Autora: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Ilustradores: Julio Roig y Marta Herguedas
Género: relato (a partir de 13 años)
Este cuento es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Julio Roig y Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Bambú
El Emperador Amarillo, HuangDi, creó el Árbol Erigido que conducía a los cielos. La leyenda también contaba, en general, que HuangDi conocía el origen de todas las cosas, por tanto, era lo más cercano a una divinidad. Además, alcanzó la inmortalidad gracias al jade que consumía a diario en el monte Kunlun.
No sé por qué me desperté con ese pensamiento. O sí. Levanté las manos para tentar el medallón de mi cuello. Ahí estaba. Los dragones también eran inmortales.
Abrí los ojos. La tenue luz del alba entraba por un gran ventanal a mi izquierda. Me cubrían suaves sábanas blancas y no reconocí el camisón que tenía puesto. Entonces volvieron los recuerdos y el corazón me subió a la garganta: la mirada de Huo, la oscuridad, el sonido de la lluvia, el olor asfixiante a madera húmeda, el temblor de Sarah, disparos, el capitán Lung llamándome.
Enseguida reparaba en la habitación: dos sillas, una cómoda, la puerta, una mesita y otra cama, pegada al ventanal, donde el capitán dormía profundamente. Me incorporé notando un ligero mareo y la pierna derecha me falló al levantarme. Me vi el vendaje en el pie. Recordé la caída, el dolor en el tobillo. Resoplé y me apoyé en la mesita antes de sentarme al borde de su cama. Dormía, pero ¡qué pálido estaba!
La descuidada barba y el pelo parecían más claros. Respiraba tranquilo y recordé que no lo había visto así desde casi cuando, de pequeña, alguna pesadilla nocturna me llevaba a buscarlo y él me dejaba quedarme a su lado. A veces, si me despertaba la primera —o eso creía, porque siempre sospeché que él fingía dormir para no hacerme sentir mal por despertarlo—, me pasaba un momento observándolo para ver si lo descubría, pero nunca lo logré. Ahora hice lo mismo. Sin embargo, mi sensación ante su aspecto tan indefenso y poderoso a la vez me estremeció, aunque ya la reconocí abiertamente.
Entonces también vi su hombro izquierdo vendado. Había sido por mi culpa… Le toqué la frente: estaba templada pero no caliente. Suspiré con alivio. El capitán movió la cabeza ligeramente aunque no se despertó, y sentí un nudo en la garganta.
—Perdóname… pero si no lo haces, me lo habré merecido.
La expedición del profesor de historia antigua del King’s College de Londres, Lionel J. Warwick, había previsto localizar un antiguo asentamiento arqueológico de la dinastía Han entre Hangzhou y Anji, la ciudad de “paz y suerte” en medio de altas montañas de bambú. Si, además, podían recoger muestras para la Sociedad Nacional Botánica, cubrirían la financiación recibida por la universidad y dicha sociedad.
Tras casi un año de ardua negociación con los patrocinadores —reticentes por los muy exiguos presupuestos de posguerra—, obtuvieron lo mínimo para los permisos, el desplazamiento y seis meses de estancia. Si no había nada, el regreso sería inmediato: la situación en China no era ni mucho menos la mejor con la vuelta al conflicto civil entre nacionalistas y comunistas, quienes eran ya los vencedores a todas luces. No obstante, el logro para llevar a cabo la expedición fue exclusivo de Warwick, una eminencia de la historia y arqueología y hombre muy tenaz, convencido del éxito de aquella empresa, posiblemente la última de su dilatada carrera y en la que también puso capital propio. Se llevó a su más válido ayudante, Walter P. Stanton, graduado cum laude y ya profesor auxiliar con apenas treinta años. Y a Stanton lo acompañó su esposa Sarah —de soltera, Constable—, una joven y también preparada mujer, que trabajaba en el secretariado de la Sociedad Nacional Botánica y era amante de cualquier ser vegetal que hubiera en el mundo. Su tarea, y máxima ilusión, sería conseguir nuevas muestras de variedades de la flora de la zona.
