18ª Convocatoria: Fobias

Fobias

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Racional

—¡Uf, aparta eso de aquí! —digo poniendo cara de asco y apartando la cara—. Ya sabes que no soporto las aceitunas. Debe de ser una fobia o algo así.
—No, no es una fobia —dice Rodrigo con ese aire de superior tan suyo—. No las soportas porque de pequeña casi te ahogas comiéndote una. Te dan terror, pero no es una fobia.
—Qué más da, no las aguanto, les tengo fobia.
—No, no es una fobia, hay una causa, no es algo irracional.
No sé por qué quedo con Rodrigo, siempre termina sacándome de quicio. Bueno, sí lo sé. Es mi hermano mayor, es Navidad y me da pena. Él siempre lo pasa mal en estas fechas. Nunca celebra nada, ni quiere venir con la familia, aunque no sé por qué, nunca me lo ha dicho. Debe de ser que tiene fobia a la Navidad.
—¿Y tú no tienes ninguna fobia? —pregunto.
—Ninguna —me responde muy seco.
—¿Seguro?
—Sí, seguro, y vámonos de este centro comercial. No lo soporto, no sé por qué me he dejado convencer para quedar contigo. Casi mejor que nos vemos después de las fiestas. Mira ahí está el ascensor.
—Pues yo creo que sí que tienes alguna fobia. —Sigo picándole mientras vamos al ascensor.
—Pues yo estoy seguro de que no, ni siquiera a ti, que ya me tienes harto, pero es algo racional, hay un motivo, eres una pesada.
Entramos en el ascensor y sonrío con intención de darme por vencida. Ya sé cómo es Rodrigo, desde pequeña siempre me llevaba la contraria, e incluso, en cierta medida, siempre pensé que me odiaba, me imagino que porque fui la intrusa que le quitó el protagonismo en casa cuando nací, pero yo le quiero.
La puerta se cierra, pero antes de que lo haga del todo, un brazo vestido con una túnica colorida emerge en el habitáculo, haciendo que vuelva a abrirse. Tres hombres vestidos de Reyes Magos entran. Empiezo a oír una respiración entrecortada, un extraño intento de hablar. Miro a Rodrigo. Está pálido. Se lleva la mano a la garganta. Parece reaccionar. Grita. Empuja a los Reyes y sale corriendo. Yo también salgo, disculpándome.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
—Nada, nada. Estoy bien.
—¿Tienes claustrofobia?
—Que no, que yo no tengo fobias, solo es que no los aguanto. Vamos por la escalera —dice Rodrigo, mientras sus ojos miran de reojo al ascensor, apartándose con temor.
—¿Los Reyes? ¿Es eso? ¿Te asustan los Reyes Magos?
—¡Cómo voy a tenerles miedo! Solo es que no me gustan, son algo absurdo, no los soporto.
Recuerdo que cuando éramos pequeños nunca venía conmigo cuando íbamos a la cabalgata, pero su reacción era excesiva.
—¿Que no te gustan? Pero si casi te ahogas. Tú…, ¡tú tienes fobia a los Reyes Magos!
—¡Yo no tengo fobias! —grita y noto cómo la gente nos mira—. No me gustan, los odio, no soporto estar en el mismo sitio en que estén ellos.
—Pues eso, una fobia.
—No es una fobia. No es irracional.
—A ver Rodrigo, eres incapaz de estar en un sitio con alguien disfrazado de Rey Mago sin ahogarte. ¿Eso es racional?
—No es irracional. Hay un motivo.
—¿Cuál?
—Olvídalo.
—Es una fobia.
—¡Que no es una maldita fobia!
—¿Y entonces?
Veo que se pone rojo de furia. Pienso que quizá me he pasado y no tenía que haberle presionado tanto. Ya sé cómo es, qué más me da que no reconozca lo obvio. Parece que va a estallar. Se acerca a mí y empieza a gritar.
—Sabes, no es irracional, hay un motivo. Ellos… ellos… ¡Se tiraron a mamá! Para ti es fácil, son tus padres.
Me quedo en silencio. La gente nos mira. Ya no sé de qué color estoy.
—Es irracional. Es una fobia —me apresuro a decir antes de salir corriendo.

Veinticinco años atrás….

—Cariño. Se lo deberíamos decir ya.
—¿Ya?¿Tú crees que es necesario? Todavía es pequeño, no lo va a entender.
—Pero ya sabes que es muy listo y se va a dar cuenta y lo va a soltar por ahí, y ya verás qué lío.
—Pero si se lo decimos lo dirá igual.
—Le diremos que es un secreto, ya sabes que nunca dice nada si le decimos que es nuestro secreto.
—Vale. Pero se lo digo yo, que tú eres muy ñoña.
—¡A ver qué le vas a decir!
—Pues la verdad, que como papá y mamá se quieren mucho se han dado muchos besitos…
—¿Y yo soy la ñoña?
—…hasta que papá no ha aguantado más y se ha subido encima de mamá.
—¡Serás bruto!
—Pues si quieres le cuento lo de la semillita.
—Mejor aprovechamos que es Navidad.
—Tú misma.
—¡Corazón, ven un momento!
—Mi oferta sigue en pie, le contamos mi versión y matamos dos pájaros de un tiro.
—Calla. Hola, corazón. ¡Pero que guapo es mi niño! Mira, mi vida, mamá ha ido esta mañana a echar la carta a los Reyes Magos, la que escribimos juntos pidiendo un camión y un tren, y además también les he pedido que este año te traigan una hermanita. ¿Estás contento, Rodri?

JMM
7/1/2014

Estoy convencido de que Marta es de esa clase

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Drama psicótico

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de  Juan Ramón Lorenzana. La ilustración es propiedad de Nelle Carver (Noelia de la Torre). Quedan reservados todos los derechos de autor.

Estoy convencido de que Marta es de esa clase.

Ilustración de Nelle Carver

Empezaré por el principio aunque estoy tentado de decir: “principiaré…” porque me suena muy bien, quizá demasiado bien para un tipo como yo que no es capaz de hacer nada bien. Aunque puede que esté exagerando y sea suficiente decir que no soy capaz, simplemente, de hacer nada de nada. Y estoy tan seguro de no saber hacer nada porque, aunque dudo constantemente de todo, la realidad me impone la verdad en cuanto abandono las ensoñaciones provocadas por los fármacos sin los cuales sería incapaz de alcanzar el sueño. Y si esta cansina perorata no fuera suficiente para convencer al fortuito lector de esta narración de mi incapacidad para hacer nada de nada, tan solo debe fijarse que llevo escritas ciento veinte palabras y todavía no he ni empezado, ni principiado, ni comenzado… este, mi relato.

Soy polifóbico, ¡por fin lo he dicho!, y lo soy desde que tengo memoria, que aunque escasa, como todo lo mío, no es lo suficientemente laxa como para olvidar una infancia llena de sinsabores, complejos y miedos. También diré, para dibujar un cuadro lo suficientemente nítido de mis circunstancias, que siempre pensé que las madres eran seres hermosos que no podían evitar llorar constantemente. Esa convicción se derrumbó en el momento que con seis años fui al colegio y pude ver a las madres de otros niños y comprobar que también existían madres feas y que sin embargo no lloraban cuando dejaban a sus hijos a la puerta del colegio y tampoco lo hacían cuando los recogían al finalizar las clases. Intuí entonces que tampoco llorarían en sus casas, que no se pasarían los días acostadas en la cama sollozando y las noches asomadas a la ventana llorando o en la cama, a solas, gimoteando. Hace mucho tiempo que ya no veo a mi madre, pero sigo oyéndola suspirar tras las blancas paredes de mi habitación.

No había sido mi primer ataque de pánico, y yo sabía que no debía asistir a la entrega del premio que le había concedido la Cámara de Comercio a mi padre y que tendría lugar en los lujosos salones de un hotel de la ciudad. Pero mi padre insistió en que “de una puta vez” me comportara como una persona normal, “esta noche”, me dijo, “iremos los tres a la ceremonia y daremos la imagen perfecta de una familia ideal”. Y así fue. Había prensa, mucha gente, mucha luz y muchas voces desconocidas que se fundían en el aire formando un denso ruido que bloqueaba mis sentidos. Pero no pasó nada y, cuando empezaron los discursos y el ruido desapareció, me relajé y pensé que pasaría esta prueba con éxito. Vana ilusión para un tarado como yo. Hablaron dos o tres personas antes de que le hicieran entrega de una placa honorífica a mi sonriente padre, y, cuando éste no había hecho más que empezar con los primeros agradecimientos de su discurso, no pude más y empecé a gritar. Grité sin parar y la absurda pretensión de mi madre de ponerme la mano en la boca para que callara solo sirvió para parecer locos los dos y que yo gritara aún más y me tirara al suelo pataleando como si estuviera poseído por un demonio. No recuerdo qué pasó después, solo sé que viajábamos en el coche de vuelta a casa, mi padre conducía en silencio, mi madre se tragaba los sollozos intentando inútilmente no hacer el menor ruido y yo, que solo quería disculparme con mi padre, buscaba urgentemente palabras con que romper el asfixiante silencio. Tras mucho pensar tan solo se me ocurrió decir “papá, lo siento”. Muy pocas y simples palabras para tanto pensar, pero fueron suficientes para que mi padre frenara bruscamente y dijera todo lo que tenía atravesado en la garganta. Nunca volví a hablar con él. Nunca más me volvió a dirigir la palabra ni yo lo intenté.

La verdad es que aquella noche, a mis trece años, le conté a mi almohada mi profundo deseo de morir.

Creo que fui normal hasta los seis años. Ya entonces era tímido, creo, y no me relacionaba mucho con otros niños, a excepción de Marta, que era, sin duda, el ser más bonito que había visto en toda mi vida, y aunque a esa corta edad mi tiempo de vida no era significativo, ahora que tengo treinta años sigo pensando exactamente lo mismo. Marta y yo fuimos los mejores amigos hasta que empezamos al colegio. Ese primer día iba muy asustado sin saber lo que me iba a encontrar allí, y, cuando vi la angelical cara de Marta, me dirigí a ella como si fuera un náufrago que divisa el único y anaranjado toroide al que poder asirse para salvar su vida en un frío e inmenso océano. Fui corriendo, y ella y su grupo de amigos en cuanto me vieron salieron corriendo también. Creí que era un juego y volví a correr tras ellos, pero otra vez, en cuanto me acercaba, salían corriendo nuevamente en otra dirección. Ya dije al principio que me cuesta un poco pensar y mucho más llegar a conclusiones, por eso no les debe extrañar que aquella escena se repitiera una y otra vez hasta que conseguí alcanzar a Marta… No sigo contando lo que pasó después porque, sencillamente, no lo recuerdo. Sí que recuerdo que desperté en el hospital y que lo primero que vi fue la llorosa cara de mi madre. También recuerdo que estuve unos días sin volver al colegio hasta que los médicos convencieron a mi madre de que simplemente había tenido un brote epiléptico que, casi con toda seguridad, no se volvería a producir.

