Autor@: Daniel Camargo
Ilustrador@: Daniel Camargo
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Humor
Rating: +16
Este relato es propiedad de Daniel Camargo. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.
El otro lado.
Cuando Amalia me lo contó, me costó creerlo. Yo ya había escuchado algún comentario sobre lo del abuelo en conversaciones familiares, de esas que se tienen los domingos por la tarde mientras uno hace la digestión de la paella. Y me había llamado la atención, claro. El abuelo de Amalia era todo un personaje, de esos que a uno le hubiera gustado conocer personalmente. Un tipo singular. Pero nunca se me hubiera podido ocurrir que llegara a pasar lo que pasó.
Nuestro noviazgo, si es que se lo puede llamar así, era muy reciente, y todavía estábamos recorriendo esa fase de la pareja en la que uno intenta descubrir los secretos del otro. Esa etapa maravillosa en la que todo, absolutamente todo, es una novedad que enriquece la relación. Sin ir más lejos, la semana anterior ella se había decidido a contarme lo de su prótesis dental y sus implantes mamarios, cosa sobre la que yo aún estaba reflexionando. Pero la historia del abuelo superó mis expectativas.
Conocí a Amalia en una de esas reuniones del grupo de asistencia psicológica en el que me había apuntado para superar mi adicción a las redes sociales. Amalia iba allí para intentar resolver el tema de su bulimia. Al principio su avance era muy lento, porque se obstinaba en sentarse al fondo, en una zona alejada y sombría de la sala, para entregarse a la ingesta de sándwiches de mortadela que llevaba ocultos en un bolso Louis Vuitton, de piel de leopardo y generosas dimensiones. Luego, poco a poco, y gracias a la insistencia de los coordinadores, se fue aproximando al resto, conectando más con el grupo, acercándose al núcleo del debate. Aún así, en los breves momentos en los que, venciendo su timidez, se decidía a hablar, era difícil entenderla, dado que normalmente lo hacía con la boca llena.
Pero a pesar de esa barrera aparente, de ese obstáculo que su interés por los alimentos significaba para nuestra relación, haciéndome sentir siempre en un segundo plano, ella me fue cautivando poco a poco. Con cosas sencillas, pequeños detalles, como cuando me regaló el Rolex. Indudablemente era una gran mujer, y no sólo por sus 154 kilos de peso. Con el tiempo aprendí a valorarla, a quererla, y gradualmente fui entrando en su vida. Y en la de su familia, claro.
Amalia tenía una hermana: Aurora, la mayor de las dos, una mujer ya madura, bella pero pérfida. De un egoísmo a toda prueba, pero que, a pesar de todo, parecía mantener una buena relación con su hermana.
Y claro, además estaba el abuelo…, don Atanasio Górgoles, un hombre de origen humilde, que había amasado una enorme fortuna a partir del reciclaje de residuos. Ata, como familiarmente lo llamaban sus nietas, era el dueño de una próspera empresa, mezcla de chatarrería y vertedero, en las afueras de la ciudad. Un auténtico self-made man, autodidacta, y de una gran capacidad de trabajo.
El abuelo había acogido en su casa a sus nietas años atrás, luego del lamentable accidente en el que murieron los padres, Arturo y Ana, debido a una terrible explosión en el yate “Fimosis II” (que recientemente había comprado don Ata al multimillonario armador griego Aristóteles Eroskis), mientras disfrutaban de unos días de descanso en la costa del Peloponeso. Todo un dracma familiar del que les costó mucho reponerse. El abuelo se convirtió en el tutor y apoderado de Aurora y Amalia, y supo brindarles un buen pasar.
Más adelante, al involucrarme más en la familia, y durante charlas íntimas con Amalia, me enteraría de que en realidad el inicio de su fortuna se debió al hallazgo, tan afortunado como macabro, de un bolso deportivo con cinco millones de euros en billetes de quinientos, en el maletero de un BMW serie 5, de color negro, a punto de desguazarse. En un segundo bolso estaba el cuerpo descuartizado de un hombre corpulento y de raza caucásica. “Ajuste de cuentas”, pensó don Ata que, con la discreción propia de la gente sencilla y el sentido práctico de todo hombre de negocios, guardó el dinero, quemó y enterró el cadáver, compró el silencio de un par de empleados que habían presenciado la escena, y a partir de ese momento se dedicó a blanquear y multiplicar ese patrimonio hasta límites insospechados.
