alguna vez… —Rachel enseguida miró al niño y sonrió—. Billy, saluda al señor Hunter. Mamá, ¿puedes traer un poco de té?

El niño me observó curioso antes de echarme la mano y saludarme muy formal. Yo le respondí con la misma seriedad. Era una pequeña copia de Miles y solo entonces me di cuenta del abultado vientre de Rachel. Enseguida quise que volviera donde estaba pero ella también me hizo sentarme. Su madre se llevó al niño y regresó con el té.

—Lamento conocerte en estas circunstancias —dije sinceramente.

—Yo también. —Rachel mostró angustia por primera vez.

—Pues no perdamos tiempo. Cuéntame bien todo.

Miles se marchó hacía dos días por la mañana, como siempre. Ninguna preocupación por nada más que el estado de Rachel, pero del trabajo no solía hablar y si hubiera ocurrido algo, probablemente no la habría querido preocupar tampoco. A veces iba a Washington personalmente pero siempre se lo anunciaba, y en alguna ocasión el coronel Thompson, su superior, también se había presentado de incógnito, como él mismo me había dicho. En cuanto a compañeros u otras amistades, Miles era muy familiar, apenas salían, y menos desde que ella se había quedado embarazada del segundo hijo. Así que no tenían mucha relación con nadie en general. Y la vecindad era muy discreta.

—Suele venir una chica para quedarse con Bill cuando hemos salido alguna noche, pero ahora mi madre lleva aquí estos dos últimos meses porque tengo que guardar reposo. A este ya casi no lo esperábamos. —Rachel bajó los ojos y se tocó el vientre sonriendo pero entristeciéndose enseguida—. Sé que el trabajo de Miles es muy importante pero él nunca había tenido problemas, está muy controlado, pero esa mañana no llegó a la academia y el coche no ha aparecido. Por eso llamé al coronel Thompson, el único a quien debía avisar si ocurría algo. Nadie más se ha puesto en contacto para nada.

—Bueno, pues he venido para ver si encontramos a Miles.

Logró sonreír.

—Antes he dicho que hablaba mucho de vosotros, pero de ti lo hacía en especial porque le habías salvado la vida en varias ocasiones.

—Tantas como él a nosotros.

—Sí, pero tú siempre estabas al lado, aunque también te conocían como el fantasma o Stick, ¿verdad?, porque podías permanecer inmóvil durante horas, como pegado a lo que fuera.

—Así es. Mira, volveré esta tarde y seguiremos hablando. Os han pinchado el teléfono y estáis bien vigilados, así que debes continuar tranquila.

—¿Dónde te alojas? Puedes quedarte aquí. Miles lo querría.

—Gracias, pero tengo que convertirme otra vez en un fantasma —le guiñé un ojo.

—Entonces ven a cenar, por favor.

—Te avisaré —concedí.

Insistió en acompañarme a la puerta y al salir vimos cruzarse desde la casa de enfrente a una bonita muchacha de largo pelo rizado y ojos claros. Tendría veintitantos años y sonrió cuando llegó hasta nosotros. Entonces, sin entenderla, me sorprendí por la intensa percepción de alerta que sentí cuando la chica me miró antes de dirigirse a Rachel.

—Hola, señora Baxter. Quería decirle que, aunque sé que ahora está su madre, si me necesitaran para cualquier cosa, no duden en llamarme. ¿Sigue el señor Baxter de viaje?

—Gracias, Lilian, lo haré. Y sí, mi marido sigue fuera pero volverá en unos días.

—Pues ya sabe, lo que sea. —Y se marchó no sin antes volver a mirarme.

—El coronel Thompson me recomendó hablar de un viaje —siseó Rachel.

—Sí, es la mejor excusa —y seguí con la vista en la muchacha que se alejaba calle abajo—. Una chica encantadora —añadí.

—Es Lilian Colman, la canguro de Bill. Son una familia muy agradable. Ella es estudiante y un día nos vio con el niño y se ofreció para cuidarlo y sacarse algún dinero.

—¿Y llevan mucho tiempo en el barrio?

—Pues sí. Eh, es muy guapa, ¿verdad? —Rachel me miró divertida y agradecí que confundiera así mi curiosidad.

—Mucho… Vaya, ¡qué vas a pensar ahora de mí! —Y sonreí también.

—Lilian Colman. Anota los datos.

Ya te has buscado quien te quite el frío, ¿eh?

Tucker y la sutileza.

—Habla con tu colega y que te pase todo lo que tenga. Te llamaré a las seis.

Ya no me concentré ni cuando hablé con el director de la academia ni con el personal del archivo: solo sabían que Miles no llegó esa mañana. Tampoco ninguno me pareció sospechoso o con un particular interés por él. Me dejaron inspeccionar su despacho donde todo estaba muy ordenado y los documentos a la vista no tenían nada de especial. Si Miles había descubierto algo, aunque su memoria fotográfica lo recordara todo, se había llevado las pruebas o no las había guardado allí. Y sin destapar lo ocurrido era imposible preguntar a estudiantes o vecindad de la academia por si hubieran sido testigos de algún hecho anormal ese día.

No logré quitarme de encima la extraña sensación experimentada con aquella muchacha. Pensé que el terrible caso Lohr me había dejado secuelas y ya desconfiaría siempre de cualquier jovencita o sus miradas, pero estaba seguro de que se había acercado para ver quién era yo, como si estuviera pendiente de los Baxter, más allá de una amable gesto vecinal. A las seis menos cinco telefoneé a Tucker.

Los Colman eran del medio oeste. El padre era ingeniero industrial y la madre ama de casa, Lilian era la hija pequeña, matriculada en segundo curso de Historia con una beca por sus excelentes calificaciones, y había un hermano mayor, un teniente de Infantería que, al parecer, seguía en Europa desde la guerra. Inmediatamente llamé a Werner, al que localicé en su casa.

Le sorprendió mi pálpito y aún más el dato. Teniente Donald C. Colman. ¿En Europa? ¿Pero dónde? Información confidencial. «Dame media hora, Stick. Hablo con Thompson y…». Lo detuve, solo era una intuición y podía equivocarme. Que sí, que se enterara de quién era Colman y a lo que se dedicaba, pero él personalmente, sin comentarlo con nadie, yo lo volvería llamar al día siguiente por la tarde. Después avisé a Rachel pero regresé antes. La casualidad quiso que Lilian apareciera caminando en aquel momento y aproveché una esquina para torcer por la calle paralela, a la que daba la parte de atrás de la casa de los Colman. Estuve observando durante un tiempo pero no ocurrió nada, y a las siete me dejaba ver en el porche de la casa de Miles. También se hizo notar un helador vendaval.

Fue una velada agradable pese a todo y envidié aún más a Miles por aquella vida familiar. «Solo es proponérselo», Rachel me había hecho un guiño después de acostar a Billy. Sí, y más con una mujer como ella, pero eso, naturalmente, no lo dije. Sí le pedí echar una ojeada a los papeles que Miles pudiera guardar y ella me indicó los cajones de un mueble, pero tampoco había nada. Después me despedí, no quería cansarla más. Le insistí en que siguiera tranquila. No le había comentado mi inexplicable sospecha sobre Lilian Colman, pero ahora existía la conexión entre Miles y Donald Colman como militares, aunque no tenía por qué significar nada más que una mera casualidad. Si le hubiese preguntado, la habría preocupado más y a su estado no le convenía más tensión. Al irme, la ventisca era más fuerte.

Quise dar una última vuelta por la manzana conduciendo despacio y entonces vi salir un coche del garaje de los Colman. Distinguí una silueta alta y corpulenta al volante: ¿el padre? ¿Pero dónde iba a aquella hora y con un tiempo que empeoraba por minutos? No dudé.

Mantuve la distancia por el poco tráfico pero no lo perdí y terminamos llegando al lago. Entonces se metió en uno de los numerosos muelles que había, el de Belmont. Había muchos pantalanes y alrededor se alineaban almacenes y edificios con locales de suministros náuticos en especial. La iluminación era escasa y dejé más distancia además de apagar las luces para evitar que me viera. Entonces paró al lado de una nave. Hice lo mismo cincuenta metros más atrás y, al apearme del coche, el intenso frío me cortó la cara.

Me pegué cuanto pude a los edificios y vi que la figura corpulenta era un hombre que renqueaba al andar. Enseguida se metía en el almacén. Pero cuando encontré otra entrada, también me encontraron a mí. El oído me falló con aquel viento glacial.

—Levanta las manos muy despacio y no intentes nada —dijo una voz por detrás al tiempo que noté el cañón de un arma en la espalda. Obedecí sin vacilar y aunque lamenté no llevar mi 38, me consoló relativamente que no me hubiera fallado la intuición de algo oscuro—. Ahora camina.

Cuando entramos analicé mejor la situación. Aquello quizás no iba con Miles y me metía en otro lío sin querer. Volví a lamentarme. Quien me apuntaba me empujó hacia un extremo de la nave, un almacén de lanchas y cascos de veleros con los aparejos abatidos, inmovilizados allí durante el invierno. Luego nos deteníamos frente a la puerta de un despacho acristalado y persianas bajadas.

—¡Don, tenemos un fisgón!

Don. Volví a animarme.

Se oyó una imprecación y pasos descompensados. Abrió el hombre que acababa de llegar. Era tan alto como yo, con el pelo cortado al estilo militar y los ojos castaños de Lilian pero unos diez años mayor. Tenía el pie izquierdo torcido hacia dentro y la cara cruzada de marcas de metralla, lo que le daba un aspecto amenazador pero no mucho más que el mío. Decidí adelantarme sin rodeos.

—Me llamo Lloyd Hunter y soy amigo del capitán Miles Baxter, vecino de su familia y que ha desaparecido. Lo estoy buscando. Creo que usted es el teniente Donald Colman. He conocido a su hermana Lilian. No soy policía, pero sí fui soldado y aprendí a distinguir cómo pueden mirarte, por eso he pensado que quizás ella supiera o hubiera visto algo que me ayudase a encontrar a mi amigo. Ahora ha coincidido que me marchaba de casa de mi amigo y lo he visto salir a usted. Comprendo que debería haberle preguntado sobre él antes de seguirlo, así que lamento profundamente mi error que espero subsanar de algún modo. —El final no sonó muy convincente pero, al menos, el hombre tardó unos segundos en reaccionar ante mi tranquilidad.

Lo siguiente fue dejar de notar el cañón del arma al mismo tiempo que mi consciencia tras el golpe en la nuca. Cuando me recuperé no podía ver nada, pero era por la completa oscuridad alrededor. Estaba tendido boca abajo en el suelo y, al querer moverme, me quejé por el dolor de cabeza.

—¿Estás bien? ¿Quién eres?—siseó entonces una voz a mi derecha.

—Un idiota —mascullé.

Un silencio momentáneo antes de que la voz temblase un poco al volver a hablar en un tono más alto:

—No es posible… ¿Stick? ¿Eres tú, Lloyd?

Me despejé al instante. Así que no me había equivocado. Pero no sabía si alegrarme o lamentarme todavía más.

—¿Miles? Sí, soy Lloyd. ¿Cómo estás? ¿Estás herido?

—No, estoy bien y ahora mucho mejor. Sigues apareciendo en los peores momentos.

—Ya ves, las malas costumbres.

—Y Werner, ¿verdad?

—Sí, y Werner. ¡Maldita sea! —La cabeza me estallaba.

—Recupérate, por favor. Siento mucho que te hayan golpeado.

Y entonces noté un brazo tocándome. Inmediatamente se lo estrechaba también.

—Vaya, me alegro de verte aunque no te vea. Gracias por…

—Nada aún, amigo.

Entonces se abrió la puerta y una luz nos deslumbró. Una descomunal mole nos apuntó con una linterna y un revólver.

—Arriba, señores.

Nos levantamos como pudimos y medio ciegos. Miles tenía buen aspecto, solo estaba un poco demacrado y con la barba descuidada de dos días, y me sonrió con confianza. El matón nos condujo hacia el despacho acristalado y nos hizo pasar. Detrás de una mesa al lado de un archivador se sentaba Donald Colman, que nos indicó dos destartaladas sillas. Para nuestra sorpresa permaneció unos minutos callado y mirándonos alternativamente. Después solo dijo:

—Quiénes son y por qué tengo que eliminarlos.

Miré a Miles y él asintió. No me dejé ni una coma sobre nuestra historia presente, pero omití el dato de la memoria de Miles. A continuación, nos contó la suya.

Acierto completo: la manzana podrida y el topo en uno, pero Donald Colman solo era una herramienta.

El teniente Colman, mención honorífica al valor por su acción en Bélgica y Polonia, donde sufrió la herida del pie, había regresado a Polonia. Motivos personales tan importantes como que se había casado con una colaboracionista de los aliados. En principio, aquello no significaba nada más, pero sus superiores, suspicaces cuando las cosas empezaron a torcerse con el mando de los soviéticos sobre Polonia, lo quisieron trasladar. Él insistió en que podría ser más útil allí, los convenció y pasó a Inteligencia. ¿Espionaje? No exactamente. Asesor militar para el ejército polaco, aunque ahora lo controlaran los rusos. Pero sucedió lo inevitable: los recelos hacia él y su esposa se ntensificaron conforme lo hacían las relaciones entre ambos países, y los mandamases pidieron pruebas de lealtad con todo aquel personal ambiguo.

Colman aceptó esa prueba en forma de encargo que no existía: tráfico de armas sacadas de arsenales en lugares también inexistentes y para unidades especiales sin nombre. Mucho riesgo, pero retribuido con cifras astronómicas. Y ese número tan alto fue lo que encontró Miles fortuitamente entre una lista de relación de pagos a supuestos proveedores de piezas mecánicas: un error cometido por otro en el proceso de trasmisión a las inexistentes manos a las que tenía que llegar el dato.

Miles informó a Thompson inmediatamente. Thompson descubría que una maldita casualidad conectaba a las piezas de su bien compuesto plan de control legal de información y manejos ilegales: una simple cuestión de vecindad. Solo dos días más tarde, y nada más salir hacia el trabajo, Miles tenía un inoportuno pinchazo en una esquina por la que apareció una oportuna grúa. Un pinchazo feo, no es molestia acercarlo al taller, lo reparamos en un instante y usted avisa a su trabajo; además, su rueda de repuesto está floja también, podría jugarle otra mala pasada. La prevención desarrollada en tanto tiempo. Muchas gracias, pero no quiero causarles retraso. Al momento, lo encañonaban disimuladamente y después el silencio y la oscuridad. Ninguna respuesta que ahora sí teníamos los tres y que nos alarmó más a Miles y a mí: Werner podía estar en peligro, pero si Colman nos estaba contando aquello… Siguió:

—Los soviéticos interceptaron el último cargamento y uno de mis hombres cantó. Conseguí arreglarlo todo y vine hace una semana para explicarlo personalmente e informar de que era más seguro relevarme. Thompson se negó: se tendrían que abortar las operaciones en curso y paralizar los enlaces internacionales, las pérdidas serían catastróficas. Entonces coincide que hace tres días a usted —señaló a Miles— le llega el dato por error de algún incompetente enlace de fronteras y mi nombre vuelve a salir, así que Thompson ya tiene la excusa para dejármelo claro porque evidentemente tiene también las espaldas cubiertas. Eso y la maldita casualidad de ser vecinos. La misma protección asignada a su familia también vigila a la mía, y a mi hermana ya le dieron un susto. Seguramente por eso ha recelado de usted —me miró y luego señaló de nuevo a Miles—. Así que si usted desaparece, Thompson destruye esa documentación y todo se queda limpio. Pero imagino que no he podido evitar pensar en una encerrona común y por eso lo he retenido. Supongo que Thompson no contó con que hubiera más gente interesada en su paradero y que actuara rápidamente.

—Pues sí —dije—, y esa gente también es muy importante, me envió a mí y sabe su nombre. El problema es que Thompson lo sabe todo de todos.

—Lo lamento, pero no tengo pruebas contra él, así que si ese contacto no es igual de poderoso, se la ha jugado.

—Lo es. ¡Déjenos avisarlo! —le conminó Miles, visceral.

—No, muy arriesgado.

—Al contrario —comenté yo—. Podríamos cazar a Thompson si decimos que efectivamente hemos desaparecido. Ganamos tiempo y…

 Pasos rápidos y disparos. La mole cayó, abatida, y apenas nos habíamos tirado al suelo cuando un comando de cuatro hombres con el rostro cubierto irrumpía en el cuarto. Fuerzas especiales, de esas que no existían. No pudimos reaccionar porque al instante nos habían tapado la boca y amarrado los brazos a la espalda. Thompson actuaba. Werner, que se enteraba de la desaparición de Miles por el cauce personal y me llamaba, los conectaba a ambos y ponía en guardia a Thompson, así que este se decidía y apenas había dejado pasar dos días.

El viento helado era aguanieve cuando nos sacaron fuera. Todo seguía silencioso pero ahora había un furgón negro en la parte trasera de la nave. Nos subieron a él y en un minuto nos volvían a bajar. Nos habían llevado al pantalán más cercano a la bocana, donde se amarraba una lancha sin luces que se puso en marcha sin apenas ruido. No supimos cuánto navegamos lago adentro, solo oímos otra lancha. Debían de haber estado fondeando, y a saber de dónde habían venido. Lo vimos mal y aún peor cuando nos detuvimos y nos subieron a cubierta. Las rachas de viento zarandeaban la embarcación. Solo se distinguían las mínimas luces de posición y las muy lejanas de la ciudad.

Por primera vez en mi vida tuve miedo de verdad, porque en combate, al menos, había tenido un arma en las manos. También me invadió la rabia, pero era inútil intentar nada. O sea, que los Hunter acababan cazados como conejos. Ni siquiera podía ver los ojos de un amigo, ni él los míos, como mínimo gesto de consuelo o despedida, de compartir aquella mala suerte injusta; y lo lamenté mucho por todo. Al menos también, no veríamos esa arma que nos mataría. Maldita sea, una ejecución…

Más ráfagas de viento que se mezclaron con las de disparos. Ahora cesarían aquellas cuchillas heladas, pero en cambio, se desplomaban de espaldas quienes nos habían acercado los fusiles a la cara. La otra lancha se abarloaba y se encendían potentes focos y linternas, saltaban cinco hombres, caras descubiertas. Uno nos iluminó.

