Autor: Miguel Ángel Rodrigo
Ilustrador: Fernando Halcón
Género: Relato
Este relato es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo, y su ilustración es propiedad de Fernando Halcón. Quedan reservados todos los derechos de autor.
El color del dinero.
Un billete de quinientos era todo lo que me quedaba en este mundo. Tan reluciente y tan planito. Tan lila o tan malva o como quiera que se llame el color que se gastan los billetes de quinientos; me refiero al que tienen, claro; que gastarse, ya se gastan solos. Leí en una ocasión que España concentra el cuarenta y cinco por ciento de los billetes de quinientos emitidos por el Banco Central Europeo. Seguramente lo escuché, porque yo no leo. Soy más de escribir, porque soy poeta. En España no son lilas, que aquí, tierra de listillos y picaruelos, negro es el color del dinero. Y de entre todos los billetes de cinco centenas que campaban por España, aquél era mío. Reluciente y planito y lila o malva. Mas no negro. También calentito, por estar recién sacado del cajero. Visa Loro mediante, cuyas cuotas de crédito no tenía previsión alguna de cumplir, por supuesto, también. Porque aquel billete, abrigo último de mi pobreza, no me pertenecía. Y es que nada es completamente nuestro excepto el tiempo. El de cada uno. Y esto que afirmo, a pesar de ser yo muy poeta y creativo, lo he debido oír por ahí, porque suelo leer más bien poco.
No debemos encariñarnos demasiado con los bienes terrenales, especialmente con el parné. Porque el parné no es tiempo; es sólo parné y normalmente no nos pertenece. El billete de quinientos, siendo estrictos, era propiedad del presidente de la entidad financiera que, pese a querer ser mi banco, seguía cobrándome las comisiones de manera inmisericorde. Aurelio Motín, un picaruelo, también capitán del acorazado «rojo Ferrari», cuya orgullosa estampa puede contemplarse salvar la bravura del océano económico mundial. Un barco que es un banco, el Lucifer. Un banco pirata que, pese contarme entre sus clientes desde hacía quince años, continuaba empecinado en cobrarme las comisiones. Reparar en aquel detalle aumentaba la concentración de bromuro en mi estómago. El júbilo de saber que mi banco, el Lucifer, cerraba ejercicio, año tras año, declarando ingentes beneficios, no me aliviaba. De vez en cuando pensaba en ello y sí, qué ganas de ¡¡aagudsfskka dsl kañs!! que me entraban.
La numeración de aquel billete estaba libre de toda sospecha. Sin mácula; como mi bienaventurada y augusta madre: la señora Inmaculada, en cuyo delantal jamás advirtiera nadie mancha o lamparón de salsa de tomate. ¡Qué poco orgullosa estaría de mí si pudiera verme así, tan acabado! Y lo peor es que no era de esos acabados «tipo» que vienen proliferando por la crisis económica: gente hecha de honra y esfuerzo que lo ha ido perdiendo todo porque cada vez queda menos que ganar, menos que conservar, en este país de billetes de quinientos reconcentrados. Sí, qué país. De oportunidades para los polvorillas. De pelotazos, patadones y reventones del sistema. No. Ellos, los acabados «tipo», han jugado limpio y nada cabe reprocharles. A mí, en cambio, dedicada la existencia a amar lo ajeno, se me puede acusar de haber fracasado entonces. De no haberme sabido manejar en la elección de compañías y negocios. Yo, Antón Pirulero, como todo ladrón de raza, debiera haber comprado el cielo. Ser rico y ser libre; y aplaudido por la masa, o por la parte más gregaria y miméticamente entusiasta de ésta. Ser gente guapa. Chula. Molona. Como lo era el mismo presidente Motín, del Lucifer, el banco de las comisiones pese a todo. O como Chicho Campos y Fajardo Playa, dueños de una simpática fortuna cultivada con esmero y mentirijillas de nada, allá en los arrozales de la corrompida –que no corrupta– Comunidad de Venecia. ¡Oh, Venecia! y sus calles anegadas. Inundadas. Ahogadas estaban allí las gentes. Las más. Porque también la habitaban reductos autoprotegidos de una fauna resistente al encharcamiento. Un número majo de eminencias de exquisitez moral sin parangón y engordadas cuentas corrientes, capaces de flotar y navegar las turbulentas aguas venecianas. Sí, como Campos y Playa. O como Rica Barrabás, su alcalina alcaldesa, que además del paseo en góndola, gustaba de depositar sus lindos piececillos en tierra firme cada día al caer la tarde. Pisar fuerte. Enterrar los nobles pinreles en el frescor de los terrenos no inundados, expropiar, confundir valor con precio como haría todo necio. O como Sandro Cabra, rampante presidente de la Sobreputación de la Comunidad Veneciana, que es más de tener la cabeza en las nubes. En el cielo azul. Mientras sueña con cómo llenarlo de luces aromáticas y brillantes amapolas. En esta relación, no puedo dejar de mentar a Soberbio Crispo, expresidente de Camperra australiana, cuyo liderazgo se vio forzado a dejar por escasez de pobreza. Triste devenir. Afortunadamente, este hecho luctuoso acaeció allí, en Australia, país y continente de prestaciones generosas para con los ciudadanos imbricados en los tejidos sociales más débiles, más desfavorecidos. Gracias al cielo –ése azul soñado por Cabra–, sobrevive con una pensioncita de quinientos mil que, por supuesto, le viene del sector privado. Algo más del mínimo interprofesional, porque, no nos engañemos, hablemos de justicia laboral y plusvalía marxista: la complejidad de su trabajo en la Camperra era tal, que sin un cociente intelectual de nueve mil hubiera resultado imposible acometerla. Por no hablar de la responsabilidad inherente al cargo de Presidente Superchachi, que hubiera echado atrás al mismísimo Atlas. Un esfuerzo ingente se compensa con generosa recompensa. Con reconocimiento. Reconozcámoslo, pues: gracias a los madrugones y a su fuerza de trabajo, cada día amaneció un día más en España. Lástima, por eso –y no por ser puntilloso, sino por comentarlo un poco, ya que estamos–, que la Camperra terminase por quebrar. Mas no menos guapo entre todos estos guapos, a pesar de no ser veneciano, es Fénix Deumilmilet, catalán de buen oído y hombre capaz de fabricarse un negocio próspero con poco más que un par de violines y algún coleguita. Qué nómina de cracks. De catacrakcs. Todos tan listillos. Tan picaruelos. Todos tan todo y yo más nadie que ninguno. Qué bien.
