Versión original

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Humor
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Versión original. 

A través de las letras que forman el letrero que daba nombre a la librería se podía observar la calle mojada tras la lluvia. También la niebla se dejaba ver, espesa niebla que, por contra, impedía distinguir algo del exterior del local, pues allí fuera la luz de las farolas era débil y solo el brillo de la luna iluminaba la noche sin mucha convicción. Eran las sombras, pues, las que gobernaban la calle y pronto se aliarían con la noche, protectora de malhechores.

De súbito, una de las sombras cambió de forma, se movió y adoptó la corpulenta silueta de un hombre junto al cual apareció otra figura, más frágil. La primera sombra se unió a la segunda en un rápido movimiento y ambas se fundieron con las otras que oscurecían el ambiente. Todo fue un suspiro. Un pensamiento. Tan rápido como a Alba le costó recrearlo mentalmente. Su imaginación la transportó a Londres y no tardó un instante en hacerse una idea de la situación: «Dos ladrones buscando la complicidad de la noche», pensó. 

Pero el hechizo se desvaneció cuando las dos sombras se adentraron en la librería, dejando atrás la espesa niebla y las gotas de lluvia, adheridas al cristal borroso de los sueños empañados de Alba, al ver claramente que las siluetas pertenecían a un rechoncho hombre de mediana edad y a un espigado (y altivo, como más tarde se comprobará) joven. Se había perdido el duende.

Tan pronto traspasaron el umbral de la puerta los dos hombres fueron absorbidos por una pequeña multitud de ensordecedores murmullos, susurros y siseos suspendidos en el aire. Alba se encontraba allí por trabajo, el cual adoraba, ya que hacer reportajes y cubrir eventos culturales para el semanal de un periódico nacional le permitía estar en contacto con autores y al día de las últimas novedades literarias y artísticas. 

Era una mujer joven con un buen empleo como periodista y con gran afición a la lectura. Hacía sus pinitos en la literatura, pero solo por afición, escribiendo relatos en un fanzine online llamado Surcando Ediciona. Todo era normal en su vida excepto por un “pequeño” detalle, y es que a veces descarrilaba de la realidad, tenía sus pequeños lapsus, desconexiones mentales en las que su cuerpo andaba presente pero su mente iba por otros derroteros, vamos, que se le iba la ollita, pero poco, lo justo. Esto no le suponía ningún contratiempo, ya que era debido a su amplio registro literario y cultural: había leído tanto que su cabeza se hallaba repleta de referencias y le bastaban pocos datos para relacionar de inmediato elementos reales con imaginarios, lo mismo que al hidalgo caballero por todos conocido. De ahí que le costara poco recrear en su mente diferentes escenas, interpretaciones reales, leídas, vividas o ficticias, sueños o futuros apuntes para sus relatos. Pero nada grave. Fue lo que le acababa de ocurrir en la librería donde se encontraba, a la que había acudido para cubrir la presentación de una novela.

Ilustración de Rafa Mir

—Buenas tardes. ¿Qué quieres tomar? —le preguntó el camarero-librero con la mejor de sus sonrisas—. ¿Una birrita con pistachos? Es la especialidad de la casa.

—Mejor un té con pastas —dijo Alba sin mucho entusiasmo, volviendo la mirada con desdén, pues no le hizo gracia que interrumpiera sus pensamientos de esa forma tan brusca.  

Ante tal derroche de amabilidad el camarero-librero giró sobre sus talones para volver a sus quehaceres tras el mostrador, que al mismo tiempo era barra de bar, donde vendía y prestaba libros a la vez que servía bebidas, que estaban bautizadas con nombres famosos de autores, novelas o personajes, todo relacionado con la literatura. Y realmente aquella estratagema tenía su repercusión y cierto tirón, pues allí, y solo allí, se podían consumir bebidas extraordinarias con nombres de lo más pintoresco, lo cual hacía las delicias de los asistentes. Ejemplo de ello era un brebaje conocido como Crimen y Castigo, que hacía subir al cielo al primer trago y, de la misma forma, bajar a los infiernos con el segundo; o un chupito de genuino y patrio tintorro elaborado a partir de las mismísimas tintas que escribieron el Lazarillo, según contaba la leyenda reducida exclusivamente a la carta del local; o un Suspiro de Lovecraft, especie de pócima manchada con lágrimas de sangre de Cthulhu. O el peor, o mejor, de todos: un kafkiano bebedizo que nublaba las entendederas, transformaba y ponía del revés al valiente consumidor que lo probase. Su nombre:

Metamorfosis.

—¡Un momento! —dijo Alba dirigiéndose al camarerolibrero—. ¿Ese es el tipo que ha venido a presentar su novela?

—Sí, es Mike Jiménez, el escritor de moda que nunca deja indiferenteZ. 

—¿IndiferenteZ? 

—No lo digo yo. Así reza la coletilla con la que firma sus novelas.

—¿Incluida la Z? 

—Así es, incluida la Z. 

—Ni el mismísimo Saul Goodman hubiese ideado un eslogan tan… ¡brillante!

—¡BrillanteZZZ! —apostilló el camarero-librero con sorna.

Alba hizo una mueca como desaprobación al chascarrillo del día.

—¡Qué se le va a hacer! —continuó el librero en tono de excusa—. Vende ejemplares a cascoporro y hay que dorarle la píldora. Por eso está aquí hoy, para presentar su nueva novela. Además, también guitarrea, pero se come los mocos con eso, ni flowers. El otro tipo es su agente, pero no pinta nada. Oye, tronca, disculpa por la gracia de antes, ha sido una estupideZZZ —y se marchó riendo a carcajadas como solo un idiota ríe sus propios chistes, aun conociendo la pésima calidad de estos.

Alba sintió en su cabeza el eco de las últimas palabras del camarero-librero-humorista, no las del chiste pésimo recién ejecutado ni las risas alejándose de ella. Lo que recordó eran las palabras referentes a Mike Jiménez, y fue en ese momento cuando, a través del escaparate, la cegó la luz de los faros de un automóvil, que por el sonido se adivinaba un vehículo potente, a más velocidad de la permitida, estaba claro. Y le pareció escuchar también el retumbar cercano de armas disparándose y casquillos que caían. Pero lo cierto es que todo provenía de un grupo de asalto compuesto de fotógrafos cuyas cámaras disparaban hacia Mike Jiménez, quien posaba altanero antes de la presentación, y los flashes fueron los que deslumbraron a Alba al reflejarse contra el cristal del escaparate. De nuevo su imaginación le jugó una mala pasada. Y huelga decir, aunque se deje por escrito de nuevo, que el duende no solo se había perdido definitivamente, ahora, además, se había escondido. Quizás por el tiroteo, quién sabe.

Al salir de su ensoñación, Alba vio gente a su alrededor que no alzaba la mirada de sus libros mientras disfrutaban de la lectura, miradas que se perdían entre renglones. Una variedad de personal de lo más dispar poblaba la librería, debatiendo sobre qué ejemplar leer o charlando amigablemente en torno a un tintorro y un plato de aceitunas. Nada de tés con pastas, ni birritas con pistachos, y mucho menos morro. En definitiva, de no ser por el estruendo de la marabunta que Mike Jiménez arrastraba al pasar, diríase que era una librería como otra cualquiera, repleta de libros y con sus actividades habituales. 

Aunque también era conocida la Librería de los Libros Vivos, por las revolucionarias novedades implantadas por el dueño del local, al que apodaban Pol por su polifacética actividad desarrollada en varios campos: camarero, librero, bibliotecario, pésimo humorista y vendedor de humo. Algunos, con retranca, le llamaban Pal, por los palillos con que siempre se le veía juguetear entre dientes e incluso haciendo piruetas con la lengua, a lo Torrente. Todo glamour.

Pol, o Pal, lejos de irse al carajo y arruinarse en uno de los tantos momentos de crisis que le tocó vivir años atrás, se la jugó y sacó adelante la citada librería con su novedoso y revolucionario (e inútil) sistema de negocio. Entre las novedades con las que pensó revolucionar el mundo de las bibliotecas y librerías estaba la de no dejar sacar los libros fuera de los locales, ya que era de la opinión que estos son en su mayoría como ancianos a los que hay que cuidar, y que cuanto menos se trasiegue con ellos, mejor, pues pretendía mantenerlos vivos de por vida, de ahí el nombre de la librería. La premisa era esa, lo siguiente era que los clientes llegaran al local donde ocuparían una zona individual, o en grupo, para abandonarse al relajante acto de leer, previo alquiler o préstamo del ejemplar literario a elegir. Todo por un precio que dependía de diversas variables como el género y tamaño del libro; la edad del lector, ya que no era lo mismo, por ejemplo, una muchacha universitaria de dieciocho años leyendo los peores éxitos de la novela romántica del momento; que un anciano de ochenta y tres años con cataratas decantándose por el diario El corresponsal de Alcobendas, sección Deportes. 

Todo tenía su porqué y estaba estudiado al milímetro: los palillos, las aceitunas, el morro… y la grasa o aceite que desprendían las tapas empapaba los dedos de los lectores dejando marcadas las páginas, las últimas páginas por donde se habían quedado al finalizar la lectura. ¿Cómo saber si la huella grasienta de morro de cerdo que decoraba la esquina superior derecha de la página 42 pertenecía a Marisa, la profesora de primaria, o a Puri, la de la pelu, o si el cerco aceitoso de la página 167 era de un tal Roberto? Muy sencillo: el local disponía de un aparato capaz de leer huellas. Pasando la página en cuestión por el citado cachivache y cotejando el resultado con el registro de las huellas de los DNI de la clientela, diría al interesado por dónde debía continuar leyendo. Eran marcapáginas digitales, lo más actual y novedoso del momento adquirido en una web oriental de compras. También lo más ruinoso. Pol lo sabía de buena tinta. De ahí que hubiera querido dar un vuelco a la situación con la presencia de Mike Jiménez y, de hecho, lo consiguió, ya que aquella tarde la librería estaba a rebosar. 

Y es que Mike Jiménez era un joven escritor de gran talento que, pocos años atrás, tuvo éxito, relativamente, con un relato largo que la crítica había calificado como conato de novela pero que había entusiasmado a los lectores. Se había autopublicado la novela y creado la portada él mismo, dándose a conocer haciendo spam con píldoras publicitarias en las redes sociales. Tras su éxito inesperado fichó por una editorial de renombre y ahora se dedicaba a escribir una novela cada seis meses. Los otros seis meses los mataba callando. 

Había llegado a Alcobendas para promocionar su último libro después de su exitoso Cartas de amor en pasiva, un recopilatorio de epístolas a su ex, de ahí lo de pasiva, que no eran más que un montón de páginas agrupadas en las que reivindicaba que cualquier tiempo pasado fue mejor. A partir de ahí, las críticas le auguraron un éxito arrollador y un futuro prometedor. Mike no dejaba de asombrarse por la contradicción. La paradoja de Jiménez, tal vez.

Al primer contacto, en sus modales y gestos, pero sobre todo al momento de hablar se presentaba como una persona tímida a la par que arrogante, ya que las más de las veces, no siempre, se refería a sí mismo en tercera persona y soltaba perlas como «huid de los lugares comunes» cuando le preguntaban sobre su secreto a la hora de escribir. También le preguntaban por su estilo indirecto libre, a lo que respondía en pasiva. 

«A veces le da por juntar letras que forman palabras que construyen frases con sentido. Esas frases forman párrafos que, unidos, crean historias en las que viven sus personajes. Ellos viven sus propias vidas. Al final, Mike se limita a poner un título y entregar el manuscrito a la editorial. Eso es todo».

Como escritor no había duda de su arte. Su dominio de la pluma lo colocaba entre la flor y nata de los escritores de relumbrón a pesar de su edad. El número de sus ventas lo aupó al pedestal de la fama y su ego aumentó igual que el odio que sentía hacia los revisores de trama, grupo secreto de élite especializado en buscar hilos argumentales rotos, atar cabos sueltos y desenredar madejas en cualquier texto que se les presentase. Se mantenían ocultos, no entre la oscuridad y las sombras de la noche, aquellas que Alba imaginó antes, sino en los grupos secretos de las redes sociales a los que Mike se suscribió en un fatídico día. Eran los únicos que le decían las verdades a la cara, aun admitiendo su calidad literaria. Verdades como que un alto porcentaje de sus historias se desvanecían como el hielo en un vaso de agua. En su interior, Mike lograba admitirlo y era algo que le martirizaba. Sus historias atrapaban desde la primera línea y eso le convertía en un hombre de principios. De grandes principios, diría él. Pero de ahí no pasaba. No acertaba a continuar con la trama para mantenerla al dente hasta el final. Entonces, ¿cómo había conseguido tanto éxito? Ese era otro misterio en el mundo de la literatura y el motivo por el que sus presentaciones causaran tanta expectación.

—Buenas tardes ¿Qué hay de usted en este libro? —comenzó preguntando Alba.

—Todo. Desde el título hasta la firma —respondió Mike tras dar un trago al San Francisco Umbral que Pol le había preparado con esmero. 

—Obvio, me refería a algo más.

—Pues le puedo decir que rotundamente nada, ya que es una copia.

—¡Qué cara más dura!

—Ya que saca el tema de los duros, ¿sabe que mi novela está a un módico precio en ese estante, ese que tiene usted a la izquierda? —señaló Mike, apuntando con sus largos dedos.

—Su actitud no está siendo la más adecuada. Diría que parece un personaje de sus novelas.

—Eso a Mike le halaga. Se ha hecho a sí mismo.

—Ahora me vendrá con el cuento de que se ha reinventado…

—Siendo escritor lo de cuento es razonable, pero… diría que ahora parece usted un revisor de trama, o revisora.

—Solo soy una periodista intentando cubrir un evento.

—Eso, cúbrase no vaya a pasar frío. ¿Puede dormir por la noche?

—Del tirón. Acostumbro a hacerlo con cualquiera de sus libros —contraatacó Alba. 

—Tenga cuidado con lo que se lleva a la cama. Podría llegar a pasarlo bien.

Mike se había hecho a sí mismo, creando su propio personaje. ¿Con qué fin: forrarse a su costa, esconder tras él sus propios miedos, sus pasiones secretas? En su caso fue por afán de protagonismo. Y es que albergaba tanto amor propio que decidió pasar a la fama y convertirse en personaje de sus propias novelas. Una delgada línea fácilmente franqueable separaba al autor del personaje. Solo sus más allegados, que no tenía, aunque su ego los inventara, podían arrojar luz al asunto, que era turbio, tanto como sus pasados.

—Cuéntenos algo de su novela. ¿Le costó mucho meterse en la piel del protagonista para escribirlo? —insistió Alba intentando reconstruir la situación.

—Jovencita, está usted haciendo el ridículo. —Alba enrojeció de vergüenza—. ¿El título Yo, autor no le da una pista? —Disculpe, pensaba que usted solo era el autor.

—Y también el protagonista. En este caso es lo mismo. No ha leído el libro, ¿verdad? Todos los escritores deberían dejar de escribir hasta que los lectores leyeran todos los libros que se acumulan en las bibliotecas.

—Pero eso es imposible.

—Se equivoca, en realidad todos los libros han sido leídos al menos una vez.

—Sí, pero no en la misma época ni por la misma persona.

—Ah, mi pequeña periolistilla, su ignorancia es supina. Una vez más lo demuestra.

—A ver, explíquese, Gran Maestro.

—Verá, lo que quiero decirle es que ya está todo escrito. Pero es un cambio constante: los lectores olvidan y los escritores reescriben. Si investiga usted sobre cualquier libro, sobre su contenido quiero decir, se dará cuenta de que todo lo que propone, o un alto porcentaje de lo que proponen sus páginas, está ya ideado, debatido, conjeturado, desarrollado en infinidad de ocasiones, muchas veces descartado, y otras muchas, por supuesto, puesto en negro sobre blanco en cientos de textos diferentes ya sean novelas, ensayos, poemas… De forma involuntaria muchas veces, pero también intencionadamente. Hay quien ha llegado a copiar la biografía de la de aquellos a quienes admiran para hacerla suya solo por vivir las mismas vivencias y tener unas memorias similares. 

