Autor@: Jesús Rodríguez
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato de aventuras
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jesús Rodríguez. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.
La morada de los Dioses.
―¡Vamos, que llegamos tarde!
La madre de Rosa siempre se ponía nerviosa cuando se iban de vacaciones.
―¿Qué, otra vez perdiendo el tiempo con el puñetero móvil? ―preguntó tras abrir la puerta de su habitación.
—¿Que otra vez perdiendo el tiempo con el puñetero móvil? ―respondió Rosa con la insolencia que caracteriza a las niñas de su edad.
―¡No me contestes y haz el favor de salir inmediatamente! ¡Tu padre ya está sacando el coche del garaje y no quiero comenzar las vacaciones riñendo!
«Menos mal que no quieres comenzar las vacaciones riñendo», pensaba Rosa mientras salía de la habitación con gesto apático y sin apartar la vista ni por un instante de su flamante móvil.
La situación se fue relajando paulatinamente hasta que, una vez sentados en el coche, a Pura, la madre de Rosa y esposa de Charly, se le ocurrió decir que no estaba muy segura de haber cerrado el gas. Charly salió del coche y tras un fuerte portazo se dirigió hacia la casa. Pura, Puri para las amigas, no hizo el más mínimo comentario y Rosa, Rosa estaba ocupada guasapeando con sus amigas, no tenía tiempo para ocuparse de tales trivialidades.
Charly, de regresó al coche, farfullaba entre dientes dejando escapar los más animosos improperios. Se subió, cerró la puerta, arrancó el coche y salió como llevado por el diablo sin ni siquiera poner el intermitente. Estaba tan nervioso y enfadado que no se percató del vehículo que se acercaba peligrosamente por… ¡¡CHOFFF!!
Si el rechinar de los dientes se pudiera medir en decibelios y la presión de estos en newtons, Charly tendría que pagar más de una multa.
En el coche siniestrado, dos, no en el de Charly, en el otro, se podía ver a un matrimonio de unos cincuenta años, obesos y rojos como un semáforo, sin duda como consecuencia de la impresión del accidente.
Rosa, que había vivido aquel momento muy lejos de la realidad física, levantó la vista un instante de su móvil, giró la cabeza y por la ventanilla pudo ver el careto de un pavo de su edad, que la miraba sonriente desde el interior del coche siniestrado. El chico bajó la ventanilla que no distaba más de diez centímetros de la de Rosa. Rosa hizo lo mismo y también le sonrió. Mientras sus padres discutían en medio de la calle sobre quién tenía la culpa de tal accidente, desde un mundo paralelo los dos muchachos los observaban. Al instante todo aquel follón, rollos de adultos, les dejó de interesar.
Ilustración de Rosa García
―¿Cómo te llamas? ―preguntó Rosa.
―Rafa, me llamo Rafa, ¿y tú?
―Rosa.
―Parece que lleváis el coche bastante cargado. ¿Os vais de vacaciones? ―preguntó Rafa.
―Hasta hace un momento creo que esa era la idea, pero ahora… no lo sé. ¿Y vosotros?
―Nosotros vamos a un hotel rural que hay en un pueblo de Asturias que se llama Bedriñana.
―¿Bedriñana?
―Sí.
―¿Cómo se llama el hotel?
―La Espadaña, creo ―respondió sorprendido, ¿Por qué me lo preguntas?
―Porque si no me equivoco, nosotros tenemos reservado un apartamento en ese hotel…
―Bueno, pues la verdad es que es una putada ―comento Rafa apenado.
―¡Gracias, hombre! ―respondió Rosa mientras subía la ventanilla.
―¡No, no espera! ―la detuvo―, lo digo porque yo estoy castigado todas las vacaciones y aunque estemos en el mismo hotel posiblemente no te podré ver.
―¿Qué sucede? ¿Has suspendido?
―Sí, tres asignaturas, pero eso no es lo más grave.
―¿Entonces? ―le preguntó Rosa intrigada mientras volvía a bajar la ventanilla.
―El caso es que al salir del colegio, con las notas, en vez de ir a mi casa me fui a casa de mi abuela. Ella me entiende y siempre me sabe aconsejar cuando estoy en un apuro.
―¿Y qué pasó?
―Pues que debía de tener el día un poco torcido ya que el consejo me salió caro. Pienso que más que ayudarme en esta ocasión pensó que me merecía un castigo y gordo.
―¡Vamos, que te armó una buena!
―Me dijo que los llamara por teléfono y que les dijera que había decidido irme a vivir con mi novia. El caso es que yo no tengo novia, pero no importaba, me dijo que me inventara una de la que aún no les había hablado.
―¿Y al final qué hiciste?
―Pues llamar por teléfono, ¿qué podía hacer? ¿Quieres que te cuente la conversación?
―Sí, claro, cuenta.
