5ª Convocatoria: Bosques

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

Nos rodean, nos mantienen, nos dan vida y nos protegen; nos vigilan, nos aguardan, retroceden ante nuestro avance, respetando nuestro espacio aunque nosotros no respetemos el suyo. En este mundo mágico que se esconde en su interior, los bosques laten con vida propia y, quizás, un día, esta vida se nos presente transmutada, con todo su poder, con toda su benevolencia o con la fuerza de su venganza.

En el año internacional de los bosques, Surcando Ediciona os quiere brindar nuevas fantasías, desarrolladas en esta ocasión en el corazón de la más antigua magia.

Esta ilustración pertenece a Rosa García. Todos los derechos reservados.

Bosques de chamanes (hechizo de oropéndola)

Autora: Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Ilustrador: Rafael Mir

Correctora: Elsa Martínez

Género: relato

Este cuento es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque), y su ilustración es propiedad de Rafael Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 

Bosques de chamanes  (hechizo de oropéndola)

 

No hay bosque sin leyenda.

Su espesura, su misterio de sombras y claros, sus intrincados caminos donde los pasos se pierden y las brumas borran el paisaje… todo invita a  la leyenda.

 

Por eso, tantas veces la realidad se mezcla con el misterio y la leyenda, como en esos bosques azules, verdes y grises donde crecen las sabinas, coníferas de lisos troncos; las hayas, abedules, pinos negros, entre sombras y el  recuerdo de la brisa del lejano mar.

Templados bosques boreales;  catedrales de altos fustes de centenarias coníferas; refugio de pequeñas aves, de fauna que se esconde entre sus frondas…. Casi sin cielo que señale soles o nubes.

Bosques sagrados de setas mágicas… India, Siberia, Escandinavia, Letonia , América, España ; Gredos; Moncayo; Pirineo; Reino Unido; Gales…

Por uno cualquiera de estos bosques se adentraba, absorto en pensamientos teñidos de misterio,  un caminante alto y delgado, casi como el flautista de Hamelín, con su cuaderno de apuntes bajo el brazo, escribiendo sus impresiones meticulosamente, buscando  los hechizos que ya buscaron druidas milenarios y que continuaban  allí escondidos, solo para iniciados.

Prados muy verdes, bosquecillos de quejigos, pequeños cerros moteados de pino negro , cañadas y espesura de hayas y abedules atraían poderosamente su atención de escritor y científico,  como si buscase algo muy concreto y oculto a la vista de quien pasara por allí sin saber dónde buscarlo.

De vez en cuando se agachaba para mirar en alguna zona donde templaba el sol, bajo ramas de helechos que tapizaban el suelo.

Llevaba su lupa y su bolsa-mochila para guardar los tesoros que encontrase.

Setas mágicas; tesoros ocultos para los no iniciados, pues desde siglos atrás eran ya sabidos y conocidos por sus propiedades, pero que requerían de una ciencia casi exacta par poder hacer uso de ellos sin peligro grave para sí mismo o para los demás.

Por eso fueron  los sanadores, o los sacerdotes y druidas de pueblos ancestrales, guerreros o dominadores, quienes supieron calcular el poder de esos frutos ocultos. El poder de los bosques de chamanes y hechiceros.

Ilustración de Rafa Mir

Ilustración de Rafa Mir

Los cuentos y leyendas nacidos a través de estos frutos secretos del bosque crearon mil personajes, a veces encantadores, como los enanitos que viven en las setas de sombrerito rojo con pintas blancas, o a veces elfos inquietos, o  pequeñas y malvadas brujas .

Todos eran personajes de cuento, de fábula, mitológicos, pero al tiempo un modo de poder encubrir una realidad presente en toda época de la historia de los pueblos, destinada a ser ocultada o susurrada en voz baja en círculos de iniciados, a la luz de la luna, en reuniones de aquelarres o en sesiones de “viajes astrales” que incluso podían ser solo de ida, si no eran propiciados por expertos.

Aquel caminante entendía de todo aquello y buscaba solo en lugares muy especiales.

En su mano un cuaderno con apuntes de nombres en latín, de expertos micólogos, y algunos dibujos hechos por él a plumilla de preciosas “setas de los enanitos”, las del sombrerito rojo y pintas blancas.

La Amanita Muscaria, también llamada “oropéndola” o “matamoscas”: seta de otoño que contiene un potente alucinógeno “enteógeno”, que no mata pero pone al borde de la muerte por vómitos, mareos y dolor.

Los expertos de siglos atrás ya supieron “dominarla” en sus trances para adivinar el porvenir, hacer predicciones y vaticinios, o explorar el lado desconocido del misterio, en viajes astrales que les conferían poder ante los pueblos y eran elevados a la categoría de chamanes, sacerdotes, augures y druidas por las gentes sencillas que no tenían la preparación ni el conocimiento de esos secretos de la naturaleza, puesta en contacto con “lo divino y misterioso”.

Nuestro experto visitante del bosque de abedules, sabinas y quejigos, tomando sus lentes para poder estudiar mejor un conjunto de rojas y fascinantes setas rojas, se agachó sobre aquel conjunto de preciosas “casitas de los enanitos”  dignas del más fantástico relato nórdico, enfrascado en sus pensamientos de escritor……

En ese momento le pareció escuchar un susurro lejano, como un lamento procedente de un claro del bosque de abedules.

Se levantó y se dirigió hacia donde venía aquel lamento extraño….

Podía confundirse con el viento de otoño entre las ramas, pero no.

Ilustración de Rafa Mir

Ilustración de Rafa Mir

Era una bellísima «Amanita Muscaria», caída entre las hojas secas, quien lloraba amargamente.

Ni el resplandeciente color escarlata de su sombrero, ni la blancura de sus laminillas radiales bajo el mismo, ni la tersura de su talo, bastaban para hacerle feliz.

