4ª convocatoria: Bajo el mar

Ilustración Laura López

Ilustración Laura López

Durante el verano, las playas se llenan de gente que pasea, juega y hace vida junto al mar. Pero en ese medio se esconde, a veces, mucho más de lo que uno pudiera atreverse a pensar; mundos maravillosos, temibles o fantásticos que siempre, siempre, merece la pena arriesgarse a conocer.

Esta ilustración pertenece a Laura López. Todos los derechos reservados.

Mar de luna

Autora: Montse Augé

Ilustrador: Benjamín Llanos

Correctora: Mary Esther Campusano

Género: relato, fantasía y drama (a partir de 16 años)

Este cuento es propiedad de Montse Augé, y su ilustración es propiedad de Benjamín Llanos. Quedan reservados todos los derechos de autor.

MAR DE LUNA

«Cuentan las leyendas de viejos pescadores narradas a orillas del mar, que bajo aquellas aguas se escondían los más increíbles secretos incapaces de ser imaginados por la mente de los hombres. El silencio bajo el mar era tan hermoso como la belleza de las criaturas que lo poblaban. Aquellos privilegiados que lo habían contemplado ya no encontrarían nada igual de bello sobre la faz de la tierra. Pero a medida que la luz pierde su poder e intensidad bajo las aguas, esa belleza es sustituida por algo a la vez inquietante y misterioso: la húmeda oscuridad, tan diferente en altamar, tan aterradora bajo el mar. El silencio, unido a las tinieblas, te engulle, te atrae de una manera inexplicable…es la fuerza del mar, inmensa. Seres monstruosos, de formas caprichosas adaptadas a aquella noche eterna, sirenas en busca de…..».

 

– ¡Pero abuela! ¿Otra vez? Las sirenas no son monstruos, son bellas y amables, como la de mi cuento.

Luna se levantó corriendo y volvió llevando entre sus manos como un tesoro La sirenita de Hans Christian Andersen. Era lo único que conservaba de su madre. Su abuela Nora la observaba: Luna era su única nieta, desde los tres años le hizo de padre y de madre, ésta desapareció un buen día de sus vidas, las abandonó sin dar ninguna explicación. Realmente su huida se explicaba sola. Y su padre, su hijo, perteneciente a una estirpe sin fin de pescadores, o estaba en altamar o a años luz de Luna, siempre encerrado en sí mismo.

– Cielo, las sirenas, recuerda que ya te lo expliqué, también eran personajes horribles, mitad mujer, mitad ave. Con su hermosa voz atraían a los ilusos pescadores para hacerles naufragar…

De pronto calló. Miró con sus cansados ojos por la ventana. Miró aquel mar inmenso en el que ahora estaba el padre de Luna. Le daba miedo el mar, aquella criatura que mostraba sólo su parte más agradable, el color azul, las olas…pero el resto lo escondía en aquella inmensidad inavastable, oculto a los ojos humanos ¿Cuántos barcos, cuántos pescadores, marineros, permanecían ocultos y encadenados hasta la eternidad en el fondo de aquel abismo de agua? Muchos no volvían. Ella siempre se despedía de su hijo en su casa. Nunca lo acompañaba hasta el barco. Era incapaz de hacerlo desde que sucedió aquello. Sentía que vivía en tierra firme, pero su alma se sumergía continuamente en las profundidades de aquel mar embravecido, la arrastraba contra su voluntad. Tenía miedo. Sí. Miedo de lo que el mar no le dejaba ver. Pero ella sabía lo que escondía. No le hacía falta verlo.

– ¡Abuela! ¿Dónde estás? Fíjate-. Luna le mostraba el dibujo de una sirena-. Ahora dime que las sirenas son unos monstruos, ¿no ves qué hermosa es? No pueden ser malas.

*****

Después de dos semanas sin tener noticias, el barco pesquero del padre de Luna se dio por desaparecido. Ella se resistía a creerlo y cada tarde lo esperaba en la playa. Se sentaba en la arena, muy cerca de la orilla, casi sintiendo el agua acariciando sus pies. Sus ojos se perdían en el horizonte. «Ahora lo veré, ahora…». Pasaba horas eternas haciendo apuestas consigo misma. Pero no aparecía. Lo más extraño de todo es que el barco desapareció sin dejar rastro, el equipo que estuvo peinando la zona no encontró nada. Parecía que se hubiese hecho invisible.

Aquella noche, después de mirar un rato por la ventana de su habitación, Luna consiguió dormirse. La invadió un dulce y placentero letargo, se sentía ligera como nunca. ¿Dónde estaba? Abrió los ojos y notó que se ahogaba, su boca estaba inundada de agua, no podía respirar. ¡Estaba en el fondo del mar! Del miedo pasó a la sorpresa. Y de la sorpresa a la alegría. ¡Su sueño! Siempre le decía a la abuela Nora que sería buceadora, para ella era lo más parecido a una sirena. Y Nora la miraba siempre aterrorizada y le decía que se quitase esas estupideces de la cabeza. Pero ahora nadie la observaba. ¡Era libre! Consiguió controlar su respiración y empezó a nadar. ¡Parecía una sirena! Su cabellera se movía dentro del agua, al compás de su cuerpo. Se miró las piernas. No. Sus extremidades no se habían transformado en ninguna cola con escamas brillantes. Pero tenía que estar a punto de convertirse en un pez o en sirena, porque si no, ¿cómo estaba consiguiendo respirar tanto rato dentro del agua? En aquel improvisado paseo marino se cruzaba con peces de colores, con algas, anémonas… ¡qué bello era aquello! Era el tesoro del mar, celosamente guardado. De repente le pareció ver un pez enorme entre unas rocas. Cuando estaba a punto de alcanzarlo vio como salía huyendo, sólo pudo ver….una cola enorme de color verde… ¿sería una sirena? Empezó a seguirla. Se adentraba más y más en las profundidades. Cada vez había menos luz. Entonces recordó las historias de su abuela. Pero su curiosidad fue mayor que su miedo y siguió y siguió… Sin saber el motivo se detuvo, dejó de nadar. Apenas veía nada. Empezó a sentir frío. Si nadaba hacia arriba volvería a la superficie. Pero una luz fue acercándose hacia ella. A medida que se acercaba más, Luna descubrió lo que se ocultaba tras ella: era la sirena más hermosa que jamás hubiera podido imaginar, incluso más que la de su cuento. Una larga cabellera dorada, unos ojos azules y una cola preciosa y brillante de color verde. Le tendió la mano. Y Luna se la dio. Nadaron juntas, todavía avanzando más hacia las profundidades, protegidas por la luz que desprendía la sirena. De pronto se detuvo. Le señaló con la mano algo a Luna. Ella siguió con los ojos hacia donde señalaba y descubrió….

– ¡Abuela, abuela…!-. Luna se despertó llorando, presa del pánico. Tenía las ropas y las sábanas bañadas en sudor.

– ¿Qué pasa? Estoy aquí, cálmate…-Nora la abrazó.

– ¡He visto el barco de papá! ¡Está en el fondo del mar!

*****

 

Ni su abuela ni nadie la creyeron. Una pesadilla. ¡Pero tan real! Estaba segura de que ella lo había vivido, no lo había soñado.

Aquella tarde, un extraño e inexplicable impulso hizo que Luna le pidiese a su abuela que le dejase ver una foto de su madre.

– ¿Pero para qué la quieres? Mejor harás olvidándola para siempre, ella ya lo ha hecho contigo.

Pero tanto insistió que al final accedió. Había escondido una fotografía entre las páginas de un libro.

– Toma, pero devuélvela, si tu padre se entera…

Luna la miró, sus miradas se cruzaron, no hicieron falta palabras. Vio como a Nora se le inundaron los ojos de lágrimas. Su padre tampoco volvería. Se sentó cerca de la ventana desde donde siempre contemplaba el mar. Aquella foto, la única imagen que conservaba de su madre; su mente era incapaz de recordar los detalles de aquel rostro, tan lejano ya. Lo que no se había ido nunca fue el recuerdo de sus caricias. Contempló la foto… ¡El corazón le dio un vuelco cuando descubrió que su madre era la sirena de sus sueños! Se levantó precipitadamente, dejando caer la fotografía en el suelo. Empezó a correr hacia la playa. Cuando llegó, se dejó caer exhausta sobre la arena. Su corazón no latía, galopaba como un caballo salvaje. Se sentía cansada, muy cansada. Y confusa, desorientada en su propio mundo, un mundo que había empezado a teñirse de unas sombras inexplicables. Había aceptado todas las pérdidas de su vida, aceptar no era la palabra exacta pero era lo único que había podido hacer con ellas, asumirlas para seguir viviendo. Pero presentía que lo que ahora le estaba sucediendo tenía algún significado especial. Y las respuestas estaban ahí: bajo las aguas azules que ahora se le antojaban grises y frías. Recorrió con la mirada la orilla, dejándose llevar por el vaivén de las olas que danzaban y murmuraban secretos cuando llegaban a la playa. Algo llamó su atención, las olas habían traído algo con ellas: había un objeto sobre la arena. Luna se acercó, curiosa y excitada. Era un reloj. Lo cogió cuidadosamente y por segunda vez en aquella tarde su corazón volvió a duplicar sus latidos: ¡el reloj de su padre! Lo reconocería entre mil. Se lo había regalado ella y había grabado su nombre detrás. Lo giró:»LUNA». Si se lo contaba a su abuela no se lo creería. «Tú padre se lo debía dejar en casa y tú que eres tan fantasiosa has simulado haberlo encontrado, como si un personaje de uno de esos cuentos tuyos te lo hubiese dejado…».Ésas serían sus palabras. No, no se lo diría. Sería su secreto, suyo y del mar. Lo escondería en su cajita de música.

Al día siguiente volvió: antes de sentarse ya lo vio. En la arena de nuevo, justo en el sitio en el que siempre se sentaba, junto a las rocas: había un anillo. De su padre. Nunca se lo quitó. Luna lo había sorprendido en más de una ocasión acariciándolo: estaba segura de que echaba de menos a su madre, fue incapaz de odiarla.

Luna regresó de nuevo, segura de volver a encontrar algo más. Había otro anillo, idéntico al de su padre, pero más pequeño. En su interior había grabada una fecha. ¿Qué significaba aquello? Contempló el mar, segura de que bajo aquel manto azul había respuestas a sus preguntas. Corrió hacia su casa.

-¿Pero qué pasa…?- . Nora vio como un torbellino que debía ser su nieta subía las escaleras.

Buscó su caja de música. Cogió el anillo de su padre. Tenía un presentimiento, tenía que comprobar… ¡comprobó que las fechas coincidían! ¡Era el anillo de su madre! ¿Pero entonces…su madre…no se había ido…? ¿Le habían ocultado algo? Algunas lenguas viperinas del pueblo contaban que su madre se había ido con otro hombre, un pescador también. Nunca nadie le explicó nada, ella tampoco preguntó.

Mientras tanto, bajo aquel mar tan cercano a Luna, los barcos fantasmas surcaban el fondo marino, en busca de aventuras, de seres con los que compartir su eterna travesía. Sus lamentos eran respondidos por el silencio, sus ansias de ver por la oscuridad. Alzaban la vista y los ojos de aquellas almas anegados en lágrimas saladas eran incapaces de alcanzar la luz, ni tan siquiera un destello. En la orilla, aquella niña, ajena a esta vida oculta, intentaba buscar una explicación lógica a aquella locura que se estaba desencadenando en su interior. Pero hay cosas que no atienden a la razón: esa era la causa por la cual Luna creía estar viendo en ese momento a su sirena, inmensa sobre el mar. Y ésa era también la causa por que su cuerpo se encogió cuando detrás de ella apareció una ser con unas alas enormes que obligó a la sirena a huir bajo el mar.

Luna ya no volvió a encontrar más objetos en la playa. Decidió que había llegado el momento de hablar con su abuela. No sospechaba que las arrugas que surcaban el rostro de Nora y aquellas eternas ojeras ocultaban algún secreto cuya carga era cada vez más difícil de soportar.

Cuando abrió la puerta comprendió que había llegado tarde: su abuela sostenía entre sus manos la caja de música.

– ¿Qué es esto, Luna?

– ¿Que qué es? Dímelo tú, llegaron a mí, sin más. ¿Tú lo sabes, verdad?

– ¿Pero qué voy a saber yo?- su voz temblaba.

– El anillo de mi madre.

Su abuela suspiró.

– Hoy es la noche de San Lorenzo. Iremos a la playa a ver estrellas fugaces y nos daremos un baño, como siempre. Entonces te lo contaré todo.

Aquel ritual se repetía cada año: era la única vez que conseguía ver a su abuela en el mar. Desde que se fue su madre Luna asistía embelesada a aquel espectáculo estelar, pidiendo siempre el mismo deseo. Pero aquel año fue distinto: sabía que era ya inútil pedirlo. Permanecieron juntas mirando el cielo, pero ajenas a la aparición de cualquier estrella fugaz.

– Vamos- dijo Nora, invitándola a entrar al agua.

Y así, unidas de la mano, empezaron a sumergirse en el agua. Luna notaba como su abuela apretaba cada vez con más fuerza su mano. Sus pies ya casi habían perdido el contacto con la arena. Pero no podía nadar, su abuela se lo impedía. Tampoco podía respirar, también se lo impedía la mano de Nora. Empezó a luchar desesperadamente por deshacerse de aquel abrazo mortal. Las dos, bajo el agua…se iban hundiendo, abrazadas. Volvió a ver aquel ser con alas observándola desde la superficie. Fue lo último que vio. La oscuridad. El frío. Su sueño otra vez. Abrió los ojos. Estaba sola. Otra vez aquella cálida luz. Notó de nuevo una mano bajo la suya. Era ella, su sirena.

A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de Nora en la playa. Se había ahogado y las olas la habían devuelto a la orilla. Pero ni rastro de Luna. La estuvieron buscando incansablemente durante días. Lo único que encontraron fueron dos cadáveres, el de un hombre y una mujer. Días más tarde fueron identificados: la madre de Luna y un pescador. Los dos con signos de violencia. Luna hubiese comprendido entonces que la tristeza que siempre veía en los rostros de su padre y de su abuela era también el peso de la culpa. Nora comprendió que su nieta estaba a punto de descubrir la verdad, no podría soportarlo, no entendía como habían llegado hasta ella aquellos objetos, quién…otra vez la sinrazón. La sirena con alas había estado al acecho desde aquella maldita noche en que el padre de Luna, loco de celos, hundió los dos cuerpos en el fondo del mar. Y Nora también se hundió en vida con ellos, aplastada por el peso insoportable del dolor, de la culpa. Aquel secreto la arrastró también a las profundidades, no hacía falta agua para ahogarla, ella perdió el aliento y las ganas de vivir la noche en la que el mar se convirtió en una tumba. La chantajeaba continuamente, haciéndole ver los cuerpos flotando en el mar, advirtiéndole que seguían allí, que en cualquier momento su secreto sería desvelado. Y así fue. Bastaron unos objetos para advertirle que las profundidades del mar habían decidido que aquellos cuerpos estaban en el lugar equivocado. Nora creyó que el sacrificio de ambas serviría para liberarlas.

Cuentan las leyendas que en las noches de San Lorenzo y en las noches de luna llena, las aguas del mar se reflejan en la luna y si observas bien verás a dos sirenas surcando el fondo del mar, aquel fondo de luz y calor, tan cercano al cielo. Sus largas cabelleras doradas y sus maravillosas colas verdes danzan en el agua, al ritmo incansable de las olas…Finalmente Luna confirmó que las sirenas eran buenas, y que es posible encontrar la felicidad en los lugares menos pensados, bajo el mar. Aunque a veces, cuando alzaba la vista a través de las aguas, sin saber si era un sueño o no, le parecía ver aquel ser alado, amenazante. Entonces volvía a sumergirse hasta lo más profundo de aquel mar, dejándose envolver por la caricia protectora de las aguas azules.