Dos han sido las vocaciones de mi vida: poesía y hurto. Pero la dedicación que exige éste, me ha dejado sin tiempo para perfeccionarme en aquélla. Así que, en lo que ha poesía se refiere no soy más que un diletante. Como manguirulo, en cambio, me considero un profesional de largo recorrido. Empecé a los once años con sisas de poca monta, como robar a manos llenas los paquetes de Celtas sin boquilla en el estanco del barrio. Recuerdo la tarde en que mi emérita madre (no sabría decir emérita en qué, yo leo poco) me pilló. Después de haberme metido la preceptiva bronca, porque mira que traerlos sin boquilla, adán, que pareces un adán, se los fumó todos mientras daba buena cuenta de un pack de birras. Qué mona que era. El calor ebrio de su mirar me reconforta aún hoy. Ésa fue mi fortaleza. Sus palabras recriminatorias las que me instaron a seguir. A mejorar. Dios la tenga en su gloria. Y que en su gloria tenga también Dios alguna tabernilla para que pueda fumar la mujer. Me gusta imaginarla borracha perdida, allá en el cielo, ciega de todo; llenos los bolsillos de cartones de Winston y de güisqui on the rocks el vaso, y que así no sea testigo lúcido del hombre en que me he ido convirtiendo. Insulso. Lechuzo. Sin recursos. Insatisfecho con sus versos, que no riman bien pues mal riman. Mi segunda naturaleza, que tal vez debiera haber sido la primera, es una naturaleza muerta. Y eso me atormenta.
Un billete de quinientos y mi vieja petaca de güisqui sin güisqui; la había olvidado. Eso era cuanto me quedaba en este mundo. El billete. La petaca. Algunos versos malos. Y aquel pasado plagado de recuerdos que allí, a la vera de un cajero del Lucifer, me asaltaban. Para qué oponer resistencia. Me dispuse a evocar y evoqué. Toda mi biografía. Cada renglón añadido al descuidado currículo laboral.
En su día fui una joven promesa. Mi ascensión, meteórica. No lo digo yo, que lo decía mi arremolinada madre: «¡Hay que ver qué dedos más largos tiene el niño, será pianista o mangante!» . A una edad demasiado tierna y en menos de un año, pasé de los Celtas sin boquilla a controlar el tráfico de Winston que llegaba de Andorra. Así, me granjeé el respeto de los más chungos. Luego, llegó la comodidad. La vida sedentaria. El aburrimiento. La apatía. Me había apalancado. Es lo malo de dormirse en los laureles durante nueve años: termina uno fumándoselos. Y perdí la reputación. Qué reputada. Perdí los contactos, los buenos contactos. Alguno ya me había tentado con ofertas interesantes. Pero, tonto de mí, yo había seguido a lo mío. A lo más cómodo. Preferir siempre el tejano roto a la corbata prieta. El hurto rápido a la estafa fina. El trabajo físico al esfuerzo intelectual. El niño, al hombre. Concluyendo: los cuatro duros a la pasta gansa. En mi descargo, diré que era joven; que estaba lleno de ilusiones y bla bla y etcétera y toda la recámara de frases hechas de que se nutre la retórica juvenil de cada generación. O se nutría. Sentía tener el mundo a mis pies y las cosas del mundo, todas, en mis manos. Miraba Fama, bailaba como Coco y quería vivir para siempre. Porque estaba cargado de futuro. Yo era futuro en esencia. Los que teníamos veinte, entonces, pudimos ser así. Hoy el cuento es otro. Es peor.
Después del tabaco, aspirando ya el rebufo de los ochenta, resurgí convertido en un gurú de la techné tecnológica: radiocasetes extraíbles, consolas Atari 2600, teles en color sin Thomp ni Son, calculadoras Casio de fósforo verde, el cubo del Rubik, la leche Pascual… Sí, trabajé todos los artículos. Todos los robé. No había contenedor en el puerto que resistiera más de cinco minutos los encantos de mi ganzúa. Fueron tiempos de abundancia. De innovaciones y revoluciones electrodomésticas. Como la irrupción del vídeo: sistemas Beta, VHS, Beta 2000 colonizaron los hogares. Gracias a las ventanas, alivié cuanto pude aquella invasión doméstica. Qué buen cine se hacía en los ochenta, por cierto. Los albóndigas en remojo, la saga completa de Parchís o Red Scorpion de Dolph Lundgren, por citar algunos ejemplos representativos. Fue ese tipo de cine de culto el que hizo de mí un cinéfilo. Y un culto. Pero mis poemas seguían estando compuestos de versos que no lograba hacer rimar. Mi poesía era inorgánica. ¿Qué peor desdicha que la susodicha?