Después de aquel episodio tuve otros muchos momentos de histeria, pánico, epilepsia u otros muchos nombres que le dieron los muchos médicos que visité durante los siguientes años; pero, poco a poco, se fueron definiendo las causas de mis ataques y también, poco a poco, fui haciendo más pequeño mi mundo hasta reducirlo a las cuatro paredes de mi habitación (siete si contamos el aseo y excluimos la pared lindera de ambas estancias) y más grandes mis miedos: a los espacios abiertos, a los ruidos, al dolor, al contacto físico, a los espejos, a dormir… Toda mi vida es un miedo continuo. Todo en mi vida está en un precario equilibrio que amenaza con derrumbarse a cada instante. Todos mis pensamientos lo ocupan difusos temores que solo se desvanecen los pequeños instantes en los que veo a Marta desde mi ventana:

Marta yendo al colegio cada mañana. Marta que me saluda con la mano. Marta jugando en la calle. Marta besándose a la puerta de su casa con su novio. Marta que me dice adiós mientras pasa como una exhalación hacia la universidad subida en su Vespa amarilla. Marta que sale de fiesta. Marta que vuelve de fiesta en el coche de su enésimo novio. Marta que se compra un coche, también amarillo, y me lanza un beso cuando lo aparca frente a mi ventana. Marta que se va de Erasmus a Noruega. Marta que regresa con un vikingo del que dice estar perdidamente enamorada. Marta que se compra un piso en el bloque justo enfrente del mío para vivir con su nórdico novio. Marta que me sonríe cada madrugada antes de irse a trabajar. Marta lanzando por la ventana las pertenencias de su novio porque se ha enterado de que se ha follado a su ex mejor amiga, Raquel. Marta con otro novio. Marta con otro novio. Marta con otro novio… Marta que se casa y sale radiante, vestida de blanco, un domingo por la mañana. Marta que regresa, ese mismo domingo, conduciendo su coche amarillo y chocando al aparcarlo con una de las nuevas y elegantes farolas que instaló recientemente el ayuntamiento. Marta que sale del coche llorando y a toda prisa se mete en su casa. Marta que no quiere abrir la puerta de su casa, ni se asoma a la ventana ni contesta a las llamadas de teléfono de sus padres, de su plantado novio o de sus amigas. Marta que dice desde el telefonillo del portal: “no me caso. No me caso y punto. ¡Dejadme en paz!”. Marta que a las tres de la madrugada enciende la luz de su habitación. Marta que abre la puerta del portal y sale vestida únicamente con un fino camisón amarillo. Marta que se queda parada en medio de la calle mirando a mi ventana mientras una fina lluvia la empapa. Marta que coge una piedra y… me rompe la ventana.

Debo dejar de escribir en este preciso momento porque Marta me reclama nuevamente en la cama, y es normal porque ya dije al principio que no sé hacer nada bien, y aunque lo he intento con todas mis fuerzas las cuatro veces que hemos copulado esta noche, y  que por unos breves minutos tuve la ilusión del triunfo cuando tras el último encuentro se quedara adormecida abrazando con brazos y piernas mi almohada, está claro que esa ilusión era falsa porque ahora mismo se ha acercado por mi espalda y al oído me ha dicho palabras sucias mientras se reía (sin duda de mí) y me mete en la boca dos amargos dedos. Si no fuera porque el raro soy yo, pensaría que Marta está un poco loca, y que una chica normal no es capaz de salir a la calle medio desnuda una noche de lluvia y tirar una piedra a la ventana de un chico para luego escalar como una araña hasta una habitación sita en un segundo piso. He dicho que se asemejaba a una araña y me he dado cuenta de que tengo pavor a esos bichos; dicen los libros que las hembras de algunas especies de esos invertebrados se comen a los machos después de la cópula, y yo estoy convencido de que Marta es de esa clase porque ya ha empezado a engullirme.

FIN

Un sitio para Gala

Autor@: 

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Corrector@: 

Género: Cuento

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de  Yolanda Aller. La ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Un sitio para Gala.

Gala tenía miedo a los ladrones… Y a la oscuridad…. Y a quedarse sola….

La pequeña Gala era racional para sus pocos años. El pelo rubio, a la par que oscuro, para pasar desapercibida. El habla silenciosa para poder observar. La mente, brillante. Hacía las cosas de su edad. Habilidosa con sus manos, tenaz en sus intentos, reflexiva, lista, muy lista. Aprendía y cogía del mundo lo que éste le enseñaba. Apenas lo veía, lo interiorizaba. Y los números se metían a operar en su cabeza, las letras a crear, y la música a viajar en violines por territorios ya conocidos.

 Pero, a veces, tenía miedo. Su cabecita se arriesgaba tanto que la llevaba de aquí para allá en nubarrones negros, corcheas que corrían descontroladas, hadas perdidas y cientos de vidas con principio y fin. Gala sufría sus pensamientos enroscándolos y alimentándolos de oscuridad. Se asía, de puro miedo, a una pequeña lamparita a fin de buscar un poco de luz que le dijera que lo que sus ojos veían era cierto. Pero, al final, su alma se imponía y la llevaba consigo a un libre albedrío de sustos y temores.

 Gala tenía miedo a los ladrones. A que vinieran a buscarla.

 Por la noche, dentro de su cama, los esperaba pacientemente. Nunca fallaban. Generalmente, la pequeña solía dormirse antes. Luego, siempre había algún ruido inesperado que la avisaba de que ya habían llegado y que deambulaban en su paseo diario por la casa. Acechándola y acompañándola. Pero ellos nunca la veían…

 Afinaba el oído y no respiraba para alcanzar a escucharlo todo.

 Sentía su presencia en la cocina. A veces, gritaban, y otras sentía un ligero murmullo. Oía música y un tintineo de cubiertos. Arrastraban las sillas y andaban con pasos irregulares. Los pasos que Gala lograba acompasar con el latido de su corazón: primero dos corcheas, luego una negra y otra negra, dos corcheas…, negra y negra… Gala se tapaba los oídos para no quedarse enganchada al ritmo que se repetía y se repetía.

 Por las noches se preguntaba qué hacían allí. Estaba convencida de que, en algún momento, llegarían a por ella. Pero, para eso… tenían que verla.

 Los oía en su habitación. Sobre la estantería de su cama colocaban sus manos, hacían crujir la madera y pasaban las hojas de los libros. Proyectaban los personajes de los cuentos y relatos sobre la pared en destellos intermitentes. Un cinemaxín de imágenes equívocas que hacían a Gala estremecer. Por debajo de las sábanas era capaz de percibir los colores como luces luminosas. A veces, incluso le llegaban olores de otros tiempos: olores a otoño mojado, a agua, a madera. Las imágenes la cautivaban en la pared pistacho. Privada de voluntad, se lanzaba hacia ellas para fundirse con los personajes.

 Y, mientras tanto, tenía miedo, miedo a los ladrones.

 Ellos estaban allí y Gala era capaz de sentirlos. Giraban alrededor de su atrapasueños. Lo atravesaban sin miramiento alguno y rompían su protección. Gala decía que eso ocurría porque no estaba colgado del cabecero de la cama, como debía ser. La red nunca lograba atrapar sus pesadillas y al final se deslizaban, sutilmente, como los grandes sueños buenos, por el centro del círculo. Y por el círculo con diferentes acrobacias se colaban también los ladrones.

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Los ladrones, a veces, osaban llegar más allá y ella parecía sentir que llegaban a tocarle la cara. Su cara plácida. Con un pequeño roce, apenas una caricia, Gala sentía el contacto de unas manos suaves sobre su piel temprana. La sensación era tan real y sutil a la vez que la llevaba a caer, poco a poco, en un sollozo tembloroso al que siempre seguían el llanto y los gritos de una realidad que no entendía. Llamaba a su madre, a su padre, y para que la creyéramos se dormía reteniendo con su mano el roce de aquella otra suave mano, con la tranquilidad de que no la habían visto.

 Gala temía ir hacia otras vidas. Que los ladrones se la llevaran a una vida distinta y con otra familia, en otro lugar. Conocía la lección.

 Cada noche acudíamos cuando nos llamaba. Nos metíamos en su cama y la abrazábamos hasta que ni ella ni nosotros podíamos respirar. Era incapaz de levantar la vista. Temía que la vieran ver… Nunca oímos nada, nunca vimos nada. Pero resultaba imposible no creerla.

 Allí debían de estar. No había forma de terminar con el desfile de imágenes que Gala describía sobre la pared. Con la luz encendida la proyección finalizaba pero, en plena oscuridad, era Gala la que narraba los relatos de todo lo que iba viendo. Sin conexión. Una cabalgata de seres y personas que parecían provenir de libros y de fuera de ellos, de antes y de ahora.

 Yo estaba cerca pero en vano. Me levantaba, nerviosa, encendía la luz de la lamparita para ver con los ojos. Abría y cerraba los libros con fuerza a fin de aplastarles, de encerrarlos a todos ellos y de que no pudieran salir. Sacudía una y otra vez el atrapasueños haciendo correr el aire por sus hilos para que, con el polvo, se fueran ellos.

 Y Gala me miraba hacer, como si me equivocara, con la convicción de que no estaban allí, cautivos en los libros o liberados de las redes.

 La acompañaba a la cocina, cuando los oía allí, la colgaba a mis espaldas como a un pequeño cachorro y bien sujeta, la llevaba por el pasillo. Al llegar, siempre se imponía el silencio.

 —Cariño, ¿no ves? No hay nadie.

 Ella abría los ojos levemente y buscaba el desorden que en su mente habían causado. Todo estaba en su lugar. Nada se había movido. Y entonces lloraba y gritaba, convenciéndose de que no se podía equivocar tanto.

 —¡Me van a llevar! ¡Me van a llevar! ¡Es que todavía no me han visto!

 La acercaba a mí, al calor de mi cuerpo, la arropaba para no perderla, sintiendo el miedo de que me la fueran a arrancar, de que las palabras fueran capaces de provocar que se la llevaran.

 —No están, cariño, ya no están.

 Se confundía. Podía casi leer sus pensamientos que me decían que tal vez se hubieran ido. Y los míos que decían que tal vez nunca habían estado.

 Con firmeza le rogaba:

 —Ya, Gala, suéltalos, mi niña.

 —Pero… ¡sí que entran, mamá!. Los ladrones entran en cualquier sitio.

Pero ellos quieren cosas, tesoro, cosas para ellos. Quieren las cosas que quitan a los demás.

 Y Gala seguía queriendo entender. Pero había oído que podían romper cristales, que podían tirar puertas, y que además todo podía pasar sin que nadie hiciera nada. Los ladrones actuaban con total impunidad. Dentro de su mundo y en el nuestro no encontrábamos razones para convencerla. Era vulnerable, porque tal vez lo fuera, como todos nosotros. Y si la vieran…

 Gala tenía miedo a los ladrones.

 En ocasiones su miedo afloraba también durante los días, en escenas cotidianas. Paseaba por la calle y se aferraba férreamente a mi mano. Miraba hacia los lados. Y si veía a alguien acercarse, le observaba detenidamente, trataba de averiguar si se adecuaba a su perfil de ladrón. Paralizada, esperaba hasta que finalmente se cruzaban con nosotras y se iban. Yo la oía respirar. Y también yo lograba acompañar mi corazón al suyo. Al ritmo acelerado.

 II

 Un noche decidí pasarla entera con ella. Me dormí hasta que un ruido inesperado me avisó. Y las dos nos despertamos. La cogí de la mano y nos fuimos a la cocina. La senté en su silla alta y empezó a contarme.

 Érase que se era una niña con muchas vidas. Había sido, campesina, náufraga, violinista, y no sé cuántas cosas más, y había vivido ahora, hace mil años, hace cien y hace cincuenta. Pero siempre la robaban… Gala se veía, como alguien robado que estaba de paso y trataba de contar, con sus palabras, lo que sabía.

 —Mamá, es que me llevan… —sollozaba.

 Su madre le calentaba un vaso de leche con cacao y ponía sobre un plato dos galletas. Trataba de traerla al presente. Revolvía con la cucharilla el cacao sin parar para que Gala no se desprendiera de ese momento a su lado.

 —¿Quién te lleva, Gala? ¿Dónde te llevan?

 —Con otras mamás a veces, y otras veces yo soy la mamá…

Y me contó de sus mañanas de campesina. Sus manitas rotas y resquebrajadas en las heladas. Sin pan. Vivía en una casa de adobe, arena y cañas, con una única habitación. Su mamá tejía sus ropas cada año. A su padre sólo le veía por la noche. En esa vida perdió el apetito para siempre. Se puso malita y le subió la fiebre. Entonces se la llevaron.

 Y me contó de cuando ya no pudo respirar más. De cómo llegó la tormenta y las olas desorientadas la mareaban y la sobrepasaban. Recordaba un mundo blanco y azulado alrededor, neblinoso y difuminado, y que se hundía y se hundía. Y que no tenía aire. A su alrededor agua, agua turbulenta, agua con arena, agua encima y agua debajo. Y tomó el agua como quien respira. Y se la volvieron a llevar. Con ello se quedó la angustia, los infinitos catarros… y el miedo al agua. Pero no alcanzaba a decir más. No podía comprobar nada.

 Y cuando fue mamá junto a un papá. Y vivía en una enorme casa con un gran jardín. Vestía largos vestidos y sombreros. A veces llevaba paraguas para el sol. Era capaz de verla como en un cuadro impresionista. Tuvo dos niños. Pero con el tercero, vinieron y se la llevaron.