Rosa estaba tan intrigada que no quería perderse detalle. Le pidió que le reprodujera la conversación tal y como había sido.
―Hola, papa, soy Rafa.
―Ya, ya me he dado cuenta ¿Dónde estás?
―Verás, papa, es que he decidido que no voy a ir a casa.
―¿Cómo?
―No os he hablado de ella, pero hace más o menos un mes he comenzado a salir con una chica y estamos muy enamorados. No os he hablado de ella porque pensé que seguramente no os gustaría. El caso es que me voy a vivir con ella.
―¡Haz el favor de dejar de decir tonterías y ya puedes venir inmediatamente!
―No, papa, ya está decidido. Me ha ofrecido irme con ella a su casa.
―¿A su casa? ¿Y dónde vive?
»Mi padre estaba flipando y decidí rematar la jugada.
―Aunque es veinte años mayor que yo lo tengo muy claro. Estamos esperando un niño. Siempre pensé que te gustaría ser abuelo y además es mejor ahora, ya que su enfermedad todavía no está muy avanzada y no afectará en absoluto al pequeño. Tendrás un nieto sanísimo.
―¿Tú qué quieres, matarnos a tu madre y a mí?
»Lo cierto es que le notaba un tanto preocupadillo, pero ¡qué demonios!, una vez que empiezas hay que rematar.
―Si te preocupa de qué vamos a vivir, tranquilo. Aunque ella ya ha dejado la prostitución, que era realmente una buena fuente de ingresos, se le ha ocurrido plantar mariguana en la parcela del camping. Ah, claro, no te lo había dicho, nos vamos a vivir a una caravana que heredó de sus abuelos y la tiene en un camping. Como ves, lo tenemos todo muy bien planeado. En ese camping, según parece, viven un montón de drogatas que nos comprarán la hierba… y a vivir.
»Mi padre parecía haberse desmayado. No le sentía ni respirar.
―Papa, ¿estás ahí?
»Le llamé durante un buen rato, pero no me contestaba.
―Hijo, no nos puedes hacer esto ―me dijo―. ¿Cómo se lo cuento a tu madre?
»Entonces pensé que ya había sido suficiente.
―Papa, tranquilo, es todo mentira, estoy en casa de la abuela. Lo he hecho para que te dieras cuenta de que pueden pasar cosas, mucho peores, que el recibir la noticia de que tu hijo ha suspendido tres asignaturas.
»Al instante sentí un fuerte golpe en el oído: mi padre había colgado el teléfono.
―¿Y ya está? ―preguntó Rosa.
―¡Qué va!, lo peor viene ahora. A los diez minutos sonó el teléfono, lo cogió mi abuela y me dijo que era mi padre, que me pusiera. Yo no quería cogerlo, pero me animó diciendo que estaba muy tranquilo.
―Hijo, me has enfadado tanto que he ido a tu habitación, he roto la pantalla de tu ordenador, lo he tirado por la ventana, te he pisado y aplastado todas los pendrive donde tenías tus archivos y tu música y, con los nervios, me han entrado ganas de cagar y lo he hecho encima de tu ropa. Antes de romper tu ordenador, he mandado aquellas fotos que tanto te gustan, de cuando eras pequeño, a todos los contactos de la plataforma de tu colegio.
―¿Cómo me has podido hacer esto papa? ―le pregunté rabioso. En ese momento le odiaba como nunca hubiera creído que pudiera llegar a odiar―. ¿No te había dicho que era todo una broma?
―No te preocupes, hijo, es todo mentira, es para que te des cuenta de que hay cosas mucho peores que la hostia que te voy a arrear en cuanto llegues a casa.
»Colgó el teléfono tras decirme que tenía cinco minutos para presentarme en casa. Lo cierto es que la hostia aún no me la ha dado, pero sin duda me tendrá castigado todas las vacaciones.
―¡Ja, ja, ja! Te has pasado tres pueblos, tío.
―Lo sé. Nunca más me fiaré de la abuela.
Al tiempo que Rosa y Rafa hablaban, los padres se ponían de acuerdo y resolvían los pormenores del siniestro. Los dos coches tenían un buen golpe, pero no les impediría seguir ruta. Ninguna de las dos familias estaba dispuesta a que se vieran frustradas sus vacaciones por tal incidente. En muy poco tiempo, pensaban, se habrían olvidado los unos de los otros.
―Rosa, sube la ventanilla, nos vamos ―ordenó su padre.
Rosa subió la ventanilla y, con un gesto de complicidad, se despidió de Rafa. Ninguno de los dos comentaría con sus padres el destino de la otra familia.
Las dos familias salían de Madrid a las once de la mañana. Era muy tarde, pero al menos les quedaba el consuelo de pensar que no encontrarían tráfico de salida.
―Seamos positivos —comentó Julián, el padre de Rafa—. Seguro que no tendremos más problemas. Intentemos olvidarnos de esa gente y disfrutemos de las vacaciones.
