La sombra de Liluhim

Autor@: Paloma Muñoz

Ilustrador@:  

Corrector@: Elsa Martínez Gomez

Género: Aventuras

Rating: Todos los públicos.

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La sombra de Liluhim.

Reinaba la calma en el museo de Historia de las Civilizaciones.   Adelia, una guapa chica que trabajaba como investigadora en el Departamento de Antigüedades Orientales se quedaba hasta tarde para terminar un informe que le había solicitado su jefe, el director del departamento.

El trabajo trataba sobre la elaboración de un informe sobre unos relieves encontrados en una desconocida región de los Montes Tauro, una cadena montañosa situada al sur de Turquía. Esos relieves databan de tiempos casi inmemoriales. Pero lo que más le llamaba la atención a la investigadora eran dos detalles.

El primero: la minuciosidad con que se representaba la efigie de un monstruo, una especie de ser alado con mirada torva, colmillos largos a los dos lados de la larga boca y una lengua ligeramente levantada como si fuera a lamer algo, y segundo: la precisión del relieve de un guerrero –concretamente el rostro─  que agarraba al ser alado para estrangularlo con las manos. La cara del guerrero  estaba esculpida con tal maestría que  se podía dibujar en un papel y colorear para hacerse una idea de la belleza de ese héroe, guerrero, rey, dios o lo que fuera.

Adelia comenzó a esbozar el rostro y sus dedos ágiles y firmes confirmaron lo que su intuición le dictaba: se trataba de un hombre guapísimo  que con las avanzadas técnicas de reproducción de imágenes y su posterior tratamiento y manipulación, podía ofrecer una visión más precisa del personaje.

La posición del guerrero detrás del monstruo apretándole con las manos el cuello, recordaba a una famosa escultura en terracota con Perseo cortando la cabeza a la Gorgona Medusa.

Precisamente, Adelia tenía sobre su mesa unas copias de la escultura. Las observaba mientras contemplaba el resultado del dibujo. Sin embargo, había algo más en ese relieve que estudiaba: una inscripción con caracteres muy extraños que nunca antes había visto pero que le recordaban al tipo de escritura que emplearon los  distintos pueblos que habitaron el Oriente cercano y la antigua Turquía y se preguntaba por qué le resultaba vagamente familiar.

El ser alado podría tratarse de una criatura similar a Pazuzu, el rey de los demonios en la mitología sumeria. Pero no estaba muy segura.

Escuchó unos ruidos que provenían del pasillo: − El guardia de seguridad tal vez, haciendo su ronda nocturna─ Se dijo y continuó con el dibujo del hombre.

─ ¿Quién eres? ¿Un  guerrero, un héroe importante, un rey? ¿O eres todo a la vez?─

De nuevo escuchó algo, unos pasos. Comenzó a inquietarse. Sabía que en esa planta del gran museo no había nadie que se quedara hasta después de las ocho de la tarde cuando faltaba media hora para cerrar el edificio a los visitantes. Tal vez en algún departamento, pero en esa ala situada en la parte posterior que daba a unos tupidos jardines que impedían la vista de los  rascacielos en su totalidad, nadie podría escucharla si algo le sucediera como no fuera Henry, el guardia del primer turno de noche.

─ ¿Henry, es usted?─ Para alivio de la chica, Henry entró en la sala y con su sonrisa franca y animosa, conminó a Adelia a que dejara el trabajo y marchara a casa.

─Debería irse ya señorita Adelia. Son casi las nueve de la tarde y hace una noche de vienes preciosa. Un viernes primaveral para perderse en la gran ciudad y disfrutarla.─

-Voy a quedarme un poco más Henry. Gracias por estar cerca. Es usted un encanto.

─No hay de qué, señorita. Si necesita algo, por aquí estoy.─

Henry cerró la puerta y Adelia se fijó en las luces de la ciudad que  se imponían y rebotaban en las fachadas brillando sobre la superficie del gran lago del parque. Realmente las vistas eran impresionantes desde su lugar de trabajo. Volvió al dibujo del relieve y contempló el rostro del guerrero. Escribió las inscripciones que habían aparecido tras una minuciosa labor de reconstrucción y limpieza y se acercó a la pantalla del ordenador.

-No encuentro ninguna relación posible entre estos caracteres y los conocidos por los expertos. ¡Qué extraño! A simple vista parece escritura cuneiforme, pero hay rasgos que no tienen nada que ver con la escritura clásica de las tablillas estudiadas en diversos museos del mundo.-

En sus archivos, Adelia escribió parte del informe que debería entregar el próximo lunes al director, el doctor Whitehead quien había prestado mucha atención al relieve una vez listo para ser examinado, pero que debido a que estaba inmerso en la organización de una nueva expedición al norte de Turquía, concretamente a las riberas del Mar Negro para encontrar lo que suponía  era un asentamiento de mujeres guerreras, las míticas amazonas, no había podido quedarse a investigarlo  en  el  departamento de Antigüedades Orientales.

Pero, para Adelia, que hubiera deseado con todas sus fuerzas formar parte de la expedición, ese relieve significaba mucho más que el hecho de que el doctor Whitehead la hubiera incluido. Significaba que si elaboraba un cuidado y exhaustivo trabajo la tendría en cuenta para futuras expediciones  y tendría que contar con ella como un miembro esencial de su equipo.

Adelia conocía el alfabeto cuneiforme y comparó la escritura hallada en el relieve con los ejemplos de pictogramas propios de este tipo de escritura. Mientras que estaba ensimismada en su tarea, una imponente luna llena cubría el cielo y sus rayos cada vez más intensos iluminaban las copas de los árboles del gran parque.

Leyó  en voz alta la transcripción que había hecho de los pictogramas,  en base a los conocimientos que poseía. La cadencia de las palabras, el ritmo y la forma de expresarlos, y lo que creía intuir que podrían significar, hizo que el corazón se le acelerara.

─Desde luego que no es sumerio o de la región de Mesopotamia y sin embargo creo que puedo entender lo que significa. Si fuera  una frase para recordar una hazaña, sería similar a las encontradas en otras tablillas. ¡Es increíble! Veamos.─

Recitó lo que a su entender decía el relieve, algo similar a: “Como las alas de cuervo cubren la noche, así Liluhim cubrirá tu alma  que volará a través del mar, del cielo de las montañas y regresará al santuario

De pronto sintió que se mareaba. Se apoyó en el borde de la mesa, pero  las piernas no la sostenían. De repente se habían vuelto de mantequilla.

Ilustración de Jordi Ponce

Percibió un frío viento sobre la cara que la golpeó hasta hacerle caer de rodillas y en un instante el mundo que conocía desapareció a su alrededor como  si la página de un libro exhibiese la ilustración de un lugar paradisíaco y la siguiente fuera la fotografía de una escena de guerra: gritos, estruendos, algarabía, polvo, cascos de caballos, el bronco sonido de las ruedas de los carros,  terribles aullidos de dolor, el chocar de metales, lenguas desconocidas que bramaban y sangre, sangre por todas partes.

En un parpadeo, herida en los ojos por unos potentes rayos de sol, Adelia se vio transportada por unos fuertes y bronceados brazos hacia una zona oscura cubierta de  maleza y rocas.

El hombre gritó. El reluciente casco cayó al polvoriento suelo. Le habló  mientras pegaba su sudorosa cara a la frente de ella.  No entendía nada de lo que le decía. Se aferró al cuello del guerrero y cerró los ojos. Sus sentidos se desvanecieron. Lo último que percibió fue el fuerte olor a sudor y el intenso olor ocre de la sangre.

Cuando Adelia abrió los ojos, unos ojos azul oscuro, profundos y  espectacularmente bellos la observaban como el erudito contempla un raro ejemplar que le acaban de llevar a su estudio.

Se incorporó, pero una mano cubierta de arrugas la empujó con suavidad de nuevo sobre un mullido almohadón.

¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran las personas que estaban con ella en aquel lugar desconocido? Acertó a discernir una especie de tienda cubierta por telas amarillas. Sentía calor, mucho calor y la forma de vestir de esa gente… parecían sacados de una película de Cecil B de Mille.

El hombre joven hablaba con el viejo y gesticulaban. El primero era el que la había llevado a una oquedad para resguardarla y protegerla de las flechas y el fragor hostil de la lucha.

Estaba aterrorizada y aturdida. Pero en medio de su aturdimiento le pareció comprender algo de lo que decían, apartados de ella.

Adelia “conocía” el idioma en el que hablaban.  Pero no lo identificaba.  Se incorporó y demandó la atención de los dos hombres. El más joven era alto, delgado y musculoso. Llevaba un vestido blanco. La cintura iba adornada con resplandecientes joyas de colores, La barba era de color castaño oscuro con reflejos dorados. El hombre mayor, exhibía una barba blanca muy cuidada y lustrosa. Ambos la llevaban ensortijada. Le habló en un tono aparentemente dulce. La expresión del anciano era grave.

La muchacha  comprobó que los fonemas, la pronunciación y el ritmo al hablar eran muy similares al antiguo idioma asirio datado aproximadamente en el siglo VIII A. C.

 Le pareció tan alucinantemente increíble que estuvo a punto de caerse de algo parecido a una  camilla.

Adelia debía hacerse entender  y utilizó sus conocimientos del antiguo asirio-babilonio para contarle al hombre que la miraba con una curiosidad fuera de lo común, que no sabía qué había ocurrido y que lo único que recordaba es que había recitado unas frases  en un extraño dialecto o idioma que le resultaban familiares,  como el  empleado por el imperio asirio en la época de su máximo apogeo, pero  que ¡no era propiamente asirio!

La cabeza le daba vueltas. Intentó recordar que hacía y sobre todo dónde estaba antes de que aquella locura comenzase.

Nerviosa, agitada y dolorida, fue llevada por unos jóvenes sirvientes a una tienda cercana cuyo recorrido exterior estaba cubierto por unas profusas telas anaranjadas para evitar el implacable sol y la ayudaron a quitarse la ropa manchada de polvo y sangre . La obligaron a introducirse en una especie de  barreño de cobre con agua perfumada, mientras el hombre joven  de imponente aspecto se retiraba con el anciano.

Sabía que había entablado comunicación con él y que parecía entender algo de lo que le decía. Adelia supuso que a él le ocurriría lo mismo.

Cuando estuvo preparada (después de un suntuoso baño regado con hermosas flores blancas, el cabello lavado y peinado y vestida con una blanca túnica transparente que dejaba entrever cada centímetro de su piel), Adelia fue llevada a la tienda contigua para ser recibida por el joven  guerrero y el amable anciano que la habían atendido.

Adelia habló en la antigua lengua asirio-babilonia y rezó todo lo que sabía para que pudieran entenderla. Para suerte suya, así fue, ya que aunque el idioma que hablaban esos hombres no era exactamente el asirio-babilonio, parecían entenderla sin demasiados problemas.

Adelia dijo su nombre y explicó que provenía de otro lugar muy lejano y desconocido y que por arte de magia había viajado en el tiempo encontrándose en medio de un sangriento conflicto. Se sentía agradecida al atractivo guerrero de grandes y perfilados ojos porque le había salvado la vida y al anciano (sin duda un consejero o médico, hombre de confianza del guerrero) porque amablemente había cuidado de ella.

Ambos hombres, a pesar de su enorme perplejidad, parecían comprenderla.

Adelia no encontraba ninguna explicación coherente y razonable que pudiera ayudarla comprender la situación que estaba viviendo. No era el escenario de una película, no era una representación teatral, ni una fiesta sofisticada cuyos invitados imitaban las vestimentas de imperios antiguos y prácticamente olvidados.

Era real y ella estaba allí, en medio de una contienda furiosa, con unas personas que pertenecían al pasado o quizás no era eso exactamente, sino que se trataba de  un universo paralelo que pretendía ser o parecer el imperio asirio, pero que no lo era realmente. Pero no creía mucho en esas cosas.

¡Loca, loca, loca! ¡Estás loca! Cierra los ojos y vuelve a abrirlos y estarás frente al relieve en la sala  en la que trabajabas esa tarde-noche de viernes.

Abrió los ojos y vio al guerrero que la miraba con un interés  explícito, recorriendo cada centímetro de la piel sin perderse ni un sólo  detalle, hasta  finalizar el recorrido en los pliegues de la túnica que le  caían graciosamente cubriendo apenas los pies envueltos en unas enjoyadas sandalias.

¿De qué región provenía esa mujer? ¿de qué país? ¿quiénes eran sus gobernantes? ¿y sus dioses? ¿una espía del rey de los Harritas? Pero si la hubieran considerado como tal, muy probablemente su preciosa cabeza estuviera sujetando la punta de alguna lanza ensangrentada.

-Soy historiadora y arqueóloga. Mi especialidad son las antiguas civilizaciones del Oriente Próximo. Lo que en nuestro mundo denominamos las regiones del Creciente Fértil.-

Los dos hombres se miraron por un instante haciendo gestos entre ellos de incomprensión.

─ ¡Oh Dios! ¡Espero que no me tomen por una bruja o una aparición demoníaca!─

 La vestimenta de Adelia que había sido depositada en una especie de mesa ricamente labrada, les resultaba a los sirvientes  muy extraña: una prenda que cubría el torso y dejaba al descubierto los brazos, otra prenda que cubría desde la cintura hasta debajo de las rodillas, un extraño  artefacto similar al que usaban las bailarinas del palacio para sujetar los senos y algo con forma triangular que cubría el pubis y la nalgas y algo parecido a unas sandalias pero de un tacto más suave que los mocasines de tiras de cuero  que solían utilizar.

Los sirvientes cuchicheaban y reían sin ningún disimulo observando a la chica de piel blanca y cabello castaño: ─Probablemente son eunucos.─ Pensó.

Adelia comprobó el trato reverencial que recibía ese hombre e intuyó que se trataba de un personaje importante.

Un tipo bajito y muy moreno se sentó cerca del guerrero después de inclinar el cuerpo ante él, mientras este hablaba a la chica y le decía que era el príncipe  Asshur-Nim, que estaban en guerra con la nación Harrita. Un enconado odio les había llevado a las armas y que obedeciendo las órdenes de su padre, el rey Azarakh-Shidad-Nim, está guiando la lucha que parece decantarse a favor de las armas de su padre y de su país, Asshuryad.

El escriba anotaba todo lo que decía el príncipe en sus tablillas y Adelia comprobó que no eran unas toscas tablillas de arcilla sino que eran planchas de latón o algo similar.

Ahora le tocaba el turno y debía explicar al príncipe  quién era ella y por qué estaba en un lugar tan inapropiado e intempestivo.

─No sé cómo he llegado hasta aquí.  He viajado en el tiempo hasta un momento histórico que pudiera ser una guerra librada por el antiguo imperio asirio y sus enemigos los egipcios, pero vuestra forma de hablar no es como la de los asirios aunque se le parece mucho y el escriba que has traído, no utiliza arcilla sino una plancha de latón o plata sin pulir.─

Asshur-Nim se acercó a Adelia y una bocanada de intenso perfume,  arrobador  y a la vez muy  masculino hizo que se  tambaleara.  La fiereza de los ojos  oscuros que  envolvía  la mirada del príncipe, hizo latir su corazón desbocadamente.

─Tengo que volver a palacio. Mis emisarios ya han partido para dar cuenta a mi padre de nuestra victoria y tú vendrás conmigo. Adelia es un hermoso nombre pero no sé lo que significa.─

─Significa valiente, noble.─ Y le sonrió. Los ojos de Asshur brillaron en mil chispas de fuego.

-Entonces, es un nombre que debe ser impuesto a alguien que lo merezca.-

El escriba se levantó al mismo tiempo que Asshur salía de la tienda,  volvió a inclinar el cuerpo ante su señor y el príncipe desapareció acompañado por el anciano.

Adelia se quedó temblando. El calor se debilitaba a medida que el día finalizaba y las áridas extensiones de tierra roja y amarilla se adueñaban de la llanura que terminaba en unos montículos cubiertos de flechas, lanzas, espadas y sangre, mucha sangre, incluso sobre algunos carros desvencijados que aún quedaban en pie, mientras que los rayos del sol chocaban con el metal de los cascos esparcidos entre los polvorientos matorrales y los buitres comenzaban su infernal y canallesco baile inmisericorde sobre los cadáveres de los soldados que yacían esparcidos, algunos con los miembros desgarrados a causa de los tremendos cortes de las espadas y las lanzas lanzaban sus últimos estertores de vida.