Y llegaron los noventa al son de Public Enemy. Y del Tractor Amarillo. Pronto eclosionó una crisis económica no pequeña que ya anticipaba lo que se escondía al doblar la centuria. Trabajadores honrados y raterillos de baja estopa fuimos las principales víctimas. La clase media y media baja, vamos. No así los verdaderos sabios –Jurel de la Prosa, Mari O’Conde Mor, José Luís Coltán, Mariano Moreno Conmechas de Rubio (Cantinflas)–, que a pesar de ser pillados, procesados y condenados, supieron lo bastante de magia financiera como para preservar el botín. A día de hoy, alguno hasta tiene un librito publicado y todo, o habla de cosas «guays» en Interlobotomía. Fue una primera lección, para mí y para el Dioni y para tantos otros. Entretanto, yo sólo me dediqué a sobrevivir. A ir trampeando. Una huida hacia delante hecha de trabajos pésimos, como el arranque o sustracción, destornillador mediante, de chapas de BMWs, Saabs y Mercedes; o la venta de un crecepelo que yo mismo fabricaba agitando (no mezclando) en un bote de fairy y a proporción 2-1-1-2: harina de garbanzo, musgo, miel y tirillas de hilo bien cortitas. Encontrar harina de garbanzo era complejo.
Aquel gobierno valeroso, con Graznar a la cabeza, no tardó en ventilar la crisis. Qué ingeniería económica más fina. Maquinaria suiza. Cremosa. De chocolate. Qué recalificaciones del suelo más convenientes. Todo muy goloso. De nuevo, la esperanza en el horizonte para los emprendedores como yo, pero sobre todo para los skyliners de la costa, como Rica y compañía.
Aprovechando que el siglo ya abrazaba su crepúsculo, y siendo como era un hombre informado de las necesidades de su tiempo, lancé al mercado un software para proteger a las empresas del efecto Y2K. Reconozco que fue una buena idea. Porque no era robar, sino perpetrar un fraude desde un nicho de negocio floreciente. Engañar en vez de sustraer, ésa era la auténtica clave. Y no es que supiese mucho de programación. Lo que yo sabía, en verdad, era que los demás no tenían ni papa. Así que se me ocurrió hacer un copy and paste en el Word de una novela de Frenando Achánchez Dragón que después puse en Webdings. El resto, puro marketing: «Esto, ejecutao, te protege hasta el tres mil. Si usas otro o ninguno, la empresa explotará», le decía yo a la peña. Y la peña flipaba. Compraban licencias como locos. Me las quitan de las manos, oiga, canturreaba por la calle. Hice con ello un buen dinerín. Hasta que se pinchó la burbuja tecnológica. Pluf.
Había que reinventarse. ¡Cuántas empresas tienen que hacerlo! La llegada de Internet trajo consigo el correo electrónico. Qué invento. Con él, renací. Hay que ver la cantidad de incautos que creyeron ser herederos del equivalente moldavo del príncipe Queflipe, e ingresaron en mi cuenta caimana el primer emolumento en euros. Los contactaba en estos términos: «Su graciosa majestad, Don Paco Pépez de Borbónez: tras el reciente fallecimiento por reventón del príncipe Silvester Estallón, y dándose la triste circunstancia de que no ha dejado herederos, se le comunica que es usted el primero en la línea de sucesión de la Corona Moldava. Le esperamos el jueves, entre doce y una, por aquí, en el aeropuerto de la capital de Moldavia. Quedamos a mano izquierda, verá usted muchos aviones. Nos distinguirá por nuestras ropas nobles. No por otra cosa pues somos muy de fenotipo «moldavo medio». Por temor a posibles atentados, no le vamos a decir cuál es la capital, mírelo usted mismo en Yahoo! –Google Maps no existía–, o en algún atlas, no vaya a ser que intercepten el correo y le sigan. Y le maten, claro, lo que sería realmente inconveniente para todos. La Corona no soportaría su pérdida. En cuanto esté usted aquí, organizaremos todo lo referente a su seguridad. Ah, importantísimo, el importe del billete de avión se le abonará también a su llegada, no le quepa la menor duda, amigo majestad, pero ingrese entre tanto milquini en el número de cuenta adjunto, a fin de ahorrarle la molesta gestión de la compra». Pura mimesis aristotélica. Me lo curraba, para algo tengo alma lírica, que aunque no leo, escribo un montón. Hubo unos cuantos de Borbónez que accedieron, pero enseguida empezó a dejarse sentir la desconfianza de la gente en los mercados, el desánimo, la caída progresiva e imparable del consumo. Y cuando la miseria se aproxima, se afina la suspicacia. Pronto dejaron de creerme. Una pena, porque me sentía creativo con aquel proyecto.
El euro había hecho poca ilusión y mucho daño. Un café pasó a costar lo que antes nos costaban dos. Por tanto, habría que trabajar el doble para ganar lo mismo. Mala cosa. Ya entonces sabía que nos empezábamos a ir a la porra, pero me dejé arrastrar por la inercia de la empanadilla; por la esperanza de que no permitirían un retroceso en el estado del bienestar. ¿Quiénes? El gobierno, por supuesto. Confiaba en él. En ellos. Encontrarían algo que privatizar, algún parque de atracciones chorra que levantar o, ya nos dejaría dinero algún banco de algún país. Si total, España iba bien. O había ido. Y me arrellané en la confortable certeza de que si empeorábamos, como en los noventa, ya llegaría la providencia dispuesta a graznar y arreglarlo todo. Como graznan los cuervos, los grajos y los gansos. Absorto en todo ello estaba cuando sonó el móvil.
– Dígame –dije lógicamente.
Una voz bella y grave, rutilante y firme, capaz de infundir tranquilidad al cimbreo gelatinoso de un fideo chino, me dijo:
– Señor Antón Pirulero, ¿es usted?
– De los Pirulero de toda la vida, a mandar. ¿Quién le requiere?