—¡Qué disparate!

—En eso estamos de acuerdo. Tamaña gilipolleZZZ solo se le puede ocurrir a un necio. 

—¡Ja, ja, ja! GilipolleZZZzzz… otra veZZZ ZZZZ ¡Ja, ja, ja! —Una estruendosa carcajada proveniente de lo más adentro de Pol hizo que este perdiera el control y el dominio de la bandeja que transportaba repleta por igual de libros que de copas, con la que hacía malabares para no perder el equilibrio ni que cayese al suelo su contenido, cosa inútil tras el estrépito, no menos estruendoso que la carcajada anterior, que provocó al dar todo contra el suelo y rodar más allá de sus pies, hasta los de Alba concretamente—. Perdón, ha sido un desliZ… un tropeZón… Vamos, que la he liado parda, quería decir —se excusó ante el personal evitando hacer más gracias con la zeta.

Tras el altercado y una vez todo en orden de nuevo, Mike prosiguió con su intervención dirigiéndose a Alba.

—Verá, lo que le estaba contando es que ya hay multitud de libros y otros tantos autores olvidados. Y muchos de estos libros son repetitivos, abordan los mismos temas, idénticas tramas, similares personajes, los mismos finales. Lo que ocurre es que son desconocidos para la gran mayoría. 

»Por eso le decía antes que mi obra ha sido copiada, plagiada si prefiere el término más crudo y cruel. No digo que sea yo la víctima, sino que he sido yo quien ha copiado. Y le digo esto, ya que estoy seguro de que en alguna ocasión, en esta época o en anteriores, existió un autor con las mismas ideas que yo y que también lo dejó por escrito. Y su libro, o sus libros, pertenecen ahora, quizá, a una pequeña biblioteca en los confines de la Tierra, o quién sabe, se encuentren en la Biblioteca Central de Nueva York o de Cerdanyola, vaya usted a saber.

»¿Acaso alguien es capaz de centrar sus esfuerzos y encontrar el tiempo y la paciencia necesarios para recorrer, cual rata de biblioteca, cual periodista de investigación, todas las páginas escritas de todas las bibliotecas del mundo para comprobar que ya existen en otro libro retazos de esa obra de la que tan orgulloso se siente? ¡Eso es imposible! Pero de poder llevarse a cabo, ¿debería abortar sus pensamientos, rechazar sus ideas y no publicarlas, anular su imaginación? Obviamente no.

»Digamos ahora que tanto la editorial como el autor hicieron los deberes de comprobación y rastreo hasta donde buenamente sus capacidades les permitieron, y tras esto se lanzaron a publicar su última obra. Pasado un tiempo, alguien descubre que sus ideas, sus teorías o sus textos se hallan expuestos en otros libros escritos ya con anterioridad, demostrando que el autor ha copiado y carece de originalidad. ¿Podrían acusarle de plagio?

—Si lo demuestran sí. Todo depende de si lo escribió conscientemente o si citó al autor original, es decir, en este caso no es copia, ya que era imposible citarlo porque desconocía la existencia de ese antiguo ejemplar, digo yo.

—Algo así. En docencia se admite el derecho de cita, no así en una novela o relato, donde es muy difícil encontrar obras plagiadas de principio a fin, generalmente se refiere a frases o párrafos o escenas concretas. Y sobre el subconsciente no vamos a entrar ahora porque nos llevaría al surrealismo y ese es otro cantar.

»La cuestión de determinar si algo es original o no es una tarea ardua para el juez de turno que quiera demostrar que un autor halló sus ideas por pura revelación, que son originales.

La conversación continuaba en torno al tema de la versión original y poco, o más bien nada, se hablaba de Yo, autor; la novela que Mike Jiménez había ido a presentar.

—Mi teoría es que la inspiración se encuentra en cualquier situación, en cualquier circunstancia. Flotando en el aire está la iluminación que guía al artista para crear su obra, ya sea escritor, músico, escultor, etc. Todo artista tiene una percepción diferente y cada cual coge su parte del pastel y lo transforma en arte según su disciplina, pero, en el origen, todos parten del mismo punto. 

»Lo que para un poeta podrían ser unos versos, para un músico unos acordes, o unos trazos para el pintor, etc., y todos habrían partido de la misma referencia, pasada por el tamiz de la inspiración de cada cual. De algún modo las características de su disciplina habrían dado frutos diferentes, pero la esencia de su originalidad sería la misma.

»La versión original es, a mi modo de ver, una gran playa en la que cada individuo deja sus huellas sobre la arena. Los habrá que anden con paso moderado dejando un ligero rastro tras de sí, estarán los que den zancadas largas, los que corran haciendo su pisada honda, o los que anden en círculos, e incluso los que caminen de rodillas. Y también estarán los que anden paralelos a la orilla, creando caminos que serán borrados por el ir y venir de las olas del mar, mar que es la memoria y también el tiempo que avanza inescrutable, borrará las huellas y cuando estas no sean más que un recuerdo, o ni eso, mucho después, otros caminos y otros autores andarán sobre aquellas que fueron huellas en su día sin ser conscientes de estar repitiendo el proceso, hasta que las pisadas sean borradas de nuevo por el mar, y esto pasará una y otra vez, por siempre. 

»Por toda la playa habrá caminos que se entrecrucen, huellas pisoteadas por otras. ¿Esas pisadas en común significan que alguien encontró y siguió, parcialmente o por completo, el camino de otro; o se entrecruzaron por puro capricho del destino ya que cada cual eligió su camino y modo? That’s the question.

—Muy interesante su teoría. Sin embargo, usted por un lado defiende la libre inspiración del autor pero también afirma, si no le he entendido mal, que no es necesario escribir más ya que no hay originalidad, que todo está inventado, digámoslo así.

—No le negaré que es contradictorio —la paradoja de Jiménez, de nuevo—. ¿Sabe que se dice que todo está escrito ya en el Quijote y que a partir de ahí se ha creado toda la literatura que conocemos? 

—Pero no se puede dejar de escribir así por las buenas. Además, eso va en contra de sus intereses. ¿De qué iba a vivir entonces?

—De mi próxima novela: Versión original. Me alegra que me lo pregunte porque aquí ha habido mucha cháchara, pero yo he venido aquí a hablar de mi libro, ¿sabe usted?

—Eso no es original. Esa frase no es suya, y además es usted muy raro, con perdón.

—Francamente querida, me importa un bledo. Y tiene razón en que no es original, lo cual me da la razón. ¿Lo ve, periolistilla? Todos copiamos, aunque sea con una cita de la que no he mencionado al autor.

—Bueno, nadie es perfecto.

Una hora después acabó el acto y en un tono más íntimo y relajado, sin focos ni periodistas de por medio Mike se acercó a Alba.

—¿Tiene un minuto, periolistilla? Me ha parecido un tema muy interesante y creo que nos ha faltado tiempo. ¿Qué le parece si la invito a cenar y seguimos debatiendo?

—Aceptaría gustosa si no fuera porque ahora tiene que firmar ejemplares —respondió sarcástica Alba.

—Podemos obviar la sesión de firmas. Creo que esta novela pasará sin pena ni gloria —respondió Mike ante la multitud multiplicada por cero que aguardaba a tener el libro firmado.  

Ante la previsible reacción de Alba, Mike pasó al plan B y alzó la mirada buscando a Pol, quien tomó la guitarra que escondía bajo el mostrador.

—Tócala otra vez, Pol —le indicó con un guiño. Y fue entonces cuando comenzaron a sonar los míticos primeros acordes de Sweet Child O’Mine, la canción favorita de Alba. Mike había hecho los deberes.

Alba ya había salido a la calle cuando la música llegó a sus oídos. Y tras ella llegó Mike, a lo Bogart, engalanado con la gabardina del todo a cien, y agarrando a Alba del brazo la invitó a caminar traspasando la niebla, que nuevamente hacía acto de presencia y no permitía ver nada a su alrededor más que sus propias sombras, y ante ellos los dos focos deslumbradores de una avioneta que, por el ruido, parecía comenzar a despegar transportando quizá a dos amantes con sus respectivos salvoconductos hacia la libertad. Pero, en realidad, el ruido de motor y las luces pertenecían al coche del agente de Mike, que no pintaba nada, tenía entradas para el partido de aquella noche y salía a toda prisa para no llegar tarde.

Alba había vuelto a soñar despierta, aunque en ocasiones como aquella era difícil discernir entre sueño y realidad.

—¿Sabe, Mike? Presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad.

Y tras estas palabras ambos se adentraron cogidos del brazo en esa atmósfera pintada de gris niebla, regada de humedad por la lluvia y con el telón musical idílico de fondo hasta la próxima escena, original o no, quizá en casa de alguno de los dos, visionando pelis de serie ZZZ y brindando con un gaZZZzzpacho andaluZZZzz.

Vicente Mateo Serra
14/11/2021

El error inventado

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El error inventado. 

PARTE 1. EL CUENTO

—Madre, yo de mayor seré inventora, como padre.

—Muy bien, pero ahora es hora de dormir y no es momento de soñar despierta.

—¿Es verdad que hacía cosas increíbles? ¿Es verdad lo de las flores? ¿Que consiguió sacar su alma de dentro y convertirla en caramelo?

—Se dice esencia, y no la convirtió en caramelo. Extrajo la esencia y propiedades de algunas flores y plantas para hacer jarabe y así curar o aliviar a la gente de sus enfermedades. Aunque es verdad que algunas tenían sabor dulce como los caramelos.

—Pobrecitas flores, me da pena que muriesen así, ¿pero si era para curar a la gente está bien hecho verdad madre?

—Así es pero no hables tanto y tómate la leche antes de que se enfríe.

—¿Pero dónde está padre? ¿Por qué no está con nosotras?

—Baja la voz, que te van a oír.

—¿Es verdad que se fue con esos hombres que gritan y dan órdenes, esos que visten con trajes grises, esos que dices que nos van a oír?

—No se fue… ¡No sé de dónde sacas esas ideas!

—¿Padre era un buen hombre verdad? Tú lo has dicho, curaba a la gente. No pudo abandonarnos así…

—Sí, era un hombre extraordinario… y no nos abandonó… ¿Eso es una lágrima? ¡Lo que faltaba! ¿No sabes que por cada lágrima que te caiga te saldrá una verruga? ¿No querrás ser la niña más fea del barrio verdad?

—No…

—Entonces hay que secarla rápidamente. Mira, hoy que hace frío dormiremos juntas, ¿te parece?

—Siempre hace frio, madre, pero hoy más. Duerme conmigo pero cuéntame la historia de padre.

—Es una historia muy larga y ya es tarde, te contaré uno de los cuentos de tu libro.

—No, esos ya me los sé de memoria.

—Está bien pero no me cortes porque a los cuentos que se interrumpen se les rompe el hechizo ¿sabes?

—Vale, pero no quiero un cuento, quiero que me digas la verdad.

—De acuerdo.

—Venga, empieza…

—Tu padre era un hombre extraordinario, capaz de hacer cosas extraordinarias. Cuando yo lo conocí se dedicaba, entre otras cosas, a reparar todo tipo de artilugios y artefactos. No había cachivache que se le resistiese. Tu abuelo, mi padre, aprovechaba para mandarme como recadera cuando se nos estropeaba algún aparato. Tu padre no vivía muy lejos de casa por lo que a mí no me importaba ir. Además, era guapo o al menos a mí me lo parecía, que es lo que cuenta.

»En el barrio estaban encantados con él, pues tu padre no tenía un no para nadie y a todos ayudaba. Por eso todos le querían.

»Además, poseía tal ingenio que era capaz de inventar cosas con los restos que sobraban de las reparaciones y con otras que recogía de los chatarreros. Siempre estaba inventando cosas ¡Cosas asombrosas! Eran chismes, chirimbolos, cosas estrafalarias… Y muchas de estos cachivaches se los endosaba a cambio de algún dinero a hombres de negocios o gente importante de la ciudad, hasta tal punto llegaba su fama.

»Eso le ayudó a prosperar. Pero no lo suficiente para pagar sus estudios, pues tenía tanta confianza en sí mismo y quería alcanzar tan altas metas que en cuanto pudo se matriculó en la más prestigiosa universidad de la ciudad…

—¿La universidad que vimos destruida la semana pasada?

—Sí, esa misma. ¡Qué horror!

—Date prisa, ¿no ves que a este ritmo me voy a dormir antes de que llegues al final?

—El final…

—Sí, quiero saber cómo acaba.

—Pero Hannah, cariño ¿No te das cuenta que los cuentos para dormir son precisamente para eso, para que el receptor, aquel al que se lo están contando, se duerma? En este caso tú.

—Va, sigue…

—Tu padre siempre tuvo las ideas muy claras, grandes ilusiones, y una mente privilegiada que muchos otros catalogaban como delirante, pues sus prácticas y experimentos no eran del agrado de todos…

»No pongas esa cara, no te asustes. Tu padre era un genio que puso todo su conocimiento y su saber al servicio de lo más necesitados.

»Pero necesitaba dinero para comer y pagar sus estudios, y decidió crear un espectáculo donde daba rienda suelta a toda su misteriosa sabiduría. Su incipiente fama y magnetismo eran suficientes para llenar cantinas y tabernas al principio; teatros después.

»Federicco Sapristi era su nombre artístico; con forzado y glamuroso acento italiano sorprendía al más escéptico ya que jamás se había visto nada igual. Y también estaba el eterno Melquíades, el gato de angora turco de pelo rojo que siempre le acompañaba y que en cada actuación le alteraba su color de pelo. La gente lo acusaba de fraude, decían que lo cambiaba por otro gato. Pero la prueba indiscutible de que Melquíades no era otro sino él mismo eran sus ojos: uno verde y otro azul.

»A tu padre le gustaba provocar al público con sus trucos y el público picaba el anzuelo. Aquello se convertía en un divertidísimo espectáculo, vibrante y lleno de emociones: estaban aquellos reacios a dejar pisotear su orgullo por lo que estaban contemplando sin llegar a comprender; y los que nos dejábamos llevar disfrutando de las maravillosas que presenciábamos asombrados y boquiabiertos. Además, estaban los que eran elegidos a salir voluntarios para colaborar con su magia.

»Suena contradictorio pero así sucedía. Lo viví una noche en la que quedé prendada del encanto de tu padre cuando fui invitada al espectáculo por el rancio y viejo joyero del barrio, el rabino Jael, a quien mis padres veían como la promesa económica mejor situada para convertirse en mi marido, cosa que a mí me aborrecía. Esa noche fui salvada de la situación al ser, sutilmente, elegida voluntaria a subir al escenario por medio de unas pompas de jabón de diversos tamaños y colores que salían del escenario en dirección al público. Algunas explotaban, otras se perdían en el cielo estrellado decorado del teatro, y aquellas que lograban alargar su existencia se fusionaban con la gente del público, de modo que aquella persona que había sido agraciada con el delicado tacto de la pompa debía salir al escenario para formar parte del espectáculo. Esa noche la más bonita y perfumada de todas las pompas me tocó. Fue a parar dulcemente contra mi nariz ante los ojos de todos los presentes. ¿Y sabes lo que pasó entonces?

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Ilustración de Rafa Mir

—¿Estornudaste?

—¡Ja!¡Qué cosas tienes! No me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es que me trasladé hasta el escenario, como hipnotizada, movida por una fuerza desconocida. Pero cuando estuve allí arriba, a pocos metros de tu padre, que miraba fijamente mis ojos con los suyos, envueltos en ese hechizo negro que los coloreaba, todos los temores se disiparon; y me dejé llevar por su encanto, embrujo, o como se llamase la magia o lo que fuese que desprendía.

»Me transmitió su protección a través de las palabras que me dirigió, produciendo en mí la sensación de paz y sosiego. De pronto me vi envuelta sin saber cómo entre humo y sábanas de seda, y acto seguido fui trasladada a un lugar que no sabría ubicar. A continuación tu padre convirtió las sábanas que momentos antes me ocultaban, en varias palomas que sobrevolaron el escenario y el teatro entero, yendo algunas de ellas a picotear la barba del rabino Jael, quien no pudo más que salir espantado de allí, mientras el público rugía de euforia, entre risas y misterios, aplaudiendo a rabiar. Cuando volvieron la mirada al escenario tu padre había desaparecido. Solo yo sabía dónde estaba.