Algo terrible le había ocurrido.

» Alguien ha cambiado el cuento – se quejaba – y ahora estoy aquí, abandonada, mientras Alicia corre por los caminos de detrás del espejo, mordisqueando trocitos de mi carne, creciendo y creciendo por encima de los abetos, o encogiéndose hasta desaparecer entre las flores del prado, persiguiendo a ese absurdo Conejo Blanco, sin saber que soy yo, la Oropéndola loca, quien llena de vértigo y aventura su historia.»

Lloraba y lloraba la “oropéndola” y, cuanto más se quejaba, más roja y luminosa aparecía su pamela, inundando el bosque con su luz.

» Si al menos alguien le dijera a la Oruga que fuma en pipa que avise a Alicia… Hay que devolverme al cuento porque si no, cuando aparezca la Reina de Corazones dirá : ¡Que le corten la cabeza al intruso que ha cambiado la historia ! «

Entre las copas de los árboles aparecieron unos enormes cristales redondos enmarcando unos ojos malhumorados inclinándose sobre la Oropéndola,  y con  voz alterada concedió:

«¡Está bien «matamoscas»!. Deja ya de gimotear.  El Conejo Blanco llevará un ramo de flores blancas mágicas, y Alicia encontrará a la Oruga fumando su pipa sentada sobre tu hongo rojo .

 A ver cómo te las arreglas para dosificar tus efectos maravillosos y sacarla del lío en que se va a meter.  Resulta muy interesante meterse a «chaman» sin saber dominar la ciencia milenaria de la micología «

 (Seguramente Lewis Carroll tampoco estaba muy seguro de cómo sacar a Alicia de aquella aventura que acababa de escribir, situándola en el País de las Maravillas,  sin revelar ciertos secretos valiosos acerca de los enteógenos)

Cogió su bolsa el escritor caminante, con los ejemplares que había recolectado en el bosque,  y emprendió el camino de regreso concentrándose en no olvidar su encuentro de aquella tarde, y dispuesto a escribirlo en cuanto llegase a su casa… aunque desde luego teniendo muy en cuenta que no debía mostrar  lo que sabía, y sin olvidar la queja de la preciosa Amanita Muscaria ….

Relato original de Conchita Ferrando de la Lama

(Jaloque)

La venganza del bosque

Autora: Anna Morgana Alabau

Ilustradores: Susana Rosique y Jordi Ponce

Género: relato, terror, fantasía (a partir de 16 años)

Este cuento es propiedad de Anna Morgana Alabau, y sus ilustraciones son propiedad de Susana Rosique y Jordi Ponce, respectivamente. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La venganza del Bosque

Desde que volví del bosque, el terror me asalta al paso de cada sombra proyectada en la pared, de cada repentino sonido del día o de la noche, a cada latido de mi corazón. Ellos siguen buscando a mis amigos. Me sonríen con tristeza y me dicen que no me preocupe, que los encontrarán, que entienden que no me atreva a regresar donde nos extraviamos. Pero es más que eso, muchísimo más. Creen que he perdido el juicio y, en realidad, lo único que espero es que ninguno de ellos pierda la vida.

Llevábamos todo el domingo haciendo el ganso. Habíamos salido temprano para llegar con el tiempo suficiente y preparar la parrillada. Sabíamos que esas cosas estaban prohibidas, pero no nos importaba. Lo único que queríamos era aparcar los todoterrenos en el sitio más recóndito que pudiéramos encontrar, hacer un gran fuego, que nos diera buenas brasas donde cocinar la carne que habíamos comprado y, después, emborracharnos a placer sin preocuparnos de nada más. Y así lo hicimos.

Hacia media tarde, cuando empezaba a refrescar pero la luz todavía era clara, a Janet se le ocurrió que podríamos ir a dar un paseo por el bosque, hacer una excursión como cuando íbamos al colegio. Algunos nos reímos de ella pero, tras contar unas cuantas anécdotas divertidas de aquella época y con la falsa promesa de que podíamos incluso encontrar setas, empezamos a caminar sin tener ni idea de dónde poníamos los pies. Lo único en lo que pensamos antes de abandonar el improvisado campamento fue en cerrar los coches, como si alguien pudiera venir a encontrarnos en aquél culo de mundo y robarnos nuestros amados automóviles. De las botellas vacías, los plásticos, la basura y las ascuas sin apagar, no se acordó nadie.

A la hora escasa de andar, noté como, poco a poco, habíamos empezado a separarnos. Primero una parejita, luego dos chicas que hacía bastante que no se veían… no le di importancia porque creí que había sido adrede. Las hojas de los árboles se movían ante mis ojos ebrios por duplicado y, en ese estado, ni yo ni el resto de amigos que aún me acompañaban, fuimos capaces de percibir los ojos que nos escrutaban desde la oscuridad de los árboles. Culpo a la bebida, aunque en el fondo de mi corazón sé que no hay mayor ciego que aquél que se niega a ver.

Cuando reparé en ella, perdí por unos instantes la noción del tiempo. Hacía muchos años de las excursiones por el bosque con la escuela, pero supongo que algunas cosas, como el nombre y las características de las setas, simplemente se me quedaron grabadas. Me agaché a observarla. Estaba junto a un tocón grueso y cubierto de musgo. Alargué la mano y dejé pasar unos minutos para que mi visión de beodo se enfocara. Luego pasé el dedo por sus láminas y comprobé que se trataba, efectivamente, de una de mis setas preferidas. Sin embargo, al levantar la cabeza para contárselo a mis amigos, ellos ya no estaban.