―Claro que sí, cariño ―respondió Gracita, su oronda mujer.
Estos dos pintorescos personajes todo lo que tenían de obesos lo tenían de pacientes y bonachones.
―Aparta un poco la pierna, cariño, que tengo que meter la quinta ―le indicó Julián a su amada esposa.
Cada vez que tenía que cambiar de marchas tenía que indicárselo a su mujer. En ocasiones, en los semáforos, las personas que cruzaban la calle se quedaban mirando hacia el coche y se reían. Ellos nunca entendieron muy bien el por qué.
Dos personas de tal volumen, metidas en aquel pequeño utilitario, para colmo de formas redondas… Hacía pensar que habían sido ellos los que le habían dado forma presionando con sus carnes los laterales. Sus caras regordetas y aquellos mofletes enrojecidos remataban la escena. Por el contrario, Rafa era un chico delgado e incluso guapo. Quién sabe, posiblemente había sido adoptado.
―Papá.
―Dime, Rosa.
―¿Cuándo vamos a parar?
―No lo sé, hija, en principio pensábamos llegar a comer a Asturias, pero después de todo lo sucedido tendremos que picar algo en una gasolinera o… ya veremos.
―Lo cierto es que yo también necesito parar ―comentó Pura.
«Mujeres, no se puede ir con ellas de viaje», pensó Charly.
Al instante se desviaban saliendo de la autopista tras ver un cartel anunciador de un área de servicio. El área tenía, al fondo del aparcamiento, un pequeño restaurante. Se acercaban hacia él cuando de pronto…
―¿Ese no es el coche de…?
―Sí, papa, ese es el coche que has abollado.
―¡Niña, tengamos la fiesta en paz, eh!
―Rosa, haz el favor de no provocar a tu padre.
―Yo no provoco a nadie. ¿No fue él el que preguntó?
―Nos vamos de aquí ―aseguró Charly.
―De eso nada ―respondió su mujer―. Yo no aguanto en este coche ni un segundo más.
―Eso, mamá, Yo tampoco.
―Tú calla ―ordenó la madre― no la vayamos a tener todavía.
El restaurante era estrecho, casi como un pasillo que llevaba hacia la zona del fondo, donde parecía estar el comedor. A lo largo de este pasillo estaba la barra y delante de ella, una fila de taburetes donde podías sentarte a tomar algo si tu intención no era sentarte formalmente a comer. Al abrir la puerta del restaurante, justo delante de sus narices, Charly pudo ver dos inmensos culos sentados sobre dos diminutos taburetes. «Sin duda son los del siniestro, pensó, y encima voy a tener que pedirles permiso para poder pasar al restaurante. ¡Ni de coña! Yo me largo».
―¿Por qué das la vuelta? ¿A dónde vas, papá? ―Rosa preguntó en voz alta para que los padres de Rafa los vieran.
El matrimonio, que sentado en sus taburetes estaba dando buena cuenta de un bocadillo de tortilla acompañado de una fría jarra de cerveza, se percató de la situación.
―Perdone, no se marche, hombre ―le dijo la mujer―, que nos apartamos para que puedan pasar.
―Mira qué amables, Charly ―indicó su mujer en aquel tono que todos conocemos de «o pasas y les das las gracias, o la tenemos».
Lo que sí era muy cierto en aquel instante era que, si las miradas matasen, Rosa habría sido fulminada por su furioso padre.
―Muchas gracias ―dijo Charly sonriendo “amablemente”―. ¿Van también hacia Asturias? ―Casi se mordió la lengua mientras pronunciaba la pregunta. Charly no tenía el más mínimo interés en entablar una conversación con aquellos sujetos y no entendía cómo se le había ocurrido plantear tal pregunta. Los padres de Rafa eran de esas personas “súperamable-mentepreguntonas” que todos hemos tenido que soportar alguna vez.
Una mesa para ocho fue ocupada por las dos familias que “amablemente» compartieron” en aquel pequeño restaurante de carretera.
Curiosamente los dos matrimonios evitaron hacer comentario alguno sobre el lugar concreto hacia el que se dirigían. Rafa y Rosa se situaron en uno de los extremos de la mesa, sus móviles en la mano y de vez en cuando alguna miradita cómplice les recordaba que seguían siendo los únicos que sabían hacia dónde se dirigían las dos familias.
Al despedirse amablemente se desearon unas felices vacaciones.
―De aquí, directos al hotel ―sentenció Charly―, a ver si nos los vamos a encontrar otra vez y nos acaban amargando las vacaciones.
―Pues han sido muy amables ―comentó Pura―, y Gracita es una mujer encantadora.
«¿Encantadora…?», pensó Charly.
―No me negaréis que Julián es un pelmazo.
―Bueno, papá, no te pases ―intervino Rosa.