Ilustración de Benjamín Llanos

Ilustración de Benjamín Llanos

Evolución

Autora: Montse Augé

Ilustradora: Susana Rosique

Correctora: Mary Esther Campusano

Género: microrrelato,ciencia ficción.

Este cuento es propiedad de Montse Augé, y su ilustración es propiedad de Susana Rosique. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EVOLUCIÓN

Noé se despertó. Sus ojos se abrieron con dificultad, atisbando tan sólo a ver visiones borrosas. Blanco. El color blanco. Paredes blancas, sábanas blancas, manos blancas. Sentía náuseas y un extraño sabor en la boca. Intentó moverse pero comprobó que no podía: tenía los brazos atados a ambos lados de la cama. Sí. Estaba en una cama. Poco a poco sus ojos recuperaron la visión: parecía la habitación de un hospital. Pero la percepción inicial del color blanco cambió a un gris azulado. Había ventanas redondas y fuera… agua. Entonces la puerta se abrió: dos personajes vestidos también de blanco (¿o era gris azulado?) entraron. Podría decirse que eran un médico y una enfermera.

Ilustración de Susana Rosique

Ilustración de Susana Rosique

– Buenos días. ¿Cómo está hoy nuestro náufrago?<strong></strong>

Noé intentó responder. No podía. Sentía un dolor espantoso en la garganta.

– No, ya sé que no puedes hablar. Es el primer paso a la adaptación. Todo va bien.

Noé se miró las cuerdas que le impedían moverse. Los miró a ellos, interrogándoles con la mirada.

– Es por tú bien. Cuando llegáis aquí estáis desorientados. Hay que volver a empezar, a reinventarse. Pero al final todos acabáis aceptándolo.

La enfermera y el doctor cruzaron una forzada sonrisa entre ellos y miraron hacia las ventanas. Acercaron una silla y se sentaron a su lado. La proximidad de aquellos cuerpos hizo que Noé empezará a sentir una oleada de olores imposible de asimilar por su olfato.

– Ya ha empezado-dijo el doctor dirigiéndose a la enfermera-.Al principio molesta, ¿verdad? Es tu sentido del olfato, cada vez más agudo. Empezaré… por contestar todas las preguntas que me estás haciendo con tus ojos. El cambio climático ha cumplido con sus amenazas y ha hecho imposible la vida fuera del mar. Los últimos supervivientes tuvisteis, tuvimos, que huir en barcos, buscando un nuevo futuro, un nuevo mundo que nos perpetuase. La única salida era el mar. Pero pronto nos dimos cuenta de que la superficie se había convertido también en un medio hostil para el hombre. Nuestra última esperanza era la vida bajo el mar. La historia nos ha demostrado que el hombre adapta su cuerpo a los cambios: la teoría de la evolución.

El doctor desató las cuerdas de sus brazos y le ayudó a incorporarse.

– Mira por la ventana. No hace falta que te levantes.

Noé observó a través de una ventana justo al lado de la cama. Estaban bajo el mar. Peces enormes surcaban el mar. Peces… observó detenidamente, abriendo la boca en señal de asombro y con el pánico dibujado en su rostro: ¡eran humanos convertidos en peces! ¿Qué era aquella aberración? Los miró a ellos, moviendo la cabeza de un lado a otro, queriendo negar la evidencia de aquel horror al que estaba asistiendo.

– ¿Te preguntas por qué nosotros seguimos siendo totalmente humanos? Somos los encargados de empezar y acabar con el proceso de transformación. Nosotros seremos los últimos. Cuando la nueva especie empieza a reproducirse entonces todo sucederá de forma natural… no harán falta más manipulaciones genéticas ni experimentos.

Noé entonces, con las manos libres, levantó poco a poco la sábana que le cubría las piernas. Ahogó un grito silencioso.

– Tranquilízate, tu proceso ha empezado. La pérdida de tu voz, tus piernas…pronto estarás ahí fuera, con los demás, en tu nuevo mundo.

La puerta se abrió y apareció una enfermera con una bandeja.

– Tu primera comida. Deliciosa…

Antes de saber qué había en aquella bandeja, su olfato hizo que las náuseas se volvieran a apoderar de él. Aquello era… repugnante: una mezcla de sangre, carne, restos de peces…Lo apartó violentamente haciendo caer la bandeja al suelo.

– Bueno, nadie te ha dicho que vaya a ser fácil. Pronto te parecerá un manjar suculento. Lo devorarás, ni tan solo lo masticarás. ¿Te fijaste en el color de tu cola? Ese gris azulado tan hermoso. Has tenido suerte. Serás uno de los más temidos del mar: un tiburón. Hasta mañana. Que sueñes con las sirenas.

Coral

Autor: Mariola Díaz-Cano Arévalo.

Ilustradores: Laura Vazval y Julio Roig.

Corrector: Federico G. Witt.

Género: relato (a partir de 13 años)

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Laura Vazval y Julio Roig. Quedan reservados todos los derechos de autor.

CORAL

—Sabemos que colaboró con el nazi John Rabe en Nanking.

—Colaboraría con cualquiera que quisiera salvar a gente indefensa de una matanza.

—Entonces no lo niega.

—Es usted muy perspicaz.
—Tenga cuidado con sus ironías, oficial.
—Y usted con su tono acusatorio. Y yo no tengo ningún rango

.
—Es usted un oficial dela Armada Real.
—Ah, sí, es verdad. Es oficial que ese hombre que usted dice que soy lleva desaparecido veinte años, pero lo que yo quiero saber es si este… interrogatorio también es oficial, porque tengo muchas cosas que hacer y ya he perdido demasiado tiempo.
—Todavía debe responder a más preguntas.
—Me parece que no.
—Sí. No niega ninguno de los actos que le he…
—No niego ninguno de los actos de alguien que se llama Lung. Usted se los atribuye a James Thomas Bates, pero yo no puedo probar esa identidad, y ustedes tampoco.
—¿No puede o no quiere?

La pregunta se quedó flotando en el aire durante unos segundos, pero quien la había formulado borraba el gesto desafiante cuando Lung se puso de pie.
—Oiga, uno de sus capitanes más incompetentes me ha perseguido y acosado, obligándonos a mi tripulación y a la suya a meternos en una tormenta que nos ha puesto en gran riesgo a todos. Pero hemos arribado a puerto y he venido aquí voluntariamente para que me estén tratando, como poco, de desertor y criminal. Así que, a no ser que me hagan una acusación formal por algún delito probado contra intereses británicos en esta jodida parte del mundo, no tienen derecho a retenerme. Por lo tanto, me marcho ahora mismo.

Entonces, cuando el capitán Lung iba hacia ella, la puerta del pequeño despacho se abrió.

Un hombre de abundante pelo y espeso bigote cano entró con paso tranquilo pero firme. No era alto, pero sí de constitución fuerte. Las arrugas de la frente y alrededor de los ojos le endurecían la mirada traslúcida, y su uniforme de vicealmirante no denotaba la impresión inmediata de autoridad, sino que la realzaba porque le emanaba innata.

—Gracias, Lawrence. Me ocupo yo. Retírese.

Habló con la vista fija en Lung pero en un tono tal que el subordinado saludó y se marchó sin más.

Un minuto después los dos hombres seguían mirándose. Lung admitió para sí que había tenido mucha suerte sorteando fantasmas durante tanto tiempo, pero que tarde o temprano tendrían que aparecer. El más importante ya lo había hecho, y él también era uno. Ahora, aquél.

—Vaya… Si es usted el hombre que veo, sí que he envejecido. Por favor, siéntese
—dijo con una voz profunda, gastada por órdenes y salitre. Sin embargo, Lung permaneció inmóvil, aunque no evitó sentir el casi olvidado reflejo de cuadrarse. El fantasma sonrió con decepción, pero tampoco se sentó—. Bien, entonces concédame unos minutos para comprobar que de verdad perdimos a aquel joven guardiamarina tan diestro cuya inexplicable desaparición lamenté sinceramente.
—Parece que hoy se empeña todo el mundo en confundirme.
—Pero yo no soy todo el mundo, James. Sé que al menos no ha renegado de su nombre, como me ha contado su encantadora hija Yi Ze.

En un segundo, Lung sintió la sangre palpitándole en las sienes.
—¿La han traído? ¡Les dije que no la…!
—No se altere, por favor. Se ha presentado por voluntad propia y sí que se ha empeñado en hablar con «alguien que no fuera un simple uniforme». Parece que ha heredado su carácter y se la ve más que dispuesta a todo.
—¿Sigue aquí?
—No, se ha marchado. Y me ha rogado que le pida que la disculpe. Intuía que a usted no le iba a gustar su iniciativa, pero creo que será indulgente con ella. ¿Me equivocaré también?

Lung tuvo que suspirar y desvió un momento los ojos hacia el suelo; después los volvió a fijar en su antiguo y muy respetado instructor, el capitán de navío Francis M. Constable.

—Ya he contestado a todo lo que me han preguntado. ¿Qué más quieren?
—¿Qué quiere usted?
—¿A qué se refiere?
—Por sus servicios. Tengo entendido que son caros pero muy eficaces.
—No soy un mercenario y, en cualquier caso, no trabajo para ningún país.
—En su barco ondea la bandera china.
—Estamos en China y mi barco ha tenido grandes daños por culpa de uno de los suyos.

—Sí, me he enterado y me disculpo. Murray es algo impetuoso y poco diplomático, y yo mismo me he ocupado de reconvenirle debidamente, así como de que le sean abonados a usted todos los gastos por las reparaciones necesarias.

Lung se inclinó un poco hacia delante.

—¿Están intentando comprarme?

Esta vez quien suspiró fue Constable, que también se acercó pero dejó de mantener la firmeza en su gesto.

—Estoy intentando comprarle yo. Me gustaría contar con su experiencia en este país para que me ayudara.
—¿La Armadano puede ayudar a sus vicealmirantes?
—Es un asunto personal.
—Pues hay muchos otros como yo que…

—Pero usted tiene una hija. Hace dos meses que desapareció la mía aquí. Por eso he venido.

Lung vio en sus ojos la especial tristeza de la desesperación más absoluta. Cedió un poco.

—¿Y qué hacía aquí su hija?
—Se casó el año pasado. Su marido es arqueólogo y en marzo vinieron con una expedición al este de Shanghai. Sé que es temerario, según están las cosas ahora con esta guerra civil.

—Sí, lo es. ¿Pero está seguro de que han desaparecido? Quizá se hayan desplazado. Las comunicaciones no están nada bien.

—Sé que el ejército rojo pasó por allí y no encontró ningún rastro, tampoco de que hubiera habido algún tipo de… desgracia.
—¿Lo ha denunciado a las autoridades?

—Sí, pero ¿un marino inglés y con esta guerra?
—Constable negó con la cabeza y enseguida añadió—: Llevábamos tiempo sabiendo de usted, pero ha resultado ser bastante esquivo. Y la verdad es que es difícil reconocerlo. El pelo, la barba y ese tatuaje… ¿Qué fue?, ¿una quemadura?

Lung quiso acabar.

—Perdone, pero me temo que no sé en qué podría ayudarle, así que estamos perdiendo el tiempo y ambos lo necesitamos.

Constable lo detuvo dando un paso hacia él.

—Espere. Fueron ustedes la promoción más brillante que formé y, aunque cometí errores, no creí que me considerara una amenaza. ¿Lo fui?, ¿lo soy ahora?

—¿Cómo puedo saberlo? No tengo nada que ver con ustedes.

Entonces Constable se puso frente a él.

—Recuerdo bien sus ojos, y mis recuerdos no me los puede negar. Por eso sólo le pido que me permita darle mi versión de lo que pudo ocurrirle al joven Bates, pero si usted no me la acepta y no está dispuesto a nada, lo comprenderé. Si es verdad que lo perdimos y, sobre todo, lo perdió su familia, yo también se lo aceptaré. Pero si no, déjeme creer que mi hija también está bien y, por supuesto, no ha tenido razones para querer desaparecer.

La mirada de Constable fue tan reveladora que Lung decidió contestar, pero lo hizo en silencio. Sólo echó un vistazo a las paredes que los rodeaban.

—Entiendo —asintió Constable—.

Dígame el sitio y la hora. Yi Ze significa ‘feliz y brillante como una perla’. Me lo puso mi madre. Yi, además, significa otras cosas: ‘alegre’, ‘amable’ y ‘recordar’ o ‘acordarse’. Quizá por eso tengo tan buena memoria, aunque, tristemente, no de ella. El tío Tejón me decía que no pasaba nada, porque sólo tenía que mirarme al espejo para verla; si además lo acompañaba cuando tocaba el ku cheng entonando la última canción que me aprendía, su cara reflejaba que ella nunca se había ido.

No sé por qué conjuré su inexistente recuerdo cuando llegamos a Shanghai. Posiblemente porque mi madre actuó en dos ocasiones en la populosa y cosmopolita ciudad, y su éxito había sido tan enorme que se estuvo hablando de ello durante largo tiempo.

Ella se había emocionado mucho y comentó a menudo que le gustaría ir más e, incluso, que no le importaría vivir allí. Unos años más tarde el capitán Lung me llevó a mí.

Y es que, después de su larga recuperación, de su asociación con el tío Tejón y de encontrarme, el capitán quiso alejarse de Hong Kong, aunque estábamos bien en la casa de Lantau. Muy confuso y profundamente dolido por lo que le había pasado, y por mi madre y por mí, decidió que nos marcháramos.

No era una huida, ya que, supuestamente, él estaba muerto y a mí me habían abandonado. Pero quiso asegurarse por el causante de esa situación: mi padre. Y mientras éste continuara existiendo, el capitán sabía que nunca estaría tranquilo si, al no aparecer el cuerpo de James Bates, en algún momento —y a pesar de su mezquindad y falta de escrúpulos— Anthony Highmore pudiese albergar la duda de esa muerte o interesarse por mí.

Así que durante un tiempo vivimos en Shanghai.

Fue allí donde el capitán se hizo con el Old Oak, de una pequeña flota de mercantes cuya naviera había quebrado en la gran crisis mundial del 29. Los propietarios, americanos, habían tenido que vender —o más bien regalar— más de la mitad de sus barcos, y otros habían quedado inmovilizados en los muelles más alejados del bullicioso puerto. Uno era el Old Oak, y el capitán lo compró con una parte de las primeras ganancias serias que había obtenido con Tejón, pero, sobre todo, con lo conseguido en la primera y única partida de cartas que jugó en su vida.

Fue única porque nadie mejor que él podía saber lo que era tentar a la suerte, así que cuando ganó aquella inmensa suma, también supo que jamás volvería a jugar.

Ilustración de Julio Roig

Ilustración de Julio Roig

También fue allí donde yo comencé a ir a la escuela y conocí a mis primeros amigos. Hasta entonces, el tío Tejón me había enseñado la caligrafía más básica, que para mí era como un juego de dibujos, y luego yo se la enseñaba al capitán, que me la traducía y era con quien hablaba en inglés. Con cinco años recién cumplidos era una niña muy despierta, y el capitán, aunque inseguro todavía de poder —y querer— dejarme sola, sabía que yo necesitaba empezar a ser independiente y, más que nada, relacionarme con otros niños. El tío Tejón se mostró más reacio: que si aún era muy pequeña, que él podía seguir ocupándose… Pero al final entendió que sería lo mejor para mí.

Así que no mucho después de instalarnos, el capitán me llevaba al sitio que pensó que le daba más garantías: la misión de San Miguel, que estaba bajo protectorado francés y llevaban unas monjas de la orden de santa Clara.

La responsable era la hermana Isabelle, una mujer llena de bondad, que entonces tenía unos cuarenta y cinco años y hacía más de veinte que estaba en China. El capitán le dijo que les pagaría aquel favor. Ella al principio se negó: acogían a huérfanos, abandonados y enfermos, la mayoría niños.