Ilustración de Susana Rosique

Ilustración de Susana Rosique

El pánico me invadió por un momento. Los efectos de la bebida se me habían pasado, aunque solo lo justo para darme cuenta de que estaba anocheciendo, y de que no tenía ni idea de dónde me encontraba. Miré hacia el cielo, miré el musgo que cubría la corteza de los árboles y, de repente, caí en las cosas que no recordaba de aquellas excursiones escolares: cómo moverme por el bosque, cómo orientarme, cómo encontrar el camino a casa. Tampoco recordé que, al perderse, lo mejor es quedarse quieto en un sitio a cubierta de las inclemencias del tiempo y esperar a que te encuentren.

De modo que comencé a caminar. A los diez minutos, cada árbol, cada roca y cada arbusto me parecían familiares. Una parte de mí creía estar andando todo el rato en círculos; la otra, sabía que no tenía siquiera esa certeza.

Me desesperé, grité, vociferé, corrí, me detuve… caminé un rato más. Hasta que, finalmente, el azul brillante de las aguas a la luz de la luna me golpeó como una bofetada. Salí de la frondosidad al claro, donde se extendía un lago que sabía que no podía estar ahí. Yo había sido el copiloto en uno de los coches, había estado mirando el mapa durante todo el camino y hubiera podido jurar, sin miedo a equivocarme, que no había ninguna zona azul de agua en la montaña donde fuimos. No obstante, a pesar de ser consciente de aquella extraña anomalía, avancé hasta situarme junto a la orilla del lago imposible.

Solo entonces pude percibir el brillo de algo presente en un lugar mucho más profundo, dentro de la misma agua. Mis palabras huyeron sobre las alas de una bandada de pájaros, al otro lado del lago, que arrancaron a volar, súbitamente espantados. Las aguas se removieron y, lentamente, una a una, fueron emergiendo de sus profundidades las hermosas mujeres que ahora tenía delante.

Su desnudez me turbó y cohibió un instante, pero la naturalidad de sus gráciles movimientos y la luz de las estrellas, que parecía envolverlas, pronto hicieron que me sintiera cómodo. Se sentaron a mi lado, delicadas, y me susurraron sus nombres en una lengua que, juro, jamás antes escuché. Me contaron cómo los árboles estaban desapareciendo, caídos bajo el cruel peso de la sierra o la llama, cómo todos los seres del bosque sufrían el deterioro del aire, el emponzoñamiento del agua, el retroceso de la flora. Y sobre todo, la creciente escasez de comida.

Yo las escuchaba absorto. Sus palabras me conmovían, aunque no por su contenido. Estaba tan hechizado que apenas podía comprender lo que me estaban contando. Su belleza me anonadaba, el brillo de sus ojos me embriagaba, la delicadeza de su piel me alienaba de este mundo, hasta que, hablando ellas de la falta de alimento, una palabra chocó en mi consciente con el distante aullido de lo que creí un lobo.

“Humano” dijo la voz, ya no tan aterciopelada.

Parpadeé un par de veces y, de repente, me di cuenta de que estaba rodeado por ellas. Lo que antes no me había importado, provocaba ahora en mí una sensación angustiosa, sofocante, próxima a la paranoia. Mi mirada recorría sus rostros y, tras cada parpadeo, creía adivinar una horrible realidad sumergida aún en las aguas del lago.

Entonces se escuchó un nuevo aullido, y un grito desgarrador rompió el hechizo que me había mantenido sojuzgado hasta aquél instante. Recorrí con los ojos las orillas del largo, súbitamente alarmado, solo para descubrir, al otro lado, un enjambre de terribles seres dándose un festín con lo que restaba de mis acompañantes. Grité sus nombres, y las criaturas se volvieron, emitiendo siniestras risotadas animales sin dejar de devorar a mis amigos, sus ropas esparcidas por todo el espacio que se extendía entre la tierra y las copas de los árboles.

“¿Qué ocurre?” recuerdo que pregunté con tono histérico, volviéndome de nuevo hacia las damas de agua que me habían estado hablando “¿Qué les habéis hecho a mis amigos?”

Las mujeres se irguieron de repente, sus alas translúcidas batiendo por última vez. De repente, su desnudez se convirtió en algo horripilante. Sus cuerpos se retorcieron, las alas echaron a volar hacia la luna por propia voluntad, dejándolas a ellas a ras del suelo, con sus pechos descolgados, sus pelos emblanquecidos, sus cuellos retorcidos, que se alargaban cada vez más. De sus manos emergieron garras; de sus espaldas, nuevas alas hojiformes que batían con el sonido de la tempestad. Sus piernas se juntaron en una fantasmagórica cola etérea, que les permitía darme alcance con gran rapidez, precedidas por sus demoníacas cabezas de orejas puntiagudas, narices afiladas y bocas plagadas de dientes como estacas. Sus ojos tenían el color del odio y del mal.

Ilustración de Jordi Ponce

Ilustración de Jordi Ponce

Grité. Mis alaridos se dejaron escuchar por todo el bosque mientras mis piernas me conducían, a pesar de los tropiezos y las caídas, velozmente hacia ninguna parte. Seguía perdido, seguía desorientado y ahora, además, estaba completamente muerto de miedo.

Sentía sus cuerpos pasar zumbando por encima de mi cabeza, por mi lado, y sus risas, gorjeantes y crueles, aturdirme mientras intentaba escapar. Los animales del bosque les hacían de eco, interponiéndose en mi camino para intentar detenerme. Juraría incluso que los árboles intentaban atraparme con sus raíces y sus ramas. Pero yo seguía corriendo, seguro como estaba de que me iba la vida en ello. Hasta que una de las veces en que mis incontrolables piernas tropezaron, ya no me pude levantar.