– Mi nombre es Ñakañaki Unpoquitín. Represento a la oenejéaserejé «¿Nóosjode?», y soy el hijo de Dios.
– ¡Coño! –exclamé yo en mi pobreza de espíritu–. ¿En serio?
– Del todo.
Era firme. Era seductor.
– Pues qué quiere que le diga, oiga. Qué honor. Y qué se le ofrece, hijo de Zeus, deidad entre deidades.
– Bien tú hablas, Antón Pirulero, hijo de Ulises, héroe de Troya, por Polifemo temido y respetado por Aquiles, el bañado en Estigia, sobrino de tus tíos y llegado al fin de la Odisea hasta las tierras de Ítaca.
Me quedé flipando porque yo era hijo de doña Inmaculada, de quien nadie en su delantal jamás apreciara churrete o borrón de salsa de tomate.
– Caballero, –contesté– mi entendimiento no alcanza a comprender las palabras que escapan del vallar de su boca, mas creo no ser yo ése que dice. A ver, centrémonos un poquitín.
– Claro. Verá, señor Pirulero…
– Antón, por favor, llámeme Antón.
– Eres campechano, Antón, me gusta. Pero te informo que no me pilla de nuevas. Sé mucho sobre ti. ¿Sorprendido? – con la mente dije que sí y él pareció escucharlo a través del auricular– Es natural, hombre. Mira, no me andaré con misterios, te llamo porque he recibido un sms cuyo contenido te atañe.
Me dejó parado. Por fortuna soy un tipo sincero y lo reconocí.
– Me deja usted parado, sinceramente, lo reconozco.
– Normal –dijo, ampliamente–. Y por cierto, de tú, Antón, llámame de tú, que hay confianza. Y si no la hay, la va a haber. Pues sí, ya ves, estamos muy tecnificados para los asuntos importantes.
– ¿Estamos? ¿Quiénes?
– La paciencia es la madre de la ciencia, Antón, seguro que lo has leído en algún sitio. Según parece, acabas de sacar un billete de quinientos con tu Visa Loro, ¿cierto? –esta vez traté de dejar la mente en blanco, pero aquel hombre era capaz de oír incluso aquello que yo había dejado de pensar–. No te dé vergüenza, Antón, ábrete a nóosotros, todos hemos sido pobres alguna vez. Te diré algo, tu billete es el último de quinientos libre, limpio e inocente de España. ¡Ea! ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?
– ¡Caramba carambola carambita olé!, –grité sin ambages a la par que hacía palmas– no salgo de mi asombro, Ñakañaki.
–Me hago cargo, estas cosas impresionan. Sobre todo a los pobres. Es ver veinte euros y arrancar por bulerías. Cómo es esta chusmilla proletaria, madre mía. Pero tranquilo, lo tuyo está a punto de cambiar. Canta, canta, Antón, desahógate. –Y yo cantaba. Bulerías, por cierto. Unas muy bonitas–. Te he llamado porque tengo algo grande que explicarte. Verás, no es una casualidad que lo hayas sacado tú.
– ¿Mande? –me interesé con audacia.
– El billete, me refiero al billete. Lo hemos puesto en el cajero para ti –hubiese dicho algo, en plan «jolín» o «jobar», pero por algún extraño hechizo no podía dejar de tararear los éxitos de Bordón Cuatro–. Ole, ole, ahí, ahí –animóme Unpoquitín–. Somos un grupo de empresarios más o menos honestos y más que menos destacados. Ricos todos, eso sí. Algo exagerado. Y estamos muy orgullosos de ello, claro. Porque para nosotros, el poder no sólo es poder. Es un fetiche. Nuestra comunidad trata de preservar esos valores que trascienden en mucho lo meramente económico. No nos mueve la ambición, como al lumpen.
– Qué bonito es todo esto, Ñakañaki. Cuánta pureza hay en vosotros.
– Pues sí. Te voy a confesar una intimidad: nos gusta designarnos como la Comunidad del Dinerillo. Siempre en petit comité. Qué graciosa inocencia. En el fondo somos como niños.
– Entrañable –afirmé abortando un estribillo de Isabel Pantera.
– Claro que esto es alto secreto, no lo cuentes o tendremos que matarte. Bueno, a lo que íbamos: ¿qué pintas tú en todo esto?, te preguntarás –lo hacía–. Llevamos quince años observándote. Estudiando cada movimiento. Cada estrategia. Tratando de predecir el siguiente paso. Siempre a una distancia prudencial, sin injerencias. Como en los reportajes sobre hienas de la Dos, ¿sabes? –claro que sabía, toda España ve la Dos–. Necesitamos sangre nueva, Antón, y debe ser la tuya. Porque tienes lo que hay que tener para ser de los nuestros. Algo que está a medio camino entre la escasa dotación intelectiva y la inhibición sistemática de los escrúpulos. Yo le llamo el duende. –¿escasa qué? A ver qué me has llamado, mamón, pensé y él no lo escuchó–. Sí, Antón, tienes duende, amigo. Sé que la suerte te ha sido esquiva hasta hoy. No imaginas los sacrificios que he tenido que hacer yo. Glups –dijo tragando saliva y recuerdos–. Pero tu desgracia ya es historia. La cúpula quiere formarte y hacer de ti un fetichista sanguinario.
– Ah, está bien esto.
– Te voy a tener que dejar, pero antes, escúchame, no lo repetiré: en menos de veinticuatro horas, debes realizar una donación de doscientos mil euros a la oeneejéaserejé que represento, «¿Nóosjode?». Es tu pase al Olimpo.
– ¡Doscientos mil euros! Yo no tengo tanto dinero –dije cantando y girando sobre mí mismo al compás del tema de María Montaña, Qué majo es el olivo.