―No te pases, no te pases… ―respondió su padre en tono de burla al tiempo que se incorporaba a la autopista.
Rafa volvió a sentarse en el asiento trasero del coche antes de que sus padres se acercasen. Sin duda sabían que su hijo estaba allí, pero estaban tan enfadados con él que le ignoraban totalmente. Una vez en Asturias, Rafa ya no pudo más. Le hubiera gustado comentar con sus padres el paisaje que apareció ante sus ojos al cruzar el puerto: las montañas, los campos verdes, los riachuelos que inundaban todo de vida. Tenía que comentar algo con ellos, pero no sabía cómo hacer. De pronto se decidió a preguntar:
―En Asturias hay muchas moscas, ¿verdad?
Sus padres no le hicieron el más mínimo caso. Este hecho preocupó más a Rafa hasta que su madre hizo el comentario:
―Mira, Julián, ha entrado en el coche un mosco de esos.
A lo que este contestó con la paciencia que caracteriza al sabio:
―No, cariño, no es un mosco, es una mosca.
Gracita giró la cabeza para mirar a Julián que tenía su vista fija en la carretera. Con cara de sorpresa le dijo:
―Caramba, Julián, pues qué vista tienes.
Este tipo de chistosas respuestas eran muy frecuentes entre el matrimonio. Los tres pasaban ratos muy agradables riéndose de estas ocurrencias. Rafa pudo ver por el espejo retrovisor que los dos estaban conteniendo la risa. Había esperanza, era posible que le perdonasen la vida.
―Buenas tardes, ¿es usted Enrique?
―Sí. Ustedes supongo que serán Charly y Pura, ¿verdad?
―No, no ―dijo Julián sonriendo―. Somos Julián y Gracita y este es nuestro hijo Rafa.
―Ah, sí, disculpen, también los esperaba.
Rafa se quedó expectante. Sus padres no parecían haberse dado cuenta de la coincidencia.
―Acompáñenme, por favor, les enseñaré su apartamento.
―¿Falta mucho para llegar? ―preguntó Rosa.
―No, hija, mira el cartel ―respondió su padre―. La salida está a un kilómetro.
Las dos familias se alojaron esa misma tarde en los dos apartamentos del primer piso. Estos se encontraban en los dos extremos de la planta, separados por dos habitaciones que completaban el conjunto de la edificación. Mientras sus padres deshacían las maletas, Rosa y Rafa salían a las terrazas de sus correspondientes apartamentos.
***
Ante sus ojos, allá, al fondo, se podían ver entre dos montañas cercanas, alumbradas por el sol, las cimas de los picos de Europa. Bajando la vista se divisaban campos de cultivo, fincas de hierba verde donde pastaban los animales de las granjas. Abajo, en el valle, la ría de Villaviciosa remataba la escena reflejando en sus aguas las verdes y caprichosas formas de los frondosos árboles.
***
Dos familias tan diferentes. Dos jóvenes que jamás hubieran pensado llegar a conocerse, coincidían en un lugar mágico donde, sin saberlo, sus vidas cambiarían para siempre.
A partir de este momento solamente ellos y yo sabemos lo que sucedió este verano.
Rafa y Rosa, al mismo tiempo, entraron en sus respectivos apartamentos. Dejaron sus móviles sobre la mesa de las salas de estar y se dirigieron hacia la puerta. Sus padres, asombrados al ver aquellos tesoros allí depositados, se quedaron sin habla. Los dos cerraron la puerta tras de sí. Las entradas de los apartamentos estaban una frente a otra, en los dos extremos del pasillo que conducía a la escalera por la cual se accedía a la planta baja y al jardín.
―¿Qué te ha parecido el apartamento? —preguntó Rosa, no porque le importara la respuesta, si no por iniciar conversación.
―Bien ―respondió Rafa sin mostrar tampoco mucho interés―. ¿Damos una vuelta por el jardín?
―Vale ―aceptó Rosa en tono apático.
En un lado de la finca un hombre de no menos de sesenta años limpiaba hierbajos de alrededor de un árbol. Resultó ser Enrique, el padre de Enrique, sí, el que les recibió al llegar. Estuvieron hablando con él un largo rato al tiempo que este les enseñó toda la propiedad. En una zona de la finca las rocas emergen de la tierra y entre dos de estas Rafa vio lo que parecía un profundo agujero. La curiosidad le hizo preguntar si este conducía a alguna parte. Enrique, que ya esperaba tal pregunta, le respondió:
―Hay una leyenda sobre este hoyo que se ha trasmitido entre generaciones durante muchos años. Ahora es simplemente un hoyo que parece no conducir a ninguna parte, pero hubo un tiempo en que… Bueno, esto es un poco largo de contar y… mejor lo dejamos para esta noche. Si queréis conocer la historia os espero aquí a las once y media, nos sentaremos alrededor del hoyo y os la contaré. Hoy es el día indicado, hay luna llena y… si todo se cumple, el paso se abrirá.