Emprendieron el viaje a finales de invierno y a mediados del verano cesaron las noticias sobre ellos. Al principio, se pensó en las malas comunicaciones pero el silencio se prolongó durante un mes más. Entonces, el vicealmirante Francis Constable, en la reserva tras la guerra, decidió encargarse personalmente, ya que ni en la universidad ni en la Sociedad Nacional Botánica obtuvo respuestas satisfactorias. Y cuando acudió a los respectivos consulados, se encontró con una incomprensible desidia local y el habitual hermetismo chino. Sin embargo, aunque su paso por el consulado fuera infructuoso, sí le aportó un nombre conocido: Anthony David Highmore. Al intentar acceder a él, le dijeron que Highmore estaba de viaje en un destino que no supieron —o no quisieron— precisarle.
Entonces, Constable había recordado la gran valía del joven Highmore tanto como la inmensa ambición que se la empañaba y que, como diplomático, al parecer se había hecho incontrolable. Constable tambien recordó el extraño incidente acaecido en Hong Kong, donde el mejor amigo de Highmore desapareció sin dejar rastro. Con la mayor aflicción, Highmore juró que esa última noche la habían acabado separándose con distintos planes; fue el primero que preguntó y rastreó, y se lamentó mucho cuando, al año, se suspendió la búsqueda del amigo perdido. Después, todo se fue diluyendo conforme él escalaba hasta la cumbre que tocó sólo en unos pocos años.
A partir de ahí, los rumores de oscuros intereses aquí y allí y el espectacular enriquecimiento añadido de su matrimonio con la hija de un destacado miembro del Parlamento. Sin embargo, la descendencia no venía, así que empezaron las desavenencias conyugales y más rumores sobre el uso de su cargo que, además, le proporcionaba inmunidad. La solución había sido iniciar una serie de viajes, el último a Hong Kong, donde había encontrado una muerte violenta, cuya investigación dio razones a amigos y enemigos para confirmar las peores sospechas sobre sus negocios extraoficiales hasta en aquella parte del mundo.
Gracias a un contacto en la investigación, Francis Constable supo también que, en esos años, Anthony Highmore había estado pendiente, muy discretamente, de la familia del amigo desaparecido, y su interés se había disparado cuando, poco antes de ese viaje a Hong Kong y por cauces únicos a su alcance, supo del aumento en una renta con origen desconocido.
Entonces, en el Almirantazgo, Constable había consultado el registro, revisado tras la guerra, con la relación de todo marino británico localizado surcando los mares del mundo. La lista se reducía en los casos donde las identidades no estaban claras o eran incompletas. Fue fácil dar con un nombre, y Constable estuvo seguro de que Highmore también había tenido éxito. Al fin y al cabo, aquel amigo desaparecido no había sido dado por muerto, aunque todo indicara que lo estaba.
Unas preguntas más a veteranos de la zona, una visita a la familia, y cuando la muerte de Highmore mostró sus muchas caras, Constable trazó otra versión del pasado. Después viajó a China haciendo una primera escala en Hong Kong. Allí obtuvo el nombre de un barco y más información interesante en la prefectura británica. Entonces, sí actuó oficialmente y dio la orden para interceptar aquel barco. Así había encontrado a un muy esquivo marino mercante llamado Lung, pero cuyos ojos, sin duda, eran los del desaparecido James Thomas Bates.
—Ya ve. A Sarah le dio por las plantas. Usted ha tenido más suerte y Yi Zé ya es casi contramaestre. Pero ¿qué no se les consiente a las hijas?
Francis Constable había dicho aquello con resignación ante un destino aparentemente inevitable en la condición de padre más que como lamento por la preocupante circunstancia puntual de ignorar dónde estaba su hija. El capitán había contestado de igual forma:
—Demasiado.
Yo había fruncido el ceño por no recordar haber sido una niña consentida; siempre había tenido lo necesario, muchas veces con anticipación, o al menos, lo que el capitán creyó imprescindible, porque después me había enseñado a ganármelo. Quizá el tío Tejón sí me había malcriado un poco. Pero enseguida olvidé el comentario. Primero, porque, contra su habitual criterio de evitar tratos con compatriotas, el capitán había aceptado ayudar al señor Constable; y segundo, porque estaba muy impresionada por ver a Huo. Cuando las autoridades nos asignaron su unidad como escolta, aquella impresión aumentó.
Antes, nos enteramos de lo que pudo pasar con el profesor Warwick y su equipo.