 La escuchaba aturdida, maravillada y angustiada, con su lenguaje infantil y su narración desordenada, llena de saltos en el tiempo.

 —Así que volverán ahora también —reafirmaba.

 Ahora estaba conmigo, con su mamá de ahora. La que la había engendrado. De la que tenía su forma de cara, su pelo, su espíritu enérgico y triste. Esta vida era para nosotras. No dejaría que nadie entrara. Ella era mi Gala. Y esta vida era nuestra. Esta vida era nuestra, me repetía. ¿Dónde estaban ellos?

Y Gala se zambullía en sus historias mágicas que adornaba con tal realismo que lograba atraparme y absorberme en ellas. En cada historia me dejaba caer para estar a su lado, para que no estuviera sola en esos mundos, que empezaban y acababan.

Totalmente imbuida en cada nueva realidad, contaba que incluso tuvo vida de hada. Cantarina entre los árboles, cantarina sobre las hojas de los ríos, cantarina en los cantos rodados. Le encantaban los arándanos y el trigo, y la música, y tenía un violín. Y adivinaba melodías que nunca había escuchado. Sus dedos se movían rápidos salpicando las cuerdas. Y esa vida de hada terminó un día que se alejó y llegó a la ciudad. Con luces como estrellas y farolas como lunas. Cautiva entre cemento y cristal se perdió y alguien se la llevó.

Tu voz, niña Gala, tu violín —comprendía su madre, reticente a aceptar que todas las vidas contenían partes de su pequeña.

¿A que un día me verán? ¿A que me van a encontrar? ¿A que sí? —insistía nerviosa—. Y me llevarán a otro lado durante mucho tiempo. Y luego otra vez. ¡Y yo no quiero que me lleven más! ¡No quiero que me lleven más!

Ahora estás conmigo, Gala, no hay nadie. No es cierto que sean ellos. No son ellos… son ruidos… sólo ruidos…ruidos de casa, ruidos de ciudad.

 —¿Dónde me van a llevar, mamá?

Al final el sueño la podía. Derrotada sobre la mesa, con el vaso de cacao sin beber y las galletas intactas, se abrazaba y se colgaba nuevamente de mi cuello.

 —¿Puedo dormir contigo?

 Su madre se la llevaba consigo, como quien portaba una parte más de su cuerpo.

En la cama, su padre dormía. Gala se hacía un hueco entre los dos. Y, atada a ellos, con brazos y piernas, se ataba a la vida que tenía.

Ellos vendrían otra vez, y otra más. Hubo muchas más noches en las que Gala siguió recordando otros sitios a los que la habían llevado y lo que había hecho.

Resultaba difícil ir entendiendo y situando cada una de las vidas que muchas noches me describía. Pero siempre fuimos de capaz de localizarla en un mundo que cabía en la historia, y que había sido. De cada una de sus existencias se había quedado con algo.

III

Y un día los ladrones la vieron. Tal vez esa noche no se había tapado. Tal vez nadie vino cuando llamó. Tal vez la luz de la lamparita se apagó. Tal vez el tiempo había pasado.

IV

Gala ya llevaba una larga temporada sin despertarse por las noches. Habían pasado meses. Dormía en su habitación pistacho de siempre, con sus cosas de siempre. Nada había cambiado: su pelo rubio oscuro, su habla silenciosa, su mente brillante. Seguía tocando el violín cada vez con mejor sonido. Aprendía rápido. Era capaz de reproducir las melodías apenas las escuchaba. Decía que tenía un maestro, por dentro, que la enseñaba.

Y su madre empezó a buscar al maestro.

Gala veía su atrapasueños y sonreía. Lo hacía girar mientras le cantaba. Soplaba sus plumas. Ya no lo quería en el cabecero de la cama. Le gustaba colgado de la lámpara de su habitación porque decía que así el aire corría mucho mejor y todos podían pasar por él.

Y su madre empezó a buscar a los que atravesaban el círculo.

La lamparita, que en otro tiempo iluminaba sutilmente la cama de la niña, no se había vuelto a encender. Gala confesó que un día le había ordenado a la bombilla que se durmiera y se tapara bien.

No volvió a sentir ningún roce en su cara. Pero a veces todavía se despertaba con sus manos sobre su cara como si intentara retener algo.

Y su madre se las abría para comprobar qué no retenían nada.

Gala pasaba las hojas de los libros. Sus estanterías de madera ya no crujían. Tampoco oía el tintineo de cubiertos ni ruidos en la cocina. Cuando oía pasos sonreía pícaramente mientras aclaraba que era el vecino de arriba. Ya no acompasaba su corazón a ellos, sino que jugaba a adivinar qué ritmos hacían y marcaba con sus palmas el compás.

Y su madre descifraba: corchea, silencio, corchea…

Las proyecciones sobre la pared dieron paso a un buen uso de lápices de colores con los que Gala creaba dibujos fantásticos a los que ponía nombres.

Empezó a tener un gran apetito. Desayunaba su vaso de leche con cacao y algunas galletas, pero lo que más le gustaba era el pan con mermelada de arándanos que tomaba en la merienda. Ya hacía mucho que no se ponía malita con sus catarros.

Y su madre decía que era por lo bien que comía.

Gala ya no se enroscaba en la oscuridad. Jugaba a lo hábil que era en no chocar con juguetes ni muebles cuando ya no había luz. Había también dejado de tener miedo al agua. Nadaba sin ayuda y le encantaba deslizarse por los aros sumergidos de la piscina.

Su madre iba hilando el cambio que veía. La observaba feliz,…pero empezó a cerrar la puerta de casa por las noches con llave. Poco a poco empezó a inquietarse. Empezó a oír ruidos. Y detrás de los ruidos intuía presencias. Se despertaba y cogía las manos de su marido para agarrarse.

Gala no tenía miedo, pero su madre empezó a esperarlos. Escondía sus cosas en cajones porque llegarían a por ellas. Bajaba las persianas apenas anochecía. Cerraba los armarios. Y los libros.

Salía a la calle con Gala agarrada de la mano. La pequeña notaba cómo su madre la cogía con fuerza cuando se cruzaban con alguien. El bolso bien asido.

Gala la miraba hacer y una noche que estaba encendida la lamparita de su madre se levantó. Y, con su pelo rubio oscuro, su habla silenciosa y su mente brillante la abrazó y le dijo:

No van a venir, mamá.

¿Quién, Gala, quién no va a venir? —dijo su madre, aturdida.

Los ladrones, mami, ya no van a volver.

¿Volver adónde? ¿Dónde están, Gala?

La madre se sentó en la cama, alarmada, para escucharla otra vez más. Temía que volvieran los cuentos.

Un día me vieron, mami. Seguro que no me tapé o que la lamparita se apagó. Eran muchos, pero eran buenos. Yo ya los conocía de otras veces, cuando estuve con ellos. También estabas tú. Pero no eras mi mamá. Ellos me han dicho que ahora tengo que aprender mucho, como cuando tengo que hacer deberes. —Entre risitas añadió—. Voy a estar muy ocupada. —Adivinó la cara confundida de su madre—. Pero mamá ¿tú no te acuerdas? —insistía.

¿De qué, Gala? ¿De qué me tengo que acordar?

De cuando fuiste otra mamá y eso… de los otros sitios. Los ladrones se han quedado allí.

No, cariño…, yo no he sido más mamá que ahora.

Gala se hizo la interesante y sonrió como si fuera a desvelar un secreto.

Eso te crees tú. En una vida hay muchas vidas.

Los ladrones se quedaban en algún lugar, a la espera.

Gala reía con su risa cantarina, su pelo rubio, a la par que oscuro, y su mente brillante.

No puedes montar dos veces en el mismo tiovivo, mami —bromeó.

 Pero yo me quedo aquí.

Toda esta vida.

Contigo.

 Gala se acercó a su madre y le dio un sonoro beso y un abrazo de esos que dan los niños cuando aprietan.

Yolanda Aller

Diciembre 2013

Fóbica y Bestial: Cacofobia

Autor@:  

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Bestiario / Microcuento

Rating:  Todos los públicos

Este relato es propiedad de Victor Mosqueda. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Fóbica y bestial: Cacofobia.

Se le suele encontrar en zonas oscuras, donde las sombras traicionan a la vista y distorsionan los contornos de las cosas. En esos escenarios suele hacer una aparición lenta, consciente, como la metamorfosis de un animal alado. Pasa de lo luminoso a lo lóbrego, de lo sutil a lo grotesco, de lo forme a lo informe, a velocidad de cortejo fúnebre. En el primer nivel, su apariencia es dulce y fresca. Los pómulos lucen rosados y redondos como toronjas recién caídas, los ojos brillantes y francos como una noticia alegre, los dedos sedosos y delgados, los labios virginales e impolutos, con una sonrisa que invita a dormir la siesta sobre ellos y soñar con un futuro más amable. Pero es allí, en esa sonrisa, donde comienza la transformación, donde comienza la deformación. Los labios se congelan y el gesto pierde naturalidad, gana plasticidad, se vuelve una mueca. Pasa de la risa al estupor, del estupor al pasmo, del pasmo al pánico, de allí al embotamiento y luego a la enajenación absoluta. Se instala en la mirada un odio profundo, un anhelo de sangre, de muerte, de fealdad, de destruirlo todo para dejar al mundo tan salvajemente desmantelado, tan tétricamente recompuesto, como una máscara hecha de pieles muertas, cosidas sin destreza alguna y mal puesta sobre un rostro al que le han arrancado toda posible facción, toda posible gracia. Los pómulos, entonces, parecen frutos ennegrecidos y reducidos. No es de extrañar que salgan de ellos gusanos gordos, que corrompan el aire con sus virulentos gases, infectando cada cosa viva, inoculando su bacteria sobre cada cosa en la que aún habite la belleza, para devolverle la atrocidad, la monstruosidad, que cada una tiene dentro de sí. Y entonces, ya completamente transformada, suelta palabras horrendas, malsonantes, viciadas, incómodas, destructivas, desde sus labios curtidos como el más árido de los desiertos, y los oídos sangran como ojos de Magdalena.

Se dice que la única forma de protegerse de este engendro es arrancándose los ojos de sus cuencas, y clavando agujas de tejer dentro de los oídos, hasta que ya ninguna imagen pueda ser procesada y ningún sonido se cuele dentro de nosotros. La fealdad de la que se intenta proteger con este medio es también la consecuencia directa del mismo, pero no es distinta al proceso requerido para deshacerse de cualquier virus o enfermedad. De cualquier forma, el único sentido que podría dar cuenta de esta degradación de la belleza propia sería el tacto, y es algo que se evitaría, sencillamente, cercenándose las manos.

Hay enemigos contra los cuales no es viable la contemplación. Este es uno de esos.

Victor Mosqueda

Ilustración de Paloma Muñoz

La fobia del narrador

Autor@: 

Ilustrador@: Rosa García

Corrector@: 

Género: Relato corto

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de María Cristina Salvans. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La fobia del narrador.

Les contaré mi triste historia y lo único que podrán hacer es llorar. Porque no es que sea triste… Lo que la hace triste es lo patética que es.

Resulta que tengo fobia a escribir. Y es necesario en mi oficio, de hecho, imprescindible… Bueno, soy escritor.

No ha sido fácil reconocerlo, pero es así. Le tengo una fobia horrible a las letras, a esas uniones que forman palabras y con espacios, puntos y comas, frases. Odio los signos de interrogación, los de exclamación y las tildes. Y, por encima de todo… Los párrafos.

¿Y los géneros? ¿Qué hay que decir sobre los géneros? Fantástico, ciencia ficción, romántico, histórico, negro, policial, terror… ¡O todos a la vez!

Entonces, no es tan chocante pensar que hay escritores que tienen fobia a escribir… ¿O sí?

Parece que a eso se le llama grafofobia.