―¿Qué paso? ―preguntó Rafa alarmado.
―Ya lo sabréis. Todo a su tiempo ―le respondió Enrique que continuó―: Solamente os puedo decir que para que el paso se habrá tendréis que escuchar la historia con mucha atención. Vosotros habéis llegado en el momento oportuno, en el día elegido.
Rosa no necesitó permiso para acudir a la cita y Rafa tampoco. Sus padres se habían encontrado, como era de esperar y, durante el transcurso del día, se habían hecho amigos. Los dos matrimonios, sentados en la solana del hotel y acompañados por unas botellas de sidra, parecían dispuestos a divertirse hasta altas horas de la madrugada.
Enrique les indicó dónde se deberían sentar y, sin perder tiempo, les comenzó a relatar:
—La historia comienza hace muchos pero que muchos años en un poblado, un asentamiento de los primeros astures que había muy cerca de aquí. Sus chozas habían sido construidas en lo alto del acantilado, en la desembocadura de la ría. En el poblado, cuando un muchacho llegaba a ver catorce primaveras, se celebraba una ceremonia en su honor. A partir de ese momento se iniciaría en las artes de la caza o la pesca. Su padre, como era tradición, le hacía entrega de sus primeras armas: un cuchillo y una lanza, o un cuchillo y un arpón. Tras esta ceremonia ya se le consideraba preparado para ir de caza con los mayores de la tribu. Si en su clan eran pescadores, desde ese día faenaría en el barco de su familia.
Aquella mañana las condiciones del tiempo no permitían hacerse a la mar. En esos días los iniciados acompañaban a los más pequeños y les enseñaban a recolectar frutos y raíces.
Brayan, el mayor de los cuatro, ya tenía su cuchillo y su arpón. Su padre se los había entregado hacía unos días.
Brayan pudo ver cómo Wendy tropezaba y se caía a la orilla del camino. Asustado corrió hacia ella y preguntó:
—¿Qué te ha pasado, Wendy? ¿Te has hecho daño?
—Creo que no —respondió la muchacha—. No he visto el hoyo y he metido el pie en él.
Kendra, que venía tras ellos, se acercó y mientras Brayan ayudaba a Wendy a sacar el pie que se había quedado atrapado, apartaba el rastrojal. Kendra pudo descubrir que aquel pozo era muy profundo. En el fondo había una losa de piedra perfectamente pulida que proyectaba una extraña luz. En su centro un dibujo mostraba la figura de una bella mujer que con la mano extendida parecía indicar un camino. Cuando Alanna, que venía más rezagada, se acercó, Kendra ya se disponía a bajar.
―¿Qué hacéis? ―preguntó Alanna.
―Kendra ha descubierto algo y ha bajado al hoyo para ver de qué se trata ―respondió Brayan.
***
Brayan, apodado “el fuerte”, era un idealista, muy querido por su especial forma de ser, emotivo y sensible. Tenía tres amigos que le seguían y por quienes sería capaz de dar su vida.
Wendy, “la de las blancas pestañas”, era una muchacha albina que seguiría a Brayan hasta el confín de los mundos. Su tierno gesto reflejaba la pureza y la inocencia de las más jóvenes mujeres.
Kendra, “el más grande campeón”, era el más pequeño de los cuatro, un niño vivaracho y un gran observador. Brayan para él era su líder, un ejemplo a seguir.
Alanna, “bella brillante”, era una niña un tanto bohemia, enamorada de la música, el arte y la literatura. Pintaba escenas de caza y escribía jeroglíficos en las paredes de las cuevas y en las rocas de la playa. Tenía un don muy especial, gracias al cual era capaz de descifrar cualquier enigma o interpretar cualquier imagen.
Ilustración de Rosa García
―¡Alana! ―gritó Kendra―. Tienes que bajar aquí a ver esto. «¿Qué significado puede tener esta imagen?», pensó.
La niña bajó al pozo y Brayan y Wendy quedaron a la espera asomados a la boca del hoyo.
―La mano revela claramente esa dirección ―afirmó Alanna indicando con la mano la misma que mostraba aquella imagen.
Al apartar un poco de tierra y más rastrojos, descubrieron que tras ellos se habría un estrecho túnel semicircular. Al fondo de este una intensa luz les mostraba una gran cavidad.
Alanna, cautelosa, comenzó a avanzar por el túnel. Kendra, sin pararse a pensar, la siguió.
—¿Dónde estáis que no os vemos? —gritó Brayan que se encontraba echado en el suelo al lado de Wendy y con las cabezas metidas en el hoyo.
—¡Bajad! ¡Hay un pasadizo! —gritó Kendra.
—¡Quietos donde estáis! —ordenó Brayan—. ¡Esperad a que lleguemos, puede ser peligroso!