– Lo sabemos, Pirulero. Utiliza el duende.
Ñakañaki colgó antes de que pudiera preguntarle si los Reyes son los padres. Creo que habría dicho que sí, que son los padres políticos. Qué cándido. Tanto incluso como para creer que yo iba a picar un anzuelo tan estúpido, robar doscientos mil euros para meterlos en «¿Nóosjode?». Estaba todo muy claro. Necesitaban un cabeza de turco; algún panoli con más narices que cerebro a quien colgar todas sus estafas. Ese panoli era yo. Ñakañaki no lo sabía aún, pero había cometido un fatal error de cálculo. No ha nacido hombre que le haga pirulas a Antón Pirulero.
Decidí seguirles el juego. A falta de nada mejor en qué ocuparme, probaría suerte. Entré en la Copistería Lucas y pedí seiscientas fotocopias de mi billete de quinientos. A doble cara. Perfectamente colocadas. Trecientos mil euros. No tardó ni veinte minutos. A tres billetes por página, viento en popa a toda vela, aquella fortuna con olor a tóner apenas ocupaba doscientos folios. Le pedí al encargado unas tijeritas y me entretuve recortándolos. Le pagué con los quinientos que había sacado de la Visa Loro y hasta luego, Lucas.
Observé el dinero. Era negro. Podía haberlas pedido a color. Pero eso no me arredró, sabía cómo blanquearlo o lilearlo o lo que sea que hiciese falta para colocar aquella pasta en el torrente del curso legal. En los telediarios no se decía, pero todos sabíamos qué país estaba comprando a España. Así que, chinochano, me fui a los chinos a por unas maletas y deuda española. Y le dije al chino de allí:
– ¿A cómo sale el bono?
– Al cinco. Glacia. Bono bueno hoy. ¿Vale? Mañana lecalifica deuda pañola. Hoy paña paga meno. ¿Vale? Mañana tú vende tú hace dinelo. Paña paga má el bono. Glacia.
Me quedé mudis. En la vida, todo es tan dar and purs, pensé. Será porque yo no leo. En fin. La fortuna fotocopiada que obraba en mi poder me acababa de proporcionar información privilegiada de manera inopinada. Con las fotocopias, compré cuanta deuda me alcanzó y me retiré a descansar a un parque. Había olvidado llenar mi vieja petaca de güisqui, así que pasé la noche embriagado sólo por mis propias emociones y la contemplación de las estrellas.
La petaca de güisqui sin güisqui era todo lo que me quedaba en este mundo. La petaca, las maletas, algunos versos infaustos y los papelitos que me hacían acreedor de un ínfimo porcentaje de la deuda del país. Un pastón si se rebajaba su calificación, tal y como me había dicho mi confidente, Pah Lan Chin. Pensando en él me dormí, en las últimas palabras que había pronunciado cuando ya salía por la puerta y él rectificaba a boli la numeración idéntica de los billetes falsos: «mmm, dinelo neglo, tú tibulón, amigo».
Al día siguiente, el país se fue a la mierda. Mi cuenta corriente, en cambio, se había constelado de brotes verdes, azules, lilas. Era asquerosamente rico. Unos cuantos miles de millones más rico. Me pasé a ver a Lucas. Ei Lucas, qué tal. Y fotocopié otros tantos miles de millones; no podría concretar. La mente humana no está preparada para ponderar grandes cifras: la edad del universo, las distancias interestelares, las fortunas obscenas del capitalismo neoliberal… Lo guardé todo en las maletas y llamé de nuevo a mi confidente chino. «Compla esto, vende aquello, quielo porcentaje, ah vale, glacia», decía el tío máquina. Aquella misma mañana puse en marcha diversas empresas y negocios a golpe de teléfono y talonario. Un par de aeropuertos en la cara sur del Mulhacén, muy convenientes para los oriundos de allí. El levantamiento de un puente de feldespato y zanahoria sobre la Sagrada Familia para que los niños pudieran jugar a fútbol encima y encima merendar. Llevar el mar a Puertollano. Lo típico.
El plazo dado por Unpoquitín y su cuadrilla estaba a punto de expirar. Qué poco esperaban que les hubiese salido tan listillo. Tan picaruelo. Como ellos. Me sentía bien; orgulloso de mí; y seguro de que el orgullo invadiría también las resacas celestiales de mi tornasolada madre. Tal era el bienestar, que me convertí en poesía misma y, espontáneamente, compuse estos versos de belleza sin par:
Al pasar la banca,
le dije al banquero,
soy un pobre hombre
y no tengo dinero.
Al volver la banca,
le volví a decir,
que mis moneditas
no son para ti.
Yo no soy un rico,
ni lo quiero ser,
y tan sólo espero
que con comisiones
me dejéis de joder.
Y si, aun así, siguen,
no las pagaré,
y que le den y mucho
al pirata Lucifer.
Así como estaba, imbuido de lirismo, atendí al señor de correos que se me había aproximado con unos paquetes. Los abrí. Dos trajes. De Zara. Una tarjeta. De Campos y de Playa. Rezaba: «Confiando en un futuro lleno de colaboraciones, le ruego acepte estos presentes que a nosotros no nos vienen». Qué generosidad. Pero, para mi sorpresa, los actos obsequiosos con mi persona acababan de empezar.