Adelia se tapó los ojos y después atendió a la amable solicitud de un joven para que le siguiera. La subieron a un camello y tomaron la dirección del norte para salir de esas abrasadoras llanuras. Supuso que viajarían de noche.

El gran palacio del rey Azarakh-Shidad-Nim, se erguía entre la multitud de palacios, edificios inmensos con aspecto de zigurats  y casas señoriales de la capital de  Asshuryad, Nibur-Sin y hasta la gran Sala Real fue conducida Adelia.

El príncipe había tenido una interesante conversación con su padre y con sus consejeros más inmediatos  entre los que se encontraba el anciano  Nam-Rud quien además de ostentar un importante cargo en la corte, era astrónomo, médico y poeta.

─¿Puedes estar completamente seguro de que esa mujer extranjera a la que has apartado de la batalla no es una enviada del rey Kargus?─

─Padre, esa mujer extranjera con ese atuendo tan extraño apareció de la nada. O por mejor decir, yo estaba fuera de mi carro y la vi junto a unas grandes piedras. En ese momento no pensé en lo que expones. Era una mujer en medio de una situación descontrolada que podría ser mortal─

─ ¡Podría haber sido mortal para ti, insensato si una flecha de los hombres del maldito Kargus te hubiera atravesado el corazón!─

Asshur bajó los ojos y esperó a que  el mal rato pasara lo más rápido posible.

─ ¡Tráeme a esa mujer y veamos qué es lo que tiene que contarle al rey de Assurhyad!─

El rey era un hombre imponente, algo más alto que su hijo, esbelto y fuerte, la barba rizada  con unos ojos azules más claros de tonos violáceos  perfilados de intenso negro similar al “kohl” que usaban los egipcios y que lo hacían sumamente atractivo, ya que contrastaba con la piel morena, oscurecida por pasar largas temporadas al sol y al aire libre y si era cierto lo que Adelia recordaba de la antigua Asiria, la afición de los reyes por la caza de leones, sería uno de los motivos principales junto con las campañas de guerra, para que  Azarakh-Shidad-Nim, luciera tan impresionantemente atractivo.  Y si a esta descripción se añade el hecho de que estaba  majestuosamente sentado  en el trono dorado bajo  las garras de un león gigantesco con las dos alas desplegadas, el efecto no podría ser más impactante y sobrecogedor para Adelia.

 Los consejeros, se situaban alrededor  del rey a una prudencial distancia y los cortesanos se apiñaban junto a las escaleras de acceso al trono.

El rey se levantó. Los consejeros, la corte y los sirvientes se inclinaron.

Sin embargo, algo que podría considerarse poco importante o insignificante, captó la atención de Adelia:  la mirada del rey  no era tan luminosa como cabría esperar en un momento de alegría general por la gran victoria conseguida, y era por un motivo que sabría más tarde: Azarakh había enterrado a su difunta esposa y reina  Ulah-Kadi hacía algún tiempo y su corazón se encontraba tan seco como las áridas tierras que circundaban el fértil oasis que era ese extraño y exuberante reino al que Adelia había llegado en un viaje a través de eones de tiempo.

Después de ser presentada ante el rey por su propio hijo,  ordenó que la chica se acercara.  Azarakh quedó muy impresionado  con la singular belleza de la joven extranjera.

Las damas de la corte hablaban en voz baja.

Adelia comprobó con gran sorpresa que el rostro del rey era muy parecido al esculpido en el misterioso relieve del museo, pero prefirió no comentar nada, al menos de momento.

Algunos consejeros y cortesanos  comentaban que la mujer de piel blanca podría ser una espía al servicio de los enemigos del rey, o una cortesana,  pero desde luego no de esas regiones,  ya que su aspecto y su raza la delataban.

El rey, junto con su hijo, deseaba saber más acerca de Adelia y su procedencia de modo que ordenó que la llevasen a las estancias privadas.

 Le explicó todo al rey y le suplicó casi de rodillas que no la tomara por una loca que se había escapado de un manicomio. El rey no entendía lo que decía,  los conceptos que  utilizaba, pero su ventaja era que sabía plasmar en un lienzo la historia que el rey la demandaba. Pero no recordaba la frase que creía haber traducido del relieve.

De modo que en una tablilla de latón muy brillante y pulido, para plasmar su aventura con un cincel que parecía de  plata y los escribas anotaron todo lo que acontecía en la estancia privada del rey.

─Un ídolo alado estrangulado por un guerrero que se parece a mí. Es realmente algo fuera de lo común y jamás he escuchado hablar a los sabios de tales misterios.─

Llamó a sus consejeros y transmitió órdenes concretas a sus sabios y astrólogos para que analizaran el dibujo cincelado por la extranjera.

El rey sugirió que pudiera tratarse de una enviada del gran dios protector del reino de Assurhyad, el dios león, Mahaharit, el dios de la guerra y benefactor del rey y su familia.

Adelia le describió al fabuloso monstruo alado de boca ancha con colmillos y al guerrero que le daba muerte y como dijo en voz alta una frase que se encontraba escrita  e intentó describir lo que inmediatamente sucedió después.

La figura del ídolo y del guerrero fue examinada por  los consejeros, entre los que se encontraba el anciano Nam-Rud.

 Los sacerdotes hablaron de un ser alado al que llamaban Liluhim y el rey ensombreció la mirada retirándose a sus aposentos.

 El príncipe le explicó  que su madre había fallecido por una maldición de Liluhim,  un demonio que se adueñaba de las vidas de las mujeres embarazas, entre otras funestas maldades.

 La esposa del rey cuando falleció estaba en cinta y este aún no se había repuesto de la pérdida a pesar de que habían transcurrido unos años desde aquello.

─Hay mucha similitud entre ese ídolo demoníaco y Lilû, un espíritu maligno de la antigua civilización asiria con características muy parecidas a las de Liluhim ya que arrebata la vida a las mujeres que esperan un hijo y a los niños recién nacidos.─

Todo lo que contaba Adelia cada vez parecía más increíble y excitante y por eso, Asshur le pidió que recitara las palabras que encontró en ese relieve, pero ella no las recordaba.

 Lo que sí recordaba perfectamente era la visión de ese monstruo a siendo estrangulado por el héroe y sobre todo la horrible cara de la criatura que parecía la representación vulgar de una máscara griega.

─El héroe guerrero es muy parecido a tu padre. Es un hombre impresionante. Debes sentirte muy orgulloso de ser su hijo.─

─Me siento muy orgulloso de ser el primero de sus hijos en llevar su sangre y portar sus armas.─

─Creía que los reyes  asirios, quiero decir los reyes de tu pueblo iban a la batalla comandando el ejército.─

─Mi padre lo hizo muchas veces. Yo le rogué que me permitiera dirigir la batalla.─

Asshur se acercó tanto a ella que casi podía rozarle la frente con los labios.

─Eres una mujer que me tiene completamente fascinado. Tal vez tu misteriosa e inexplicable aparición nos haya traído la victoria.─

El príncipe fue interrumpido por Nam-Rud.

El anciano consejero  sabía de esa imagen porque siendo niño la había conocido en unas montañas al sur del país. Allí tenía su santuario ese demonio.

─ ¡Entonces es cierto que existe un santuario y que seguro que está en los Montes Tauro!-

 Pero los que la rodeaban no conocían los Montes Tauro y el santuario estaría en ruinas si es que aún existía.

─Hay unos montes pero tienen otro nombre: Montes  Kadesheyet.─ Aclaró Nam-Rud

─ ¡Es un universo paralelo en el que vivís! Y se asemeja a la antigua Asiria, hasta los nombres son similares  ¡Dios  esto es increíble, no puede ser cierto que esto me esté sucediendo!─

La única forma de salir de dudas es visitar el lugar y encontrar ese santuario maldito.-

 Asshur parecía muy decidido y así se lo comunicó a su padre.

Después de la contienda, el empeño de los consejeros era que Azarakh se anexionase los territorios limítrofes al sur de sus dominios. Era una estrategia de guerra muy utilizada por los asirios y que Adelia conocía de sus estudios e investigaciones.

-¡Cuando le cuente al profesor Whitehead todo lo que me está sucediendo va a pensar que me he puesto ciega de alguna sustancia alucinógena! Por cierto ¿en la corte esnifarán o se chutarán algo?  – Le entró una risa nerviosa que intentó reprimir. El príncipe y el consejero la observaban,  pero no deseaba tener más problemas que resolver.

Como buena investigadora que era  intentaba aprender todo lo que podía de esa civilización similar a la asiria, pero con unas diferencias tan  fascinantes.

El tiempo transcurrió deprisa en un sinfín de situaciones y conocimientos mutuos que la llevaron a relacionarse más directamente con el rey y propició un acercamiento muy deseado por Azarakh e indeseado por su hijo ya que el rey se mostraba muy atraído por Adelia y esta le correspondía hasta tal punto que había ordenado despedir a las concubinas más solicitadas y tener más  de cerca a la chica.

Nam-Rud organizó y dirigió el trayecto a los Montes Kadesheyet para comprobar la existencia del santuario en ruinas. Ya que en ese lugar debía estar la clave del ese viaje en el tiempo de Adelia.

Encontraron el lugar oculto entre las montañas y  Adelia se documentó como  pudo  de todo lo que halló y transcribió lo esculpido en los frisos del altar del  demoníaco ídolo ¡los pictogramas idénticos a los de la tablilla del museo! Entonces lo recordó de inmediato.

Naturalmente, los sacerdotes que acompañaron al rey en la expedición oficiaron sus propios ritos propiciatorios para que el viaje de regreso fuera  bendecido por los dioses y contrarrestar el poder diabólico del demonio.

Para ello llevaban un cargamento de amuletos protectores de los espíritus depredadores de la noche que el rey llevaba colgados, así como el príncipe y los sacerdotes.

Nam-Rud insistió en que Adelia llevara un amuleto también, porque no podían permitir que nada malo le sucediera si  no se protegía contra el poder nocturno de  Liluhim.

El rey se había enfrentado cara a cara con el ídolo al que consideraba responsable de la muerte de su amada esposa y decidieron destruir el templo en sombras para siempre.

 Así, creyendo que el ídolo alado de boca ancha y largos colmillos era reducido al polvo, no encontraría su lugar de reposo.

Pero Adelia insistió en que no lo hicieran debido a su ferviente credo de preservar todo cuanto se había construido en el mundo. Pero ese no era el mundo que ella conocía y en el que vivía. Era un mundo situado en otro plano dimensional y ella tenía que volver al lugar al que pertenecía.

Los acontecimientos se precipitaron.

 Adelia se entregó a los brazos del rey dejándose llevar por la absoluta fascinación que le provocaba un hombre que parecía un dios.

Mientras que Asshur rumiaba su despecho y su sangre hervía al sentirse rechazado por Adelia, sin poder evitar enemistarse con su padre.

En los brazos de  Azarakh, Adelia encontró algo más maravilloso que el paraíso. Encontró una pasión sin límites y una vida que no  superaría a las vidas de las heroínas más celebradas y amadas.

Hacer el amor bajo la luz de la luna de la habitación real circundada de terrazas y cubierta de flores de intenso perfume, contemplando asida al cuerpo del rey, los reflejos sobre la tranquila y sedosa superficie del río, mientras el sonido de las fuentes y el arrullo de las aves nocturnas  la envolvía, hacía que sus sentidos se llenaran de la plenitud del deseo y de la magia de la noche de Nibur-Sin, la ciudad de los mil zigurats de fría piedra gobernada por el mejor rey que podían tener ese fiero pueblo: Azarakh-Shidad-Nim, cuyo nombre quería decir “el león que lucha contra el viento”.

Pero todo paraíso tiene su tiempo contado y para Adelia era la hora de abandonar los brazos del enamorado rey porque tanto ella como Azarakh preveían que los celos del hijo podían propiciar una tragedia sin precedentes en el reino si su relación continuaba.

 Así que le habló y le dijo que haría exactamente lo mismo que hizo cuando fue llevada a ese mundo paralelo,  orgulloso y floreciente  calco de una antigua, excitante y gloriosa civilización de la que le había contado tantos detalles y curiosidades.

Recitaría los pictogramas convertidos en fonemas encontrados en el friso del altar de Liluhim para volver al mundo al que pertenecía y, así evitar que el hijo llegara a rebelarse  contra el padre por amor a una mujer  llegada de otras desconocidas latitudes, de otra época, de un lugar muy distante.

 Para impedir esa rivalidad que podría llevar al reino a una lucha fratricida, Adelia debía volver a su mundo.

La noche elegida para la despedida era similar a la que la trajo hasta Asshuryad. Una noche de luna llena, misteriosa y turbadora.

Adelia, antes de invocar las palabras “mágicas” abrazó con pasión a  Azarakh y se besaron  con fuerza, casi con dolor.  Finalizó su invocación y Azarakh regó sus manos con las calientes lágrimas que corrían vertiginosamente por su atractivo rostro.

Se volvió hacia él y lo miró por última vez.

La luna seguía brillando en el firmamento lanzando sus rayos de plata sobre la superficie de color azul profundo como los ojos tristes de un rey enamorado.

Paloma Muñoz

Madrid, 18 de abril, 2013

Verboten

Autor@:  

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Relato

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama. Las ilustraciones son propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Verboten.

Fue difícil saber porqué aquel joven alemán, alto, rubio y fuerte, se había convertido en un apasionado fan del rocanrol de los años 60.

Igualmente difícil imaginar que ese mismo muchacho, pocos años después, cuando todo parecía indicar que elegiría para su futuro la música rock o el deporte de competición, desaparecería de nuestro entorno de amigos, enviado a Alemania para estudiar y convertirse en Ingeniero Nuclear… pero es que todo en la historia de nuestro amigo Jens era así de especial, contradictorio, e incluso bastante misterioso.

Nos conocimos en la infancia, casi adolescencia, con 11 años. Todos los veranos los pasábamos en un bonito pueblo de la sierra de Madrid.

Sus padres tenían allí un chalet de estilo alpino que llamaría la atención de cualquiera si no fuera porque quedaba semioculto tras un pequeño bosque de abetos de su jardín.

Como éramos casi niños, nuestros primeros contactos fueron cuando jugábamos en una zona abandonada, intrincada, semisalvaje, de difícil acceso que separaba los chalets de la colonia de veraneo del resto del pueblo.

Formábamos un grupo de amigos veraneantes que año tras año pasábamos allí las vacaciones, deseando que llegase el verano para jugar juntos y vivir  “excitantes aventuras”  en esa zona relativamente cercana a nuestras casas, pero tan diferente que permitía imaginar que todo podía ocurrir allí, entre aquella vegetación tupida, descuidada, con enramadas que se entrecruzaban entre senderos intransitables, con zarzas y arbustos recrecidos, que  parecía un laberinto donde apenas el sol traspasaba el túnel de vegetación, donde la emoción era el riesgo de extraviarse, el de posibles picaduras de escorpiones y otros bichos, pero eso era lo que lo hacía tan atractivo para nosotros.

Nos reuníamos entre 10 o 12 amigos, que fuimos creciendo desde los 10 años hasta los 18, transformándonos de niños en adolescentes. Allí nos llamaban cariñosamente, “la pandilla de los biberones”.

Jens era el mayor, con poca diferencia. Tenía otros tres hermanos, pero eran todavía pequeños para venir en el grupo y solo uno de ellos, Klaus, se nos uniría años después.

Jens era alto, rubio, de ojos azul muy intenso, serio y de pocas palabras. Tenía una bien ganada fama de “soso” y cuando nos fuimos haciendo mayores y comenzaron nuestras primeras reuniones caseras, en las terrazas o jardines de las casas de unos y otros, para aprender a bailar, le pusimos el mote de “el pararrayos”, por su estilo tan teutónico que solo era capaz de defenderse con el vals.

Hasta que un día llegó aquella ola imparable a nuestro país, llamada ROCK AND ROLL.

Nuestro amigo pareció despertar de su letargo musical y se convirtió, en solo tres meses, en un auténtico entendido y fan de aquella revolución musical, sobre todo en su versión menos dura y más melódica, llegó a dominar los estilos, biografías y discografía de los grandes ídolos, empezando por Elvis hasta Freddy y Los Diamonds.