No obstante, también tenían casos como el mío, ya que había muchos padres occidentales que, por distintas circunstancias, dejaban allí a sus hijos; incluso —aunque excepcionalmente— alguna pudiente familia china de ideas más abiertas también los llevaba para que tuvieran una educación más amplia. Sin embargo, el capitán insistió y ella terminó cediendo, conmovida por la imagen de aquel marino serio y de exquisitas maneras que, a pesar de su aspecto con la espesa barba y el inquietante tatuaje del cuello, no podía disimular su juventud y ya había sufrido el drama de quedarse solo con una niña tan pequeña y mestiza, con lo que eso suponía.

Así que, mientras el capitán ponía a punto el Old Oak, me dejaba en San Miguel por las mañanas y me recogía por la tarde, y si no él, el tío Tejón. Y en cuanto pudo navegar, no tardó en prestar servicios a San Miguel en forma de excedente especial de los cargamentos, sobre todo cuando eran de telas y alimentos, que empezó a hacer por la bahía y destinos cercanos. Sólo puso una condición a la hermana Isabelle: que, si fuera posible, evitaran imponerme cualquier tipo de creencia religiosa. Él no las tenía y prefería que yo conociera todas las clases de dioses —celestiales y terrenales— sin que me dijeran cuál era mejor o peor. La hermana Isabelle, muy respetuosa, entendió y aceptó.

De modo que, con un padre que siempre solía aparecer con obsequios como golosinas, ropa, comida o medicinas, me salieron amigos de todas partes. Y de entre ellos, sólo Xue, Rong y Huo se convirtieron en los mejores.

A Xue la había encontrado la hermana Lorene en un recóndito callejón dentro de un cesto. Era una niña y había nacido con un pie deforme, una condena segura para ella si no la hubieran recogido. Así que Xue siempre estaba a su lado y era muy tímida. Rong tenía a su madre pero ésta trabajaba día y noche y no podía dejarlo solo en casa.

Y Huo era uno de esos niños de buena familia que recibían clases aparte. Algo mayor, siempre quería ser el líder en todo. Era vehemente e impulsivo, pero también muy generoso y dispuesto a defender al más débil o cualquier causa perdida. Al principio me tuvo indiferencia por ser más pequeña, luego envidia porque sabía inglés, y después consideró que sería más productiva una alianza conmigo que una enemistad. Así que terminamos haciéndonos inseparables.

Pero entonces empezaron a recrudecerse los problemas con los japoneses, hasta que estalló el conflicto abierto.

Si tengo algún recuerdo verdaderamente claro de aquellos días es el de la bahía plagada de buques de guerra apuntando sus cañones a la costa; pero, en especial, de la silueta oscura, tan amenazadora, de los submarinos que de vez en cuando emergían o se hundían silenciosos, como aquellos monstruos marinos de los cuentos del tío Tejón. Que el capitán fuera inglés no suponía ninguna seguridad, pero su rápida negociación con los japoneses le permitió llegar a un acuerdo para trasladar a la población extranjera de Shanghai.

Yo había conocido a algunos niños japoneses, hijos de comerciantes, que de repente un día habían desaparecido. Había visto y oído el desprecio y las burlas hacia ellos; a mí también me las habían dirigido a veces por mi piel blanca. Yo no me sentía distinta a nadie y solía acallarlas respondiendo que la piel era de mi padre y todo lo demás de mi madre, y los dos se habían querido mucho. Me sentía satisfecha, pero sólo mucho más tarde entendí que, en realidad, esa unión era la más abominable.

Sin embargo, cuando más consciente fui de lo mal que estaban las cosas fue al oír discutir como nunca al tío Tejón y al capitán. Fue una noche en el Old Oak, donde volvíamos a estar tras dejar la pequeña casa de la ciudad. Ya me había dormido y me despertaron las voces. El tío Tejón llevaba semanas en las que tan pronto estaba malhumorado como triste, y muchas veces lo sorprendí maldiciendo y con los ojos llenos de más que rabia. Yo pensaba que era porque la mitad de la tripulación se había marchado para luchar, y ellos tenían que hacer el doble de trabajo. Sin embargo, esa noche el tío también quiso irse y se enfrentó con Lung.

Que si él no entendía por qué se combatía ya que aquéllos no eran su país ni su gente; sólo era otro extranjero más haciendo fortuna con lo que era de China, igual que los malditos japoneses y sus abusos y afrentas durante tanto tiempo. Sólo era otro inglés, y bien que se los conocía por piratas y explotadores de cualquier suelo del mundo que pisaran. Lo que ocurriera con los que habitaran allí nunca les había importado. Y tal vez, sólo tal vez, a él podría disculparlo porque había mostrado gotas de buena sangre al haberse encargado de una criatura condenada como yo, pero…

El tío Tejón no acabó y yo, que me había acercado a la puerta entreabierta del puente y no había entendido bien aquella última frase, me quedé inmóvil al asomarme un poco y ver que el capitán solamente daba un paso hacia él. No lo tocó, pero para mí fue como si de pronto se hubiera convertido en un gigante que fuese a levantar la mano para aplastarlo. Después le habló con una voz tan tranquila que me asustó más.

—Te debo la vida y nunca te la quitaré, Tejón, pero vuelve a hablarme así o intenta envenenar a la niña con ese discurso y te juro por esa vida que desearás no haber nacido. Y ahora, si quieres ir a que te maten, adelante. Así ya no te deberé nada.

Ya no los vi discutir más.

Al final, también tuvimos que marcharnos de Shanghai. El capitán ayudó a evacuar San Miguel y fue entonces cuando perdí el contacto con mis amigos, porque Rong ya no estaba y la familia de Huo, cuyo padre era militar, se había ido antes. Sólo Xue se quedó con las monjas, y durante la travesía a lugares más seguros pudimos estar juntas.

El capitán, sin embargo, realizó más viajes a Shanghai para trasladar a refugiados que vinieron de Nanking. Lo hizo después de conocer a dos trabajadores de la fábrica alemana de Siemens con sede allí que habían contado lo que pasaba.

Alemania tenía firmado con Japón un pacto que, supuestamente, protegía a sus ciudadanos. El responsable de la fábrica, John Rabe, había creado un comité internacional y una zona de seguridad para la población civil dentro de la ciudad con la ayuda de más europeos. Rabe, afiliado al partido nacionalsocialista, incluso había apelado al propio Hitler para llamar la atención sobre el conflicto. Sólo ganó tiempo para ir sacando poco a poco a los civiles que pudo. Muchos se quedaron a medio camino de Shanghai pero otros sí lo lograron y también contaron de primera mano el infierno dela Ciudaddel Cielo, un infierno sólo comparable al que más tarde se desató en Europa y sólo superado por la inigualable devastación del Japón al final de la guerra mundial.

El capitán Lung, al que, después de haber burlado a la muerte una vez, no se le pasó por la cabeza volver a conjurarla en ninguna lucha más que en la suya propia, decidió que, al menos, combatiría así en aquélla. Al fin y al cabo, un dragón de esos mares lo había mecido bajo el agua para devolverlo a la vida. Así que el Old Oak, donde por primera vez ondeó la bandera británica, estuvo haciendo travesías entre destructores de la marina imperial japonesa durante buena parte de aquel aciago invierno del 37 y el 38. Después retornó a Lantau, aunque apenas estuvimos un año antes de trasladarnos a la cercana isla de Hainan, a la ciudad de Sanya.

Allí, la presencia japonesa tras la invasión era menor, así que vivimos relativamente tranquilos durante algunos años; yo, incluso, feliz, puesto que para mi enorme sorpresa me encontré de nuevo con Huo. Y es que el coronel Wu, su padre, había perdido un brazo y lo destinaron allí, donde tenían parientes lejanos.

Huo y yo íbamos a una escuela internacional y el capitán supervisaba también mi formación, aunque fue una época en la que estuvo muy ocupado: conoció a João de Gonzalves y… se enamoró, o al menos eso me pareció, porque hasta entonces nunca lo había visto estar mucho tiempo con una mujer. Ella se llamaba Lin Yuan y era enfermera en un hospital. Era simpática y muy guapa, con ojos muy rasgados y boca redonda. A mí me gustaba, y el capitán parecía haberse vuelto tan chiquillo como yo, incluso se afeitó la barba y todavía lo parecía más. Sin embargo siempre tenía tiempo para mí y, así, también me enseñó a nadar bien y a bucear.

Las playas de Sanya y de la vecina bahía de Yalong eran de una arena muy fina y blanca, con aguas transparentes de fondo poco profundo y preciosos arrecifes de coral. Huo y yo íbamos con frecuencia con más amigos, y a veces también venía el capitán, sobre todo cuando éramos pequeños. Apostábamos a ver quién aguantaba más la respiración, distinguía más estrellas o erizos, o contaba más pececillos. Después, al cumplir los catorce años, y coincidiendo con su relación con Yuan, el capitán me dejó una libertad inimaginable para otras chicas de mi edad. De modo que fue una época inolvidable porque dejamos de lado un poco el siempre tenso ambiente que nos rodeaba y la guerra mundial, pero también porque Huo y yo nos hicimos más que amigos.

El primero que lo vio fue el tío Tejón. Yo solía volver a casa para contar que Huo había hecho esto, aquello y lo otro, que me había regalado un collar de coral, que habíamos ido a este sitio o al otro…
—¿Solos?

—No, no, tío, ¿cómo se te ocurre?

El tío asentía con la sonrisa de «a mí no me engañas y lo sabes, pero ten cuidado, porque tu padre se va a enterar y yo no me haré responsable». Por supuesto que el capitán se enteraba, pero le bastaba con mirarme para saber que si de verdad me ocurría algo importante, se lo diría. Y ocurrió.

Fue un beso —el beso— al regresar un atardecer; el regalo por mis dieciséis años; para mí, el mejor de toda de mi vida, pero también el más corto. Al día siguiente, Huo me decía que se marchaban. Los japoneses se rendían aquel final de agosto tras la hecatombe nuclear sufrida y el gobierno reclamaba a todos los jefes militares para controlar su retirada de China. Además, Huo quería seguir los pasos de su padre e iba a alistarse.

No tuve que decir una palabra cuando el capitán me vio al llegar aquella tarde, y su consuelo tampoco las necesitó porque simplemente se pasó la media noche que no pude dejar de llorar con su brazo rodeándome los hombros. Sólo cuando el llanto me agotó le oí decir una única frase.

—Eh… Habrá otros mejores y más bonitos, ya lo verás. Y siempre tendrás los míos, ¿verdad?

Fue mucho más tarde cuando me enteré de que ese mismo día él había roto con Yuan; el fin de la guerra también significaba su vuelta a casa y, como por arte de magia, el capitán se convertía en el extranjero blanco terminantemente prohibido para su familia. Sin embargo, fue él quien se sintió un idiota por ser incapaz de aprender la lección.

Yo ya sólo volví a la playa una vez para nadar hacia los arrecifes, sumergirme y esconder entre ellos el collar de coral. Después le pedía por favor al capitán que me dejara acompañarlo.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

Al verme frente a San Miguel, no pude evitar un sentimiento tan triste como alegre. Shanghai todavía mostraba muchas huellas de la guerra y la misión por poco no había sido totalmente destruida. Pero ahora todo parecía igual, con los mismos sonidos. Aún no había entrado por la puerta principal cuando oí la voz desde detrás.

—¿Yi? ¿Eres tú, Yi? ¡Sí, sí, eres tú!

Los pasos descompensados y el tono de campanilla. La sonrisa de Xue se había hecho grande y luminosa, y creo que a mí me salió igual.

—¡Xue, qué bien estás! ¡Qué guapa!
—¡No, no, tú sí que lo eres! ¿Pero cómo…? ¿Cuándo has llegado? ¿Y tu padre?

—Espera, espera…

Nos quedamos mirándonos de arriba a abajo y por fin nos abrazamos con más risas.

—¡Ven, vamos a que te vea la hermana Isabelle! ¡Qué sorpresa, qué alegría!

Entonces, cuando entraba con ella, me fijé en el hábito que vestía. Sí… ¿qué otro destino si no? Acepté el pensamiento de mala gana. Quizás también me negaba a aprender lecciones. Pero enseguida entendí, al ver a la hermana Isabelle en una silla de ruedas. La hermana Lorene había fallecido de una disentería al regresar tras la guerra y ella había sufrido un accidente, pero habían logrado reconstruir la misión con ayuda de las tropas internacionales.

La hermana Isabelle había envejecido mucho; sin embargo, su mirada canela seguía siendo firme y cálida a la vez. Salimos al porche del patio y hablamos toda la tarde. Me veían tan distinta, tan… mayor…; y yo me reí, pero todas nos admiramos de cómo nos habían cambiado esos años. Se entristecieron mucho al saber del tío Tejón, aunque no les conté la verdad de su final.

—Pero tu padre está bien —dijo la hermana Isabelle.

—Sí, sí. Tendría que haber venido ya, nos íbamos a encontrar aquí. Debe de haberse entretenido —contesté yo, algo preocupada por el retraso del capitán.

—Pues Huo también tarda. ¡Ah, pero si con tantas cosas no te lo hemos dicho! —Xue se dio un golpecito en la frente y yo me quedaba sin aliento—. También regresó y viene muchos días, aunque… —Xue se calló y miró a la hermana Isabelle, como buscando su permiso y a la vez disculpándose. Ésta sólo asintió levemente con la cabeza, pero pude advertir sus mutuas miradas tanto de tristeza como de resignación. Xue continuó, volviendo a sonreír—: Ha cambiado un poco, pero… bueno… también nos habló de lo que tú nos has contado.

Entonces apareció el capitán Lung acompañado del señor Constable, de quien tan grata impresión me había llevado. Xue estuvo a punto de echarse a sus brazos, dándole el mismo recibimiento que a mí, y él también la saludó cariñoso, igual que a la hermana Isabelle. A ambas les conmovió el brillo en los ojos que él les mostró, pero yo aprecié que ya lo traía y también observé el respetuoso segundo plano que adoptaba el señor Constable.

—¿Qué necesita, Isabelle? —preguntó el capitán—. Estaremos aquí un tiempo y creo que podré recuperar algún contacto.

—Quédense a cenar para celebrarlo. Con eso será suficiente por ahora.
—Por favor, déjenme ofrecerme también como intermediario para lo que sea —intervino el señor Constable.
—De verdad, las cosas están mucho mejor.

Pero, por el tono y una nueva mirada cruzada con Xue, tanto el capitán como yo supimos que no era así.

—Ah, hola, buenas tardes… No sabía que…

Wu Huo se paró en el primer escalón del porche y, cuando nos giramos y nos vio, su cara pasó de la sorpresa a la seriedad más inmediata. Yo creí que me quedaba prendida en sus arrebatadores ojos negros y su figura del hombre que estaba empezando a hacerse. Pero entonces también vimos a los dos soldados que lo flanqueaban, todos con el gesto adusto y el uniforme del éjercito rojo. ¿Huo… un comunista? ¿Con un padre como el suyo al que había querido imitar y que había adorado a Chang Kai Chek? Nuestra sorpresa también fue grande.

Y mientras nos observábamos, yo quise verme otra vez sumergiéndome bajo el agua de nuestros corales, pero la sentí fría y turbia. Enseguida le retiré la mirada para buscar la siempre clara del capitán.

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Julio 2011

Un circo bajo las aguas

Autora: Chus Díaz

Ilustradora: Ana Menéndez

Corrector: Federico G. Witt

Género: microrrelato, fantasía, terror ( a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Chus Díaz, y su ilustración es propiedad de Ana Menéndez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN CIRCO BAJO LAS AGUAS

Todos mis recuerdos del abuelo tienen sabor a mar. Cada vez que volvía de uno de sus viajes de marino a tierras lejanas, traía consigo infinidad de regalos e historias asombrosas. Mis hermanos se abalanzaban sobre él en cuanto entraba en casa, impacientes por descubrir qué les regalaría en aquella ocasión. Una pulsera de coral rojo para mi hermana. Un extrañísimo instrumento musical para mi hermano. Yo esperaba a que se calmara el torbellino fraternal, y sólo entonces me acercaba al abuelo. No me importaban sus regalos: lo que deseaba era que me contase alguna de sus historias sobre el mar. Y el abuelo, consciente de ello, siempre tenía a punto una nueva aventura capaz de sorprenderme.