Los cuatro se encaminaron hacia la cavidad por aquel pasadizo construido con piedras talladas y perfectamente pulidas. Brillaban como si alguien las hubiera estado limpiando esa misma mañana. Al llegar al final del túnel Brayan iba delante y con la mano indicaba cautela a los demás. Se asomó y vio que en la estancia no había nadie. Los cuatro entraron y sin separar las espaldas de la pared se situaron uno al lado del otro muy cerca de la entrada.
La cavidad tenía forma circular. Su techo en bóveda se alzaba hasta alcanzar la altura de la montaña que la ocultaba. Toda la estancia, desde el suelo hasta el punto más alto, había sido construida con la misma piedra perfectamente pulida y brillante. En toda esta no se veía ni la más insignificante grieta por la que se pudiera colar el más mínimo rayo de luz. No obstante, el brillo de aquella piedra iluminaba el espacio como si los rayos del sol penetraran a través de su inexistente transparencia. En el centro, una gran mesa redonda de piedra negra presidía el lugar. Sobre esta se dibujaban infinidad de jeroglíficos. Los grabados hechos con incrustaciones de hilos de plata tallando la misma piedra no sobresalían de esta. La superficie se mostraba perfectamente pulida y brillante. Alrededor de la mesa estaban dispuestos cuatro tronos construidos con la misma piedra de azabache.
Alanna, que tenía el don de descifrar todos los signos ya fueran escritos por los hombres o por los dioses, se acercó a la mesa mientras los demás, enmudecidos, no separaban las espaldas de la fría piedra. Tras observar los tronos y estudiar minuciosamente los grabados dijo:
―En estos tronos se sientan los dioses y sobre esta mesa escriben nuestros destinos. Este trono que mira al norte es el de Taranus, “señor del cielo”, el que gobierna las tormentas. Esta rueda de rayos grabada en el respaldo representa al sol y este es su símbolo. En el que mira al sur se sienta Cernunnos, “señor de la caza”, guardián del bosque y la naturaleza. En el que anuncia el alba se sienta Deva, “señora del agua”, que gobierna la mar, los ríos y los manantiales que brotan de la tierra. Esta diosa se enamoró de un humano pero este amor duró solamente un día. Desde entonces llora recluida en su morada y por esto el agua de la mar es salada. En el cuarto trono, el del atardecer, se sienta Donn, “el Oscuro”, el dios de los muertos.
―¡Sentémonos en ellos e invoquemos a los dioses! ¯ordenó Brayan sentándose al tiempo en el trono de Taranus—. Todos sabemos lo que están haciendo con nuestro pueblo. Ya que hemos encontrado su morada, aprovechemos para preguntar por qué lo hacen.
―Y… ¿quién se sentará en el trono de Donn? ―pregunto Kendra al tiempo que se daba cuenta de que sería él.
Los otros dos tronos deberían ser ocupados por las mujeres. Brayan lo había decidido así y Kendra, como fiel seguidor, no dudaría. El trono de Deva fue ocupado por Wendy y el de Cernunnos por Alanna.
Ocupados los cuatros tronos el círculo se cerraría y los dioses acudirían a su llamada. Los cuatro, sentados, esperaban una señal. La cavidad se encontraba en absoluto silencio. Brayan, Wendy y Kendra miraban a Alanna, que se mostraba tan perpleja como ellos. No sucedía nada. Brayan se levantó y se dirigió hacia Kendra. Este se encontraba delante del trono, pero aunque parecía sentado, con las piernas y brazos apoyados en la mesa, hacía fuerza para que sus partes nobles no tocaran la fría piedra. Brayan se rio y comentó en voz alta lo que sucedía.
―Has de hacerlo ―le explicó Alanna―. Si tus posaderas no descansan en el trono, no se cerrará el círculo y los dioses no acudirán.
Kendra se dejó caer sobre la fría piedra y Brayan se dirigió de nuevo a su sitio. Al sentarse, un haz de luz que procedía de lo más alto de la cúpula iluminó el centro de la mesa. Cuatro rayos salieron reflejados de esta y proyectaron su luz sobre ellos. Pudieron sentir la presencia de los dioses que, curiosos, les observaban.
―¿Qué queréis de nosotros? ―preguntó Taranus al tiempo que se mostraba de pie sobre el centro de la mesa.
Su apariencia humana mostraba a un hombre fuerte de largas melenas. Sus barbas tupidas y oscuras dejaban ver solamente su boca y sus grandes ojos. Sus cejas pobladas y juntas le cubrían la frente. Vestía como un guerrero y en la mano portaba un disco del que salían rayos de luz que iluminaban toda la bóveda.