—¿Sí? ¿Y dónde estaba?

—Estaba conmigo. Apareció de repente junto a mí, en ese lugar misterioso al que me habían trasladado sin saber yo cómo. Desde allí veíamos al público exaltado reaccionar de diferentes maneras. Tu padre no dejaba indiferente a nadie.

»Desde entonces formé parte del espectáculo y también de su vida, porque entablamos una relación, fruto de la cuál surgiste tú. Pero esto fue después, primero comencé a ayudarle en las actuaciones durante un par de años. Nos fue bien, hacíamos giras por todo el país y la gente se moría de ganas por ver los nuevos trucos y sorpresas que Federicco Sapristi les tenía preparados.

»Tu padre aprendió mucho en la universidad, y también pasó días enteros estudiando viejos tomos de alquimia en la biblioteca. Todo eso, unido a su don natural de conocimiento le sirvió para ser cada vez más ambicioso y conseguir proezas que se diría, eran antinaturales. Con el tiempo el espectáculo cambió. Los trucos se hicieron más oscuros. El público ya no era gente del barrio. Ahora la mayor parte eran soldados, y toda la tribuna era ocupada por oficiales y altos cargos del gobierno. Estos ya no reían, diría que mostraban un desmedido e incluso excesivo interés en lo que presenciaban.

»¿Recuerdas lo que hablamos de extraer la esencia de las flores para crear medicamentos y sanar a la gente? Pues además de eso, uno de los propósitos que se empeñaba en conseguir tu padre era la transmutación del alma…

—¿La trans… qué?

—Transmutar, es el poder de transformar. Tu padre buscaba la transformación de aquello que hace sufrir a las personas en una herramienta para su evolución, dejar atrás y cambiar aspectos de la vida que ya no funcionan.

»Muchos hombres con poder andaban tras la búsqueda de este secreto. Algunos de ellos coincidían con los que se sentaban en la tribuna del teatro. Imagínate si estos

descubrimientos cayeran en manos de gente peligrosa, gente sin escrúpulos. Podrían usarlo en su propio beneficio con fines crueles, todo lo contrario de lo que tu padre ansiaba. Si eso llegara a ocurrir sería una amenaza para el mundo entero.

»Tu padre lo intuía, y se adelantó a la jugada. Sabía que irían a por él con el propósito de aprovecharse de su sabiduría. Por eso anotó todos sus progresos y experimentos en un libro, bajo el título El libro de Melquíades, en honor a su inseparable compañero de actuaciones. Ese libro… sí, es el libro de cuentos que ya no quieres que te lea porque te lo sabes de memoria. ¿Ves que tiene un gato con los ojos de dos colores en la portada? Ese es Melquíades. En el interior del libro, disimulados entre dibujos y textos están todos sus descubrimientos. Solo hay que saber mirar para descifrarlos.

»Pero ni tú ni yo sabemos, así que de momento lo único que podemos hacer es guardarlo y protegerlo tal y como tu padre me transmitió. Y seguir leyendo sus cuentos.

—¿De verdad? Lo guardaré bajo la almohada. Así me ayudará a soñar con padre.

PARTE 2. EL PLAN

Era un hombre de mediana edad aunque el peso que soportaba a sus espaldas, junto a la enfermedad que padecía, y la adicción a las drogas en forma de medicamentos, le restaban vida a ojos de cualquiera. Contaba con cincuenta y dos años pero andaba encorvado la mayor parte del tiempo, y se movía con pesadez, lentamente, pensativo mientras articulaba resortes y engranajes en su cabeza tramando nuevas ideas que solo él era capaz de imaginar aunque, obviamente, ya no con la lucidez con la que sorprendió al mundo años atrás cuando se hizo con el poder.

Pese a no ser un hombre corpulento, más bien lo contrario, poseía un magnetismo que llenaba la sala. Todos los presentes le respetaban, incluso le temían, y nadie, ni sus más allegados, osaban interrumpirle en esos momentos de introspección. La tensión se palpaba en el ambiente. Su temblorosa mano izquierda, incapaz de controlarla, era una prueba de la enfermedad que poco a poco se apoderaba de su cuerpo. Ejemplo de ello fue aquella noche, cuando al quitarse las gafas se le escurrieron entre los dedos y fueron a parar sobre la mesa donde se hallaba desplegado un mapa. Los cristales de las lentes se hicieron añicos rememorando La noche de los cristales rotos, acontecimiento que, años atrás, desencadenó el inicio de la guerra. Y ahora, por capricho o burla del destino, los cristales rotos de las lentes sobre el mapa de Alemania intuían el fin de la guerra, y su condena.

—Con la ofensiva Steiner podremos recuperar el control de Berlín.

—Mi Führer… Steiner no ha podido reunir suficientes tropas…

—¡Pero qué demonios…!¡Era un orden! ¿Por qué no se hace caso a mis ordenes?

—Así se hizo mi Führer… pero sus tropas estaban disgregadas en varios frentes contra los rusos…

—¡Steiner es un cobarde!¡Un traidor!

—…

—…

—Señor, tenemos un telegrama de Goering…

—¿Y bien?

—Le pide permiso, en vista de la decisión tomada por usted estos últimos días, para hacerse cargo del Tercer Reich, con total libertad de decisión y acción, siempre en beneficio de la nación…

—¿Mi decisión…?¡No doy crédito a lo que estoy oyendo!¡Cretino!¡Traidor!¡Ordeno que lo fusilen inmediatamente!

—Mi Führer… con el debido respeto… le pido que recapacite. Se trata de Goering, el jefe de la Luftwaffe. Tenga en cuenta todos estos años de colaboración y tantos valiosos servicios prestados…

—¡Atajo de perdedores… traidores… los generales me han estado mintiendo desde el principio y los soldados son unos cobardes!¡Soy víctima de la mayor traición de la historia! Y el pueblo alemán pagará las consecuencias del daño que han infringido esos necios.

»¡Hasta qué punto hemos llegado! Ya no se respetan mis ordenes…

»Esto es el fin… la guerra está perdida…

»¡Fuera! Salgan todos… hagan lo que quieran… excepto usted, Goebbels. Usted quédese.

—Goebbels, amigo mío, es usted mi más leal ministro.

—Gracias mi Führer, sabe cuáles son mis sentimientos hacia usted en estos graves momentos. No tengo palabras suficientes para expresarlos.

—Hábleme de Vida, el proyecto del que le ordené recabara información.

—Sí señor, llevamos años recopilando información sobre Vida. Como sabe, desde tiempos inmemoriales la humanidad ha estado buscando un remedio que curara todas las enfermedades y prolongar la vida eternamente. A lo largo de la historia, ha habido numerosos personajes que han trabajado en la manera de obtener el Elixir de la Vida.

»Se hicieron grandes progresos gracias a los cuales se pudo obtener la Piedra Filosofal, que simbolizaba la perfección en su máxima expresión, la iluminación y la felicidad celestial. Gracias a ella se puede obtener el Elixir de la Vida, con el cuál se podría alcanzar la inmortalidad.

—Quizá sea un poco tarde pero todavía hay esperanza. Hacer revivir los cuerpos caídos en batalla, reconstruir de nuevo las tropas… Daremos el golpe final y haremos de nuestra raza la dominadora del mundo.

—Y aún hay más. Con la Piedra Filosofal se pueden convertir los metales básicos como el plomo, en oro o plata. Eso podría llenar nuestras arcas de por vida.

—Pero todo eso es palabrería ¿Dónde están los hechos? ¿Hay evidencias de que algo así se pueda hacer realidad?

—Así es. Desgraciadamente, la Piedra Filosofal de la que hablan los historiadores se desconoce su ubicación. Lo que sí se sabe es que muchos alquimistas dejaron sus descubrimientos por escrito. Actualmente solo existen dos alquimistas en el mundo que puedan descifrar sus fórmulas para crearla. Uno de ellos es oriental y supera el centenar de años, dudo que nos pueda ayudar; pero el otro es un joven genio polaco doctorado en química, famoso por sus espectáculos de misterio en los mejores teatros, conocido bajo el nombre artístico de Federicco Sapristi aunque su verdadero nombre es Moshé Ben David. Y es judío.

—Judío… Se le habrá otorgado la gracia divina de la salvación, supongo…

—Sí señor, la misión no se encomendó a cualquiera. Fueron miembros de las SS quienes le investigaron: localizaron su hogar, averiguaron sus rutinas, acudieron a los teatros donde actuaba, siguiendo muy de cerca sus progresos. Llegado el momento adecuado le hicieron desaparecer, como por arte de magia, como un truco más de su espectáculo, separándolo de su familia. Le trasladaron a Dresde y allí le hospedaron cerca de los laboratorios de una antigua farmacéutica que había quebrado años atrás. Le dejaron llevar con él todo lo que le fuese útil, también los animales que le servían como cobayas. Incluso le facilitaron todo el material necesario para que prosiguiese sus experimentos, esta vez en favor nuestro.

»Al principio se resistió. Después, bajo amenaza hacia su familia fue de lo más dócil y complaciente. Cuando los métodos de las SS se endurecieron y le hicieron saber que su hogar había sido destruido y que su mujer e hija se habían visto obligadas a huir, los experimentos comenzaron a dar sus frutos.

»Por fin llegó el día en el que se dieron por finalizados las pruebas ya que se llegó a un resultado positivo. Después de muchos años en vano se había conseguido fabricar la Piedra Filosofal, con la que se podría obtener el tan anhelado Elixir de la Vida, aquel en el que haría de nuestro pueblo el más poderoso, con el que se perpetuaría nuestra especie para toda la eternidad.

—Es prometedor lo que dice… ¿pero qué garantías tenemos de que funcione?

—Total garantía mi Führer. Como le decía han pasado años de ensayos hasta llegar a este punto. Créame que lo que le cuento es absolutamente real pues yo mismo fui testigo de una experiencia sin igual: cuando el judío dio noticia de que estaba cien por cien seguro de haber conseguido la fórmula, quise comprobarlo personalmente. Hice el viaje hasta Dresde y me presenté ante él en su laboratorio. Delante de mí uno de los soldados disparó contra el gato del judío. El gato cayó muerto delante de todos, no había duda de que no respiraba. El judío le había suministrado el elixir previamente a los disparos y nos pidió tiempo ya que se requerían unas horas hasta completar el proceso. Y efectivamente, casi a los dos días por fin vimos al gato relamiéndose como si nada hubiera ocurrido. Le juro por mis seis hijos que lo que le cuento es cierto pues no era un gato cualquiera que se pueda

cambiar por otro de los cientos que hay en las calles. Este era un gato de angora, con uno ojo de cada color, uno verde y otro azul.

—¡Fantástico!

—Desgraciadamente el judío no tiene capacidad para fabricar grandes cantidades del elixir pero pronto dispondremos todo lo necesario para que, ya con la fórmula en nuestro poder, la producción sea masiva.

»No me marché de Dresde hasta conseguir que el judío produjera unas pocas dosis más. Las traigo conmigo, en esta pequeña ampolla se encuentra su esencia.

»Señor, no está todo perdido. Si consiguiese salir de aquí podría viajar hasta Argentina, allí podría ocultarse mientras la producción del elixir aumenta, y entonces podríamos volver a empezar sorprendiendo al mundo con fuerzas renovadas.

—Este bunker se encuentra bajo tierra. Fuera están los rusos dispuestos a caer sobre nosotros. Solo se puede salir de aquí muerto.

—Exacto. A eso me refiero. Este es mi plan: haremos saber al mundo que usted ha muerto fruto de un suicidio junto a su mujer. Sé que tiene en su poder alguna botella de cianuro. Yo también tengo, para mí y toda mi familia, para usarla en el último momento, en caso de ser apresados.

»Tomaremos el cianuro, y después todo será cuestión de tiempo. Se harán las pertinentes autopsias y se determinará la fecha y hora de nuestra muerte. Lo que no detectarán es el Elixir de Vida que habremos ingerido con anterioridad, ya que es una sustancia desconocida hasta ahora por la comunidad científica. Los medios se harán eco de la noticia. Pasado el tiempo, despertaremos. El modo y manera en que lo hagamos será un riesgo que tendremos que correr.

—Es arriesgado pero no tenemos más cartas que jugar. Estoy en sus manos Goebbels. Solo puedo confiar en usted. Y, ahora que tenemos la fórmula… fusilen al judío.

NOTA: Estimado lector, llegado a este punto cabe hacer un inciso en la narración para hacer un matiz aclaratorio sobre lo que a continuación se relata. El texto que se narra a continuación fue sugerido por la mente viciada del ilustrador de este relato, que no tiene idea buena. Solo un ilus-trador sería capaz de tamañas ocurrencias. Obviaré citar su nombre para que no sufra escarnio público. El texto narra las consecuencias de la ingesta de la ampolla por parte los protagonistas. Graves consecuencias cuya lectura puede herir sensibilidades. Si el lector quiere conocer el tran-ce por el que pasaron los protagonistas tras ingerir el elixir puede seguir leyendo como si nada. Si por el contrario quiere evitarse este mal trago puede saltar este fragmento y pasar directamente a La parte 3: La carta.

—¡Alemania va bien, mire usted!

—Shi, shi, shi…

—¡Váyase señor Goebbles!

—Shi, shi… no, no no… ¿Eh?

—¡Váyase señor Goebbles! ¡Alemania va bien!

—Francamente, no le entiendo señor…

—¿No me entiende? Será por mi acento tejano: estamos trabajando en ellou, y he-mos dedicado tiempou ayer en la noche y esta mañana…

—Porque Alemania es una gran nación y los alemanes muy alemanes y mucho ale-manes…

»Es el vecino el que elige al Führer, y es el Führer el que quiere que sean los vecinos el Führer…

»Y cuanto mejor para todos, mejor. Mejor para mí, el suyo. Beneficio, político.

—… You know… now, you know now…, all the questions…, that I not know before now… It´s a fantastic situation…

—Eehh… Fin de la cita.

PARTE 3. LA CARTA

Era temprano cuando apenas se percibieron los primeros pasos del día sobre los adoquines de la calle, pisadas amortiguadas en la calle todavía desierta, aquella que transitaba paralela al río y que se perdía tierra adentro, donde se hallaban los edificios más importantes. Algunos todavía en pie, otros eran ruinas amontonadas, recuerdo de lo que un día fueron: esplendor y gloria de la ciudad. El cementerio se encontraba a mitad camino y hacía allí se dirigía ella, la mujer joven que amortiguaba el sonido al caminar con sus pisadas blandas, para no ser descubierta a pesar de que la guerra acabó años atrás; aunque todavía conservara reciente el recuerdo de dolor, tristeza y muerte. Por eso todavía mantenía ese instinto de supervivencia, saliendo temprano para no ser vista, pisando en blando para no hacer ruido.

Era temprano y todavía quedaba bastante trecho que recorrer hasta llegar a su destino. Socavones y escombros a su paso sorteaba mientras andaba sigilosa. Interferencias que no interrumpían sus pensamientos dirigidos hacia su madre pero sobre todo hacia su padre, al que no llegó a conocer y al que iba ahora a visitar.

Su madre se lo había sugerido, casi implorado. Era un día especial ya que se cumplían quince años de la ejecución a sangre fría de su padre a cargo de dos miembros de las SS, sin ningún miramiento y a la vista de todos cuando la guerra exhalaba su último aliento. Acabada ésta, su cuerpo fue buscado y hallado en una fosa común. Posteriormente fue enterrado con todos los honores junto con otros grandes nombres.

Era muy pequeña cuando ocurrió todo aquello. Hasta ese momento su madre se lo ocultó como buenamente pudo hasta que una noche recién le habló de ello, cuando llegó a

la mayoría de edad. Y ahora, por mediación de ella, la joven muchacha se dirigía hacia allí para darle el último adiós a su padre en el cementerio de Père-Lachaise, donde descansaba.