—¡Nos envía el comandante Werner! ¿Se encuentran bien?

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Las velas del Caronte

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: Carme Sanchis

Género: Relato Aventuras

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de María Cristina Salvans. Las ilustraciones son propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Las velas de Caronte.

El viento que azotaba las velas del barco jugueteaba con su pelo.

Apenas hacía dos días que habían abandonado el puerto y Thomas ya echaba de menos a los suyos.

Ese era su primer viaje a bordo del Caronte, un bergantín de dos mástiles e infinidad de velas que, como fantasmas, se revolvían con el vaivén del mar. La tripulación estaba formada por marineros y piratas, pinches de cocina, grumetes y, por supuesto, el segundo de abordo, el oficial de intendencia, y el capitán.

Les habían dispensado una patente de corso después de un sinfín de abordajes, pillajes y algún que otro bastardo en cada puerto en el que fondeaban.

Pero él no, ese era su primer viaje y deseaba que fuera el último.

Había embarcado deseoso de aventuras y, por qué no decirlo, por despecho, pues la joven dama de la que se había enamorado acababa de casarse con el rico heredero de una familia pudiente.

Después de yacer por octava vez, la muchacha le había informado de dos cosas; la primera, que estaba embarazada, la segunda, que él no iba a criar a ese hijo. Iba a casarse con su prometido, al que la familia había engatusado para hacer creer que casarse con esa joven doncella iba a ser una inversión a largo plazo, pues esta le traería posesiones e incontables hijos que las mantuvieran.

¿Cómo no iba a aceptar ese joven, frente a la idea de ver su fortuna incrementada y perpetuada hasta la eternidad?

Y por eso decidió irse sin esperar a que se celebrara la boda, por si durante la noche del himeneo se descubría que la doncella no era tal y, que además, estaba preñada de un pobre diablo de la aldea.

Así que los vientos le fueron favorables y descubrió que en el puerto estaba anclado un bergantín corso; por delante el mar y el horizonte inexpugnable, siempre lleno de aventuras.

Fue tarea dificultosa persuadir al oficial de intendencia, pero aún más complicado fue convencer al capitán, un hombre barbudo de aspecto infausto y sonrisa más siniestra aún.

–Los que en mi nave embarcan nunca la abandonan –le había dicho.

Y aun así, la invitación le había parecido de lo más atractiva.

Así que se enroló en la tripulación como grumete, poniendo en las más insulsas tareas todo su cuerpo y su alma; indistinto era para él fregar la cubierta o afianzar los aparejos, se sentía dichoso de estar lejos de tierra.

Y ahora, asomado por la barandilla de proa, no podía dejar de pensar en la muchacha y en la posibilidad de que ese bebé que estaba por nacer llevara su nombre. En un mundo justo, él habría podido criar a su hijo, al que el viento mandaba sus susurrantes palabras de amor.

Ilustración de Rafa Mir

Pero el mundo no era justo y, por eso, la mujer a la que había amado yacía en los brazos de otro hombre, mientras Thomas clamaba a los vientos por el fruto de su vientre.

Los días transcurrían con extrema placidez, lentos y monótonos bajo el cálido sol de agosto.

Por lo que sabía, se dirigían al Nuevo Mundo, pero su intención no era desembarcar allí. Querían interceptar un buque español que partía con un cargamento de plata; se decía que el dueño de aquella plata era a su vez el dueño del mundo.

Cuándo, después de varias semanas de navegación, cruzaron más allá de las Azores, el tiempo se hizo indómito; cada vez veían menos el sol y el agua se mecía revuelta bajo la cubierta del navío. Algunas noches, los miembros más jóvenes de la tripulación se despertaban inquietos y asustados, envueltos en una capa de sudor frío que les mantenía atados a sus camas, con un grito encallado en su garganta, pues el viento rugía con fiereza al otro lado de las escotillas del casco de madera podrida, como si de un monstruo marino se tratara.

Aun así, durante el día y mientras hacía sus tareas de intendencia, él mandaba mensajes llenos de amor a su hijo nonato, esperando que algún día los pudiera oír.

Un mes y medio en alta mar necesitaron para llegar a una isla perdida en medio del Atlántico. Decidieron anclar el navío y realizar las reparaciones pertinentes, pues tanto tiempo de fuerte e inclemente viento y de marea embravecida, había hecho estragos en el viejo casco.

Fue al amanecer del quinto día en la isla cuando vislumbraron, a lo lejos, las velas latinas del buque español.

Era una carabela de unos 20 metros de eslora, larga y alta, que parecía acariciar las nubes con sus 30 metros de altura. Se acercaba a una velocidad aproximada de 5,80 nudos, empujada por un fuerte viento que parecía querer llevarla lejos de las tierras del Nuevo Mundo, que había dejado atrás hacía días.

A toda prisa, el capitán les gritó a la orden y obligó a embarcar a todos aquellos que holgazaneaban en la arena de la tranquila isla. Si no se daban prisa en hacerse de nuevo a la mar, la Española pasaría de largo y con ella, sus posibilidades de honor y gloria.

Ganaron velocidad con suma facilidad, pues un cambio de rumbo del viento les favoreció en su avance mientras la carabela se veía ralentizada al no contar con su favor. Cuando estuvieron a pocos metros del buque español, el capitán gritó, por encima del barullo que armaba la tripulación. La orden fue breve, clara y concisa: “¡Al abordaje!”.

En ese momento, la tripulación atrajo ambos barcos con cuerdas acabadas en arpones, y cuando estuvieron a una distancia suficiente, los cañones de ambos navíos empezaron a sonar con estruendo, solo silenciados por los gritos de los hombres que saltaban de un barco a otro con la intención de atacar, o de defenderse.

Mientras luchaba a muerte con un par de marineros españoles, Thomas no podía dejar de pensar en su hijo; ¿Habría nacido? ¿Sabría algún día que él era su verdadero padre, y no el polluelo emplumado que ahora abrazaba a su madre? ¿Se parecería a él?

Y como si el niño respondiera, sentía como cada ráfaga de viento indomable le infundía valor y fuerza para dar una nueva estocada.

Nadie podría decir con exactitud cuántas horas duró la batalla, pero sí el desenlace de ésta: los marineros españoles fueron derrotados, la plata fue transportada al Caronte, la Española fue hundida y con ella, la tripulación.

Mientras los hombres celebraban, a la salud del capitán, tan acaparadora victoria, Thomas solo podía pensar en su hijo y en si algún día se sentiría orgulloso de su padre.

Corrió el ron y se hicieron mil apuestas en aquella noche que, poco a poco, se había tornado negra y tenebrosa, con una oscuridad rasgada solamente por la luz de los rayos cruzando el cielo en el horizonte. El viento azotaba cruelmente las velas del barco y ululaba a su paso por las ventanas situadas en el casco, mientras hacía crepitar las viejas velas.

Pero estaban todos demasiado felices celebrando su victoria como para percatarse de las inclemencias del tiempo, que por otra parte solía resultar hostil en esa zona del Atlántico.

Nadie vio el primer rayo impactando contra el agua, pero sí sintieron el segundo que estalló contra el navío y vieron como éste se desgarraba por la mitad como una simple cáscara de nuez.

Con un trueno ensordecedor, los mástiles cayeron sobre la cubierta y el agujero bajo sus pies creció de tal modo que el mar se coló en los compartimentos de proa y popa, hasta que el barco dejó de flotar y empezó a hundirse.

Como horribles fantasmas, las manos de los muertos en la batalla en alta mar tiraban de las muñecas de los que, aún vivos, intentaban mantenerse a flote para llegar a la isla. Los tablones de madera desaparecían al mismo ritmo que el barco, del que ya solo asomaba el mascarón de proa: esa hermosa cara de sirena encantada.

Y el mascarón precisamente fue lo último que vio Thomas antes de hundirse; pues sintió como unas manos gélidas y muertas se le aferraban al cuello y le hundían en la oscuridad de las aguas, mientras su rostro era golpeado por el frío del viento del atlántico por última vez, y notaba clavada tras sus párpados, la espectral mirada de un marinero español.

***

Diez años después de tal horroroso suceso, Victoria escuchaba embobada la historia de la maldición de la plata azteca; era su favorita. Su ama de cría se la había contado infinitas veces, pero había algo que le atraía especialmente de esa leyenda; aunque no sabía exactamente qué.

Conocía el final de memoria, esa última frase que el ama añadía a modo de advertencia, la moraleja que tenían todas sus historias: “Y así murieron, sin llegar a pagar las dos monedas a Caronte, y por eso yacerán en el fondo del mar para toda la eternidad”.

En ese momento, sentía como en su interior algo revoloteaba y se agitaba, y escuchaba una extraña y lejana voz que, con cariño eterno, le decía al viento: “Siempre te querré, hija mía”.

Mª Cristina Salvans

El cuerpo

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Fantasía urbana

Rating: + 13

Este relato es propiedad de Olga Besolí. Las ilustraciones son propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El cuerpo.

Dicen que la materia se descompone pero que la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Es verdad. Cuando aquel skater se dio de bruces contra mis restos putrefactos en el fondo del callejón, mi yo inmaterial fue testigo presencial del accidente.

Llevaba bastante separado de mí mismo, aunque permanecía cerca, vigilando aquel despojo mugriento y vacío que una vez fui yo. No sé porqué. Quizás por respeto a ese cuerpo que una vez poseí. O, tal vez, por miedo a que el tiempo inclemente llegase a desintegrarlo hasta hacerlo desaparecer. O, quizás, sentía añoranza del pasado. Sea lo que fuese lo que me desgarraba por dentro, la parte liberada de mi ser se obligaba a aferrarse a esa bocacalle de la que no pensaba moverme hasta que alguien encontrase mi cadáver.

Pero mientras eso no sucedía, me mantenía suficientemente lejos de él como para no presenciar con todo lujo de detalles la corrupción lenta a la que eran sometidos los tejidos y que me dolía profundamente, no de forma física, sino a mi orgullo interior. ¿Cómo podía yo haber acabado así, tirado sobre el frío suelo de un callejón sin salida, en un barrio mísero y anónimo de la capital? ¿Es que mis restos no iban a encontrar el descanso de un oficio solemne y de una buena sepultura? ¿Ese era el infame destino que aguardaba a un hombre de bien como yo?

Y allí estaba lo que antes fui, oculto por la húmeda oscuridad de ese rincón al que nadie miraba, en el cegado callejón del que todos rehuían entrar. Y allí permanecía también mi otro yo, aquello en lo que me había convertido, ese ente incorpóreo y translúcido que resistía al pie del cañón, invisible bajo los rayos solares de la calle incansablemente transitada durante el día, y más aún a la luz las farolas nocturnas ocupadas por prostitutas y a las que se acercaban escasos clientes.

En todo el tiempo que permanecí como guardián y custodio a la entrada del callejón nadie me vio, ni me oyó, ni me sintió. Ni a mí, ni a mi cuerpo que yacía semienterrado bajo los desperdicios que los vecinos tiraban por las mohosas y estrechas oberturas que hacían de ventanas. ¡Qué indiferentes se han vuelto los humanos a todo! Las manadas de transeúntes pasaban continuamente a mi lado, algunos hasta me habían traspasado, sin más secuelas que el repentino escalofrío que les recorría fugazmente las espaldas. Como si yo no fuera nada más que una ráfaga de aire frío. Hecho del mismo material que el aire.

Pero yo era mucho más que energía intangible. Conservaba la identidad. Tenía fuerza y movimientos. Poseía voluntad. Aunque carecía de un cuerpo que sostuviera todo lo anterior ¿Cómo quería que alguien me viese? ¿Cómo hacer que supieran que a unos metros de distancia, allí entre esa montaña de escombros, se estaba corrompiendo otra parte de mí? ¿Cómo pretendía que alguien alertase a las fuerzas del orden y de la ley para que vinieran en mi búsqueda? Sencillamente, no podía. Al menos por el momento.

Pronto me di cuenta que lo único que delataba mi existencia era un ápice de viento gélido que desataba con cada uno de mis movimientos. Podía crear pequeñas ráfagas que removían la hojarasca, papeles y demás basura del suelo y los esparcía siguiendo la dirección que yo le imprimía a mi brazo. Si giraba la cabeza bruscamente, conseguía una especie de remolino que se deshacía en cuanto cesaba el movimiento. Si pegaba una patada fuerte al aire, levantaba una estela de polvo y mugre. Si giraba sobre mí mismo, aparecía un tornado ascendente a pequeña escala en mitad de la acera.

Ilustración de Daniel Camargo

Fui practicando los efectos de mis vientos sobre los transeúntes, no porque les viese ninguna utilidad, sino porque me divertía hacerlo. Los cegaba echándoles tierra a la cara. Les hacía cambiar su rumbo para evitar mis ventiscas improvisadas en la acera. Los despeinaba. Les arrancaba los pañuelos de sus cuellos. Les levantaba las faldas. Y, por supuesto, los asustaba. En todas y cada una de las ocasiones. Irónicamente, la gente se estremecía por la aparición de un inesperado viento rachado. ¡Cómo si eso fuese la cosa más increíble del mundo cuando a unos pocos metros tenían un apestoso cadáver plagado de insectos! ¿En qué mundo vivimos?

El mundo seguía avanzando inexorable pese a que yo ya no estaba entre los vivos. Siempre pensé que a mi muerte el mundo se detendría. No fue así. Mi andar por el mundo de los vivos había sido tan banal como el de cualquier otro. En mi muerte, a pasos lentos, aprendí que con mi único poder sobre la materia, ese viento que creaba, podía mover pequeños objetos, hacerlos rodar y que chocasen unos con otros. Y aunque no le vi utilidad alguna a eso, la tendría.

Todo es relativo, dijo Albert Einstein. Eso también es cierto. El tiempo pasa muy lento cuando uno no tiene nada que hacer porque ha dejado de existir tal y como era. Todo lo que antes era primordial para mí, ahora carecía de importancia. Ya no quedaba nada del hombre tan sumamente atareado que fui, del mandamás de la oficina de carácter áspero y malas maneras que no desperdiciaba ni un solo segundo en memeces y que ni siquiera tenía un momento para dedicarle a los suyos. De ese hombre que siempre iba colgado del teléfono y de la agenda. Por ironías de la vida, o de la muerte, ahora ese hombre era un espectro callejero que merodeaba por una de las zonas más pobres de la ciudad sin nada que hacer, salvo esperar.

Tampoco sé exactamente qué esperaba. Quizás a que un accidente fortuito pusiese en movimiento la maquinaria legal para rescatar lo que quedaba de mi cuerpo antes de que las ratas acabaran con su festín. O que algún vecino se asomara a su minúscula ventana para algo más que no fuera tirar otra bolsa de basura encima de mí. O que algún olfato desdichadamente agudo oliera el nauseabundo olor que desprendía el fondo del callejón y que su dueño, convencido de que había encontrado un perro muerto, alertase a la policía. Pero tanto unos pensamientos como otros convergían en lo único que todavía parecía importarme: salvar la poca dignidad que me quedaba del gran hombre que había sido en vida.

Esperaría en el callejón el tiempo que fuera necesario. Ni el cielo ni el infierno me habían reclamado todavía y todo apuntaba a que tenía toda la eternidad por delante ¿Estarían los de arriba leyendo con lupa la letra pequeña de mi vida? ¿Revisaban los de abajo las cláusulas del contrato de mi alma? ¿Estarían sospesando unos y otros mi entrada a sus lares? De ser así, no lo tendrían fácil. Ni yo mismo podía asegurar cuál era el destino del que era merecedor.

En mi vida supe dar grandes ilusiones a muchas personas: alegrías, soluciones y facilidades. Apoyé sus iniciativas empresariales por muy descabelladas que estas fueran. Les alargué el tiempo de estancia en sus vacaciones y mejoré sus destinos. Les di acceso a sus casas de ensueño aunque su sueldo fuera ínfimo. Les ofrecí préstamos y líneas de crédito. Hipotecas, acciones y bonos. Pero también les arrebate sus sueños con la misma facilidad con que se los entregué. Les hice pagar con intereses todo aquello que les ofrecí y me desentendí de sus quejas. Les abarroté de letras, impagos y demandas. Les embargué sus hogares, les manipulé con cláusulas engañosas y les timé con preferentes.

Sí, fui banquero. Considerado lo mejor por la sociedad, con acceso permitido a los clubs y restaurantes más restringidos y selectos de la ciudad, condecorado con mil y un honores, asistente honorífico de numerosas cenas benéficas y uno de los hombres que consiguió triplicar los beneficios en los últimos años, enriqueciendo con ello a muchos accionistas. Pero también supe ser lo peor, desleal con todos, mi esposa, mi familia, mis amigos, mis clientes y todo aquel que pusiera su confianza en mí y sus ahorros en mi mano. Si con ello se saca provecho económico, entonces la transacción es positiva, solía decir en vida. Eso mismo fue lo que me mató.

El ladrón de poca monta que me empujó hasta el fondo del callejón con intención de robarme la cartera y el reloj parecía basar sus principios en el mismo lema que yo. Dame todo lo que tengas, cabrón, dijo con dificultad mientras me apuntaba con una navaja manchada de sangre seca. Él ni siquiera podía creer lo que vieron sus ojos cuando abrió el maletín de piel genuina y encontró todos esos fajos de billetes color violeta perfectamente ordenados. Eso significó un increíble golpe de suerte para él y una cuchillada del infortunio para mí. Me dejó desangrándome y medio muerto al final del callejón y voló con el dinero de las comisiones. Con eso se aseguró que no hubiera testigos del robo con violencia que acababa de perpetrar y que le permitiría pagar todas las curas de desintoxicación que necesitaba. Los involuntarios testigos que pudo haber del crimen cometido se excluyeron de la ecuación bajando las chirriantes persianas de sus ventanas cochambrosas al primer grito de auxilio que emití.

No puedo culpar a la gente por ser desconfiada y egoísta. Yo también lo fui. En incontables ocasiones cerré la persiana de mi oficina para hacer opaco el cristal que me separaba de las súplicas de aquellos que, a punto de perderlo todo, venían al banco en busca de humanidad, aún a sabiendas que un banco es una identidad sin alma. ¿Cómo puedo señalar con el dedo a alguien que actuó como yo había hecho siempre? Sería un acto de hipocresía.