Entonces oí sus risas aún más cerca, noté sus pelos acariciarme el rostro lloroso, sus garras asirme por los brazos y tirar hacia uno y otro lado como a un bebé bíblico que hubiera que despedazar. Solo que, de repente, algo en mis lamentos les hizo cambiar de idea. Su agarre se aflojó, aunque no se apartaron de mi lado. Yo sollozaba incongruencias mezcladas con súplicas por mi vida. El horror de la carnicería que atestigüé seguirá produciéndose ante mis ojos durante el resto de mis días. En ese instante, una de ellas se plantó ante mí y, por un momento, su apariencia volvió a ser la de una hermosa e inocente dama de agua. Sus ojos, sin embargo, eran la viva imagen de la venganza.

Me dijo que me perdonaría la vida, pero solo con una condición. “Vosotros nos habéis obligado a vivir así” recuerdo que pronunció con voz rasposa. “Vosotros y vuestras máquinas, y vuestras hogueras y vuestras fábricas. Vosotros y vuestra ambición y vuestro descuido y vuestra falsa importancia. Lo teníais todo, pero queríais más, y nunca se os ocurrió llenar ese vacío con humildad y respeto, con solidaridad y esperanza. Ahora, no os queda sino sufrir nuestra desgracia. Te dejaremos partir, como última advertencia” señaló. Recuerdo que temblaba como si fuese la última hoja de un árbol con el invierno en ciernes. “Contarás nuestra historia, la de tus amigos y la tuya, y aconsejarás a los de tu especie que respeten y reverencien la tierra bajo sus pies, el agua sobre la tierra, el aire sobre el agua, y la flora y la fauna que las habita. Si fracasas, no habrá otra advertencia: tomaremos vuestras vidas como tributo por nuestros bosques”.

Juré, lloré y recé que lo haría sin fallo ni falta, y por eso ahora escribo nuestra historia, aun con la desazón de saber que todo es en balde, que de nada servirá esta última advertencia que encarno porque en el fondo sé, mal que me pese, que ninguno de mis congéneres la creerá. Porque yo no lo haría de no haberla vivido, aunque cometiera el único error que ningún dios perdonará nunca.

El Paisajista

Ilustrador: Fernando Halcón

Correctora: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género:  fantasía, terror

Este cuento es propiedad de Vicente Mateo Serra, y su ilustración es propiedad de Fernando Halcón. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL PAISAJISTA
Habiendo vivido en los últimos días una serie de extraños acontecimientos, y con el pleno convencimiento de que ocurrieron, a pesar de que la razón, si es razón lo que mueve los hilos de mi cerebro, me dicta lo contrario; habiendo vivido, como digo, tales acontecimientos y con la incertidumbre de los que aún están por llegar, he decidido dejar por escrito mi historia para que sea el lector quien, tras su lectura, juzgue por sí mismo y extraiga sus propias conclusiones acerca de los hechos acaecidos en este lugar cuyo nombre no revelaré, con el fin de determinar si tales sucesos se encuentran o no más allá de aquello que se conoce como entendimiento del ser humano y del que yo dudo poseer en este momento.
En esos menesteres me hallo, escribiendo con letra gruesa y pulso vibrado esta historia ajena a lo cabal sobre el reverso de un mural inmenso, con el único utensilio del que dispongo para la escritura: una brocha hecha con pelos de castor, algo ruda pero eficaz para esta labor. Escribiendo con el miedo y la convicción de que pronto vendrán a por mí los del pueblo; por eso he de ser breve y acabar mi historia antes de que me encuentren y se me lleven.
La historia comenzó, y digo comenzó pues es preciso establecer un punto de partida, hallándome yo encaramado a lo alto de un olmo, hecho éste que no se debía a una elección propia, ya que de otro modo no se explicaría tal coyuntura. Aquella era una situación insólita para mí, pues jamás me había aupado hasta semejante altura excepto cuando, siendo niño, hacía sonar las campanas del monasterio; pero entonces el bosque distaba mucho de la torre y lo único que se veía desde allí era el trasiego de los monjes, aunque de eso hace ya mucho tiempo y es otra historia. Allí en el bosque, desde ese ángulo inusual, podía disfrutar de aquel paisaje puesto allí al servicio de la belleza. Toda una gama de verdes y amarillos bañaba las hojas de los árboles a mi alrededor vistiéndolas con sus mejores galas cuando el sol las acariciaba. Algunos árboles cercanos al mío se elevaban paralelos hasta mi altura, otros la sobrepasaban más allá lanzando un puente entre la tierra y el cielo, pero mi vista no podía alcanzarlos debido a las molestias de mi cuello.

A gran distancia bajo mis pies, un sendero serpenteaba flanqueado a ambos lados por densos arbustos hasta llegar al pueblo, del que como he dicho antes no revelaré su nombre, y se bifurcaba en otros dos más estrechos. Uno de ellos llegaba hasta un pequeño claro donde discurría el cauce de lo que en otra época fue un río y que deslucía el bosque como un cráter, pues ahora yacía seco y vacío. El otro sendero era más difícil de encontrar. En algún lugar se mostraba y en otros se mantenía oculto bajo la hojarasca, y era necesario seguirlo con la intuición para comprobar que no conducía a ninguna parte, sino que quedaba sepultado por una mole de piedra aparentemente desubicada a la vista del lienzo que pintaba la naturaleza para mí, repleto de tonos y matices de colores aún no explorados por mis ojos.