Ilustración de Paloma Muñoz

Su carácter se hizo más accesible y menos hermético. Se unía a todas las excursiones del grupo; era amable y protocolariamente educado con las chicas; nos sacaba de apuros cuando, en alguna excursión, alguna se quedaba enganchada entre las zarzas y espinos de nuestro pasadizo salvaje, al que llamábamos “el bosque del miedo”, donde seguíamos buscando aventuras y no se sabe qué tesoros fruto de nuestra desbocada imaginación, deseosa de emociones, a la espera de que alguna fiera terrible surgiese de allí el día menos pensado.

Pero… había algo que no había cambiado en absoluto en esos años: El misterio que rodeaba su casa, aquel precioso chalet alpino semejante a un “nido de águilas” al que nunca éramos invitados por sus padres, procedentes de Alemania, donde la guerra había dejado una dramática huella, como país hundido, dividido y en ruinas, que nunca doblegó su orgullo ante los vencedores.

Sus padres eran un misterio para nosotros. Nunca supimos en qué bando estuvieron y tampoco las circunstancias de su venida a España ni el motivo.

Nunca salían a pasear por el pueblo, ni se relacionaban con los otros veraneantes. Eran tan serios y herméticos como Jens….

Alguien comentaba que el padre había sido piloto de las fuerzas aéreas en Alemania, y otros que había tenido una importante industria allí… pero nada era seguro.

Era inútil tratar de sondear a Jens ni a su hermano Klaus, que se unió a nuestro grupo unos años después.

Entre nosotros nos inventábamos toda clase de historias imaginarias sobre la familia de Jens: Persecuciones, huídas a veces con los nazis detrás, otras como oficial de las SS, otras como espía amenazado y buscando refugio lejos de su país…Todo sin datos fiables, solo influidos por el misterio de aquellos padres que se mantenían siempre aislados, sin buscar amistades entre los demás veraneantes, desde hacía años, sin que nunca nadie fuese invitado a aquel precioso “nido de águilas” estilo alpino.

Jens fue ganando puntos con su afición apasionada por el rock, y se fue implicando en esa nueva filosofía de vida que llegaba con esa música fuerte y vibrante.

A los 16 años le regalaron una guitarra y eso le hizo feliz totalmente. Ahora podía tocar y emular a sus ídolos del rock.

Se convirtió en la cara opuesta de lo que siempre había sido. Ahora “el pararrayos” era el ídolo de todas las niñas veraneantes.

En los guateques que se organizaban en casa de los amigos del grupo y de otros grupos que se habían unido al nuestro, Jens era la estrella indiscutible, adorado por sus fans, que ya eran muchas.

Lo curioso era que nunca solía bailar aquel ritmo vibrante que a todos nos enloquecía, a pesar de que él era capaz de dominarlo e incluso recrear con su guitarra versiones propias. Se quedaba siempre  un poco distante, rasgueando su guitarra, cantando, casi en trance para sí mismo… o para quien él eligiese.

En su grupo de siempre, más bien pequeño, le podíamos encontrar siempre cercano, feliz, con una sonrisa que casi nadie más podía ver. Incluso las chicas del grupo tuvimos la suerte de que nos dedicase alguna de sus composiciones de rock con nuestro nombre.

Se estaba convirtiendo en un compositor selectivo y eso le hacía aún más atractivo.

Al verle allí, tan cercano, tan gentil, en alguna ocasión intentamos que se abriese y nos hablase de su origen, de su familia, de su país…

Entonces todo cambiaba. Se ponía muy serio, cogía su guitarra y le arrancaba las notas más emotivas y sentidas que nunca habíamos escuchado, cantando con su voz “teutónica” la célebre canción de Elvis Verboten  (prohibido). Era casi un lamento, rasgado en un rock lento y profundo.

Ilustración de Paloma Muñoz

Al oírla, todavía, pasados tantos años, se nos viene a la memoria aquel tiempo de adolescentes y aquel “bosque del miedo” que cruzábamos, como en un camino iniciático, todos cogidos de la mano para no desorientarnos ni extraviarnos, con la sensación del paso por lo desconocido, entre aquellas ramas que crecían impidiéndonos el paso, con zarzas que nos arañaban brazos, piernas y caras, pero siempre sin soltarnos de la mano.

En varias ocasiones nos sorprendieron tormentas, de esas tan propias de la sierra, con gran aparato eléctrico de truenos y rayos. Si nos encontrábamos a medio camino de ese bosque, no había otro remedio que seguir hasta la salida, pues había la misma distancia en ambas direcciones.

Una vez cayó un rayo tan cerca que nos tiró al suelo. El peligro era real y  “el bosque del miedo” nos lo recordaba en cada momento.

En una ocasión en que se desencadenó una de esas terroríficas tormentas, Jens nos fue guiando por un atajo que él conocía, que llegaba hasta una pradera al final del pueblo, pero una vez que llegamos a ese punto, al descubierto, nos mandaba que siguiésemos solos, muy deprisa, hacia nuestras casas, pues pensábamos todos que como era tan alto,  “el pararrayos” atraería alguna “chispa” de la tormenta y moriríamos todos si íbamos junto a él.

Nunca supimos si aquello era científico, pero él nos mandaba alejarnos y aguardaba a que estuviésemos a salvo,  en aquella zona de de vegetación silvestre, donde nadie sabía lo que podía pasar.

Aquellos veranos vimos caer muchos rayos muy cerca, incuso hasta acostumbrarnos y perderles el pánico que nos daban, pero siempre imaginábamos la figura alta, rígida, erguida de nuestro amigo “el pararrayos”.

Era tan contradictorio, con aquella figura y, sin embargo, con esa voz tan comunicativa y arrolladora cuando cantaba, cien por cien roquero, que todos dimos por seguro que su futuro estaría en esa música, y que llegaría, como él deseaba, a emular al gran Elvis, en Estados Unidos, cuando fuese allí a estudiar como él pensaba.

Difícil imaginar entonces que un verano Jens no estaría, como siempre, en nuestro pueblecito de la sierra.

Su hermano Klaus se encargó de confirmar que lo habían enviado sus padres a Alemania a estudiar Ingeniería Nuclear.

¡Nos quedamos de piedra!

¿Y su amor por el rock?Klaus zanjó la cuestión y todas nuestras extrañezas e interrogantes diciendo:

“¡Verboten!

Era lo decidido desde siempre.”

Siempre esperamos saber algo de nuestro amigo “el pararrayos” superestrella del rock, pero no logramos saber de él.

Tal vez, en los viajes espaciales que tanto revolucionaron al mundo…. sonaría música de rock para los astronautas.. Tal vez, solo tal vez, compuesta para ellos por nuestro amigo Jens,el ingeniero nuclear rokero,  tal y como compuso algunas de esas canciones especialmente para nosotras, sus amigas del grupo del “bosque del miedo”.

Al fin y al cabo, el espacio también es un “bosque del miedo”, y la música de rock un buen modo de relajar ese miedo y ver las estrellas como algo tan hermoso como nuestras reuniones de juventud oyendo a nuestro rokero tocar sus composiciones, a pesar de las tormentas, los truenos y los rayos…. Pero eso sigue siendo Verboten para nosotros.

Relato original de Conchita Ferrando de la Lama

Mitología a la luz de la luna

Autor@:   

Ilustrador@: 

Corrector@:

Género:   Relato

Rating: Para todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mitología a la luz de la luna.

Cuando era más joven y vivía con mis padres, había algo que me encantaba hacer: me─ entusiasmaba estar con mi madre en la terraza del sexto piso en el que vivía y por las noches, en verano, contar historias, sobre todo, de la mitología griega.

A mi madre ─que me escuchaba embelesada─ le entretenía mi forma de narrar las aventuras y desventuras de dioses y diosas, de héroes y heroínas y de un sinfín de seres mitológicos y de leyenda.

Como hacía mucho calor, en la terraza se estaba más fresquito, y cuando se levantaba el aire nos traía un respiro a mi madre y a mí que sentadas, nos acomodábamos para pasar una larga velada, la una frente a la otra, a oscuras, con la única pequeña, pequeñísima luz que desprendían las brasillas de mi cigarrillo encendido.

Esto sucedía claro está, cuando no había luna y las estrellas se ocultaban tras unas nubes caprichosas de colores grises que impedían que éstas brillaran.

MI madre a veces me pedía que le repitiera la historia porque no entendía muy bien por qué tal o cual hecho ocurría y las consecuencias de los actos de los mortales que repercutían en sus descendientes, sobre todo, si se trataba de la venganza divina por alguna afrenta cometida contra un inmortal. Tampoco comprendía ciertos pasajes de la mitología en cuanto a sagas familiares, gestas heroicas o la creación del mundo o del universo, esto es: la cosmología.

Recuerdo que como hacía mucho calor en pleno mes de julio, a veces destapaban algún  contenedor de basura que estaba situado un poco apartado de nuestro edificio, detrás de unos jardines y se esparcía un olor un tanto nauseabundo que tratábamos de ignorar, imaginando los personajes mitológicos y las situaciones que vivían.

Mi fuente de información y conocimiento era principalmente, la obra de Ovidio: Las metamorfosis que, por otra parte, era lo que más le gustaba a mi madre.

El porqué de las transformaciones de las ninfas, o de las princesas y los disfraces de las diosas y los dioses cuando tenían que hacer mutis por el foro si se avecinaba una devastadora contienda contra enemigos codiciosos y desobedientes.

Yo comprendía que mi madre no había tenido una educación en literatura clásica porque las mujeres de su generación y de su estrato social, tan sólo  aprendían a leer, a escribir, a utilizar las cuatro reglas, a coser, bordar, hacer labores caseras y  taquigrafía, mecanografía y algo de francés como mucho para prepararse para trabajar en alguna oficina o fábrica. Pero ella era curiosa y se interesaba por el más fascinante de los universos como era el mitológico.

Había visto algunas películas que narraban  la historia de héroes muy celebrados, sus inmortales hazañas y le gustaban los documentales sobre el tema. Curiosamente ─que yo recuerde─ nunca se había quedado dormida a medio día cuando los proyectaban en la segunda cadena de la televisión. Algunas series sobre las obras de Homero que habían puesto en televisión, también había sido capaz de tragárselas enteras. Por supuesto que había leído algunos libros que yo consideraba menos complicados para ella, me refiero a las mencionadas Metamorfosis y algunos pasajes de la Ilíada y la Odisea.

Visitábamos con cierta asiduidad museos de pintura como el Prado que como todos sabemos, posee una colección de pinturas de temática mitológica y alegórica muy importante y le hablaba de lo que representaban esas alegorías y otras curiosidades relacionadas con los cuadros.

Mi madre se sentía fascinada por las historias o leyendas referidas a la creación de los astros, tales como el sol, la luna, las estrellas. Siempre me preguntaba por la vida amorosa del dios Helios, el dios del sol y por su hermana, Selene, la luna y por Eos, la otra hermana, la aurora de rosáceos dedos como la definió el gran Homero en su Ilíada y yo, siendo práctica, comenzaba por contarle curiosidades a cerca de las palabras que se derivaban de los nombres de los dioses, titanes y criaturas del amplio e inagotable universo mitológico.

Solía preguntarme  el porqué de muchos fenómenos geológicos como por ejemplo la formación de ciertas cadenas montañosas, el nombre de mares, de ríos, de lagos, de continentes y   me esforzaba en recordar todo lo que sabía de esos episodios de la mitología, ya que me resultaba relativamente fácil poder explicarlos utilizando mi memoria fotográfica (poseía libros con impresionantes ilustraciones que cada vez que los veía, me maravillaban aún más).

−Mira mamá, Selene era la hermana de Helios, un dios superguapo y superapasionado que solía enamorarse de ninfas y de alguna que otra princesa de la que se había prendado nada más verla. Date cuenta que Helios lo veía todo porque era la personificación del sol y Selene la de la luna y Selene también tuvo sus amoríos, no creas, a pesar de que no lucía tanto como su hermano.−

En este plan  narraba las aventuras amorosas de los dioses y mi madre ─que era insaciable─ quería seguir escuchando como se desarrollaba la historia, ─las más de las veces─ con un final trágico  y tremebundo.

Aprovechaba que en el cielo lucía una preciosa luna y así envolvía el relato en una atmósfera más ‹‹sugerente››.

Precisamente recuerdo que una noche de luna llena,  espléndida, de tonos amarillos y anaranjados, quiso que le contara cual fue el origen de la famosa guerra de Troya, y ahí me vi yo, retrocediendo hasta el momento en el que un oráculo había predicho que la nereida Tetis, la más hermosa y delicada de las hijas del dios marino Nereo, “el viejo del mar”, daría a luz un hijo que podría arrebatar el trono del universo al todopoderoso Zeus si este se casaba con ella, puesto que el rey de los dioses se sentía muy, pero que muy atraído por la belleza de Tetis.

Ilustración de Rosa García

A partir de ese momento, mi madre con los ojos abiertos de par en par (lo sé porque le brillaban con un fulgor inusual a causa de la emoción que parece ser que despertaba la impresionante historia), atendía a las causas de la guerra de Troya y su posterior destrucción a manos de los griegos, bueno, y de los dioses que ayudaron a los ejércitos helenos.

En esa época en la que mi madre y yo compartíamos muchas cosas, habíamos visto películas como “Helena de Troya”, “La Odisea” con el gran Kirk Douglas como Ulises, “Furia de Titanes”, la primera versión del conocido mito de Perseo, Andrómeda y el Kraken, “Jasón y los argonautas” y algunas obras trágicas de Eurípides que pasaban por la tele de aquellos tiempos.

Hay que reconocer que no es nada sencillo contar una tragedia griega porque resulta muy dificultoso situar a los personajes y sus tristes y penosos destinos: asesinatos, suicidios, raptos, destierros, violaciones, incestos, sacrificios humanos y calamidades sin fin. De eso se nutre principalmente la tragedia griega y la mitología clásica en general.

Pero a pesar de eso, mi madre, todos los viernes por la noche, (cuando mi hermano se había ido de juerga con sus amigos), al regresar, −algunas veces─  nos encontraba charlando en voz baja claro, para no molestar a los vecinos, ya que las ventanas de la terraza estaban abiertas y  el silencio se apoderaba de la noche. De cualquier manera, mi madre estaba deseando continuar con los relatos.

Algunas veces, mi padre se quedaba viendo algún programa de la tele o cuando televisaban un  partido de futbol, aprovechábamos para recoger la mesa y la cocina después de cenar, y nos quedábamos en la terraza.

Si  mi padre se acostaba y mi hermano no había regresado, era mejor: nos sentábamos con una bebida fresquita, mi caja de cigarrillos y comenzábamos la sesión.

− ¿Por dónde nos quedamos el otro día con lo de la guerra de Troya?−

Mi madre intentaba recordar el momento en el que Helena había sido raptada por el príncipe Paris: ─Paris, el de más hermosa figura. Mujeriego, seductor. Decía Héctor reprendiendo a su irresponsable hermano.

Hasta que conseguí llegar al final de la historia de la desdichada Troya y sus desdichados personajes: todos o casi todos muertos, mi madre no se quedó tranquila, aunque  algo decepcionada porque Helena volvía con Menelao, su marido, Paris moría y la romántica leyenda que tantos ríos de tinta había hecho correr desde hacía siglos, se había convertido en un espeluznante río de sangre que cubría el Escamandro, río divino que circundaba Troya.

Muchas noches de verano las pasé con mi madre mientras estudiaba en la universidad. De aquella época guardo el más grato y cariñoso de los recuerdos.

Aún hoy, a pesar de que han transcurrido muchos años ya, mi madre, que está un poco-bastante sorda, me pregunta por temas relacionados con la mitología, sobre todo cuando en la televisión ha visto el tráiler de alguna película actual que suele ser –las más de las veces− una copia muy farragosa y apabullante de la película original y en la que la esencia del encanto del cuento mitológico se diluye en efectos especiales espectaculares y en 3 D para un público de niñatos ignorantes.

Yo le contesto que es mejor que lea la historia en un libro o que vuelva a la peli original. Pero seguro que si anuncian “Furia de titanes 2” o “Ira de titanes”, la verá.

Estoy completamente segura, aunque termine loca de tanto Kraken con tentáculos.

Cuando me pase a verla, me preguntará por alguna escena y yo le contaré que hay que volver a la esencia de la historia que es mucho más simple y mucho menos aparatosa que lo que nos venden en Hollywood.

Mi madre, sonríe y con una expresión entre cariñosa y guasona me espeta:

−Me parece, hija, que has equivocado los estudios: tenías que haber estudiado mitología.−

Dedicado a mi madre

Paloma Múñoz

Madrid, 17 de diciembre de 2012

La venganza de la Sultana.