La culpa de todo lo que sucedió fue entera y absolutamente mía. Yo no debería haber estado allí. No a altas horas de la noche y vestido como solía para ir a trabajar. Pero no supe encontrar ni otra forma ni otro lugar más discretos y alejados de mi ámbito para entregar personalmente al ministro de economía lo acordado por su gran contribución a que el rescate de mi entidad financiera se hiciera efectivo. Claro que nunca me llegué a reunir con él. Nunca le di lo suyo. Da lo mismo, él nunca admitiría haberme conocido ni aunque mi vida dependiera de ello.

Inevitablemente me pregunté qué sería de aquellos que me conocieron verdaderamente. ¿Habrían hecho saltar la alarma sobre mi desaparición? ¿Me estarían buscando? ¿Habrían alertado a la policía?

Y entonces, salvándome de tener que reconocer que la respuesta a esas preguntas era bastante incierta y perturbadora, apareció la solución a todos mis problemas. ¡Por fin iba a tener el descanso que merecía!

Lo vi acercarse vadeando la acera, haciendo alarde de su profesionalidad sobre el monopatín. Evitaba atropellar a los peatones derrapando y haciendo eses, giros y trombos. No tendría más que unos quince años y parecía un pandillero de película, con su gorra ladeada y su mochila a la espalda, su camiseta enorme y sus pantalones cortos caídos. «Vamos coge más velocidad» pensaba yo, mientras veía complacido como el chaval se impulsaba con un pie sobre la acera. Y llegó mi oportunidad de oro. Cuando se acercó a más velocidad de la debida agité ambos brazos como si fuese un águila intentando levantar el vuelo. Un montón de tierra y polvo voló sobre la cara del skater mientras le pegaba un patadón al aire, justo donde se apoyaba la rueda izquierda trasera. El pobre skater, cegado sobre su monopatín, entró aceleradamente en el callejón para chocar contra mi pierna y estamparse sobre la montaña de basura que me cubría, que se desmoronó y dejó al descubierto la totalidad de mi cadáver.

Mi treta tuvo el efecto deseado. Ante la escabrosa visión, el joven creó tal alboroto que, al cabo de media hora, la energía que una vez dio vida a esa maquinaria que era mi ser físico, fue testigo de cómo una secuencia de agentes pululaban alrededor de mis restos. Unos lo taparon con una sábana, los siguientes lo destaparon, unos lo fotografiaron, otros tomaron muestras y los últimos lo subieron a la furgoneta y se lo llevaron. Supongo que otros se dedicarían luego a quitar de ahí todos esos desperdicios y a limpiar los pegotes de sangre negruzca del suelo para combatir el hedor del callejón. No sé si tuvieron éxito en su empresa, yo ya no estaba allí para verlo.

Acompañé a mi cuerpo en la ambulancia que se me llevó con el alivio que le embarga a uno cuando siente que un mal trago está llegando a su fin. ¡Había dejado atrás el callejón! Aunque tuve que hacer acopio de toda mi  paciencia para soportar lo que aún estaba por venir. En los días que se sucedieron, aguardé en la cámara frigorífica hasta que llegó mi turno. Siempre cerca de mi cuerpo, estuve presente mientras el forense me practicaba la autopsia. Vi cómo me estudiaban, me analizaban y, por fin, me lavaban y me vestían. Acudí a mi propio funeral, que no era tan ostentoso como imaginaba ni  tan triste como hubiera querido. Puse especial atención en el rostro serio de aquella rubia que una vez fue mi esposa, seco de lágrimas y de sentimientos. Y me despedí sin palabras de aquellos niños que eran mis hijos y que crecerían sin mí, pero que tendrían una gran compensación económica por ello, en cuentas repartidas entre Suiza y las Islas Caimán, en propiedades en España, en obras de arte valoradas en cientos de miles de euros y en unas cuantas pertenencias más que había sabido ocultar convenientemente al fisco.

Reconozco que me sentí complacido conmigo mismo. Sí, la vanidad ha sido siempre uno de mis defectos. Así que, con todo el orgullo del mundo, miré al cielo encapotado que, a modo de presagio, se partía en dos por un rayo que cayó sobre la lápida de mi tumba. Inmensos nubarrones devoraron las luces del día y en el cementerio no quedó más que soledad. Ya es mi hora, grité enérgicamente esperando a que una puerta de luz me abriera la entrada del paraíso celestial.

Nada sucedió.

Bueno, pensé resignado. Tal vez había apuntado demasiado alto. Quizás debía mirar para el otro lado y esperar a que un pozo lleno de negrura se abriera paso entre la tierra fértil del cementerio para llevarme a las profundidades infernales.

Pero eso tampoco ocurrió.

Francamente, estaba desconcertado. Si me quedé atrapado en la tierra de los vivos porque mi alma tenía algunos asuntillos pendientes por arreglar, ya podía ir olvidándome de ello. Muchas de las personas a las que había decepcionado se lo tenían bien merecido. Además, los había borrado, tanto de mi agenda como de mi memoria. Y si se trataba de los clientes a los que mi banco defraudó, yo, como directivo de la sede central, nunca conocí ni sus identidades, ni sus direcciones. ¡No eran más que clientes, por Dios! Y yo solo cumplía con mi obligación. Solo era uno de sus muchos altos cargos, un engranaje más de aquella maquinaria bien engrasada que movía los hilos del sistema económico. ¿Qué culpa tenía yo de que el sistema estuviera corrompido, de que los bancos fueran entidades sin alma? ¿Es que acaso yo había perdido la mía por servir a una entidad financiera? ¿Era esa la razón por la que seguía allí?

De haber tenido un cuerpo, se me hubiera calado hasta los huesos. La intensa lluvia que cayó repentinamente convirtió el cementerio en un lodazal en cuestión de minutos mientras yo, o aquella parte energética que todavía vivía de mí, me acurrucaba sobre la tumba donde yacía mi cuerpo.

Era todo cuanto me quedaba.

Olga Besolí

Agosto 2013

El viento y Erika

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato Ficción

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jesús Rodríguez. La ilustración con propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El viento y Erika.

―¿Cuántas  veces te he de decir que no golpees la puerta? ―preguntó su madre enojada.

―¡Solamente lo he hecho para que pudieras decirme algo! ―respondió Erika con su tono preadolescente tras salir de la casa.

La puerta se había cerrado de un fuerte golpe. El viento le había vuelto a jugar una mala pasada.

―¡No he sido yo, ha sido el viento!  –gritó mientras se alejaba por el camino.

Todos los días sucedía lo mismo. Su madre siempre abría la ventana del salón dos minutos antes de que la niña saliera para dirigirse hacia el colegio, en consecuencia, todos los días se formaba una corriente en el pasillo de la casa y todos se planteaba la misma discusión entre la inocente niña y su incrédula madre.

<<Tenemos que hacer un pacto antes de que sea demasiado tarde ―pensaba de camino al colegio―. No me puedes hacer esto todos los días, mi madre no me cree y me castigará>>.

Tras esta petición el travieso viento le susurró al oído:

―¿Por qué debería dejarte en paz? ¿Acaso somos amigos?

La niña, molesta por lo que el viento le acababa de susurrar, continuó hacia el colegio. Una ráfaga hizo volar las hojas de apuntes que llevaba en su mano derecha. Erika las intentaba recoger pero el viento seguía jugando con ellas. Se acercaba a las hojas pero antes de que las pudiera alcanzar, este las hacía volar y las  mandaba cada vez más lejos. Se sentó a la orilla del camino, rodeó las piernas con sus brazos y con la cabeza apoyada en sus rodillas pensó:

<<Odio al viento y lo maldigo por tratarme de esta manera>>.

―¿Qué te sucede, Erika, por qué lloras? ―le preguntó Alex.

Alex era el compañero de clase que todos los días la acompañaba. Vivía en el mismo pueblo y los dos hacían el mismo camino hacia el colegio. Aquel día se le habían pegado las sábanas y no había llegado a tiempo a casa de la pequeña. Todos los días la esperaba en el camino a unos metros de la entrada.

―El viento no me deja en paz ―respondió la niña entre sollozos―. Todos los días me sigue y siempre me hace de rabiar. Mi madre me castiga por su culpa y no sé qué hacer para que me deje tranquila.

Alex alargó la mano hacia la niña y le entregó las hojas de apuntes que había recogido más adelante en la orilla del camino.

―No te preocupes ―le dijo―. ¿Puedo sentarme a tu lado?

―Claro, siéntate en este mismo tronco, es alto y estarás más cómodo. ¿Cómo es posible que el viento sepa mi nombre? ―preguntó Erika sorprendida.

―Por los cientos de veces que lo ha oído pronunciar ―respondió Alex―. El viento escucha todos los nombres y todas las conversaciones. No te asustes por lo que te voy a decir  ―prosiguió Alex―. Hoy al salir de tu casa has hablado con el viento y le has pedido un pacto. Te has comunicado con él pero no has contestado a sus preguntas.

Erika estuvo a punto de salir corriendo pero la confianza que tenía con Alex y la curiosidad la hicieron quedarse y preguntar:

―¿Cómo puedes saber lo del pacto si yo no te lo he contado?

Alex respondió:

―¿No te lo había dicho? Yo hablo con el viento todos los días y él me cuenta muchas cosas.

Erika comenzó de nuevo a llorar.

―¿Por qué lloras ahora? ―preguntó Alex sorprendido.

Tras una pequeña pausa, que Erika aprovechó para recobrar el aliento, le dijo:

―Que el viento se ría de mí pase, pero que te rías tú que eres mi amigo…

―No me río de ti ―se apresuró a aclarar Alex―. Sé que es difícil de creer pero debes confiar en mí. Ahora tenemos que ir al colegio pero por la tarde con más tiempo, te lo demostraré.

Los dos, sin mediar más palabras, se levantaron y se pusieron en camino. Erika sujetaba sus apuntes con fuerza, no permitiría que aquel impertinente bromista le volviera a arrancar las hojas de la mano.

Alex pensaba en la forma de convencer al viento para que permitiera que Erika jugara con ellos. Cuántas tardes había disfrutado jugando con él, pero ahora sentía que su amiga, aquella preciosa niña, debía conocer su secreto.

El día en el colegio transcurrió como otro cualquiera. Durante el recreo Alex jugaba al futbol con sus amigos Jorge, Enol y Nacho. Desde una esquina del patio Erika y su grupo de amigas los observaban mientras cuchicheaban mostrando sus sonrisas más picaruelas.

 ***

La primavera de aquel año en el que cursaban sexto de primaria salpicaba el cielo con pequeñas nubes que corrían como caballos desbocados adoptando las caprichosas formas que el viento modelaba. 

***

A las cinco y tres minutos, y tras el portón del colegio, Alex esperaba a que Erika se despidiera de sus amigas. En el camino de vuelta a sus casas, cuando los dos caminaban solos, Alex le preguntó:

―¿Te has fijado en las nubes, ves cómo corren y las formas que…? ¡¡Mira, parece un tren!!

―Sí, ya me había fijado en el colegio ―respondió Erika ilusionada― y me he dado cuenta de que es el viento el que las empuja, juega con ellas y les da forma.

Alex se quedó mirándola, Erika no apartaba la vista de las nubes que corrían como caballos desbocados sobre sus cabezas.

―Tenemos tiempo de sobra ―le dijo Alex―. ¿Te apetece jugar un poco con ellas?

―Vale, pero ¿cómo hacemos?

Alex estaba emocionado, por fin tenía su compañera de juegos. La niña más bonita del colegio estaba a su lado dispuesta a compartir con él… Cuántos días la había acompañado, cuántas veces había deseado contarle su secreto y cuántas no se había atrevido.

―¿Ves aquel campo en lo alto de la loma? ―le mostró―, pues tenemos que ir hasta él. Es mi sitio secreto, es donde hablo y juego con el viento.

Erika, aunque comenzaba a pensar que Alex estaba un poco loco, lo acompañó sin poner ningún reparo. Una vez en la loma una brisa cálida le acarició la mejilla y le hizo volar la larga melena. Por primera vez sintió lo cariñoso que puede llegar a ser el viento. Aquel provocador que le tiraba los apuntes, le metía arenilla en los ojos, le cerraba de un golpe la puerta de su casa haciendo que su madre la castigara, había cambiado. Hacía unas horas la había despeinado, ahora, cepillaba su pelo y lo estiraba con el mismo cuidado, con el mismo que ponía su madre cada noche antes de irse a dormir.

Alex la miraba emocionado, el viento le había dicho que la cogiera de la mano y le indicara lo que debía hacer.

―Ven conmigo ―le dijo―, subamos a lo más alto de la loma.

La cogió de la mano y una vez en lo alto le pidió que cerrara los ojos y buscara el viento.

―Tienes que sentirlo en la cara ―le explicó―. Él apartará tu pelo, lo oirás al mismo tiempo susurrar en tus oídos.

Cogidos de la mano estiraron los brazos hasta ponerlos en cruz. Alzaron la cabeza hacia el cielo y los dos, al mismo tiempo, abrieron los ojos.

Las nubes pasaban a gran velocidad ante ellos. Desde lo alto de la loma y mirando hacia el cielo, solamente podían ver un lienzo azul repleto de aquellas caprichosas nubes que adoptaban infinidad de formas y que jugaban intentando escapar del viento. Erika estaba emocionada disfrutando de aquel maravilloso paisaje, se sentía flotar en el aire, estaba volando. Alex la miró de reojo y adivinó que estaba preparada. Preguntó al viento si podía hacerlo y este asintió.

Alex pidió a Erika que le mirara a los ojos. Al hacerlo ella sintió la seguridad que este le transmitía y no tuvo miedo. Miró a su alrededor y descubrió que estaba volando sobre una pequeña nube con forma de caballo y que la pequeña loma quedaba allí abajo y a su espalda. A su lado, Alex cabalgaba sobre un bonito corcel.

―¿Hacia dónde vamos? ―preguntó Erika.

―Hacia donde el viento nos lleve ―contesto Alex.

El viento había bajado en intensidad y los empujaba suavemente paralelos a la costa. Desde sus monturas podían observar su pueblo, los tejados de las casas, la pequeña plaza de la fuente. A lo lejos el mar bañaba las playas y golpeaba las rocas de los pedreros y pequeños acantilados. El viento unió las dos nubes transformando aquellos caballos en un bonito carruaje. Otras nubes se unieron y, al instante, aquel carro era tirado por seis caballos blancos. Mientras los dos disfrutaban de aquel tranquilo paseo, Erika preguntó:

―¿Has volado con las nubes muchas veces?

―Sí, lo cierto es que no recuerdo exactamente cuántas pero son ya muchas.

―¿Y nunca antes habías invitado a nadie a que te acompañara?

―No, siempre he estado solo pero siempre he deseado compartirlo contigo. Desde que llegué al colegio hace ya más de dos años llevo viniendo aquí y desde entonces llevo deseando invitarte.

Un pequeño silencio, unas tiernas miradas y un poquito de vergüenza. Esta última hizo que Alex siguiera comentando:

―No solamente es volar lo que hago con el viento. También hablo con él de muchas cosas y me ha enseñado muchas otras.

―¿Muchas otras como qué? ―preguntó Erika curiosa.

―Me ha enseñado a escuchar a las montañas. ¿Nunca has oído silbar al viento a su paso por las cañadas?

―Sí, claro ―respondió extrañada ante la pregunta del muchacho―. En muchas ocasiones lo he oído.

―Pues no es solamente que silbe, es que transmite los sonidos que emiten las montañas. Son ellas las que hablan y se comunican entre sí.

―No me lo creo. ¿Cómo es posible?

―Es muy sencillo de entender. Las personas emitimos sonidos para hablar, ¿verdad?

―¡Ya lo entiendo! ―interrumpió Erika antes de que Alex siguiera explicando―. Si yo estoy en un extremo de una calle y quiero hablar con alguien que está en el otro extremo, puedo hacerlo. El viento lleva mis palabras.

―Exactamente. Esa persona oye y entiende lo que dices. Con las montañas ocurre lo mismo. Ellas hablan entre sí, pero como no entendemos su idioma solamente percibimos armoniosos silbidos que se pasean por las cañadas. Si te fijas, cambian en tono e intensidad. Sabiendo esto solamente te falta interpretarlo.

Erika estaba fascinada por las cosas que Alex le contaba, se acercó más a él, le cogió del brazo, apoyó la cabeza en su hombro y le dijo:

―Cuéntame más cosas de las que te ha enseñado el viento.

Ilustración de Marta Herguedas

―También me ha enseñado a escuchar a los árboles. Esos sí que no paran de hablar. Es muy curioso. Cuando están contentos hablan a través de las hojas. El viento las hace chocar unas contra otras y contra las pequeñas ramas. Si te fijas, suenan como pequeñas campanillas, cada tono es una letra y al encadenarlas forman las palabras.

Esta explicación impresionó aún más a Erika.

―¡Es cierto ―exclamó la niña―. De eso sí que me he dado cuenta pero ¡a mí me suenan como un xilófono! ¡Parecen hacer música, con lo cual, cada nota es una letra y con estas componen las palabras!

―¡Vale, vale, yo no lo habría podido explicar mejor! ―afirmó Alex.

Alex estaba seguro de haber acertado al compartir con ella su secreto. Los dos se quedaron en silencio disfrutando del agradable paseo en su carruaje.

No habían pasado dos minutos cuando Alex, que conocía bien a su amigo el viento, puso en alerta a Erika.

―Prepárate ―le dijo―, el viento lleva demasiado tiempo tranquilo sin armarnos ninguna perrería.

  El viento los empujaba cada vez con más fuerza convirtiendo aquel paseo en una verdadera carrera. El carro se dividió de nuevo. Dos nubes con forma de caballo llevaban en sus lomos a los dos niños. Galopaban a gran velocidad. Otras nubes formaban obstáculos que ellos saltaban con facilidad. Las formas de las nubes empujadas por el viento cambiaban constantemente. Carreteras de nubes marcaban el circuito por el que disputaban el gran premio de fórmula uno. Las ráfagas de viento hacían que los coches que pilotaban cogieran grandes aceleraciones, les hacían quedar pegados al respaldo de sus asientos. La carretera acababa en una empinadísima cuesta formada por un cúmulo ascendente que les hacía caer en espiral por un interminable tobogán, y al final de este, una nube negra formaba un túnel por el que circulaban subidos en uno de los vagones del tren del terror. Erika se abrazaba a Alex mientras ante ellos aparecían las más terroríficas imágenes. Al fondo del oscuro túnel se podía ver una luz, era la salida. El tren se transformó en una pequeña barca y un tranquilo mar de nubes azules y blancas les permitió descansar chapoteando en sus calmadas aguas. Un colchón de nubes les invitó a echarse y descansar. Los dos, abrazados, se quedaron dormidos.