Una puerta de hierro desvencijada, oxidada por los años y las inclemencias del tiempo, oscilaba ligeramente ante la joven; movida por el viento como un saludo invitando a entrar a la primera visitante del día. Estridente saludo que animaba precisamente a lo contrario. De buena gana hubiera girado sobre sus pisadas blandas para huir del lugar. Pero estaba cansada de huir y no otra cosa sino su padre era quien le esperaba al otro lado de los muros del cementerio.

Cogió aire, templó su ánimo y franqueó la puerta con decisión.

«¡Esto es enorme!, ¿Cómo encontrar ahora la lápida de padre?»

Ciertamente era un lugar de grandes dimensiones, repleto de lápidas, mausoleos y nichos por doquier. Allá donde se mirase la misma estampa aparecía. Todas las calles eran clones unas de otras, lo cual ayudaba a que quien no anduviera con precaución acabara perdiéndose.

«¡Y qué frío! Parece como si aquí dentro la temperatura descendiera diez grados».

Ya había transcurrido un tiempo considerable y la muchacha no había hecho otra cosa que deambular por aquel gélido lugar sin obtener resultado.

«Volveré otro día con madre. Con su ayuda le encontraré.»

«Y menos temprano. Este frío no se puede aguantar.»

«¡Ay!¡Qué susto! ¿Qué es eso?»

Era un gato. Se movió con el sigilo que los caracteriza y también con pisadas blandas se cruzó en el camino de la joven. El susto inicial duró poco ya que el animal no parecía un gato propio del lugar, de los que han hecho del camposanto su refugio y su hogar, sino que era un precioso gato de angora con cascabel en el cuello y un ojo de cada color, uno verde y otro azul.

«Pero… no puede ser…»

—¿Melquíades?

El minino respondió satisfactoriamente al escuchar su nombre, y se restregó contra la pierna de la joven mientras se dejaba hacer mimos y arrumacos.

—¿Eres tú? ¿El mismo que aparece en la portada de mi libro de cuentos, el libro que padre le dejó a madre para mí, hace más de quince años? ¡No me lo puedo creer!

»¿Y este cascabel sin sonido? De haber sonado no me hubieras asustado.

La chica llevó la mano al cascabel. Advirtió algo en su interior. Algo que impedía que sonase. Al abrirlo descubrió un trozo de papel doblado en muchos pliegues. Cuando lo abrió vio que era una carta.

“Queridísima Hannah,

Hija mía, si estas leyendo esta carta es que todo ha salido según lo previsto, y tu madre y tú estáis a salvo que es por lo que he rezado durante todos estos años. La posibilidad de que sufrierais algún daño me martirizaba día tras día. Entiendo que te encuentres confusa, deja que te explique. Cuando hayas leído la carta lo entenderás todo.

Créeme si te digo que siempre os he tenido en mente, y que sois lo que más he querido en este mundo. Apenas te tuve en brazos lo suficiente para recordar lo liviano de tu ser y esa piel blanca de bebé que te envolvía, junto a esos ojos que lloraban desconsolados. Durante mucho tiempo me pregunté si de alguna manera predijiste lo que iba a ocurrir y esa era la razón de tu sollozo.

Llegó el día en que nos separaron. Jamás hubiera cometido el pecado de abandonaros. Sé que tu madre te explicó la historia a través de un cuento de la mejor manera que supo. Deja ahora que sea yo quien te relate el final.

Me llevaron a Dresde y me tuvieron allí prisionero, me concedían lo justo para mantener vivo el cuerpo y activa la mente, para seguir trabajando. Los días se hacían interminables y las noches se hacían días. Fueron los peores años de mi vida. Pensar en vosotras era el motor para no desfallecer.

Mis estudios e investigaciones en Polonia hasta entonces se centraban, entre otras cosas, en la transmutación del alma, en la conversión de lo negativo en positivo, siempre con fines curativos. Obtuve resultados satisfactorios y realicé experimentos con consecuencias de lo más sorprendente; pero sabía que aquello podía cambiar la historia de la humanidad si caía en manos peligrosas por lo que fui precavido y lo anoté todo en tu libro de cuentos, El libro de Melquíades, pero de forma encriptada de manera que solo una mirada científica pudiera discernir lo que allí yo explicaba entre cuentos e ilustraciones. Estaba seguro que era el mejor escondite, nadie sospecharía. Tu madre sabía que debía proteger el libro, y cuando acabara la guerra, entregarlo en la British Association, donde sabrían qué hacer con él y con su contenido. De alguna manera lo consiguió.

Lo que en Dresde me obligaron a hacer era algo capaz de idearlo unas mentes criminales. Buscaban que crease un elixir con el que mantendrían inmortales a ejércitos eternos de soldados, y cientos de oficiales sin escrúpulos, monstruos asesinos, criminales de guerra… para mantener la barbarie perpetua, la guerra interminable, la destrucción, el horror… ¿Qué te voy a contar que no sepas? Tú misma fuiste testigo y lo viviste en carne propia. Tan solo eras una cría, y tuviste que pasar por eso.

Solo pensarlo daban escalofríos. Me sentiría culpable si colaboraba en aquella pesadilla. Sería un peso que mi conciencia no podría soportar. Comprenderás que aquella locura no se podía permitir, por lo que decidí ingeniar una argucia para burlar el propósito de aquellos malditos bastardos.

Para que cayeran en la trampa tuve que pasar años simulando experimentos que no llevaban a ninguna parte, pruebas que acababan en fracaso, ensayos trampa que no servían para nada más que para tenerlos engañados, hacerles ver que trabajaba en obtener la tan codiciada fórmula.

Jamás se rindieron ni perdieron la paciencia. Obstinados en su idea fija, me mantuvieron así durante años. Cuando pensé que ya había transcurrido el tiempo suficiente les hice saber que lo había logrado, que ya poseía la fórmula con la que obtener el elixir de la inmortalidad. Ipso facto se presentó en Dresde el Ministro de Propaganda, Goebbels, para ser testigo de tan gran descubrimiento, e informar posteriormente al Führer.

Llegado el momento lo dispuse todo para llevar a cabo la demostración de mi éxito, del éxito que ellos esperaban. Muy a mi pesar me obligaron a utilizar a Melquíades como conejillo de Indias. Y entonces le dispararon dos veces, cayendo fulminado al instante. Todos presenciaron cómo quedó muerto delante de nosotros. También vieron cómo, previamente, le suministré la solución mágica. Y entonces les engañé. Porque la solución mágica fue una fórmula diferente a la original, nada que ver con el elixir. Durante todos estos años creé un error inventado que salvaría a la humanidad y castigaría a los criminales.

Posteriormente les hice esperar más de un día argumentando que era el tiempo necesario para que concluyese el proceso de reactivación; no quería más que ganar tiempo.

Lo que buscaba era encontrar un descuido de los soldados para poner en práctica mi truco más viejo. Recordarás que tu madre te contó, cuando de joven comencé a practicar trucos de magia en tabernas de poca monta. Fue el principio de mi carrera. Era joven, apenas conocía lo justo para crear un espectáculo con que ganar algún dinero. En mi repertorio todavía no disponía de grandes trucos. Por aquel entonces practicaba uno muy sencillo que consistía en colorear el pelo de Melquíades en cada espectáculo. Pero lo que hacía era cambiar un gato por otro. Tenía razón el público de aquel entonces. Afortunadamente nunca lo descubrieron. ¿Qué podía hacer? No tenía el conocimiento necesario para hacerlo de otra manera.

Sin embargo, los años de experiencia y el estudio me dieron la sabiduría necesaria para conseguirlo. Necesitaba obtener resultados satisfactorios ya que no sabría qué sería de mí, ni de vosotras, si no conseguía engañar a los alemanes. Tuve que esforzarme el doble y trabajar de noche, en secreto, para conseguir alterar el color del segundo gato y que se pareciese a Melquíades. Por fin lo conseguí. Ya estaba listo para engañarlos y llegado el momento cambié el cuerpo de Melquíades, solo que esta vez sin vida, por otro gato vivo.”

—Pero Melquíades está aquí conmigo ¿Cómo puede ser?

El gato se separó de Hannah y comenzó a caminar delante de ella, invitándola a ir tras él. Ella lo hizo y durante unos minutos anduvo siguiendo al animal hasta pararse delante de una lápida que rezaba: “Aquí descansa Moshé Ben David”.

Tras escapársele unas lágrimas, la muchacha ejecutó el ritual judío depositando una pequeña piedra sobre la lápida de su padre. Entonces la lápida se movió ante la mirada de terror de la joven, y por un hueco roto en el mármol salió un precioso gato blanco de angora turco que fue correteando junto a Melquíades. La particularidad es que ambos tenían un ojo de cada color.

Los gatos corretearon tras ella, y cuando se giró sobre sus pisadas amortiguadas…

—Hola Hannah, ya veo que conoces a Melquíades. Te presento, pues, a Katterina.

—¡Padre!

Vicente Mateo Serra
Julio 2021

Error inventado

Autor@:
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí . La ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Error inventado. 

Desde lo alto de aquel inmenso cartel publicitario en la cima de la colina toda la ciudad de Barcelona quedaba expuesta hasta la misma costa. Los dos, sentados en las alturas con las piernas colgando, contemplaban una puesta sol que teñía el cielo de amarillos, rojos y violetas. La belleza del momento y el blanco impoluto de sus ropajes contrastaban con la mueca de amargura que no llegaba a ser una sonrisa del primero, y los cercos oscuros que rodeaban los ojos verdes del segundo, síntoma del agotamiento que arrastraba.

—Bueno —dijo el primero—, cuéntame si ha habido muchas incidencias en el turno de día.

—Muchas, Josiel, demasiadas. El hospital está desbordado. E incluso me he tenido que trasladar, a mediodía, al Hospital del Mar. Ha habido un llamamiento de refuerzos, un incendio con varios muertos y algunos heridos que han ingresado en la unidad de quemados.

—Eso parece grave.

—Lo es.

—Y ¿por qué no convocan a más personal? Entre la pandemia y lo demás ¡no damos abasto!

—¿Y qué personal quieres que traigan? ¿De dónde? Somos los que somos, y no hay más remedio que lidiar contra lo que nos venga, aunque esta mierda nos supere y no tengamos ni un respiro.

—Espero que mis doce horas sean más tranquilas.

—Me temo que no va a ser así. El turno de noche siempre es peor: la fiebre de los enfermos sube, el ahogo se intensifica… Por no hablar de los ingresos habituales: los comas etílicos, las peleas callejeras, los accidentes de tráfico… Por eso me pedí el de día.

—Uf… es verdad, hoy es jueves.

—Sí, y para muchos insensatos empieza la juerga del fin de semana. Ya sabes, van a lanzarse a la calle…

—Como si no hubiese un mañana.

—Para algunos será así. Lo es para dos de los jóvenes que tenemos en la UCI, ya sabes, la chica de veintiséis…

—Ya, la que se fue de botellón.

—Sí, y el de treinta y siete que se infectó estando de vacaciones. No creo que ni uno ni la otra superen esta noche.

—¡Pero si a la chica la vi yo ayer y parecía estable…!

—Este virus es más traidor que Judas. En cualquier momento puede desarrollar… complicaciones.

—Complicaciones, siempre las malditas complicaciones.

—No blasfemes. También deberás atender a la pobre abuelita, aunque…

—Sí, la terminal de cáncer.

—… la mantienen sedada. Al final de mi turno han llamado a su hija; no le quedará mucho ya.

—Al menos, esa señora ha hecho ya su vida, pero los otros dos… ¡Es injusto! ¿No hay nada más que se pueda hacer por ellos?

Negó con la cabeza.

—Pero…

—Nada salvo acompañarles en el tránsito.

—No me cabe en la cabeza. ¡Tan jóvenes! ¡Si todavía tienen toda la vida por delante!

—La tenían, pero ya no. Eres todavía inexperto, Josiel, y te has encontrado en medio de esta pandemia sin la preparación suficiente. Si a mí, que llevo una eternidad en esto y creía que ya lo había visto todo, me cuesta asimilarlo… Sé que resulta complicado asumir tanta enfermedad y tantas vidas malogradas… ¿Sabes? Yo también tengo mis momentos de flaqueza, mis momentos de duda…

—No digas eso, me asustas. Tú eres el experto de los dos.

—… pero no desisto…

—Y los pacientes nos necesitan.

—… aunque mi espíritu sea más débil y ya no tenga tantas fuerzas en el ánimo… La juventud hace siglos que me abandonó…

—No tiene nada que ver con la edad, es que la situación es agotadora. La carga diaria que soportamos es excesiva, los turnos que hacemos son largos y deprimentes, y pese a dejar hasta el último átomo de nuestra existencia en ayudar a esta pobre gente seguimos siendo minusvalorados. Maltratados, diría yo, e incluso negados…

—Bueno, ¿qué esperabas? ¡Es la condición humana! Si algunos niegan hasta la existencia del virus y la eficacia de las vacunas… El negacionismo es una enfermedad más peligrosa que el Covid-19. Y mucho más contagiosa.

—Pero muchos siguen creyendo en Dios, ¿verdad?

—Sí, o al menos eso parece cuando enferman. He visto a muchos pacientes en el hospital rezando, incluso a sus familiares. Puede que no hayan pisado una iglesia en su vida, pero en los momentos trágicos siguen acordándose de que existe un ser supremo. También para pedirle que rinda cuentas cuando un familiar fallece. Le echan las culpas a él. ¡Como si no existiera el libre albedrío! ¡Como si el hecho de acudir a una fiesta multitudinaria o a una celebración futbolística sin mascarilla no fuera decisivo! ¿Y su propia responsabilidad, eh? Y también culpan a los médicos. Hace tan solo tres días, en mi turno, un hombre golpeó al médico de urgencias que le comunicó el fallecimiento de su pequeña.

—¿En nuestro hospital?

—Justo antes que te trasladaran.

—¿Qué edad tenía?

—¿El hombre o la niña?

—La niña.

—Tan solo nueve añitos. Enfermó en un campamento de verano en el que se pasaron las normas de prevención y contención por el arco del triunfo. Y yo me preguntó: ¿qué les pasó por la cabeza a esos padres para enviarla en plena pandemia a su sentencia de muerte? Tras una semana divirtiéndose en el dichoso campamento, la niña sufrió una quincena entera en el hospital: la primera semana en planta y la segunda en críticos, luchando por su vida. Perdió la batalla. El virus le provocó una inflamación generalizada y un fallo multisistémico.

—¿La asististe tú?

—Hasta el último segundo. La pobre no entendía nada de lo que le sucedía. Su mirada transmitía un «es un error, un error inventado. Yo soy una niña, los niños no enfermamos con el bicho». Le dije que no tuviera miedo, que todo estaba bien, que yo la acompañaba y no la solté de la mano hasta que… cerró los ojos… Casos como este le destrozan a uno el corazón.

—Es que esa niña no debería haber muerto.

—En efecto, podría haberse evitado.

—¿Y por qué no se ha evitado?

—Porque no se ha querido o no se ha sabido. Tanto los del camping como los familiares deberán rendir cuentas en algún momento, si no ante la justicia, ante Dios.

—No sé, ¿y si salen impunes?

—Muchos se escapan de la justicia humana, pero nadie de la justicia divina. Ten eso por seguro. Y ningún padre puede escaparse del dolor de perder un hijo.

—Pero aun así, siguen dejando que sus hijos vayan por ahí y se infecten. ¡Me da tanta rabia!

—Pues imagínate a mí. Me siento viejo y cansado, demasiado cansado. Y nosotros estamos aquí, en Occidente, en la parte del mundo que lo tiene todo. Pero ya has visto lo que ocurre en los países menos desarrollados; el panorama es dantesco… mucho más propio de la peste negra que invadió Europa en la Edad Media que del siglo XXI… Con esas hileras interminables de ataúdes o de cuerpos envueltos en sábanas…Con esos miles de hogueras ardiendo o esos cuerpos flotando en el Ganges…

—Por suerte, en Barcelona la situación está mucho más controlada.

—Todo está fuera de control, aunque no verás a nadie que haga un voto de sinceridad y lo admita. Las malas noticias no dan rendimiento político.

—Pero un poco mejor sí que está.