No se puede describir con palabras, y por tanto no lo haré, los sentimientos y emociones que transmitía el bosque, ambientado por el coro armonioso de multitud de aves ocultas tras la frondosidad de los árboles, que dejaban escapar entre las ramas su lírico cantar, impregnando la zona de un rico surtido de armónicos presentes. Quise cerrar los ojos, como si este hecho potenciase el sentido del oído y encauzase hacia allí, aquel torrente de sonidos melódicos y timbrados que musicaban el lugar. Quise cerrar los ojos para aspirar con más intensidad aún si cabe los aromas de color verde que desprendía aquel ambiente que alteraba los sentidos. Quise cerrar los ojos pero no pude, ya que los párpados se hallaban colapsados por mis ojos lluviosos y precipitados hacia delante, y los reducían a membranas amorfas que no respondían a las órdenes que marcaba mi cerebro; así que no los cerré, pero seguí escuchando, concentrado en los malabares y piruetas musicales que un gorrión parado sobre mi hombro —quizás tratando de entablar una conversación amistosa conmigo— se preguntaba qué clase de animal era yo y me invitaba a compartir su rama y así también su hogar.

Por eso al principio no reparé en ello, y tuvieron que pasar unos segundos para darme cuenta de que aquella mole de piedra desubicada al final del sendero que se mostraba y escondía bajo la hojarasca, hermano gemelo del que iba a parar al río, ambos bifurcados del sendero principal que serpenteaba a gran distancia bajo mis pies y que conducía al pueblo cuyo nombre no revelaré… aquella mole de piedra se había movido. Y no lo hizo una sino varias veces. Y tras ella aparecieron unas manos y después otras, que precedieron los cuerpos de dos figuras imponentes que, sin esfuerzo, retiraron la roca, bajo la cual apareció un foso escavado en el terreno y del que surgió un tercer personaje. Lo único que podía hacer era observarlos y asombrarme ante tales criaturas cuyo aspecto difería de los seres que pueblan las leyendas y canciones del lugar. No eran duendes ni eran trolls, más bien parecían ogros por la fuerza descomunal que poseían, pero no por su aspecto. Caminaron hacia mí con la seguridad de saber lo que buscaban y no les causó impresión verme allí arriba, colgado de una rama, con el rostro lívido, ojos y lengua proyectados hacia delante, gesto grotesco y mueca burlona, producto de la asfixia. Ni siquiera tomaron en cuenta el peso y rigidez de mi cuerpo cuando uno de ellos trepó y cortó la cuerda que me mantenía ingrávido, y los otros dos alzaron mi cuerpo con la ligereza con la que se sostiene una pluma y me transportaron hacia la fosa de la que habían aparecido.

Me preguntaba si serían seres enviados del más allá o entelequias de ultratumba con el encargo piadoso de darme sepultura, una vez desposeído de toda existencia terrenal, y soterrar así los actos más miserables y de más baja moral que cometí en vida; otorgando al fin a mi cuerpo el descanso eterno que merece todo ser que vive o muere bajo el mismo cielo.

Esos eran mis pensamientos conforme nos acercábamos a la fosa mortuoria, pero una vez allí ante ella, pude comprobar que no era como la vi a gran distancia desde lo alto de mi árbol, sino mucho más grande de lo que pensé en un principio, y que no se trataba de una fosa sino de algo más profundo e inquietante. Era una gran abertura de la que descendía una escalera hecha de peldaños construidos sobre el terreno y en cuyas paredes laterales había dos antorchas que apenas iluminaban la entrada, por lo que era difícil adivinar la profundidad de la negrura. Una vez dentro, dos de mis acompañantes cerraron la abertura colocando de nuevo la mole de piedra desubicada en su lugar.

Cogieron las antorchas de la entrada y se pusieron delante y detrás del que me portaba, escoltándonos en el descenso de tal forma que la escalera sólo quedaba iluminada a nuestro paso mientras bajábamos. A veces, la escalera giraba a uno y otro lado, no giros bruscos, sino suaves, y siempre descendiendo.

Llevábamos horas bajando y seguíamos haciéndolo, y por fin llegamos a un espacio más amplio en el que habían tres huecos en la pared donde desembocaban tres escaleras como la nuestra. Fuimos hacia una de ellas y continuamos descendiendo. El escenario se repetía una y otra vez: galerías angostas y húmedas, fruto de la lluvia del exterior que el terreno drenaba y rociaba en los túneles por donde discurrían las escaleras, repletas de peldaños incontables, al final de los cuales siempre hallábamos lo mismo. Y cuanto más descendíamos estos espacios eran más amplios y mayor el número de escaleras que partían de ellos, y también éstas se volvían más anchas, y por ellas corría hasta nosotros una sinfonía de alaridos y quebrantos proveniente de las entrañas de aquel antro. Llegamos a una zona donde la oscuridad no era tan espesa y un fulgor anaranjado, débil aunque lo suficientemente claro para iluminar nuestro paso, nos mostraba el camino, y aquí fue donde mis acompañantes se deshicieron de las antorchas y anduvieron hasta una escalera, y continuamos bajando.

No sé cuánto tiempo transcurrió cuando por fin descendimos hasta lo que supuse sería el nivel inferior, pues ya no volvimos a hacerlo, y la fría temperatura de fuera, que nos siguió en los primeros pasadizos, se templó a mitad de camino y ahora era un sofocante bochorno.

Lo que allí vieron mis ojos me llenó de asombro pues su belleza era tan hipnótica como siniestra. Ante mí se extendía un mar subterráneo, no un mar corriente, sino un mar de lava, como las brasas de una gran hoguera, y su resplandor era tal que refulgía contra las paredes de la caverna; y en ellas se entretejían las sombras de tétricas ramas que no eran sino las raíces de los árboles del exterior plantados del revés formando un espeluznante bosque invertido que dotaba al lugar de un aspecto terrorífico.