Cuando abrieron los ojos se encontraban tumbados sobre la hierba. Alex se levantó y le ofreció la mano a Erika para ayudarla a levantarse al tiempo que le decía:

―Nos hemos quedado dormidos y se nos ha hecho tarde. Tenemos que ir para casa. Aunque mañana es sábado y no tenemos clase, no debemos arriesgarnos. Si nos castigan no te podré enseñar a hablar con el mar.

Erika no salía de su asombro. La experiencia que acababa de vivir era tan sorprendente e increíble que no la podría contar, sería inútil, nadie la creería, todos la tomarían por loca, pero no importaba, era su secreto y no había ninguna necesidad de compartirlo.

De camino hacia sus casas iban hablando sobre la carrera a caballo y el tobogán gigante. Ninguno de los dos sabía quién había ganado la carrera de obstáculos, ni quién habría subido al podio. No importaba, habían pasado la tarde más emocionante de sus vidas.

En esta ocasión Alex acompañó a Erika hasta la puerta de su casa, los dos se despidieron hasta el día siguiente en el que la pasaría a buscar. Ella le dio un beso en la mejilla, él se sintió el más afortunado del mundo.

La puerta se cerró tras la niña pero no sin que Alex pusiera su pie para frenar el golpe. Su amigo el viento estaba allí para gastarles la última broma del día. Alejandro no estaba dispuesto a permitir que por una broma de su amigo dejaran castigada a Erika al día siguiente.

A las once de la mañana Alex llamaba a la puerta de la casa de Erika. El viento había ido con él y estaba dispuesto a ayudarle.

―Buenos días, señora, soy Alejandro y vengo a buscar a Erika para ir a dar un paseo.

―Ahora la aviso, puedes esperar si quieres en el jardín.

―Gracias, así lo haré. —contestó Alex mientras se apartaba de la puerta.

La madre de Erika le miraba mientras se alejaba y hasta que este se dio la vuelta. Alex se quedó mirando hacia la madre de Erika mientras esta se dirigía hacia el interior de la casa. Al instante, su amigo actuó propinándole a aquella puerta un gran empujón que la hizo cerrarse con tal fuerza que las bisagras parecían haber saltado de sus encajes. Erika se dio cuenta y con la mayor ironía de la que pudo hacer alarde le dijo a su madre:

―No te preocupes, mamá, no pasa nada, es que hay un poco de corriente y el viento la ha cerrado.

La madre era consciente de que en aquel momento había perdido la batalla.

La niña se sentía triunfadora por doble motivo. Había demostrado a su madre que tenía razón, que no cerraba la puerta con fuerza todos los días, con lo cual, ya nunca más la podría regañar o castigar por este motivo. Por otra parte, el viento ya no la provocaría, ahora era su amigo.

Transcurridos unos minutos Erika salía por la puerta de su casa dirigiéndose al jardín donde Alex la esperaba.

―¿A dónde le has dicho a mi madre que íbamos? ―preguntó Erika sorprendida por la forma en que su madre se había despedido de ella (siempre le leía la cartilla; pórtate bien, mira lo que haces, cuidado con quién hablas). Es muy extraño no me ha dicho nada, ni siquiera me ha puesto hora.

―Creo ―le contestó Alex esbozando una pícara sonrisa― que estaba más preocupada por las consecuencias del portazo.

Los dos atravesaron el jardín de la casa y tras cerrar la verja siguieron corriendo por el camino. Erika se dio cuenta de que no se estaban dirigiendo hacia el puerto. El día anterior Alex le había dicho que la enseñaría a hablar con el mar. Se detuvo y frenó a Alex tirándole de la mano. Este le preguntó:

―¿Por qué paras? Aún no hemos llegado

―Ayer dijiste que me enseñarías cómo habla el mar y no estamos yendo hacia él.

―Es cierto, pero es que… para eso necesitaríamos casi todo el día.

―Bueno, mi madre no me ha puesto hora. ¿Y la tuya?

―La mía tampoco pero tendremos que pasar por mi casa y coger las llaves del almacén del puerto para poder sacar el barco.

―¡Pues hagámoslo! ―concluyó Erika con gran entusiasmo.

Llegaron a la casa de Alex, cogieron las llaves y después de que su madre les prepara unos bocadillos y “les leyera la cartilla”, se dirigieron hacia el puerto.

Tras abrir el portón del almacén donde guardaba el pequeño barco de vela que ya había sido de su padre y con el que él había aprendido a navegar, Alex pidió ayuda a Erika para sacarlo a la explanada y poder montar el mástil, las velas y toda la cabuyería que se precisa para navegar. Una vez concluida esta operación arrastraron el barco sobre su remolque hasta la rampa de acceso al agua. Erika nunca se había subido a un barco de estas características, por lo cual, Alex se había esmerado en explicarle todo lo concerniente a la navegación y que fuera imprescindible para el buen funcionamiento del barco. Lo referente al viento ya se lo explicaría en la mar.

Una suave brisa les ayudaba a avanzar hacia la bocana del puerto. Al salir de la protección del espigón el viento se entabló del nordeste con una intensidad de no más de ocho nudos. El día era perfecto.

―¿Hacia dónde vamos? ―preguntó Erika mientras cazaba la vela de proa.

―De momento hacia ningún sitio en concreto, dejaremos que el viento y el barco lo decidan.

―¿Y eso no es peligroso?

―Si eres amigo del viento… no. ¿Lo escuchas? El viento está hablando con el barco y los dos están negociando hacia dónde ir. Fíjate bien. El viento siempre empuja a los barcos hacia donde él se dirige y nunca les deja ir en sentido contrario. Puede negociar con el viento y conseguir enfrentarse hasta un punto, pero verás que cuanto más intente enfrentarse a él, más le hará sufrir. Lo intentará tumbar y si se pasa intentando enfrentarse el viento batirá sus velas con tanta fuerza que las podría llegar a romper.

―Vale, muy interesante, pero ¿cómo habla el mar y qué tiene que ver el viento con ello?

Alex estaba emocionado intentando explicarle a Erika todo lo referente al funcionamiento del barco y se había olvidado del fin que les había llevado hasta allí.

―Claro, perdona, te lo contaré. Tú ya sabes que el viento es el que transmite todos los sonidos del mundo. Es el que ayuda a hablar a los árboles agitando sus hojas, el que silba por las cañadas y el que da forma a las nubes. El viento es imprescindible también para que el mar pueda hablar. Este suele tener tranquilas conversaciones cuando el viento acaricia su superficie, como hoy. Fíjate, ¿ves esas pequeñas olitas rompientes? Escúchalas, escucha el chasquido que producen, ese es el sonido que emiten las pequeñas olas al hablar entre sí.

―Y el rugido de las grandes olas ¿por qué es tan fuerte y asusta tanto? –preguntó Erika interesada mientras miraba a Alex con suma atención.

―Tú te enfadas con el viento cuando te despeina, cuando te tira los apuntes, o cuando te cierra la puerta de un golpe. La mar se enfada con el viento por el mismo motivo. Este sopla y sopla sin descanso durante mucho tiempo incomodándola. La mar se enfurece y le grita para que la deje tranquila, pero como el viento es un provocador, sigue y sigue soplando y enfadando a la mar que se levanta para protestar en forma de grandes olas rugientes que zarandean todo lo que encuentran en su camino. Es tal su cólera que no perdona a nadie ni a nada. Por eso cuando la mar se enfada es mejor no estar demasiado cerca y si lo estás, déjate llevar. Las olas rugientes vendrán tras de ti y te dirán constantemente “no te enfrentes a nosotras o te engulliremos”. La mar no es mala. A ella le gustaría que todos los días fueran como hoy para poder hablar con los marinos y veleros que la surcan, pero el viento es un gran provocador y la mar no tolera sus bromas.

―¿Entonces las olas que llegan a la playa o se estrellan contra los pedreros o acantilados también lo hacen en protesta contra el viento? ―entendió Erika.

―Cierto ―respondió Alex―. Las grandes olas golpean con fuerza las rocas produciendo un gran estruendo y esta es la forma que tiene la mar de descargar su ira por lo que el viento le ha hecho sufrir.

―Cuando estamos en la playa ―se adelantó Erika― las pequeñas olas como las que hay hoy te acarician y susurran porque la mar está contenta.

―Lo has entendido perfectamente ―comentó Alex una vez más emocionado por lo bien que Erika le entendía. Al instante continuó―: Y cuando las olas que llegan a la playa son grandes no te acarician, te rugen y golpean porque la mar está enfadada con el viento.

—Entonces, el viento es malo ―concluyó Erika.

―Yo no lo creo. Pienso que hay que conocerlo y tú ya lo vas conociendo. Es caprichoso y provocador.

El día transcurría mientras los dos muchachos navegaban por la orilla de la playa. Escuchaban, aunque no lo pudieran entender, el parloteo de las pequeñas olas.

<<¿De qué estarán hablando?>>, se preguntaba la niña mientras observaba a Alex aferrándose  al timón.

―Nos vamos hacia el puerto ―le dijo Alex―. No me gustan aquellas nubes que se acercan desde el horizonte. El viento es travieso pero avisa de lo que va a hacer. Si nos quedamos aquí, no tardará más de una hora en estar zarandeándonos con fuerza.

Erika no salía de su asombro. ¿Cómo era posible? Hacía un día perfecto y… ¿unas simples nubes que casi no se distinguían en el horizonte lo iban a estropear?

El pequeño barco de Alex no tenía motor ni remos. Era únicamente propulsado por el viento.

Alex y Erika se dirigían hacia el puerto cuando el viento comenzó a amainar. En unos pocos minutos llegó a calmarse totalmente dejando el barco parado a merced de las olas que lo devolvían hacia la playa.

―¿No decías que el viento soplaría con fuerza y que mejor íbamos para el puerto? ―pregunto la niña.

―Sí ―respondió Alex―, pero siempre antes de la tempestad hay una calma y ha llegado antes de lo que esperaba.

―¿Y cómo vamos a llegar ahora al puerto? ―preguntó Erika claramente asustada.

―Pues iremos como podamos, o más bien como el viento nos deje… si nos deja.

―¡¡ALEX, ESTO NO TIENE NINGUNA GRACIA!! ―gritó Erika en su ascendente camino hacia la histeria.

―No sucederá nada ―la tranquilizó el muchacho―. Esperaremos a ver de qué rumbo se entabla y ya veremos qué hacer.

Erika se quedó callada. Miraba a Alex, que parecía disfrutar con aquella situación. El viento no tardó en aparecer. La muchacha vio como este separaba el barco de la costa alejándolos del puerto y llevándolos mar adentro. El viento soplaba cada vez con más intensidad y las olas iban creciendo y haciéndose cada vez más grandes y amenazadoras. Alex sonreía y esta situación ponía cada vez más nerviosa a Erika. La costa cada vez se veía más lejos y las grandes y rugientes olas empujaban con fuerza al barco, que se precipitaba desde las crestas hasta sus senos una y otra vez. Erika comprendió lo que Alex le había explicado. “Cuando la mar se enfada con el viento, déjate llevar y nunca te enfrentes, te engullirá”.

―Erika, mírame ―le dijo Alex con la misma firmeza y seguridad con la que la había confortado en la colina la tarde anterior―, no va a pasar nada. Estamos en la mar y jugaremos con ella y con el viento de la misma forma que lo hemos hecho ayer con las nubes.

El viento y la mar habían separado el barco de la costa lo suficiente como para que esta ya no se viera. Estaban rodeados de mar y cielo. El barco se seguía precipitando por las olas cada vez con más fuerza pero Erika, en aquel momento, ya no tenía miedo. El barco disfrutaba planeando las enormes olas y Erika y Alex gozaban deslizándose con él por aquella interminable montaña rusa. Bajaban a gran velocidad. En el seno de las olas todo quedaba en calma y a continuación subían la siguiente ola hasta llegar a su cresta donde el viento empujaba con gran fuerza las velas y lanzaba el barco hacia la siguiente pendiente. Más tarde el viento se fue calmando y las olas reduciendo su tamaño.

***

Las nubes se disiparon dejando paso a los cálidos rayos del sol que calentaban aquella tarde de verano. El cielo se mostraba limpio de nubes y de un azul intenso que se reflejaba en la mar tintándola también de azul. Las pequeñas crestas de las olas rompían salpicando la mar de manchitas blancas que la convertían en un inmenso campo de algodón.

***

Aquella tormenta parecía haber pasado. El viento había cambiado de rumbo y ahora dirigía el barco hacia tierra empujándolo suavemente.

―Ya has podido ver a la mar enfadada con el viento ―comentó Alex mientras dejaba a Erika coger la caña del barco para que sintiera la fuerza del viento empujando las velas―. Y ahora los puedes ver jugando como dos buenos amigos. “Así de caprichosa es la mar, así de caprichoso es el viento”.

Al atardecer, mientras el sol se acostaba sobre el horizonte, la mar tendía sobre su superficie un suave manto tejido con rayos de todos los colores. Ante él, y desde el espigón del puerto, se podía ver la silueta del pequeño velero que, empujado suavemente por el viento, se aproximaba.

Jesús Rodríguez

La casa Rosicky

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Terror

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Este relato es propiedad de Roberto del Sol. La ilustración con propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La casa Rosicky.

Cuántas veces me habré preguntado qué es lo que hace que las cosas sucedan, o si somos realmente libres para escoger nuestro destino. Si aquella tarde no hubiésemos decidido ir a la casa Rosicky, ¿el mal nos hubiese perseguido hasta encontrarnos?

De todos los recuerdos de mi infancia, solo hay uno que me gustaría borrar, pero no puedo. Solo éramos unos niños. ¿Qué clase de terrible pecado habíamos cometido?

Prefiero pensar que no fue nada personal, que nada más que estábamos en el lugar y momento equivocados. Otra cosa me volvería loco.

En la primavera de 1980 yo tenía once años y había perdido la cuenta del número de veces que nos habíamos mudado de casa. Mi padre era capitán de la guardia civil y nos trasladábamos continuamente por toda España cada vez que él cambiaba de destino. Al principio me parecía muy duro dejar atrás una y otra vez buenos amigos, pero creo que llegó un momento el que me acostumbré a aquella vida nómada. Visto desde la distancia, a veces pienso que la calidad de mis relaciones de amistad disminuía con cada cambio, quizás como una medida inconsciente de defensa por mi parte, para minimizar el daño que sin duda llegaría cuando tuviésemos que marcharnos. Por otra parte vivíamos en un cuartel, y allí todos éramos como una gran familia acostumbrada a la llegada de nuevos miembros. Gracias a eso, y a mi carácter extrovertido, nunca me costaba mucho trabajo integrarme en alguna pandilla de chicos de mi edad.

Aquella tarde hacía un buen rato que el sol se había puesto. La luna llena comenzaba a iluminar en blanco y negro las calles, y se podía ver incluso en los rincones más escondidos sin la iluminación de las farolas.

Era viernes y al día siguiente no había colegio, y eso significaba que nuestras madres todavía tardarían un buen rato en llamarnos para cenar, así que Raúl nos propuso ir hasta la casa Rosicky. A los tres nos pareció una buena idea, o por lo menos no abrimos la boca para protestar. Hacerlo hubiese podido tomarse como una muestra de miedo y ninguno quería parecer un gallina. Aunque todos teníamos la misma edad, Raúl era unos meses mayor, y esa diferencia, y una valentía que a veces rayaba en la temeridad, eran suficientes para que lo hubiésemos elegido como nuestro líder.

La casa Rosicky estaba abandonada desde hacía muchos años. Era enorme e impresionaba verla a plena luz del día. A mí me parecía que era hermosa a su manera, pero tengo que reconocer que era bastante extraña. Pasar delante de ella me ponía los pelos de punta y hacía que la mirase de reojo mientras caminaba. A mi padre no le gustaba demasiado que merodeásemos por los alrededores de la casa pues, aunque el barrio era muy tranquilo, el abandono la había deteriorado tanto que podía haberla vuelto peligrosa. Recuerdo que siempre me decía que aquella construcción destacaba tanto como una rosa en medio de un campo de ortigas.

Según me había contado Raúl, había sido construida a principios del siglo XX por un acaudalado matrimonio polaco cuyos negocios tenían algo que ver con la minería. Sus dueños apenas habían podido disfrutar de la mansión, puesto que habían muerto en un accidente de tráfico cuando viajaban a Polonia con su hija.

Después de un paseo muy corto en el que apenas hablamos entre nosotros, llegamos hasta la casa. A nuestro alrededor no había más ruidos que las voces amortiguadas por la distancia de los demás chicos que todavía jugaban en la calle. La vegetación crecía de forma salvaje y se entretejía con la oxidada reja de hierro forjado que cercaba la finca. Raúl, que conocía perfectamente el terreno, nos dirigió sin vacilar hasta la verja de la entrada, cuyas dos hojas estaban sujetas por una gruesa cadena y un candado que nadie había abierto en años.

—¡Vamos! —nos animó Raúl—. Si empujamos con fuerza, lograremos mover esta verja lo suficiente como para poder pasar.

Una de las hojas se había descolgado de las bisagras y estaba clavada en el suelo, pero la otra todavía se movía, y la longitud de la cadena permitía una holgura suficiente para que pudiésemos pasar por la abertura con un poco de esfuerzo.

Una vez dentro, la excursión dejó de parecerme divertida. Ya no podía oír a los chicos y dudaba que pudiésemos escuchar a nuestras madres en caso de que nos llamasen. Arturo debió de sentir lo mismo, porque recuerdo perfectamente su mirada al pasar a mi lado.