—Aunque no sé por cuánto tiempo. El sistema sanitario parece derrumbarse por momentos. Esta mañana los ingresos han doblado a las altas y las unidades de críticos vuelven a estar al borde del colapso. Ya se han ocupado cuatro plantas del hospital solo para Covid. Y las demás patologías se están desatendiendo. Y ya sabes lo que eso significa.

—Que las muertes van a seguir en aumento.

—Exacto.

—¿Y las vacunas? ¿Es que acaso no surten efecto?

—Las vacunas hacen lo que pueden, pero no lo hacen todo. El contagio sigue dependiendo del contacto humano.

—Pero es que nada de todo esto tenía que haber ocurrido.

—Es cierto, pero no está en manos de Dios, sino en la de los humanos.

—Sí, lo sé, y lo acepto, pero al inicio…

—Tampoco fue creado por Dios, si te refieres a eso. Es un error humano, un error inventado.

—Ya…

—Libre albedrío, no lo olvides.

—Pues ese libre albedrío nos va a matar a todos.

—A nosotros no, que somos inmortales, pero me temo que sí a muchos humanos. Si esta pandemia tiene un fin, todavía no se vislumbra en el horizonte. Fíjate, el cielo rojizo del ocaso de la humanidad ya se ha vuelto negro, como negro se adivina su futuro. Vienen tiempos oscuros, Josiel, y ni tú ni yo podemos hacer nada para remediarlo. Tampoco se nos pide eso; las altas esferas nos han encomendado una única misión.

—Sí, que les asistamos en su tránsito hacia la muerte y que acojamos sus almas.

Sin título-1

Ilustración de Vicente Mateo Serra

—A todas y cada una de ellas, sin excepción. Y eso vamos a hacer mientras nos queden fuerzas, por muy exhaustos y desesperados que estemos  —dijo poniéndose de pie sobre el inmenso cartel y desplegando sus alas para mantener el equilibrio—. El sol ya se ha puesto. Ha empezado tu turno. Así que levanta, soldado de Dios, tanto tu cuerpo como tus ánimos, y vuela a ese hospital. Debes cumplir con tu deber. Hay tres almas en esas UCI que te necesitan, y solo Dios sabe cuántas más tendrás que acoger durante la noche.

—A tus órdenes, arcángel Miguel.

Allí, en lo alto del enorme cartel publicitario apuntalado en la cima de aquella colina desde la que se puede ver toda la ciudad de Barcelona hasta el mar, y en medio la negrura estrellada de una noche sin luna, el ángel Josiel batió sus alas y emprendió el vuelo.

 

Olga Besolí
Julio 2021

46ª Convocatoria: Huracanes

Huracanes.

Huracán, el corazón del cielo.

Huracán-150

Ilustración de Daniel Camargo

En la quietud del día y la noche, entre la claridad y la oscuridad, entre la vastedad de los océanos y la calma de los amplios cielos no se producía movimiento alguno que rompiese el silencio: ni batir de alas, ni pisada de animal, ni canto de ave. Nada quebraba la paz que reinaba. Ni el aliento de un ser humano transgredía la pureza del aire. No existían bosques, ni cascadas, no se manifestaba expresión alguna, no había peces, hierbas, ni piedras siquiera. No existía la faz de la tierra. No se oían ruidos y no había nada excepto cielo y mar, solo eso existía. Y se encontraban en calma, tranquilos.

Así era todo cuando los Trece Creadores, ocultos bajo plumas verdes y azules, reunidos sobre el único mar existente, decidieron meditar, juntar sus pensamientos en uno solo, pues de grandes sabios era su naturaleza, y considerar que era el momento adecuado para la aparición del hombre y también de todo cuanto pudiera albergar el nuevo mundo. Y así fue como crearon la vida.

Y la crearon una vez, y después otra, ya que la primera no les satisfizo, pues la consideraron imperfecta, y tampoco la segunda, por lo que decidieron destruir ambas. Tampoco el tercer intento fue satisfactorio. Entonces Huracán, el Corazón del Cielo, deidad de los Trece Creadores, enfurecido con los seres humanos por su comportamiento, les castigó sumiéndoles en una serie de grandes y terribles tormentas, lo que provocó una gran inundación, tras la cual la humanidad se extinguió.

Vicente Mateo Serra
11/04/2021

Romance de Rayito y Violeta

Autor@:
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Romance de Rayito y Violeta. 

Violeta es dulce, piensa en colores y cuando duerme lo hace entre nubes de algodón. Al hablar su voz es miel, su lengua es seda y trinos sus palabras. Anda y se deja ver siempre tras la lluvia cuando el anciano Sol se abre paso entre las nubes. A Violeta le causa gozo contemplar a la gente mirar al cielo buscando su piel color malva. Ella les muestra su belleza, de forma inocente como es, y se siente la más linda de las criaturas bajo la bóveda celeste.

Rayito es de los que la buscan en el cielo… pero nunca la encuentra. Y eso le enoja. Quisiera verla, admirar su hermosura, de la que solo sabe por murmuraciones que Viento le trae. Y mientras tanto va atesorando, como postales de calendario, esos rumores que describen el encanto de Violeta. Piensa que cualquier día lanzará toda su energía contra aquellos que sí pueden disfrutar de su presencia. Por pura envidia, o por puro amor, o simplemente despecho, ya que Violeta también ha oído hablar de él ¡y nada bueno!, pues sabe que es de carácter hosco y que siempre anda a la gresca con su hermana Centella, fuertes temperamentos heredados de unos padres con feos modales y bruscos ademanes.

El talante de Rayito dista mucho del encanto de Violeta, por lo que ella no quiere saber nada y hace oídos sordos a lo que le cuenta su amiga Brisa, hermana de Viento, hijos de Aire, una familia famosa por no saber guardar secretos, todo murmullos y soplos. Por eso Violeta sigue el consejo de sus hermanos mayores y siempre sale cuando Rayito ya se ha marchado. Lo cierto es que Rayito y Violeta no se han visto nunca, no se conocen pero se intuyen. Y eso a Rayito le frustra. Querer y no poder. Incluso su familia se lo dice. Le dice que no, que Violeta no es para él, que sus naturalezas colisionan: «Olvídate de ella, no estás a su altura».

Violeta es un ser de luz y, sin embargo, Rayito está que echa chispas.

Ser de pocas luces como era, pese a su eléctrica condición, no impidió que, pasado el tiempo, Rayito creciera y adquiriese más poder. Viajó, raudo y veloz como era de esperar, bajo el infinito cielo, atravesó nubes, recorrió bosques enteros, anduvo sobre los cálidos océanos y visitó un sinfín de ciudades. Y en todo su peregrinaje pudo enorgullecerse de haber contemplado toda variedad de seres y lugares dignos de admirar, pero nunca encontró a Violeta ni supo de su belleza, lo cual le sumía en un profundo pesar.

* * *

Y así pasaron los años. Transcurrió mucho tiempo. Incalculable. Una eternidad diríase o más, pero como si nada, pues nada ocurrió que a Rayito recompensara. Comenzó a rondar en su mente la duda de si Violeta y su belleza serían más leyenda que realidad. Ella, en cambio, no sufrió grandes alteraciones pese al paso del tiempo: continuó bella y feliz, bailaba sobre los charcos que la lluvia dejaba y su danza salpicaba de alegría los rostros de todos aquellos que la contemplaban. «Mirad, es Violeta y sus hermanos de colores que salen a saludarnos tras la tormenta», decían los niños, boquiabiertos ante la puerta de entrada a un mundo de fantasía que se abría ante ellos.

No era para menos. Se observaba en el cielo un espectro fuera de lo común, no fantasmal, sino todo lo contrario: era luminoso y bello como ninguno, alegre como el que más. Paleta de colores suspendida en el aire, tendida la magia, flotando el hechizo. Difuminados, origen y meta. Casi al alcance de la mano, Violeta, la bella. Por encima de ella, sus hermanos: Azul, celeste y marino; Verde, sereno; Amarillo, radiante de brillo; y en lo alto del arco, Rojo y sus variantes.

Pero los cuentos no siempre acaban de forma feliz. ¿Cuántas veces hemos sabido de las penalidades, tormentos y calamidades de sus personajes, los sufrimientos y desgracias que riegan su existencia? O por ejemplo, ¿cuántas veces hemos sido testigos del acto aprensivo en el que se les amputa la vida de forma vil? Así se sentía Rayito: protagonista de un cuento triste, falto de esperanza, vacío de ánimo. El vaivén del mar sin el sonido de las olas, un amanecer sin sol, sin el aliento de la vida al respirar; pues sentía sentir una vida hueca, repleta, únicamente, del eco de su anhelo.

Había basado su existencia en una búsqueda constante donde jamás obtuvo premio ninguno. Fundida su paciencia, finalmente, su carácter se apagó y dejó de ser Rayito para convertirse en un ser oscuro.

En el lóbrego habitáculo de su conciencia batallaron la idea de insistir en tener ante él, de una vez por todas, a Violeta, obstinada intención que le acompañaba día tras día; o la idea de sacarla de su mente, por siempre jamás, como si nunca hubiera existido. Estaba convencido de que era esto, pensaba, sería lo más probable, seguro, pues nunca la había visto. Solo un soplo de Viento que llegó a sus oídos la trajo consigo. Apenas eso.

Pero se sabe que el amor es ciego en ocasiones, y desvanece la lógica de la razón, obligando a algunos que lo sufren al ejercicio de actos reprobables, propios de una mente malsana. Y esta era una de esas veces. Por eso siguió terco y ofuscado en sus pensamientos, sordo a los consejos de su familia, y obsesionado en descubrir la hermosura de Violeta.

Tenebroso como se había convertido, urdió un plan que se alejaba de la lucidez de un ser de bien: no sería él quien fuese tras ella como hasta ahora, ya no más. Haría que fuese ella quien se le apareciese. Con ayuda de Viento removería cielo, mar y tierra hasta lograr su objetivo: «Agitaré y daré tales sacudidas a este mundo que el escondite de Violeta quedará expuesto, al descubierto, y dejará de estar oculto para mí».

Y eso hicieron, y el mundo se convirtió en caos.

RAYITO Y VIOLETA-150

Ilustración de Carolina Cohen

* * *

Fue un viento que hirió, un viento violento que arrastró, que azotó, que robó y despojó el alma de los cuerpos, que arrancó la vida de cuajo. Un viento incesante y brutal que movió las tierras, derrumbó edificios enteros cuyos restos formaron montañas de restos. Un viento desventurado que trajo desdicha, que desbordó ríos y produjo inundaciones. Un viento feroz, que rompió la armonía de los bosques. Que lo destruyó y lo cambió todo de sitio: allá donde crecía la hierba aparecieron cascotes de hormigón y restos de viviendas semidestruidas. Cientos de vehículos extirpados de las carreteras se hundieron en el fondo de los mares donde se vieron, además, cuerpos flotando. Fue un viento cruel, que sumió en desconcierto ciudades enteras y separó familias. Y no amainó durante días que se hicieron eternos.

* * *

Pasó el tiempo, el viento, y los días de oscuridad llegaron a su fin. No para Rayito, que desde entonces vagó derrotado, pues nunca encontró a Violeta. Pese a sus esfuerzos, jamás supo de su encanto, nunca coincidieron, quizá por castigo debido a su mal hacer.

El anciano Sol, sabio como era, aguardó pacientemente tras los días de tormenta y, llegada la ocasión, volvió a esparcir su manto de luz dotando de calor y esperanza a todos aquellos que la habían perdido.

Y cómo no, Violeta se reencontró con su escenario en el cielo. De la mano de sus hermanos volvió a brillar con luz propia dejando fascinados, como tantas otras veces antes, a quienes habían sobrevivido a la tragedia, otorgándoles nuevas alegrías, gracias a lo cual la vida de las personas se vio reconfortada, que encontraron las energías renovadas y el coraje necesario para reconstruir sus vidas.

Vicente Mateo Serra
2/5/2021

Rugen palomas

Autor@:
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Poema
Rating: + 18 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Rugen palomas.

Ilustración de Rosa García

Rugen palomas el canto áspero que retumba en su sien,
que le atosiga y acompaña en el vaivén
de los días y las noches; vida en peligro de derrumbe
agarrada al clavo ardiendo de un yunque,
dejado caer a plomo sobre el hielo,
como quien apoya en barro una barra de hierro,
para dar un paso y pisar en falso y caer en picado.

Alivio de viento en la cara aunque sea soplo de aire viciado;
recreo de la euforia, aunque sea la lucidez que caduca
al amanecer; y el sudor de invierno bañando la nuca…
Son frutos, todos, de tomar los blancos senderos
colocados ante él con sumo esmero,
reflejando su rostro sobre el rostro de plata,
confuso por la impresión de la sensación barata
al ver su cara sin distinguir ser uno mismo,
aun así, ¡cómo no coger ese atajo al abismo!

Zancadilla a la vida y corte de manga al presente,
futuro y pasado batallan en su mente,
matando el tiempo debaten quién fue el primero
en alcanzar ese lugar donde un mohín grosero
se convierte en sonrisa, donde se anda sin prisa
y por pura inspiración el canto de una cigarra,
inspira a Slash el más salvaje riff de guitarra.

Qué bello fue o será vivir montado en una nube sin frenos,
y emprender la subida a los infiernos,
encender las estrellas y acariciar los delfines
que vuelan, y ver los felinos con sus hermosos botines
andando sobre el agua. El fin del estado perfecto
venido a menos cuando, pasados los efectos,
retumba el canto áspero que rugen las palomas en su sien,
sonando una y un montón de veces cien.
Y después caer de nuevo y respirar el polvo,
de los blancos senderos, el blanco polvo,
colocados, paralelos, ante él, con esmero.

Vicente Mateo Serra
 31-01-21

Pulp Fogtion

Autor@: 

Corrector@: 

Género: Negro

Rating: + 18 años

Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 

Pulp Fogtion.

EL ENCARGO

No fue buena idea hacer caso a aquel fulano. Su olfato de perdedor se lo decía y aun así aceptó el encargo. ¿Qué podía hacer? Llevaba la soga al cuello de por vida debido a diversas deudas, y aquella parecía una buena oportunidad para salir del atolladero. Hacía un año se había involucrado en un asunto feo que resultó ser un fracaso, uno más en su largo expediente. Desde entonces la desesperación le iba consumiendo, y se dejaba caer por los garitos de más baja estofa en busca de trabajillos de poca monta que le permitieran ir saliendo del paso; pero estaba siempre contra las cuerdas y a ese ritmo jamás bajaría del ring. Habituado a perder, siempre puesto hasta las cejas, bien de alcohol, bien de drogas; siempre en estado febril, sudoroso, como si ardiese en el infierno. Ese sería su final si seguía así.

Una noche, en uno de esos locales donde las luces brillan por su ausencia salvo las rojas que alumbran sinuosas curvas bailarinas sobre una barra, un fulano vestido con traje negro barato, corbata estrecha a juego y camisa blanca, se le acercó y le calzó, sin más, un pitillo en uno de los huecos de la nariz. El pobre diablo salió de su trance dando un brinco y no entabló de inmediato una pelea contra aquel tipo porque vio que el pitillo eran mil pavos mal enrollados, cosa que captó su atención más que el cuerpo de la muchacha que andaba (o bailaba) (o se desnudaba) justo a la altura de sus cabezas.

Aquello olía a dinero fácil, así que acabó aceptando el encargo que aquel tipo le propuso en aquel ambiente embriagado de cerveza, entre rayas de coca y rodeado de sensuales mujeres. Pero aquel primer contacto dio pie a todo un embrollo del que Jimmy salió mal parado. Y sabe que actuó mal, que metió la pata, y que se excedió de los límites aunque los límites ya venían sobrepasados, porque aquel asunto olía a mierda de las gordas desde el principio. A pesar de eso Jimmy jamás hubiera pensado que fuese a tomar tales proporciones y es que hay terrenos donde no hay que pisar salvo si eres el Diablo o si has pactado con él, y en todo caso, si se quiere cruzar la delgada línea, hay que hacerlo con cautela, pisando siempre sobre las baldosas amarillas hasta llegar a Oz para pedir, arrepentido, un deseo: abandonar, rechazar aquel encargo (o pacto) maldito. Pero eso ya parecía imposible, aunque él pensó que tendría la última palabra. Y no sólo no pisó sobre las baldosas amarillas, sino que también meó fuera del tiesto. Lo que ocurrió es que él mismo puso un petardo en la mierda y, al explotar, sólo le salpicó a él. Quizá se lo tenía merecido.