Me llegó un sms. De Rica Barrabás. Esta gente era así, muy de sms. Encabezaba con un saludo cariñoso y protocolario, «Apreciado amigo Antón Pirulero». Después me informaba de que había a mi nombre varias propiedades en la Comunidad de Venecia, porque a los hombres así, como yo –léase: y mi dinero–, había que hacerlos sentir en Venecia como en casa. Vaya, pensé. Ya era uno de ellos. Inmediatamente recibí otro. De Sandro Cabra. Con él, su bienvenida y la noticia de que me convertía en socio de una promotora. Él y yo. Codo a codo. Pastón con pastón. Al parecer, íbamos a construir una lanzadera espacial en la Costa del Azafrahán, en la provincia de Caslimón de Naranja. Si todo salía bien, enviaríamos cohetes a Neptuno llenos de turistas. Cabra me contaba que estaba entusiasmado; «y si las naves no volan, pos ya quedan pa los nietos». Eso decía. Vaya, recuerdo que pensé. En el bolsillo guardaba el teléfono cuando el mismo empleado de correos acercóseme una vez más portando un sobre certificado. Era de Soberbio Crispo, el de la Camperra. Me hacía llegar otro afectuoso y encorsetado saludo y, con él, unos papelitos que leí y firmé al instante. Vaya, diría que exclamé. Y nada más estampar el autógrafo, mi cuenta bancaria acogió el primer pago de su regalito: una pensión vitalicia de siete millones de euros anuales y otros ochocientos mil en concepto de dietas. Me iba a poner tibio. Pero de entre todas aquellas generosidades, con la que casi me atraganto de veras fue con la exhibida por Aurelio Motín: mms mediante, pues era un tipo potentado, me hizo llegar una participación del 25% en el Lucifer. No tardé ni un segundo en recibir otro ingresito en cuenta, un avance de los beneficios del año en curso: mil trescientos milloncetes. A la saca. «Vaya, vaya, vaya», pensé por una y dos y tres veces más.
Pero, a pesar de mi fortuna, jamás iba a renunciar a lo que por encima de todo me constituía: mis principios de trabajador. Mangante, pero esforzado. Dicen que todo el mundo tiene un precio. Yo no. Yo soy sólo valor. Antón Pirulero no ha estado jamás en venta. No podía dejar de pensar que la auténtica función de la literatura es poner de manifiesto la injusticia. Alzar la voz ante la voz que acalla. Acortar las distancias entre clases. La literatura: un arma social. Esa misma concepción tenía Sartre. No sé por qué lo sé, porque yo no leo y un aserto semejante es raro de oír; pero lo sé, ése el caso. Y en esto estaba cuando llamó Pah Lan Chin, mi consejero. Compra. Construye. Destruye. Roba. Dispendia. Vilipendia. De acuerdo. Sí. Bien. Ahá. Okey. Le dije. Y colgué. Y todavía borracho de versos, entré en poética erupción. Era mi mente un volcán en cuya lava, rebelión y fuego se fundían. De mi aliento, irrespirable y pirolítico, manó esta maravilla:
Se alzó el proletariado
cuando el bono fue a la baja.
Y con el bono, el abono,
la faja y la caja
En aquel horizonte que la explosión de mi poética había teñido de añil, pude distinguir la figurilla del funcionario de correos cuyas nuevas me estaban cambiando la vida. Sonreí. Él, solemne, me entregó una carta certificada. Una vida tan honrada tenía que ser insoportable. Me fijé en su rostro. Rutinario. Gris. Firmé. Le di mil eurillos. Dos lilas o malvas o el que sea que tienen como color los billetes de marras. Se hizo luz. La cara lila o malva y roja. Me estrechó la mano. Nadie nunca había tenido gesto semejante con él. En el colegio lo inflaban a collejas por mendrugo. Así le llamaban; «¡fíjese, mendrugo me llamaban!», me contaba con audacia. Pero sucedió que, en algún momento, había dejado de escucharle. Sólo podía mirar aquella carta. ¿De qué se trataba? ¿Derechos de explotación de alguna mina de coltán? ¿Un cachito de Facebook cotizando en bolsa? ¡Cuánta intensidad! No cabía en mí de gozo. Abrí. Leí. Y cuando comprendí, maldije las muelas de unos cuantos. Y aquél –el gozo que queda cuatro frases atrás– cayó en un pozo. Profundo. Más negro que el dinero que de mis orejas brotaba. Era una denuncia por malversación que iba además acompañada por una citación de la Audiencia Irracional.
¿Malversación? Me negaba a aceptar tal cargo. Mis versos no rimaban, de acuerdo, pero yo, como poeta, era puro fulgor. En mis coplas podía apreciarse una caleidoscópica visión del cosmos así como una sensibilidad exacerbada. Modestia aparte, era yo un rapsoda fuera de lo común. El mejor poeta en potencia desde Baudelarie. Ponle el segundo, lo más estirar. Por eso, yo no malversaba. Versaba estupendamente. No había duda, en este país nunca se ha soportado que talento y éxito vayan de la mano. Alguien me estaba haciendo la cama y creía saber quién. En la eñe de ñoquis encontré su número. Marqué y esperé que descolgara.
– Ñakañaki Unpoquitín, soy Antón Pirulero.
– ¡Ei, Antón! hijo de Ulises y todo. Zeus, el de larga mirada, está que flipa contigo. Con la boca abierta dejadonóos has. Ya formas parte de la Comunidad del Dinerillo. El patriarca Don Aurelio tiene muchas ganas de abrazarte. Eres como un hijo para él –dijo con aladas palabas.
Sabía ser dulce como una garrapiñada y zalamero como el hombre que sabe ser dulce cual garrapiñada. Pero tanto azúcar no era más que una cortina de humo. Azucarado.
– Te voy a hablar clarito, Ñakañaki –respondí–. ¿Qué sabes de la denuncia por malversación que me ha interpuesto Vafaltar Razón?