Las nietas se criaron, por lo tanto, a la sombra del abuelo, que aunque mantenía con ellas una actitud fría y distante, totalmente exenta de cariño, les brindó una infancia y juventud doradas, rodeadas de lujo y glamour, en la finca “La Marbellesa”, en plena Costa del Sol.
Todo parecía transcurrir con cierta calma en la finca de los Górgoles, en la que las nietas vivían de fiesta en fiesta, del golf al spa, con la tranquilidad propia de los millonarios. Y yo, discretamente, trataba de sumarme al grupo y disfrutar de ciertas prerrogativas que mi humilde origen jamás me había permitido. Consciente en todo momento de que, en el fondo, lo que realmente me impulsaba a ello era el cariño profundo y sincero que profesaba por Amalia.
Hasta que una noche, una fatídica noche de tormenta, la desgracia golpeó a su puerta.
Un SMS, lacónico y brutal, llegó al móvil de Aurora, enviado desde el “Luxury & Tropical Inn”, un carísimo hotel del Caribe: “Terrible accidente. Abuelo muerto. Sentido pésame”.
Tras el shock brutal por la noticia, y el caos familiar que lo sucedió, se consiguió aclarar algo la situación. El abuelo había muerto en circunstancias extrañas. Una muerte horrible, según parece, al ser atacado por un cocodrilo americano, o cocodrilo narigudo (cocodrilus acutus), de más de siete metros de largo, mientras recorría los manglares de Chiriquí, durante un viaje turístico a Panamá. Pero no terminaba allí la cosa, claro, además de la necesidad de superar el dolor, quedaban algunos trámites pendientes. Aurora tuvo que viajar de urgencia al istmo, para asumir la infausta tarea de reconocer el cadáver. Y al presentarse allí, en el Instituto Anatómico Forense “Ocaso”, la recibió el mismísimo director del centro, el doctor Renzo Lambrusco della Emilia.
—¿La señora Aurora? La hermosa nieta del brillante empresario don Atanasio Górgoles, supongo.
—Sí. la misma.
—¿La descendiente del creador del sistema “Vertical Bullshit” que triplicó la capacidad de almacenamiento de los vertederos de todo el mundo?
—Sí, sí…
—¿Del ganador de la Medalla de Oro del “American Rotten Club” a la excelencia empresarial?
—Sí, hombre, sí.
—¿Del mismísimo autor del libro…?
—¡Basta ya, por favor! —gruñó Aurora—, no tengo tiempo que perder. Debo volver a casa a consolar a mi hermana. Además, el avión privado que me trajo, y me está esperando para la vuelta, cobra 1.500 euros la hora.
—Lo siento mucho. Deberá usted estar preparada para lo peor. Su abuelo está… un tanto cambiado.
—Soy una mujer fuerte. No se preocupe.
—Adelante, señora.
Aurora entra entonces en una sala fría y oscura, apenas iluminada por una solitaria lámpara que cuelga del techo. El penetrante olor a formol la golpea en la cara como un cachetazo, pero sigue andando. Sabe que no puede permitirse el más mínimo desfallecimiento. En el centro, justo debajo de la lámpara, hay una camilla en la que yace un bulto cubierto por una sábana. Aurora avanza hacia ella, mientras el doctor la sigue en silencio, unos pasos por detrás. Al llegar, duda un segundo. Aunque lleva horas preparándose mentalmente para este momento, ahora toca lo peor: enfrentarse a la cruda realidad. Levanta la sábana de un tirón y ve un zapato. Sólo un zapato. O más bien una bota, una bota deportiva color camel, de caña alta, marca “Cumberland”, modelo Skorpio, de la talla 42, manchada de barro. Aurora se acerca y entonces ve que la bota tiene un pie dentro, cortado al ras a la altura del borde superior del calcetín blanco de algodón natural 100 %. Un corte limpio, más propio de un escualo que de un cocodrilo, pero vaya usted a saber…
Ilustración de Daniel Camargo
—¿Es él? —preguntó el doctor.
—Sin ninguna duda —respondió Aurora—. Estas botas eran sus favoritas y aún conservan en la punta las marcas de los colmillos que nuestro perro Sultán le hiciera el día que las estrenó, empecinado como estaba en confundir las botas con Emilse, la antipática gata de Angora de mi hermana. Además, se puede apreciar en su pantorrilla…, bueno, en lo que queda de ella, un fragmento del tatuaje de un lince Ibérico, que mi abuelo se hiciera el día que cumplió los ochenta años.