En sus relatos convivían piratas intrépidos, tesoros hundidos, isleñas bellísimas, barcos fantasma y monstruos colosales. Pero la historia que más me gustaba, la que le pedía que me repitiera una y otra vez, hablaba de un circo submarino. No sé por qué me fascinaba tanto. Quizás porque otros adultos podían contar leyendas de piratas o sirenas, pero nadie más que el abuelo parecía conocer la existencia de aquel circo. O quizás porque mi inocencia infantil me hacía creer que era cierta.

El abuelo aseguraba que aquel circo bajo el mar era similar a los que podía ver en tierra firme. Un ejército de caballitos de mar anunciaba su llegada con gran alboroto. Entonces el circo instalaba su carpa de algas entre bosques de coral y atraía a los habitantes del lugar. Sirenas, tritones y todo tipo de seres marinos acudían a contemplar el espectáculo. Disfrutaban con los números imposibles del pulpo malabarista, las locuras del pez payaso o la osadía del domador de tiburones tigre. Todos ellos conducidos por un elegante delfín que actuaba como jefe de pista.

Cuando el espectáculo terminaba, las sirenas aplaudían. Y lo hacían a su particular manera, agitando sus colas alegremente. Decía el abuelo que era ese movimiento el que provocaba unas olas tan grandes cuando el mar estaba picado. «¿Lo dices en serio, abuelo?», preguntaba yo, asombrado. Él no contestaba. Tan solo esbozaba una sonrisa enigmática, y yo daba por hecho que su silencio confirmaba la historia. Durante años, observé con envidia las olas que rompían en la arena los días de mar revuelto, lamentando no poder ser testigo de aquellos números circenses.

El tiempo acabó con mi inocencia y jubiló al abuelo. Dejó su trabajo, pero nunca abandonó su pasión por el mar. Yo seguía pidiéndole que me contara historias: me gustaba ver cómo revivía la ilusión en aquellos ojos cada vez más cansados.

Para entonces, la historia del circo submarino había evolucionado hasta volverse inquietante. El abuelo situaba ahora su relato en las profundidades más oscuras del océano, parajes sin explorar habitados por criaturas que el hombre ni siquiera podía imaginar. El circo se había transformado en una feria llena de fenómenos monstruosos. Dos sirenas siamesas, unidas por la cintura pero con colas independientes, que entonaban tristes melodías de amor trágico. Una tortuga barbuda de aspecto temible. Medusas capaces de hipnotizar al público con su danza. Un kraken terrorífico que a veces rompía sus cadenas para subir a la superficie y acabar con la tripulación de algún barco desprevenido.

Pero el número estrella de ese circo insólito, el que más llamaba la atención de las sirenas, tritones y otros seres marinos que lo visitaban, era un humano enjaulado. Según el abuelo, siempre se trataba de un marinero, un pescador o un náufrago capturado por sorpresa. Atraído con engaños por el canto seductor de las sirenas siamesas, el hombre era encerrado en una urna de cristal y exhibido en el circo hasta su muerte.

Si yo sonreía al comprobar cuánto había exagerado la historia, el abuelo se irritaba. Juraba que lo que explicaba era real y que más me valdría creerlo. Entonces yo recuperaba mi inocencia infantil por un instante; dejaba que la mirada grave del abuelo me hiciera plantearme si aquel relato podía ser cierto. Aunque mis dudas, claro está, duraban poco.

Ilustración de Ana Menéndez

Ilustración de Ana Menéndez

No sé por qué me ha venido a la memoria esa historia precisamente ahora, después de tantos años sin pensar en ella. O puede que sí lo sepa. Mi barca lleva días a la deriva. He perdido la noción del tiempo, pero confío en que alguien habrá notado mi ausencia y vendrá pronto a rescatarme. El hambre, la sed y el cansancio empiezan a hacer mella en mí. Será por eso que, desde hace un rato, en mi cabeza resuena un canto bellísimo. Son voces femeninas que me envuelven. Me acunan. Me invitan a quedarme dormido.

Sé que ese canto es fruto de la desesperación y sólo existe en mi mente. ¿O suena realmente en el exterior?

El ojito de Osi viaja al fondo del mar

Autor: Mª del Carmen Moreno Alférez.

Ilustrador: Marta Herguedas.

Corrector: Federico G. Witt

Género: Cuento infantil.

Este cuento es propiedad de Mª del Carmen Moreno Alférez, y su ilustración es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL OJITO DE OSI VIAJA AL FONDO DEL MAR

Yo era un ojo. El ojo de un osito de peluche. El osito de peluche de Irene que, como estaba tan sucio que ya no parecía ni blanco, mamá echó a lavar. Y yo era, simplemente, aquel ojo que estaba suelto y, con los movimientos de la lavadora, se desprendió. Pequeño como un botón y negro como el azabache.

Ilustración de Marta Herguedas

Ilustración de Marta Herguedas

Di vueltas y vueltas en la lavadora hasta que me mareé y ya ni veía. Y, entonces, una fuerza misteriosa tiró de mí y viajé en una corriente de agua, primero por un desagüe y después por la red de alcantarillado de la ciudad. Como yo era de plástico, flotaba, y así viajé, impulsado por las corrientes subterráneas hasta acabar en el mar. En el fondo del mar. Y debí caer muy profundo, porque todo estaba muy oscuro y no lograba salir a la superficie. Así que me dejé llevar por las corrientes submarinas, nadando de un sitio para otro. Y vi cosas maravillosas…

En el fondo del mar no hay flores, pero hay corales, y yo bailé con ellos, meciéndome al compás de una balada imaginaria, de un lado para otro, dejándome llevar, siguiendo su ritmo. Y así estaba, bailando, cuando pasó una bandada de peces pequeños, muy pequeños, pececitos que por no tener no tenían apenas color. Les pregunté si podía ir con ellos y me uní a su viaje. Fuimos nadando (o buceando) camino a Narbunco, que era la ciudad donde vivían los peces. Me habían contado tantas cosas de ella que estaba deseando verla y saber cómo es ese lugar donde los peces tienen su hogar. Casi habíamos llegado cuando unos caballitos de mar nos salieron al asalto. Me quedé muy quieto mientras los peces comenzaron a nadar, lentamente, en sentido contrario. Los caballitos no debían de saber dónde estaba Narbunco. Pero yo quería jugar. Entonces tuve una idea: me subí a lomos del capitán de los caballitos. «Ja, ja, haremos la guerra a esos peces. ¡Al ataque!». Pero la batalla acabó antes de comenzar, porque los peces salieron corriendo. «Sí que temen a los caballitos», pensé.

Ilustración de Marta Herguedas

Ilustración de Marta Herguedas

Fue entonces cuando oí un ruido detrás de mí, un ruido como el que hace el agua cuando sale por el desagüe del lavabo después de que Irene se haya lavado la cara. Giré lentamente la cabeza y vi a un pez espada que nos miraba amenazante y abría la boca para comerse al capitán; pero no se lo comió, porque el capitán fue más rápido y, extendiendo y encogiendo su cola, salió corriendo. Con el impulso del caballito salí despedido hacia atrás, me quedé rezagado y el enorme pez me ingirió.

Ana, la madre de Irene, estaba sacando la colada: una camisa, dos braguitas, unos pantaloncitos, el osito de Irene… Al coger a Osi, se detuvo un instante: le faltaba uno de sus ojitos. Siguió sacando la ropa con mucho cuidado, sacudiéndola antes de tenderla, por si el ojito de Osi estaba entre ella, pero no apareció. «Tendremos que hacer algo antes de que Irene lo vea o se pondrá muy triste», pensó. Y, con mucho cuidado, lo colgó del tendedero colocando una pinza en cada una de sus orejas. «Quizá un botón pueda servirle de ojo, Irene no notará la diferencia», y sonrió feliz con su rápida solución al problema.

En ese momento entró Santiago, su marido, en la cocina. Como todos los domingos se había puesto los pantalones verdes impermeables, las botas de agua y ese chaleco todo lleno de bolsillos. Era el día que dedicaba a ir de pesca con sus amigos.

—Te has levantado muy temprano —dijo, dando un beso a su esposa. Se tomó, casi engulló, un café con una tostada y salió corriendo a reunirse con sus amigos.

En el embarcadero, movida por las olas, estaba anclada la barca de Santiago. Dos hombres, de constitución más bien delgada, esperaban ansiosos, levantando una bolsa que contenía aperitivos y dos packs de ocho latas de cerveza. Tras un breve saludo se instalaron en la embarcación. Unos minutos más tarde estaban en alta mar dispuestos a practicar su deporte favorito, la pesca. La mayoría de los días no pescaban nada, pero eso no era lo importante. Lo primordial era pasar un buen rato juntos y charlar de sus andanzas durante la semana. Pero ese día, además, la suerte sonrió a Santiago. Estaba contando una de sus mejores anécdotas del trabajo cuando su caña comenzó a moverse con fuerza.

—Tira, Santiago —gritaron sus amigos al unísono.

Santiago comenzó a recoger la tanza. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio colgando del anzuelo un enorme pez espada. Todos se quedaron boquiabiertos cuando lo sacó del agua.

La sorpresa fue aún mayor cuando llegó a casa. Irene miraba el enorme pez con los ojos abiertos como platos. No paraba de repetir:

—¡Qué pez tan grande, papá! ¿Lo has pescado tú solito?

Mamá se llevó el pez a la cocina para limpiarlo y cocinarlo. Cuando le sacó las tripas vio algo inusual. «¿Qué es esto tan duro que te has tragado?». Puso el objeto bajo el grifo. La sangre se fue diluyendo y un objeto redondo, negro como el azabache quedó en la mano de mamá. «¡No me lo puedo creer! ¡Es el ojo de Osi!», pensó mamá. Secó el pequeño objeto con un paño de cocina, cogió del tendedero el osito y comparó el ojo que tenía en la mano con el otro que había permanecido inmóvil en el peluche. «Es idéntico. ¿Cómo habrás llegado al interior de ese pez? Nunca lo sabremos».

Fue al salón y del cajón de las manualidades sacó el pegamento. Puso un par de gotas en la parte trasera del ojo y lo colocó en su lugar. Lo apretó para que se pegara bien y, acto seguido, cogió un pequeño cepillo y peinó con esmero el peluche. «Ya está. Pareces nuevo».

En ese momento apareció Irene. Se puso muy contenta al ver su osito de peluche.

—Mamá, ¡qué limpito está Osi! Te quiero, mamá.

El osito sonreía camino a la habitación de Irene. Su ojo le había resumido sus aventuras bajo el mar.

Ilustración de Marta Herguedas

Ilustración de Marta Herguedas

Bajo el mar de la verdad

Autor: David Gambero

Ilustrador: Vicente Mateo Serra

Correctora: Mary Esther Campusano

Género: Ciencia ficción

Este cuento es propiedad de David Gambero, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Ilustración de Vicente Mateo Serra (Tico)

Ilustración de Vicente Mateo Serra (Tico)

BAJO EL MAR DE LA VERDAD

La explosión le arrancó de los piadosos brazos del sueño de éxtasis. Mientras la neblina etérea se disipaba a su alrededor trató de recuperar el aliento y borrar aquella terrible imagen de su mente. Consiguió lo primero. Lo segundo estaba seguro que no iba a lograrlo en mucho tiempo. Se encontraba en algún lugar bajo la constelación del Mar Carmesí. Y seguía llamándose Jonathan Campbell. Pero el resto no estaba nada claro. Cuando se dispuso a abandonar su lecho la nave le mostró automáticamente la figura gris y solitaria de un planeta de aspecto moribundo. Optó por hacerle caso omiso mientras se enfundaba su Biotraje de combate y estudiaba aquel mundo que era el destino final de su misión. Contra todas las normas militares, y casi el sentido común, envió un barrido de comunicaciones buscando el más mínimo signo de vida. Silencio y frustración recibió de vuelta lo cual no hizo sino enojarlo mucho más. No tenía más remedio: Iba a tener que bajar al planeta para completar su misión.

Todo se torció en cuanto entró en la atmósfera. De pronto una tormenta de arena se cernió sobre él. Campbell aferró los mandos con manos de desesperación y activó el radar holográfico para tratar de aterrizar lo mejor posible. Odiaba pilotar a ciegas. Confiando por completo su vida ya no a su habilidad, sino a los increíblemente precisos y poco humanos sensores de la nave. Maldiciendo por lo bajo resistió los envites de aquel viento que habría desgajado a naves menores y desesperado a pilotos peores y buscó un lugar donde posarse. Cualquiera le valía. Y cualquiera le ofreció la nave. Una enorme explanada al pie de una irregular cadena montañosa le acogió cuando realizó su aterrizaje más penoso desde que fuera un bisoño cadete enla Tierra.

Tras el aterrizaje Jonathan dedicó los siguientes cinco minutos a establecer un plan de acción. Y lo hizo sentado frente a frente con el pequeño cilindro que tenía gran parte de la culpa de encontrarse en aquel lugar. Desconocía lo que guardaba dentro pues su negra superficie opaca no dejaba pasar ni el más mínimo escáner. Nunca había visto nada igual. Y necesitaba respuestas. No. Necesitaba saber que lo que había hecho. Lo que había visto y lo que no había podido evitar eran actos con un fin específico. Lo necesitaba no por su misión sino porque de no ser así temía no volver a ser capaz de ser él mismo nunca más. De pronto una nueva pantalla holográfica nació ante sus ojos mostrándole un punto biológico en el radar. Campbell no podía dar crédito a sus ojos. Ahí fuera había alguien o algo vivo. No se explicaba cómo pero cuando pidió confirmación a la nave esta le dio un nuevo positivo. Diminuto en comparación con la superficie que dominaban los escaners de larga distancia de la nave pero claro como la luz del día. Sin dudarlo tomó el cilindro en sus manos, hizo que su Biotraje desplegara su casco protector y su escudo personal que lo envolvió en un aura magenta y ordenó a la nave que abriese la compuerta trasera para que pudiese salir. La tormenta le recibió con crueldad y hubo de necesitar de toda su fuerza nada más salir para no perder pie. Caminó dando traspiés con el cilindro bajo un brazo y el otro aferrado a su cadera donde dormitaba su pistola de plasma. Hubiese lo que hubiese ahí fuera estaría preparado para el encuentro. Pero para lo que no estaba preparado fue para la aparición de un centenar de brillantes puntos color fuego ante él. Asustado el piloto trató de averiguar lo que sucedía pero ni su radar ni su com-link con la nave estaban disponibles. Con el miedo naciendo en sus entrañas trató de escrutar más allá de lo que le permitía el aluvión de arena que le azotaba inmisericorde. De buscar siluetas para aquellos ojos.

-Ya iba siendo hora.

La voz, incluso amplificada por los sensores del casco de su Biotraje, le llegó amortiguada y lejana a Campbell. Pero humana. Entonces un par de aquellos fuegos esféricos avanzó hacia él y pudo comprobar que lo que había creído ojos no eran más que el iris de unas gafas de visión extrema tan antiguas que él sólo las había visto en museos. Y tras ellas no se movía ningún fantasma, sino un hombre.

-Me envía Hugo –dijo escuetamente Jonathan.

Entonces aquel desconocido hizo algo que este no esperaba. Lentamente se quitó las gafas protectoras y unos ojos esmeralda escudriñaron entornados tanto al piloto como al cilindro. Campbell pudo adivinar una sonrisa bajo aquella enorme bufanda.

-Ya le ha encontrado soldado.

-¿Cómo dice? –preguntó Jonathan de inmediato.

-A Robert Temperley. Al dueño de eso que sostiene en sus manos. Le tiene delante. Ahora déme eso. Ya ha cargado con ello demasiado tiempo.