Autor@: Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Ilustrador@: Raquel Losana Larrazábal

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Relato

Este relato es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque), y su ilustración es propiedad de Raquel Losana Larrazábal. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La venganza de la Sultana. 

En la luminosa oscuridad, rodeada de silencio muchos metros bajo tierra, la Sultana pliega su manto multicolor para cubrir por completo su gran vientre de madre encinta.

Sus hijos, de real estirpe, son  dignos de una Sultana coronada por una tiara de cristales tubulares de perrotita de color verdoso que refulgen junto a cubos maclados de plata y otros dorados de piritas rematados por largos prismas de amatista.

La envuelven sus tornasolados “mantos azules” que resplandecen en la negrura de las profundidades de la tierra, su fortaleza inexpugnable con sus vetas amarillo limonita, negros manganeso, ocres y dorados de cobre, anaranjados de goslarita, irisados de dietrichita, blancos nieve de yesos, todos ellos florecidos y tejidos entre grandes masas de carbonatos que forman un arcoíris de inimaginable belleza y riqueza.

Sujeta con fuerza e ira su enorme vientre para no dejar salir de allí a sus múltiples hijos, que podrían repartir su riqueza mineral sobre aquella tierra seca, desmembrada y solitaria de la montaña que le da cobijo y escondite.

La Sultana está furiosa y clama VENGANZA.

No una venganza de explosiones, como otras veces, para exhibir sus riquezas ante los ojos atónitos e ingratos de los hombres que la han lisonjeado, expoliado y humillado. No. Ahora la venganza de La Sultana se ha hecho fría a lo largo de los años. La va a servir fría y eterna.

¿Qué mejor venganza que la de la propia naturaleza ocultando para siempre sus tesoros de forma irrecuperable?

Ilustración de Raquel Losana Larrazábal

Los ingratos que los explotaron durante siglos, miles de años, desde el Mioceno, no supieron gestionarlos ni agradecerlos.

Desde remotas épocas sus riquezas interiores de galena, plata, zinc  y muchos otros metales deseados, fueron saliendo de la brecha de falla cristalizada de su manto con abundancia generosa.

Siglos y siglos desde el Mioceno, con épocas de grandes extracciones y otras de largos abandonos y olvido.

Su riqueza no ha podido nadie medirla en tantísimos años. Siempre estaba ahí, oculta pero presente.

El paisaje de su entorno ha cambiado mucho a lo largo de los siglos: desde fértiles zonas muy arboladas de tipo mediterráneo, formando grandes manchas tupidas y verdes mezcladas entre las vetas multicolor de sus “mantos azules” en las sierras mineras que dotaron de su enorme riqueza de plata a la Roma clásica, durante cientos de años, hasta el cambio de sus bosques talados desde aquellas lejanas épocas para hacer barcos de guerra o de transporte y después para las propias explotaciones de sus ricas minas, para entibar las largas galerías y reforzar sus terrenos de laboreo.

Poco a poco aquellas sierras frondosas perdieron su encanto y mudaron su vestido por el seco y árido paisaje casi lunar, horadado por miles de pozos acá y allá que semejan ojos al abismo.

El mar allí tan cerca, ha seguido ofreciendo su inmenso azul para recordar que aquello fue un paraíso de climas templados y vegetación mediterránea junto a una de las mayores riquezas minerales imaginadas.

La revolución industrial del siglo XX ha marcado una nueva etapa en su desarrollo, con muy poco control, que ha dejado su huella en el paisaje y la riqueza medioambiental de toda aquella zona de sierras mineras.

En la década de los años 80, en pleno siglo XX, las extracciones de la sierra minera de Cartagena- La unión que tanto progreso y bienestar habían creado en toda la zona, empezó a presentar síntomas de agotamiento.

Aquel paisaje lunar de extraños colores había dado ya todo lo posible y los técnicos, geólogos e ingenieros de minas buscaban afanosos zonas donde los filones y la riqueza mineral permitiesen la continuación de la prosperidad de la zona y de sus muchos trabajadores y empresas allí radicados.

Tras muchas «catas», estudios y análisis de los terrenos cercanos, un proyecto nuevo vio la luz en 1987 para la continuidad de aquellas explotaciones tan ricas. Sería la ampliación de la cantera Los Blancos II, que reuniría conjuntamente Los Blancos III y cantera La Sultana , alargándose hasta el borde cercano al pueblo de Llano del Beal, garantizando un mínimo de 11 años, prolongables, con una explotación valorada y calculada de 26.853.000 toneladas en un yacimiento que contenía 200.000 toneladas de plomo, 600.000 de Zinc y 1.600.000 de azufre, estimando una cantidad de 270.000 kilos de plata.-

Todo un hallazgo.  Un tesoro que duraría muchos años proporcionando riqueza a toda la zona, con trabajo para sus habitantes y gran desarrollo en todos los frentes, directos e indirectos.

La Sultana ocultaba tanta riqueza como jamás se habían imaginado.

Iba a ser una auténtica reina repartiendo sus riquezas minerales a toda la zona.

La que tanto admiraron civilizaciones anteriores que pasaron por allí, por sus colores, su belleza, su paisaje «de otro mundo», y que solo habían arañado un poco sus ocultas riquezas, sin llegar nunca a sus ricos filones y yacimientos ocultos, ahora con aquel nuevo plan de labores podía surgir de las profundidades con todo su esplendor mineral.

Pero, ¿qué pudo pasar para que todo aquello se torciera y La Sultana se cerrase bajo su manto sin permitir que jamás se abriera ni dejara salir de su enorme vientre tanta bonanza?

Decía Edward O. Wilson :

Nuestros gobernantes y líderes políticos tienen una formación basada exclusivamente en las Ciencias Sociales y Humanidades.

Desconocen las Ciencias Naturales o las conocen muy superficialmente.

Igualmente los intelectuales públicos, articulistas y creadores de opinión de los medios y «gurús» de la intelectualidad.

Sus análisis son metódicos, alguna vez correctos, pero la base sustancial de su saber es fragmentada y sesgada.

¡Qué poca Física y cuanta metafísica barata en la enseñanza y en lo gubernamental!

¿Cabe entonces imaginar otro presente distinto al nauseabundo olor que impregna gran parte de nuestra realidad?

Me voy a buscar piedras. Están ahí desde siempre. Algo podrán contarme sobre lo real y, en cualquier caso, pueden servir para armar una honda.

A La Sultana tal vez le hubiese gustado más el sistema de los antiguos tiempos, cuando las minas de interior eran ciudades subterráneas, palacios negros donde se entrecruzaban enormes galerías de cientos de kilómetros sin dar señales al exterior, salvo las escombreras de residuos minerales entre los bosquecillos de pinsapos, con el mar azul al fondo, donde los barcos cargaban tanta plata para Roma que hasta las anclas se fundían en plata para llevar más cantidad..

Distintas épocas que se sucedieron, cada una con sus expolios o abundancias. Muchos siglos sobre aquellos «mantos azules» de las sierras mineras.

A mitad del siglo XIX las minas de de las sierras de Cartagena-La Unión producían dos millones y medio de quintales de plomo al año.

La Sultana ha visto de nuevo florecer épocas llenas de progreso y riqueza, calculadas y evaluadas por métodos modernos y por técnicos modernos….

Pero sus sueños quedarán abortados por unos extraños acontecimientos que nunca ha comprendido.

El pecho de La Sultana se estremece de tristeza, rabia, incomprensión y decepción bajo sus collares y gargantillas de brillantes metales y cuarzos.

Sus manos se cierran con fuerza como si quisiera hundirse aun más bajo la montaña abandonada.

Aquel proyecto- recuerda- se abortó por una guerra absurda, a tres bandas, donde los intereses irreconciliables de los habitantes del pueblo de Llano del Beal se opusieron frontalmente a que las nuevas explotaciones se acercasen al pueblo y pudieran perjudicar alguna de sus casas con las posibles vibraciones del terreno.

Los trabajadores de la empresa encargada del proyecto, que llevaba años trabajando en las otras canteras de la zona con modernas maquinarias, no entendían la razón de tanta oposición y cerrazón y luchaban por sus puestos de trabajo.

Los del pueblo estaban en pie de guerra y asaltaban las maquinarias, cortando las pistas de explotación para evitar los trabajos.

En medio de todo este absurdo caos, la Comunidad Autónoma quería conciliar a ambas partes y dar la razón a todos, sin conseguir nada.

Una guerrilla ruidosa, sin acuerdos, con cada parte encerrada en su razón.

La empresa, que era quien debía llevar la parte más importante del proyecto y su financiación, con nuevas maquinarias y ampliaciones de gran envergadura, estaba en un gran aprieto con la bajada del precio del plomo en la Bolsa de Metales de Londres, que era lo que marcaba la viabilidad de todo el proyecto minero.

Las divisas de metal de plomo, zinc etc. estaban en bajada.  Subirían seguramente en poco tiempo, como siempre había ocurrido, pero de momento lo que menos necesitaban era una guerrilla en una de sus explotaciones españolas.

Aquel absurdo guirigay no presagiaba nada bueno.

La Sultana lo supo. Tapó sus oídos a todo aquel desafuero y permaneció en silencio en  su oscuro reducto.

La sede central de la empresa, desde Paris, ante la falta de acuerdo y soluciones por las partes, optó por la venta y subsiguiente cierre de todas las explotaciones de la Sierra Minera de Cartagena- La unión.

En sucesivas etapas liquidó todas las pertenencias, maquinaria, terrenos y despidió finalmente a todos sus trabajadores, abandonando aquel gran  proyecto que iba a ser el más importante del momento, hundiendo el futuro de La Sultana y de toda la zona minera adyacente en 1991.

150 años de trabajos de minería de la zona se derribaron en un campo de batalla absurdo.

Inversiones millonarias de infraestructuras e industrias derivadas, tráfico mercantil, puestos de trabajo para muchas familias, personas que perdieron todo…. Por una disputa de pueblo.

La Sultana, silenciosa, oscura, en su rico trono, permanece bajo toneladas de tierra, rocas y metales, encerrada en sí misma, sabiendo lo que toda esa riqueza habría significado para la prosperidad de tanta gente.

Ahora, en su fría venganza tras los años, las abraza sin compartirlas con nadie, sabiendo que ya jamás se podrán encontrar ni explotar, abandonadas en el interior de una agreste sierra que las ha ido derrumbando y hundiendo más y más, año tras año.

La noche se cierra sobre las cumbres de la sierra minera de los «mantos azules» de Cartagena-La unión.

No se verá nunca el rictus amargo de La Sultana,  aferrada a su venganza, al saber lo que posee y que nunca compartirá con nadie….

Original de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

¡VEN…GAN…ZA!

Autor@: Olga Besolí

Ilustrador@: Paloma Muñoz

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Terror

Este relato es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

¡VEN…GAN…ZA! 

Ilustración de Paloma Muñoz

«¡Ven…gan….za!» logró articular ella, con un hilo de voz apenas perceptible. Luego, la última exhalación, en un grito ahogado, que salió de lo más profundo de sus entrañas.

«Aún cuando su cuerpo abandona la vida, esta mujer sigue teniendo un porte altivo» pensó él, desconcertado.

 Los ojos de la mujer se tornaron vidriosos mientras permanecían clavados en el rostro de su asesino. Su luz se extinguió. La vela sobre la mesa se apagó de repente. Una ráfaga del frío viento de octubre vapuleó la cortina que le impedía el paso, arrastrando consigo un susurrante coro de voces de ultratumba. «¡Ven…gan….za!», «¡Ven…gan….za!», «¡Ven…gan….za!», parecía oírse, a golpes de viento.

Él, llevado por un miedo súbito, apretó aún más las manos sobre la frágil garganta, comprimiéndola, estrechándola en un cerco mortal en el que su víctima ya no se debatía. Presionó más y más, fuertemente, hasta que oyó el chasquido del cuello roto.

La cabeza de la vidente cayó hacia atrás de forma grotesca. Los medallones de su turbante tintinearon y unos mechones de pelo quedaron al descubierto. El viento rugió sobre las paredes de la tienda y arrancó de cuajo la cortina. Golpeó con fuerza la lámpara de araña, que se movió como un péndulo sobre sus cabezas, emitiendo extrañas y siniestras sombras. El aire se arremolinó sobre la mesa. La bola de cristal se hizo añicos al chocar contra el suelo. El tapete se levantó y las cartas de la baraja salieron volando en mil direcciones diferentes.

Algo le pasó rozando la mejilla. No tuvo tiempo de ver qué era. El viento amainó súbitamente. Se extinguió sin dejar más rastro que una estela de objetos esparcidos y una calma inquietante.

El frío se apoderó de la estancia. Inmediatamente, notó como la sangre caliente manaba de  su cara, resbalando por su cuello. Se limpió como pudo con el brazo de la chaqueta, sin atreverse a soltar a su víctima, aún caliente bajo sus manos frías. Buscó con la mirada qué le había herido, escudriñando el suelo lleno de despojos y objetos rotos y allí estaba: la carta de la muerte, el arcano más terrible del tarot, con ese horroroso esqueleto dibujado que parecía haber cobrado vida y reírse de él, tintado con su propia sangre.

Entonces se arrepintió. No de haber matado, eso nunca. Al contrario, sentía un placer extremo que lo invadía cada vez que arrancaba una vida de un cuerpo. No. Era otro tipo de arrepentimiento. El que se siente al haber errado en la elección. ¿Por qué había escogido acudir allí cuando lo más sencillo hubiese sido la huída?

Cuando llegaron los rumores de que los gitanos acampaban a las afueras del pueblo y de que traían consigo la maldita bruja, debería haberse largado lejos, allí donde su secreto no pudiera ser desvelado. Pero no lo hizo. No podía. La curiosidad que sentía era demasiado fuerte y tentadora: quería saber si las habladurías eran ciertas; si era, en verdad, tan infalible como decían y representaba un peligro para él, o si era solo una farsante más.

No. No  estaba siendo sincero consigo mismo. No era eso lo que quería en realidad. Necesitaba ver con sus propios ojos si era capaz de descubrir lo que él era. Quería estar presente para saber cómo reaccionaría si lo averiguaba, si lo veía reflejado en su bola de cristal. Anhelaba que fuera así, como sucedió años antes con ese detective menos listo de lo que se creía. A él tuvo que dejarle un par de buenas pistas para que pudiera seguirle el rastro. A ella, a la vidente, le acababa de dejar un billete de diez sobre la mesa y una petición «Adivíneme el futuro pero antes quiero que eche un vistazo a mi pasado».

Había ansiado que ella leyese en sus cartas toda la muerte que había dejado tras de sí y luego lamer el terror de sus ojos antes de estrangularla. Como al detective. Todavía recordaba el esfuerzo que le costó apretar ese cuello inmenso. También la lucha desesperada que mantuvo por permanecer con vida mientras él apretaba su garganta y esas manos grandes y fuertes que le golpeaban y que casi arruinaron el momento.

Después de eso nunca más volvería a ir a por otro hombre. «Las mujeres son más asequibles», pensó mientras se regocijaba observando las facciones sin vida de la adivina. «¿Por qué no fue capaz de ver mi pasado?», se preguntó. No acababa de creer la excusa de la vidente, que las cartas estaban borrosas y no podía leerlas, que esa noche, víspera de todos los santos, los espíritus solían interferir porque eran ellos los que querían hablar; y que, por el mismo precio, podría dejarse poseer por ellos. No le terminó de convencer, pero le fascinó la propuesta.

Poseída por los muertos. El placer que había sentido en el momento en que lo oyó de boca de la vidente fue casi tan intenso como el de matar. Y el ansía de rodear el cuello con sus manos se acrecentó mientras ella entonaba  cánticos incomprensibles y su faz se tornaba de un blanco marmóreo.

Debió abandonar la tienda de la bruja en el mismo instante en que su cuerpo fue tomado por el único espíritu con el que él no quería comunicarse, el de su propia madre: «Eres malo, siempre lo has sido, y tendrás tu merecido. Ya sabía yo, cuando todavía estabas en mi vientre, que eras un demonio. Te pudrirás en el infierno. Ven aquí. Ven aquí ahora mismo. No me hagas esperar. Si tengo que ir a por ti sabrás lo que…»  Él recordaba de sobra esas palabras hirientes. Las rememoraba cada vez que mataba. Y tenía que ahogarlas antes de que crecieran y se volvieran insoportables, aunque fuera dentro del cuello de la vidente.