A partir de ese momento, nada volvió a ser igual. La muerte del abuelo tuvo un gran impacto sobre las nietas. Se las veía desorientadas, como ausentes, y con el gesto adusto. Mantenían reuniones secretas entre ellas, o cuchicheaban por los rincones. Era evidente que corrían días difíciles en la La Marbellesa.
Un mediodía, Amalia, mientras trinchaba una pierna de cerdo de considerables dimensiones en la amplia cocina de la mansión, a modo de aperitivo, me dice que habían quedado muy impactadas por la muerte del abuelo, que les estaba costando mucho superarlo, y que necesitaban contactar con él, del modo que fuera. Algo así como una última charla…, una despedida, o como se la quiera llamar. Habían pensado en contratar para ello a una médium: Etérea, una mujer exótica que tenía un cierto prestigio en la zona por haber resuelto algunos casos difíciles.
Etérea (o Fidedigna Rojas, que ése era su nombre real) siempre había tenido dotes para lo espiritual, para lo esotérico, pero a partir de la huída de su marido se vio obligada a buscar algún modo de sustento. Y decidió dedicarse al estudio de fenómenos paranormales, y al espiritismo. Cobraba una módica suma y, al parecer, obtenía buenos resultados.
Finalmente, las hermanas organizaron la sesión en la casa de Etérea para un viernes por la noche, y decidieron invitarnos tanto a mí, como al abogado que, a la sazón, era la pareja de Aurora, el Negro Etcheverry, conocido en ciertos círculos como “Black Berry”. Un hombre de pasado oscuro y físico exuberante, que probablemente estaba allí no sólo como asesor legal, sino también a modo de guardaespaldas familiar, por si las cosas se torcían y era necesario pasar a la acción, (incluso con algún espíritu).
La casa de Etérea, en un pueblo cercano, era humilde pero digna y no evidenciaba para nada el tipo de actividad que se realizaba dentro. Al llegar, golpeamos la puerta de madera, ante la ausencia de timbre. En un par de minutos la puerta se abrió.
—Hola —dijo una mujer alta y delgada, vestida con una túnica dorada que tenía la figura de un ave Fénix estampada en el pecho—. Pasen, pasen…, los estaba esperando.
Nos condujo hacia el salón a través de un pasillo. El interior era, como mínimo, raro. Una extraña mezcla entre las cosas cotidianas, habituales en una casa, y ciertos objetos esotéricos, probablemente puestos allí para otorgarle un cierto carácter ante los clientes. Los cuadros estaban tapados con telas blancas, y también algunos sillones. Y había poca luz, muy poca. Y entramos al salón, con una mesa redonda estilo Luis XV en el centro, bajo una antigua lámpara con brazos de bronce y tulipas de cristal.
—¿Eso que hay junto a las paredes son bolsas de basura? —preguntó Aurora.
—Bueno…, sí y no —contestó Etérea, ambigua—. A usted pueden parecerle las típicas bolsas negras de residuos, pero en realidad son estímulos, disparadores…, es una escenografía. Necesitamos que, de algún modo, el espíritu convocado se sienta cómodo y se anime a manifestarse. Y en el caso de vuestro abuelo, después de estudiar cuidadosamente sus antecedentes empresariales, hemos pensado que esto era lo mejor. Encontrarán en la mesa pañuelos impregnados en perfume para atenuar el olor.
En una esquina oscura, un loro enorme nos miraba sin decir nada, desde su jaula dorada.
Etérea nos distribuyó en torno a la mesa, explicando que debíamos tomarnos de las manos.
—Hacedlo con naturalidad —nos dijo— sin demasiada presión. Relájense. Lo importante ahora es ser receptivos.
Así, sentados en torno a la mesa, tomados de las manos y en silencio, estuvimos los cinco durante un rato. Se podía escuchar el parloteo de una radio, a lo lejos, seguramente en uno de los dormitorios. Amalia hizo un amago de soltarme la mano, con la clara intención de buscar algo de comida en su bolso, que había dejado disimuladamente en el suelo junto a su silla, pero la retuve con firmeza.
Poco a poco, el escepticismo inicial fue dejando paso a una cierta intranquilidad, una sensación de respeto, o tal vez temor ante lo desconocido. La médium murmuraba algo incomprensible, que poco a poco se fue convirtiendo en una letanía. Monótona e inquietante.