Campbell entonces dio un paso atrás. Algo en su interior le decía que aquel hombre era exactamente a quien decía. Y algo mucho más en su interior e inexplicable le decía que no debía entregarle aquel cilindro.

-Voy a necesitar algo más que su palabra…

Y entonces la tormenta arreció. Lo suficiente como para poder apreciar los matices en la profunda mirada de aquel hombre. En descubrir cuan cansada parecía. Y como no dejaba de mirar a la mano del piloto en la que sostenía el cilindro.

-La cagó, ¿verdad?

-¿Quién?

-Hugo. Al final, cuando todo se vino abajo, cuando te entregó eso, te reconoció que la cagó, ¿verdad?

Campbell se quedó anonadado. No necesitaba recordar cada una de las palabras que el tal Hugo le había dicho. Todavía resonaban en su cabeza. Igual que explosión. Y los gritos que no había podido oír de ninguna manera pero que de todas maneras reverberaban en su cabeza.

-Ya es hora que dejes de cargar con los pecados de otros soldado.

-Tengo que volver… -susurró Jonathan y por primera vez desde hacía mucho tiempo no reconoció su propia voz –.Ha pasado mucho tiempo…

-Seguirá ahí soldado. Se lo aseguro. La guerra no se ha ido a ningún lado. Todavía seguimos seguros bajo el Mar Carmesí. No puedo asegurarle por cuanto tiempo pero si prometerle que mañana sus amigos seguirán matando amigos de otras personas.

De pronto se percató que una mano enérgica se había alzado ante él. Campbell suspiró hondo. Por fin había sucedido. Las fuerzas habían terminado de menguar. Ya no le quedaba nada. Hubiese deseado desplomarse. Dejarse caer y descansar incluso bajo aquel infierno de arena. Pero en su lugar le entregó el cilindro junto con las últimas palabras de Hugo.

-No cometa el mismo error que él.

-¿Eso te dijo Hugo? – preguntó Temperley todavía compartiendo el tacto del cilindro con el piloto -.Tranquilo muchacho, tengo por costumbre cometer mis propios errores.

En menos de media hora Jonathan quedó libre de aquella eterna tormenta de arena, a buen resguardo en una base subterránea y, lo más importante, al día de boca de otro ser humano. La guerra de la que Campbell era parte activa seguía desarrollándose por los derroteros habituales. Planetas se perdían y planetas se recuperaban cada día. Lo que si se perdía y nunca se recuperaban eran las vidas que habitaban dichos planetas. Temperley le dibujó en un mapa estelar los movimientos de ambas flotas, al menos de los que estaba al tanto, y Campbell no pudo más que dar la información como cierta. Como siempre la línea que separaba ambos imperios espaciales seguía siendo el Mar Carmesí. Una larga combinación de sistemas solares ricos en recursos naturales y en planetas terraformados que formaban per se un cinturón de defensa prácticamente inexpugnable. Y con ellos la mayoría de los cuarenta y dos nodos de saltos descubiertos.

-Ahora son cincuenta y ocho –indicó Robert mientras le servía un café recién hecho. Jonathan se preguntó de donde había sacado el grano -.En los últimos seis meses ha habido mucho movimiento en esa dirección.

-Eso sin contar los extra-oficiales…

Robert le guiñó el ojo cuando dijo aquello y alzó su taza metálica ante sus palabras. Nunca se contaban los extra-oficiales. Mayormente porque eran inestables, la deuda temporal que se adquiría al viajar por ellos solía ser más alta y, sobre todo, porque estos siempre daban a lugares del espacio poco transitados o desconocidos. Como aquel lugar. Como Dirac.

-¿Por qué no lo pregunta ya?

El piloto aguantó la respiración ante la pregunta de Temperley. Era la segunda vez que lo hacía. Que se anteponía a sus acciones o le leía el pensamiento. Y aquello le inquietaba. Y mucho.

-¿Qué hay ahí dentro?

Temperley arrastró con dos dedos el recipiente y lo interpuso entre los dos como si quisiera que esta fuese también testigo de la conversación. Entonces posó su agrietada mano sobre la superficie de este de pronto hubo un destello cegador. Cuando Campbell recobró la visión al completo no daba crédito a lo que estaba viendo.

-Una gota de agua –musitó Robert describiendo con exactitud lo que tenía ante sí -.La Flota quiere terraformar este planeta por completo muchacho. Colonizarlo como Dios manda y una vez lo hagan oficializar el nodo de salto por el que has venido para, seguidamente, lanzar un ataque a los Caminantes del Espacio que les coja por sorpresa. ¿Para qué tanto esfuerzo si no?

Tenía sentido. No era la primera vez que se hacía y siempre había acabado con una victoria segura para el atacante. Además el nodo que había atravesado era lo suficientemente grande como para que la integridad molecular de los destructores de masa pudiesen atravesarlos sin problemas. Y aún así…

-¿Y esto es la clave de todo? –señaló Campbell con la cabeza a la gota.

-Hasta el momento ningún planeta que no contuviese previamente reservas de H2o ha sido terraformado. Es la base de la conversión planetaria usar el agua para desarrollar el resto de elementos.

-Ya… ¿Acaso quiere convertir la arena en agua?

Temperley asintió con seguridad. Y Campbell le creyó. No conocía lo suficiente de la ciencia de la terraformación como para poder rebatir aquella aseveración. Sólo que no creía que fuese posible tal cosa. Sonaba más a alquimia que a ciencia.

-Ahora si me disculpas creo que tengo que ponerme a trabajar –dijo Temperley señalando a la gota -¿Por qué no vas a hacerles una visita a los mineros? Les alegrará ver una cara nueva. He cargado las coordenadas de cada punto importante en tu sistema y mi localizador personal. Hasta que recibas nuevas órdenes considérate un invitado de la colonia de Dirac.

Jonathan se levantó suspirando. Como se imaginaba apenas había obtenido nada útil de aquella charla y estaba seguro que no sacaría mucho más de aquel hombre.

-¿Qué es lo que están excavando? –fue la última pregunta que le hizo Campbell a un Temperley que le había dado ya la espalda y se alejaba a las entrañas de su complejo de investigación.

-Kelium. ¿O ya no se acuerda por qué empezamos a matarnos todos?

Ahora todo estaba un poco más claro. El material del que estaban hechos los milagros. El que hizo ganar el pulso a la humanidad contra el espacio. Claro.La Flotano se arriesgaría a montar aquella operación de no haber algo importante que ganar además de una batalla.

-Vamos muchacho, admítelo ¿dos minutos más y te habrías cagado de miedo dentro de ese elegante Biotraje, verdad?

El que preguntaba se llamaba Henry. Y lo suyo era la minería y no los modales. Estaba al mando de la colonia minera que no era más que una enorme y tosca nave que hacía las veces de transporte espacial, barracones para los trabajadores y punta de lanza para la excavación. Una vez se posaba en tierra jamás volvía a despegar. Sólo podía ir hacia abajo.

-Eso nunca lo sabremos – desvió el tema Campbell -¿Hace mucho que estáis aquí?

-Dos añitos y medio llevamos tragando arena y mierda a partes iguales… pero el viejo creo que lleva más.

-¿Cómo lo sabes? –inquirió Campbell mientras Henry sacaba la taladradora de la pared.

-Cuando aterrizamos ya estaba aquí esperándonos con una bonita atmósfera respirable, una jodida gravedad suave como la seda y una órbita de lo más estable. El tipo es un genio. Un poco solitario pero en un planeta lleno de maromos la verdad es que yo también escogería esa opción.

Aquello no le cabía en la cabeza a Campbell. ¿Un solo hombre consiguiendo todos aquellos logros sin ayuda de nadie? Aquel Temperley debería ser una eminencia en el campo de la terraformación y sin embargo el no había escuchado hablar de él en su vida.

-¿Y vosotros que ganáis con todo esto? –preguntó mientras le pasaba una cantimplora al minero.

-Principalmente un lugar donde hacernos viejos. No somos tan tontos como parecemos, ¿sabes chaval?

todos los de aquí estábamos hasta los cojones de sacarle lo mejor al planeta de turno, verlo florecer y hacernos ilusiones con una vida de señoritos hasta que un buen día nos despertábamos con el cielo lleno de naves enemigas y la mierda hasta el cuello. Por eso cuando nos enteramos que nos iban a enviar fuera del radar, a un mundo a tomar por culo y con Kelium casi todos los de aquí nos apuntamos con los ojos cerrados. Extrae Loenio y no tendrás una maldita patrulla para cuidarte las espaldas. Pero saca Kelium y habrá más destructores que nubes en el cielo cuidando el planeta.

Henry tenía toda la razón. El valor del Kelium era incalculable. Los motores sub-lumínicos se alimentaban de él y lo que era más importante: los nodos de salto. No sabía que tenían aquellas piedras toscas de color azul cobalto pero si había algo que reaccionaba apropiadamente con las normas del espacio tiempo era el Kelium.

-A propósito chaval. ¿Tú has venido a través de un nodo de salto, no? ¿Cuántos años gastas?

-Veintitrés y medio –dijo con seguridad, aunque añadió por lo bajo -.Reales… unos setenta.

-¡Ja!, pues te conservas bien para ser un abuelote. Una curiosidad, ¿Cómo es verle las barbas a la verdad esquiva? ¿Cómo es hacerle trampa al espacio?

-Una putada…

Ni siquiera de noche la tormenta arreciaba. Unos cuantos mineros con los que había hablado le habían dicho que no se hiciera ilusiones. Mientras observaba la furia de la arena dentro del refugio en el que se había tornado su nave esta le advirtió que tenía una conexión entrante. Campbell creyó que debía ser Robert que quería comentarle algo, pero se sorprendió cuando el que apareció ante él fue el rostro adusto y serio de un Comandante. Lo reconoció en seguida y algo se removió en su interior. Era Edgar Christopher. Un piloto más que competente cuando ambos estudiaban enla Tierra. Ahoraera un condecorado cuarentón que parecía haber perdido la sonrisa.

-Ha pasado mucho tiempo –dijo Christopher sin el menor atisbo de sentimiento.

-Para algunos más que para otros… señor.

-Tiene buen aspecto… capitán.

-Disculpe señor, pero no soy capitán –le corrigió a sabiendas de lo que se jugaba.

-Ahora lo es Campbell. Felicidades por haber llegado a Dirac.

-Creo que se olvida de felicitarme por lo de Nueva Io, señor.

Christopher alzó una ceja algo molesto por la mención de aquel planeta. Pero Jonathan necesitaba mencionarlo. Y sacárselo de la cabeza de alguna manera.

-Nueva Io fue una tragedia capitán, de la cual usted no sólo no tuvo culpa alguna sino que contribuyó a que su sacrificio no fuese en vano.

-¡Me mandaron a un mundo a punto de desintegrarse sin decirme lo más mínimo! –comenzó a gritarle como si estuvieran en la cantina de la academia después de que este le robase la novia -¡Y yo hube de aterrizar no para ayudar a sus habitantes a escapar, sino para recoger una jodida gota de agua!

-Temíamos que no lo hubiese logrado –suspiró Christopher mientras se recolocaba el cuello del uniforme -El planeta estaba condenado Campbell. No había nada que pudiésemos hacer más que lo que hicimos. Además Hugo estuvo más que de acuerdo de quedarse y pagar por su fallo.

-¿Qué? ¿Me está diciendo que aquel hombre fue el causante de todo?

-Eso es información clasificada Campbell. Igual que la que le voy a dar en este momento. Cumpla con su cometido y a la vuelta le estará esperando el mando de una corbeta de asalto y dentro de dos años su propia flota. Será el hombre más joven en alcanzar tales logros.

-No soy joven Christopher y lo sabes.

-Yo tampoco, pero al menos tú todavía no tienes canas. ¿Ahora vas a dejar de quejarte como un infante de marina y escuchar a tu superior?

Campbell le dio la espalda con los brazos en jarras tratando de contener su rabia pero asintió. No le quedaba más remedio. Todo el mundo luchaba por alguna razón y la suya siempre había sido llegar lo más lejos posible tanto en el espacio como en el ejército. Y lo primero ya lo había logrado con creces.

-Le escucho señor.

-Temperley nos remitió informes hace años acerca de sus progresos de terraformación y de cuanto avanzaría en cuanto tuviera la muestra que necesitaba, así de cuanto Kelium consideraba que había realmente en el planeta. Y es mucho capitán. Tanto como para dar un golpe definitivo en la guerra y ahogar en el Mar Carmesí a los Caminantes del Espacio. Pero hay voces discordantes entre los altos mandos. Personas que no confían en Temperley.

-¿Y en que se fundamentan tales sospechas?

-En que no sabemos quién es en realidad. Hay sospechas de su verdadera identidad, pero nada concluyente…

-¿La Confederaciónteme que sea en realidad un espía de los Caminantes?

Christopher asintió. Si aquello era verdad entonces todo aquello podía tornarse de una victoria definitiva en algo mucho más aterrador.

-¿Qué quieren que haga?

-Si Temperley no es quién dice que es. Si tiene la más mínima sospecha de que está jugando a dos bandas queremos que lo elimine en el acto.

-Soy un piloto, no un asesino.

-Uno no sabe lo que es hasta que llega el momento adecuado de averiguarlo Campbell. Y usted se quedará en ese planeta hasta que lo descubra. Si no lo hace, no se moleste en volver.

-¿Debo entender eso por una orden, señor?

-Más bien por una realidad. Me gustaría poder enviar a alguien para hacer el trabajo pero por desgracia no viajamos tan rápido como la información Campbell. Y no puedo permitirme esperar meses hasta que alguien llegue a través de un nodo de salto. Y menos que Temperley no sospeche de ello. Así pues necesito saber que llegado el momento hará lo necesario.

Campbell no contestó. No había una respuesta correcta para ello. No después de lo que había pasado.

-Haré lo correcto señor.

Y cortó la comunicación quedándose nuevamente con aquella incansable tormenta como compañera de pensamientos. Campbell era un soldado. Sabía hacia que dirección había encaminado su vida. O al menos creía haberlo sabido. Pero lo que había pasado la última semana. La semana que era real para él y no los meses y casi años desde que saliera a cumplir con su misión atravesando aquellos nodos de salto, le pesaba demasiado. Y no estaba seguro si tendría fuerzas para cargar con aquel peso. Entonces, y más como rutina que para interrumpir su línea de sufrimiento más que de pensamiento, la nave le indicó que a los pies de la misma había alguien. El soldado hizo que la nave iluminara aquella sección y al momento distinguió una silueta conocida sentada en una piedra en mitad de aquella tormenta.

-Bonita noche –dijo un Campbell enfundado con su Biotraje a plena potencia cuando se acercó a la figura de Temperley cuya atención parecía robada por algún punto del horizonte.

A su lado descansaba el cilindro en cuyo centro orbitaba aquella gota de agua que brillaba como si fuese una luciérnaga.

-Lo es. Casi puedo ver la superficie –contestó este alzando la cabeza.

El soldado hizo un tanto y se encontró con la densa capa de la tormenta de arena impidiéndole ver nada que no fuera oscuridad.

-Somos como peces en el océano. Sabemos que hay un mundo inmenso ahí arriba. Soñamos con él, incluso algunos lo recorren, peor al final acabamos aquí. Bajo nuestro propio mar.

-Mi mar son las estrellas Robert.

-El mío también lo fue antaño –siguió melancólico el científico sin dejar de escrutar el cielo -.Y el de todos en algún momento. Pero ahí fuera hay demasiadas corrientes. Demasiadas encrucijadas. Y al final acabas nadando o contra corriente o peor, a favor de esta.

Campbell no entendía del todo las palabras de aquel hombre. No podía dejar de alternar su mirada entre el cielo encapotado de arena y aquella pequeña lágrima de agua que tanta importancia parecía tener.

-Te debo una disculpa muchacho.

-¿Una disculpas?