Recordó ese instante y una oleada de excitación recorrió todo su cuerpo. Quiso mirar por última vez a la cara de la muerte y soltó el cuello de la vidente para sujetarla por los cabellos y alzarle la cabeza. El turbante se desprendió, liberando la ondulante cabellera rojiza. Cayó al suelo y las pequeñas medallas volvieron a tintinear. El tintineo se unió al sonido de unas campanas lejanas, las de la iglesia del pueblo, que marcaban la medianoche.

De pronto, el cuerpo muerto de la vidente pareció insuflarse de vida e, inesperadamente, le miró a los ojos desde los suyos sin luz, atrapando su atención en la negrura profunda de sus retinas. Las manos de la vidente, inesperadamente huesudas y firmes, agarraron con fuerza el cuello del asesino. Él la cogió por las muñecas, soltando la cabeza que cayó inerte hacia atrás, en un intento desesperado por desprender esas manos aferradas a su garganta, pero no podía. No podía. «¡No puede ser! ¡Es imposible! ¿Vive aún?», se preguntó. Pero la cabeza desplazada, zarandeándose sin control alguno cada vez que él intentaba liberarse de sus garras, y ese hueso que sobresalía bajo la piel del cuello, demostraban que estaba muerta.

Sintió como unas largas uñas, que antes no tenían sus manos, le arañaban la nuca y eso le recordó a una antigua conocida, una prostituta, su primera víctima, aquella que le prestó sus servicios antes de morir. Se excitó, pero pronto el tacto cambió y las manos se volvieron inquietas y nerviosas, flexibles alrededor de su cuello, como las de aquella adolescente juguetona a la que sedujo antes de matar. Luego se volvieron rugosas y ásperas como las de la anciana a la que exterminó, más por compasión que por otra cosa, para cambiar a las pequeñas y regordetas manos de un chiquillo sin apenas fuerza. Unas manos inocentes que recordaba con todo detalle y que no podían hacerle daño alguno.

Entonces, el asesino, en un instante de lucidez, supo que ese era su momento para escapar, para librarse del mortal abrazo, pero cuando separó, sin gran esfuerzo, esas manos infantiles de su cuello, se transformaron en otras más fuertes, más grandes, más masculinas. Se atenazaron tan fuertemente sobre su garganta que pronto el aire empezó a faltarle. No podía más. No podía. Estaba a punto de morir y lo sabía.

«¿Detective?» dijo el asesino en un susurro ahogado, usando las fuerzas que empezaban a escasearle.

La cabeza desnucada de la vidente empezó a rodar hasta quedar a un lado mientras acercaba su cuerpo al de él. Clavando sus pupilas muertas sobre los ojos llorosos del asfixiado asesino, ahora convertido en víctima, estrechó el cerco sobre su garganta y le dijo al oído con la voz ronca que el detective había tenido en vida: «¡Ven…gan…za! ».

Olga Besolí

Octubre 2012

 

Mi nombre es Némesis.

Autor@: Paloma Muñoz

Ilustrador@: Verónica Mercader

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Drama

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz, y su ilustración es propiedad de Verónica Mercader. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mi nombre es Némesis.

PRÓLOGO

Majestuosamente bella, recorría el mundo viajando sobre un carro dorado tirado por grifos, blandiendo un látigo con el que azotaba y una vara de medir. A veces portaba una hermosa espada de oro y se mostraba implacable. Solía ir ataviada con un velo que envolvía su voluptuoso cuerpo y su linda cabeza estaba coronada por una impresionante diadema dorada cubierta de piedras preciosas.

Su nombre era Némesis.

UNO

Hace mucho tiempo se cometió un asesinato. Pero entonces yo era muy joven para darme cuenta de lo sucedido a Aletheia, mi compañera de clase.

Aletheia era para mi algo mas que una simple colega de instituto o amiga con la que salir a divertirme e ir al cine con el grupo de chicos y chicas los fines de semana. Era huérfana y estaba viviendo en una residencia de estudiantes, becada por sus estupendos resultados académicos.

La señora Richardson que era una de nuestras mas eminentes profesoras del instituto, había recibido el encargo por parte de un juez de familia y asuntos sociales de ejercer como tutora legal de Aletheia y atender a sus intereses, debía velar por su bienestar y seguridad por lo que mi amiga dejo la residencia y se fue a vivir a su casa, una antigua mansión rodeada por un bonito y frondoso jardín.

Aletheia era brillante. Guapa, ocurrente, inteligente, voluntariosa y caritativa, ya que ayudaba a todo el mundo. Siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien se lo solicitase.

A mi me ayudaba y, con la mejor de sus sonrisas, se ponia conmigo para sacarme en mas de una ocasión, las castañas del fuego ante la inminencia de los exámenes.

Solía visitarla en la mansión de la señora Richardson y estudiábamos juntas preparando los exámenes y trabajos, pero después de un tiempo, Aletheia comenzó a cambiar. No en sus notas, ni en su amistad conmigo, claro que no. El cambio lo percibía como algo ajeno a nuestra relación. Algún tiempo después supe el por que: Aletheia se había enamorado.

Ahora lo recuerdo todo como una sucesión de fotogramas en mi mente.

La veo y la contemplo y no puedo evitar sentir que en cualquier momento pueda

aparecer para decirme que decidió marcharse para emprender una nueva vida.

Pero no fue así. Aletheia nunca apareció porque alguien se encargo de truncar sus

esperanzas, sus aspiraciones y su vida por algún motivo que entonces yo desconocía.

No, eso no es del todo cierto. Nunca me convencí de que Aletheia se había fugado con el hombre al que amaba aunque todo apuntara a ello.

Se interrogo a la profesora Richardson y a todos cuantos tuvimos relación con ella y no se pudo dar con el hombre con el que ─supuestamente─ Aletheia iba a encontrarse.

Su tutora estaba destrozada y colaboro en todo lo que pudo.

Aletheia siempre había sido muy discreta y yo realmente sabia muy poco de ese

hombre. Solo que era mayor que ella, que lo había conocido accidentalmente mientras paseaba sola a las afueras del pueblo y que era muy guapo. No se las citas que tuvo ni lo que se proponía hacer. Intente que me contara mas detalles pero lo único que saque en limpio es que deseaba marcharse para empezar una nueva vida lejos de todo lo que conocía a excepción de su amistad conmigo.

En realidad, en el fondo de mi corazón, siempre tuve el convencimiento de que tenia miedo o se sentía atemorizada por algo.

Esto lo dije cuando me preguntaron sobre el estado anímico de mi amiga.

Intuía que no era feliz en esa casona y que su tutora no la dejaba tranquila, siempre preocupándose de sus idas y venidas, de su rendimiento, de su salud de forma casi obsesiva.

Imagino la actitud de la profesora Richardson cuando Aletheia le confeso ─si es que lo hizo─ que amaba a alguien y que pensaba marcharse de la casa para siempre.

Y si mis sospechas acerca de la suerte de Aletheia no las comunique a los detectives encargados del caso, fue debido a que no tenia pruebas o no encontré nada extraño o anormal excepto su comportamiento, pero eran apreciaciones mías y los responsables del caso alegaron, que si se había escapado con alguien, era probable que algún día aparecería cuando menos lo esperásemos.

Pero Aletheia nunca apareció y yo siempre conserve en mi interior ese desasosiego que no me dejaba tranquila, pensando que estaba muerta y enterrada en algún lugar no muy lejos de los rincones que ambas conocíamos y recorríamos cuando estábamos juntas.

!Añoro a Aletheia! !La echo de menos! Desde el día en que desapareció y nadie pudo dar razón de su paradero, no he dejado de pensar en ella y en todo lo concerniente a su infructuosa búsqueda.

No hace mucho cayo en mis manos un libro sobre invocaciones a los dioses y encontré una muy interesante: una invocación a la diosa Némesis, la diosa de la venganza retributiva que castigaba los delitos y los crímenes que habían quedado impunes.

Debía preparar un trabajo, concretamente para la asignatura de Iconografía Antigua dentro del programa del curso de Estudios Superiores de Literatura Comparada de la Universidad. Era una evaluación trimestral.

El trabajo trataba de dioses menos conocidos pero no por ello menos trascendentes. Y uno de los dioses era Némesis.

Una noche de luna llena comencé a leer el himno a Némesis, y encendí unas velas, queme incienso y prepare el escenario propio de una suplicante.

No se porque lo hacia. Si Némesis podía escucharme, ella se encargaría de sacar a la luz lo que realmente ocurrió con Aletheia.

A fin de cuentas Aletheia significa ‹‹verdad›› en griego.

-‹‹! Te invoco, oh Némesis! Diosa augusta, soberana, omnividente, espectadora de los mortales, eterna, venerada, a la que todos temen, pues todo lo ves, todo lo oyes y todo lo riges. Diosa vengadora.››-

Al poco tiempo encontraron muerta a la señora Richardson. Se había suicidado

envenenándose y hallaron una carta escrita y firmada por propia mano en la que exponía que Aletheia había decidido abandonarla y que no podía soportarlo ni permitirlo. La abandonaba por un hombre y antes de que eso sucediera era capaz de cualquier cosa, incluso de matarla. Y eso fue lo que hizo. Le dio un bebedizo y la durmió para siempre.

Después enterró su cuerpo en un bonito e idílico rincón del jardín de la casa. Pasado algún tiempo, los remordimientos no la dejaban vivir.

Pero hubo algo mas: alguien muy poderoso le había ordenado quitarse la vida.

Las ultimas palabras de la señora Richardson fueron: -‹‹Le pregunte quien era y ella me contesto: Mi nombre es Némesis››.

Ilustración de Verónica Mercader

DOS

No podía creer lo que veía. Su hombre, el amor de su vida, lo que mas amaba en el mundo salía de ese lujoso restaurante abrazado a una mujer.

El corazón le latía frenéticamente. El sudor empapo su cuerpo y se enfrió dejándole una sensación desagradable de humedad mientras el corazón estallaba y las lagrimas corrían a borbotones por las mejillas.

‹‹-! Como has sido capaz de hacerme esto!››- Murmuro mientras las lagrimas se

Congelaban sobre el rostro.

Apretando los dientes sentencio: ‹‹-! Te arrepentirás!››-

Espero a que entraran en el coche y les siguió con cautela, a pesar de que no era nada fácil dominar los nervios en esas condiciones de amargura, dolor y decepción.

Supo donde vivía ella, su odiada rival. Sabía que tenia que vengarse. Pero debía

planearlo todo con cuidado. Su venganza implacable no iba a golpearla sino que iba a dirigirse al traidor, al hombre que tanto había amado y que la había engañado después de hacerla sentir la mujer mas feliz del mundo.

Se hizo miles de preguntas y solo encontraba una sola respuesta: traición. Traición y venganza.

Debía calmarse y procurar por todos los medios que el no supiera lo ocurrido. Que no sospechara nada, era primordial. Después planear la venganza podría ser coser y cantar para una mujer con paciencia.

Lo ideal era esperar a que saliera de la visita a esa zorra que lo había enredado y que antes de que entrara en su coche, atropellarlo y salir pitando del lugar. Eso es lo que iba a hacer. Pero antes de nada, las cosas debían ser como antes. Como deberían haber sido siempre. El no debía sospechar en absoluto y eso no iba a resultar tan sencillo.

Cuando recordaba como lo conoció intentaba no llorar. No lo merecía.

Ese cerdo no merecía ni una sola de las lagrimas que vertía, pero la congoja era tan grande y el dolor del corazón tan punzante que lloraba desconsoladamente.

Se habían acabado los lloros y los lamentos. Había que pasar a la acción y la venganza estaba muy próxima. La sola idea de hacerle pagar con creces su traición le hacia sentir que la vida no acababa con el corazón destrozado, sino que tenia que resurgir de sus cenizas y emplearse a fondo para que la gratificación fuera de igual proporción que el deseo de vengarse.

La calle estaba desierta. Una fría noche de noviembre. Ya habían pasado las fiestas de Halloween y existía una quietud que aprisionaba los sentidos.

Él estaba en esa casa, con ella. El automóvil lo había aparcado frente al edificio, el

inconfundible Audi plateado. El suyo estaba convenientemente camuflado en un rincón ─ para que no pudiera divisarlo desde ningún Angulo cuando saliera a la calle.

! Todo lo que había hecho por el y así se lo pagaba el muy cabrón! Ella que se sentía la mujer mas afortunada que pisaba la tierra teniendo a su lado a un hombre tan atractivo, inteligente, divertido, complaciente y apasionado.

La seguridad de su existencia se tambaleaba por momentos.

De repente lo vio salir subiéndose el cuello de la gabardina. Iba hacia el coche. Se giro hacia el edificio y tiro un beso en dirección a la ventana del quinto piso en la que una silueta delgada le devolvía exactamente el mismo gesto.

─! Hijo de puta!─ Exclamo. Se preparo para poner en marcha el motor justo en el

momento en el que la mujer de la ventana desparecía y el cruzaba la calle.

Pero en ese mismo instante un coche pasó a la velocidad de la luz.

Un golpe seco. Un cuerpo volteado en el aire cayendo inerte sobre el húmedo

pavimento de cemento y el automóvil perdiéndose a toda velocidad engullido por la oscuridad de la noche.

Ella quedo petrificada, pegada al asiento. Lo había visto todo y entonces reacciono: no podía quedarse allí, de modo que arranco y dio la vuelta a la manzana para largarse lo antes posible.

El corazón le latía a doscientos por hora. Alguien había hecho el trabajo. Por una parte lo agradecía pero por otra…

Todo había acabado. Un tipo atropellado y muerto en el acto. Ningún testigo.

Después la noticia en la prensa y ella hablando con los policías encargados del asunto.

─ ¿No sabe lo que hacia su novio en esa dirección a esas horas de la noche, señorita?-

─No tengo la menor idea, señor inspector.-

Poco tiempo después se concluyo que había muerto atropellado por un desconocido o desconocidos que se dieron a la fuga. El tiempo pasó y nada pudo aclararse.

La amante no apareció por ninguna parte. Debió mudarse de barrio.

Los policías barajaron la hipótesis de que se veía con alguien de la zona, pero era un edificio de gente que solía entrar y salir con asiduidad y nadie se fijaba en nadie.

Una tarde, ella estaba tomándose una copa de vino, leyendo una historia acerca de la venganza por amor y leyó algo sobre Némesis, la diosa que vengaba los ultrajes amorosos.

Contemplo un cuadro en el que la diosa aparecía volando sobre el mundo con unas impresionantes alas blancas, con una espada en la mano y, sujetando una rueda con la otra.

Era una inquietante ilustración, pues los colores predominantes eran los rojos oscuros.

Suspiro y leyó mas cosas a cerca de Némesis.

La diosa había hecho el trabajo por ella.

Levanto la copa e hizo el gesto de brindis. Un brindis imaginario.

─Gracias, Némesis.-

Ilustración de Verónica Mercader

TRES

Trabajaba de camarera. Tenía el turno de tarde y siempre salía a las tantas.

Aquella noche había resultado especial en cuanto a los clientes de la cafetería. Un grupo de amigos celebraba algo y se gastaban bromas mutuamente.

Ella sabia que la observaban. Era una chica bastante guapa y estaban bastantes bebidos.

Lo cierto es que entraron ya ‹‹cocidos›› en la cafetería.

Normalmente, los tipos que se le acercaban eran inofensivos. Pero esta vez percibió que algo no andaba como debería. No le gustaba nada la forma que tenían de mirarla. Estaba deseando que se largaran y continuaran la juerga en otra parte.

Él estaba sentado al fondo del pasillo observando con desgana el jaleo que se traía el grupito y el molesto ruido que hacían. Contemplo a la camarera y sonrió. Realmente era una muchacha bonita. Conocía a muchas mujeres guapas. En el mundo en el que había vivido, las había por doquier.

Estaba acostumbrado a las fiestas y juergas de las que nadie sale a pie. A fiestorros en los que abundaban el alcohol, las drogas y los encuentros sexuales a tope.

Ahora eso quedaba en un segundo término para una superestrella de rock que había decidido dejarlo todo y vivir una vida mas tranquila, lejos del ambiente del “star system” y las “celebrities”.

Había abusado de todo tipo de sustancias y los médicos le advirtieron que si seguía por ese camino, se convertiría en otro ‹‹bonito cadáver›› antes de llegar a los cuarenta. Así que con algo de la lucidez que le quedaba, decidió tirarlo todo por la borda y replegarse a su cuartel de invierno que era una lujosa mansión situada en lo alto de una imponente colina, desde la que dominaba la luminosa ciudad por la noche.