Mi grafofobia empezó cuando era un alumno de primaria que aprendía las letras y cómo escribirlas. Concretamente, vino determinada porque no entendía lo del maldito bigotito que se pone sobre la “n” para crear una nueva letra, una que le da un significado completamente distinto a la palabra “ano”. Nunca lo he entendido, pues creo que por el contexto ya se sobreentiende lo que quieres decir, por ejemplo, la frase “¡Feliz ano nuevo!” se refiere a ese periodo de tiempo compuesto por 365 días, no al esfínter que se encuentra al final del tracto digestivo; eso no puede ser nuevo más que en el momento del nacimiento.

En fin, que con el tiempo, mi “enefobia” (agreguen un bigote a esa “n”) se convirtió en una grafofobia. Este pobre escritor le teme a todo lo que tenga que ver con escribir. Incluso, a veces, a que le llamen escritor.

De hecho, yo prefiero que me llamen narrador. Porque aquí aparece una parte interesante de ésta, mi minibiografía; evidentemente, yo no escribo.

Uso un programa informático que convierte mi voz en texto. Es terriblemente molesto, porque no capta mis pausas como debería y mis relatos parecen carecer de ese carácter académico que es solicitado entre los círculos de grandes escritores y críticos. Y por eso, nunca me van a dar el Novel de literatura; ya lo tengo asumido, pero ¡qué injusto!

Después de desarrollar ese terror a escribir palabras con la “n” bigotuda, empecé a tenerles miedo a todas. Eso de poner los puntos sobre las “i”, el rabo de la “o”, la larguirucha “l”, la camella “m” y la dromedaria “n” y, sobretodo, lo de “ga”, “go”, “gu”, “gue”, “gui”… ¿¡Qué demonios hace esa “u” ahí en medio!?

Ilustración de Rosa García

Escribir no me gustaba y, a decir verdad, sigue sin gustarme. Pero dista mucho ese odio a una fobia. Me da miedo que todas esas formas salten del papel y me ataquen ¿¡qué quieren que les diga!? ¡Esa “s” parece una serpiente a punto de morder!

Porque en mis pesadillas, imagino que me equivoco, que escribo una palabra mal y, de repente, las letras se unen formando una figura monstruosa y me destrozan entero. Y aquí me encuentran, dos meses después, cuando los vecinos del piso de al lado se quejan porque mi cadáver apesta. Y eso no lo voy a consentir.

Así que para evitar esa muerte horrible, no escribo y otro lo hace por mí. Siempre ha funcionado, por eso no veo la diferencia entre hacerlo o no.

Imagínense como funciona mi mente que, a veces, ni siquiera tengo un tema pensado, ¡empiezo a hablar y sale solo! Además, me han publicado algún que otro bestseller, ¡así, sin escribir! Y la verdad es que no me puedo quejar. ¿Ven? ¡Todo es positivo! ¡Solo me comporta beneficios!

Excepto por las alucinaciones, claro.

En definitiva, he decidido que no voy a cambiar; todo está perfecto tal y como está.

Voy a dejar que sean los demás los que busquen el tono académico en sus relatos, que se centren en géneros y temas variopintos e incluso que rimen en asonante o consonante, si así lo prefieren.

Mi escritura es narrativa; mi determinación inequívoca y, mi grafofobia, apasionante.

Mª Cristina Salvans

La tragedia de Jose Juan

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato humorístico

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La tragedia de Jose Juan.

―  ¡José Juan qué tienes las albóndigas puestas en el plato!

― ¡No quiero comer albóndigas! No me gustan. ¡Me dan asco!

― ¡Siéntate inmediatamente a la mesa que va a venir tu padre!

Ante la orden de su madre, José Juan bajó la cabeza y se acercó a la mesa. Se sentó y comenzó a contar hasta cien. Los brazos caídos sobre el regazo y la mirada perdida en un punto indeterminado del ventanal del comedor como no dándose por enterado.

El padre acababa de llegar y se quitó la gabardina. La señora de la casa la colocó sobre  el respaldo de una silla. Después de saludar cariñosamente a José Juan y a su hermano pequeño, Antonio que acababa de sentarse, el padre esperó a que la mujer sirviera la comida.

Las albóndigas de José Juan permanecían en el plato mientras el chico jugueteaba con el tenedor indolentemente. La madre miraba de reojo a José Juan y le tocó el brazo haciendo un gesto de contrariedad ante su falta de apetito.

― Cómete las albóndigas. No te lo repito más veces.

― No me gustan. ¿No hay otra cosa para comer?

― ¡Te comes las albóndigas!

Así estuvieron un rato hasta que el padre terció.

― Bueno, mujer. Si al chico no le gustan las albóndigas, ponle otra cosa.

La esposa miró con disgusto al marido.

― ¡Qué se las coma! No tengo por qué hacerle otra comida al niño. Las albóndigas son buenas y con este frío que hace le vienen muy bien, así de calentitas.

Al final, José Juan tuvo que hacer de tripas corazón y zamparse las albóndigas de su madre si quería tener la fiesta en paz.

En lo único que pensaba era en terminar de comer lo antes posible para irse a su habitación y leer algún libro de aventuras que lo ayudara a distraerse y a no pensar en las dichosas albóndigas que su madre le había obligado a comer. Solía ponerse bastante malo antes, durante y después de tenérselas que ver con las indeseables albóndigas.

 Pero si quería salir con sus amigos y hacer las cosas que le gustaban, tenía que obedecer a su implacable madre y portarse como un ‹‹ hombre valiente›› frente a esa comida que tanto detestaba.

Una vez digeridas las albóndigas, tras haber suavizado la situación con un  poco de fruta, y después de ayudar a su madre a recoger la mesa,  el chico se retiró.

 El padre se recostó un rato en su sillón favorito y su hermano pequeño se entretenía con sus juguetes.

José Juan era un buen chico. En realidad era un chico estupendo: aplicado, generalmente obediente,  estudioso, ordenado; hacía las cosas concienzudamente y quería mucho a sus padres.

Todo le parecía bien y en cuestión de comidas, el chico era un tragón impresionante porque comía a cuatro carrillos. Pero había algo que se le atragantaba. Y ese algo era todo o casi todo lo que tuviera que ver con la casquería y más que nada las jodidas albóndigas.

Lo curioso es que,  aunque la carne picada no la podía ver ni en pintura, sí que se tragaba los filetes rusos tan compactos y frititos que su diligente madre en su afán de dar sustanciosas y buenas comidas a sus dos hijos, preparaba con todo el amor del mundo.

Los filetes rusos llenos a rebosar con salsa de tomate, volvían loco a José Juan.

Y no sólo los filetes rusos: el chico se zampaba en un abrir y cerrar de ojos, toda una ración de boquerones rebozados fritos  con chocolate. Así, sin más y sin cortarse ni un pelo. Un pelo  que por cierto era rubio como el de un dios vikingo.

La mamá de José Juan estaba muy orgullosa de sus dos niños.  José Juan con once años y Antonio con cinco. Porque ambos hijos eran buenos y estudiosos y estaban muy bien educados. Todo podía resultar de color de rosa para la señora madre si exceptuamos las fobias de los chicos a ciertas comidas.

El peor sin duda era Antonio. José Juan era un bendito que sólo se ponía enfermo con las albóndigas y la carne picada en general.

 Antonio comía fatal y su madre se ponía mala de la muerte cada vez que tenía que hacerle la comida.

Antonio era un capullo para comer. No le gustaba nada. Ponía pegas a todo. Y la pobre señora que se desesperaba lo indecible, se las veía y traía para que su hijo pequeño comiera algo decentemente.

Mientras el mayor era un hambrón que no tenía hartura el pobre, el segundo era un melindres al que daban ganas de arrearle dos hostias de cuarenta duros cada una por cortarle el rollo a su santa madre con la comida y acabar con su divina paciencia.

Bueno, pues como no voy a estar dando la vara con las albóndigas de José Juan y el martirio de su madre con las comidas del hermano, voy a saltar en el tiempo y me voy a situar en la actualidad con un José Juan casado, que sigue sin poder digerir las albóndigas.

Ilustración de Daniel Camargo

Su mujer ─que come de todo─  suele tener cierto reparo en prepararse unas albóndigas, porque sólo su simple visión en el plato tan humeantes, calentitas con su salsita, oliendo maravillosamente bien, a José Juan le sentaba como un tiro.

Su mujer, que es una cachonda mental, le soltaba:

― Oye que si tu madre te hacía la vida imposible, obligándote a zamparte las putas albóndigas a la fuerza, no es culpa mía. La culpa es de tu madre. No me extraña que tengas un complejo freudiano con  esa comida. Además porque tú no las puedas soportar, yo no voy a dejar de comerlas. ¡Estaría bueno!

La evidente ‹‹comprensión››  de la mujer de José Juan ante el rechazo que manifestaba a la vista de las albóndigas, dejaba bastante fuera de juego al pobre hombre que hacía grandes esfuerzos por no mirar el plato que tan divinamente comía su mujer mojando el pan y soltando hasta gemiditos de placer de lo bien que le habían salido las albóndigas.

Hay que aclarar que la mujer, muy pocas veces, se servía albóndigas. Alguna que otra vez las pedía cuando comían fuera de casa. Lo hacía porque le quería mucho y porque se solidarizaba con él, no siempre claro, pero sí casi siempre.

Le daba pena y pensaba en lo mal que lo pasaría de pequeño, obligado a comer algo que tanto aborrecía. Desde luego, la madre de su marido debía haber sido una mujer temible.

Por supuesto que ella no era así porque, ante todo deseaba que el hogar de José Juan y su repertorio culinario fuera siempre  agradable para su marido.

Después de muchos años de convivencia y estando de acuerdo en casi todo de las cosas de la vida, la comida no iba a ser una excepción. Y la mujer prefirió tomar como un asunto intocable el hacer albóndigas, una bechamel con carne picada, unos macarrones o espaguetis rociados con carnecita y sí prepararle unos suculentos y macizos filetes rusos cubiertos de espesa salsa de tomate.

Todo por amor a José Juan.

Dedicado a mi marido  (aunque él no lo sepa) y también a mi suegra.

Madrid, 26 de diciembre de 2013

La forja de un rebelde

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Género: Relato corto

Rating: +18

Este relato es propiedad de Ricardo González. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La forja de un rebelde.

Su madre le ofreció una naranja. Y supo lo que pasaría a continuación. No es que le agradara; ¿a quién iba a agradarle una cosa así? Y además las naranjas ya no le disgustaban tanto como antes. Amén del hecho de que sabía que, con la contundencia de lo inexorable, se la terminaría comiendo. Pero algo le había llevado desde bien pequeño a perseguir y alcanzar la gloria tenaz del empecinado. La rebeldía era en él algo génico y estomacal, visceral, hipofisario. El alacrán sobre la rana.

Sabes que tengo fobia a las naranjas- lo dijo con la serenidad de quien sabe que demasiado a menudo se confunde el verdadero valor con el discurso enardecido. Cuando la valentía es, con frecuencia, discreta y hasta muda.

Ven aquí.

Ilustración de Jordi Ponce

Afianzó los pies en el suelo y alzó el rostro, a la manera de un espartano en las Termópilas, arrostrando su destino con estoicismo. Cerró los ojos,  más por conjurar el peligro de que saltaran de sus órbitas a resultas del impacto que por no ver lo que se le venía encima, por otro lado harto conocido ya.

Restalló colosal y magnífico. Contundente e irrebatible. Categórico. Impecable en su ejecución. Ancestral y subyugante. Feo, fuerte y formal.

Fue un bofetón de bruta madre. De la bruta que lo parió.

Ricardo González

Ciprianofobia

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Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Fantasía urbana

Rating: +13

Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustraciones son propiedad de Sonia del Sol. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Ciprianofobia.

Cuando se sentía triste, siempre acudía a la compañía de las prostitutas. Le reconfortaba el calor que transmitían a su cuerpo tullido por solo unos míseros chelines. Esa calidez humana que expulsaba de los huesos la terrible humedad adquirida durante los incontables paseos nocturnos por las infestadas calles londinenses.