-Te había tomado por uno más. Por alguien traído aquí más por la suerte que por tu propia fuerza. Pero ahora se que eres alguien importante. O al menos lo serás. Dime, ¿Qué te han dicho?

A Campbell se le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo podía saber aquel hombre que acababa de recibir una transmisión del alto mando?

-No me contestes a eso si no quieres. Estás en tu derecho. Pero concédeme algo, ¿quieres? ¿Qué pasó al final en Nueva Io?

Si había algún rincón de su memoria donde no quería ahondar Campbell era aquel precisamente. Pero para su desgracia no encontró razón alguna para negarle aquel favor a aquel hombre.

-No lo sé a ciencia cierta. Recuerdo que mientras abandonaba el planeta era como si todo este se desgajara por mil lugares distintos. Como si la gravedad… la esencia misma de este dejase de existir hasta que al final no pudo más. Luego vino la implosión…

-¿Y Hugo? ¿Qué tal estaba él?

-Cuando llegué a él su Biotraje apenas podía contener las hemorragias. Parecía como si su cuerpo estuviese sufriendo lo mismo que el planeta. Y aún así tuvo la entereza de entregarme esa gota para usted y negarse a recibir cualquier tipo de ayuda. De hecho de no haber sido por él probablemente no estaríamos teniendo esta conversación.

Entonces Robert se levantó, cogió el cilindro y se encaminó hacia la tormenta, de vuelta a su laboratorio.

-Las guerra vienen y van Campbell, no vayas tu tras ellas. No vale la pena –viajó la voz del científico en el viento.

-¿Y qué vale la pena?

Entonces Robert se detuvo en seco y se giró brindándole una mirada severa.

-Todo aquello que sacrificamos muchacho. Dime, ¿qué has sacrificado tú para llegar hasta aquí? ¿Familia, mujer, hijos?

Campbell sonrió para sí mismo. No. No había sacrificado nada de eso pues nunca lo había tenido. Al menos no lo suficiente como para sentirlos reales. Ya ni sus nombres recordaba.

-Sólo mi tiempo Temperley –contestó el piloto.

-Entonces lo has sacrificado todo. Entonces… entonces has sacrificado demasiado. Nadie tiene el derecho de sacrificar tanto.

Y dicho eso se marchó, dejando con un amargo sabor de boca al piloto de la flota que se quedó viendo como la tormenta de arena volvía a engullir al científico borrando al instante sus huellas como si este nunca hubiese existido.

Al día siguiente volvió con los mineros. No se sentía con ánimos para seguir vigilando a Temperley. Encontró a Henry y a varios de sus compañeros dando grandes voces de júbilo mientras dejaban correr aquel sucedáneo de cerveza que les servía de válvula de escape.

-¿Qué sucede? –preguntó al minero cuando consiguió llegar hasta él.

-¡Kelium chaval! ¡A raudales! Eso sucede.

Campbell miró en una de las pantallas físicas que había repartidas por el lugar buscando respuestas. Y las encontró aunque no palabras para expresar su estupor por lo que se quedó con la boca abierta largo rato. Dirac no poseía una vasta veta de Kelium sino que el manto del planeta estaba compuesto en un 89% de Kelium convirtiéndolo en la mayor fuente conocida en todo el Universo de aquel material. De un futuro enclave estratégico aquel lugar se había convertido casi en la piedra angular del espacio humano.

-¡Somos ricos! –gritaban todos mientras se abrazaban y brindaban con sus copas -¡Somos puñeteramente ricos!

Campbell se apresuró a llevar a Henry a un aparte. Este se debatió lo justo pero ya iba lo suficientemente ebrio de cerveza y alegría como para resistirse.

-Henry escúchame… ¿qué es lo que vais a hacer ahora?

-¿Con ahora quieres decir hasta que me haya bebido hasta la última gota de todo lo que parezca cerveza?

-Quiero decir con respecto ala Confederación¿No estáis obligados a comunicarles el descubrimiento?

-Hablando de descubrimientos –desvió intencionadamente la conversación el minero con un brillo de cordura extraño en los ojos -¿Quieres ver algo que te va a dejar patidifuso?

Henry le hizo un gesto para que le acompañara. El minero abordó su exoesqueleto con más destreza de la que en esos momentos poseía y cogió a Jonathan con su mano mecánica subiéndolo al hombro de esta. En una ruidosa y caótica carrera recorrieron una suerte de túneles hasta que llegaron a un nuevo ramal de nuevo cuño. Estos brillaban con el fulgor del Kelium de manera casi hipnótica.

-Ahí lo tienes –señaló con la mano del taladro Henry.

Campbell bajó de un salto y se dirigió hacia donde apuntaba. Sus ojos no daban crédito. Ante él había una nave destrozada por completo en lo que debía haber sido un aterrizaje de emergencia pero lo suficientemente entera como para distinguir su enseña y diseño. Limpió con fruición la suciedad que se había adherido al emblema y casi se le paró el corazón. Era el dibujo del planeta Tierra.La Tierraoriginal. De cuando no existíanla Confederación Terranao los Caminantes del Espacio. De cuando no había disensiones sino sueños de exploración. Aquella nave debía tener más de trescientos años. Campbell buscó la manera de entrar pero las compuertas estaban totalmente destrozadas.

-¡Henry, haz un boquete en este cacharro! –gritó casi fuera de sí al minero.

-¿Seguro? Yo diría que ese trasto debería estar en un museo.

-¡Hazlo y tienes mi palabra que no diré nada a la flota del Kelium!

El minero tiró la cerveza a un lado y se secó con la mugrienta manga la comisura de los labios. En sus ojos chisporroteantes y vivarachos se podía leer la lucha interna que estaba librando.

-Como quieras. Pero que sepas que pensábamos matarte para que no dijeras nada –dijo con demasiada sinceridad.

El blindaje arrugado de la nave no fue rival para el taladro y en menos de treinta segundos Campbell había abordado la nave. Dentro las cosas estaban peor de lo que se había imaginado. Trató de conectarse con el ordenador de abordo pero alguien había borrado hasta el último bit de datos. Y el que lo había hecho debía ser la misma persona que faltaba en todo aquel desastre.

-¿Dónde diablos está el piloto? –se preguntó.

Entonces fue a buscarlo en el lugar donde debería encontrarse: En el lecho de éxtasis. Pero allí tampoco estaba. Pero en su lugar encontró algo que sólo había visto en los libros de historia. El A-01. El primer prototipo de lecho de éxtasis que se había construido para los viajes a través de los nodos de salto. El primero que permitía al ser humano sobrevivir a dicho viaje.

-¡Ostia puta! –blasfemó el ebrio minero que se había aventurado también dentro de la nave -¿Qué coño es esto? ¿La nave de los soñadores?

Campbell le miró sorprendido que alguien como aquel hombre supiera de aquello, aunque tampoco le extrañaba tanto. El primer vuelo tripulado por seres humanos a través de un nodo de salto se había convertido poco a poco y con el tiempo en una leyenda para asustar a los exploradores. Cuenta como la tripulación dela Ithiliense aventuró a través del primer nodo estabilizado sin nichos de éxtasis. Y cómo llegaron al otro lado aunque ninguno consciente. Todos habían caído en un coma irreversible y lo que era más curioso y aterrador: sus ojos habían quedado blancos y vacíos. Aquel sacrificio de pilotos y científicos sentó las bases del viaje interestelar moderno dejando claro que el ser humano podía atravesar grandes distancias entre nodos de salto a cambio de una considerable deuda temporal. Pero además sus conciencias no sobrevivían al viaje. Estas se perdían entre la antimateria generada por el vórtice de los nodos. Por eso se hubo de inventar el lecho de éxtasis. El útero protector del alma humana. Entonces algo se iluminó en la mente de Campbell. Algo demasiado extraño para ser verdad y que podía explicar todo aquello. Buscó en la base de aquella enorme cúpula de éxtasis y lo encontró.

-Hugo Pereyra… No… No puede ser…

-¿Qué te pasa ahora? Te has puesto blanco como un fantasma –dijo preocupado Henry.

Pero precisamente fantasmas es a lo que se estaba enfrentado Campbell. O mitos. O peor todavía: la verdad. Salió de allí a toda prisa con el corazón apuñalándole el pecho y la mente bulléndole a toda prisa. Llamó a su nave por control remoto y en cuanto salió de la instalación minera la abordó para ir a toda prisa al lugar donde se encontraba el bunker de Robert. Pero un barrido de su escáner le localizó mucho más lejos. En el corazón del desierto. Luchando contra las corrientes, pues no quería ascender por miedo a perder su señal, llegó justo al lugar donde este se encontraba rodeado de una cantidad ingente de maquinaria.

-Usted no es Robert Temperley –le dijo nada más plantase ante él apuntándolo con su pistola.

El científico, como parecía costumbre en él, le siguió dando la espalda. A su lado el cilindro yacía desechado. La gota ya no se encontraba en su interior. De hecho la descubrió flotando al lado de Robert entre dos enormes émbolos que desprendían una energía azul cobalto. Energía de Kelium.

-Me alegro que estés aquí muchacho.

Robert accionó algo en el control de su muñeca y toda la arena que había ante él comenzó a brillar con un fulgor fantasmagórico. Campbell no se dejó impresionar y avanzó hacia aquel hombre.

-¿Qué es lo que está tratando de lograr Hugo? –preguntó el piloto. -¿Para quién trabaja?

-Trabajar… Yo siempre he trabajado para ella.

Entonces el resplandor comenzó a intensificarse al tiempo que la tormenta perpetua arreciaba hasta desaparecer por completo. Fue en ese instante cuando la vio. Atrapada en un lecho de éxtasis y flotando sobre sus cabezas a gran distancia. Gracias a la visión aumentada de los sensores de su casco distinguió perfectamente a quién se refería pues dentro de aquel lecho había tendida una mujer. Descansaba con los ojos abiertos, las manos cruzadas sobre su pecho y una expresión de paz plena.

-Hubo un tiempo en que nos habrían confundido a ambos Campbell. Ambos obsesionados por el espacio. Por la conquista y la gloria. Ambos dispuestos a sacrificar lo que fuera por alcanzar nuestros sueños… pero los sueños son lugares solitarios si no dejamos a los demás entrar en ellos. Mi error y mi salvación fue dejarla entrar a ella.

Sabía a quién se refería. Igual que sabía quién debía ser aquella mujer. Erika Snow. La capitana dela Ithilien. ErikaS. Snow. La esposa del científico que descubrió los nodos de salto. Hugo Snow. El mismo hombre que debería llevar muerto ya más de una centuria. El mismo hombre que tenía ante sí Campbell.

-Ese era mi día. Debí haber sido yo el que atravesara el nodo de antimateria. El que debería haberse perdido en él, y no ella. Pero ella sabía lo de la deuda temporal. Dijo que me volvería loco si tenía que esperarla. Que no la querría cuando la viera vieja y arrugada. Cuanta razón tenía. Y cuan equivocado estaba yo.

Entonces Hugo hizo un gesto y dejó caer la gota. Esta se hundió en la arena y un estallido azul les envolvió. Pareciera que el recién despejado cielo se hubiese reflejado en el suelo. Pero no era así. El cielo seguía siendo el cielo. Y el suelo… el suelo ya no era de arena. Era agua. Un enorme mar de un azul puro y profundo se extendía ante ellos. Campbell bajó el arma maravillado. Aquel prodigio era impresionante. Y era seguro que había sido uno de los pocos que lo había contemplado.

-Campbell, ¿sabe como funcionan de verdad los nodos de salto? ¿Qué es realmente la antimateria?

El piloto sabía lo básico. Y lo básico equivalía a nada. Y por eso negó con la cabeza cuando llegó a la altura del científico. Este, por primera vez le dedicó una sonrisa amable.

-La antimateria no es más que una sombra de la materia misma. Es lo que hay tras el espejo de lo que somos.

-Creía que era algo más complicado que eso –reconoció Campbell mientras se agachaba y sentía la tibieza de un agua que se le escurría entre los dedos de la mano.

-Y lo es. Muchísimo más complicado. Infinitamente más pues tiempo y espacio también influyen en ella. Por eso cada vez que la atravesamos nos regala espacio a cambio de nuestro tiempo.

-La deuda temporal…

-Así es. Desde el día del desastre del vuelo de los soñadores no he dejado de buscar la verdad dentro de los nodos. De encontrar la manera de vencerlos. De domeñarlos para nuestros fines y no ser sus esclavos. Y de traerla de vuelta.

-¿Así es como acabó aquí?

-Hace mucho que acabé aquí. Asumo que, de alguna manera, ha visto mi nave, ¿no es cierto?

Campbell asintió. Hizo replegarse el casco de su Biotraje para que la cristalina agua dejase de mostrarle el reflejo de aquel monstruo del espacio y le enseñase a sí mismo. Lo que el azul le devolvió finalmente apenas le reconoció. Si. Al final tenía razón. Si que había sacrificado demasiado.

-Los mineros la encontraron al igual que el Kelium. Pero usted ya sabía que tarde o temprano descubrirían que estaban excavando en el planeta más valioso del universo. ¿Por qué todo esto entonces? ¿Por qué ellos? ¿Por qué yo?

-Necesitaba que alguien me trajese el material que precisaba para mi investigación. Por eso contacté conla Confederacióny camuflé mi pedido dentro del material de Terraformación con la promesa de Kelium y un nodo de salto seguro. Mientras llegaban sólo tuve que alterar las condiciones del planeta y crear una tormenta de arena que ocultara mis secretos el tiempo suficiente como para que la gota llegase aquí.

-¿Entonces quién diablos era aquel Hugo?

-Alguien que deseaba que esta empresa tuviera éxito. Alguien dispuesto a hacer creer a los pocos

escépticos dela Confederaciónque finalmente me había vuelto loco y había perecido junto con Nueva Io. Alguien que todavía recordaba como éramos antes que todo cambiara.

Entonces señaló con el dedo a Erika y la cúpula del lecho de esta se abrió por completo. De pronto el lecho al completo cayó al agua quedando el cuerpo de la mujer suspendido en el aire. Campbell se enderezó por completo. El agua había comenzado a agitarse. El planeta entero lo estaba haciendo. Y una sensación familiar le vino a la mente llenándola de un temor que ni siquiera había tenido tiempo de hacerse viejo en él.

-¿Qué es lo que pretende Hugo? –le gritó mientras alzaba de nuevo su arma plantándosela a menos de un palmo del científico.

-Traerla de vuelta. Y para eso necesitaba una gota. Un infinitesimal pedazo de pasado que no conseguí conservar. Aunque algo cambiado. Una gota de un mar de antimateria…

-¡De qué está hablando!

-De sus ojos muchacho. Para sumergirla en la antimateria necesito que esté exactamente igual que cuando entró en ella por primera vez. Pero ya no recordaba como eran sus ojos. En algún punto dejé de mirarlos y empezar a mirar hacia otro lado. Pero había alguien que si los recordaba. Su tono exacto. Su profundidad. «Son como el mar de Nueva Io», me dijo. Y me prometió que me traería el mar hasta mí. Y cumplió…

Ahora todo estaba claro para Campbell. Aquel descabellado plan que iba a sumergirlos en un mar de antimateria para tratar de traer de vuelta la conciencia de aquella mujer. Pero…

-Eso hará inestable el planeta…. –susurró Campbell – ¡Va a suceder lo mismo que en Nueva Io!

Hugo entonces asintió con tranquilidad mientras su mirada estaba fija en el cuerpo de Erika que había descendido hasta casi rozar con sus pies el agua.

-No. Será mucho peor. Cuando ella entre en el agua el Kelium comenzará a resonar al unísono con la antimateria y probablemente resquebraje la esencia del espacio. No será como en Nueva Io. Aquí no habrá explosiones ni gritos. Sólo el nodo de salto más grande de toda la galaxia. Lo suficientemente como para que una armada pase de un solo salto.La Confederaciónpodrá ganar su guerra de un definitivo golpe y sin siquiera disparar un láser. Los Caminantes tendrán que rendirse y acabar con el conflicto. Y tú serás el héroe que hará eso posible. Sólo necesito que me prometas una cosa.