La luz de la luna se filtraba a través de las ramas desnudas de los árboles muertos del jardín e iluminaba de tal forma la casa que ya no me parecía hermosa. Bañada con aquella luz fantasmal, la casa parecía haberse despojado de su disfraz de lugar apacible para revelar su verdadera naturaleza maligna. Quizás incluso la guarida de algo que en ese mismo instante nos estuviese observando detrás de aquellas ventanas de vidrios rotos y lechosos, mientras extendía sus tentáculos entre la maleza del jardín para atraparnos.

Intenté pensar en cosas menos aterradoras, pero no lo conseguía.

Raúl nos reunió para contarnos el plan y, mientras hablaba, yo no podía quitar los ojos de la casa. Mi imaginación dibujaba siluetas tras los cristales sucios y veía sombras moverse allí donde no había nada.

—He traído tres petardos de los gordos —anunció Raúl presa de la excitación—. ¿Qué os parece si los tiramos en la cueva del conejo? —preguntó de forma retórica, pues sabía que la decisión estaba tomada y ninguno de nosotros se echaría atrás.

La guarida del conejo era un agujero de unos treinta centímetros de diámetro que alguien o algo había excavado en la parte de atrás del jardín, en la ladera de una pequeña loma que habíamos descubierto mientras jugábamos a exploradores, a plena luz del día.

La idea de rodear la casa de noche, hasta un lugar que quedaba tan lejos de la única salida de la finca, no me agradó demasiado, pero Raúl continuó hablando y acabó por contagiarnos su excitación. Además, y si todo salía bien, tan solo serían unos minutos. Y tirar unos petardos bien merecía el mal trago.

Una vez que nos pusimos de acuerdo, comenzamos a movernos sigilosamente de árbol en árbol detrás de Raúl.

—Cuidado con el estanque —susurró Raúl—. Pisad en las mismas piedras que yo si no queréis que vuestros padres os den unos azotes por llegar a casa con los zapatos mojados y llenos de barro.

Llegamos al jardín trasero sin más contratiempos y nos tumbamos sobre la hierba a recuperar el resuello. Sobre nuestras cabezas brillaban miles de estrellas en un cielo completamente despejado. Solo aquella imagen hacía que todo hubiese merecido la pena.

Raúl se sentó y abrió la mano para enseñarnos lo que había traído.

—Dos bombas y una traca. Vamos a pulverizar ese agujero —señaló un punto a unos metros de nuestra posición—. Yo tiraré el primero, ¡seguidme!

Reptamos por la hierba hasta que nos ordenó detenernos alrededor del agujero. Aquel círculo de profunda negrura parecía bastante más grande que a plena luz del día. Recuerdo que en ese momento pensé que quizás se tratase de la guarida de algún animal peligroso y no di un paso atrás, pero dejé que mis dos amigos se pusieran en primera fila.

—¡Guau, es genial! —exclamó Raúl con un tono demasiado alto para mi gusto en cuanto se asomó al agujero.

Ilustración de Verónica López

No entendí a qué se refería hasta que me acerqué a él. Una brisa fresca salía de la abertura y bañaba nuestras caras. Por un instante cerramos los ojos y disfrutamos del momento, olvidándonos por completo de nuestros temores y de donde estábamos.

—No me lo puedo creer —comentó Arturo—, pero si huele a chocolate…

Lo miré extrañado. Era cierto que olía bien, sin embargo, a mí me parecía que olía a ropa recién lavada.

Yo estaba desconcertado. Había algo que no encajaba en todo aquello. En el jardín no se movía ni una hoja.

—¿De dónde creéis que viene el viento? — pregunté.

—No lo sé. Quizás sea alguna especie de túnel de ventilación de una sala de máquinas…

—Pero no hay nada en la dirección en la que está excavado el túnel —repuse—, tan solo la casa. Y tú dices que está abandonada desde hace muchos años. ¿Qué clase de máquina funcionaría durante tanto tiempo?

—¡Mirad, chicos! ¿Qué es eso que brilla en el fondo del agujero?

Nos asomamos de nuevo al borde y vimos a qué se refería Arturo. Una pequeña luz bailaba en la oscuridad.

—¡Espera, espera un segundo! —exclamó Raúl—. ¿Podéis oír lo mismo que yo?

Nadie dijo nada. Aunque nos costaba entenderlo, sabíamos a qué se refería. No había duda alguna. Envuelta en la brisa llegaba la voz cristalina de una niña que tarareaba una hermosa canción.

—¡Hay alguien ahí abajo! —exclamé asustado por el significado de lo que acababa de decir.

—Quizás se haya quedado atrapada —dijo Arturo.

—Lo mejor será que vayamos a avisar a nuestros padres —comenté superado por los acontecimientos.

Ni Arturo ni yo pudimos evitar lo que sucedió a continuación.

Raúl no estaba dispuesto a volver a casa sin acabar la misión. Cuando me giré al escuchar su voz, en sus manos brillaba la chispa de la pequeña mecha del petardo.

—Está bien —dijo mientras lanzaba la traca al agujero—. Avisaremos a quienquiera que sea que esté ahí abajo para que sepa que vamos a volver con ayuda.

Todos nos retiramos hacia atrás de forma instintiva. Yo sabía que aquello no había sido una buena idea pero, al no escuchar la explosión después de un tiempo más que razonable, llegué a pensar que al final podíamos haber tenido un poco de suerte y quizás la mecha se hubiese apagado.

Sé que no deberíamos haberlo hecho, que tendríamos que haber salido corriendo de aquella casa infernal, pero la curiosidad de los niños no atiende a lógica alguna y nos parecía que no teníamos nada que temer de aquella brisa fresca y de la voz embriagadora de la niña que cantaba. Volvimos a asomarnos al agujero y nos sorprendió descubrir que el caudal de aire había aumentado hasta volverse casi molesto. Además, aquel olor agradable había sido sustituido por otro repugnante y ya no se oía la voz de la niña.

Nadie estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

Las explosiones nos cogieron a todos por sorpresa, pero no nos asustaron tanto como lo que vimos cada vez que estallaban los pequeños petardos y la luz iluminaba la oscuridad durante un breve instante. Alguien reptaba hacia nosotros con una rapidez impropia del tamaño del agujero. Por muchos años que pasen, nunca podré olvidar aquella cara que nos miraba fijamente con unos ojos negros como el azabache y aquella sonrisa demencial.

No tuvimos tiempo a reaccionar.

El agujero nos escupió en la cara una bocanada de viento putrefacto mientras una mano blanca como la cera atrapaba a Raúl.

—¡Dios mío! —gritó cuando las uñas sucias se clavaron con fuerza en la carne de su brazo—. ¡Duele mucho, y quema…!

El viento cambió y se convirtió en una poderosa fuerza de succión que comenzó a arrastrar a nuestro amigo hacia la oscuridad, que pareció abrirse para recibirlo.

Estábamos aterrorizados, pero no dejaríamos a Raúl a merced de aquella fuerza maligna sin luchar, así que tiramos de él con todas nuestras fuerzas. Al instante nos dimos cuenta de que era un gesto inútil, que no podríamos vencer, pero no cejamos en nuestro esfuerzo hasta que por encima de nuestros gritos comenzamos a escuchar sus huesos romperse mientras el agujero se lo tragaba.

Por un instante se hizo el silencio. Arturo y yo nos quedamos allí, sentados al borde del agujero, llorando y sin saber muy bien qué hacer. Incapaces de creer lo que había sucedido.

Cuando el viento comenzó a soplar de nuevo, Arturo se levantó gritando fuera de sí.

—¿Puedes oírlo? ¡Ha dicho mi nombre! ¡Ahora viene a por mí!

Yo sabía que no había sido así, porque lo único que había oído con total claridad, y como si alguien me lo hubiese susurrado en el oído, había sido mi nombre.

No hizo falta hablar más. Comenzamos a correr como dos locos hacia la salida. Tropezamos y caímos varias veces mientras la fuerza del viento que nos envolvía crecía e intentaba entorpecer nuestra huída.

Ni siquiera pensamos en rodear el estanque. Solo cuando nuestros pies comenzaron a chapotear en un suelo pastoso que ralentizaba la carrera, caímos en la cuenta de que quizás hubiésemos cometido un error: no sabíamos cuál podía ser la profundidad de aquella charca. El viento nos zarandeó como marionetas y nos arrojó a la cara las nubes de mosquitos que flotaban sobre el agua estancada, así que nos vimos obligados a correr casi a ciegas el último tramo hasta la verja. Agotado y con el corazón a punto de estallar, alcancé la abertura y pasé dejando un jirón de ropa y algo de piel enganchados en el hierro.

Todavía a día de hoy pienso en qué hubiese sido de nosotros si hubiese dejado que Arturo intentase salir en primer lugar.

Absolutamente aterrorizado, mi amigo no se agachó lo suficiente y su pelo se enganchó en la verja, o por lo menos quiero pensar que fue la verja lo que lo atrapó.

—¡Ayúdame! —gritó desesperado mientras me tendía la mano.

No lo dudé. Estaba seguro de que allí afuera me encontraba a salvo y que aquella fuerza maligna ya no podía alcanzarme, así que le cogí la mano y tiré con unas fuerzas que ya no tenía. Durante un instante recordé nuestro intento de rescatar a Raúl y tuve miedo a fallar de nuevo, pero nada de eso sucedió. Arturo logró salir, aunque se dejó buena parte del cuero cabelludo colgando de la verja. Recuerdo que nos abrazamos y lloramos durante lo que me pareció una eternidad. Hasta que la sangre que manaba de su cabeza comenzó a empapar mi mano. Teníamos que volver a casa. Él necesitaba que un médico viese su herida y además teníamos que contar lo sucedido a nuestros padres para que volviesen a buscar a Raúl. Antes de marcharnos nos dimos cuenta de que el viento había cesado y, al levantar la vista hacia la casa por un instante, los dos pudimos ver, sobre la colina, la silueta de alguien que tenía el tamaño de una niña recortada contra la luz de la luna.

Mi padre sabía que yo nunca me inventaría una historia como esa, así que media hora después estábamos de vuelta en la casa, solo que ahora más de veinte hombres registraban el edificio y el jardín de forma exhaustiva.

Recuerdo que nos pidieron que los acompañásemos hasta el sitio en el que Raúl había desaparecido. En ese momento Arturo sufrió tal ataque de ansiedad que el doctor tuvo que sedarlo. Con el miedo en el cuerpo, avancé hasta un lugar que consideré seguro y les señalé el lugar en el que se abría el agujero de conejo.

Los hombres comenzaron a hablar entre ellos, desconcertados. Mi padre se acercó hasta donde yo estaba y se arrodilló ante mí.

—Hijo, ¿estás seguro de que es ahí? —me preguntó mientras me miraba a los ojos con preocupación—. No parece muy grande.

Me aparté de mi padre y vencí el miedo para acercarme hasta los hombres que rodeaban el agujero, que a la luz de los focos era poco más grande que una madriguera de ratón.

Yo estaba desconcertado, pero insistí en que había sido allí donde habíamos perdido a Raúl.

A pesar de lo evidente, excavaron toda la zona, pero no encontraron nada. Aquel agujero que yo les había señalado no profundizaba más de unos cinco metros en la tierra.

Otra cosa fue lo que encontraron en el sótano de la casa.

Ser pequeño tenía la ventaja de que muy a menudo pasabas desapercibido a los ojos de los mayores, y por eso nadie reparó en mí cuando me acerqué al origen de aquellos gritos desgarradores que rompían el silencio de la noche.

El padre de Raúl abrazaba a su esposa, que lloraba y gritaba desconsolada. Los hombres que habían registrado la casa salían en ese momento al exterior y entre ellos cundía el nerviosismo. Alguno incluso vomitó en el jardín. Al parecer, habían encontrado el cuerpo de Raúl, descoyuntado y con la boca y las fosas nasales llenas de tierra, como si se hubiese visto obligado a respirarla. Y lo más increíble de todo era que, para rescatarlo, se habían visto obligados a derribar una pared en el sótano que estaba cubierta de extrañas inscripciones. Decían que Raúl había aparecido abrazado al esqueleto de un niño. Alguien que parecía llevar muerto muchos años.

—Una niña —me oí decir a mí mismo—. Se trata de una niña.

Todos volvieron la vista hacia mí y luego no sé qué más pasó, porque me desmayé.

No he vuelto a ver a Arturo desde aquella noche. Su familia abandonó de forma precipitada el cuartel y, cuando intenté contactar con él, sus padres me rogaron que no lo hiciese. Me contaron que todavía necesitaba ayuda psicológica y que precisaba medicarse para poder conciliar el sueño. Los médicos les habían recomendado alejarse lo máximo posible de aquel suceso y pensaban que hablar conmigo no le haría ningún bien.

En mi casa nunca volvimos a hablar de forma abierta del incidente, me imagino que para intentar protegerme, pero no hay lugar donde puedas esconderte del pasado. Las frases a medias que terminaban de forma brusca en mi presencia, las miradas de lástima de los demás niños o las condolencias a destiempo no hacían más que reabrir una y otra vez la herida.

Nadie pudo aportar una explicación racional a lo que sucedió aquella noche y la muerte de Raúl acabó en el archivo de los casos si resolver.

Meses después, cuando mi aspecto físico comenzó a deteriorarse de forma alarmante debido a las pesadillas, mi padre aprovechó la primera oportunidad que se le presentó y aceptó una comandancia en Galicia.

Pero las pesadillas no desaparecieron.

¿Por qué me decido a contar esta historia ahora, tantos años después de aquella noche? Pues porque ha sucedido algo que, aunque sigue siendo inexplicable, arroja una nueva luz sobre aquel suceso.

Mi padre falleció hace seis meses tras padecer una larga enfermedad y, como es habitual, los compañeros enviaron sus pertenencias personales a la familia. Fue mi madre, que no tiene fuerzas para enfrentarse a los recuerdos, la que me rogó que las revisara y valorase qué debíamos tirar y qué conservar de todo aquello.

Después de mirarlas por encima, me llamaron la atención unos viejos libros que parecían una especie de diarios. Comencé a hojearlos y rápidamente me di cuenta de que allí mi padre apuntaba los aspectos más relevantes de los casos que estaban investigando. Muchas de las entradas se abrían y cerraban de forma rápida, pero había una que contenía una información más extensa.

Mi padre la había denominado «La Casa Rosicky».

En la casa se había encontrado correspondencia del matrimonio con su familia en Polonia y, después de traducirla, los investigadores habían determinado que era necesario hablar con aquellos parientes. De aquellas conversaciones y de la correspondencia rescatada, mi padre había entresacado varias conclusiones. La primera provenía del informe de tráfico del día en el que los Rosicky habían fallecido, que relataba que un vendaval había arrancado un enorme árbol de la cuneta y lo había arrojado sobre el coche en el que viajaban. Eso había hecho que perdiesen el control y acabasen en el fondo del lago. Nadie había visto un temporal tan violento y repentino, con vientos que habían causado numerosos destrozos materiales en la zona. También resultaba curioso que se hubiesen encontrado los cuerpos de los padres, pero no así el de la hija.

En alguna de las cartas encontradas, la familia planteaba dudas acerca de las teorías de los Rosicky, que creían poder hacer que su hija, que sufría una extraña enfermedad que estaba acabando con su vida, pudiese volver a vivir como una niña normal, aunque para ello tuviesen que (y mi padre decía que citaba literalmente) romper con la Santa Iglesia Católica.

En la última de las cartas, de caligrafía mucho más apresurada, la familia rogaba al matrimonio que volviese a Polonia, lo que, a juzgar por el estado de las cosas dentro de la casa, hicieron de forma precipitada. Al parecer, algo había salido terriblemente mal.

Después de todo esto, mi padre había anotado unas preguntas sin respuesta.

Si el cuerpo que se había encontrado era el de la niña, ¿cómo había fallecido y por qué lo habían tapiado en el sótano de la casa?

¿Qué significaban todos aquellos símbolos de carácter religioso pintados en las paredes?

¿Por qué se habían llevado la silla de ruedas de la niña y una maleta con su ropa? ¿Quizás para que todo el mundo pensase que se llevaban a su hija con ellos de viaje?

Y por último, la más importante de todas: ¿Cómo había fallecido Raúl, y cómo demonios había llegado su cuerpo hasta el cuarto tapiado de aquel sótano?

Cuando pasé la página del diario de mi padre noté que mi pulso se aceleraba. Allí guardaba una fotografía de la hija del matrimonio. Estaba en el jardín, sentada en la silla de ruedas. A su alrededor había varios molinillos de viento hechos de papel, con las aspas pintadas de muchos colores, como si se tratase de sus juguetes preferidos. Debajo había una leyenda manuscrita en polaco y traducida por alguien al español: Mi cariño jugando con el viento.

Según contaban, la niña podía pasar horas y horas en el jardín siempre que el viento hiciese girar los molinillos.

En la foto la pequeña sonreía con la mirada perdida en el infinito. Yo había visto esa misma sonrisa en aquella cara desdibujada, aquel anochecer de primavera.

Hoy he regresado a la ciudad para volver a ver la casa Rosicky. Tenía que hacerlo, no he podido evitarlo. Lo he hecho de pasada y no me he bajado del coche. Ni siquiera me he detenido, pero ha sido suficiente. En el mismo lugar en el que se levantaba la casa han construido bloques de apartamentos. El barrio ha cambiado por completo y ya no están aquellos prados en los que jugábamos. Solo queda el cuartel de la Guardia Civil, y gracias a eso he podido orientarme.

Quizás me encuentre condicionado por lo que me sucedió. Quizás haber estado tan próximo al mal me haya convertido en alguien especialmente sensible, pero he vuelto a sentir aquella presencia. Estoy seguro de que, sea lo que sea lo que vimos aquella noche, todavía sigue allí, en algún sitio, esperando.

Roberto del Sol

El espíritu del viento tiene nombre de mujer

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato Fantástico-Dramático

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Olga Ruiz Trinidad. La ilustración con propiedad de Sonia del Sol. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El espíritu del viento tiene nombre de mujer.

“La soledad agradece mi lamento

y baila conmigo en el páramo

soy su leve idolatría

sobre mí viaja el oxígeno que respiras

¿Lo ves?

Viento soy… y tú eres mi destino.”

José Cercas, extracto del poema A alguien que me llamó viento, de su libro Oxígeno.

—Ven conmigo, no te arrepentirás. —La chica del pelo azul y ojos ultramar me tendía la mano para acompañarla en su lancha. Nunca la había visto pero su ofrecimiento me pareció inoportuno, inesperado y me dio vértigo—. Venga, no te lo pienses más, anda —insistió animosa.