Y por esa razón, ahora se encontraba huyendo a toda la velocidad que aquel taxi que había robado le permitía, sin más acompañamiento que los chirridos de la carrocería, el ruido del motor y los remordimientos de su conciencia además del cuerpo que había dejado inconsciente en el maletero junto al maletín que se había agenciado, motivo por el cual se hallaba en esa situación. Su contenido era tan valioso que era un crimen esconderlo allí porque sería el primer sitio donde miraría, pero la huida fue precipitada y no tuvo tiempo de pensar nada mejor. Y no era algo que pudiese llevar puesto porque no le pertenecía, ya no. Así que lo dejó atrás y se puso al volante como un loco.

Usar un taxi para huir no es la mejor idea para salir de la ciudad tras un robo, ya que su típico color amarillo le delataría en cualquier localidad que fuese. Era una más de las calamitosas decisiones de Jimmy, aunque tampoco tuvo muchas más opciones. Ahora mismo no pensaba en eso sino en acelerar.

El calor era sofocante. Era extraño pero siempre le acompañaba ese calor que le empapaba la ropa de sudor y le producía agobios, y esa vez, cómo no, ocurría lo mismo. Eso, junto a las drogas que le consumían por dentro día a día, era una combinación explosiva.

Tenía los ojos desorbitados, puestos más sobre el retrovisor que hacia adelante, y por más que mirase no conseguía alcanzar a ver ningún coche tras él debido al espeso manto de niebla que se había extendido sobre la carretera, pero estaba seguro que aquel tipo no se iba a quedar parado y le perseguiría.

ESMERALDA

Esmeralda Villalobos salió del taxi por la puerta de atrás, es decir, por el maletero. Le costó lo suyo ya que tenía los huesos entumecidos. Se hallaba desconcertada, en medio del bosque y con un manto de niebla que la rodeaba. Además, hacía frío y para una latina como ella eso era algo que no llevaba nada bien. Se preguntó cómo había llegado hasta allí, y para colmo dentro de un maletero. ¿La habían secuestrado? ¿Por qué a ella si sólo era una humilde taxista que intentaba ganarse la vida honradamente? Bien es cierto que en ocasiones hacía sus triquiñuelas con el taxímetro y en otras servía de plan de escape para boxeadores de tres al cuarto que no cumplían con su parte del trato en combates amañados, pero eso no era motivo suficiente para un secuestro. Eso pensaba.

Pero esa duda se desvaneció en segundos porque sus ideas fueron aclarándose poco a poco y al instante recordó a su agresor, aquel enclenque cabronazo yonki (ahora lo recordaba bien, colocado hasta arriba) que la había golpeado en la cabeza con algo lo suficientemente duro como para dejarla inconsciente. Acertó a pensar que no había sido un secuestro sino una huida; lo dedujo porque recordó también que ya había despertado una primera vez dentro del maletero pero con el coche en marcha, y por el ajetreo y los golpes que iba recibiendo justo donde se encontraba ella, en la parte trasera, recibidos seguramente por otro coche, adivinó que se trataba de una persecución y que viajaban a gran velocidad. Hasta que de repente notó un golpe brusco. Seguramente en ese momento volvió a perder el sentido porque a partir de ahí ya no recordó nada más.

Y ahora veía su taxi, de típico color amarillo, lleno de arañazos y abolladuras; estaba golpeado por todas partes y estampado contra un árbol con una fea cicatriz en el morro. Eso la convenció de que estaba en lo cierto. Por fortuna para ella, debido al accidente y los golpes contra los árboles se abrió una pequeña rendija en la puerta del maletero por la cual pudo hacer palanca y salir.

Vio las huellas de los neumáticos que se perdían en la niebla, si las seguía llegaría a la carretera y sólo sería cuestión de tiempo que pasara alguien que la llevase a algún lugar civilizado, donde pondría una denuncia y volvería a casa dando gracias a Dios por salir airosa de aquel percance. Ahora Esmeralda era una persona creyente y no quería complicaciones. Había tenido un pasado turbulento antes de que el reverendo Samuel la encauzase por “el  camino del hombre recto”. Y cuando vio el reguero de sangre que se adentraba en el bosque se dio cuenta de que pertenecía al cobarde que la había agredido y abandonado en el maletero durante horas, casi a la intemperie, perdida en aquel bosque; así que decidió coger la dirección opuesta: el camino hecho por los neumáticos que la llevaría a la carretera.

Puesto que hacía frío volvió al maletero en busca de su abrigo, donde también vio un maletín que había viajado con ella pero que no le pertenecía. ¿Qué contendría? Trató de abrirlo pero no pudo. No era momento de perder el tiempo con eso, ya lo abriría en otra ocasión. Pensó que a lo mejor, después de todo, iba a salir ganando.

Volvió a la parte delantera del taxi para coger su revólver que guardaba en la guantera. Para abrirla tuvo que extraer las llaves del contacto, y al hacerlo se apagaron las luces del coche. Le costó un rato adaptarse a la oscuridad, pero cuando lo hizo cogió el revólver y comenzó su marcha hacia la carretera.

LA PERSECUCIÓN

La niebla era intensa y no dejaba atisbar más allá de dos o tres metros. Tan sólo árboles y alrededor de ellos sólo el gris en la noche que se confundía con el humo del motor del taxi empotrado contra uno de los árboles del bosque. Aquello no parecía un accidente como otro cualquiera, ya que el vehículo se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera. Demasiado lejos. Por la ladera que discurría hasta la zona del accidente se apreciaban los surcos dejados por los neumáticos mezclados con los restos de arbustos aplastados, y cortezas arrancadas de los troncos de los árboles.

El olor a gasolina que impregnaba el ambiente le despertó recordando cómo empezó todo, aquella noche en la que el mismísimo Satanás vestido con un arrugado traje negro, corbata a juego y camisa blanca le hizo oler el dinero en un pitillo enrollado. Despertó sumido en esa pesadilla, empapado en sudor  (como era habitual), y también en sangre (no tan habitual). Dedujo que había sufrido un accidente, de ahí la sangre que manaba de su cabeza y que además alcanzaba el volante y había puesto perdido el interior del coche y el parabrisas, que ahora veía también hecho añicos. Poco a poco iba haciéndose cargo de la situación y el tremendo dolor de cabeza se lo confirmó. Pero no sabría decir cuánto tiempo estuvo inconsciente ni cuánto tiempo había estado huyendo, quizá dos o tres horas en total porque ya había anochecido. Le alivió verse en ese estado, ya que peor hubiese sido que le cazase aquel tipo. Aquello no era nada, comparado con lo que podía haber llegado a sufrir. Y es que jamás nadie daría crédito a su historia si conseguía escapar y contársela a alguien.

Consiguió salir del coche tras comprobar que, milagrosamente, no tenía nada roto salvo la brecha en la cabeza de la que manaba sangre sin cesar; quizá Dios se había puesto de su parte por una vez en la vida, justo en el momento más oportuno. Quiso pensar en cómo había ocurrido el accidente. No estaba seguro de si se había salido de la carretera al quedarse inconsciente debido a las drogas que había consumido y que ahora necesitaba más que nunca, o se quedó dormido fruto del cansancio. O quizá fue algo peor. Sí, fue eso, algo peor.

Al ver los faros encendidos le vino a la mente el momento en el que, tras largo tiempo conduciendo por aquella carretera solitaria, vio acercarse, progresivamente, lo que en principio eran dos faros y que conforme iba estando más próximo comprobó que se trataba de un coche tuerto con una sola luz encendida y la otra a medias. ¡Vaya imagen!, como un pirata con parche en el ojo presto al abordaje, o como un sádico en esa noche gris de niebla, guiñándole el ojo con el faro roto mientras decía: “Ya estoy aquí…”.

Desde que salió a la carretera no se había cruzado con ningún alma al volante, cosa que, con el transcurrir de las horas, le había dado cierta tranquilidad. Dejó de pensar que le perseguían, se olvidó, y cayó en cierto sopor, en el que no andaba dormido ni tampoco despierto del todo, sino que se hallaba en un duermevela que absorbía sus pensamientos, de los cuales muchos no quería recordar. Tampoco podía escapar de ellos, ahí estaban, repiqueteando como campanadas a media noche… en la hora de las brujas y también de los fantasmas… como aquel que iba tras él, con un ojo encendido y otro no, a gran velocidad y acercándose cada vez más.

Jimmy se puso en alerta de un brinco, como un resorte se reincorporó en el asiento y apretó el acelerador todo lo que daba de sí aquel trasto.

La carretera atravesaba un frondoso bosque del cual escapaban hileras de árboles de robusta envergadura que escoltaban a la carretera por ambos lados, y era interrumpida de vez en cuando por algún camino secundario que llevaba a granjas abandonadas o semiabandonadas pero ocupadas por gentes fuera de la ley que habían encontrado amparo en aquellos parajes donde nadie los buscaba ni ellos se dejaban encontrar. Vivían de pequeños saqueos y a las autoridades locales les era más fácil tenerlos controlados en esas zonas que ir tras ellos, por lo que hacían la vista gorda. No tenían buena fama, ni unos ni otros, así que lo mejor era ignorarse mutuamente y todos tan felices. O al menos eso es lo que pensaba la gente.

Los dos automóviles cada vez estaban más cerca, el del ojo tuerto acosaba al taxi, y Jimmy apenas podía controlar su coche. Habían alcanzado gran velocidad, los neumáticos echaban chispas y la carretera comenzaba a serpentear, lo cual complicaba la conducción.

El coche fantasma se aproximaba y embestía con su morro contra el parachoques trasero del primero. Las sacudidas eran cada vez más virulentas. A Jimmy le faltaba tiempo para reaccionar con cada golpe, hasta que llegaron a un punto donde la carretera tomaba una curva cerrada y Jimmy no pudo verla debido a la espesa niebla. Quitando los dos escasos metros de claridad delante de él, el resto era noche gris y confusión. La curva llegó de repente y fue como una atracción de feria: el coche salió volando alrededor de cinco metros ladera abajo hasta dar contra el suelo, momento en que Jimmy recuperó la respiración. A partir de ahí fue una carrera frenética sin control por enderezar el rumbo, pero el automóvil había tomado demasiada velocidad y fue misión imposible, se había adentrado en el bosque atravesando arbustos, plantas y cualquier cosa en su camino. Tras chocar lateralmente con varios árboles fue a parar bruscamente contra el que lo frenó frontalmente. Y entonces todo quedó en calma.

EL JUEGO

Los dos hombres viajaban con las luces apagadas, conocían el terreno y no les causaba ningún problema. Sabían muy bien lo que hacían y lo que hacían era un juego perverso del gato y el ratón. Ellos eran el gato, o el lobo en ocasiones, y andaban por la carretera durante kilómetros en busca de caperucitas: otros vehículos que circulaban por la misma carretera. Cuando los veían encendían las luces y los perseguían a gran velocidad. Uno de los faros fallaba, lo cual daba al asunto un punto más aterrador, y eso es lo que pretendían: asustar a los otros conductores, divertirse un rato y después, ya verían.

Algunas noches se reunían para beber y echar unas partidas: la cosa iba a más y cuando eso ocurría, ciegos de alcohol, salían de caza. Primero era el juego: la búsqueda, la persecución… Los acosaban, los embestían, golpeaban sus vehículos y los aterrorizaban. Después, o bien les robaban o bien lo otro.

Aquella noche era propicia ya que la niebla era un ingrediente muy oportuno en su macabro juego, pero no todo había ido bien hasta ese momento: se les había escapado una presa y eso no solía ocurrir y si ocurría era un problema porque estaba la posibilidad de que los denunciasen y eso los pondría en un aprieto.

Entre latas de cerveza y cajas de pizza iban conduciendo mientras discutían, aunque el tarado no hablaba, sólo lloraba bajo la careta de cuero que le escondía la cara. Era Zed quien se cagaba en sus muertos e insistía una y otra vez en que se callase o le dejaría tirado en la cuneta. Se les había complicado la noche, insistieron tanto con aquel taxi que el juego se les fue de las manos.

El tarado no dejaba de llorar y gemir y Zed estaba cada vez más nervioso. La tensión iba en aumento al igual que la velocidad, así que cuando apareció el cuerpo de una mujer en la carretera agitando los brazos pidiendo auxilio a punto estuvo de llevársela por delante. La niebla no le dejaba ver mucho, por eso la mujer apareció de improviso. Esmeralda tuvo que echarse a un lado rápidamente y rodar por el suelo para no ser atropellada.

Cuando se levantó vio cómo el coche frenaba y daba la vuelta. Estaba de suerte, la habían visto y volvían a por ella. Pero se equivocaba, en parte.

Zed estaba como loco: desquiciado por culpa del tarado y fustrado porque se le había escapado una víctima, además de borracho. Así que quiso pagar sus fustraciones con aquella mujer que se le apareció como caída del cielo: dio la vuelta, encendió las luces, aceleró y fue a por ella.

Esmeralda se vio deslumbrada por el único faro del coche tuerto y vio cómo este se abalanzaba sobre ella, pero pasó de largo aunque lo suficientemente cerca como para tirarla al suelo. El coche derrapó detrás de ella mientras rugía el motor y rechinaban las ruedas sobre el asfalto.

De nuevo se repitió la situación, el coche volvió a hacer una pasada veloz muy cerca de Esmeralda, que volvió a caer al suelo. No comprendía la actitud de aquel coche de policía, o mejor dicho, de su conductor. Cuando lo vio se sintió aliviada porque pensó que había encontrado la ayuda que necesitaba, pero aquello se había convertido en una pesadilla. Intentó levantarse como pudo para huir pero el coche patrulla había reaccionado rápidamente y le cortó el paso frenando bruscamente, lo que hizo que el tarado se golpeara la cabeza y quedara inconsciente. Esmeralda se sintió acorralada, Zed salió del coche… Ya sólo quedaban Caperucita y el lobo, pero Caperucita llevaba un revólver y no le tembló el pulso a la hora de usarlo, y con un disparo certero en la cabeza de Zed se acabó la amenaza.

Cuando Esmeralda se recuperó se dio cuenta de lo que había hecho: había disparado a un policía. No les resultaría difícil atar cabos en las investigaciones, con su taxi de por medio y la bala del calibre de su revólver. Y nadie creería su historia porque ella era una chica latina y el otro no dejaba de ser un policía… muerto.

Además, estaba el maletín con el que pensaba huir. No sabía lo que contenía, ya lo averiguaría más tarde, pero algo gordo debía de ser para formarse aquel revuelo. A fin de cuentas puede que hasta saliese ganando… o no.

EL BOSQUE

Y ahora, ¿dónde iría? ¡Qué más daba! Comenzó a caminar alejándose de la claridad que le proporcionaban los faros del coche. La luna poco podía hacer por alumbrarle, ya que era una pequeña grieta blanca en la noche, casi imperceptible debido a la niebla, al igual que los árboles a su alrededor, a los que iba descubriendo conforme caminaba. Además, los encontraba todos iguales, y es que así eran: un bosque de coníferas cortadas por el mismo patrón. Había que ser un experto en el terreno para guiarse por allí y Jimmy no lo era, por lo que el panorama que tenía ante él no era muy alentador, pero menos lo era el que había dejado atrás, así que continuó su marcha pensando en que, tarde o temprano, encontraría algo, no sabía muy bien qué pero le aliviaba pensarlo. Seguro que algo que le ayudaría a salvar esa noche y ponerse a resguardo.

Cuando ya había andado un buen rato se dio cuenta de que los faros encendidos del coche podrían desvelar a su perseguidor el lugar del accidente. No cayó antes en ese detalle ya que estaba bastante alterado debido al impacto, con una brecha que sangraba en la cabeza y sumido bajo los efectos de las drogas. ¡Qué idiota! Aquello le iba a pesar durante la caminata. Aunque a decir verdad, no sabía qué había sido del pirata tuerto, si había corrido la misma suerte y se encontraba accidentado en otra parte del bosque o incluso en la carretera, o si le había perdido la pista y se había largado; pero no pensaba retroceder para comprobarlo ni volver para apagar las luces. Correría ese riesgo.