-¿Qué os saque de aquí a ti y a ella?

-No. Sólo a ella. Yo sólo la necesito unos segundos entre mis brazos. Pero ella merece la vida que mi error le arrebató. Prométeme que la llevarás lejos y no le contarás lo que hice.

Era un trato justo. Más que eso. Campbell sería el artífice de una paz que tanto se clamaba entre ambos bandos. Pero quedaba una cosa más. La más importante de todas.

-No tiene derecho a sacrificarlos –susurró Campbell entonces -.A los mineros. Al planeta. A usted. No tiene derecho a sacrificar tanto por tan poco.

Entonces Hugo cerró los ojos y bajó los brazos.

-Algún día lo comprenderás muchacho. Algún día encontrarás algo por lo que sacrificarlo todo…

Pero el disparo interrumpió su despedida. Los temblores. El futuro. Todo.

Con el tiempo le felicitaron. Le condecoraron. Le ascendieron. Pero nadie le preguntó por la verdad. Nadie era capaz de mirar más allá de aquel mar de Kelium. Nadie era capaz de ver más allá del sacrificio de un hombre que nadó, hasta el fin de sus días, bajo su mar de la verdad. Tratando de no ahogarse en él. Tratando de nadar contra la corriente de su destino.

David Gambero 2011

Un sueño de amor bajo el mar

Autor: Laura Vazval

Ilustradora:Rosa Garcia

Correctora : Mary Esther Campusano

Género: relato

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y sus ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN SUEÑO DE AMOR BAJO EL MAR

-Dicen que  cuando uno tiene un deseo, es posible  que ocurra.

Dos estudiantes de biología unidos por el amor y por un sueño.

Un deseo ,una  idea ,una utopía, un pensamiento surgido de un sentimiento, condiciones  indispensables para el poder creativo y aquellas palabras resonando una y otra vez en mi mente.

-Ojala tuviéramos una varita mágica para estar  juntos para siempre.

-Entonces creo que vamos a necesitar  el elixir de la juventud porque si no…. 

Nos miramos y la respuesta fueron unas sonoras carcajadas…

-¿Estamos locos verdad?

-No, sólo estamos enamorados…

La idea de vivir cientos de años  para perpetuar nuestro amor  enraizó de tal manera en nosotros que llegó a convertirse en una obsesión.

Parecía una locura, pero ¿Acaso no hay que tener ese grado de locura para plantearse retos que la gente normal no se propone?

Fernando y yo en  nuestros ratos libres   rastreábamos información sobre  animales que vivieran más tiempo de lo que uno considera normal, cien, doscientos, cuatrocientos  y más años si cabe.

Conseguimos hacer una lista de  los animales más longevos del planeta hasta ahora conocidos:

Las tortugas marinas podían vivir más de 200 años.

Los erizos rojos de mar entre 100 y 300 años.

Las almejas de las costas de Islandia unos  400 años

Las esponjas marinas, que no hacia mucho habían encontrado los biólogos alemanes Susanne  Gatti y Thomas Brey  ,concretamente un  ejemplar perteneciente a la especie Scolymastra Joubini de unos 10000 años de antigüedad.

También encontramos árboles  muy longevos, como una especie de pino americano  de casi 5000 años de antigüedad, pero nuestra especialidad era la biología marina y ahí pusimos nuestro empeño.

¿Qué tenían en común estos animales?, nos preguntábamos una y otra vez.

– ¿De qué se alimentaban?

-¿Cómo metabolizaban?

-¿Tendrían algo que ver sus lentos ritmos cardiacos y respiratorios?

Nuestra ansia de conocimiento nos llevaba a pasar horas y horas indagando.

Cualquier pista era importante,  anotábamos cuanto nos parecía interesante.

Las preguntas preceden a las respuestas como el trueno precede al relámpago, con esta premisa sabíamos que nuestras preguntas  tendrían respuesta segura, solo teníamos que esperar y adquirir los suficientes conocimientos que nos llevaran a buen puerto.

Recién  licenciados fuimos en busca de nuestro objetivo, teníamos una idea, muchos apuntes y largas  horas de trabajo detectivesco. Ahora  nuestro pensamiento se dirigía como bala directa a la diana.

A sabiendas de que los sueños podían  hacerse realidad no dudamos en llamar a las puertas de los laboratorios más famosos del mundo.

Necesitábamos que alguien confiara en nosotros, obtener una generosa  financiación, formar el mejor  equipo de trabajo  posible  que  permitiera realizar nuestro  anhelado sueño.

¿Por qué iba a confiar nadie  en una pareja de biólogos recién licenciados?

¿Y porque no?

Tanta constancia al final obtuvo sus frutos y ¡que frutos!

Se interesaron en el proyecto  uno de los mejores  laboratorios de biocosmética  del mundo, directivos  innovadores que perseguían precisamente eso” sueños”.

 Nos pusimos manos a la obra agradecidos de que nunca intervinieran en nuestra forma de trabajar. Conseguimos formar un buen equipo, acorde a lo que buscábamos y  unos presupuestos que dieron a entender la fe depositada en nosotros. Estábamos  a punto de hacer nuestro proyecto realidad.

La playa de Jamursba Medi en  Isla Papua fue la elegida donde instalar nuestro laboratorio. Decidimos este emplazamiento porque era la  playa que la mayoría de las tortugas laúd escogían para su anidamiento.

 

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

Nuestro cuartel general no era más que una cabaña de madera, echa de troncos de palmeras y con el tejado encapuchado de hojas secas que se camuflaba con el entorno. Por fuera no aparentaba nada mas que eso, una  construcción típica de la zona, pero en su interior se entremezclaban  un  sin fin de cables, aparatos eléctricos, monitores de seguimiento y un macro ordenador que era nuestra joya.

En los momentos de descanso que no eran muchos  Fernando, yo y el resto del equipo buscábamos el  inmenso placer de dejarnos mecer por las suaves olas  que derivaban a esta playa.

¡Por Dios! ¡Que sensación de paz! Sólo el sonido del mar, el canto de las aves y una suave brisa cálida que nos acariciaba la piel

Fueron momentos  de un relax que nunca olvidaré.

Ahora, transcurridos 6 años desde el inicio de esta aventura,  seguimos trabajando con  con nuestra mascota Rita, una enorme y bellísima tortuga laúd, negra con motitas blancas, una “dermochelys coriacea”, nuestra estrella, el alma de este ambicioso sueño.

 La bautizamos con ese nombre por el empecinamiento de Alex, biólogo del equipo, enamorado platónicamente  de ese bellezón que fué Rita Hayworth .

Es,  inmensa, majestuosa, casi 2 metros de largo y unos 600 Kg. de peso y  con una edad de 195 años calculada  por la prueba del carbono 14.

Nació  aquí, en esta misma playa y cada tres o cuatro años regresa  para depositar los frutos de su instinto en un hoyo que ella misma escarba justo donde acababa el nivel de la marea.

Nuestra bellísima Rita, era una buena madre. Se esforzaba mucho  en cada puesta, Cuidaba muy bien de que su prole quedara bien protegida justo  a 60 cm de profundidad.

Al final de cada deposición llegaba  a la extenuación, sus ojos lloraban  por la sequedad del aire. Apenas podía respirar presionada por su propio peso. El regreso al agua siempre  lento y muy costoso, era el último trance  que salvaba  antes de adentrarse de nuevo en la mar.

Creo que nuestra intuición fue la  más acertada al  escogerla a ella entre otras candidatas, y ahora  ya era  como de la familia.

Los ingenieros del equipo diseñaron a Don Quijote, símbolo de todo un  torbellino de locura creativa  .Sería la sombra de Rita ,como su clon. Decidieron darle su misma forma  anatómica.

Imitar a la Naturaleza nos pareció la idea más perfecta, el diseño ya existía, sólo teníamos que copiarla.

Siempre recordaré con gracia  la curiosidad que Rita sintió al ver por primera vez a su clonado Don Quijote.

Se le acercó, lo tanteó, estuvo dando vueltas a su alrededor y debió de pensar que no era gran cosa porque nunca más volvió a sentir curiosidad por él y eso que lo tenia constantemente pegado a ella  a  tan solo medio metro.

Rita se alimentaria sola, pero ¿quién alimentaba a nuestro submarino robot?

El movimiento de las corrientes marinas seria suficiente para  aportarle la energía que necesitaba.

Don Quijote, grabaría cada acción, cada actividad que Rita estuviera dispuesta a ofrecer  en su  desinteresada colaboración. Un chip de seguimiento sujetado a su especial caparazón nos daba los resultados deseados.

Ya habían transcurrido 2 años desde que les dimos salida en esta misma playa  y de momento todo marchaba según lo previsto.

Seguiríamos a Rita hasta que ella misma decidiera regresar  como siempre hacia.

Desde las pantallas de los monitores íbamos  presenciando  todos los movimientos de Don  Quijote, perseguidor tenaz, cual  macho celoso en espera de  una buena recompensa  amorosa.

No había día que no quedáramos absortos por la belleza que Don Quijote nos regalaba  del paisaje submarino, un mundo silencioso, algas y especies marinas camufladas en su entorno  que se mecían armónicamente al compás de las olas.

Días y días de  seguimiento, de anotaciones, de datos fichados enviados fielmente por Don Quijote, temperatura  y salinidad del agua  , corrientes  existentes, la comida  que Rita escogía, que cantidad ingería  y a que intervalos  lo hacía,  ,cuanto tiempo descansaba, y donde se cobijaba.

Los datos recibidos nos hicieron ver que descansaba en cavidades  lo suficientemente grandes para alojarla  al abrigo de depredadores, pues las tortugas marinas no pueden replegar ni la cabeza ni las patas dentro de su caparazón como lo  hacen las tortugas terrestres y mucho menos Rita , que por ser  una tortuga laúd , carecía de caparazón rígido,  muy al contrario tenia una  consistencia como la del cuero pero era preciosa con ese color negro con manchitas blancas y siete estrías con abultamientos que recorrían como cuerdas de un laúd ,de ahí su nombre, todo el largo de su blando caparazón.

Don Quijote se colocaba a la par con ella  con la retaguardia protegida y la cabeza hacia delante.

Mientras Rita descansaba Don Quijote, siempre  vigilante, nos otorgaba la  espectacular danza de las medusas que se presentaba ante él. Llegaban por oleadas de miles y miles,  trasparentes,  luminiscentes,  movimientos  lentos y sinuosos que nos relajaban  dejándonos absortos  y pensativos.

Cuando Rita despertaba de su descanso hacia buena cuenta de ellas pues era su alimento favorito junto a otros tunicados, esponjas y erizos de mar.

¡Que curioso que su alimentación estuviera basada precisamente en animales dentro de la lista de los  mas longevos que otros laboratorios  interesados en este mismo tema también analizaban.

Por la mente se me pasó el  dicho “Somos lo que comemos”, lo apunté en mi bloc de notas . Debería de reflexionar sobre ello.

Los días seguían transcurriendo en solitario para Rita, solo podíamos esperar.

Entre los muchos peligros que  le podían acechar, estaba el del consumo de bolsas de plástico que ella podría confundir con medusas, esa era nuestra mayor preocupación, pues miles de tortugas mueren al año precisamente por este grave problema medioambiental y una vez introducidas en la boca les es imposible no tragarlas por la posición de unos pinchos que tienen en la garganta con inclinación hacia el esófago.

Pasaron los  meses sin que nada especial ocurriera, pero aquel sábado por la mañana  un aviso sonoro en el  monitor nos alertó.

Don Quijote avisaba  de un posible peligro para Rita.

Todo el equipo se arremolinó en torno al monitor.

Surgido de la oscuridad del abismo vimos emerger como una mole impresionante por su envergadura una tortuga  que calculamos de unos 800 o 900 Kg., nada visto igual hasta el momento, era también  una tortuga laúd, majestuosa e imponente.

Rita pareció  reconocerle  porque  rápidamente como no era habitual en ella se escapó  a  nadar a su alrededor con sorpresiva ligereza, volteándose una encima de la otra como felices del reencuentro.

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

 La nueva tortuga que sospechamos macho por sus insinuaciones de cortejo, embrujó a nuestra querida Rita y los dos se dieron a la fuga para preservar su intimidad.

Reprogramamos de nuevo a Don Quijote para que se acercara al particular Romeo .Una pequeña incisión, muestra de su tejido, seria suficiente para analizarlo cuando regresara…

Don Quijote, indiscreto  por fuerza,  no cesó en su empeño de incordio, así que no tuvieron mas remedio que adaptarse a su incomoda presencia.

Fernando me abrazó por la espalda  e hizo un comentario gracioso que  desató en mi una sonrisa cómplice.

Pasaron unos días de enlace amoroso, pero su misma naturaleza le recordó a Romeo otros menesteres  pendientes y nuevamente  se alejó para perderse  en el abismo del océano por donde había surgido.

Rita nadando de nuevo en soledad, daba  la vuelta  para nuestra agradable sorpresa, poniendo nuevamente rumbo hacia nosotros, hacia  su playa natal con el instinto natural de perpetuar su especie.

Por fin regresaba.

Todo el equipo se apiño en un abrazo. Estábamos muy contentos. Nuestra “niña volvía a casa”.

Se nos humedecieron los ojos de emoción.

Le habíamos cogido cariño a aquella mole de carne de mas de 600 Kg. de peso.

La búsqueda de pruebas que determinase la longevidad de nuestra tortuga llegaba a su fin.

Ella regresaba acompañada por nuestro inseparable Don Quijote cargado de muestras. Estábamos ansiosos por analizar los resultados y cotejarlos  con los de otros  laboratorios  del mundo que seguían una misma línea de experimentación con almejas, erizos de mar rojos y otras muchas especies marinas con similares características  de longevidad.

Algún día  llegaríamos a conclusiones determinantes.

Fernando y yo estábamos seguros de ello.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta entonces?

La tortuga laúd, estaba en grave peligro de extinción, los especialistas no eran optimistas, 15 años como máximo eran sus mejores pronósticos.

No teníamos mucho tiempo.

Pero los estudios continuaban y la pregunta era.

¿Qué generación seria la primera en disfrutar de estos conocimientos?

¿Sería la nuestra?,

Fernando se encogió de brazos y con ternura me abrazó en silencio.

Todavía no era momento de respuestas.

Nuestro sueño  sólo acababa de comenzar y la humanidad estaba a punto de dar un paso de gigante en su evolución.

Del azul al negro

Autor: Miguel Ángel Rodrigo

Ilustrador: Fernando Halcón

Corrector: Elsa Martínez

Género: Relato

Este cuento es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo, y su ilustración correspondiente es propiedad de Fernando Halcón. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Bajo la tierra que sirve de suelo al mar hay enterrado un océano.

Del azul al negro.

Leí en algún libro la historia de aquellos jóvenes. O eso creo. Chico y chica. Él todavía niño y ella ya adolescente. Se divertían jugando en el agua de alguna playa de no sé dónde; tampoco sé a qué jugaban. Lo que sí sé es que el chico, tras golpearse la cabeza contra una roca del fondo, perdió el conocimiento. Un desgraciado y fortuito lance. Entonces su cuerpo liviano comenzó a aflojarse; a hundirse ante la mirada de ella. Atónita y desesperada. Lo hizo muy despacio, tragado por una cadencia tan irreal como inexorable.  Sé también que la chica ya adolescente reaccionó a tiempo y se lanzó bajo las olas decidida a dar con él. Los nervios la atenazaban. Estaba rígida y se movía torpemente bajo el agua. Por eso, en el fondo del mar de aquella playa de no sé dónde, el cuerpo del chico todavía niño le pareció tan pesado como el de un hombre adulto. Iba a necesitar más que un esfuerzo para remontarlo hasta la superficie. Aun así, lo logró. Y lo llevó hasta la arena donde, a salvo de olas y corrientes, trató de reanimarlo. El niño entregó su boca y confió su alma al aliento de ella. Y llegó la tos y volvió la vida. Después de un par de estertores de agua con sal, un torrente de oxígeno alcanzó hasta el último de los alveolos de él. Ella lloró de alegría. Besó aquellas mejillas de niño que recobraban por momentos su color. Él lloró de desconcierto y de miedo ante la certeza de que algo grave había estado a punto de suceder. Se abrazaron en mitad de la sorda quietud que les envolvía. Un silencio sólo roto por el murmullo de las olas. Casi completo. Aún tardarían un tiempo en comprender que, durante su accidentada inmersión, por alguna causa inexplicable, toda la gente en todo el planeta había muerto. A partir de entonces, estarían solos los dos en el mundo.