Iba vestido de negro, su atuendo habitual. Aborrecía el blanco. En realidad era una

manía suya debido a que llevaba mucho tiempo enfundado en trajes negros, por cuestión de imagen. Pero el blanco podía sentarle de maravilla por el tono bronceado de su piel, el intenso color oscuro de los ojos y del cabello.

Era alto, espigado, de porte elegante y las mujeres lo miraban. Pero ella no.

La joven camarera estaba trabajando para ganarse un jornal de mierda ─seguramente─ después de haber estado horas trabajando, yendo y viniendo con la bandejita a cuestas y esa absurda vestimenta que le apretaba la cintura y remarcaba los pechos mientras que la faldita le dejaba al descubierto algo mas que unas rodillas preciosas.

Se fijo en las rodillas y en el conjunto del sensual cuerpo de la chica, pero lo que mas le llamó la atención fue la sonrisa con la que obsequiaba a los clientes y la forma que tenia de esquivar a esos payasos que le estaban estorbando.

Decidió pedir un batido de chocolate, algo ridículo para un tipo que habría sido capaz hasta de beberse un litro entero de colonia si fuera necesario.

Cuando la camarera atendió a la llamada, miro a un lado y a otro y al no tener una

compañera cerca para servir al tipo de negro del fondo del pasillo, fue hacia él y

sonriendo encantadoramente, le pregunto lo que deseaba tomar y espero a que hablara.

La chica anoto el pedido y antes de darse la vuelta, él le interrogo sobre los niñatos que

le molestaban.

─No se preocupe. Estoy acostumbrada, pero lo cierto es que tengo ganas de que se vayan. Son bastante inaguantables.-

Sin pensárselo dos veces, le pregunto por la hora de salida.

─ ¿A que hora terminas el turno? ─

Ahí comenzó todo. La historia de amor entre la ex estrella de rock y la guapa camarera.

La colmo de amor, de pasión, de regalos. Todo era poco para ella.

Había encontrado una verdadera razón para seguir adelante. La adoraba. Con ella vivió los momentos mas mágicos de su vida.

Continuamente le confesaba: ─! Ojala te hubiera conocido mucho antes!-

A lo que ella le contestaba: ─Creo que he llegado a tu vida en el momento justo.-

Le encantaba la parafernalia gótica de la mansión y los trajes negros vampíricos que guardaba en uno de los muchos armarios.

Aunque no vestía así, le gustaba que lo hiciera para ella.

La puesta en escena antes de hacer el amor era digna de una película de la Hammer, con los candelabros, las cortinas de color purpura, la cama con sabanas de satén rojas como la sangre. A él no le importaba y le resultaba divertido. El final era apoteósico.

Cuando terminaban, estaban rendidos, pero el deseaba tenerla a su lado como si su cuerpo estuviera adherido al suyo por una lazada invisible.

Le dio carta blanca para gastar cuanto quisiera. Ella había vivido siempre con penuria económica y se iba a desquitar con el amante tan generoso que tanto le prodigaba en amor y en obsequios. No podía pedir mas.

Se zambullo en un mar de excesos y el empezó a preocuparse. Se había fundido un monton de dinero: compro casas, propiedades, joyas, objetos de arte. Hizo inversiones.

Todo le salía bien. Parecía que la chica le traía suerte, pero no quería seguir por ese camino. No era lo que deseaba.

El cambio en su vida no era lo que comenzaba a odiar de esa situación.

La amaba con locura, pero ella cada vez le resultaba más lejana y mas vulgar y eso era lo que no podía soportar: la vulgaridad en la mujer que mas amaba en el mundo.

Comenzaron las discusiones y los malos rollos.

Había conocido a muchas otras que lo único que querían era sacarle la pasta o

encumbrarse a su costa para saltar al mundo de la fama.

Sin embargo, ella no era así. No. No podía ser como las demás. Se negaba a

reconocerlo. Así que decidió hablar con ella y planear un largo viaje, a una isla desierta lejos de las boutiques de moda, de las fiestas, del glamour que el tanto había llegado a odiar. Pero no entraba en razón y no deseaba abandonar esa vida.

Aguanto lo indecible. Parecía curioso que un tipo que había tenido a las mujeres mas impresionantes e imponentes del mundo hubiera puesto su vida en manos de una chica a la que había conocido en una cafetería.

Los pocos amigos que le quedaban sabían lo mucho que la quería y lo ciego que estaba.

No podían comprenderlo.

─ ! L´amour est fou!─ Exclamaban.

Una tarde fueron a la exposición de un nuevo genio, Milton-Saint Claire, y ella se

encapricho de un inquietante cuadro. Era el retrato de una mujer velada con una espada en la mano y un látigo en la otra. Se trataba de Némesis, la implacable. Así se titulaba el cuadro.

Lo compro para ella.

─ ¿Sabes quien es Némesis?─ Le pregunto con la sonrisa en los labios. Esa sonrisa que lo había conquistado tiempo atrás.

El echo un vistazo al catalogo de la exposición y leyó en alto.

─ “‹‹Retrato de Némesis, la implacable››, la diosa vengadora de los amores traicionados y del excesivo orgullo”.-

Un halo de tristeza le cubrió los ojos. No tenia constancia de que lo engañara con otro.

Solo lo engañaba con el dinero, con las joyas, con su afán de acaparar todo lo que

consideraba valioso. Se había olvidado de él. La había perdido y tal vez para siempre.

─ ! Némesis! Donde quiera que estés, ¿Que puedo hacer?─ Pregunto mirando el hermoso rostro severo de la diosa que se adivinaba tras el velo.

Aquella noche, ella vio relucir algo muy brillante sobre la balaustrada de mármol de la terraza. Estaba segura de que era un nuevo regalo de su entristecido amante. El corazón comenzó a acelerar el ritmo hasta que la sangre le golpeo en las sienes.

De repente, se levanto un fuerte viento.

El contemplaba el cuadro de Némesis y se volvió justo cuando ella se acercaba a la joya. No tenia ni idea de lo que estaba haciendo. Solo la veía a través de los visillos y parecía encaramarse sobre la balaustrada como si estuviera intentando coger algo.

En un abrir y cerrar de ojos escucho un grito desgarrador y vio horrorizado como la

túnica que llevaba puesta flotaba en el aire y desaparecía en el cielo nocturno.

Corrió hacia la gran terraza y miro abajo. La vio estrellada sobre el Lamborghini

Murciélago amarillo, un nombre muy apropiado para un superestrella de rock gótico.

Había quedado con los brazos en forma de cruz y las piernas abiertas.

Una gran mancha de sangre cubría el techo del superdeportivo.

Grito desesperado y corrió como si huyera de las mismas fauces del infierno.

Estaba muerta. Nada podía hacer.

La policía lo interrogo. Él les conto una y mil veces lo que había ocurrido y algunos

detalles de su comportamiento en las ultimas semanas, como las discusiones que tenían.

¿Accidente? ¿Suicidio? ¿Homicidio?

─ Fue un accidente. Iba a coger algo que brillaba sobre el mármol de la cornisa. No se lo que era. Puede que una joya. A ella le volvían locas las joyas.-

─Usted tenía fuertes discusiones con ella. Puso algo allí que reclamara su atención.

Quería dejarle, no lo soportaba y la empujo.-

Negaba desesperado.: ─! No puse nada! !No sé que era! !No, no! Yo la amaba.

! Nunca le haría daño, a pesar de que me lo hacia!-

Indagaron sobre la supuesta joya. La policía no encontró nada.

Le preguntaron sobre la posibilidad de que se suicidase. Volvió a negarlo.

─ ¿Suicidio? Es totalmente imposible. Parecía disfrutar de la vida minuto a minuto.-

No entendía lo que sucedía. La cabeza le daba vueltas y estaba a punto de derrumbarse, abrumado por el dolor y la confusión.

─Puede que hubiera alguien con ella en esa terraza. Tal vez la empujaron. ¿Tiene idea de quien podría haberlo hecho? ¿Tenia enemigos? ¿Un amante?-

Los polis con las preguntas de rigor y la sutileza de siempre.

De nuevo lo negó todo.

─ La posibilidad del accidente es remota, señor. La balaustrada es ancha. Había

suficiente iluminación. Tenia que haberse subido encima y usted asegura que no lo hizo y que la vio abalanzarse sobre ese objeto. La noche era muy tranquila, a pesar de que insiste en ese fuerte viento que se levanto.-

El abogado estaba con el y le aconsejo que no contestase a ninguna pregunta mas.

─ Persiste en su declaración del principio: no estaba con ella en el momento de la caída.

Dice que contemplaba el cuadro que tiene en el salón, el de la mujer con la espada. Dice que es una diosa, una tal Nem… no se, un nombre muy raro.-

Los detectives intercambiaban sus comentarios.

─Si no ha sido un accidente, ni un suicidio, la tercera posibilidad es el asesinato.-

─ ¿Quien dices que lo hizo?─ Pregunto el abogado mientras le rodeaba el hombro con el brazo, mostrándole todo su apoyo en esos terribles momentos.

Los policías se acercaron mientras lo contemplaban. Con la mirada perdida y los ojos llenos de lagrimas dijo entre susurros:

─Némesis. Ha sido Némesis.─

Ilustración de Verónica Mercader

Paloma Muñoz

Madrid, 16 de octubre de 2012

Zaratustra Dogs.

Autor@: Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Ilustrador@: Rafa Mir

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Relato

Este relato es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo Jiménez, y su ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Zaratustra Dogs.

«Los buenos, ¿son buenos porque tienen las garras tullidas, o a Nietzsche hay que escucharlo como se mira a Tarantino?» dijo su padre hace mucho tiempo, citando sin recitar un poema de Riechmann.

Max conduce despacio y piensa. Tanto piensa y tan despacio conduce que los peatones lo rebasan a él y a sus lentas cavilaciones de cuatro ruedas. No le importa. Va a lo suyo. De su expresión poco puede deducirse, pues algoritmos del tipo cara de póker la cifran: párpados levemente entornados, la vista extraviada en algún lugar de la calzada, una breve mordida sobre el labio inferior. Y es que, además de tener claro hacia dónde se dirige, Max va preparando su espíritu para lo que tiene que hacer allí: justicia. En realidad, se trata de una forma muy particular y subjetiva de justicia. De escuchar a Nietzsche del mismo modo en que se mira a Tarantino, se dice sin saber muy bien qué significa eso. Y es que Max no tiene la menor idea de quién narices es Nietzsche, sólo está seguro de que, con semejante apellido, no puede ser italiano. De Tarantino sabe que es director de cine y que ha visto nada más unos pocos minutos de Reservoir Dogs en Internet.  Suficiente para hacerse una idea, viene pensando desde entonces. Fue Gino quien le contó que aquella cinta tenía el récord de tiros pegados en una peli. «Ven, tienes que ver esto». Y Max prestó atención, pero no se impresionó demasiado. A ambos, a Gino y a Max, les parecía que Tarantino bien podría ser italiano.

Ilustración de Rafa Mir

Pero de aquel tiempo, de aquellas tardes fraternas, hace ya mucho. Gino, en aquel entonces, no lo había traicionado y Max no se planteaba, ni remotamente, tener que hacer lo que está a punto de hacer hoy. También ha pasado mucho tiempo, siglos, desde que su padre pronunciara aquella frase que, a pesar de no haber terminado de comprender jamás, le resulta tan inspiradora. Fue una tarde tras una comida de negocios entre ambas familias.

—Nápoles, Tulio, ¿Acaso no ves lo que está pasando con Nápoles? Y tú, aquí, llorando de resentimiento —había dicho el padre de Gino.

—¡Ah! Toni, Toni, Toni… Nihilismo. ¿Sabes qué es? —fue la respuesta de Tulio, el padre de Max.

Y Toni dio un trago de vino y negó con gesto agobiado. Gino y Max cruzaron una mirada. Sería mejor continuar callados.

—Comprendo. Entonces de Nietzsche ni hablamos, ¿verdad? A ver, cómo te lo explico. ¿Te gusta Tarantino?

Y Toni asintió sin mayor entusiasmo, torciendo la boca  y ladeando la cabeza. Tulio entonces endureció su voz hasta volverla acero. Se expresaba con una seguridad corrosiva, enfatizando el tono e intercalando en su discurso versos de un poema en prosa de Riechmann. Sólo hablaba él. Toni escuchaba con atención, asentía y parecía no atreverse a pestañear. Mientras tanto, Max y Gino no comprendían nada en absoluto; todas aquellas exclamaciones y aforismos les resultaban inconexos. «Tú, que vienes a mi casa, aceptas mi comida y me acusas. ¿De qué me acusas? ¿De llorar resentimiento?»; «No te equivoques. Nihilismo no es resentimiento»; «Ni te confundas o disimules. Nihilismo no es mirar hacia otro lado y no sentir nada, o sentirlo al ver que también sangran las heridas cerradas»; «Tampoco es una cuestión teórica que trate sólo de renovar los valores caducos o de ponerle bolitas de naftalina a la cretona de los espíritus»; «A ti y a todos os digo: esperad. La virtud del superhombre no es el resentimiento, es la venganza. Entonces habrá acabado este tiempo»; «Como se pregunta el poeta, te pregunto: “Los buenos, ¿son buenos porque tiene las garras tullidas, o a Nietzsche hay que escucharlo como se mira a Tarantino?”».

Max conduce con una sola mano, la izquierda, que es ahora una mano tensa. Insistentemente,  lleva la otra hasta la lúgubre presencia de una cajita de cartón. Dominado por una oscura pulsión, a cada minuto comprueba que sigue ahí. La siente y siente el frío de lo que guarda su interior. Ese frío es para Gino.

Siguen adelantándole los que caminan y a él sigue sin importarle. Piensa y recuerda. Gino hizo mal. Muy mal. Y  ahora Max no puede ignorar algo así y dejarlo pasar. Gino tuvo alternativas antes de ensuciarse las manos, sin duda. Pudo, sin ir más lejos, no haber cedido a la provocación, pasar de largo. Pero no, ¡maldito Gino!, tuviste que hacerlo, pincharlo, retorcerle dentro la muñeca y reventarlo hasta el vacío. Robarle el aliento. Y piensa y recuerda y se enfurece: Nietzsche, Tarantino, los buenos que podrían serlo sólo por sus garras tullidas, la venganza, el final de este tiempo. Cuando ya ve la casa.

Entra hasta el jardín y aparca allí mismo, sobre el césped. No vendrá de cuatro flores. Aferra con fuerza la caja y se dirige calmado hacia el porche. Allí, respira profundamente, se mira las manos; sus garras están afiladas. Toca el timbre.

Ilustración de Rafa Mir

—Hola, Max —lo saluda Miliota, la madre de Gino—. Cuántos días sin verte. ¿Buscas a Gino?

—Sí.

—Sube, está en la sala de billar.

Y Max se acerca peldaño a peldaño a su destino. Adviene en él el superhombre. Entra sin cuidado en la habitación del billar y allí encuentra a su amigo.

—Hola.

—Ey.

—¿Qué pasa?

—Mira.

Se hace un silencio que conmueve a Max. ¿Cómo puede ser? Gino está tranquilo, ausente de su propia culpa. Entonces, Max siente que en la venganza no hay lugar para la misericordia. Ha llegado la hora.

—Gino.

—¿Qué?

—¿Tú sabías que hay que achuchar al niche en las zarpas para ser bueno…? No espera… ¿sabías que hay que hablar del niche como si tuvieras las uñas del tantolino…? No, no era así tampoco. ¿Te acuerdas de la peli aquélla del record de tiros?

—¡Sí! ¿Quieres verla?

—No.

—¡Ah! Bueno.

—¿Y te acuerdas del sábado en mi fiesta  de cumple?

—Uy, sí. Hace tiempo ya.

—Ya. ¿Y te acuerdas de que me pinchaste la pelota de fútbol con unas tijeras?

Y Gino ríe entonces con la maldad propia de la indolencia. Se acuerda.

—Pues mira: —y Max abre la cajita de cartón y le muestra el interior— la cabeza de tu Gi&Joe.