El campamento estaba en una zona boscosa por la que había pasado el ejército rojo sin hallar ningún rastro; pero en dicha zona había habido un terromoto de cierta importancia. Había noticias no oficiales de graves daños en pueblos y aldeas, y si ellos no estaban cerca de alguno, no sólo podrían haber quedado incomunicados, sino también aislados o atrapados. Además, también estaban grupos dispersos de rebeldes nacionalistas que aún se escondían en la espesura del terreno, y si Warwick se los había encontrado, las autoridades nos aconsejaron pensar en un secuestro o… en lo peor.
El señor Constable evitó mostrar su rabia para contar con la colaboración local. Pero evaluando esos riesgos, quiso que Lung reconsiderara la propuesta. Constable no se lo reprocharía, dada su sincera consternación al saber la verdad sobre él.
Así que el mejor amigo había sido el primero en descubrir la personalidad real de Anthony Highmore, pero, para su desgracia, la lealtad a esa amistad y su esperanza en la enmienda le impidieron reaccionar antes. Ya no importaba por qué no lo denunció después, ya que un milagro le había conservado la vida que se hubiera jugado de nuevo, y también había pensado en consecuencias para su familia; por eso renunció a ellos y se refugió en otro nombre y otra existencia. No obstante, con el tiempo, había querido confiarse mínimamente y les había hecho llegar una pista anónima confundida en el aumento de una renta.
—Los visité —contó Constable— e intuyeron un motivo importante para no poder conocer el origen de aquel beneficio. Su madre estaba segura de que se trataba de usted porque no había dejado de sentir que seguía vivo, y no se equivocó.
La emoción del capitán en ese momento le borró dolorosos tatuajes, acero en los ojos y tiempo en la piel para devolverle la esencia del muchacho que fue. Y me conmovió tanto el deseo de verlo recuperar una existencia truncada como temí que él decidiera seguir negándosela o volviera a transformarla. Cuando Constable le había dicho que sus padres estaban bien, algo achacosa su madre por el reuma, el capitán había asentido con una sonrisa perdida mientras ahogaba una tos cargada de lágrimas.
Después, Constable había sido claro:
—Si me ayuda, no sólo se lo pagaré con creces, sino que me comprometo a devolverle su identidad. Sospecho además que sabe del destino de Highmore, pero por lo que a mí respecta ese canalla está mejor bajo tierra. Sin embargo, sé que su familia seguirá indagando en las circunstancias de su muerte y si usted aparece, habría muchas suspicacias. Bien, pues también quiero garantizarle seguridad. Entiendo su desconfianza pero, al menos, piénselo, por favor.
—Es suficiente con las reparaciones de mi barco y una compensación a mis hombres. Por lo demás, encontremos a su hija y después ya veremos —contestó Lung.
‘Ya veremos’ solía ser un sí.
Al capitán le disgustaba viajar por tierra. Si además había bosques o alturas considerables su incomodidad era mayor, no porque no le gustaran, sino porque tapaban el cielo y el horizonte. Y por la noche aún peor.
—No se ven las estrellas —decía.
A mí también me pasaba, acostumbrada a vivir sobre y cerca del mar abierto y a esas constelaciones que tan bien me sabía. Era curioso, porque también estábamos acostumbrados a los espacios cerrados de un barco, pero siempre se podía salir a cubierta y perder la vista en el agua sin límites alrededor. Eso, entre la vegetación, los abruptos caminos y el ruido y traqueteo de los jeeps, era imposible.
En esa ocasión, el malestar del capitán era doble porque no había podido obligarme a permanecer en Shanghai. Comprendí sus vehementes argumentos sobre la conveniencia de quedarme en San Miguel, pero se los rebatí comentado que, conmigo, la gente hablaría desconfiando menos que de ingleses escoltados por soldados. Que me viera tranquila lo exasperó más, pero enseguida entendió.
—Ya… Huo… Sí, es difícil admitir que pueda haberse convertido en el cretino que parece, pero eso te lo confirmo yo. Simplemente se ha creído ya un hombre, como todos los chicos —recalcó— nos creemos a esa edad, cuando en realidad sólo somos cretinos.
—¿Tú también?
—Yo en especial.
—¿Y nosotras cómo se supone que somos a esa edad?