Ilustración de Sonia del Sol

Pero esa noche era diferente. La tristeza de su interior era tan grande que se había desatado en desolación, una especie de desesperación que una confesión en Whitechapel Church no podría absolver y que la compañía de una mujer de la calle no disolvería. Se sentía un mísero y un fracasado: desdichadamente, aquella noche había perdido la fe en sí mismo, en sus manos arrugadas que, temblorosas, le pedían con urgencia el siguiente trago de whisky; había perdido la fe en su profesionalidad, había desempeñado su oficio de médico durante más de treinta años, y aunque sujetase fuertemente su maletín de doctor; y había perdido la fe en el Dios misericordioso y lleno de amor que aquella noche había decidido llevarse junto a su seno a esa criatura inocente, mostrándose frío, cruel y vengativo al dejar a una madre joven y pobre desconsolada, infectada de tuberculosis, portadora de la sífilis y huérfana de hijo.

¿En eso consistía la justicia divina? Gloria y oro para su majestad, la Reina Victoria y para todos sus descendientes por la gracia de Dios; tifus, cólera y miseria para el pueblo abandonado a su suerte. La muchedumbre de la pocilga en la que se había convertido el East End londinense convivía con la pobreza en un barrio dónde los crímenes y las bandas eran el pan de cada día, dónde la prostitución era la única fuente de ingresos posible para viudas, madres y muchachas; y dónde las ratas compartían tejado con los mugrientos inquilinos de los edificios de Thrawl Street, entre los que se encontraba Mary Ann Nichols, conocida vulgarmente como Polly, una prostituta de mediana edad a la que el doctor había asistido en un par de ocasiones por coma etílico. No, si Dios existía, definitivamente permanecía absorto con los problemas de inquinas internas de la Casa Real Británica y con los menesteres de su Imperio y nunca posó sus ojos sobre el East End. Si existía, había abandonado a sus gentes. Ignoraba las plegarias de los enfermos del London Hospital, cuya podredumbre les devoraba el cuerpo poco a poco, y se reía de los pocos feligreses que acudían a Whitechapel a rezar y a los muchos otros que aparecían hambrientos y agradecidos por recibir un plato de sopa caliente y aguada, cuyas vidas podían encontrar un trágico final a cuchillo a las pocas horas, por unos míseros centavos y en cualquier esquina. No, Dios no era ni misericordioso, ni bueno con las pobres gentes de ese barrio. Probablemente, ni siquiera existía.

Un chasquido sonó en la lejanía acompañando a ese pensamiento y un rayo alumbró fugazmente el cielo nocturno. El doctor apresuró sus pasos renqueantes sobre la acera sucia con olor a orines temiendo que se desatara un chaparrón de verano. Pero el cielo se mantuvo calmo. Miró arriba esperando algo,  una ínfima señal de la existencia de ese Dios del que acababa de renegar, pero solo vio la negrura que se cernía sobre las escasas farolas que apenas lograban iluminar la calle adoquinada. Nada parecía indicar que el cielo se estremecería de nuevo sobre la asfixiante y bochornosa noche de agosto. Y no lo hizo.

Pero una súbita ventisca azotó las copas de los árboles de la avenida haciéndoles que cobraron vida y formas fantasmagóricas. Un frío glacial recorrió la curvada espalda del doctor. De repente, se sentía observado. Detuvo sus pasos y miró atrás. Nada. Solo la típica neblina que solía cubrir el asfalto con la humedad de los vapores del Támesis y con el humo de las chimeneas. El viejo hombre reemprendió su marcha apoyado en su bastón y notó como algo o alguien le seguía los pasos. Primero desde lejos, luego acercándose.  Volvió a parar y a girarse, esta vez apuntando con su bastón. «¿Quién hay allí?», le gritó al aire, «¿Dónde te escondes Recibió la callada por respuesta. Detrás suyo, por mucho que sintiera que algo o alguien le acechaba, no había nadie, absolutamente nadie. ¿Eran los primeros efectos del delirium tremens, que ya hacían su aparición? Sacó su reloj de cuerda. Las 2:20. Llevaba trece horas sin tomar una copa, y el sudor frío empezaba a resbalarle por la frente. Necesito un trago, se dijo, y se dirigió rumbo a The Angel & Crown lo más rápidamente que pudo.

El rumor de risas y peleas de taberna que llegaron hasta sus oídos le indicaron que ya estaba cerca de Wellclose Square. Sin aliento, recorrió los metros que le separaban del portal donde unos marineros ebrios salían acompañados de varias prostitutas. Entre ellas, pudo distinguir a Martha Tabram, conocida localmente por Martha Turner.

Entonces, un remolino de viento frío surgió de la nada frente a él, formando una especie de nube grotescamente oscura cuyos tentáculos de humo daban latigazos en el aire, levantando estelas de polvo. El viejo doctor inclinó su sombrero para evitar que la suciedad le entrase en los ojos y, a ciegas, respiró ese aire infestado de muerte. Cuando abrió la boca para toser, sintió como un frío acerado se deslizaba por su garganta, le traspasaba las entrañas y se instalaba en ellas. Fue lo último que sintió hasta el amanecer.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el viejo doctor se encontró echado sobre su propia cama, vestido, y sin saber como había llegado allí. No se fijó en sus manos manchadas de sangre seca. Se incorporó lentamente. Sus huesos envejecidos chasquearon y sus músculos extremadamente rígidos le infligieron punzadas de dolor. Todavía podía sentir el frío en su interior, un frío que contrastaba severamente con el calor de la habitación. Afuera, en la calle, había más escándalo del usual. Oyó como Dark Annie, la vecina de arriba, abría de par en par su ventana y, seguramente asomando su cabeza gritaba, sin ningún atisbo de vergüenza o pudor:

—¡Eh, vosotros! ¿Alguien me puede decir a qué viene tanto alboroto? ¡Que una ha estado trabajando toda la noche y tiene que descansar!

—¿No se ha enterado señora? —preguntó un pequeño ladronzuelo que siempre andaba por las calles pidiendo limosna— Han encontrado a una puta cosida a puñaladas en las escaleras de George Yard Buildings.

—¿Ah, sí? ¿Y de quien se trata, si puede saberse? Y corrige tu lenguaje, niño, o bajaré y te arrearé una patada en el culo.

—Pues baje si quiere. Usted no es mi madre. Y yo hago lo que me da la gana. Y, la puta, era la Martha.

—¿La Turner? —preguntó Annie en un tono que dejaba ver una nota de  preocupación.

—La misma —dijo el niño mientras se alejaba corriendo.

El doctor, estupefacto e incrédulo, sentado sobre su cama, miraba atónito sus manos ensangrentadas sin comprender qué le había sucedido. No estaba herido; la sangre no era suya. Intentó recordar, pero no pudo. Fijó su mirada sobre el maletín médico que descansaba sobre la mesa y, aún sin comprobarlo, lo intuyó. En un arrebato de ira se abalanzó sobre él y tiró todo su contenido al suelo. Unos tubos de cristal se rompieron en mil pedazos, unas tijeras arañaron las baldosas manchadas y rotas, una venda rodó hasta que chocó con la pata de una silla y tres cuchillos y una sierra cayeron pesada y ruidosamente. Dos de los cuchillos de operar estaban manchados de sangre seca.

Veinticinco días después de aquel suceso, en la noche del 31 de Agosto de 1888, un viento extraño se levantó en Bakers Row, rompiendo ventanas y rebatiendo puertas. El carnicero, que estaba despiezando un cerdo en el almacén trasero mientras pensaba en cómo le gustaría degollar a su esposa, infiel y beata, que seguramente se trajinaba al párroco de Whitechapel o, al menos, así lo indicaban todas las pistas. Salió corriendo, cuchillo en mano, en cuanto oyó la explosión de cristales rotos, hecho una furia y dispuesto a hacerle pagar los desperfectos al desdichado que hubiera tirado la pedrada contra su ventana. Pero en la calle no halló más que una sombra negruzca y estremecedora que parecía hecha de aire contaminado y, al mismo tiempo, sustentar algún tipo de vida. El carnicero tuvo la impresión de que lo miraba fijamente instantes antes de que se precipitara sobre él, entrándole por la boca y ahogando un grito de pánico en la garganta.

Aquella noche nadie vio a ese hombretón con el delantal de cuero sangriento y que empuñaba un enorme cuchillo de despiezar reses caminar por las calles como un zombi sin rumbo, porque una maléfica nube oscura lo cubría por completo. Nadie oyó sus pasos por Bucks Row, porque un viento envolvente amortiguaba el sonido de sus pisadas. Y nadie vio cómo destripaba brutalmente a la adorable Polly porque algo salido del mismísimo infierno lo protegía.

*********

Ilustración de Sonia del Sol

—A veces el diablo se viste de persona y envía cartas desde el infierno.

—¿Se refiere a Jack el Destripador?

—Jack, John, Albert, Ed, Ted… uno, varios… todos son lo mismo ¿Qué importan los nombres? Aunque tenga incontables nombres y disfraces sigue siendo él.

—¿Él, Charles? ¿A quién te refieres?

—A él, al demonio. Te entra por la boca y te sale por las manos.

—¿Y por qué hace eso?

—Nos utiliza para dejar su mensaje.

—Y ¿cuál fue el de usted, señor Manson?

—Querrá decir el que él dejó a través de mí y de mi modesta familia.

—Eso… eso mismo.

—Estaba en las paredes de la casa de Sharon Tate, escrito con su propia sangre. Yo no lo recuerdo. Solo fui el mensajero. Y los mensajeros no leemos la correspondencia. Pero usted todavía puede verlo en las fotos policiales si quiere. Pida permiso para publicarlas en su periódico. Seguro que se lo darán. Ah, y resérveme un ejemplar. Me gusta coleccionar todo lo que se escribe acerca de mi obra.

—¿De su obra?

—Como mensajero del diablo

—¿Cómo Jack el Destripador?

—Como a todos a los que llamaron Jack el Destripador.

—¿Eran varios?

—Eso parece.

—¿Y el mensaje?

—Ya sabe… aquella carta…

—Ya…desde el infierno…

—Exacto.

—Pero hay algo que no encaja. Desde esos crímenes hasta el que usted cometió han pasado ochenta años. Y eso es mucho tiempo.

—Y dos mil desde los tiempos de Calígula. Él es tan viejo como el mundo y desde siempre ha contado con siervos devotos a transmitir su mensaje.

—Ya veo…  y eso engloba a todos los sociópatas asesinos de la historia ¿no?

—No a todos. El Canibal de Ziebice, por ejemplo, obró por cuenta propia. Créame, ese estaba loco.

—Loco… uff… dicho por usted… suena extraño. Y bien, entonces, según su razonamiento ¿Cómo podemos distinguir quién es mensajero del diablo y quién no?

—Eso es fácil. Digamos que, al igual que le ocurre a Dios, el diablo tiene ciertas debilidades, cierta… misoginia.

—Que odia a las mujeres ¿Se trata de eso?

—En parte, solo en parte. Parece ser que, de entre las mujeres, las prostitutas siempre han sido sus víctimas preferidas. Quizás, en el fondo, esto se deba a que, en cierto modo, las teme. Incluso es posible que el mismísimo Belcebú, señor de los infiernos, padezca de ciprianofobia. Pero si prefiere no creerme, si cree que eso va a hacerle sentirse más seguro, puede llamarme loco o perturbado, y olvidar lo que le he contado. Todos lo hacen. Mucho mejor vivir en la ignorancia que aceptar la verdad, ¿no? Es más fácil y menos inquietante. Así, todos podéis respirar aliviados pensando que el mundo es un lugar apacible y tranquilo. Por cierto, ¿quiere que le cuente la historia de Cipriano?

Olga Besolí

Enero 2014

Soledad

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Terror

Rating: +18

Este relato es propiedad de Roberto del Sol. La ilustración es propiedad de Nelle Carver (Noelia de la Torre). Quedan reservados todos los derechos de autor.

Soledad.