Del remolino de pensamientos que azotaba su mente el que destacaba entre todos era el de salir de allí y alejarse cuanto más mejor.

Anduvo durante bastante tiempo, no sabría decir cuánto, pero todo le parecía igual: los mismos árboles por todas partes, y esa niebla espesa que los difuminaba. Por fin llegó a un punto en el que los árboles parecían estar más distanciados y donde cambiaba ligeramente la pendiente del terreno. Empezaba a animarse, quizá encontraría algo diferente: un camino, una casa… Pero la ilusión duró poco porque de nuevo los árboles empezaron a rodearle y volvía a estar en la misma situación. Ya no sabía qué hacer más que andar para entrar en calor. Si paraba a descansar sería peor porque la noche era fría y no lo iba a pasar muy bien.

Ya habían pasado al menos dos horas. A esas alturas ya no pensaba en su perseguidor, ahora tenía otro objetivo que era el de salir de ese bosque. Empezó a calmarse pensando en que si no lo hacía pronto siempre podría esperar a que amaneciese y entonces le sería más fácil orientarse.

Pero para eso aún quedaba mucho, así que de momento no le quedaba más remedio que buscar una salida a ese laberinto y para ello no tenía otra más que andar, andar, andar…

De repente tropezó con algo metálico que le hizo perder equilibrio y caer al suelo. Cuando vio el objeto detenidamente un mal presentimiento le abatió… ¡No se lo podía creer! Miró a su alrededor y entre la niebla logró distinguir el color amarillo del taxi con el que había huido empotrado contra un tronco. El objeto metálico era parte del parachoques que se desprendió por los impactos contra los árboles. ¡Había vuelto al punto de partida! La desdicha le perseguía. Había andado desorientado durante horas, soportando el frío y la niebla, para volver al mismo sitio. Cosa inútil. Y para colmo las luces del coche estaban apagadas. Pensó que se habría agotado la batería, pero cuando vio que las llaves tampoco estaban se puso en alerta.

Fue entonces cuando escuchó el disparo que rasgó su alma ya de por sí quebrantada. Inmediatamente le vino a la mente el fulano del traje barato. Probablemente habría estado allí hace poco, habría encontrado el coche y ahora estaría en su búsqueda. Seguramente escuchó el ruido al tropezar con el parachoques, lo cual indicaba que no andaba muy lejos.

Presa del pánico salió corriendo de allí, sin saber hacia dónde. No importaba, todo era lo mismo: niebla y árboles. Corrió todo lo que pudo y más, hasta que el corazón le pidió un respiro. Entonces se apoyó en un árbol, jadeante, esperando no sabía muy bien qué mientras recobraba el aliento: esperando escuchar otro disparo, seguramente. Pero ya no se escuchó nada más.

LA CASA

La noche estaba llegando a su fin y se vislumbraban los primeros albores del amanecer. Había transcurrido una hora desde que se produjo el disparo y ahora parecía como si nada hubiera ocurrido en aquel frondoso bosque.

Aunque la niebla ya no era tan espesa como antes, aquella casa apareció ante él sin previo aviso: ni un vallado, ni una señal de propiedad privada, ni un camino que le llevará hasta allí. Apareció sin más de la nada. Era gris o así la tintaba la niebla, y era una construcción de madera de dos pisos, con porche en la entrada y tejado a dos aguas. Se quedó un rato parado contemplándola. Tenía un aspecto siniestro. Seguro que de día sería otra cosa.

A pesar del aspecto era una buena noticia para Jimmy porque esperaba encontrar alguien dentro que le pudiese ayudar aunque, a decir verdad, no había ni una luz encendida ni se oía nada en el interior. Algo comprensible a esas horas de la noche. Si vivía alguien dentro en esos momentos estaría durmiendo. Jimmy esperaba que quien fuese no se tomase a mal que le despertara tan tarde. No sabía lo que se iba a encontrar, pero seguro no sería tan malo como lo que le perseguía.

Los efectos de las drogas ya se habían evaporado y el pánico que antes le alteraba había desaparecido al ver su posible salvación frente a él.

Pero quien nace perdedor lo es para toda su vida, hasta el final, y Jimmy lo era y su final estaba cerca.

Lo que ocurrió fue que al caminar hacia la casa pisó una de las trampas para osos que los dueños habían colocado estratégicamente para protegerse y no de los osos precisamente, sino de los hombres. Eran marginados, proscritos, gente fuera de la ley y del sistema. Ese era su mundo y renegaban de la sociedad porque la sociedad los había expulsado. Habían formado su propia comunidad y rechazaban las visitas, por eso habían rodeado la casa de trampas como aquella.

A la herida de la cabeza se le unía la herida en la pierna. Si no abría la trampa y conseguía frenar la hemorragia moriría desangrado, pero él era un yonki enclenque y estaba agotado. No tenía fuerzas para abrirla por lo que empezó a dar voces desesperadamente con la idea de que alguien de la casa le escuchase y saliese para ayudarle.

Era imposible que alguien oyera sus gritos en esa casa porque estaban todos muertos. Los había matado el tarado uno a uno, pero con delicadeza, porque eran su familia. Y aun así cuidaba de ellos: los sentaba a la mesa, afeitaba a su padre todas las mañanas, los acostaba a la hora de dormir incluso los aseaba y les lavaba la ropa. Pero esto Jimmy no lo podía imaginar, ni conocía al tarado, hasta que se presentó ante él. Y entonces Jimmy gritó más que nunca. Porque la presencia del tarado imponía: era un gigante de dos metros con mentalidad de un niño de dos años, vestido con traje de servidumbre sadomasoquista y careta de cuero.

Cuando el tarado recobró la consciencia debido al golpe en la cabeza, contempló el panorama que tenía frente a él: el coche de policía atravesado en mitad de la carretera donde se veían las marcas de los neumáticos desgastados por los derrapes, y junto al coche el cuerpo sin vida de Zed, que se desangraba formando un gran charco. Lloró y huyó despavorido de allí en busca de su familia y cuando estaba llegando a su hogar fue cuando escuchó los gritos de auxilio de Jimmy, que estaba tirado en el suelo sin poder moverse, con una pierna inservible.

El tarado se agachó frente a él y lo alzó en el aire como quien levanta una pluma, se lo cargó al hombro, y se dirigió al interior de la casa.

Jimmy no daba crédito a lo que estaba ocurriendo: había conseguido engañar al mismísimo Diablo para nada; para terminar víctima de aquel gigante retrasado. Le dolía en el alma cómo su vida había sido una desdicha constante, repleta de infortunios y calamidades: un perdedor.

El tarado cerró la puerta tras él, y durante un rato continuaron escuchándose los gritos desesperados de Jimmy.

Vicente Mateo Serra

Maldita la suerte

Autor@: 

Ilustrador@: David Aguilar Parque

Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Microrrelato

Rating: + 14

Este relato es propiedad de Vicente mateo Serra. La ilustración es propiedad de David Aguilar Parque. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Maldita la suerte.

Si por él fuera hubiera querido seguir tranquilo, con los suyos, a su aire, pisando hierba y no pisando arena y mucho menos sangrando, y no invitado forzoso a aquella fiesta que no va con él. De ahí su sorpresa y desconcierto por ver que sangra, o le hacen sangrar, por verse herido en cualquier caso. Por verse preso y condenado en aquel recinto sucio de charcos que manchan de su sangre el suelo, acosado por los cientos de miradas del tendido, clavadas o tendidas sobre él, igual que los dos pares de palitroques sobre su lomo, ejecutados en una suerte de suertes, de mala suerte más bien, o más mal, que sirven para reanimarle sin restarle fuerza y que llaman banderillas, o avivadores, pero que paradójicamente le acercan a la muerte.

Ilustración de David Aguilar

El dolor en sus vértebras no augura nada bueno y sus oponentes, que no son uno sino varios, a pie o a lomos de un caballo, van armados y lo lastiman. El primero es de los últimos: un picador que porta vara larga rematada en una puya que clava con ahínco sobre la cervical de Virtuoso, que le destroza los músculos e impide que pueda alzar la cabeza. Humillación, según los matadores. Pero los puyazos son excesivos y profundos, y también alcanzan los pulmones y los perforan. Virtuoso se desangra por fuera y por dentro. Y se ahoga.

Y es entonces cuando el matador principal, vestido estrafalariamente, al que llaman diestro por su destreza en su arte pese a ser un arte ejecutado de forma siniestra, se presenta ante la mirada del animal sabiendo que cometer un error le costará un serio disgusto. Peor suerte correrá Virtuoso. Todavía no lo sabe aunque lo intuye. Aun así, el matador se muestra soberbio, con aires de grandeza y prepotencia. Retando la mirada del animal coge distancia y ayudándose del capote templa los nervios templando la embestida del toro. Se confunden los rojos: la sangre y la tela. Al matador sólo le queda culminar su crimen imperfecto: arma el brazo con el estoque en prolongación y espera a que arranque el toro. Virtuoso comienza la carrera que le resta tiempo y cuando está a la altura de su matador, este ejecuta un quiebro de muleta que engaña y burla a Virtuoso por última vez al tiempo que le clava el estoque en lo alto y penetra hasta el fondo.

Y ahora Virtuoso ya no lo intuye, lo vive, vive que se le va la vida.

Vicente Mateo Serra

18ª Convocatoria: Fobias

Fobias

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Racional

—¡Uf, aparta eso de aquí! —digo poniendo cara de asco y apartando la cara—. Ya sabes que no soporto las aceitunas. Debe de ser una fobia o algo así.
—No, no es una fobia —dice Rodrigo con ese aire de superior tan suyo—. No las soportas porque de pequeña casi te ahogas comiéndote una. Te dan terror, pero no es una fobia.
—Qué más da, no las aguanto, les tengo fobia.
—No, no es una fobia, hay una causa, no es algo irracional.
No sé por qué quedo con Rodrigo, siempre termina sacándome de quicio. Bueno, sí lo sé. Es mi hermano mayor, es Navidad y me da pena. Él siempre lo pasa mal en estas fechas. Nunca celebra nada, ni quiere venir con la familia, aunque no sé por qué, nunca me lo ha dicho. Debe de ser que tiene fobia a la Navidad.
—¿Y tú no tienes ninguna fobia? —pregunto.
—Ninguna —me responde muy seco.
—¿Seguro?
—Sí, seguro, y vámonos de este centro comercial. No lo soporto, no sé por qué me he dejado convencer para quedar contigo. Casi mejor que nos vemos después de las fiestas. Mira ahí está el ascensor.
—Pues yo creo que sí que tienes alguna fobia. —Sigo picándole mientras vamos al ascensor.
—Pues yo estoy seguro de que no, ni siquiera a ti, que ya me tienes harto, pero es algo racional, hay un motivo, eres una pesada.
Entramos en el ascensor y sonrío con intención de darme por vencida. Ya sé cómo es Rodrigo, desde pequeña siempre me llevaba la contraria, e incluso, en cierta medida, siempre pensé que me odiaba, me imagino que porque fui la intrusa que le quitó el protagonismo en casa cuando nací, pero yo le quiero.
La puerta se cierra, pero antes de que lo haga del todo, un brazo vestido con una túnica colorida emerge en el habitáculo, haciendo que vuelva a abrirse. Tres hombres vestidos de Reyes Magos entran. Empiezo a oír una respiración entrecortada, un extraño intento de hablar. Miro a Rodrigo. Está pálido. Se lleva la mano a la garganta. Parece reaccionar. Grita. Empuja a los Reyes y sale corriendo. Yo también salgo, disculpándome.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
—Nada, nada. Estoy bien.
—¿Tienes claustrofobia?
—Que no, que yo no tengo fobias, solo es que no los aguanto. Vamos por la escalera —dice Rodrigo, mientras sus ojos miran de reojo al ascensor, apartándose con temor.
—¿Los Reyes? ¿Es eso? ¿Te asustan los Reyes Magos?
—¡Cómo voy a tenerles miedo! Solo es que no me gustan, son algo absurdo, no los soporto.
Recuerdo que cuando éramos pequeños nunca venía conmigo cuando íbamos a la cabalgata, pero su reacción era excesiva.
—¿Que no te gustan? Pero si casi te ahogas. Tú…, ¡tú tienes fobia a los Reyes Magos!
—¡Yo no tengo fobias! —grita y noto cómo la gente nos mira—. No me gustan, los odio, no soporto estar en el mismo sitio en que estén ellos.
—Pues eso, una fobia.
—No es una fobia. No es irracional.
—A ver Rodrigo, eres incapaz de estar en un sitio con alguien disfrazado de Rey Mago sin ahogarte. ¿Eso es racional?
—No es irracional. Hay un motivo.
—¿Cuál?
—Olvídalo.
—Es una fobia.
—¡Que no es una maldita fobia!
—¿Y entonces?
Veo que se pone rojo de furia. Pienso que quizá me he pasado y no tenía que haberle presionado tanto. Ya sé cómo es, qué más me da que no reconozca lo obvio. Parece que va a estallar. Se acerca a mí y empieza a gritar.
—Sabes, no es irracional, hay un motivo. Ellos… ellos… ¡Se tiraron a mamá! Para ti es fácil, son tus padres.
Me quedo en silencio. La gente nos mira. Ya no sé de qué color estoy.
—Es irracional. Es una fobia —me apresuro a decir antes de salir corriendo.

Veinticinco años atrás….

—Cariño. Se lo deberíamos decir ya.
—¿Ya?¿Tú crees que es necesario? Todavía es pequeño, no lo va a entender.
—Pero ya sabes que es muy listo y se va a dar cuenta y lo va a soltar por ahí, y ya verás qué lío.
—Pero si se lo decimos lo dirá igual.
—Le diremos que es un secreto, ya sabes que nunca dice nada si le decimos que es nuestro secreto.
—Vale. Pero se lo digo yo, que tú eres muy ñoña.
—¡A ver qué le vas a decir!
—Pues la verdad, que como papá y mamá se quieren mucho se han dado muchos besitos…
—¿Y yo soy la ñoña?
—…hasta que papá no ha aguantado más y se ha subido encima de mamá.
—¡Serás bruto!
—Pues si quieres le cuento lo de la semillita.
—Mejor aprovechamos que es Navidad.
—Tú misma.
—¡Corazón, ven un momento!
—Mi oferta sigue en pie, le contamos mi versión y matamos dos pájaros de un tiro.
—Calla. Hola, corazón. ¡Pero que guapo es mi niño! Mira, mi vida, mamá ha ido esta mañana a echar la carta a los Reyes Magos, la que escribimos juntos pidiendo un camión y un tren, y además también les he pedido que este año te traigan una hermanita. ¿Estás contento, Rodri?

JMM
7/1/2014

Un sitio para Gala

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Cuento

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de  Yolanda Aller. La ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Un sitio para Gala.

Gala tenía miedo a los ladrones… Y a la oscuridad…. Y a quedarse sola….

La pequeña Gala era racional para sus pocos años. El pelo rubio, a la par que oscuro, para pasar desapercibida. El habla silenciosa para poder observar. La mente, brillante. Hacía las cosas de su edad. Habilidosa con sus manos, tenaz en sus intentos, reflexiva, lista, muy lista. Aprendía y cogía del mundo lo que éste le enseñaba. Apenas lo veía, lo interiorizaba. Y los números se metían a operar en su cabeza, las letras a crear, y la música a viajar en violines por territorios ya conocidos.

 Pero, a veces, tenía miedo. Su cabecita se arriesgaba tanto que la llevaba de aquí para allá en nubarrones negros, corcheas que corrían descontroladas, hadas perdidas y cientos de vidas con principio y fin. Gala sufría sus pensamientos enroscándolos y alimentándolos de oscuridad. Se asía, de puro miedo, a una pequeña lamparita a fin de buscar un poco de luz que le dijera que lo que sus ojos veían era cierto. Pero, al final, su alma se imponía y la llevaba consigo a un libre albedrío de sustos y temores.

 Gala tenía miedo a los ladrones. A que vinieran a buscarla.