De repente, su voz rota. Un crujido de dolor la atravesaba cada tres palabras. Por ejemplo, de haber dicho: «Caminante no hay camino…», un observador en reposo habría escuchado: «Catacrackminante no hay catacrackmino…». Ñakañaki se preocupó como sólo mi epistemológica (¡pffrr!) madre, blanca y pura de tomate, lo había hecho a lo largo de mi existencia:
– ¿Razón? ¡Oh, no! –lamentóse profundamente–. Lo lamento profundamente, Antón, jamás pensamos que llegaría a molestarte. ¿Cómo estás? Bueno, vamos a lo que interesa, desde que tengo memoria, Razón me persigue. Nos persigue a todos respirando su aliento en nuestras nucas.
– Un asco, sí.
– Ya sabes lo que dicen, todos tenemos un precio. Habrá que sacar al honorable juez del tablero de juego. El dinero es poder, Antón. Podemos callar a Razón. Extirpemos las injusticias que la Justicia comete.
Cuanta equidad supuraban aquellas palabras. Aun así, ya tanto me daba si me querían o no, si me acogían en su seno o tampoco. Tenía dinero y quería más. Qué fetiche ni qué ñiñiñí ñiñiñí. Dinero. Sólo dinero.
– ¿Sigues ahí, Antón?
Naturalmente que seguía ahí. Era uno de ellos y sabría aprovecharlo. Estaba decidido. Los iba a matar a todos.
– Ñaka, debemos reunirnos y decidir cómo sacar de en medio a Razón.
– Esa es la actitud que nos gusta de ti, Pirulero. Siempre dispuesto a entrar en acción.
No sabía bien cuánto. Habíamos quedado en la sede central del Lucifer. Fui en AVE y llegué volando a la capital. Aparecí a primera hora de la tarde con las maletas llenas de dinero fotocopiado. Ñakañaki ya estaba allí. Era igual que en las revistas. Tal que un titán. Sostenía una Fanta, hablaba por teléfono y tenía el semblante cruzado por una honda preocupación. Se explicaba: «A ver, llamo hoy para demostrar mi inocencia. Durante este ratito, he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia… No sé. No estoy al corriente. Que no lo sé. De eso yo no se nada. Sí. No. Eso, mi socio. A mi chati ni tocarla. Sólo sé que nada sé». Me preocupaba que Razón hubiese estrechado el círculo. Antes de deshacerme de ellos, los utilizaría para borrarlo del mapa. Además de rico, quería ser poeta, era necesario despejar cualquier bruma de malversación sobre mis composiciones. «¿Va todo bien, Ñaka?», le pregunté en voz bajita. «Sí, sí, tranquilo Antón –respondió tapando el auricular del móvil con su mano de oro anillada–, son los de la máquina de Fantas. He metido dos euros y no me ha devuelto los veinte céntimos del cambio. Cuando vas de bueno intentan engañarte. Y encima, dicen que es culpa mía. Anda, pasa, pasa, que tomaremos té con pastas. Yo voy enseguida».
Pasé. El despacho era tan grande como el universo conocido. El umbral de la puerta, un horizonte de sucesos. En el centro del despacho, el agujero negro más gordo de la galaxia económica: Don Aurelio Motín. Era igual que en las noticias. Se aproximó con la mano tendida.
– Hijo, eres como un hijo para mí. Anda, pasa, pasa, que tomaremos té con pastas.
– ¿Soy el primero?
– No, Pirulero. Hace un momento ha llegado Fénix Deumilmilet. Pasa, pasa, que os presentaré. Y tomaremos té con pastas.
Deumilmilet estaba afinando una bandarra, que es un híbrido entre bandurria y guitarra. Se decía de él que tenía muy buen oído.
– El viaje ha ido muy bien, Antón, muchas gracias. A usted también espero –me dijo, así, de sopetón. Y, claro, flipé.
– Encantado, señor Deumilmilet. Soy Antón Pirulero y pretendía llegar aquí el primero. Ojalá el viaje haya sido de su agrado –dije después de que él ya me hubiese respondido.
– Sí. Es que tengo un problema de sonido. Lo llaman así: «un problema de sonido», tiene gracia, ¿no es cierto? Y es que el sonido se me adelanta. Nada, no hay cuidado –dijo en respuesta a algo que yo empezaba a exclamar.
– ¡Coño! –exclamé en referencia a su presentación previa– Pero ¿cómo ha podido saber qué le iba a decir? Disculpe el taco, son los nervios.
Había pillado la copla. Decidí no volver a hablarle. Entonces, de repente, se escuchó un tumulto. Agitación. Aplausos. Vivas y vítores. Algún petardo. Llegaba una estrella. Las puertas se abrieron. Envuelto en luz y Armani, se hizo corpóreo Campos. Playa le seguía sonriente. Me llamó la atención la perfección de su peinado. A Fajardo, aquel hombre noble, no le importaba cuánta gomina o brillantina u horas de secador hiciesen falta para erigir aquel tocado hecho de éter. Realmente era gente de dinero.
– ¿Has visto a esos dos de la camiseta del Levante, Playa? –preguntó Campos.
– Sí, Campos. He percibido que no aplaudían con suficiente entusiasmo–respondió Playa.
– Eso mismo me ha parecido a mí, Playa. Asegúrate de que no vuelvan a trabajar en toda Venecia. Ni de gondoleros. ¡A mí se me apoya, no hay más! –Sin perturbar aquella elegancia innata que había comprado el dinero, dijo:–. Caballeros, buenas tardes. Siento el retraso.
Un poquitín entro al momento. Tras él, de cerca, Soberbio Crispo, Sandro Cabra y Rica Barrabás, cuchicheaban. A un gesto de Motín, nos sentamos a la elíptica órbita de la mesa de reuniones.
– Señores –introdujo Motín, autoritario–, hay asuntos muy graves que requieren nuestra atención, pero antes, quisiera dar la bienvenida a Antón Pirulero, nuevo miembro de nuestra pequeña e inmodesta Comunidad.