Brayan, decidido, se puso en pie para hablar:
―Estamos aquí para preguntaros por qué mandáis tantas desgracias sobre nuestro pueblo. La diosa Deva ha inundado nuestras tierras de cultivo con la sal de sus lágrimas y ha destrozado nuestras cosechas. Cernunnos nos ha retirado la caza y tú mismo nos mandas sequías que dejan sin agua los manantiales y traen enfermedades y desolación. La muerte acecha nuestras casas y siembra el dolor entre nuestras familias.
Brayan se dio cuenta de lo que acababa de hacer: se había enfrentado a los dioses acusándolos de su desgracia. Todos se quedaron en silencio. Los cuatro inclinaron las cabezas en señal de respeto. Esperaban no haber desatado la ira de los dioses tras su impertinente osadía.
Una suave voz procedente de donde nace el día les dijo:
―Yo no he cubierto con mis lágrimas vuestros huertos. No os deseo ningún mal, ya que no os considero responsables de mi mal de amores.
Otra voz fría como el viento del norte expresó su enfado y sorpresa ante aquella acusación:
―No os he retirado la caza, ¿por qué habría de hacerlo? Si los animales se han ido, o tras vuestras continuas batidas los habéis exterminado, ¿cómo osáis culparme?
Taranus cogió la palabra y en un tono más conciliador les dijo:
―No deberías presentaros ante nosotros para acusarnos de nada. Deberíais hacerlo para pedir consejo.
Unas risas malévolas llegaban del oeste por donde comienza la noche y todo se vuelve oscuridad. Tras ellas, una voz ronca y entrecortada les decía a los dioses:
―Son tan estúpidos que nunca serán capaces de ver ni sus propias miserias. ¿Cómo podéis pretender que estén capacitados para resolver tales problemas? Yo soy paciente —continuó diciendo—, esperaré, pero no creo que lo haga durante mucho tiempo. Me llevaré con tal facilidad a todo vuestro pueblo que no precisare para ello de ningún esfuerzo.
Todo volvió a quedar en silencio. La luz que procedía del centro de la cúpula se fue disipando llevándose consigo los rayos que los iluminaban y la imagen del dios de las tormentas que les había hablado.
―¿Qué ha sucedido? ―preguntó Wendy, que se sentía desconcertada―. Se han ido y no nos han solucionado nada.
―¡Lo que han hecho ha sido quitarse culpas y dejarnos igual que estábamos al principio! ―afirmó Kendra enojado.
―Yo creo que nos han querido dar alguna pista de cómo debemos de actuar ―razonó Brayan al tiempo que miraba hacia Alanna en busca de respuesta.
―¡Lo único que han hecho es culparnos a nosotros mismos de lo que está sucediendo! ―reafirmó Kendra.
―Yo opino ―concluyó Alanna― que lo que quieren es castigarnos por nuestra impertinencia y someternos a una dura prueba.
Una voz que procedía de todas partes y retumbaba en sus oídos les dijo:
―¡Alanna está en lo cierto! ¡Habéis irrumpido en su morada, habéis posado vuestros traseros mortales en sus tronos, profanándolos, y habéis osado insultarlos con vuestros reproches! ¿Decís que se han ido sin daros respuesta? —Aquella voz pareció calmarse al continuar diciendo—: Deva os ha aclarado que no tiene motivos para causaros mal. Los campos de cultivo están en el llano y al nivel del mar. Las grandes mareas del año llegan solas a ellos. Cernunnos os ha explicado con claridad lo sucedido con la caza y Taranus no tiene la culpa de que no seáis previsores. Con vuestra conducta habéis despertado la ira de los dioses y tendréis que pagar por ello.
Los cuatro estaban juntos a un lado de la mesa cuando la voz les dijo que se fijaran en la entrada por la que habían accedido a la sala. Al instante las paredes comenzaron a dar vueltas y vueltas. A cada momento alcanzaban más velocidad. Los cuatro muchachos intentaban seguir con la vista el hueco del pasadizo. Era imposible. La velocidad a la que giraban las paredes les hacía ver cientos de entradas iguales. Tras unos interminables minutos las paredes dejaron de moverse. Detrás de cada uno de los tronos, en la pared, pudieron ver cuatro salidas exactamente iguales. Era imposible averiguar por cuál de ellas habían accedido.
De nuevo, la voz les dijo:
―Pensad bien por cuál de ellas decidiréis salir. Habéis entrado por la del dios Taranus que estaba justo detrás de su trono. Si salís por ella todo estará igual que antes. Si salís por la de la diosa Deva, solamente seréis castigados con la destrucción de las cosechas. Si optáis por la de Cernunnos no habrá caza para vuestro pueblo, y si accedéis al exterior por la de Donn, solamente encontraréis muerte y destrucción. Los habéis enojado, pero aun así han decidido daros una oportunidad. Si al salir os encontráis con uno de los castigos impuestos, lo tendréis que aceptar. Solamente os podrán librar de él dos jóvenes de vuestra edad. Los dos han de creer la historia que en un tiempo futuro un hombre de avanzada edad les contará. Será la noche de la primera luna llena del verano, pero habrán de pasar antes quinientas primaveras. Los dos se sentarán alrededor del hoyo por el que habéis entrado. El hombre les contará vuestra historia, el paso se abrirá y ellos podrán pedir clemencia. Tras esto, y si ellos os saben disculpar, los dioses os perdonarán.