Nathan se sirvió un poco más de vichyssoise y colocó el plato con delicadeza frente a él. Después respiró hondo, se quitó una inexistente mota de polvo de la manga del esmoquin y levantó la vista con timidez para mirar a los ojos al resto de comensales. Las notas de Brahms flotaban con delicadeza en el aire y la luz de las velas hacían que el comedor temblase con una calidez acogedora, pero lo que tenía que decir era tan importante que, a pesar de que sentía el agradable calor de la cocaína recorriendo su cuerpo, no podía evitar estar un poco nervioso. Había llegado el momento y todavía no estaba preparado. Y no era una cuestión de tiempo. A pesar de las veces que había ensayado el discurso, no se sentía cómodo abriendo el corazón ante los demás, aunque se tratase de su familia. Sentía los ojos de todos clavados en él, expectantes. Aclaró la voz con un pequeño carraspeo y bebió un sorbo de agua. Tomó la mano de Manuel para coger fuerzas y empezó:

—Lo… Lo primero que quiero hacer es agradecer vuestra presencia aquí en esta noche tan especial. Esto significa mucho para mí. Nada más que falta Sami —comentó con cierto pesar mientras dirigía la vista a la silla vacía a su derecha—, pero ya sabíamos que por ese trabajo que absorbe todo su tiempo y la enorme distancia que la separa de nosotros no iba a ser fácil que pudiese estar con la familia. —Tomó aire. No se le daba bien hablar en público y quizás lo estaba haciendo un poco atropelladamente. Sentía la boca seca—. Tengo ya treinta y siete años, y creo que es el momento de acometer algún cambio en mi vida que aporte cierta estabilidad. Todos sabéis que no estoy preparado para vivir solo. Nunca lo estuve y nunca lo estaré. No podría soportarlo. He pasado muchos años de mi vida buscando respuestas a ese problema. Desde niño he visitado médicos que nada más que se mostraban interesados en tu chequera, madre. Personas sin escrúpulos que me recetaban pastillas para intentar que dejase de ser yo mismo. Hasta que por fin comprendí que no todos tenemos por qué ser iguales. Algunos nacemos con una sensibilidad especial, somos de naturaleza más delicada, de espíritu más puro, y necesitamos estar siempre protegidos, rodeados por aquellos que más queremos. Por eso agradezco el enorme esfuerzo que has hecho, madre, al aceptar por fin entre nosotros a Manuel —miró a su izquierda y volvió a apretar la mano de la persona con la que había decidido pasar el resto de su vida, ¿acaso era una pequeña lágrima eso que asomaba en su ojo?—. Sé que no ha sido fácil y que has puesto mucho de tu parte. Y también sé que lo has hecho solo por el amor que sientes hacia mí. Por eso te doy las gracias. —Le dio la impresión de que esas palabras habían ablandado el gesto siempre duro de su madre—. En cuanto a ti, padre, no sé cómo agradecerte que hayas decidido volver con la familia precisamente esta noche. No quiero perderos a ninguno; no podría soportarlo. —Ahora era él el que comenzaba a sentir la humedad en sus ojos—. Ya por último, me gustaría también tener unas palabras de agradecimiento para Manuel, la persona que mejor me conoce y me entiende. Sé que tenías muchas dudas y, a pesar de lo que sientes por mí, estuviste a punto de arrojar la toalla por todo lo que me rodeaba. Pero eso se acabó. Ya ves que ha merecido la pena. Ahora eres un miembro más de mi familia y voy a compensarte por todo lo mal que lo has pasado. Te lo prometo…

El timbre de la entrada comenzó a sonar con insistencia. Nathan no podía creerlo. ¿Quién sería el maleducado que se atrevía a interrumpir una cena de Navidad? ¿Qué asunto podía ser tan importante como para no poder esperar al día siguiente?

—Nathan, ve a abrir la puerta —dijo imitando la voz de su madre—. Quizás se trate de Samantha, que al final haya podido cancelar sus compromisos y quiera darnos una sorpresa.

Nathan separó ligeramente la silla de la mesa, estiró la chaqueta del smoking y se dirigió a la puerta de la entrada con paso ceremonioso.

Las luces azules y rojas atravesaban las cristaleras y rompían con estridencia la magia del momento. Estaban fuera de lugar, eran de mal gusto. No casaban con la decoración que su madre había ordenado que se colocase en la entrada. Nathan abrió la puerta y un hombre, en apariencia demasiado joven para llevar uniforme, se presentó con voz temblorosa y preguntó por su madre. La cocaína hacía que las palabras llegaran hasta sus oídos amortiguadas, como con sordina. No entendía qué era lo que pretendían de él y por qué querían ver a su madre.

—¿Mi madre? —les respondió—. Será mejor que no la molesten en una noche como esta.

Pero el hombre-niño no le hizo caso, y con toda la educación del mundo le pidió que se hiciese a un lado mientras otros hombres uniformados entraban en la casa. Parecía que flotasen en vez de caminar.

Alguien con voz desagradable comenzó a gritar cosas sin sentido. Dos de los hombres se abalanzaron sobre él, le dieron la vuelta y lo tumbaron en el suelo. Las esposas mordieron la piel de las muñecas. El hombre-niño comenzó a recitar de forma automática las mismas frases que en las películas les decían a los malos cuando los arrestaban. Él, con la mejilla aplastada contra la alfombra, solo acertaba a balbucear incrédulo. El mundo se derrumbaba a cámara lenta a su alrededor como un castillo de arena demasiado seca, pero ahora que padre había vuelto por fin a casa, se encargaría de todo. Él lo arreglaría.

***

Bruce O’Malley conducía el coche mientras pensaba que en Nochebuena no deberían suceder ese tipo de cosas. Todos los malos del mundo tendrían que estar obligados a firmar una tregua hasta que pasara la Navidad. O mejor aún, hasta Año Nuevo.

Al dejar atrás el pequeño bosque de hayas, silbó de forma inconsciente cuando vio la silueta de la imponente casa iluminada por las luces de los coches patrulla.

—Así que es verdad —susurró por encima de la música navideña que sonaba por la radio—, los ricos también lloran.

El teniente entró en la casa con pasos grandes para esquivar cada una de las pruebas que estaban numeradas en el suelo. Demasiados números puestos por chicos novatos que lo catalogaban todo por inexperiencia y por miedo a meter la pata, pensó mientras pasaba revista a sus hombres con la mirada e intentaba recordar si alguna vez, en la prehistoria, él había sido tan joven.

—Buenas noches, teniente —gritó casi cuadrándose a su paso uno de los chicos.

Bruce los saludó a todos con un gesto de la mano.

—¿Dónde está el forense? —preguntó.

—En el comedor, señor —respondieron de inmediato varias voces, a la vez que uno de los que tenía más acné señalaba el camino.

Bruce agradeció la respuesta con otro gesto de la mano y siguió la indicación.

En el comedor la mesa estaba suntuosamente puesta para cinco personas, y alrededor estaban sentadas tres. Un hombre rechoncho exploraba los cuerpos con delicadeza.

—Hola, Ambrose —saludó con cansancio a su amigo al entrar en la sala—. ¿Feliz Navidad? —preguntó con duda.

—Pues mucho me temo que para estos miembros de la especie humana eso poco importa ya. En cuanto a ti y a mí, me parece que, por desgracia, ya estamos acostumbrados a este tipo de cosas, aunque siempre llego a la escena del crimen con la esperanza de que alguien todavía sea capaz de sorprenderme. —Ambrose se vio obligado a justificarse ante la mirada de su amigo—. Una vez que el mal ya está hecho, que por lo menos nos plantee algún tipo de reto, ¿no? —dijo mientras deslizaba los lentes hasta la punta de la nariz.

—Si tú lo dices…

El teniente comenzó a caminar alrededor de la mesa para intentar ponerse en situación.

—Por cierto —comentó Ambrose divertido mientras señalaba la puerta—, ¿ya no te quedan veteranos? Dos de tus chicos salieron a vomitar al jardín nada más entrar por esa puerta.

—¿En Nochebuena? No te imaginas cómo está el tema del personal esta noche —respondió quejándose—. Aguarda un instante, voy a pedir que nos hagan unos cafés con mucho azúcar, parece que la noche va a ser larga…

—No te lo recomiendo por tres motivos: el primero es que parece que soy el único de los dos que se preocupa por tu salud, amigo. Estoy obligado a recordarte lo que sabemos sobre los perniciosos efectos del azúcar en tu organismo. El segundo es que la legión de abogados de esta familia estaría encantada de saber que te hiciste un aromático café en la cocina, estableciendo dudas razonables sobre la contaminación de las posibles pruebas. Y el tercero, y puede que el más importante, porque en la cocina hay dos fiambres más, quizás miembros del servicio que, a juzgar por el color de los labios, probablemente hayan sido envenenados. Así que, por la amistad que nos une, creo que lo mejor será que intentes superar tu adicción al café aunque sea solo por esta noche.

—Jooooder —suspiró Bruce abatido. Odiaba cuando su amigo se ponía tan pedante—. Vamos a hacer esto lo más breve posible entonces. ¿Vas a presentarme a tus amigos?

—¡Oh, sí! Disculpa mi falta de modales. Demasiados años de hamburguesa y donuts contigo. Se trata de los Fallon, la tercera generación de unos ricachones que hicieron su fortuna con…

—Farmacia.

—… y cosmética —terminó la frase sorprendido—. ¡Guau! No hay quien te pille desprevenido.

—Ya me conoces, siempre alerta.

—Bien, mi parte es la más sencilla. Tres cuerpos atados post mortem en las sillas con bonitos lazos de Navidad para obligarlos a mantener esa posición tan digna. La mujer —señaló a la anciana que presidía la mesa— es la todopoderosa Catherine Fallon, y tiene toda la pinta de haber muerto del mismo modo que los de la cocina. El chico, sin embargo, falleció de forma violenta, tiene el cuello roto y de eso hace por lo menos un par de días. En cuanto al caballero —señaló a la momia vestida con frac negro—, está irreconocible, pero lleva un anillo con las iniciales V y F, por lo que tiene toda la pinta de ser Vernon Fallon, el marido de Catherine, fallecido, si no me falla la memoria, hace más de cuatro años.

Ilustración de Nelle Carver

—¿Estás intentando decirme que guardaban una momia en la casa?

—No. Hay restos de tierra desde la entrada hasta aquí, y también en el cuerpo, así que lo que creo que pasó es que el muchacho lo desenterró en un intento de reunir de nuevo a toda su familia.

—¡Madre mía! No tendrás queja. Puede que no te haya sorprendido, pero no podrás negar que por lo menos lo ha intentado.

—Sí, sí, tienes razón —asintió varias veces con la cabeza, divertido. Hacía muchos años que conocía a Bruce, y esa amistad era la que hacía el trabajo un poco más soportable—. Ahora es tu turno de arrojar un poco de luz acerca de la investigación. Me intriga saber cómo habéis llegado a descubrir esta agradable reunión familiar de zombis.

—Pues el azar, querido Ambrose, en su versión más pura y dura, es lo que ha hecho que hayamos llegado hasta aquí. Y reconozco que solo ahora empiezan a encajar todas las piezas del rompecabezas. Si no me equivoco, el del cuello roto es Manuel Jackson, un chapero de poca monta que vivía en el East Side. Hace un par de días que denunciaron su desaparición y el agente de turno escribió en su informe que, entre la interminable lista de ex novios conocidos, figuraba Nathan Fallon. Y digo ex novio, porque en el informe también figuran las declaraciones de varios «amigos» de Manuel, que afirmaban sin rubor que solo estaba con Nathan por dinero, pero que aun así había decidido acabar con la relación. Sin que esto sirva de crítica al fabuloso sistema policial americano, y a pesar de los claros indicios, todo eso hubiese quedado en el limbo de los casos sin resolver sin duda alguna, porque en esta tierra de las oportunidades nadie se preocupa por los chaperos de poca monta y nadie molestaría al heredero de los Fallon con preguntas incómodas. Fue Samantha, la hermana ausente, la que agitó el avispero. Hace más o menos un mes recibió una carta de su madre invitándola a la cena familiar de Nochebuena. Hasta ahí todo sería lógico y normal, de no ser porque Samantha no se llevaba bien con ella desde la muerte de su padre, y ese había sido precisamente el motivo por el que se había mudado a la otra punta del país. Como los problemas de Samantha con su madre eran del tipo guerra nuclear, la rompió y se olvidó del asunto sin más. Hasta hoy, día en el que el fantasma de las Navidades pasadas la hizo arrepentirse de su acto y en un arranque de espíritu navideño llamó para intentar acercar posiciones. Pero lo que oyó al otro lado de la línea no le gustó nada. Al parecer Samantha siempre había tenido una relación muy especial con su hermano pequeño, Nathan, así que lloró al volver a hablar con él después de tanto tiempo, pero cuando hizo de tripas corazón y le pidió que le pasase con su madre, Nathan retomó la conversación haciéndose pasar por la vieja. Samantha al principio pensó que se trataba de una broma, pero después se asustó al darse cuenta de que su hermano iba muy en serio al intentar suplantar a su madre. Nada más colgar llamó a uno de sus abogados que, mira tú por donde, resulta que juega al golf con un pez gordo que conoce al alcalde, que a su vez llamó al capitán y este a su vez a nosotros, el último eslabón de la cadena alimenticia. —Ambrose sonrió—. Así que ya ves, desaparece alguien, sea gay o no, y no pasa nada; sin embargo, el heredero de una fortuna incalculable gasta una broma a su hermana y se moviliza todo el departamento de policía.