Pero el capitán sonrió y cambió de táctica.
—Ah, no, en ese tema no entraré. Bien, no discutiré más. Te vendrás. —Asentí satisfecha, pero sospeché que mi victoria no era tan aparente. Él hizo la pausa justa para confirmármelo—. Perfecto, aunque espero no volver a pasarme otra media noche secándole lágrimas a una niña.
Me empeñé en una última frase.
—Vaya… ¿Ahora sí te crees que lo sabes todo?
El capitán me miró un momento antes de obligarme sólo con los ojos —y ya sí— a callarme definitivamente.
—No, Yi. Ahora sólo sé lo que veo. Igual que tú.
Nos fuimos tras disponer el equipo necesario y el transporte que el señor Constable negoció con el ejército además de la escolta de Huo y dos soldados. Al mando del Old Oak se quedó Ming, que también quiso convencerme para quedarme, pero nadie lo consiguió. Así que, entre aquel inmenso mar de estilizados bambúes, con tanta frescura y voluptuosidad alrededor, quise pensar que todo iría bien y la actitud hostil de Huo era un espejismo. Nos habíamos separado y habíamos perdido el contacto, pero yo había sido más que su mejor amiga, de modo que ¿no era estupendo volver a encontrarnos? Al parecer no, y no entendí su empeño por vernos como extraños.
Ilustración de Marta Herguedas
—Esta revolución y la juventud que siempre quiere cambiar las cosas, aunque sea sin pensarlo bien —había dicho la hermana Isabelle.
Xue, con su dulzura para con todo, lo había justificado.
—Pero Huo sí está seguro de que esto es mejor, que todo debe renovarse…
—¿Sin haberle evitado el exilio en Taipei a su familia?
Y Xue había bajado la cabeza.
—Pero se ha cuidado de que estén bien y aquí siempre ha venido para lo que hemos necesitado, y sigue siendo muy amable aunque quizá se haya vuelto demasiado serio.
Sí, e innecesariamente autoritario. ¿Sería el uniforme, el mando que tenía sobre sus compañeros? ¿Pero con nosotros? La emoción agridulce se me mezcló con los nuevos sentimientos por el capitán Lung y aumentó mi confusión.
Mientras, efectivamente un terremoto había asolado buena parte del territorio y tuvimos la confirmación cuando llegamos al lugar donde había estado el campamento de Warwick, a poca distancia del camino principal. También vimos un sendero medio escondido entre la espesa maleza.
—Quizá este era el campamento base y quisieron hacer otra ruta —dijo Constable.
—Sí, pero aquí quedaría algo aunque si pasó el ejército, es normal que no dejaran nada de utilidad —comentó el capitán mirando a Huo, que asintió.
Y es que allí no encontramos más que cristales rotos de botes con semillas y latas vacías de comida y carburante. No obstante, inspeccionamos los alrededores hasta que empezó a oscurecer y fuimos a un pequeño pueblo cercano para pasar la noche.
Sólo había una posada que regentaba un matrimonio mayor. Mostraron el mismo recelo que todos a los que preguntamos, pero al verme a mí y dirigirme a ellos con mi mejor sonrisa, parecieron confiar. Me sentí orgullosa porque le estaba demostrando con éxito al capitán mi excusa para haberlo acompañado. Contestaron que nadie de allí sabía de ningún campamento arqueológico ni de extranjeros. Fue evidente que mintieron, pero había que averiguar la razón y el capitán asintió con gesto crédulo impidiendo que el señor Constable insistiera en preguntar más. Así que pedimos alojamiento, extendiéndoles un dinero que no hubieran ganado en años. Entonces vi que Huo se marchaba porque allí había un puesto militar y tenía que informar. Logré detenerlo y pedirle hablar a solas aunque fuera unos momentos después de cenar.
—Volveré pronto —dije cuando Huo regresó. Y pese a sonar resuelta, me fastidió admitir que buscaba el permiso del capitán, pero éste no contestó aunque su mirada a Huo fue bastante elocuente.
La noche estaba tibia y anduvimos un rato. El bosque nos seguía rodeando y se oían muchos ruidos distintos, también un riachuelo que bordeaba las humildes casas, algunas en reparación tras el terremoto. Había luna creciente cuya luz teñía las sombras.