De pronto Etérea, que había bajado la cabeza como para aislarse del entorno y mejorar su concentración, la levantó bruscamente y fijó la vista en Aurora, que estaba sentada justo frente a ella. Aurora le devolvió la mirada, esperando alguna clase de instrucciones.
Fue entonces cuando se escuchó la voz de don Ata. Su tono aguardentoso y su dicción pastosa eran inconfundibles.
—¿Qué pasa…? ¿Qué pasa, Aurora?
—¿Cómo qué pasa?
—Sí, ¿qué pasa?, ¿para qué me buscan? ¿Qué significa todo esto?
—Bueno, abuelo…, cómo explicártelo. Lo tuyo fue tan inesperado, tan brutal, que nos quedamos todos descolocados. Y queríamos… no sé, despedirnos de ti, hacer un último contacto, saber cómo estás.
—Saber cómo estoy…
—Sí, claro, cómo estás, qué es lo que pasa allí, donde tú estás ahora. Si estás bien, sin sufrimiento. Si te duele el pie…
—Ajá… Saber cómo estoy… ¿Ustedes quieren ahora saber como estoy? —La voz del anciano sonaba escéptica, como con sorna—. Qué bien, qué bien… Pues no estoy mal, aquí hay una cierta… tranquilidad. Y el pie no me duele nada, ya no. Aquí no hay prisas, no hay presiones, uno sabe que tiene toda la eternidad por delante.
—O sea, que tienes paz —recalcó Aurora.
—Sí, sí…, digamos que sí. Que tengo cierta paz. Bueno, hasta luego y gracias por vuestra preocupación.
—Espera, espera, no te vayas…, hay otra cosa. Como comprenderás, ahora a nosotras nos ha quedado un problema de… digamos mantenimiento. Tú sabes perfectamente lo grande que es la casa y podrás imaginarte los gastos que tenemos que afrontar ahora. Una verdadera barbaridad.
—¿Y?
—Bueno, no sé. Cuando fuimos al banco la semana pasada, no quedaba casi dinero en la cuenta. Es raro, ¿no?
—No, raro no es. Me lo gasté.
—¿Cómo que te lo gastaste? —El gesto de Aurora se tensó.
—Sí. Con Lucy…, viajando. Bueno, también le hice algunos regalos.
—Lucy, ¿qué Lucy? ¿La cubana que te iba a poner las inyecciones?
—Sí, Lucy. Un encanto de chica. Y ya es española, ¿eh? Le dieron la nacionalidad hace dos meses.
—Perdón, no entiendo. ¿Me estás diciendo que le diste todo el dinero de la familia a esa tipa?
—No la llames tipa. Era mi novia, la única que se ocupaba de mí en los últimos tiempos. Y el dinero era mío, no de la familia.
—¡Cómo que tu novia! ¿Cómo se te ocurre llamar novia a la negra esa? —Aurora, muy nerviosa, ya estaba levantando el tono de su voz.
—¡Eh, eh, un momentito! Más respeto con ella. Lucy era una muchacha maravillosa.
—¡Por favor! Novia la llama… A esa buscavidas, a esa reventada, la llama novia —Aurora miraba a su alrededor buscando complicidades en el enfrentamiento—. Si te escuchara la abuela…
—No metas a Dolores en esto, por favor.
—Una mulata que se dedicaba a pasearlo por las discotecas mientras se fumaba su fortuna. ¡Novia!
—Aurora, te pido un poco de respeto, al fin y al cabo era mi vida…
—¡Claro, ahora con el Viagra, los señores de cierta edad se vuelven locos por buscar una jovencita, por buscar un sitio donde ponerla!
—¡Y tú, precisamente tú, me vas a criticar! —estalló finalmente el abuelo—. Tú, que te liaste con aquel senegalés en Santillana del Mar y se terminó escapando con el Mini que yo te había regalado.
—¡Eso no es comparable a esto! ¡Para nada!
—Perdón, Ata, perdón —terció Amalia que, desbordada por la ansiedad del momento, ya le había metido mano a una empanadilla de atún que sacó del bolso—. ¿ Tú estás diciendo que ya no queda más dinero? ¿Que te lo gastaste todo?
—Efectivamente. Aunque yo no usaría el término gastar, yo diría que lo invertí en mi propia persona. Con Lucy aprendí muchas cosas. A su lado entendí que era mejor vivir intensamente, disfrutar el momento. Carpe Diem, me decía siempre…
—No puede ser que estemos escuchando esto, no puede ser —Aurora, de pronto, se giró hacia Etérea—. Esto es una broma, ¿no? ¿Dónde está la cámara oculta?