—Suena como si hoy hubieses visto por fin la luz de la revelación divina.

—¡Joder!, Marsha y yo estábamos a punto de trinchar el pavo cuando recibí la llamada de mi «amigo», el capitán. Hasta aprovechó para felicitarme las fiestas… ¿Se puede saber qué mosca le pica a un chico que lo tiene todo para montar un follón como este?

—Aunque te parezca increíble, me parece que a este chico sí le faltaba algo. No lo sé, porque no soy un experto en el comportamiento humano, pero creo que el muchacho sufre algún tipo de fobia a la soledad. Casi os destroza el coche patrulla cuando los agentes lo dejaron solo unos minutos, y lo que me cuentas encajaría con ese diagnóstico: un novio que lo abandona, una madre ya mayor, un padre fallecido, una hermana en la que se apoyaba y que también lo deja. Solo estaría tratando de reunir a su alrededor a las personas que daban estabilidad a su vida… Y esta vez para siempre.

—¿Acaso estás justificando a ese chiflado?

—No, solo digo que a veces no tenemos elección. Somos lo que somos, y desgraciadamente no siempre estamos preparados para vivir en sociedad.

—Con sus abogados y nuestro sistema penal, cuatro años en un sanatorio mental y estará de nuevo en la calle —se lamentó Bruce.

—Siempre estás quejándote. Encima que te invito a una fastuosa cena de la que no han tocado ni los entrantes…

—Me parece que acabo de perder el apetito. Saca las fotos que tengas que sacar y llévate a estos señores, que yo haré lo propio con el muchacho.

—Recuerda no dejarlo solo en la celda…

—Verás, tenía pensado llevarlo a tu casa para que os ayudase a trinchar el pavo.

—Muy gracioso, yo también te quiero. Feliz Navidad, Bruce. Recuerdos a Marsha.

—Se los daré, no lo dudes. Feliz Navidad, amigo. —Bruce salió de la habitación pensando si ahora los malos les dejarían trinchar el pavo con tranquilidad de una vez por todas.

Roberto del Sol

Asesino vacante

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Género: Negro

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Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Asesino vacante.

–¿Qué pasaría si el principal sospechoso de un asesinato sufriese un terror patológico que le impidiese cometerlo? –preguntó Vincent, cuando su ayudante entró en el despacho.

–¿Te refieres al caso del asesino vacante?

–Precisamente. No puedo quitármelo de la cabeza.

–Otra comisaria se encarga de resolverlo, nosotros tenemos otros casos en marcha.

–Lo sé, Javi. Pero creo que conseguiría descifrarlo si pudiese hablar con ese hombre, él es la clave de todo el misterio.

–Olvídalo, Vincent. Te traigo un caso interesante. Una mujer ha disparado a su marido con su rifle de caza…

–Seguro que se trata de alguna infidelidad, envía al agente González y algún otro compañero –se levantó de la silla estirando los brazos  hacia los lados, desperezándose después de horas de trabajo–. Aquel hombre no pudo salir de su casa. Hace un par de días concerté una cita con su terapeuta…

–¿Qué? El comisario se pondrá furioso si se entera de que volvemos a investigar por nuestra cuenta.

–No sabía que resolver un crimen fuese un crimen, señor Tejeda –respondió, arqueando una de sus cejas.

–Está bien, Vincent. Solo para que puedas explicarme lo que sabes y te quedes tranquilo, pero nada más. Refréscame la memoria.

–¡Eso quería oír! Encontraron a la víctima en el parque de las flores, muy cerca del lago, completamente desnudo. Tardaron casi dos semanas en descubrir quién era, pero finalmente la empresa para la que trabajaba denunció su desaparición. Adrián Gómez, un asistente domiciliario que iba de casa en casa ayudando a ancianos y personas enfermas. Solo tenía veinticinco años.

–¿Qué relación tenía con el principal sospechoso?

–Acudía tres veces por semana a la casa de Joaquín Viera,  un hombre que padece agorafobia, trastorno obsesivo compulsivo, misofobia y trastorno disocial.

–¿Puede alguien estar tan loco?

–Tuve la suerte de caerle bien a su terapeuta, y aunque al principio se mostró bastante reacio a explicarme el caso de su paciente, terminó soltándolo todo. Su patología principal era la agorafobia, miedo patológico a los espacios abiertos, pero a pesar de los años de tratamiento,  fue adquiriendo el resto de trastornos.

–Nuestro principal sospechoso tiene miedo a los espacios abiertos, y se supone que dejó el cadáver en medio de un parque, muy lógico.

–Mientras cursaba mis estudios universitarios, me gustaba acercarme a la facultad de psicología de vez en cuando, sé de qué van estas cosas –se encendió un cigarrillo y acercó su pitillera a Javier, que negó con la cabeza–. En el caso se presentaron dos testimonios. Las dos mujeres coincidían en que habían visto una sombra desgarbada, con el cabello largo y alborotado, que cargaba con un bulto pesado a su espalda. Ninguna de las dos supo describir con más detalle al supuesto culpable, pero remarcaron que era alto y rechoncho, y no parecía tener mucha fuerza.

–Y, ¿esa descripción puede encajar con nuestro sospechoso?

–Ahí llega el misterio. No he podido verlo con mis propios ojos, de hecho, ningún agente lo ha conseguido. Se niega totalmente a abrir las puertas de su casa, y es imposible que venga a la comisaria.

 –No sería la primera vez que un policía echa la puerta de una casa abajo, ¿por qué no lo obligan?

–Declaró desde el otro lado de la puerta. Después de hablar con su terapeuta, dieron órdenes de no molestarle innecesariamente.

–Y tú no quieres hacer otra cosa –su ayudante soltó una carcajada–. ¿Cómo piensas hablar con él?

–El hombre vive con una enfermera interna, pasan las veinticuatro horas del día juntos. Si salió en algún momento de esa casa, ella lo sabrá. Una vez esté dentro, tal vez no sea tan difícil hacerme con su confianza.

–Ten cuidado, Vincent. Si no encuentras lo que buscas, da marcha atrás, no te busques más problemas.

–No soy idiota, sé que puedo conseguirlo. Solo es cuestión de esforzarse un poco.

~***~

La casa de Joaquín Viera estaba en un barrio residencial muy tranquilo. En aquella zona, parecía que los años pasaban más rápido y que la decadencia de la dictadura que inundaba sus vidas, apretaba menos sus correas. Los niños iban limpios, las mujeres elegantes y los hombres impecables.

Cuando llegó al número veintidós de la avenida, observó la belleza del jardín del principal sospechoso, aquel que aunque quisiera, no podría salir de su casa para disfrutar de aquel día medio soleado del inicio del invierno. Todas las ventanas estaban cerradas, todas las persianas bajadas. Pero había un pequeño tragaluz abierto en la parte más alta de la casa, la única luz natural que bañaría aquel hogar.

Se había vestido con su mejor traje, aquel totalmente negro que parecía brillar con luz propia. Se presentaría como un inspector, lo que era, pero no con la intención de resolver un crimen, sino de ayudar a ese pobre hombre con problemas. Si se ganaba la confianza de la enfermera, pronto estaría hablando cara a cara con el señor Viera.

Golpeó la puerta con la aldaba de hierro con forma de mano que la adornaba, y poco después apareció una mujer tras ella.

–Bienvenido a la residencia Viera, soy la señora Silvia Martí ¿en qué puedo ayudarle?

–Buenos días, ¿podría hablar con el señor Joaquín Viera?

–Lo lamento, pero el señor no atiende visitas –respondió, por el pequeño espacio que permitía abrir el cerrojo con cadena de la puerta.

–¿Podría hablar entonces con usted?

–Yo únicamente soy su enfermera, no tomo decisiones de ningún tipo. ¿Quién es usted?

–Soy el inspector Vincent Barrett –se presentó, con el sombrero entre sus manos.

–Lo siento, pero si viene por el asesinato del pobre Adrián, no tenemos nada más que decir. Aquello fue horrible, y mi señor está intentando superarlo. Es una persona muy inestable, no puedo permitir que sufra más.

–Precisamente por eso estoy aquí. Mi intención es cerrar este caso para que puedan descansar tranquilos. Pero para conseguirlo necesito su colaboración.

–Y, ¿por qué debería fiarme de usted?

–Porque conozco el caso clínico del señor Viera, y sé que él no podría haber hecho nada fuera de estas paredes. Sé que él no dejó el cuerpo de ese chaval en el parque. Sé que es inocente, pero necesito más datos para poder demostrarlo –la mujer lo miró de arriba abajo, apretó los labios, y finalmente, abrió la puerta.

–Acompáñeme, le serviré un té.

Ilustración de Veronica Lopez

~***~

La luz amarillenta que iluminaba las habitaciones de la casa les daba un aspecto enfermizo. Todo parecía ser más antiguo de lo que era, visto a través de aquel filtro color sepia. Vincent observó con asombro la simetría de los objetos, cada uno situado en un lugar estratégico. Libros ordenados por colores y tamaños, fotografías siguiendo una jerarquía temporal, y un jarrón en el centro de cada mesa, con una rosa fresca en su interior. No había papeles sueltos, ni periódicos, nada parecía romper aquel orden tan abusivo.

Cuando llegaron a la cocina, su atención se centró en la puerta de madera cerrada que, sin duda, comunicaba con el jardín. «¿Por qué una persona tendría miedo de contemplar las flores, las nubes o la luna y sus estrellas?» pensó el inspector, mientras se sentaba en la pequeña mesa de la cocina.

–Sé lo que está pensando, esa puerta desmorona a cualquier persona. Pero con el tiempo te acostumbras a vivir así. Los familiares siempre vienen a tu casa, alguien te trae la compra semanalmente… Estás aislado del mundo, pero creas tu propia historia dentro de estas paredes.

–¿Usted tampoco sale a la calle? –preguntó Vincent con un atisbo de horror en la mirada.

–No, el señor no soporta el contacto con las personas de fuera, por los gérmenes y ese tipo de cosas. Hace años que no salgo, pero tampoco lo necesito. Estoy aquí, cuido de él, hago todo lo que me pide y soy feliz. Creo que ese es mi destino.

–Y, ¿cuándo fue la última vez que el señor Viera salió de esta casa?

–Uff, déjeme pensar –meditó, mientras llenaba las dos tazas con un té con aroma a vainilla–. Creo que hará más de seis años que fue por última vez a la consulta del doctor. Cuidado, no se queme, está muy caliente –dejó la tetera sobre la mesa y se sentó frente a él–. Desde ese momento siempre hemos establecido visitas domiciliarias.

–Pero, por lo que me ha comentado, el doctor Santana no podía ponerse en contacto directo con él, ¿verdad?

–No, yo hablaba en su nombre. Hacía todo lo que él pedía, rellenaba los cuestionarios, hacíamos juntos los test… Después el doctor lo miraba todo y me especificaba cómo seguir con el tratamiento. Venía una vez al mes o siempre que se lo pedíamos.

–¿Cuándo fue la última vez que el doctor habló personalmente con el señor Viera?

–Su fobia hacia los gérmenes empezó hace más de tres años, pero se incrementó a principios del año pasado.

–Cuando hablé con el doctor Santana me comentó que su misofobia había evolucionado rápidamente, y que de un día para otro se negó a seguir recibiéndole.

–Sí, fueron tiempos difíciles. Desde ese momento no sale jamás de su habitación. Se lava las manos en su baño cientos de veces, y cuando hace cualquier cosa, utiliza guantes. Cada vez que entro debo vestir mi uniforme saneado. Es complicado, pero ya estoy acostumbrada.