Estaba sentado en la playa al atardecer, reflexionando sobre qué cenar aquella noche, esperando a mi madre en el universo de las luces todavía apagadas de aquel cielo rosa, escuchando el viento y tragándome cientos de culpas como sapos. Me incorporé, me miré los pies descalzos, metí la mano en los bolsillos y conté el poco dinero que tenía. Si era el momento de tomar la decisión, no debía dudar.

—No te preocupes. No tengas miedo.

—Yo no tengo miedo. El que no tiene nada que perder ya nunca siente miedo.

—Pues venga. —Abrió la mano derecha y me ayudó a subir a la lancha motora. Luego me dio un chubasquero rojo y un chaleco salvavidas amarillo con una banda fluorescente—. Póntelo —me ordenó.

Era la primera vez que me ponía ropa así y me costó un poco ajustármela y sentirme cómodo. Luego miré alrededor. Había una pequeña nevera con agua, dos bidones de gasolina y un mar por delante.

Durante dos horas estuvimos navegando rumbo adentro. La sensación de sentirse rodeado de agua por todas partes era sobrecogedora. Yo nunca había estado tanto tiempo sin pisar tierra firme y comencé a sentirme mal, sentía frío y sudor en la cabeza y las manos, me temblaban las tripas como si tuviera el gusano de guinea dentro de mí. Sólo pensarlo me provocó la náusea en dos ocasiones. Después, como por arte de magia, el cuerpo se me estabilizó. La chica tenía unos ojos grandes del color del horizonte, en esa línea donde convergen cielo y mar, y la piel morena. No podía concretar de dónde era originaria, pero hablaba perfectamente mi lengua krio. Así que eso facilitó mucho las cosas.

— ¿Cómo te llamas? —me preguntó sonriente al cabo de un buen rato en el camino.

—Douda Adama.

—Ese nombre no es senegalés.

—No. Realmente yo no soy de aquí, estaba de paso, soy de una aldea pequeña cerca de Magburaka al norte de Sierra Leona. Es una historia muy larga.

—No me importa, tenemos mucho tiempo por delante.

—¿Dónde vamos?

—A una isla llamada Palma.

—¿Está muy lejos?

—No, está cerca. Si mis previsiones son las adecuadas, tenemos que aprovechar la contracorriente canaria, que hoy se dará durante la noche, para ser impulsados, y un poco del viento del Sáhara para llegar a nuestro destino con gasoil suficiente.

—Y tú, ¿quien eres? ¿Por qué me ayudas?

—Ni te lo imaginas. Aunque te lo explicara, nunca lo entenderías.

La chica sacó unos bocadillos y nos los comimos en silencio. Ella no quería hablar y yo estaba cansado y tampoco me apetecía mucho ni hablar ni comer. Hubo un momento que sentí ganas de orinar. Me dio vergüenza decírselo, pero ella, anticipándose a mis pensamientos, al ver que me tocaba la entrepierna, me alertó:

—Ni se te ocurra mear por la borda. Tendrás que hacerlo dentro de esta botella de plástico. —Y me la tiró a la cara.

De pronto sucedió algo inesperado. Un viento comenzó a empujarnos por la popa. La chica se rió.

—Aquí estabas, maldito Berg Winds, te esperábamos.

El viento azotaba la embarcación y yo me sentí cada vez peor por los pantocazos de la proa donde iba sentado justo enfrente de la chica que manejaba el timón. Era pleno agosto y ya se había cerrado la noche, por lo que deduje que serían más de las once. La temperatura subió progresivamente hasta los 48 ºC en menos de media hora. No se podía respirar. Estornudé varias veces y ella me indicó:

—Tienes que protegerte. Yo seguiré aquí, sujetando el timón.

—No veo nada.

—No hace falta. Túmbate, ponte la capucha del anorak, sujeta este trapo en la cara y respira a través de él, pronto llegará la calima en suspensión. ¡Agáchate ya, hazme caso o morirás!

—¿ Y tú?

—Tranquilo, estoy acostumbrada.

A mi dolor de barriga comenzó a sumarse el calor. Mi cuerpo sudaba por todas partes. Mares de toxinas emanaban de mi piel y creo que me desmayé dos o tres veces bajo la manta con la que me cubrió. Temía salir de aquella madriguera y morir. Pero el sonido del motor de la lancha me hacía pensar que todo iba bien. La chica del pelo azul me hablaba de vez en cuando para tranquilizarme: Sigo aquí. Todo bien. No mees. No levantes la manta. Cierra los ojos y sueña. Sueña con tu familia, con las estrellas del universo, con tu madre, tu hermana, tu novia o algún amigo fiel. Sueña…

Era imposible soñar, más bien tuve millones de pesadillas. Debí de hablar durante mi delirio, quizá pensé y dije muchas cosas que sólo se pueden pensar y decir cuando uno cree que morirá pronto. Ignoro el tiempo que permanecí oculto bajo la manta. Pudo ser un día, dos, tres… Allí estuve lo más inmóvil posible para no gastar energías. Cuando por fin decidí arriesgarme, enloquecido por la sed y al límite de mis fuerzas descubrí que estaba tan débil y anquilosado para realizar cualquier movimiento que mis extremidades no me respondían.

—Quiero salir. Necesito salir —intenté gritar reuniendo todas las fuerzas que pude.

Ella levantó la manta con mucho esfuerzo, pues estaba aplastado literalmente por kilos de arena, y la tiró en el océano. Luego, sonriente, me ayudó a incorporarme.

—Vaya, ha sido muy duro. No pensé que lo conseguirías… Pero has sido un valiente, un muchacho muy valiente.

Me dio un poco de agua que bebí a pequeños sorbos y luego me advirtió sobre la llegada de la lluvia:

—En agosto sólo llueve un día y será hoy por la tarde. Aquella noticia me alegró bastante. Pero ella no sonreía—. Me has contado muchas cosas y cada vez estoy más contenta de haberte elegido a ti.

—¿Cosas como qué? Déjame beber un poco más —le pedí sujetando la botella de plástico que me retiraba. ¿Elegido?

—Lo de tu hermana gemela, la muerte de tu madre, la venta de los dos a un perverso explotador llamado Kone para trabajar en los cafetales de Guinea, la vuelta a casa para buscar al resto de tus hermanos, tu ingreso en el ejército de Sierra Leona, tu huida al Sáhara y finalmente tu trabajo en Senegal. Lo has pasado muy mal, chico. ¿Qué edad tienes?

—Quince años.

—¡Vaya! Por tu aspecto pareces mayor.

—He visto muchas más cosas en ocho años que tú en toda tu vida.

—No lo dudo. —Pausa incómoda—. Por cierto, ¿quién era Alisi?

—Mi amor, mi único amor y motor de mi esperanza. La conocí en los campos de café. La violaban cada noche los capataces, cada día uno distinto o dos o tres, y luego venía a mi cabaña, se metía en mi catre, me abrazaba por la espalda y lloraba. A veces eran sólo quince minutos, otras casi una hora. Nunca he oído ni oiré un llanto tan triste. Ella era preciosa, la más bella de todas, pero cuando se quedó embarazada y ya no servía para calmar las ansias lujuriosas ni el estrés de los capataces, la mataron. Nunca sabré si el hijo que llevaba en su vientre era mío o no, pero aquello fue la alarma para intentar cambiar de nuevo el rumbo de mi vida. Siento furia al recordar todo esto. Siento un dolor profundísimo.

De repente, al levantar los ojos y terminar de acostumbrarlos al efecto extraño del mar, como de espejismo constante, me di cuenta de que la chica del pelo azul tenía mal aspecto. Su piel se había vuelto tan transparente que casi podía tocar sus venas y sentir el pálpito de su corazón bajo el armazón de las costillas. ¿Podría ser que se estuviera consumiendo, o esa sensación era objeto de una alucinación mía por el cansancio?

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

—Sí, cuestión de energía. Ha sido extenuante. Tranquilo, estoy bien, en serio, prosigue tu relato sobre Alisi.

—Me sacaba cinco años, pero me amaba tanto como yo a ella. Y sé que hubiéramos sido felices. El día que la asesinaron comprendí que tenía que marcharme de allí porque el siguiente sería yo. Y huí. Todavía me pregunto qué fuerzas planetarias se aliaron conmigo para conseguirlo porque hasta el momento nadie lo había logrado, pero yo lo hice ocultándome durante siete días dentro de un pozo. Luego, en Sierra Leona, volví a buscar a mi padre y a mis hermanos pero ya no estaban. Nadie que yo recordara con tan sólo ocho años parecía estar allí y tampoco nadie se acordaba de mí. Entonces me reclutaron para la estúpida guerra. He hecho cosas horribles que no quiero contar. Bueno, me han obligado a matar y torturar a seres humanos y animales. Muchas noches no puedo dormir. No comprendo cómo pude hacer todo aquello.

—No te sientas obligado a contarme nada. Lo comprendo.

Después hubo un largo silencio. Ella me miraba y esperaba quizás que yo le quisiera contar más. Pero no podía. Aquellos episodios homicidas no eran dignos de ser recordados ante aquella chica buena. Luego abrió la nevera portátil azul y me ofreció algo envuelto en papel de plata que llamaban chorizo. Me supo a gloria. Después, con la tripa llena, se levantó, se estiró y comenzó a hablar sobre la tormenta que se avecinaba.

—Mira, observa el inmenso océano, parece que nada se mueve, todo está detenido en un momento de calma y eso significa que la tormenta será copiosa. Pero, pase lo que pase, no te rindas, ¿entendido? Si muero, no debes tirarme por la borda. Si desaparezco, no debes abandonar la embarcación jamás. ¿Lo has entendido bien, Douda? La embarcación es tu única casa, tu única esperanza para sobrevivir. Entendido, ¿verdad?

Sólo pude afirmar con la cabeza. Y esperar.

A las siete y media de la tarde aproximadamente comenzó a llover. La lancha se llenaba de agua y trabajábamos a turnos para evacuarla. La chica del pelo azul cada vez estaba más pálida y me parecía todavía más delgada, pero seguía sonriendo vital y eso me tranquilizaba. Creo que me abrazó unas cuantas veces, y me besó la cabeza mientras trabajábamos y descansábamos a turnos.

Estuvo lloviendo varias horas, tres, cuatro, quizás cinco y después nos sorprendió el rayo. Nadie puede imaginarse un rayo en mitad del océano. Hasta que no lo has visto por primera vez, no conoces el alcance de la electricidad y sus partículas furiosas. Y la lancha se rompió en dos. Estuvimos un tiempo flotando en mitad del océano. Lo siguiente que recuerdo fue un bichero que me sujetaba el chaleco salvavidas y me subía sobre una lancha de aproximación. Después, a dos personas tirando de mí hacia arriba mientras me agarraban por los brazos. Me depositaron en la cubierta del pesquero. Alguien me lanzó un cubo de agua caliente encima y después me cubrieron con mantas y me hicieron tragar algo redondo y pequeño de color blanco, bastante amargo, para la fiebre. Cuando abrí los ojos sólo vi azul, el cielo azul y ocho caras mirándome alrededor. Aquella fue la primera vez que vi hombres blancos. Me pareció magia pura. Y los segundos se alargaron, ralentizando todo. Absorto por aquella visión, pensé incluso que aquello sería algún tipo de cielo.

—Chico, ¿de dónde vienes? ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes?

Me hablaban en una lengua que no entendía, me abofeteaban la cara para despabilarme pero me daba igual. Volvía a cerrar los ojos. Luego me dieron algo parecido a una sopa sin tropezones de pollo o gallina. Y me recuperé un poco más. Cuando ya fui capaz de incorporarme, la vi. La chica del pelo azul estaba entre ellos, pero una ráfaga de viento la convirtió en partículas o subpartículas de tiempo o espacio con gases en suspensión: nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono, neón, agua… Minúsculas partículas flotantes que circularon a mi alrededor y me susurraron al oído: I´m wind, you win. Ese viento se colocó encima de mi cabeza y ascendió en espiral hasta quedar reducido a un puntito azul en medio del cielo.

—Adiós, amiga. Y gracias —le contesté en krio.

Ilustración de Sonia del Sol

Los demás se pusieron muy contentos al ver que acababa de hablar. Dejaron atrás la incertidumbre y comenzaron a sonreír. Me seguían haciendo preguntas, muchas, pero yo no sabía ni qué me preguntaban ni qué contestar porque no les entendía; sin embargo, sonreía y eso les alegraba. Pese al cansancio y al dolor imposible de soportar, tomé una determinación. Quería vivir. Y cada vez que lo pensaba para mis adentros conseguía apretar más mis manos sobre las suyas y eso me agarraba a la vida y les hacía sonreír más.

—Ánimo chico. Te pondrás bien.

No sé si ella existió realmente o fue la excusa para reunir fuerzas y embarcarme en esa aventura. No sé si esto sucedió así o, debido a la acción del rayo, es lo único que soy capaz de recordar. Nunca llegué a la Palma. Me pasé media vida viajando de pesquero en pesquero por medio mundo y conocí a otros que también escaparon como yo de la barbarie de Sierra Leona. No hice muchos amigos, aprendí idiomas y conocí a millones de seres humanos a los que intenté ayudar siempre que pude para pagar mi deuda personal por todo el dolor que fui capaz de causar.

Pero si algo tengo muy claro es que el espíritu del viento tiene nombre de mujer. Ese viento que respiramos inconscientemente, portador de mensajes, de besos tardíos o perdidos, de recuerdos, cargado también de virus y bacterias, incluso; ese viento oxigenado vital para existir y que nos rodea cada día debe contener esencia de mujer, de madre, de amiga, de compañera, tiene que estar cargado de la misma energía cósmica que la mujer capaz de generar vida. Muchas veces recuerdo a aquella chica de pelo azul y ojos ultramar, la que desapareció de mi plano físico, de este que habitamos transitoriamente, porque su esencia regresa cada vez que una brisa cálida o una corriente gélida me acaricia el alma. Y eso es muy fácil en el mar.

Olga Ruiz Trinidad

Viento de muerte

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Fantasía heroica (Espada y brujería)

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Viento de muerte.

I.- LA CARTA DE UN SABIO LLEGA A SU DESTINO

Querido amigo y colega, Atreasis, te escribo después de haber pasado tres lunas desde que recibí tu última carta, contestando tan amablemente como siempre, a la mía.

Mi corazón late tan deprisa como el infernal viento que está a punto de envolver la fantasmal ciudad de Sharhar, conocida como La Olvidada.

MI querido amigo, no puedes imaginar lo que mis gastados ojos tienen que soportar, mis viejos oídos, escuchar y mis débiles dedos escribir en esta carta en la que te contaré a cerca de unos insólitos y misteriosos hechos que están convirtiendo a esa antiquísima y mítica ciudad, en una ciudad de muerte.

Desde mi retiro en la ilustre ciudad-estado de Horrhemithia, en la que frecuento la corte de la reina Udurthe Zanis en calidad de viajero, consejero y estudioso, puedo escribir libremente en una casa alquilada a un precio razonable que posee todas las comodidades que precisa un viejo filósofo como yo.

Y te escribo que en Sharhar, que se encuentra a unas cuantas leguas de aquí, ronda un espíritu malvado y asesino que en forma de viento, tiene aterrorizados a los desdichados habitantes de la que antaño fue una magnífica ciudad de torres doradas y púrpuras.

Tú conoces esas tierras. Las visitaste una vez conmigo hace ya muchos años cuando aún éramos jóvenes y las ansias de nuestros corazones no se habían convertido en rescoldos a punto de apagarse, tal es el sentimiento que me embarga, mi buen Atreasis, cuando pienso en aquellos tiempos de aventuras. Sin embargo, si pudieras contemplar en qué ruinoso y tétrico aspecto está la ciudad de las maravillas, a la que los hombres llaman La Olvidada, comprenderías mi congoja y estupor.

Pero no deseo desviarme de mi historia. Sharhrar está maldita. Maldita y mancillada por un espectro sin nombre que envía un viento furioso y atroz con perniciosas consecuencias. Lo más terrible es que los habitantes de la ciudad, por el terror que infunde ese espíritu maligno, están cometiendo asesinatos en forma de sacrificios humanos para aplacar la sed de sangre y de ira de ese dios desconocido que no posee ningún nombre, al menos que yo conozca de mis estudios sobre cultos y ritos antiguos.

Se dice que habita en las Montañas Negras, morada de fantasmas y de seres sobrenaturales. Y que en las noches de luna llena, el infame aúlla como los lobos rabiosos y se esparce con los grandes brazos tentaculares abarcando toda la ciudad. Los habitantes se encierran en lo más profundo de sus casas y rezan a los dioses para que les protejan y libren del sangriento maleficio que reina en Sharhar.

Algunos de los sacerdotes de antiquísimos cultos que ya adoraban a la Serpiente Maligna, han clamado que para saciar la sed de muerte del infernal dios-viento, hay que inmolar a inocentes en altares y regalar las vidas de jóvenes, mujeres y niños para que se aplaque su sed de sangre.

Todo esto es cuanto menos terrible y en los tiempos en los que estamos viviendo, no deja dudas de que son infinitamente abyectos los que consienten estas atrocidades.

La Reina, que es una mujer instruida y razonable, y aborrece los sacrificios humanos que ya desterró su padre, el rey Horak, el Grande, está dispuesta a luchar contra ese dios-demonio, no sólo por lo que acontece en la ciudad de Sharhar y su ominoso destino, sino porque teme por sus súbditos a los que ama profundamente y estos le corresponden, ya que la Reina es justa con los horrhemithios y piadosa con los buenos dioses protectores de su reino.

He tenido varias audiencias privadas con la Reina y su consejo, y están de acuerdo en que hay que tomar medidas. En la gran biblioteca del palacio real hay unas estancias muy ocultas y poco conocidas en las que se conservan y guardan antiguos libros de la era de Khutmeth, el rey hechicero del imperio de Rakhassya. En esos libros se pueden encontrar conjuros efectivos o al menos eso describen, que pueden proporcionarnos una valiosísima ayuda para enfrentarnos con ese ser destructor del que Udurthe Zanis presiente una terrorífica amenaza. Pero debo seguir insistiendo hasta encontrar algo que me de confianza y valor para la empresa que nos espera.