 Por la noche, dentro de su cama, los esperaba pacientemente. Nunca fallaban. Generalmente, la pequeña solía dormirse antes. Luego, siempre había algún ruido inesperado que la avisaba de que ya habían llegado y que deambulaban en su paseo diario por la casa. Acechándola y acompañándola. Pero ellos nunca la veían…

 Afinaba el oído y no respiraba para alcanzar a escucharlo todo.

 Sentía su presencia en la cocina. A veces, gritaban, y otras sentía un ligero murmullo. Oía música y un tintineo de cubiertos. Arrastraban las sillas y andaban con pasos irregulares. Los pasos que Gala lograba acompasar con el latido de su corazón: primero dos corcheas, luego una negra y otra negra, dos corcheas…, negra y negra… Gala se tapaba los oídos para no quedarse enganchada al ritmo que se repetía y se repetía.

 Por las noches se preguntaba qué hacían allí. Estaba convencida de que, en algún momento, llegarían a por ella. Pero, para eso… tenían que verla.

 Los oía en su habitación. Sobre la estantería de su cama colocaban sus manos, hacían crujir la madera y pasaban las hojas de los libros. Proyectaban los personajes de los cuentos y relatos sobre la pared en destellos intermitentes. Un cinemaxín de imágenes equívocas que hacían a Gala estremecer. Por debajo de las sábanas era capaz de percibir los colores como luces luminosas. A veces, incluso le llegaban olores de otros tiempos: olores a otoño mojado, a agua, a madera. Las imágenes la cautivaban en la pared pistacho. Privada de voluntad, se lanzaba hacia ellas para fundirse con los personajes.

 Y, mientras tanto, tenía miedo, miedo a los ladrones.

 Ellos estaban allí y Gala era capaz de sentirlos. Giraban alrededor de su atrapasueños. Lo atravesaban sin miramiento alguno y rompían su protección. Gala decía que eso ocurría porque no estaba colgado del cabecero de la cama, como debía ser. La red nunca lograba atrapar sus pesadillas y al final se deslizaban, sutilmente, como los grandes sueños buenos, por el centro del círculo. Y por el círculo con diferentes acrobacias se colaban también los ladrones.

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Los ladrones, a veces, osaban llegar más allá y ella parecía sentir que llegaban a tocarle la cara. Su cara plácida. Con un pequeño roce, apenas una caricia, Gala sentía el contacto de unas manos suaves sobre su piel temprana. La sensación era tan real y sutil a la vez que la llevaba a caer, poco a poco, en un sollozo tembloroso al que siempre seguían el llanto y los gritos de una realidad que no entendía. Llamaba a su madre, a su padre, y para que la creyéramos se dormía reteniendo con su mano el roce de aquella otra suave mano, con la tranquilidad de que no la habían visto.

 Gala temía ir hacia otras vidas. Que los ladrones se la llevaran a una vida distinta y con otra familia, en otro lugar. Conocía la lección.

 Cada noche acudíamos cuando nos llamaba. Nos metíamos en su cama y la abrazábamos hasta que ni ella ni nosotros podíamos respirar. Era incapaz de levantar la vista. Temía que la vieran ver… Nunca oímos nada, nunca vimos nada. Pero resultaba imposible no creerla.

 Allí debían de estar. No había forma de terminar con el desfile de imágenes que Gala describía sobre la pared. Con la luz encendida la proyección finalizaba pero, en plena oscuridad, era Gala la que narraba los relatos de todo lo que iba viendo. Sin conexión. Una cabalgata de seres y personas que parecían provenir de libros y de fuera de ellos, de antes y de ahora.

 Yo estaba cerca pero en vano. Me levantaba, nerviosa, encendía la luz de la lamparita para ver con los ojos. Abría y cerraba los libros con fuerza a fin de aplastarles, de encerrarlos a todos ellos y de que no pudieran salir. Sacudía una y otra vez el atrapasueños haciendo correr el aire por sus hilos para que, con el polvo, se fueran ellos.

 Y Gala me miraba hacer, como si me equivocara, con la convicción de que no estaban allí, cautivos en los libros o liberados de las redes.

 La acompañaba a la cocina, cuando los oía allí, la colgaba a mis espaldas como a un pequeño cachorro y bien sujeta, la llevaba por el pasillo. Al llegar, siempre se imponía el silencio.

 —Cariño, ¿no ves? No hay nadie.

 Ella abría los ojos levemente y buscaba el desorden que en su mente habían causado. Todo estaba en su lugar. Nada se había movido. Y entonces lloraba y gritaba, convenciéndose de que no se podía equivocar tanto.

 —¡Me van a llevar! ¡Me van a llevar! ¡Es que todavía no me han visto!

 La acercaba a mí, al calor de mi cuerpo, la arropaba para no perderla, sintiendo el miedo de que me la fueran a arrancar, de que las palabras fueran capaces de provocar que se la llevaran.

 —No están, cariño, ya no están.

 Se confundía. Podía casi leer sus pensamientos que me decían que tal vez se hubieran ido. Y los míos que decían que tal vez nunca habían estado.

 Con firmeza le rogaba:

 —Ya, Gala, suéltalos, mi niña.

 —Pero… ¡sí que entran, mamá!. Los ladrones entran en cualquier sitio.

Pero ellos quieren cosas, tesoro, cosas para ellos. Quieren las cosas que quitan a los demás.

 Y Gala seguía queriendo entender. Pero había oído que podían romper cristales, que podían tirar puertas, y que además todo podía pasar sin que nadie hiciera nada. Los ladrones actuaban con total impunidad. Dentro de su mundo y en el nuestro no encontrábamos razones para convencerla. Era vulnerable, porque tal vez lo fuera, como todos nosotros. Y si la vieran…

 Gala tenía miedo a los ladrones.

 En ocasiones su miedo afloraba también durante los días, en escenas cotidianas. Paseaba por la calle y se aferraba férreamente a mi mano. Miraba hacia los lados. Y si veía a alguien acercarse, le observaba detenidamente, trataba de averiguar si se adecuaba a su perfil de ladrón. Paralizada, esperaba hasta que finalmente se cruzaban con nosotras y se iban. Yo la oía respirar. Y también yo lograba acompañar mi corazón al suyo. Al ritmo acelerado.

 II

 Un noche decidí pasarla entera con ella. Me dormí hasta que un ruido inesperado me avisó. Y las dos nos despertamos. La cogí de la mano y nos fuimos a la cocina. La senté en su silla alta y empezó a contarme.

 Érase que se era una niña con muchas vidas. Había sido, campesina, náufraga, violinista, y no sé cuántas cosas más, y había vivido ahora, hace mil años, hace cien y hace cincuenta. Pero siempre la robaban… Gala se veía, como alguien robado que estaba de paso y trataba de contar, con sus palabras, lo que sabía.

 —Mamá, es que me llevan… —sollozaba.

 Su madre le calentaba un vaso de leche con cacao y ponía sobre un plato dos galletas. Trataba de traerla al presente. Revolvía con la cucharilla el cacao sin parar para que Gala no se desprendiera de ese momento a su lado.

 —¿Quién te lleva, Gala? ¿Dónde te llevan?

 —Con otras mamás a veces, y otras veces yo soy la mamá…

Y me contó de sus mañanas de campesina. Sus manitas rotas y resquebrajadas en las heladas. Sin pan. Vivía en una casa de adobe, arena y cañas, con una única habitación. Su mamá tejía sus ropas cada año. A su padre sólo le veía por la noche. En esa vida perdió el apetito para siempre. Se puso malita y le subió la fiebre. Entonces se la llevaron.

 Y me contó de cuando ya no pudo respirar más. De cómo llegó la tormenta y las olas desorientadas la mareaban y la sobrepasaban. Recordaba un mundo blanco y azulado alrededor, neblinoso y difuminado, y que se hundía y se hundía. Y que no tenía aire. A su alrededor agua, agua turbulenta, agua con arena, agua encima y agua debajo. Y tomó el agua como quien respira. Y se la volvieron a llevar. Con ello se quedó la angustia, los infinitos catarros… y el miedo al agua. Pero no alcanzaba a decir más. No podía comprobar nada.

 Y cuando fue mamá junto a un papá. Y vivía en una enorme casa con un gran jardín. Vestía largos vestidos y sombreros. A veces llevaba paraguas para el sol. Era capaz de verla como en un cuadro impresionista. Tuvo dos niños. Pero con el tercero, vinieron y se la llevaron.

 La escuchaba aturdida, maravillada y angustiada, con su lenguaje infantil y su narración desordenada, llena de saltos en el tiempo.

 —Así que volverán ahora también —reafirmaba.

 Ahora estaba conmigo, con su mamá de ahora. La que la había engendrado. De la que tenía su forma de cara, su pelo, su espíritu enérgico y triste. Esta vida era para nosotras. No dejaría que nadie entrara. Ella era mi Gala. Y esta vida era nuestra. Esta vida era nuestra, me repetía. ¿Dónde estaban ellos?

Y Gala se zambullía en sus historias mágicas que adornaba con tal realismo que lograba atraparme y absorberme en ellas. En cada historia me dejaba caer para estar a su lado, para que no estuviera sola en esos mundos, que empezaban y acababan.

Totalmente imbuida en cada nueva realidad, contaba que incluso tuvo vida de hada. Cantarina entre los árboles, cantarina sobre las hojas de los ríos, cantarina en los cantos rodados. Le encantaban los arándanos y el trigo, y la música, y tenía un violín. Y adivinaba melodías que nunca había escuchado. Sus dedos se movían rápidos salpicando las cuerdas. Y esa vida de hada terminó un día que se alejó y llegó a la ciudad. Con luces como estrellas y farolas como lunas. Cautiva entre cemento y cristal se perdió y alguien se la llevó.

Tu voz, niña Gala, tu violín —comprendía su madre, reticente a aceptar que todas las vidas contenían partes de su pequeña.

¿A que un día me verán? ¿A que me van a encontrar? ¿A que sí? —insistía nerviosa—. Y me llevarán a otro lado durante mucho tiempo. Y luego otra vez. ¡Y yo no quiero que me lleven más! ¡No quiero que me lleven más!

Ahora estás conmigo, Gala, no hay nadie. No es cierto que sean ellos. No son ellos… son ruidos… sólo ruidos…ruidos de casa, ruidos de ciudad.

 —¿Dónde me van a llevar, mamá?

Al final el sueño la podía. Derrotada sobre la mesa, con el vaso de cacao sin beber y las galletas intactas, se abrazaba y se colgaba nuevamente de mi cuello.

 —¿Puedo dormir contigo?

 Su madre se la llevaba consigo, como quien portaba una parte más de su cuerpo.

En la cama, su padre dormía. Gala se hacía un hueco entre los dos. Y, atada a ellos, con brazos y piernas, se ataba a la vida que tenía.

Ellos vendrían otra vez, y otra más. Hubo muchas más noches en las que Gala siguió recordando otros sitios a los que la habían llevado y lo que había hecho.

Resultaba difícil ir entendiendo y situando cada una de las vidas que muchas noches me describía. Pero siempre fuimos de capaz de localizarla en un mundo que cabía en la historia, y que había sido. De cada una de sus existencias se había quedado con algo.

III

Y un día los ladrones la vieron. Tal vez esa noche no se había tapado. Tal vez nadie vino cuando llamó. Tal vez la luz de la lamparita se apagó. Tal vez el tiempo había pasado.

IV

Gala ya llevaba una larga temporada sin despertarse por las noches. Habían pasado meses. Dormía en su habitación pistacho de siempre, con sus cosas de siempre. Nada había cambiado: su pelo rubio oscuro, su habla silenciosa, su mente brillante. Seguía tocando el violín cada vez con mejor sonido. Aprendía rápido. Era capaz de reproducir las melodías apenas las escuchaba. Decía que tenía un maestro, por dentro, que la enseñaba.

Y su madre empezó a buscar al maestro.

Gala veía su atrapasueños y sonreía. Lo hacía girar mientras le cantaba. Soplaba sus plumas. Ya no lo quería en el cabecero de la cama. Le gustaba colgado de la lámpara de su habitación porque decía que así el aire corría mucho mejor y todos podían pasar por él.

Y su madre empezó a buscar a los que atravesaban el círculo.

La lamparita, que en otro tiempo iluminaba sutilmente la cama de la niña, no se había vuelto a encender. Gala confesó que un día le había ordenado a la bombilla que se durmiera y se tapara bien.

No volvió a sentir ningún roce en su cara. Pero a veces todavía se despertaba con sus manos sobre su cara como si intentara retener algo.

Y su madre se las abría para comprobar qué no retenían nada.

Gala pasaba las hojas de los libros. Sus estanterías de madera ya no crujían. Tampoco oía el tintineo de cubiertos ni ruidos en la cocina. Cuando oía pasos sonreía pícaramente mientras aclaraba que era el vecino de arriba. Ya no acompasaba su corazón a ellos, sino que jugaba a adivinar qué ritmos hacían y marcaba con sus palmas el compás.

Y su madre descifraba: corchea, silencio, corchea…

Las proyecciones sobre la pared dieron paso a un buen uso de lápices de colores con los que Gala creaba dibujos fantásticos a los que ponía nombres.

Empezó a tener un gran apetito. Desayunaba su vaso de leche con cacao y algunas galletas, pero lo que más le gustaba era el pan con mermelada de arándanos que tomaba en la merienda. Ya hacía mucho que no se ponía malita con sus catarros.

Y su madre decía que era por lo bien que comía.

Gala ya no se enroscaba en la oscuridad. Jugaba a lo hábil que era en no chocar con juguetes ni muebles cuando ya no había luz. Había también dejado de tener miedo al agua. Nadaba sin ayuda y le encantaba deslizarse por los aros sumergidos de la piscina.

Su madre iba hilando el cambio que veía. La observaba feliz,…pero empezó a cerrar la puerta de casa por las noches con llave. Poco a poco empezó a inquietarse. Empezó a oír ruidos. Y detrás de los ruidos intuía presencias. Se despertaba y cogía las manos de su marido para agarrarse.

Gala no tenía miedo, pero su madre empezó a esperarlos. Escondía sus cosas en cajones porque llegarían a por ellas. Bajaba las persianas apenas anochecía. Cerraba los armarios. Y los libros.

Salía a la calle con Gala agarrada de la mano. La pequeña notaba cómo su madre la cogía con fuerza cuando se cruzaban con alguien. El bolso bien asido.

Gala la miraba hacer y una noche que estaba encendida la lamparita de su madre se levantó. Y, con su pelo rubio oscuro, su habla silenciosa y su mente brillante la abrazó y le dijo:

No van a venir, mamá.

¿Quién, Gala, quién no va a venir? —dijo su madre, aturdida.

Los ladrones, mami, ya no van a volver.

¿Volver adónde? ¿Dónde están, Gala?

La madre se sentó en la cama, alarmada, para escucharla otra vez más. Temía que volvieran los cuentos.

Un día me vieron, mami. Seguro que no me tapé o que la lamparita se apagó. Eran muchos, pero eran buenos. Yo ya los conocía de otras veces, cuando estuve con ellos. También estabas tú. Pero no eras mi mamá. Ellos me han dicho que ahora tengo que aprender mucho, como cuando tengo que hacer deberes. —Entre risitas añadió—. Voy a estar muy ocupada. —Adivinó la cara confundida de su madre—. Pero mamá ¿tú no te acuerdas? —insistía.

¿De qué, Gala? ¿De qué me tengo que acordar?

De cuando fuiste otra mamá y eso… de los otros sitios. Los ladrones se han quedado allí.

No, cariño…, yo no he sido más mamá que ahora.

Gala se hizo la interesante y sonrió como si fuera a desvelar un secreto.

Eso te crees tú. En una vida hay muchas vidas.

Los ladrones se quedaban en algún lugar, a la espera.

Gala reía con su risa cantarina, su pelo rubio, a la par que oscuro, y su mente brillante.

No puedes montar dos veces en el mismo tiovivo, mami —bromeó.

 Pero yo me quedo aquí.

Toda esta vida.

Contigo.

 Gala se acercó a su madre y le dio un sonoro beso y un abrazo de esos que dan los niños cuando aprietan.

Yolanda Aller

Diciembre 2013