–¿Cómo es el señor Viera? –preguntó Vincent, mientras relacionaba todo lo que iba descubriendo con los datos anteriores.

–Es una persona especial, con sus muchas desventajas, pero con grandes cosas positivas que equilibran la balanza.

–Y, ¿físicamente?

–Es bastante alto, no come mucho, pero como no hace ejercicio… Bueno, de hecho no hace nada, así que tiene bastante sobrepeso.

–¿Más o menos de su misma altura?

–Sí, tenemos una talla parecida –el inspector la observó con detalle. Era una mujer de unos cincuenta años, bastante alta, muy delgada, y con el pelo corto.

–Y, ¿cómo lleva el cabello?

–Lleva el pelo largo, no quiere que nadie se lo corte. Pero se lo lava dos veces al día –se levantó y cogió una caja con pastas–. Coja una. ¿Por qué me hace esas preguntas?

–Los dos testigos vieron a una persona alta y rechoncha, con el pelo alborotado, así que la descripción concuerda bastante bien con la del señor Viera. Pero eso no significa que sea necesariamente él.

–Por supuesto que no, él sería incapaz de hacer algo así.

–Estamos de acuerdo –tenía la respuesta a todas sus dudas. Sabía que solo era una teoría, pero por algo se empezaba–. Necesito hablar con el señor Viera –soltó, y acto seguido mordió una de las galletas.

–Eso será imposible, inspector.

–No necesito verle, solo quiero hablar con él. Prometo que no hablaré sobre el joven asistente. Me haré pasar por un terapeuta, y le haré unas preguntas muy simples que me ayuden a demostrar que es inocente.

–¡No podemos engañarle!

–Es por su bien, créame.

–No puede hablar con él, olvídelo.

–Sé que no puedo hablar con él, señora Martí. Sé que sería totalmente imposible que hablase con él.

–¿A qué se refiere? –preguntó, poniéndose de pie, mientras recogía las tazas, dispuesta a lavarlas.

–Lo primero que he pensado cuando he entrado en esta casa ha sido lo curioso que era, que un hombre encerrado en una habitación se preocupase por el orden del resto de la casa…

–El señor Viera quiere tenerlo todo ordenado.

–No he terminado. Su paciente quiere tenerlo todo ordenado, pero en la entrada hay restos de barro del jardín. Qué descuido, señora, debería limpiarlo.

–Eso es imposible, nadie entra ni sale de esta casa.

–No, nadie lo hace cuando hay peligro de ser visto. No creerá que he venido hasta aquí sin haberme informado un poco de lo que estaba pasando, ¿verdad? –sacó su pequeña libreta y buscó algunas anotaciones–. He vigilado varios días esta casa, sé perfectamente que sale usted todas las noches. No era necesario ocultar algo tan simple.

–El señor no debe enterarse de eso.

–Estoy seguro de que no lo hará. Cuando encontraron el cuerpo del joven Adrián Gómez, tardaron bastante en descubrir quién era, y se consiguió gracias a la denuncia de la empresa donde trabajaba, y las reclamaciones de los clientes a los que no había visitado durante aquel tiempo. El señor Viera fue el único que no hizo ningún tipo de reclamación y, además, el último cliente que visitó. Por eso se convirtió en el principal sospechoso de este crimen.

–Pero eso no son más que simples suposiciones, no es suficiente para culparlo.

–Por supuesto que no. Pero, ¿por qué no informó usted a la empresa?

–No quería meter en líos a ese joven, supuse que tendría otros planes.

–Claro –cogió otra de las galletas y la mordisqueó, saboreando los trozos de chocolate–. Por otra parte, la descripción que dieron los testigos es muy parecida a la de Joaquín, y su incapacidad para prestar declaración mosquea a los policías. Nadie puede negarse durante mucho tiempo a la justicia.

–¿Para eso ha venido? ¿Para obligarlo a salir?

–No. He venido para conocer la verdad –pasó las páginas de la libreta–. El doctor Santana diagnosticó la misofobia del señor Viera sin verle, teniendo en cuenta lo que usted le contaba.

–El señor rellenaba todos los test, yo solo era el medio de comunicación.

–Todos los datos pasaban siempre por sus manos. Cada explicación, cada decisión. ¿Sabe por dónde voy, señora Martí?

–No, inspector, no entiendo nada de lo que sugiere.

–La primera vez que entré la decoración era diferente. Había fotos de los padres del señor Viera, los cuadros eran otros y no había ni un solo jarrón –la cara de la enfermera empalideció–. Sí, es muy diferente a como la recordaba.

–Usted nunca ha estado en esta casa, no sea mentiroso.

–No personalmente, pero alguien me lo explicó con todo lujo de detalles. Lo he estado hablado con el doctor Santana, y coincidimos bastante con la resolución del misterio. Su paciente mostró indicios de recuperación durante unos meses, y poco después recayó, sumergiéndose en un abismo absoluto.

–Fue horrible ver como cambiaba tan rápido.

–Por supuesto, para usted fue horrible ver como Joaquín Viera se recuperaba. Poco a poco empezaba a salir al jardín, pero usted no lo podía permitir. Si él recuperaba su vida, usted perdía la suya. ¿Dónde iría con su edad? ¿Quién la querría como enfermera teniendo la posibilidad de escoger a gente más joven? No le quedaba ninguna otra opción, ¿verdad? Eso es lo que pensaba. Si perdía al señor Viera, lo perdía todo. Y, ¿cuál era la manera de no perderlo jamás? Deshaciéndose de él, fingiendo que sus progresos habían fracasado, y había desarrollado nuevas fobias que le impedirían volver a comunicarse con nadie más que usted. Un plan demasiado  ambicioso. Tan cínico que suponía un riesgo desmesurado. Pero aun así lo llevó a cabo. ¿Cómo, señora Martí? ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se deshizo de él?

–Todo lo que dice son mentiras, el señor Viera está en su habitación –la mujer rompió a llorar, emitiendo un llanto desgarrador–. Váyase de aquí –gritó–. ¡Fuera de esta casa!

–Sabe mejor que yo todo lo que hizo. No se engañe a sí misma, jamás recuperará a su paciente. ¿Cómo lo hizo?

–Yo no hice nada. Yo le ayudo en todo lo que puedo y me amoldo a sus necesidades.

–El doctor Santana afirma que usted se niega siempre a intentar verle, que muestra un comportamiento atípico y que no se fía de usted.

–No puede ser, ¡está mintiendo!

–Sabemos que espantó a todos los asistentes que llegaban, hasta que ya no supo cómo controlarlo. Adrián sabía demasiado, había llegado a la misma conclusión a la que hemos llegado nosotros y, tuvo que deshacerse de él.

–No, no fue así, lo juro. No fue así.

–¿Cómo fue? –gritó Vincent, golpeando la mesa con el puño–. ¡Explíquese, señora!

–Yo no quería hacerle daño –gimoteó–. Siempre había estado a su lado, fiel ante las adversidades. Había cambiado todo mi vestuario, me había mudado a esta casa, incluso había renunciado a mi prometido por él. Y, de un día para otro, me dice que ya no le hago falta. Que avanza rápido y que pronto podrá volver a salir, en busca de alguien con quien vivir una aventura, casarse y tener hijos. Me dijo que la esperanza de encontrar el amor era más fuerte que su horror a salir, y que por eso luchaba.

–Usted quería ocupar ese lugar en su vida, ¿verdad?

–Creí haberlo ocupado –las lágrimas resbalaban por sus mejillas, cayendo sobre su uniforme blanco–. Pero aquel día me di cuenta de que todo el esfuerzo, todo el tiempo que había invertido en él, había sido en vano. No podía permitir que aquello que yo había conseguido fuese para otra. O mío o de nadie –lanzó una de las tazas al suelo–.

–¿Qué pasó, entonces?

–Preparé una cena especial poniendo como excusa que había aprobado unas oposiciones. Le dije que había encontrado otro trabajo, para ver cómo reaccionaba, pero simplemente se alegró por mí. Así que le asfixié con una almohada. Después de años encerrado, no tenía mucha fuerza, no opuso resistencia.

–¿Cuánto tiempo hace de eso?

–Seis meses y  cuatro días.

–Y, ¿dónde está el cuerpo? –preguntó Vincent, impaciente.

–Allí donde nunca quiso estar. El lugar que más lo inquietaba.

–El jardín…

–Exactamente, ese precioso jardín. Al principio pensé que los vecinos se darían cuenta, pero, ¿quién iba a interesarse por el jardín de un lunático? Fingí que construía un huerto, y planté unas cuantas verduras. De noche, por supuesto, tenía que guardar las apariencias. Por el día no salgo jamás, pero por la noche, no puedo evitarlo. Por el tragaluz del desván a penas se ve una parte del cielo, y me gusta ver la luz de la luna.

–Y, ¿por qué mató al joven asistente?

–Como bien ha dicho, sabía demasiado. Como usted.

Vincent abrió su americana negra y mostró la pistola a la mujer.

–No haga tonterías, señora, no le saldrán bien.

–¿Cree que después de contarle todo esto voy a dejar que vaya a la comisaría a soltarlo todo? No soy ninguna idiota, inspector –abrió uno de los cajones y sacó un cuquillo.

–No me gustaría hacerle daño, así que será mejor que se tranquilice. Ha asesinado usted a dos personas, no se perjudique más. Nadie ha notado la ausencia del pobre señor Viera, y tardaron en echar de menos al joven Adrián. Pero, en menos de una hora, mi ayudante saldrá a buscarme.

–No es usted tan importante.

–Nadie lo es. Por eso debemos aprender a ser sustituidos, sin por ello arrebatar la vida a nadie. Un consejo que le llega un poco tarde –se levantó con las esposas en la mano–. Haga el favor de dejar ese cuchillo sobre la mesa y después levante las manos.

–De eso nada, ¡soy más rápida que usted! –gritó, mientras lanzaba una estocada hacia el cuerpo de Vincent. Con un sencillo movimiento, el inspector esquivó el golpe y empujó a la mujer al suelo. No fue nada complicado mantenerla inmóvil, y una vez esposada solo tuvo que ponerse en contacto con la comisaria.

~***~

Como era de esperar, al comisario no le hizo ninguna gracia que el inspector Barrett hubiese investigado sin su consentimiento el caso de otra comisaria. Pero, el periódico anunciaría en portada el gran descubrimiento tras meses de arduo trabajo que los policías habían hecho, todo por el bienestar de la población.

–¿Te ha gritado mucho? –preguntó Javier, sentado en la butaca de Vincent, con una copa en su mano.

–Bah, como siempre. Ya sabes que ese tío no tiene ni idea de lo que quiere –lo observó con asombro–. ¿Se puede saber qué haces ahí sentado, bebiéndote mi licor?

–Me estaba preparando por si te echaban del cuerpo, no está nada mal este lugar –los dos rieron juntos–. Cuéntame, ¿cómo sabías que había sido ella?

–El doctor me dio todas las claves cuando hablamos en su consulta. Me dijo que ella se comportaba de una manera extraña desde que él empeoró, y que le parecía ridículo no poder ni hablar con su paciente. Evidentemente no recelaba hasta el punto de culparla de asesinato, pero yo enlacé los datos y pensé que era una buena teoría.

–Y tan buena. Pero podría haberte hecho daño, Vincent.

–Sabía que atacaría, así que estaba preparado.

–Y, ¿quién llevó el cuerpo del joven al parque? La descripción no concuerda en absoluto con la de esa mujer.

–Pues, fue ella… Encontramos en la casa una peluca y sospechamos que utilizó un relleno para parecer más gruesa. Es increíble, la enfermera matando a su paciente porque mejoraba… El mundo está loco, ¿verdad?

–Bueno, al menos la parte con la que nosotros tratamos.

–Será mejor que retomemos nuestros casos, Javi. ¿Qué ha pasado con la mujer que disparó a su marido?

–Tenías razón, fue una infidelidad. Nada más por el momento.

–En ese caso, me tomaré un trago contigo –sacó un vaso y lo lleno con el mismo licor que su compañero–. Ya era hora de tener un respiro.

–Y bien merecido, Vincent.

Carme Sanchis