Mis próximos pasos querido amigo, es preparar junto con la reina una incursión a las Montañas Negras y dar con la guarida del viento del infierno, porque según las investigaciones de los sabios de la corte, en algún lugar oscuro se oculta la mano ejecutora y destructiva del dios sin nombre.

En los escritos de la antigua Rakhassya y sus misterios envueltos en tinieblas, ha de haber constancia de la existencia de algún mapa que nos lleve al enclave exacto de ese nefasto lugar. Espero y deseo con la ayuda de los dioses que demos con él. El tiempo es crucial y creo que ya sentimos todos en nuestras nucas el viento gélido de la muerte.

Si salimos victoriosos de esta confrontación, tendré que dar las gracias con reverencia a la bondad divina de Aruha Aszam por haberme permitido vivir en tiempos tan fascinantes como los presentes. Y en cuanto a ti, mi querido Atreasis, deseo fervientemente de que antes de que el Dios Negro de la muerte me tienda su tenebrosa mano, vuelva a encontrarte y hablarte de todo lo acontecido. Queda pues bajo la protección del Gran Dios de nuestros pueblos.

Tu fiel amigo y colega, Andrahmedes”

Un tiempo después, Atreasis recibió la carta de su amigo Andrahmedes. El anciano leyó la carta una y otra vez y sintió que se le nublaba la vista.

Tendría que esperar a los acontecimientos cuando estos llegaran a la gran ciudad de Markhatelet por boca de los heraldos y mensajeros que pregonarían lo sucedido y así poderse escribir en los anales históricos de la ciudad.

Los rumores de una feroz contienda entre los valientes horrhemithios y las huestes del mal de las Montañas Negras, cada vez se hacían más insistentes por boca de los viajeros y gentes procedentes de otros pueblos y latitudes. Los habitantes de Markhatelet comenzaron a preocuparse y sopesar la posibilidad de tomar medidas preventivas para proteger los muros de la ciudad.

Atreasis se alisó la luenga barba encanecida que le llegaba hasta el pecho. Su rica daga curvada, cubierta de diamantes y piedras preciosas, descansaba asida a su cintura. No sólo se había dedicado a la historia y la filosofía en su esplendorosa juventud, sino que había viajado mucho como su colega Andrahmedes y había aprendido a luchar de mil formas, enseñado por maestros orientales y luchadores de los reinos de Occidente.

“Si aún fuese joven, acompañaría a esos aguerridos soldados y mercenarios a enfrentarme cara a cara con el mal. Toda mi vida estudiando y recopilando saberes ancestrales y ahora que despierta un malvado y devastador dios de las montañas que envía un viento criminal a las ciudades, no puedo apenas moverme de mi rincón.”

Una encantadora joven, que era la sirvienta personal del anciano, apareció en el estudio con una hermosa jarra de oro adornada con preciosas incrustaciones de jade y zafiros y un vaso. La belleza morena de la muchacha, hizo que los grises ojos de Atreasis emitieran destellos de admiración y quizás de algo más.

─Maestro, aquí tienes tu tónico. Debes tomarlo. Va a ponerse el sol y aún continúas leyendo los pliegos de pergaminos, cartas y documentos que tienes entre las manos. Deberías hacer caso del médico y descansar más.

Atreasis sonrió aliviado. La visión de la chica era cuanto menos excitante, pues llevaba unos velos que apenas le cubrían el esbelto cuerpo.

─Gracias, Lailah por tus atenciones. Te juro por el gran dios Aruha Adzam que si no estuviera postrado como lo estoy y fuera joven, no tendrías que preocuparte en traer mi tónico, sino que otra sirvienta lo haría y probablemente no tan deliciosa como tú.

La joven se ruborizó un poco. Su amo era el hombre más noble, atento y comprensivo de Markhatelet y ella era la mujer más afortunada por servir en la casa de tan insigne personaje de la corte del rey Hipeus.

─Pero ahora es tiempo de recogimiento, mi señor. Bebe el tónico y descansa. Lo que quiera que estés haciendo, puede esperar hasta mañana.

─Acércate.- dijo el anciano suavemente.

Lailah se arrodilló a los pies de Atreasis. El viejo consejero le acarició los suaves rizos oscuros.

─Debes llevar un mensaje al Barón de Gorty, mi buen amigo que estará en el Palacio Real y entregárselo en mano. Es importante, Lailah. Cúbrete con una buena capa de pieles. Hace frío esta noche y lo siento en mi cansado corazón.

─Haré lo que me pides, mi señor. Ahora descansa. Avivaré el fuego de los braseros para que la habitación siga caliente y revisaré los ventanales.

Atreasis echó su manta sobre los hombros y mientras bebía el tónico, comenzó a escribir la carta.

II.- LA CARTA DE UN SABIO MOVILIZA A LA NOBLEZA DE MARKHATELET

El barón de Gorty, uno de los principales consejeros del rey Hipeus, tomó la carta que le extendía la joven Lailah y ordenó que nadie entrara en el gabinete.

─Espérame junto al fuego, muchacha. ¿Tu amo precisa mi contestación?

─Nada me ha indicado al respecto, mi señor.

El barón asintió y sonrió a la joven.

─Comprendo.

De Gorty comenzó a leer:

“Mi querido barón de Gorty, tengo más que fundadas sospechas de que algo terrible se cierne sobre nuestra civilización. Un terrible dios innominado acecha desde las montañas más allá del gran lago a los reinos que en paz duermen bajo las estrellas del firmamento eterno. Mi buen amigo y colega Adrahmedes, al que llegaste a conocer en una recepción del rey Hipeus con motivo de su subida al trono, me habla en una carta de espantosos males que caerán sobre la ciudad en la que habita, la espléndida Horrehmithia; males enviados por un dios que no tiene nombre y que por lo que interpreto, sí un desolador poder. Los horrehmithios están prestos a combatir por sus vidas y sus almas. Por tanto van a luchar contra el viento de la muerte que ha hecho sucumbir a la mítica ciudad de Sharhar, La Olvidada y ahora extiende sus negros tentáculos sobre ellos. Ya conoces los rumores. Imploremos a Aruha Adzam para que nos de fuerzas. Creo que aún estamos a tiempo de prepararnos, en caso de que ¡los dioses no lo quieran! La reina Udurthe Zanis y sus valientes hombres no lo consigan. Mi fiel amigo Adrahmedes pone en mi conocimiento todas estas iniquidades en una carta recién recibida. Él mismo está dispuesto a impregnarse de la sabiduría ancestral que se guarda en la biblioteca real de Horrehmithia para desempolvar extraños saberes que no me atrevo a conjeturar de dónde provienen. Tal vez la lucha entre el bien y el mal se desencadene antes de lo que imaginamos”.

El barón se mesó la barba y acarició a uno de los llamativos gatos de ojos de esmeralda que descansaba sobre ricos cojines. Llamó a un sirviente para que acompañara a la joven Lailah con una respuesta a la casa de su amo.

─Buen Atreasis, siempre con tu sentido poético de las cosas. Bien, tal vez haya llegado el momento de sacudir el polvo de nuestras pesadas posaderas. ¡Holbek!, avisa a su majestad de que deseo entrevistarme con él. Di a su chambelán, que llegan tiempos interesantes.

No sólo el barón Waldrus de Gorty estaba inquieto frente al rey Hipeus, los demás miembros de la poderosa nobleza de Markhatelet se sentían nerviosos ante las noticias que de Gorty les exponía.

El propio rey Hipeus, sentado entre sus consejeros más cercanos, escuchaba atentamente y asentía en silencio. Los nobles bebían de finas copas doradas el maravilloso vino traído de las provincias sureñas del reino de Ispanim mientras murmuraban entre ellos demostrando la preocupación que embargaba sus espíritus.

Hipeus tomó la palabra y el resto calló, la sala del consejo privado del rey se quedó completamente en silencio.

─La reina Udurthe Zanis es una mujer sensata. No enviaría expediciones a ningún lugar sin tener información apropiada sobre unos acontecimientos de tal índole. Con esta situación que el sabio Atreasis pone en nuestro conocimiento, nos vemos impelidos a actuar. No cabe duda de que las naciones civilizadas pueden correr serios peligros y ante un enemigo de esta envergadura, los rencores, resquemores y deslealtades deben pasar a un segundo plano. Después de todo, ese dios sanguinario se está cobrando víctimas inocentes. No en vano, hace ya muchos años, mis antepasados lucharon contra seres infernales y, aunque el coste en vidas fue elevado, desterramos para siempre la maligna influencia de la brujería. El propio padre de Udurthe Zanis, el recordado rey Horak, luchó en su juventud con muchos espíritus salidos de las llamas del tenebroso reino de la muerte.

El conde Ugurth de Zorr tomo la palabra.

─Con la venia de su majestad. Creo señores que es el momento de enviar un emisario a la corte de la reina de Horrehmithia para que conozca cuales son nuestros pareceres y acciones. Creo hablar por boca de todos los presentes en la sala del consejo real y creo que no me equivoco si digo que su majestad estaría dispuesto a intervenir ante esa abominable amenaza que se cierne sobre el continente.

El rey se levantó y los nobles también lo hicieron en señal de respeto hacia su rey.

─El barón de Gorty ha hablado del sabio Atreasis y conozco su sabiduría en fenómenos oscuros e inexplicables. Su inquebrantable fe en nuestro Dios Supremo y el coraje del que siempre ha hecho honor. Estoy convencido de que tanto él como su colega, el buen consejero Adrahmedes, podrán encontrar inspiración para conjurar a ese demonio devastador y rogar a Aruha Azdam para que proteja a los hombres que van a luchar contra ese perverso poder demoníaco.

Mientras en la corte del rey Hipeus, los nobles y el monarca discutían, en el reino de Horrehmithia, el sabio Adrahmedes buscaba con afán entre los viejos pergaminos de los saberes prohibidos, datos que lo ayudasen a conocer más acerca de ese dios despiadado y malvado que enviaba vientos infernales para sembrar de muerte todo lugar por el que pasaba.

Adrahmedes se dedicaba con férrea insistencia a encontrar alguna señal que sirviera para poder llegar hasta el santuario secreto del dios del viento furioso. Los antiguos escritos hablaban de un ser con enormes tentáculos que abarcaba una ciudad entera.

Ilustración de Rosa García

La desventurada ciudad de Sharhar, pensaba el anciano. También describía las invocaciones a los dioses que podían hacer frente y vencer al espíritu de ese dios oscuro que no tiene nombre alguno, pero que aparece a través de las eras con distintas denominaciones.

Mientras la labor de Adrahmedes avanza, los hombres de la reina Udurthe Zanis, esperaban la real orden para partir más allá de Sharhar hacia las Montañas Negras en busca del mal que tanto afligía a los pueblos.

Como un haz de potente luz que ilumina toda la estancia, Adrahmedes se sintió lleno de una vitalidad inusual para su edad, pues al leer en uno de los polvorientos pergaminos de la era de Rakkhassya, que la única manera de enfrentarse al Señor de la Oscuridad y del Dolor, es invocando a los Dioses de la Justicia y de la Paz a través del talismán de Ork, un mago que vivió en la época del Rey Oscuro de Rakkassya, Kuthmet, y que ningún ejército –por muy fieros e implacables que sean sus hombres y sus mercenarios− podría vencer a las huestes de los dioses malignos, si no se cree con pasión y fe en la fuerza de los dioses de la luz.

Pero… ¿dónde se puede encontrar ese talismán salvador? ¿Cómo dar con él? El tiempo apremiaba y pronto habría luna llena.

III.- EL TALISMÁN DE ORK

En las catacumbas del palacio de Rakkassya, destruido por hordas de bárbaros salvajes que vinieron del norte del continente, unos pasadizos secretos llevaban al Sancta Sanctorum de Kuthmet, conocido como El Hechicero. Las ruinas aún se mantenían en pie, pero no había que confiarse, porque eran tan amenazantes que helaban el corazón de los expedicionarios más curtidos.

Estos expedicionarios al mando de Adrahmedes cabalgaban con la misión de encontrar el talismán de Ork.

Caballos de refresco, víveres y tiendas levantadas a la luz de la misteriosa luna, con ese aire maligno que impregna una aventura de búsqueda de algo que es primordial para salvaguardar la seguridad de los hombres y de los reinos, era el paisaje que Adrahmedes y sus acompañantes contemplaban desde la subida a las ruinas. Y en un claro en el que los rayos de la luna iluminaban los recovecos, una lúgubre canción salida de algún siniestro rincón, martilleaba los tímpanos de los hombres que iban al encuentro de un objeto precioso, más valioso incluso que sus propias vidas.

Adrahmedes, a pesar de su edad y sus achaques había tomado sobre sí la responsabilidad de dirigir al grupo de hombres que iban a buscar el talismán. El anciano había investigado todo cuanto pudo para dar con ese objeto mágico, al parecer lo único que podía hacer que el demoníaco viento tentacular desapareciera y el innombrable dios fuera reducido en su negra guarida montañosa.

Adrahmedes llevaba consigo unos pergaminos que podían servirle de guía al llegar a la ruinosa zona del palacio.

Por fin llegaron a lo que antaño fue un magnífico palacio cuyas torres tocaban el cielo y ahora no había más que restos de esas torres apuntando como afiladas agujas a las estrellas.

─El talismán debe estar oculto en algún lugar dentro de estas ruinas. Sé que existen pasadizos secretos en la montaña. El propio Kuthmet se encargó de que se construyeran mientras se levantaba el palacio y las dependencias de los nobles de la corte.

Adrahmedes repasó el pergamino que llevaba sujeto a su faja de seda mientras que el capitán Turkyet esperaba a que el anciano indicara el camino a seguir.

─Entraremos por la parte trasera del antiguo palacio. Si mis averiguaciones no me gastan una mala pasada, descenderemos a través de ese pasadizo. Recemos a los dioses para que no se derrumbe sobre nuestras cabezas.

─Noble Adrahmedes, dos de mis hombres abrirán camino. Mantened las antorchas encendidas. Dentro parece la boca del lobo. Este lugar me produce escalofríos.

Adrahmedes sonrió, viviendo la que quizá fuera la última aventura de su vida. Saboreaba cada segundo y su recuerdo voló junto a su amigo, Atreasis.

─ ¡Ojalá estuvieras a mi lado, querido amigo!

Suspiró. Miró al capitán y le puso cariñosamente una mano sobre el hombro.

─ ¡Animo, capitán! Llevas unos hombres curtidos y experimentados. ¿No crees que es de una aventura que merece la pena vivir? ¿No te hace sentir vivo la incertidumbre de no saber a ciencia cierta a lo que nos exponemos?

─Los enemigos, noble señor, pueden matarse con la espada. Pero la brujería y los espíritus del infierno… ¿cómo acabar con ellos?

─Por eso es imprescindible dar con ese objeto mágico.

Entraron por un hueco que pudo ser una puerta repujada en oro en sus tiempos y comprobaron que había unos escalones de piedra pulida que resbalaban. Con sigilo se adentraron en la oscuridad de las ruinas del palacio.

Avanzaron a la luz de las antorchas por angostos y estrechos pasillos que rezumaban humedad por sus milenarias paredes de piedra. Se envolvieron con una permanente oscuridad atenuada por la luz del fuego. El calor que desprendían las antorchas resultaba gratificante en medio de tanto silencio y tanto temor. Porque temor es lo que sentían los hombres que iban en busca del mágico amuleto.

─El lugar secreto tiene que ser en esas viejas catacumbas… Un nicho tal vez. El amuleto (si es que existe, los dioses lo quieran) debe de estar guardado en algún cofre o en una caja que lo proteja. Por lo que he podido averiguar en los milenarios escritos, es un objeto de un cristal muy delicado, brillante, que emite mil chispas y en el que se concentra todo el poder de los bienaventurados dioses a los que hoy, nos encomendamos.

Los hombres a cuyo mando estaba el capitán Turkyet, respetaban demasiado a Adrahmedes para ni siquiera proferir una palabra obscena que los liberara un poco ─psicológicamente─ de la tensión que iban acumulando.

La quietud reinaba por todas partes. Los hombres de Turkyet miraban en derredor. Se habían encomendado a sus dioses. No era lo mismo enfrentarse a soldados, guerreros de ejércitos enemigos, de igual a igual, que a algo que no tiene forma o que no sangra. Porque si no sangra es que no se puede matar, al menos no con el filo de una espada.

En una estrecha puerta cubierta de maleza maloliente, las antorchas en manos de los hombres que las portaban quedaron paralizadas. Una indicación de Adrahmedes hizo que todos contuvieran la respiración.

-Este lugar… acercadme la antorcha. Debo revisar el pergamino.

Adrahmedes comprobó las indicaciones de una especie de mapa que estaba escrito en una lengua desconocida. Pero el anciano estaba versado en lenguas antiguas y desaparecidas y daba la impresión de que conocía o por lo menos no le era desconocida del todo la elaborada escritura.

─Hay que abrir esa puerta.

Los hombres empujaron y tardaron unos minutos en abrirla del todo. Espadas en mano entraron vigilantes en una estancia cubierta de polvo y silencio. En las paredes de piedra pulimentada de color ocre como la sangre reseca, descansaban unas estatuas dentro de unas grandes hornacinas que a modo de guerreros inmóviles parecían mirar hacia el centro.

Una especie de altar a la luz de las antorchas apareció ante ellos y sobre el altar lo que parecía un recipiente. Adrahmedes leyó despacio el pergamino y titubeante dijo:

Una única llama que no emite fuego alguno es la llave para luchar contra aquel que vive en las tinieblas de la tierra y se oculta en la noche.

Precedidos por el anciano sabio, los hombres rodearon el altar y esperaron la reacción de Adrahmedes.

─ ¡La llama! ¡ La llama de cristal que emite chispas de luz y fuego pero no quema! ¡El talismán de Ork!

IV.- FRENTE A LAS MONTAÑAS NEGRAS

Las Montañas Negras, un lugar al que muy pocos humanos han accedido a lo largo de los siglos. Se dice que esas montañas fueron puestas allí por la raza de los titanes, unos seres gigantes que gobernaron el continente y las islas desde la creación del mundo. Una fila de estatuas derrumbadas que en su tiempo se erigían desafiantes hacia el cielo y la tierra servían de pálidos guardianes que proyectaban sus sombras bajo los inquietantes rayos de la luna llena.