Gino llora con el arrepentimiento esperable del cándido y Max rompe también en lágrimas porque le duele ver a su amigo sufrir tanto. Chillan y balbucean, sollozan y se atropellan sus respiraciones, moquean por la nariz y hacen burbujitas con algo viscoso y heterogéneo que nace en la tráquea, se ponen colorados y hasta emiten un calor insólito.  De repente, irrumpe en la sala de billar Miliota, que hecha una fiera exclama:

—¡Gino y Max!, el que me vuelva a dejar la bici en el jardín, se va a enterar de quién soy yo, ¿capite?… Y no me vengáis con lloriqueos ninguno de los dos. ¡Ah! Max, ha llamado tu madre, quiere que vayas a casa inmediatamente. Y pedaleando deprisita, ¿eh?, no remolonees que solo vives a dos calles.

La venganza a los seis años, cuando todavía se llevan las ruedecitas de apoyo en la bici, la percepción del paso del tiempo es tan lenta como el crecer de las uñas y el origen genético de las afrentas radica en un juguete, resulta deliciosamente cruel. En el pensamiento de Max ahora existe sólo una frase: «¡Ah, la familia!».

«Yo no soy un hombre, soy dinamita», (F. Nietzsche, Ecce Homo).

Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Octubre de 2012

 

Regeneración.

Autor@: Olga Besolí

Ilustrador@:  Vicente Mateo Serra (Tico)

Corrector/a: Elsa Martínez

Género: Ciencia-ficción

Este relato es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra (Tico). Quedan reservados todos los derechos de autor.

Regeneración.

Después del fin, el mundo pareció renacer. Resucitaba como el ave fénix lo hacía de sus propias brasas. Al extinguirse ya los últimos fuegos de la reducida zona seca, el suelo cubierto de cenizas apenas se vislumbraba bajo las columnas de humo tóxico.  El nivel de las aguas que inundaba las otras nueve décimas partes del planeta descendía en algunos puntos de la geografía, lentamente, mostrando el emergente suelo chamuscado y salpicado por los extraños restos arquitectónicos de materiales fundidos por el calor atómico.

A plena luz del día, un pequeño pez boqueaba sobre el suelo de un lago recientemente evaporado que más bien se asemejaba a una charca seca en medio de una llanura desértica escarbada entre rocas. Ya sin agua donde respirar, el pez se removía agonizante. Había sobrevivido al calentamiento de los fondos marinos, cuyas temperaturas oscilantes habían rozado, en ciertas ocasiones, el punto de ebullición. También había superado los tsunamis producidos por la repentina subida del nivel de las aguas, cuando los mares se unieron a los océanos para tragarse y engullir los antiguos continentes, lo que convirtió el planeta en un mundo acuático plagado de cementerios submarinos. Había aguantado el arrastre de las fortísimas corrientes marinas que cruzaban la superficie entera del planeta y lo transportaron hasta aquí, el recóndito polo sur. Moriría, ahora, abrasado bajo el insoportable calor emitido por las últimas erupciones solares, embarrancado en medio de un paraje desconocido que había emergido de las aguas en receso. Su cuerpo deshidratado se secaría junto al lodo en una única masa compacta, formando un fósil que sería hallado por una futura especie que dominaría el planeta millones de años después. El análisis científico que se realizaría sobre sus restos atestiguaría lo sucedido: que un meteoro había colisionado con el sol, lo que produjo fuertes explosiones que provocarían turbulencias en la superficie del astro y que llegarían a la tierra en forma de radiaciones extremas que elevarían las temperaturas, provocando deflagraciones y el consecuente estallido de las miles de centrales nucleares de todo el planeta. Los estudios que se practicarían sobre los estratos del suelo a su alrededor confirmarían que el calor desprendido por la fusión nuclear habría derretido los hielos del Ártico y del Antártico, lo que produciría cambios en las corrientes marinas que provocarían inundaciones a gran escala y la transformación de la configuración de la superficie terrestre. Era lo que se llamaba un cambio climático a escala mundial. Civilizaciones posteriores denominarían esta época de destrucción masiva con el nombre de La era del fuego.

Pero la madre tierra sabe auto-curarse. Tal y como sucedió con otras hecatombes similares en el pasado, como la era de la glaciación o la del deshielo, no todas las especies sucumbirían en medio este holocausto de agua y fuego. La vida siempre encuentra la forma de abrirse camino. Y tan pronto como la superficie solar se estabilizó de nuevo, los seres más resistentes a los vientos nucleares empezaron a mostrar señales de vida.

La esfera anaranjada y radiante empezaba a desaparecer en el cielo raso. Una pequeña cucaracha aprovechó el descenso de las temperaturas y se aventuró a salir de su escondrijo, pasó por delante del cuerpo momificado de un pequeño pez perteneciente a una especie ya extinta. Corría con sus patitas diminutas de insecto y con el duro exoesqueleto humeante bajo la luz. Tuvo el tiempo justo de llegar hasta una pequeña abertura que se abría entre las rocas circundantes a la llanura de suelo resquebrajado. Allí, en la oscuridad de esa pequeña cavidad natural, escarbó en la tierra reseca y fría, desenterrando una pequeña semilla, un manjar más que preciado en esos tiempos de escasez extrema. La cucaracha, exhausta por el esfuerzo realizado, no llegaría a tiempo para ingerir la semilla encontrada y murió allí mismo de inanición.

Meses de calor extremo en el eterno día polar habían evaporado grandes masas de agua que flotaban en el aire a modo de niebla. Las acumulaciones de vapor se condensaban formando grandes nubarrones que quedaban suspendidos en el aire. Estos cuerpos celestes se interponían entre la tierra y los rayos mortíferos del sol, actuando como un filtro e impidiendo que su poder dañino llegara hasta la superficie del planeta. Como consecuencia, las temperaturas bajaron. El ardor extremo del aire dejó paso a un clima cálido y húmedo que dominaba el ambiente. Un gran estruendo anunció el chaparrón. Las enormes gotas de lluvia radioactiva caían pesadamente sobre el suelo, rellenando los surcos y grietas, que se convirtieron en improvisados canales fangosos. El agua pronto se filtró entre las rocas, llegando al subsuelo. En una de las pequeñas cuevas formadas por las grietas,  un pequeño cuerpo de insecto, muerto recientemente, yacía medio descompuesto por la humedad y, con ello, fertilizaba la tierra que rodeaba una semilla milenaria de helecho gigante. Después de permanecer en letargo desde tiempos inmemoriales, atrapada en un puñado de tierra congelada y oculta bajo los dos kilómetros y medio de espesor del antiguo hielo Antártico, la pequeña espora despertó flotando en una especie de barro ceniciento a pocos centímetros de la superficie.

Un tenue y oblicuo rayo del sol moribundo del atardecer logró traspasar las nubes y penetrar en la cavidad. La cáscara de la semilla humedecida eclosionaba mientras sus diminutas raíces se adherían a las paredes de la roca. Pronto, ese pequeño brote vegetal se convertiría en una planta adulta, una más de los miles de ejemplares que brotaban al unísono y que marcarían el nacimiento de la mayor selva tropical que el planeta conocería en un futuro.

Y se hizo la noche, la larga noche Antártica. El frío quebraba fragmentos de piedra que, recalentados durante el día, se volverían saltarines por la noche para descubrir los pequeños secretos vegetales y animales que se ocultaban bajo ellas.

Ilustración de Vicente Mateo (Tico)

Y con la cálida luz de la luna se despertaría la vida en toda su extensión. Centenares de pequeños seres alados saldrían en bandada de la protección de sus cuevas, que les habían mantenido con vida durante el cataclismo y su periodo posterior. En las profundas cavernas que agujereaban la superficie terrestre habían encontrado refugio y alimento, mientras convivían en compañía de serpientes, escorpiones, arañas, e insectos. Ahora, libres de su cautiverio, volaban y ensombrecían el cielo, manchado de inquietos puntos negros a la caza de pequeños roedores y otros animales supervivientes de la radiación.

Su vuelo en círculos y sus bajadas en picado para abatir a sus presas hicieron de esos seres, tiempo atrás, dignos habitantes nocturnos de las pesadillas humanas más terribles. Pero ningún ojo humano podría ya asustarse ante semejante visión. El homo sapiens estaba extinto. El planeta había sobrevivido después de que él intentara arrasar con todo. La tierra ahora empezaba a germinar de nuevo. Había llegado el tiempo de la regeneración. Y con ella, la pugna por el dominio del ecosistema. Las pocas especies que no sucumbieron durante el mandato humano, luchaban por la pervivencia libres ya de su mayor depredador. Algunas lo lograrían. Otras no.

Pero solo una familia de una de las especies existentes, la de los desmodontinae, sería la afortunada que se alzaría por encima de todo el reino animal para distinguirse de sus semejantes. Los sujetos pertenecientes a esta naciente colonia mutarían con éxito, como antaño lo hicieran los simios, hasta asumir el poder mundial y la explotación de sus recursos, tal como hicieran sus antecesores bípedos. Su éxito tendría lugar gracias a su capacidad de reproducción, a su extrema fortaleza, a sus hábitos nocturnos que nunca abandonarían y a la asimilación de los cambios que la radioactividad produciría en su cuerpo durante generaciones.

En millones de años estos seres evolucionarían hasta aumentar su volumen en un quinientos por cien, a aumentar su capacidad craneal y por tanto su cerebro, a sufrir modificaciones físicas que les permitirían andar erguidos sobre sus patas traseras y verían mejorados el diseño de sus alas y su agudeza visual, en un principio casi inexistente. También desarrollarían la capacidad del habla y de la conciencia individual y social, edificando ciudades y empezando una nueva civilización parecida a la que antaño perteneció al ser humano. También descubrirían su mismo poder destructor y, milenios después de la culminación de su reinado, sucumbirían a una nueva hecatombe planetaria. Pero eso ocurriría mucho después de que este nuevo depredador de la tierra levantara su emporio espectral desde la oscuridad de las tinieblas, de ciudades techadas y cuevas sombrías, apartados por siempre jamás de la luz diurna, a la que nunca se adaptarían. El nombre latín por el que los humanos conocieron a sus emparentados antepasados sería el Desmodus rotundus, aunque familiarmente, en sus peores pesadillas, los humanos ya habían soñado con la temida evolución de esos pequeños seres hematófagos, a los que en su tiempo llamaron vampiros.

Memoria

Autor: Miguel Ángel Rodrigo

Ilustrador: Laura López

Corrector: Elsa Martínez

Género: Relato

Este cuento es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo, y su ilustración es propiedad de Laura López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Memoria

Un plato del color del caramelo. La sopa caliente. Aroma con disfraz de caldo de verduras. Y soñando hacia el techo la utopía, un humo débil. Hilera sinuosa, hechizante. Diluida su danza en el ascenso. Porque ser humo es ser nada. Escapan del caramelo la hilera que sueña y el aroma que se disfraza. Es la sopa caliente una sopa blanca; del color del hielo. Es suave. Es sosa. Flotan pistones y estrellitas que tú y la cuchara andáis mareando. La habitación y la estufa de butano y tú. Yo también. Al menos hoy, yo también. La estufa y su calor y tú y yo y nuestros alientos. El cristal de la ventana perlado de nuestra condensación. Fuera no nieva. Ni llueve. No es gris este día. Ni es blanco ni es negro. Tampoco es del color del caramelo. Ni de ninguno. Sólo es un día. Hoy es cualquier día.

«No sé si te lo he contado alguna vez», me cuentas, «hasta los quince años estuve convencido de poder recordar mi vida entera. Cada detalle de cada día. Cada minuto. Entonces recordar era sencillo», dices. Y miras la sopa.

«Fue Sonia quien me hizo caer en la cuenta. Hablábamos de los veranos. De que ir al pueblo ya no se llevaba. De que ninguno de los dos había ido nunca de vacaciones a un pueblo. Es curioso, ¿verdad?, sobre todo teniendo en cuenta que nuestros padres sí. Imagínate lo hartos que debieron terminar de fiestas, de pandillas y de orquestas, que no regresaron ni para borrar las huellas. Por eso nunca fuimos. En cambio, y a cambio, cada año nos perdíamos en algún lugar desconocido.  Íbamos acumulando rincones del mundo en la mochila. Viajé mucho de crío. También Sonia. Debo reconocer que hubiese preferido otro tipo de vacaciones. Y es que éramos demasiado niños, y los niños están poco hechos a las esencias que aguardan al viajero. De niño, uno no comprende el valor de la distancia porque no ha aprendido todavía a añadir el peso específico que cobra un lugar cuando está lejos. Sí, pienso que fue un despilfarro cognitivo. Un prematuro exceso empírico. En realidad, nos daba igual la Plaza Roja que Port Aventura, el Gran Bazar que La Illa Diagonal. Tampoco la solera histórica de los enclaves nos importaba un pimiento; tardé años en comprender el embrujo que había ejercido sobre mis padres aquella pirámide de cinco mil años que más tarde supe o atendí o quise atender era la tumba de un faraón egipcio llamado Keops –terminas casi sin aliento y tomas aire y me da la sensación de que te vas a lamentar por algo–: Ay, el pueblo. –Te lamentas. Y suspiras–. Hubiera querido tener uno al que ir. Del pueblo (de los pueblos –matizas–) sólo sabíamos lo que explicaban cada septiembre aquéllos que conservaban allí la casa y aquí la costumbre. Sonia y yo escuchábamos con avidez sus castizas aventuras y admirábamos aquellos bronceados tan estupendos. Sanos. Casuales. Categóricos y genuinos. Correlativos al lugar y a la época, como los tonos amarillos son al otoño de montaña. Y así, cada septiembre, tras nuestros viajes respectivos, volvíamos a envidiar el cómo, sencillo y fascinante de los veranos de pueblo. De piscina con toboganes y ríos limpios; de bicicletas para todos y patines sin rodilleras; de amistades profundas y  protoamores previos a los amores primeros. Los padres de Sonia no eran mis padres, te lo aclaro –me aclaras– por si me he estado explicando mal –y asiento mientras pienso que en realidad no te has explicado mal, tampoco esta vez, pienso. Y retomas:– Pues eso, que rara vez coincidimos en el destino de nuestros viajes. Recuerdo el verano que nosotros pasamos en Noruega. Los padres de Sonia la habían llevado a Japón. Qué envidia llegué a sentir. Japón me fascinaba. Estaba deseando regresar del frío nórdico para encontrarme con ella y vivir su viaje a través de cada detalle que pudiera hacerle evocar. Y grabármelo a fuego. Claro que por aquel entonces mi idea de Japón y la mística que había construido a su alrededor eran consecuencia directa de aquella costumbre invariable que llegó a ser ver el Goku. Cada tarde después del colegio. –Te detienes y me miras con los ojos muy abiertos–. Vale, ya lo pillo, no hace falta que pongas esa cara –dices mientras tomo conciencia de ella, de mi cara, de su expresión. La examino y compruebo que es normal. Y pienso que me preparas algo. Una broma, tal vez–. A ti eso del Goku te suena a chino. Pero es japonés –te ríes y toses y te ahogas y me río yo también sin ahogarme ni toser–. Yo te explico, escucha con atención: “Hace mucho, mucho tiempo –tu voz es solmene–, en una época misteriosa de la cual nadie no ha visto ni oído hablar, en una montaña a kilómetros y kilómetros de la ciudad, vivía un niño completamente solo con la madre naturaleza como única compañíaˮ. Me acuerdo bien de cómo empezaba–dices. Pareces estar de buen humor ahora. Los recuerdos son caprichosos, pienso. La memoria una malcriada, maldigo. Y me explicas que el niño se llamaba Goku y que su pelo parecía la copa de una palmera. Me hablas de grandes maestros en artes marciales y de unas bolas mágicas que concentran el poder de conceder cualquier deseo». Querría encontrarlas. Pedirles que vuelvas.

La cuchara llena. Trémula. La acercas a tus labios. Temblones. Bajas la mirada y la fijas en ella. Un océano completa su concavidad. Inoxidable el fondo. Aséptico. Estéril. Un golpe de pulso rompe la tensión de la tensión superficial. Gotas de caldo se arrojan al vacío lleno de sopa que hay en el plato.  Cae un pistón y vuela una estrella y entonces estalla todo en un géiser de color blanco que huele a verduras. Tu apetito hecho de hielo. Bajas la cuchara de nuevo y la apoyas en el vidrio barato que es del color del caramelo. Me sigues contando: Que fue Sonia quien te hizo caer en la cuenta. Que hablabais de los veranos; de que ir al pueblo ya no se llevaba, me cuentas que hablabais. Y te escucho. Y te quiero.