He olvidado el título del libro y también el nombre de su autor. Pero esta historia ha pasado a ser esencial para mí. Tanto que desde hace tres días o, mejor dicho, dos noches, he decidido no volver a dormir más. Nunca. Sé que a priori esta vigilia autoimpuesta no parece guardar relación alguna con el hilo de la novela. Lo sé. Pero es que hay más. Es también desde hace tres días que el argumento de esa ficción es mi único recuerdo. El resto está en blanco.

Vago por esta ciudad que he olvidado o que quizá ni conozco; pero  ya no me desespero. Tampoco hoy he visto u oído a nadie. A nada que tuviera la vocación del movimiento. Ha sido mi tercer día aquí. Muy parecido a  los dos primeros: solitario; polvoriento. Aunque ciertamente, más tranquilo. Más reposado. Quizá porque ya he asumido esta nueva realidad. Nueva y también única para mí porque es la que conozco. Pánico y desconcierto al principio. Ni siquiera hubo un despertar, un primer instante. De repente, estaba ahí. Arrojado. Deambulando por una gran avenida desierta. Examinaba las calles nerviosamente; andaba escudriñando  a conciencia las esquinas y hasta los rincones de las esquinas, los bajos de los edificios y el espacio íntimo entre los coches quietos y el asfalto seco. Y  sólo un recuerdo en la memoria: dos chavales, un chico aún niño y una niña ya adolecente, descubriendo un mundo aniquilado que se olvidó de aniquilarlos también a ellos; el recuerdo huérfano de una lectura. Y sólo una intuición certera en el alma: ‘no te duermas’. Así se fue quemando el primer día y su correlativa noche y la subsiguiente mañana del segundo día: sin tiempo siquiera de hacerme preguntas. Sólo ocupándome y preocupándome de dar con otras presencias. Preguntándole al vacío si había alguien más allí. Y como sola respuesta el vacío mismo.

La segunda noche experimenté el horror de rendirme al sueño. Conforme el cansancio aumentaba, iba menguando mi conciencia de alarma. Empecé a caminar más despacio, a relajar mis sentidos, a sentirme en exceso relajado. Mi percepción del riesgo se volvió brumosa. Diluida entre bostezos. Terminé por sentarme en el suelo, junto a una cabina de teléfono en la que recosté la espalda. Necesitaba detenerme. Estaba roto. Extenuados el ánimo y la conciencia. Y, poco a poco, me abatió el agotamiento y mis ojos se cerraron. La pesadilla arrancó de inmediato. No podía respirar. Lo intenté con toda mis fuerzas, pero una dificultad insólita me impedía llenar los pulmones de aire, como si estos estuviesen anegados de cemento líquido. Después, el mareo y la náusea. Desperté al límite. De haberse prolongado un segundo más aquella asfixia, habría muerto. Estaba seguro de eso. Abrí cuanto pude boca y pulmones y cogí aire aspirando todo a mi alrededor. Tomé oxígeno y tragué polvo de alquitrán. Sentí lágrimas resbalar por las mejillas, probablemente, fruto del prurito que hacía arder mis ojos. Mi piel estaba seca y el pensamiento algo embotado. Tal y como me había aconsejado la intuición, no me volvería a dormir. Nunca.

Es ya la tercera noche que no duermo y que no sé responder a nada. Quién, qué, por qué. Cómo. Sólo y solo camino. Y oigo algo. Son pasos que me siguen lo que escucho. Sin duda. Pasos de alguien. Alguien al fin. Pero estoy tan reventado como contento, y por eso, de momento, no me giro. Prefiero no saber aún. Temo la desilusión de un espejismo. Andaré un poco más. Un rato sabiendo o creyendo que no estoy solo aquí. La ciudad desierta y los pasos que me siguen todavía siguen tras de mí. Me arrulla el ritmo de sus pisadas. Por primera vez desde que empecé a ser en esta irrealidad, recupero la agradable sensación de estar acompañado. La recuerdo en abstracto; algo es algo. No hay viento ni luna ni hace frío o calor. Sólo es de noche y no tengo sueño. Porque sé que no ando solo sino en compañía de unos pasos que son mi sombra. De repente una voz surge y deja de ser sólo pasos: ‘¡Eh, tú!’. Voz de niño o de niña. Me vuelvo. Es una niña. No es la misma niña de mi recuerdo. No se le parece. No la conozco pero ella me mira con fastidio, igual que lo hace quien guarda un reproche para el pariente o el amigo. ‘Ya era hora’, dice como si le molestase el tiempo que ha invertido en seguirme o el que haya podido pasar buscándome. ‘¿Te conozco?’, le digo yo. La pregunta es estúpida. Sé la respuesta: no la conozco porque no la reconozco ni la recuerdo. Más bien debería haberle preguntado si ella me conoce a mí. ‘Pues claro que no,  idiota. Aquí no conoces a nadie.’ Su seguridad me hiela. Parece que sí me conociera o conociera al menos mi situación o el entorno árido en el que vengo habitando. No es el tipo de ayuda que esperaba encontrar pero  es la ayuda que he encontrado. Me aventuro: ‘¿Sabes quién soy?, ¿tú me conoces a mí?’. Sonríe ahora como la niña que es. ‘Que sí, tonto. Tengo sed. ¿Me compras algo?’.

‘¡Eh!, despierta. No debes dormirte.’ Siento la rigidez fría de la muerte y siento después la vida volver en el último instante. Aspiro, tomo, devoro bocanadas de aire como si acabara de nacer. De nuevo las lágrimas y los ojos irritados. También de nuevo seca la piel y la razón desperezándose. La niña me mira y sonríe como si yo fuera el niño y ella la adulta. ‘¿Mejor?’, pregunta. Afirmo con un movimiento de cabeza. Pero estoy hecho polvo. Me doy cuenta de que habría muerto de no ser por ella. Estamos en la terraza de algún bar. Frente a mí una cerveza helada que nadie ha servido. Ella bebe sin interés un refresco de color imposible. Estamos solos. Le pregunto que qué ciudad es ésta. ‘Cualquiera.’, responde también sin interés ni misticismo. No voy a sacar nada de ella. Da otro traguito. ‘Vamos, bebe. No tenemos toda la noche.’, dice.

–No tengo sed.

No me apetece preguntarle nada más. No es por la ambigüedad de sus respuestas, ni por la poca fe que tengo en lo que una niña friki pueda aclararme sobre mi presencia en este lugar absurdo. No, nada de eso. Es más bien desgana. Desidia. Una suerte de indolencia me impide averiguar nada porque no sabré después qué hacer con ello. Ni al lado de qué ubicarlo. Porque para qué descubrir mi nombre si ni siquiera sé quién soy. Para qué; si aunque averigüe mi edad o estado civil seguiré sin conocer mi color favorito o en qué gasto el tiempo libre o si amo a alguien. Para qué si siempre seguiré incompleto. Son demasiadas las cosas que hay que saber para vivir la propia vida. Me aturde la inmensidad de lo que ignoro. Es más fácil seguir sin identidad. Y es que la identidad se sustenta en los recuerdos. Las vivencias, la nostalgia o el amor; todo son recuerdos. Incluso la esperanza y el deseo se basan en ellos. Sobre ellos calculamos, planeamos y finalmente edificamos las hipótesis sensibles del porvenir. Los recuerdos son las fotografías de verdades y mentiras que nos han atrapado a lo largo de nuestros días. Las retocamos según conveniencia y así certezas y falsedades se adecuan a nuestras necesidades. Éstas, a su vez, son condición sine qua non para estar vivo. La condición de posibilidad de la existencia. Y es que la vida, en definitiva, es un repertorio más o menos ordenado de recuerdos. Un álbum de fotografías retocadas. No sé quién soy ni sé nada, pero eso sí lo sé. He dejado de sentir mi vida en riesgo porque mi vida no es nada que yo quiera. Que yo añore. Porque no la conozco ni la echo de menos ni extraño a nadie en ella. Mi vida es poco más que un azar fisiológico.

–¿Hay algo que quieras saber?

–No.

No quiero. Me basta con saber que debo estar despierto para evitar el sufrimiento. Miro el  asfalto pero presiento su sonrisa condescendiente. Compasiva. ‘¿Cuánto crees que podrás resistir despierto?’. Sabe en qué pienso. ‘¡¿Qué?!’, grito. Estoy harto de este todo. De ella. ‘A ver, sí, explícame una cosa: ¿quién narices se supone que eres, niña?: ¿Un espécimen reducido de Cicerón? ¿Eres acaso el mesías? ¿El que ha de venir?  ¿Me vas a leer la mano o a echarme las cartas a ver qué pasa? ¿O sólo eres una niñita entrometida que ha venido aquí a tocarme…’, respiro profundamente y recuerdo que tiene menos años que yo dedos en las manos, ’…a tocarme la moral?  Bien, dime: ¿quién?’.

–Soy tú. Una parte tuya que no conoces. No tengo conciencia. No sé que existo; coincidimos en eso. Pero sí sé dónde estás tú en realidad.

Siento entonces la ropa pesada y húmeda; y aligerarse el cuerpo. La visión se hace borrosa igual que si estuviese mirando a través de unas lentes inadecuadas. La niña se difumina. La ciudad vacía se disuelve. Yo me desvanezco.

–Ya no puedes más. Tranquilo, esto tenía que llegar.

Mis brazos se mecen. Livianos. Ingrávidos. Los distingo elevarse sobre mi rostro. Con un movimiento suave los devuelvo a su reposo. Balbuceo un ‘por qué’.

–Ahora sí: duérmete. Déjate llevar y hasta resultará agradable. Me refiero al tránsito. Vamos, cierra los ojos, no te opongas. Yo te explico. No han pasado tres días desde que empezaras a vagar por esta ciudad: han sido apenas un par de minutos. No te lo ha parecido porque te estás ahogando. Te mueres. Ya sabes lo que se dice, que es un final dulce; un alivio con que obsequia la privación de oxígeno. Así que duérmete. No temas. Porque en realidad, cuando duermes, despiertas. Cierras tus ojos aquí y los abres en la vida que sí es tuya. La que está extinguiéndose. Tu cuerpo, el  de verdad, está bajo el mar, sentado al volante de un coche que nunca debería haber dejado el asfalto. La asfixia, el fuego en los ojos, los pulmones llenos de líquido, la tirantez de la piel o el embotamiento… Todas las sensaciones que te sacudían al dormirte eran reales. Terribles. Las primeras que provoca el ahogamiento. Y las sentías aquí, bajo el mar. Al poco, tu cerebro ha dejado de recibir oxígeno. Es un tiempo breve el que se resiste, pero suficiente para a alucinar y evadirte. Has moldeado el tiempo a placer. Lo has estirado como si  fuera un chicle y construido este mundo vacío. Y te has ido a él. Supongo que por eso recuerdas ese libro. O quizás recuerdas el libro a causa del mundo sin nadie que has recreado. No puedo saberlo. Sólo sé aquello que tú me permites saber. Ah, por cierto, el recuerdo que conservas se basa es una novela de Manuel de Pedrolo. El título te lo llevarás contigo. Igual que todo lo que no he podido contestar. Te vas con quién eres; con todo ese equipaje, pero sin conocerlo.

Recuerdo caer del azul al negro. Siento el agua inundando las fosas, la garganta, los pulmones y el estómago. Dulcemente me abandono. Me alejo. Frente a mí, caminan un chico todavía niño y una chica ya adolescente. Pasean bajo el mar. Hago un gesto con la mano. Quizá el último. Y saludo.

 Ilustración de Fernando Halcón

Ilustración de Fernando Halcón

Miguel Ángel Rodrigo Jiménez.

Navàs, 29 de julio de 2011.

Tú orilla, yo océano

Autor: Miguel Ángel Rodrigo

Ilustrador: Rafael Mir

Corrector: Elsa Martínez

Género: Microrelato

Este cuento es propiedad de Miguel Angel Rodrigo, y su ilustración, de Rafael Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Tú orilla, yo océano

Huyo del mar porque no me gusta. Porque no lo entiendo. Conforme me aproximo, su solo olor me alerta, me eriza el lomo y afila los dientes. Respirar salitre y yodo. No. A mí no me gusta el mar. No lo comprendo. El vaivén de su tempo. El retumbar de su voz lejana. Ni en la evocación diminuta de una caracola lo quiero. Dios mío. ¡Tiemblo! Sé que después vendrá la brisa. Marina. Cargada. Hiriente. Salina. Llegará enseguida a molestar mi rostro así baje del coche. Se empeñará en llenarlo de arena y de sal. Cerraré los ojos para protegerme de sus golpes repetidos, microscópicos. Insolentes. Secando el humor y la sonrisa. Maldita brisa de mar. Muérete. Y el sol. Él y la ira  y su fuego abrasándome. La piel ardiendo y doliendo. Maldito sol. Apágate. Déjame frío. El mar tan azul y tan gris y tan negro; de metal. Tan hondo y tan rico y tan lleno de versos. A mí ese mar de rapsodas nada me evoca. Él no me trae. Mas yo me acerco. Cuando entonces la veo. Es por ella que vengo. Cada tarde hasta que la noche se extiende y aniquila al día. Ella. Rosada. Dorada. La siento distinta hoy. Quieta y mecida. En ella la paz y también la brisa. Ruge el mar. Se sonroja el cielo. El pelo largo y fino y rubio como la arena. Seco y cálido el regalo del viento: Arena y cabello. Y su caricia picante en mis mejillas. Atravesándome la piel y la piel quemando. No por el sol y sí por mi fuego.

 ilustración de Rafael Mir

ilustración de Rafael Mir

Extrañamente, la beso. Sobre la redondez de un hombro. La violencia de un suspiro. El mar susurrando un deseo. Es su piel salada y se vuelven mis labios sedientos. De su agua. De su aliento. Su respiración es oleaje. Me arrastra la marea de su pecho sin yo quererlo. O yo queriéndolo. Su boca. Mar adentro me pierdo. Me ahogo y respiro. Jadeo. El cielo y el sol y yo abrasando. Dunas de mujer navego. A la deriva de aromas y vellos me entrego. Entonces, naufrago sin remedio en la cala de venus. Un recodo de cuerpo en que la arena es más fina y más oscuro se siente el océano. Profundo y vivo. Ahora sí. Salvajes son allí los arrebatamientos. De tempestades el sexo. Voluptuosas se hacen las noches queriendo. De placeres eternos me visto; y me desnudo en su cala. Sola de nadie aunque suya y mía. Nuestra ahora. Y a pulmón me sumerjo. Sin luz y sin vista. Porque eso que siento dicen que es ciego. Un ocaso y un beso. Tenerla y ser ya siempre de ella. O serlo ahora al menos. Y un crepúsculo de nuevo. Le cuento un susurro: Podría amarte todo el tiempo que dura un instante. La vida. Ser yo mar y tu orilla. Como el océano cubrirte. Y temblar en el vaivén infinito de su tempo. Ése que hasta hoy no quise. No supe. Ése ahora pretendo. Ese tempo contigo y la eternidad para darte. Sólo quiero ya parar el tiempo. El tuyo y el mío. Y así, para siempre, bajo el mar amarte.

Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Barcelona, 18 de julio de 2011