Frente a las montañas negras, los hombres de la reina Udurthe Zanis esperaban con impaciencia. La luna aún no ha llegado a su cénit y el corazón de los valerosos guerreros latía al endiablado ritmo de unos tambores que se escuchaban en la lejanía.

Tal vez, era el ritual de alguna tribu en las montañas cercanas que conocía los terribles secretos que procedían del siniestro lugar y que con sus cánticos y ritos, intentaban conjurar el inminente peligro.

Adrahmedes, envío una paloma mensajera a Atreasis contándole todo lo acontecido desde que le escribió la última vez.

Lamentablemente, Atreasis no pudo responder a llamada con su presencia debido a la edad y los achaques, pero sí respondió el rey Hipeus con un destacamento que apoyaba a los hombres de Udurthe Zanis.

No saben a ciencia cierta a lo que se enfrentan. Se habla, se comenta, se rumorea sobre el devastador poder de los tentáculos del monstruoso viento rugiente y de una nube negra que cubría gran parte de la montaña en la que el dios tiene su guarida.

Esa noche, si Ahura Azdam y la fe de los valientes hiciera que el amuleto sirva para que detuviese al viento que comenzaba a agitarse sobre la copa de los escasos árboles que los rodean, podrían dar gracias por la aventura vivida y por seguir con sus almas intactas.

─El ritual de los sacrificios humanos de los viejos sacerdotes de Sharhar propiciaba que, una vez satisfecha, la maligna entidad se retirase a sus habitáculos y se olvidara de los míseros mortales que viven casi a los pies de las montañas.

Adrahmedes entrevistó a un joven que escapó del sacrificio y contó lo que vio con sus propios ojos.

─ ¡Una enorme nube negra de humo espeso negro y rojo y unos tentáculos que salían del centro de la nube que se dirigían hacia la ciudad! En el altar que habían levantado los esclavos, ordenado por los malditos sacerdotes que se habían hecho con el poder, llevaron a las mujeres y los niños.

Lloraba con desolación y miedo. Adrahmedes abrazó al muchacho, Comprendía lo horrible de la descripción de los sangrientos sacrificios.

─ Ahora estás a salvo, hijo. No permitiremos que el demonio se apodere de tu alma.

Junto a Adrahmedes estaba Irzik, el hijo mayor del capitán Turkuet que había fallecido a causa de los mordiscos de unos perros salvajes de las montañas que los atacaron cuando salían de las ruinas del palacio de Kuthmet. Lamentablemente, los médicos de la reina no pudieron salvarle y ahora el joven con el corazón henchido de rabia y deseo de venganza, ocupaba el lugar de su padre.

La luna ya se había puesto en el centro del cielo y todo comenzó a temblar alrededor. Adrahmedes sintió como si una mano helada le estrujara el corazón.

Había miedo y temor en los corazones de los hombres que se enfrentaban a un sangriento y demoníaco poder. Pero también había fe en los dioses de la luz que iban a medir las fuerzas con el sangriento dios de nombre desconocido.

Un mensajero trajo la noticia de que una columna de humo blanco proveniente del oeste iba acercándose más y más a las Montañas Negras.

─ ¡Los hombres de Hipeus de Markhatelet!

Efectivamente. Una avanzadilla compuesta por el barón de Gorty y su guardia personal, presentó sus respetos a la reina Udurthe Zanis que se encontraba rodeada de sus hombres.

-Majestad, traigo el saludo personal del rey Hipeus y la ayuda que el noble Atreasis solicitó por boca del sabio Adrahmedes para combatir juntos esta amenaza en forma de demonio que desea someter a los reinos civilizados del continente.

─Gracias, barón de Gorty. Si salimos de esta terrible situación, deberemos festejar el rey y yo el éxito de nuestra aventura. La luna está en el cielo y a punto está de comenzar la batalla. ¿Crees en los dioses, barón de Gorty?

─Mi señora, creo en que el bien vencerá al mal, siempre. Nuestras espadas están en alto, pero un solo objeto puede hacer que el abominable dios vuelva a su cubil del infierno y que no despierta más para atormentarnos.

La forma más pavorosa del dios demoníaco apareció ante los aterrorizados ojos de los soldados y guerreros que rezaban en sus lenguas (había entre ellos bastantes mercenarios de distintos lugares del continente). Una gran nube negra y roja, apareció y los tentáculos se asomaban obscenamente.

Entonces una multitud de seres mitad hombres y mitad reptiles, gritaron con horrendos gritos similares a los graznidos de cuervos gigantes o endemoniados rugidos de fieras salvajes.

La lucha comenzó entre los soldados y mercenarios y los seres híbridos enviados por el dios sin nombre a la batalla.

Adrahmedes y el muchacho se resguardaron en un lugar seguro y dejando al chico a buen recaudo, se apoyó en Irzik, el hijo del infortunado capitán Turkyet; treparon por una zona en sombras de la montaña y cuando los tentáculos comenzaron a aparecer, Adrahmedes gritó con todas sus fuerzas la invocación divina a Aruha Adzam.

La batalla continuaba en las laderas de las Montañas Negras. Nadie sabía que el demonio poseía un ejército de seres repulsivos que luchaban como diablos. Pero las espadas cortaban brazos verdosos, cabezas y colas llenas de escamas y eso era en lo que creían los hombres: en cortar, acuchillar, golpear y destrozar. Las invocaciones las dejaban a los sabios y a los locos sacerdotes.

Adrahmedes levantando las temblorosas y nervudas manos, sostenía el talismán de Ork, la llama de cristal comenzó a chisporrotear con una luz que cada vez se hacía más potente, pero que no quemaba los ojos ni del anciano ni de Irzik.

─ ¡Yo te conjuro Dios de la Noche en el sagrado nombre de Aruha Azdam! ¡Apártate para siempre de estos lugares y retírate a tu reino sombrío de muerte! La luz de poderoso Aruha Azdam envolverá tus tentáculos manchados con la sangre de los inocentes y te envolverá para que desaparezcas de la vida de los hijos a los que tanto ama. ¡Gran dios, señor de la luz, adalid del bien y la justicia, por este talismán sagrado, protege a tus hijos y líbralos del miedo, el terror y la esclavitud del Dios Negro de los eternos espacios de la oscuridad!

En el cielo oscuro y con una luna cubierta por los gigantescos tentáculos que se movían con la furia del viento feroz que había desatado el aliento del dios de la oscuridad, se libra la última y –por ahora─ definitiva batalla contra Los refulgentes rayos enviados por Aruha Azdam que ha escuchado las palabras del buen Adrahmedes, cuyo talismán ha obrado el milagroso efecto de la sagrada invocación.

Con la fuerza de la fe en los corazones de los hombres que han sobrevivido y el agradecimiento a los Dioses de la Luz, el humo negro y rojo sangre que envolvía el aliento del Dios Sin Nombre se fue evaporando del cielo y los terribles tentáculos que en aquellas sangrientas noches de luna llena sembraron la muerte, desaparecen.

La luna brilló con fuerza. Los corazones de los valientes proclamaron la victoria. Los ojos de Adrahmedes se cubrieron de lágrimas.

-Hemos vencido, mi buen Atreasis. ¡Qué Aruha Azdam te proteja! ¡Que nos proteja a todos!

Dedicado a Robert E. Howard y a H.P Lovecraft

22 de agosto, 2013

Paloma Muñoz

El viento del loco

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: Elsa Martínez

Género:  Relato de misterio

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El viento del loco.

El sol era tibio en febrero.
Para aprovechar la hora de la siesta, Teresa daba una cabezadita en la hamaca del jardincillo trasero de la casa, en un pueblecito de la zona del Mar Menor.
Teresa ya no era tan joven como cuando llegó a aquella preciosa casa, grande y lujosa, con un jardín lleno de plantas y arbolado, que llevaba por nombre en su fachada “La Casa del General”.

El frío le calaba ahora los huesos con el viento desagradable y racheado del norte. Se metió dentro de la casa y encontró un periódico en la consola de la entrada con un titular que la dejó inmóvil:

“Aparece ahorcado un famoso constructor de la zona
en una casa del campo medio derruida”

Teresa buscó con afán el nombre de ese constructor y una multitud de recuerdos le llenaron la memoria.

¡Cómo puede ser que la vida dé tantas vueltas!
El viento parecía haber hecho una anónima justicia tras muchos años… La vida siempre nos sorprende.

***********************

En la zona costera mediterránea los vientos marcan la vida y las actividades de las gentes, que ya los conocen.
Les dan nombres tan poéticos como viento levante, viento maestral, viento leveche o viento jaloque por la orientación de donde soplan y por los beneficios o destrucciones que provocan cuando soplan con furia.
Las consultas de los médicos de los pueblos de la costa saben de pacientes con dolores intensos de cabeza, mareos, cambios de humor, accesos de ira etc… cuando soplan algunos de ellos, como el leveche o el maestral.

Cuenta la historia que uno de estos vientos, en la época en que soplaba con furia, lograba unos fuertes reflujos que retiraban el agua de algún mar interior y que, de los pescadores que los conocían, aprendió Escipión la época y momento oportunos en que este reflujo dejaba poco profundo el mar interior de Mandarache, que protegía por la espalda la ciudad de Carthago Nova, lo que permitía durante unas horas vadearlo sin perder pie. Esto facilitó su ataque inesperado a la ciudad a través de ese mar de Mandarache y poder conquistarla por sorpresa.

Alguno de estos vientos es muy benigno y buscado por los navegantes, como el viento de jaloque, que es fresco y sopla suavemente al atardecer, de procedencia sudeste, por lo cual ayuda a los navegantes a llegar a puerto.
Dicen, y esto es leyenda, que el jaloque con su suavidad fresca y dulce inspira a los poetas, pero esto es leyenda… o tal vez no solo leyenda.

El viento maestral, por el contrario, sopla procedente del noroeste, y siempre es bronco.
Cuando sopla siempre ocurren desgracias, sobre todo en las mentes que están un poco desequilibradas, provoca su delirio, incluso su locura, por lo que los crímenes y los suicidios no son raros en esos momentos. Al maestral por allí le llaman “el viento de los locos”
Eso lo saben muy bien los jueces que tienen que ir a “levantar” los cadáveres, incluso de dos en dos o de tres en tres en el mismo día, cuando sopla el maestral.

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Era una época muy conflictiva y complicada, de transición del boom del ladrillo, cuando las construcciones crecían como setas en las playas de esa zona, con toda la especulación y los negocios opacos, sucios e incluso delictivos que llevaban consigo estas urbanizadoras salvajes, que nacían, construían y desaparecían tras sus negocios opíparos sin dejar más que amontonamientos de casas y destrucción de parajes naturales.

Juan era uno de estos especuladores que, de ser un simple albañil de chapuzas, pasó a ser un contratista constructor y promotor de casas en las playas cercanas, y luego a ser un afamado hombre de negocios basados en dinero negro, trampas, engaños y fraudes con los materiales de las casas que fue construyendo acá y allá.
Todo pareció sonreírle. Se hizo rico y comenzó a hacer ostentación de su riqueza, aunque cada vez era peor persona.
Construyó sin permisos, en terrenos prohibidos pero que estaban cerca del mar y se vendían fácilmente a incautos.
Las costas del sur y el Levante español han sido y son una buena muestra de este modo de actuar.
Su casa, un chalet al estilo Hollywood, enorme, de varios pisos, con jardines, césped con regadores (en un sitio donde escaseaba el agua), tenía habitaciones enormes donde los invitados entraban y salían sin casi conocerle y donde su familia gastaba y gastaba sin preocuparle el día de mañana.
Cada casa donde se mudaba a vivir era mayor y más lujosa que la anterior.
En ellas no podía faltar una gran piscina, con adornos bien horteras alrededor y, siempre, con un trampolín. En cada nueva casa el trampolín era más y más alto. Como decía él: “para llegar al cielo”.
Las gentes de los alrededores, que le conocieron de albañil de chapuzas, le llamaban Manolo “el trampolín”.

Sus deudas iban siendo cada vez mayores que sus ganancias, pero él se sentía superior a todos los bancos y sus avisos de embargos, a sus acreedores, a quienes ya no se fiaban de él, a quienes le denunciaban por fraudes y delitos… a todos.

Llegaron los embargos, los juicios, la caída de la época del boom del ladrillo, la pérdida de todos esos bienes mal adquiridos… y se fue quedando solo, cada vez en sitios menos lujosos.
Su carácter se hizo irascible, sobre todo los días en los que el cielo se ponía gris y el viento racheado le susurraba en la cabeza malos pensamientos.
Su familia le abandonó. Ya no le aguantaban los malos tratos, la violencia y las amenazas…

Desapareció un buen día de su última casa, una de las primeras que construyó, y nadie sabía donde había ido a esconderse de la justicia, que le reclamaba muchísimo dinero por fraude.
La justicia buscó sin resultado a aquel constructor que había dejado detrás santísimas deudas, y un montón de edificios y casas al borde del mar construidas con materiales malos, que se llenaron de grietas por la humedad en poco tiempo, y que, poco a poco, se irían viniendo abajo, para desesperación de quienes las compraron.
Teresa había envejecido también, lejos de aquellas casas junto al mar que fueron orgullo de la costa cuando se llenaron de nuevas familias e ilusiones fallidas.
Ella seguía en su casona, ahora con el techo algo desvencijado, tras años de lluvias de “gota fría” y vientos cada vez más irregulares. Las escaleras mostraban la falta de algunos trozos de la barandilla de forja, pero el letrero de la fachada, un poco agrietado y medio borroso, seguía indicando: “La casa del general”.
Sus recuerdos no se habían agrietado y ahora le trajeron a la memoria aquel día en el que unos albañiles vinieron a restaurar unas losas del suelo del recibidor de la casa que se habían levantado por la humedad y las filtraciones de las lluvias de aquel año.

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Ella entonces era joven. Sus hijos estuvieron jugando con las losas que fueron sustituyendo los albañiles, hasta la hora de comer.
Cuando volvieron, algo había aparecido allí, debajo de las losas.
Los niños la avisaron entre juegos y risas. Encuadrado por unos trozos metálicos parecidos a restos de cuchillos largos, había un trozo alargado de madera negra, labrada, con una empuñadura sucia, ennegrecida, pero que brillaba a la luz del sol con destellos dorados.
Estaba colocado cuidadosamente, como en una posición estratégica especial, mirando hacia occidente.
Teresa lo sacó con cuidado y lo limpió un poco para investigar luego lo que podría ser.
Parecía un bastón de madera negra muy tallada, con un pasador que parecía de oro y una empuñadura muy labrada y cincelada; pesada y gruesa que parecía de oro.

¿Por qué alguien habría enterrado allí ese bastón tan precioso?

Dejó todo sobre la consola del recibidor, la misma donde ahora había encontrado el periódico con esa noticia, y se fue con sus niños al jardín mientras los albañiles terminaban el trabajo.
Al volver ya habían acabado la obra y los albañiles se habían marchado.
Fue a coger aquel raro bastón para enseñárselo a su marido, pero no estaba. Buscó por todas partes, pero había desaparecido.
Le explicó a su marido el hallazgo, el modo en que estaba colocado, el aspecto y su sorpresa de que estuviese enterrado allí, en el hall de su casa.

Su marido le contó que aquella casa había pertenecido a un general que estuvo en la guerra de Cuba y que volvió a su tierra de nacimiento, inmensamente rico, para retirarse allí.
En aquella lujosa casa se dieron fiestas fabulosas y el general era conocido y admirado por todos en la época en que vivió allí.
Se fue haciendo viejo… hasta que un día murió y la casa fue vendida.
Es posible que, al sentirse viejo, el general celebrase un último acto protocolario simbólico: enterrar su bastón de mando en la cabecera de su hogar, el recibidor, con la orientación hacia occidente de la ceremonia de “arriar la bandera” cada tarde en Capitanía. Con la vista al sol que se pone en occidente. Así permanecería su bastón durante años y años, en secreto homenaje al general.

Pero ¿Quién se lo había llevado?
Era una joya que podría valer mucho dinero, pues el puño y los adornos seguramente eran de oro.
Teresa pensó que las únicas personas que allí habían estado eran los albañiles, pero no se atrevió a decirlo a su marido.
Poco a poco, al no encontrarlo por ningún lado, se fueron olvidando todos, menos Teresa.
Siempre recordaba aquel hermoso bastón de mando.

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Ilustración de Paloma Muñoz

En la noticia del periódico decían que el ahorcado había aparecido en una casa derrumbada y casi vacía.
Solo se encontró un camastro, donde parecía que había dormido el hombre ahorcado durante las últimas noches en las que había soplado un inclemente y furioso viento maestral; una silla que utilizó para encaramarse y colgarse de una de las vigas del techo que el viento había dejado al aire al llevarse parte del tejado, y un extraño bulto escondido bajo unos cascotes, que contenía un trozo de palo de madera negra tallada, y los restos de algún mango metálico que faltaba, del que solo quedaban unos restos de metal dorado muy deteriorados.

Teresa releyó aquella noticia y pensó en aquel precioso bastón de mando que tuvo en sus manos.
Había sido un objeto símbolo del honor de un general, robado con deshonor por alguien que utilizó el dinero que obtuvo por él con muy poca conciencia.

Los vientos a veces hacen una justicia anónima y, tal vez, este había sido el caso en aquellas últimas noches de furioso viento racheado, ese que llamaban “viento del loco” por aquella zona.

¡Adiós para siempre al general!

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Cuando sepas
porqué la mar espera quieta,
silenciosa y mansa,
será tarde para ti.

Cuando sepas
cómo juegan las olas florecientes,
agazapadas y verdes,
ya no estarás.

Esperé,
sentada como el agua.
Tu barca vino loca,
embriagada en el gozo de pescar.
Red
fluorescente de jaloque,
levante,
maestral…

Los vientos
se encargaron de apresarte.
Separaron mis brazos,
sin mirar
cómo tu barca se hundía
lentamente,
sellada
por las redes eternas
de la mar.

Cuando sepas
porqué la mar espera quieta,
sabrás
qué tempestad es
ESPERAR.

Poema de Conchita Ferrando del libro “Homenaje a Neruda”
(Pegaso Ediciones)

Conchita Ferrando