«Y una tarde –prosigues tras haber dado toda la vuelta–, Sonia me preguntó: “¿te acuerdas de lo bien que lo pasamos aquel verano en Lyon con André?” Recordaba que habíamos coincidido en Lyon un par de años atrás. Sonia y sus padres y los míos y yo. Pero el tal André no tenía cajón alguno asignado en el archivador de mi memoria. “¿André? –inquirí–. No”. Fue terrorífico. No lo recordaba en absoluto. Sonia me enseñó unas fotos donde se nos veía a los tres juntos bañándonos en la piscina del hotel. Qué bonito era aquel hotel, por cierto. Guardé silencio. Aquellas fotos fueron un batacazo. No lo recordaba todo de mi vida, como hasta entonces había creído. No cada detalle de cada día. No cada minuto. ¿Qué otras cosas habrían escapado ya del baúl de los recuerdos?» –te miro y no digo nada. Tengo la respuesta pero no te gustaría. Resoplas y continúas.

«Al cabo de pocos días recordé a André. Vagamente al principio y con claridad después. Se lió en Lyon con Sonia. Aquel mismo verano. El único verano en Lyon. Ella y yo teníamos trece años y él tenía ya quince. Yo era muy niño y un niño parecía. Sonia era muy niña pero lo parecía menos. André tenía quince años y una voz más grave que la mía y se afeitaba y hablaba francés. Joder. Y sucedió la última noche. Después de haber bailado y reído y poco a poco haber comprendido que tres son multitud, me fui a no dormir a mi habitación mientras ellos no dormían en el vestuario de la piscina. Éramos unos niños pero no lo éramos tanto. Sucede cuando la vida despierta y se deja de dormir o ya se duerme menos, a deshoras. Vaya –suspiras–, reprimí ese recuerdo después del viaje. Qué te parece».

«¿Qué si me gustaba Sonia? –preguntas como si te lo hubiera preguntado yo–. A los trece te gusta lo lejano y desconocido. Sin remisión. Lo idealizas volviéndolo imposible. Y cuanto más imposible lo vuelves, más te gusta. Más lo deseas. Como Japón. Como también Sonia. Luego, el paso del tiempo cambia algunas cosas. La intensidad de las percepciones se ajusta a preferencias nuevas. Por ejemplo, Japón me gustó cuando lo visité, pero hoy elegiría vivir en Noruega, tocan muchos más metros cuadrados por habitante. –Ahora tus pupilas se dilatan–. A Sonia, sin embargo, no la he olvidado».

Se esfuma el humo y llega el turrón. Blando el de Alicante y duro el de Jijona, pugnan ambos por escasear en un plato del color del hielo. El mismo color tiene la sopa que no te has tomado. Y también del hielo toma el frío ahora. Entonces, sopa y cuchara y frío se alejan en un platillo volador del color del caramelo. Y tú que lo observas querrías también escapar, pero no sabes de qué.

«En cambio, creo que Sonia me olvidó enseguida. ¡Qué coño! –protestas, carraspeas–. Pues claro que me olvidó, le faltó tiempo. La última vez que nos vimos teníamos veinte años. Un desastre absoluto. No habíamos hablado desde los diecisiete. Estaba preciosa. Yo idiota. No supe qué decirle. Ella me explicaba lo suyo y me preguntaba por lo mío. Fue muy dulce, eso sí. Pero percibí que su zalamería era fingida o estudiada. Hecha a medida para zanjar con solvencia aquel reencuentro inoportuno. Pesado. ¿Entiendes?» Te detienes. Me miras y esperas respuesta. Empatizo y te digo que claro, que lo entiendo. Asientes como si ahora ya pudieras continuar. Y, con seguridad, continúas: «Así que sólo pude sostener en el tiempo mi cara de idiota y contestar idioteces intemporales: que si sí, que si no, que si bueno, que si vale. Y no permitir que ella descubriese que yo había descubierto su prisa, su compromiso conmigo. Qué ridículo. Son curiosas las palabras, ¿no te parece?, pueden llegar a cobrar significados bien distintos. “Su compromiso conmigo”», repites con un susurro que es elegía sin métrica ni rima, pero que sí llora. Y qué será eso que llora, me pregunto. «La esperaban. Algún otro André que me pasaba por delante. ¿Sabes qué hice después?»  Te miento y te digo que no y me intereso. Tú esperas. Te significas. Y me lo cuentas: «Me monté en el coche y me ­­­fundí dos depósitos de gasolina hasta Lyon. Conduje escuchando todo el tiempo a Jamiroquai. Sí, ya lo sé, tu opinión de Jamiroquai es equivalente a la que yo tenía de Estrellita Castro a tu edad. Pero es que era tan funky», dices y te arrancas a cantar el bajo de Cosmic Girl.

Ilustración de Laura López

Ilustración de Laura López


Te observo y me pregunto si llega un momento en que sólo somos memoria. Y concluyo que sí. Que ni más ni menos. Y mirándote mirar lo duro que parece el turrón de Jijona, tengo la certeza de que, cuando la perdemos, termina lo que hemos sido aunque vivamos otras vidas en ficciones febriles. Enfermas. Por eso me hace tanto daño saber que Sonia no  existe ni ha existido y que nunca has ido más allá de los Pirineos. Que ni siquiera tenías carnet de conducir a los veinte y que has confundido desde siempre China con Japón. No sabes cuánto me duele decirte que sí mil veces mientras mil veces más te escucho con atención aparente y el alma rota. Me duelen cada día tus días cualquiera de sopa sin sal y turrón sin azúcar. Dependes de mí para existir. Para ser memoria. Porque cuando yo desaparezca y no quede nadie que sepa quién fuiste, ya no serás nada. Serás humo. Cómo decirte hoy que para mí lo has sido todo. Piensas en algo ahora. Tal vez en lo blando que parece el turrón de Alicante. Entonces te beso. Y te dejo en la mesita un paquete lleno de vacío con algo que es mi regalo. Y te digo que te quiero. Y que feliz navidad, papá.

Desde el umbral de la puerta te oigo hablar.

«No sé si te lo he contado alguna vez», cuentas a nadie, «hasta los quince años estuve convencido de poder recordar mi vida entera. Cada detalle de cada día. Cada minuto. Entonces recordar era sencillo», dices. Y miras nada.

 Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Noviembre de 2011

Carta de Navidad

Autora: Olga Besolí

Ilustrador: Julio Roig

Corrector: Elsa Martínez

Género: relato fantástico

Este cuento es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Julio Roig. Quedan reservados todos los derechos de autor.

CARTA DE NAVIDAD

Querido cliente:

Me dirijo a usted en esta circular para comunicarle la reciente resolución tomada por el sindicato de trabajadores de la empresa Yoo Jo-Jou, sita en el Polo Norte.

Ilustración de Julio Roig

Ilustración de Julio Roig

Mi nombre es Shirn y represento a los miles de compañeros de trabajo que existen hoy en día en esta gran corporación, pues soy el delegado sindical. Aparte de eso, trabajo como simple operario en la cadena de montaje, del ala oeste de la octava planta de esta fábrica inmensa, líder en el mercado, de la cual nos consta que usted y su familia son clientes. Y con ello, es mi deber comunicarle que, a partir de hoy, nos será imposible enviarle ninguno de sus pedidos, que seguramente son muchos y grandes, por encontrarnos en la situación especial de estado de vaga, en la que permaneceremos indefinidamente hasta nuevo aviso.

No es que nosotros, el personal de la empresa, tengamos problemas con la patronal, pues el viejo amo, el señor Klaus, nos ha ofrecido, desde siempre, un trato de respeto y admiración por nuestra labor, siendo el primero en ponerse manos a la obra en cuanto ha sido necesario. Tampoco no estamos reclamando ningún aumento de sueldo, eso ni pensarlo. Con nuestro jugoso salario invernal tenemos más que suficiente para mantener nuestras pequeñas familias en lo que queda de año. Tampoco es que nos quejemos de las condiciones de trabajo, ni queramos más derechos, ni menos obligaciones. No se trata de nada de eso.

Hablo en nombre de todos mis compañeros cuando digo que estamos satisfechos con nuestro trabajo, pues el oficio de artesano fabricante es muy prestigioso dentro de nuestra comunidad. Aunque hay que reconocer que, en los últimos tiempos, es tanto el trabajo y los pedidos nos llegan tan acumulados que, a veces, nos sobrepasa, colapsando las máquinas y retrasando la producción. Pero, en estos tiempos de crisis, debemos agradecer que no estemos engrosando las listas del paro, aunque solamente seamos temporeros (la fábrica abre solo durante tres meses), así que podemos considerarnos afortunados. Por suerte, aquí, en Ciudad del Polo, tenemos la fábrica que nos cobija y nos da empleo. Otra suerte viven los que trabajan en el campo, cuya situación es cada vez peor. Sin ir más lejos, a mi primo Einf tuvieron que darle la prejubilación después de echar abajo el portal donde trabajó durante toda su vida… Pero volvamos al asunto que nos acontece en este día.

Aquí, en la empresa Yoo Jo-Jou tenemos empleados ancianos que llevan con nosotros desde tiempos inmemorables. Y créame si le digo que lo último que querría ninguno de ellos es convocar esta vaga. Pero no ha habido más remedio. ¡Tenemos que pensar en el futuro de los miembros más jóvenes!

Y con esto le explico cuál es la situación: como ya sabrá, nuestra clientela se reparte a lo extenso y largo del mundo entero y nuestro gran volumen de ventas nos coloca, desde hace una eternidad, en líderes del mercado. Y eso que no fabricamos armas ni drogas, dos productos que todos aborrecemos. No. Nuestra empresa, en la actualidad, bajo las exigencias de la demanda, se ve destinada a la producción masiva de aparatos tecnológicos y demás. Por lo que nuestro producto estrella son los juegos digitales, comúnmente llamados «videojuegos», destacando entre estos los más sangrientos y despiadados, capaces de revolver las tripas de cualquier elfo menor de trescientos años.

Nosotros, como dice el señor Klaus, nuestro patrón, tenemos la obligación de adaptarnos a los nuevos tiempos y aceptar los gustos actuales de la clientela que, según él, «siempre tiene la razón». Pero ¿hasta qué límite? ¿A costa de nuestra salud? Por eso, tras varias reuniones del personal y unas cuantas deliberaciones, hemos decidido que ¡NO QUEREMOS! Por lo que iniciamos inmediatamente los trámites legales para convocar esta vaga, que ya ha sido autorizada y aprobada por el propio Santa.

Estamos hartos, estimado cliente, de fabricar tecnología. No nos gusta dejarnos la vista elaborando los diminutos microchips; nuestros pequeños dedos en los paneles de circuitos; nuestra paciencia en las placas de memoria. ¿Para qué quieren tanto aparato digital? Además, el mismo niño que pide la plataforma de juegos «play 2» un año (con toda una variedad de juegos, por supuesto) nos suplica, al siguiente, que fabriquemos para él la «play 3» (con su kit de juegos correspondientes ¡como no!, (pues los de una plataforma no sirven para la otra) por lo que se quedan los anteriores abandonados cuando aún están seminuevos.

Entre los desorbitados pedidos que solemos recibir por carta, fax o e-mail, hubo un caso, las pasadas Navidades, difícil de olvidar. Se trataba de una niña de siete años que exigía recibir una cámara de vídeo, una cámara de fotos, una televisión plana último modelo, un grabador blue-ray y un ordenador de gama alta. ¡Con solo siete años! ¿acaso esa niña quiere montarse un estudio digital en su propia habitación? ¿quién le ayudó a escribir su carta? ¿Steven Spielberg?

Sinceramente, creo que los pedidos de ustedes, nuestros clientes, se han desmadrado, y son nuestros operarios los que están achacando tales excesos con su salud. Últimamente nos hemos visto obligados a incorporar una sala especial antiestrés en el ala más norte de la fábrica. Allí se practican masajes y técnicas orientales de relajación a nuestros trabajadores a diario. Pero aún así, nuestra empresa es la corporación con más casos de baja laboral por depresión de los últimos años, después, claro está, del sector del profesorado en colegios públicos, líder mundial en enfermedades asociadas al estrés.

Pero eso, a nosotros, no nos había ocurrido nunca antes. No cuando éramos una simple fábrica de juguetes, y nuestros operarios trabajaban con productos naturales como la madera, productos textiles o el cartón. Incluso, tiempo después, con la incorporación del «plástico», ese nuevo material para la fabricación de juguetes y demás, fue vista con buenos ojos, pues hacía que todo lo elaborado se volviera más duradero a la par que más resistente a los golpes. En consecuencia, bajó un tanto la excesiva producción de muñecas que teníamos, al ser menos frágiles que las clásicas de porcelana, por lo que nuestros operarios gozaron, durante esa época, de agradables momentos de descanso durante su turno. También superamos con agrado la etapa de los objetos «motorizados» ¡hasta nos hacían gracia! ¡a la mínima huían corriendo! En toda la fábrica podías ver elfos persiguiendo sin descanso los cochecitos y peluches a medio hacer que salían disparados de las mesas de trabajo, rodando en todas direcciones. ¡Qué momentos cuando corríamos de acá para allá sin descanso! ¡qué risas! Pero todas las risas se han esfumado con la llegada de la era digital. Esto ya es demasiado para nosotros. Y hoy, por fin, hemos reunido el valor suficiente para decir ¡BASTA YA!

Os recordamos, queridos clientes, que antes de ser una empresa de tecnología, esta fue una fábrica de juguetes. Pero mucho tiempo antes de convertirse en una  fábrica de «cosas materiales» esta era, en sus inicios, una fábrica de ilusiones. La gran fábrica de los sueños de todos los niños por Navidad. ¡Qué tiempos aquellos! Entonces nadie pretendía acumular montañas inútiles de trastos por estrenar en casa. Los padres no dejaban que sus niños recibieran más que uno o dos regalos por año. Y los niños tenían imaginación e inventiva a la hora de jugar. Ahora carecen de ella. ¿Para qué usarla si lo tienen todo? Y eso es un puro despilfarro. ¿Quién les ha enseñado a hacer esas tediosas y interminables cartas donde piden más de lo que pueden llegar a usar en un año? ¿no les cabe a ustedes en la cabeza que son demasiadas cosas? Nosotros, que las fabricamos con cariño y dedicación, nos hemos hartado de ver objetos tirados en los contenedores, dentro de sus cajas aún por abrir. Eso, estimado cliente, no debería permitirse jamás. Y es lo que acontece en la actualidad. Nosotros, y se lo decimos con todo el respeto del mundo, creemos que todos ustedes han perdido un poquito el norte. Y es nuestro deber  obligarles a volver a él aunque, para ello, tengamos que deshacer los pasos andados.

Como explicaba con anterioridad, hubo un tiempo en que mis compañeros y yo éramos unos orgullosos operarios de la mejor y más brillante fábrica de sueños, donde las cartas recibidas raramente se referían a productos materiales. Uno quería salud para su abuelita; otro pedía más amigos; y alguien, una novia para su papá. O quizás anhelaba en convertirse en un superhéroe. También había quien reclamaba un hermanito pequeño, o encontrar aquellas canicas que perdió sin saber como… en definitiva, deseos verdaderos y no simple codicia por acumular objetos.

Así que, estimado cliente, le comunico que hemos apagado los viejos motores y parado la vieja maquinaria que hace funcionar el gran engranaje de esta fábrica y le ha dado vida durante tantísimos siglos. También hemos guardado cuidadosamente todos los trineos en el garaje y les hemos dado un descanso indefinido a los agradecidos renos, así como unas vacaciones más que merecidas al Sr. yla Sra. Klaus.Aunque Santa nos ha hecho saber que no irá a ninguna parte, pues prefiere quedarse aquí, en la fábrica, para apoyar nuestra causa hasta la última consecuencia.

Y nuestra causa es la que sigue:

Hemos decidido que este invierno no vamos a servir ningún pedido Navideño, ni grande ni pequeño, hasta que no recibamos una carta que nos pida un verdadero y auténtico deseo de Navidad que nos demuestre que nuestro trabajo sirve de algo más que para dejarnos la espalda y agotarnos la vista por unos estúpidos caprichos pasajeros.

 

Así que, estimado cliente, ¿será usted, o alguien de su familia, quien nos pida ese deseo?

Atentamente,

Shirn

Delegado Sindical y

Operario montaje y ensamblaje digital

División A-3, Sección Infantil, Planta 8, Nave Oeste

Yoo Jo-Jou S.K. y asociados

CP. 25012

CIUDAD DEL POLO

(POLO NORTE)