Etérea, desconcertada, levantó los hombros en señal de impotencia.
—Por favor, señora, no dude de mi profesionalidad… A veces pasan estas cosas. Hay espíritus rebeldes, gente que no asimila bien la transición hacia el otro lado. En estos casos solemos…
—¡Que se calle esa charlatana! —terció el abuelo que parecía haber perdido ya definitivamente la paciencia—. No les alcanzó con haber vivido a mi costa toda su vida, no, qué va. Después de muerto tienen que juntarse y contratar a esa para convocarme y tratar de rascar lo que queda. ¡Hay que joderse!
Un silencio incómodo invadió el salón. Aurora, crispada, apretaba los puños sobre la mesa hasta poner blancos los nudillos. Y Amalia, para tratar de calmar su ansiedad, consumía compulsivamente unas croquetas de espinaca y bechamel, que sacaba del bolsillo derecho de su chaqueta de terciopelo gris, marca “Herpes Boyantes”.
—¡Cállate, borracho! —se escuchó con claridad—. Cierra el pico. Y a ver si sueltas la botella de una vez…
—¿Cómo? —exclamó el abuelo—. ¿Pero se puede saber quién es el maleducado que…?
—No, no, no. Disculpe, don Ata… Ése fue Ludovico, el loro —aclaró Etérea—. Usted sabrá comprender, estos bichos repiten las cosas que oyen. No es fácil controlarlo, es su hora de la cena y lleva ya demasiado tiempo aquí dentro y en silencio…
—Pero vamos a ver, don Atanasio —interrumpió Etcheverry que, como yo, había permanecido callado hasta ese momento, tratando de volver a introducir un argumento racional—. El concepto de herencia está muy extendido en el Derecho Occidental, y además…
—Tú cállate. Yo no estoy hablando contigo. Tú limítate a vegetar, y a vivir de mi nieta, ¿eh? ¿O acaso me has dirigido la palabra alguna vez para otra cosa que para pedirme dinero? Se fue a buscar un abogado Aurorita, seguro que para que la asesorara cuando llegara este momento.
—Pero, Ata, abuelito querido —trató de tranquilizarlo Amalia—. ¿Y el dinero B? ¿Y la cuenta de Suiza?
Detrás de la pregunta de Amalia hubo un silencio significativo, como si el abuelo estuviera calibrando exactamente lo que quería decir.
—Quiero que sepan que lo de Suiza está en otro lado, con una clave diferente… Y que hay un testamento. —Esa última frase de don Ata, cargada de significado, congeló la discusión—. Ustedes no están incluidas —remató—. He repartido mis bienes entre Lucy, el Atlético Marbellí y las Hermanitas de la Caridad. Mi abogado ya os llamará. Y entiendan que les estoy haciendo un favor, es hora de que se pongan a trabajar de una vez. Adiós, adiós para siempre —concluyó Ata.
El silencio invadió el salón. Un silencio incómodo, de derrota, de oportunidad perdida. Y el final de la discusión entre Ata y sus nietas, que me había mantenido en tensión durante un rato, hizo que notara, por primera vez, el espantoso hedor reinante, debido a las bolsas de basura que nos rodeaban.
Aurora, con la mirada perdida, se secaba la frente con un pañuelo, mientras Amalia masticaba algo que no alcancé a identificar. Etcheverry miraba el suelo, abatido.
—¿Quieren que intentemos un nuevo contacto? —preguntó Etérea—. No digo ahora, claro, sino… no sé, ¿tal vez la semana próxima?
—No, no, gracias, no vale la pena. Y en cuanto a su factura…
—No, déjelo por ahora. No se preocupe, ya buscaremos una forma. Entiendo perfectamente vuestras circunstancias actuales.
—Parece mentira, parece mentira… —reiteraba Aurora, como ida, mientras salíamos de la casa—. Que nos haya hecho esto a nosotras. ¡Sus propias nietas!
Al poco tiempo rompí con Amalia, por una discusión de esas típicas que tienen las parejas, nada importante. La verdad es que para mí, ya no era la misma. Se había vuelto muy pesada…
Ahora estoy saliendo con una enfermera, cubana para más datos. Una tal Lucy…
Daniel Camargo 2013