Entonces, no supe qué decir. Huo se me adelantó:
—¿Qué haces todavía con él?
—¿Te refieres al… a mi padre?
—Sí. Te creía… bueno, que seguías en Sanya, que no llevabas una vida así.
—Vaya… —contesté—. ¿Me creías casada ya?
—Quizá sí.
—Yo también lo hubiera supuesto de ti.
—Han pasado muchas cosas que no entenderías.
—Lo único que no entiendo es por qué te comportas tan fríamente. No somos desconocidos.
Huo bajó la cabeza. Pude distinguirle las largas pestañas y la boca de labios finos sobre un mentón que endurecía sin querer. Estaba más guapo y aunque su físico parecía ya el de un hombre, aún no lo era. Entonces me atreví a tomarle las manos, pero él se soltó. Me aparté entristecida.
—Perdona…
—No, es que… tú también estás distinta, ¿sabes? Si tu padre te ha arrastrado estos años con él, es que te ha hecho como ellos.
—No, yo quise ir con él y no me ha hecho de ninguna manera; es más, me ha dejado ser como soy. —Y añadí contrariada—: Pero parece que no ha sido tu caso con tu familia.
Huo respondió enigmáticamente:
—Yo sólo sigo luchando, como sea.
—¿De qué hablas, Huo? ¿Por qué no me lo cuentas?
Entonces hubo un silencio que me pareció eterno.
—No deberíais haber venido —dijo al fin.
De pronto, distinguí sus ojos centelleando antes de notar unas manos que me taparon la cara por detrás y tiraron de mí. Lo que respiré me sumió en la oscuridad.
Me despertó el sonido de la lluvia y el olor a tierra mojada. Estaba en el suelo, hecha un ovillo sobre una manta, y tenía todo el cuerpo entumecido. La vista se me nubló y tosí. Una débil luz natural se filtraba por las rendijas de las paredes de madera de lo que parecía un cobertizo. Entonces distinguí una figura que se movió vacilante hacia mí y me preguntó quién era y si estaba bien.
—Soy Lung Yi Ze. ¿Y tú… tú eres Sarah Constable?
La figura se sorprendió al oír mi respuesta también en inglés y enseguida se acercó. Sarah tenía los ojos transparentes de su padre y era unos años mayor que yo. Su pelo era rubio pajizo y estaba sucia y muy delgada, pero parecía sana. Cuando le dije lo que pasaba, se emocionó mucho, me comentó que yo había estado inconsciente mucho rato y después me contó lo que les había ocurrido.
Estaba muy asustada y no sabía qué había sido de su marido o del profesor Warwick. Tampoco sabía cuánto tiempo llevaba allí. Una tarde de hacía ¿un mes, dos? habían aparecido cuatro hombres armados, los encañonaron, los obligaron a subir a un camión y viajaron durante horas. Después, los bajaron en un claro donde estaban aquellos cobertizos, y los separaron para encerrarla allí, pero a ellos se los llevaron. Nadie le contestó a nada. Sólo se limitaban a alimentarla y sacarla de noche, amordazada y con las manos atadas, pero normalmente estaba allí y ya había perdido la noción del tiempo. Al principio, había llorado mucho, enferma de miedo, pero luego, al ver que la respetaban y no mostraron intención de matarla, se fue tranquilizando.
El secuestro era evidente. Habrían pedido un rescate y el tiempo hasta obtenerlo se había ido alargando, pero ¡tanto! Y por más que intentó descubrir algo, no lo consiguió; quizá consideraron que ella tenía más valor pero Warwick también era importante. No había querido pensar en lo peor porque entonces se derrumbaba. Así que decidió aguantar. Entonces, apenas dos días antes, observó una escena con uno de los captores que habitualmente le traía la comida: por una rendija más amplia, lo había visto hablar con otro e intercambiarse ropa que identificó como uniformes.
—Sí, es un secuestro, sólo que se les ha complicado y me temo que lo del uniforme me aclara algo —comenté apenada, con los ojos de Huo abriéndose mucho en una negación como última imagen suya impresa en mi mente.