También se oía por doquier una pieza macabra compuesta por incisivos y afilados graznidos, capaces de contraer el corazón y helar el aliento. Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad, vi cómo dos hileras de alternas llamaradas formaban un pasaje que nos condujo ante la base de unos gigantescos muros esculpidos en la roca, donde se hallaban incrustados dos inmensos y pesados portones de color negro —cuya altura se perdía en la penumbra—, construidos con algún material duro y brillante similar al basalto. Solamente en su superficie pude ver reflejado a la luz de las tinieblas un sinfín de espectros alados sobrevolando nuestras cabezas, dueños de aquel gorjeo fantasmal, y a nuestro alrededor, figuras difusas que vagaban erráticas en aquella oquedad lúgubre, como espíritus sin cobijo a las puertas del infierno.

Ilustración de Fernando Halcón

Ilustración de Fernando Halcón

Y las puertas del infierno se abrieron y tras ellas surgió una bocanada de fuego cuyas lágrimas ardientes salpicaron mi rostro. Y las llamas se alzaron ante mí desafiantes, prendiendo los resquicios de mi arrojo, y subyugado por su dominio, me dejé arrastrar por ellas. Entonces el fuego penetró en mí y se hizo la sombra en mi interior.
Obviaré relatar lo que allí ocurrió por no contagiar al lector la amargura de mis palabras al describir el escenario de aquella guarida macabra. No hablaré de los seres que allí habitan como aquellos que transportaron mi cuerpo, esos seres y otros muchos como ellos y peores. No mencionaré las serpientes sin cabeza, ni los horrendos engendros de la naturaleza, ni esas formas retorcidas lamiendo sus propias formas. No hablaré de los cuerpos raídos vacíos de espíritu. No lo haré. Sólo diré que al despertar de nuevo en el bosque, pensé haber salido de un sueño y aún hoy lo creo cuando busco y no hallo el surco que la soga dejó en mi cuello. Y por eso me siento un hombre nuevo pero vencido, porque mi alma permanecerá allí prisionera si no cumplo lo prometido.

Han pasado seis días desde aquello y el desánimo me abate. Percibo en mi interior el recuerdo de un acuerdo con lo oscuro, y la resignación por un destino que estoy obligado a cumplir. Y aquí me encuentro, con una brocha hecha con pelos de castor, algo ruda pero eficaz para esta labor, mezclando aceites con pigmentos para formar una pintura, con la idea de plasmar sobre el lienzo de un mural inmenso la pura esencia de la natura y borrar así de un brochazo el bosque que tengo ante mis ojos.

Podría parecer una ilusión o quizás un delirio, pero ya advertí al principio que estos hechos escapaban a toda lógica. Lo cierto es que lo oscuro tenía las siniestras intenciones de sembrar el fuego en la tierra, pero debía hacerlo sin destruir los bosques pues los reservaba para otros fines que no me fueron revelados; y cuando supo de mi oficio, que era el de paisajista, puso a mi alcance un mural maldito que abarcaba más allá de lo que puede alcanzar la vista, con el embrujo de hacer desaparecer cuanto se pintase sobre él. Así pues, yo debía plasmar en aquel lienzo el bosque entero, y cuando acabase con aquél empezar por el siguiente, convirtiendo la tierra en un páramo yermo.

Así fue cómo los designios del destino me convirtieron en un peón al servicio del rey negro, en un soldado sin voluntad en la vastedad de su ejército. Tenía el poder de reclutar a cualquiera que pudiera serme útil, pero preferí no adentrarme en el pueblo y evitar a sus habitantes. No hallaba respuestas para explicar el extraño sortilegio por el que había vuelto a la vida, más aún cuando fueron ellos los que acabaron con ella en lo alto de un árbol al considerar que mis actos eran obra del demonio, aquellos en los que yo y otros como yo conseguimos secar los ríos y transportar su agua hasta el cielo en odres y corambres de cuero.

Viendo la ardua tarea que tenía por delante me puse manos a la obra de inmediato y empecé a pintar, y elegí borrar primero el olmo del que estuve colgado, y desapareció. Después otro árbol y otro y así sucesivamente.
El frío entumecía mis dedos por las noches mientras pintaba con el débil resplandor de una vela para no atraer a las fieras del bosque, pero el anochecer del tercer día trajo consigo a los lobos, que ya habían advertido mi presencia. Sus sobrecogedores aullidos marcaban el ritmo de mis trazos y sus ojos acechantes me asediaban en las infatigables vigilias. Se protegían en la oscuridad, esperando verme desfallecer o prestos a lanzarme su ataque voraz en cualquier instante. Y conforme pasaban las noches notaba su presencia más cerca. Tan amenazante era que los grillos guardaban silencio.

Una de las noches, estando ya tan a su alcance y sintiéndome ser su presa, uno de los lobos rompió el cerco formado por el resplandor de la vela y se presentó ante mí mostrándome sus fauces, pero ocurrió que otro lobo, el que parecía jefe de la manada, se abalanzó con un enorme salto y descargó su cuerpo contra el primero, clavando sus afilados colmillos en el cuello y desgarrando la carne a dentelladas. Pensé que le hacía pagar caro el atrevimiento de intentar ser el primero en probar bocado. Entonces abandonó el cuerpo del que yacía muerto y se me acercó tanto que pude notar en mi piel su aliento, clavó sus ojos en mí y lanzó a la noche el aullido más desgarrador que jamás oí. Cuando ya me tenía a su merced sucedió algo inesperado porque el lobo retrocedió, dio media vuelta y se adentró en el bosque llevándose consigo al resto de la manada.

Esas eran mis noches. Por el día el sol me alentaba a continuar mientras el bosque dejaba de existir con cada una de mis pinceladas. A medida que pintaba, la magia del bosque se evaporaba hasta desaparecer. Era triste ver cómo aquel paisaje de colores y aromas desaparecía abruptamente en un determinado lugar y continuaba en un espacio, tan inquietante por su vacío como por su silencio. La desolación se palpaba allí. Los animales que penetraban en él salían desconcertados y claramente alterados. A cada minuto más cantidad de ellos se reunía en torno a mí, sin saber dónde ir ni qué hacer, pero conocedores de que yo era el culpable.