«Te queremos Antón, básicamente por el pastón», entonaron al unísono. Acogí la bienvenida con una sonrisa bajo la que ocultaba mis verdaderas intenciones.
– Bien, dicho lo cual, revisemos el único punto del orden del día: el Juez Vafaltar Razón. Sois ya unos cuantos los que estáis hasta los mismísimos de tanta impertinencia. Su última lindeza ha sido imputar al pobre Pirulero por malversación. Este hombre no tiene ningún recato. Así que, a callarle la boca tocan. Venga, ¡brainstorming!.
– Yo le concedería una pensión –propuso Soberbio Crispo.
– Bien pensado, Sober. Vaya, me acaba de tocar la lotería. Van nueve veces hoy. Seguimos blanqueando –informó Sandro Cabra.
– Si me permiten, don Aurelio, audiencia –intervino Campos–, me he encargado de todo. Ha sido ridículamente sencillo. Mucha gentecilla me debe favores en Venecia. Promesas, regalos, extorsiones… Preferiría no entrar en detalles, digamos que sé aprovechar mis encantos. En este momento se está celebrando un juicio. Se le acusa de juez. No sale de ésta –y sonó un Nokia Tune –. Mira, un sms –y lo miró–. Es de la Audiencia Irracional. Lo han declarado culpable. Inhabilitado. Listo. Un problema menos. Qué, ¿tomamos té con pastas?
Aquello era eficiencia. Campos era un superhéroe. Hasta me supo mal tener que matarlo. Trataría de parecerme en el futuro, un referente sólido hace mucho bien. Todos le aplaudíamos rabiosamente. Empezamos a llorar. Luego, nos fundimos en empalagosos abrazos. ¡Bravo!, se decía. ¡Viva!, se comentaba.
Era el momento. En mitad del ensueño de aquella explosión catártica, me acerqué a las maletas chinas con disimulo. Las abrí con gracia. Extraje los fajos de billetitos con salero. Y, dando paseítos circulares por el despacho, los fui esparciendo como si se tratase de alpiste. Titas, titas, dije después.
Ante la estampa de los billetes, la caterva de pajarracos comenzó a inflar el pecho, a encrespar el plumaje, a levantar una pata. A hacer pío. Miradas de soslayo, sonrisas de codicia; No me gustaba ese ambiente. Salí del corro que habían formado, por lo que pudiera ser. Arremolinados alrededor del dinero falso, comenzaron a mujir, a croar y graznar. Llenaron el suelo de babas y se tumbaron encima. Haciendo comando alcanzaron el montón de pasta. Cada uno de ellos comenzó a chupar su respectivo flanco. El proceso fue un asquito: salivas deshaciendo papel; la masticación triturándolo; la deglución posterior de un bolo poco alimenticio, pues no sé, asquerosa también. Conforme el dinero se terminaba, se acercaban unos a otros. Hubo empujones. Mordiscos. Puñetazos. Navajas con hambre de riñón.
Terminado el festín, empezaron a alucinar, a perder la cabeza. Sangraban. Playa se despeinó un poco. Unpoquitín preguntaba «¿Nóosgusta? ¿Todo esto es Real?»; Fénix Deumilmilet agitaba las piernas mientras hacía solos de air guitar; Soberbio Crispo gritaba «¡La pensión! ¡No me bajen la pensión!»; Cabra, añorado de Duchamp, propuso: «Deconstruyamos algo, va». Y más apartados, disueltos en un abrazo latino, íntimo, Chicho y Rica entonaron un temita de jazz.
Luego, la digestión. Pesada. El desangramiento. Eterno. El roncar y el eructar y el bostezar. Y al fin, alcanzar la paz eterna. Habían fallecido por comer fotocopias de dinero. Qué cutre todo.
Saludé a las cámaras de seguridad y comencé a hacer llamadas. Y unté a todo quisqui mientras daba cuenta del té con pastas: guardias de seguridad, Gobierno, Justicia, los medios y hasta a los del Olimpo. Motín se había empeñado en ser un padre para mí, por lo que recibí una herencia infinita. ¡Era tan rico!
No fue un crimen limpio. Ni perfecto. Pero era hipermillonario y era libre. Salí a la calle. «¡Pirulero presidente!», berreaba mi prole. Era un superhéroe. Aprendí a sonreír, a vestir Armanis, compré Quetefónica y me puse a graznar de consejero. Como colofón, compuse el mejor de todos los poemas:
Liba, corticóidea madre.
Liba tomate frito como no libaste en vida.
Te recuerdo mamando a todas horas,
Con tu níveo delantal.
Cerveza, qüisqui o calimocho
Que sólo el vodka
te sentaba mal.
Y no entendí tu halo bendito,
Que entre tantas cosas bellas
Decidió
comprar otro abrebotellas,
y ahorrar tomate frito.
Espero, oh madre estupenda,
que a tu ser todo celeste
mi idiotez no le moleste
y perdones a este menda.
La vieja petaca de güisqui sin güisqui es cuanto me queda en este mundo. Bueno, la petaca, una cantidad indecente de billetes de colores, algunas empresas fraudulentas y una multinacional de salsa de tomate que he dado en sacrificio a mi ignota madre. Es inmejorable. No por el dinero o la petaca vacía; no por mis rentas y negocios ni por los avances de mi psicoanalista en el trauma edíptico que vengo arrastrando. No. Es algo mucho más esencial. He concluido el poemario. Disipado toda duda de malversación. Hoy hago versos como churros y, al fin, lo he logrado: ¡que rimen perfecto!
NOTA DEL AUTOR:
Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Vamos, hombre.