Un doble juego, pero ¿en qué consistía?, ¿de qué lado estaba Huo realmente?, ¿quizá pagaba un precio por el exilio de su familia? Entonces quise entenderlo, o así lo deseé: su lucha por causas perdidas. Pero las especulaciones acabaron ante la ansiedad de Sarah por su padre. Y para tranquilizarme yo también, le dije:
—No te preocupes, seguro que no tardaremos en saber del mío.
Transcurriría una hora solamente. Seguíamos hablando en voz baja y no había venido nadie desde que me desperté, pero cuando unos pasos se acercaron a la puerta, a lo lejos oímos el ruido de un motor. Inmediatamente, hubo más pasos apresurados y voces que gritaban. El motor resultó ser el rugido de un camión y entonces sonaron los primeros disparos.
Nos levantamos pero, Sarah por debilidad y yo por no tener aún muy despejada la cabeza, sólo pudimos alejarnos de la puerta, con tan mala suerte que trastabillé con las mantas, sentí el chasquido del tobillo y caí. Las voces y los disparos se multiplicaron, pero por algún sitio oí mi nombre y, apoyándome en Sarah, nos pusimos a gritar.
Pasaron segundos cuando, de pronto, la puerta del cobertizo se abría rompiéndose de una fuerte patada. El capitán Lung, armado, nos vio agazapadas en un rincón pero al acercarse, hubo un disparo e hizo un movimiento extraño aunque no se detuvo. Casi de seguido entraba el señor Constable. Al verme cojear, el capitán me gritó angustiado si estaba herida, pero logré decirle que sólo me había torcido el tobillo y, al instante, me tomaba en brazos y salíamos cuando el fuego ya casi había cesado. Vimos soldados del ejército rojo corriendo en todas direcciones y persiguiendo a los rebeldes, pero lo único que yo distinguí bien fue la sangre al abrazar al capitán.
Ilustración de Julio Roig
Alguien me tocaba el pelo muy despacio y noté una cálida superficie de especial olor bajo la mejilla. Parpadeé deprisa. Me había quedado dormida.
—Ah, ya nos despertamos.
La voz del capitán sonó ronca y me incorporé apartándome de su pecho, avergonzada.
—Oh, no quería… Te he molestado y…
—Tranquila, pero necesito moverme un poco. ¿Puedes colocarme los almohadones?
Lo hice enseguida y él se impulsó con los pies ayudándose con el brazo libre para erguirse con esfuerzo por el hombro inmovilizado. Me quedé sentada de lado y él me miró alzando una ceja.
—¿Y tu pie? ¿No hay manera de que te estés quieta?
Lo dijo con fingida desaprobación y me sentí mal. Si hubiera estado furioso o con el sombrío humor de esas semanas, lo habría entendido mejor, aunque nunca hubiese sido ese su carácter; pero sorpresivamente había vuelto a recuperar la expresión suave cuando tenía las mayores razones para enfadarse. Me tembló la barbilla y enseguida recordé su frase de volver a secar las lágrimas de una niña, así que me mordí los labios para conservar el poco orgullo que me quedaba. Y claro que lo sabía todo porque lo demostró una vez más.
—Olvida lo que sea que estés pensando porque yo ya lo he hecho. Llegamos a Hangzhou, nos trajeron aquí, sólo tenemos unos rasguños y los demás están bien. Se acabó.
Yo bajé los ojos.
—Tú no tienes un rasguño…
—Yi, mírame.
—¿Me vas a gritar?
—¿Quieres que te grite?
—No…
—¿Entonces?
Suspiré, pero mantuve escondida la mirada.
—¿Qué pasó?
—Pues pasó que Huo cantó como un jilguero cuando le retorcí el pescuezo. —Se permitió el lujo de bromear ante mi desconcierto—. No, no le puse la mano encima, pero debí haberlo hecho porque me mintió con una historia de haberte dejado en la posada e ignorar dónde hubieras ido después; todo para darles tiempo a sus amigos.
—¡Lo sabía! —Me animé al menos por mi acertada intuición—. Estaba con los rebeldes. No podía ser comunista, no con un padre como el suyo. ¿Pero entonces sabía del secuestro?
—Sí. Es una de las pocas formas de financiación que les queda a esos insensatos, pero lo que no imaginó fue que íbamos a aparecer precisamente nosotros para el supuesto rescate, y tuvo que mantener el papel al ser un infiltrado.
—¿Dónde está?