Casi podría decir que fui obligado por sus miradas acusadoras a adentrarme en esa zona muerta y comprobar por mí mismo el embrujo del lugar. Lo hice, y lo que allí sentí fue la privación de los sentidos. La nada absoluta. Como la presión de algo no definido que embute el cerebro aplastando cualquier ápice de sensibilidad. Un vacío carente de todo.

Me flaquearon las fuerzas pero ni siquiera lo noté. Lo hice cuando regresé al bosque, y me sorprendí dando tumbos mientras corría, porque allí dentro no sé cuándo empecé a hacerlo, ya que no oí el sonido de mis pasos sobre un suelo que mis ojos no vieron. El tiempo pasó imperceptible para mi, y una vez fuera se me vino el mundo encima y fui presa del remordimiento ante el terror de un futuro baldío. Eso es lo que me llevó a escribir esta historia y dejarla plasmada en el reverso de este mural inmenso.

Y mientras escribo veo cómo un manto de nubes va cubriendo el cielo y apaga el sol. Y veo cómo llega la tormenta y desata su ira y arrecia su cólera. Ruge el viento y moja la lluvia, que borra todo mi lienzo. Y los árboles vuelven a su sitio y maldigo al causante de aquello. Y pienso. Pienso en aquél que me devolvió la vida por un pacto. Y pienso en aquel que nunca escuchó mis oraciones. Pienso, y aun así rezo. Y es entonces cuando ocurre, que las nubes que ocultan el cielo se agitan y no lo hacen una sino varias veces, y tras ellas aparece un fulgurante resplandor cuyo haz luminoso me baña por entero y marca el camino a los cuerpos ligeros de tres poderosas figuras aladas que vuelan veloces hasta mí. Parecen estar tocadas de una gracia especial y lo único que puedo hacer cuando me llevan es observar y asombrarme ante tales criaturas cuyo aspecto difiere de los seres que pueblan las leyendas y canciones del lugar.

Vicente Mateo Serra – tico

Bambú

Autora: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustradores: Julio Roig y Marta Herguedas

Género: relato (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Julio Roig y Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Bambú

El Emperador Amarillo, HuangDi, creó el Árbol Erigido que conducía a los cielos. La leyenda también contaba, en general, que HuangDi conocía el origen de todas las cosas, por tanto, era lo más cercano a una divinidad. Además, alcanzó la inmortalidad gracias al jade que consumía a diario en el monte Kunlun.
No sé por qué me desperté con ese pensamiento. O sí. Levanté las manos para tentar el medallón de mi cuello. Ahí estaba. Los dragones también eran inmortales.
Abrí los ojos. La tenue luz del alba entraba por un gran ventanal a mi izquierda. Me cubrían suaves sábanas blancas y no reconocí el camisón que tenía puesto. Entonces volvieron los recuerdos y el corazón me subió a la garganta: la mirada de Huo, la oscuridad, el sonido de la lluvia, el olor asfixiante a madera húmeda, el temblor de Sarah, disparos, el capitán Lung llamándome.
Enseguida reparaba en la habitación: dos sillas, una cómoda, la puerta, una mesita y otra cama, pegada al ventanal, donde el capitán dormía profundamente. Me incorporé notando un ligero mareo y la pierna derecha me falló al levantarme. Me vi el vendaje en el pie. Recordé la caída, el dolor en el tobillo. Resoplé y me apoyé en la mesita antes de sentarme al borde de su cama. Dormía, pero ¡qué pálido estaba!
La descuidada barba y el pelo parecían más claros. Respiraba tranquilo y recordé que no lo había visto así desde casi cuando, de pequeña, alguna pesadilla nocturna me llevaba a buscarlo y él me dejaba quedarme a su lado. A veces, si me despertaba la primera —o eso creía, porque siempre sospeché que él fingía dormir para no hacerme sentir mal por despertarlo—, me pasaba un momento observándolo para ver si lo descubría, pero nunca lo logré. Ahora hice lo mismo. Sin embargo, mi sensación ante su aspecto tan indefenso y poderoso a la vez me estremeció, aunque ya la reconocí abiertamente.
Entonces también vi su hombro izquierdo vendado. Había sido por mi culpa… Le toqué la frente: estaba templada pero no caliente. Suspiré con alivio. El capitán movió la cabeza ligeramente aunque no se despertó, y sentí un nudo en la garganta.
—Perdóname… pero si no lo haces, me lo habré merecido.