La voz se enmudeció dejando paso nuevamente a un absoluto silencio.
―¡Es fácil! ¡Salimos por la que está detrás del trono de Taranus y todo seguirá igual! ―aventuró Kendra convencido de tener la solución―. Cambiaremos los campos a tierras más altas, regularemos la caza y construiremos una presa para retener el agua y poder regar en tiempos de sequía. ¡Es cierto! ¡Nos han dado la solución! —exclamó victorioso.
―Eso sería lo más acertado ―afirmó Brayan―, pero ¿cómo podemos saber, tras los giros, que la salida que quedó tras el trono de Taranus es la suya?
―Eso es imposible de averiguar ―aseguró Alanna―. Todos los túneles son exactamente iguales.
― Salgamos por la de Taranus, quizá no las han cambiado ―aventuró Wendy.
―Yo estoy de acuerdo ―afirmó Kendra.
―Si a ti te parece bien, salgamos ―dijo Alanna dirigiendo su consulta hacia Brayan.
Los cuatro se dirigieron hacia el pasadizo y, una vez en el exterior, fueron hacia su poblado. Las tierras de cultivo estaban en tierras bajas protegidas del viento por el acantilado sobre el que se asentaba el poblado. Las grandes mareas habían destruido por completo las cosechas y a su llegada al pueblo pudieron ver las enfermedades que sufrían por no tener para llevarse a la boca ni un solo brote verde. Todos los campos de alrededor del poblado y hasta donde alcanzaba la vista estaban desolados. En ellos no nacía ni una sola mala hierba. Habían salido por el pasadizo de la diosa Deva y esta había cumplido su amenaza.
―Debemos regresar ―dijo Kendra, preocupado por las enfermedades que asolaban a su pueblo.
Brayan y Wendy se mostraron de acuerdo con él. Sin pensarlo, se encaminaron hacia la montaña cuando fueron detenidos por Alanna:
―Esperad. ¿A dónde vais? ―les dijo―. Tenemos las tierras totalmente desoladas y ha sido por nuestra culpa, pero no es nuestra la elección de otra puerta. Podemos vivir de la pesca y tener cuidado con la caza. Cazaremos menos y dejaremos con ello que las especies se reproduzcan. Si tenemos cuidado, en poco tiempo la caza volverá a ser fuente de alimento.
―¿Y las enfermedades causadas por la falta del maíz y demás frutos del cultivo cómo las evitaremos? ―preguntó Wendy.
―Podríamos comerciar con los pueblos del interior que son agricultores. Les podemos cambiar sus productos por pescado ―aseguró Alanna.
Los tres se quedaron pensativos ante la propuesta y se sentaron a deliberar. A Wendy le daba igual hacer una cosa que otra. Era la viva imagen de la apatía, mostraba la indiferencia que no ve las consecuencias de las decisiones. A Kendra le podía su juventud alocada. Era un gran amigo del riesgo y la aventura que anteponía a los posibles resultados de sus acciones. Brayan, el cabecilla del grupo y sobre el que recaía la responsabilidad de las acciones de los cuatro, no dudó:
―Estoy seguro de que si volvemos a la morada de los dioses nos escucharán y sabrán perdonarnos.
Esta afirmación convenció a los tres que caminaron tras él. Los cuatro se dirigieron de nuevo hacia la morada de los dioses para pedir consejo. Al llegar a la entrada del túnel vieron que no existía. Solamente encontraron este hoyo, en el que Wendy había metido el pie.
Eran exactamente las doce de la noche. Era la primera luna llena del verano y habían pasado quinientas primaveras cuando… Ante los ojos de Rosa y Rafa el hoyo alrededor del cual se hallaban se comenzó a ensanchar y a coger profundidad. La piedra con la imagen que indicaba el camino volvió a brillar. Los dos miraron a Enrique. Este, tras una breve pausa, les indicó:
―Sin duda sois vosotros los elegidos por los dioses. Debéis bajar al pozo y dirigiros hacia su morada, pero cuidado, sed respetuosos y no cometáis los mismos errores que cometieron aquellos chicos. Si lo hacéis bien, los dioses concederán el perdón y habréis librado a estas tierras de la maldición. Si falláis, al salir todos estos campos verdes habrán desaparecido. Las fuentes y los riachuelos se habrán secado. Todo el paisaje será un desierto, todo lo que ahora es un vergel.
YO SÉ LO QUE HAN HECHO ESTE VERANO. ¿Vosotros queréis saberlo? (Continuará).
Jesús Rodríguez