El capitán dio un largo suspiro y pensé lo peor.
—Espero que escondido en lo más profundo del bosque, porque le dije que si no hablaba, podía elegir entre mis modos de obtener información o los del ejército. —Tragué saliva porque esta vez su tono sí era en serio—. En cualquier caso, traicionaría a sus amigos, pero le di la opción de un chivatazo anónimo y adelantarse como avanzadilla para perderse a la menor oportunidad. Sinceramente espero que lo haya conseguido.
Pobre Huo… Sus causas perdidas. Entendí que ya no volvería a verlo, pero nunca olvidaría el precioso beso que me dio, así que también deseé de verdad que no le ocurriera nada.
—¿Y el profesor Warwick y el señor Stanton?
—En otro campamento no lejano. Estaban bien, aunque Warwick no podía mover una pierna. Sarah es la que más débil está, pero se recuperarán.
La barbilla se me hundió en el pecho.
—Lo siento mucho… Tu herida, todo… Ha sido culpa mía. No me perdonarás y lo entenderé. No hago más que darte problemas.
Entonces el capitán me alzó la cara antes de señalarme con el dedo.
—Yi, mi único problema eres tú, pero me interesas tanto y eres tan preciosa que trato de resolverte cada día. Es sólo que a veces te me complicas mucho o yo me equivoco.
Sus palabras me hicieron sentir peor quizá porque, para mí, esas complicaciones eran sus ojos.
—Entonces no me perdonas.
—Sólo si me perdonas tú a mí.
—Pero yo no tengo nada que…
—Sí. Mi mal humor por todo desde lo de… Hong Kong. Nos hemos metido en muchos líos cuando siempre he huido de ellos.
Supe a lo que se refería realmente y entonces sí alcé la vista para demostrarle que yo no huiría.
—Sólo has hecho lo que creías mejor.
—Como tú, ¿verdad?
Tuve que sonreír. Nos habíamos justificado uno a otro y eso ya implicaba la disculpa y los orgullos menos afectados. Enseguida añadió:
—Y ahora nos pondremos bien, regresaremos a Shanghai y después haremos lo que quieras.
Vi la ocasión perfecta, pero fui cauta.
—¿Es en serio? —Asintió y no dudé—. Entonces quiero que veas a tu madre. —El brillo en su mirada fue instantáneo, y seguí—: Yo no conocí a la mía, pero me enseñaste a quererla como si realmente hubiérais sido… Y tú todavía tienes a tus padres. ¿De verdad no querrías volver a verlos? ¿Qué peligro hay ya? El señor Constable te lo dijo, lo has ayudado, has confiado… Eso significa algo.
—No es tan fácil, Yi… —dijo con la voz diluida, y yo lo aproveché.
—No, es más fácil seguir huyendo, aunque no se tenga de qué.
Se sonrió y me cogió la mano.
—Desde luego eres impulsiva, pero no remilgada ni cobarde. Anda, vuelve a la cama y sigue descansando.
También era atrevida.
—¿Me dejas quedarme? Antes lo hacías.
No sé qué cara puse o lo que él vio, pero creo que los dos supimos que era lo mismo.
—Ahora no has tenido una pesadilla.
—No, pero el miedo ha sido muy real.
Entonces tiró suavemente de mí para rodearme con el brazo y pegarme a él.
—Tal vez sea esta la única manera de mantenerte quieta.
—¿Entonces ya no querrás dejarme en tierra?
—Lo que quiero es saber qué voy a hacer contigo, Yi.
—Sí lo sabes, aunque… —y se me cruzó un pensamiento que no pude callarme— quizá todavía ames a mi madre.
—No, a tu madre no pude…
—Pero a mí sí porque soy más de ti que si llevara tu sangre.
Y le apoyé la cabeza en el hombro abrazándolo con cuidado. Su respuesta fue un largo beso en el pelo que volvió a acariciarme. Yo sólo vi al dragón palpitarle en el cuello. HuangDi habría de esperar todavía mucho tiempo al pie del Árbol Erigido.
Huo se equivocó. El capitán Lung no me había hecho como él sino para él.
Se oyeron unos discretos golpes en la puerta. El dragón se estiró.
—Maldita sea… Esto sí que va a ser un lío.
Mariola Díaz-Cano Arévalo