La expedición del profesor de historia antigua del King’s College de Londres, Lionel J. Warwick, había previsto localizar un antiguo asentamiento arqueológico de la dinastía Han entre Hangzhou y Anji, la ciudad de “paz y suerte” en medio de altas montañas de bambú. Si, además, podían recoger muestras para la Sociedad Nacional Botánica, cubrirían la financiación recibida por la universidad y dicha sociedad.
Tras casi un año de ardua negociación con los patrocinadores —reticentes por los muy exiguos presupuestos de posguerra—, obtuvieron lo mínimo para los permisos, el desplazamiento y seis meses de estancia. Si no había nada, el regreso sería inmediato: la situación en China no era ni mucho menos la mejor con la vuelta al conflicto civil entre nacionalistas y comunistas, quienes eran ya los vencedores a todas luces. No obstante, el logro para llevar a cabo la expedición fue exclusivo de Warwick, una eminencia de la historia y arqueología y hombre muy tenaz, convencido del éxito de aquella empresa, posiblemente la última de su dilatada carrera y en la que también puso capital propio. Se llevó a su más válido ayudante, Walter P. Stanton, graduado cum laude y ya profesor auxiliar con apenas treinta años. Y a Stanton lo acompañó su esposa Sarah —de soltera, Constable—, una joven y también preparada mujer, que trabajaba en el secretariado de la Sociedad Nacional Botánica y era amante de cualquier ser vegetal que hubiera en el mundo. Su tarea, y máxima ilusión, sería conseguir nuevas muestras de variedades de la flora de la zona.
Emprendieron el viaje a finales de invierno y a mediados del verano cesaron las noticias sobre ellos. Al principio, se pensó en las malas comunicaciones pero el silencio se prolongó durante un mes más. Entonces, el vicealmirante Francis Constable, en la reserva tras la guerra, decidió encargarse personalmente, ya que ni en la universidad ni en la Sociedad Nacional Botánica obtuvo respuestas satisfactorias. Y cuando acudió a los respectivos consulados, se encontró con una incomprensible desidia local y el habitual hermetismo chino. Sin embargo, aunque su paso por el consulado fuera infructuoso, sí le aportó un nombre conocido: Anthony David Highmore. Al intentar acceder a él, le dijeron que Highmore estaba de viaje en un destino que no supieron —o no quisieron— precisarle.
Entonces, Constable había recordado la gran valía del joven Highmore tanto como la inmensa ambición que se la empañaba y que, como diplomático, al parecer se había hecho incontrolable. Constable tambien recordó el extraño incidente acaecido en Hong Kong, donde el mejor amigo de Highmore desapareció sin dejar rastro. Con la mayor aflicción, Highmore juró que esa última noche la habían acabado separándose con distintos planes; fue el primero que preguntó y rastreó, y se lamentó mucho cuando, al año, se suspendió la búsqueda del amigo perdido. Después, todo se fue diluyendo conforme él escalaba hasta la cumbre que tocó sólo en unos pocos años.
A partir de ahí, los rumores de oscuros intereses aquí y allí y el espectacular enriquecimiento añadido de su matrimonio con la hija de un destacado miembro del Parlamento. Sin embargo, la descendencia no venía, así que empezaron las desavenencias conyugales y más rumores sobre el uso de su cargo que, además, le proporcionaba inmunidad. La solución había sido iniciar una serie de viajes, el último a Hong Kong, donde había encontrado una muerte violenta, cuya investigación dio razones a amigos y enemigos para confirmar las peores sospechas sobre sus negocios extraoficiales hasta en aquella parte del mundo.
Gracias a un contacto en la investigación, Francis Constable supo también que, en esos años, Anthony Highmore había estado pendiente, muy discretamente, de la familia del amigo desaparecido, y su interés se había disparado cuando, poco antes de ese viaje a Hong Kong y por cauces únicos a su alcance, supo del aumento en una renta con origen desconocido.
Entonces, en el Almirantazgo, Constable había consultado el registro, revisado tras la guerra, con la relación de todo marino británico localizado surcando los mares del mundo. La lista se reducía en los casos donde las identidades no estaban claras o eran incompletas. Fue fácil dar con un nombre, y Constable estuvo seguro de que Highmore también había tenido éxito. Al fin y al cabo, aquel amigo desaparecido no había sido dado por muerto, aunque todo indicara que lo estaba.
Unas preguntas más a veteranos de la zona, una visita a la familia, y cuando la muerte de Highmore mostró sus muchas caras, Constable trazó otra versión del pasado. Después viajó a China haciendo una primera escala en Hong Kong. Allí obtuvo el nombre de un barco y más información interesante en la prefectura británica. Entonces, sí actuó oficialmente y dio la orden para interceptar aquel barco. Así había encontrado a un muy esquivo marino mercante llamado Lung, pero cuyos ojos, sin duda, eran los del desaparecido James Thomas Bates.

—Ya ve. A Sarah le dio por las plantas. Usted ha tenido más suerte y Yi Zé ya es casi contramaestre. Pero ¿qué no se les consiente a las hijas?
Francis Constable había dicho aquello con resignación ante un destino aparentemente inevitable en la condición de padre más que como lamento por la preocupante circunstancia puntual de ignorar dónde estaba su hija. El capitán había contestado de igual forma:
—Demasiado.
Yo había fruncido el ceño por no recordar haber sido una niña consentida; siempre había tenido lo necesario, muchas veces con anticipación, o al menos, lo que el capitán creyó imprescindible, porque después me había enseñado a ganármelo. Quizá el tío Tejón sí me había malcriado un poco. Pero enseguida olvidé el comentario. Primero, porque, contra su habitual criterio de evitar tratos con compatriotas, el capitán había aceptado ayudar al señor Constable; y segundo, porque estaba muy impresionada por ver a Huo. Cuando las autoridades nos asignaron su unidad como escolta, aquella impresión aumentó.
Antes, nos enteramos de lo que pudo pasar con el profesor Warwick y su equipo.
El campamento estaba en una zona boscosa por la que había pasado el ejército rojo sin hallar ningún rastro; pero en dicha zona había habido un terromoto de cierta importancia. Había noticias no oficiales de graves daños en pueblos y aldeas, y si ellos no estaban cerca de alguno, no sólo podrían haber quedado incomunicados, sino también aislados o atrapados. Además, también estaban grupos dispersos de rebeldes nacionalistas que aún se escondían en la espesura del terreno, y si Warwick se los había encontrado, las autoridades nos aconsejaron pensar en un secuestro o… en lo peor.
El señor Constable evitó mostrar su rabia para contar con la colaboración local. Pero evaluando esos riesgos, quiso que Lung reconsiderara la propuesta. Constable no se lo reprocharía, dada su sincera consternación al saber la verdad sobre él.
Así que el mejor amigo había sido el primero en descubrir la personalidad real de Anthony Highmore, pero, para su desgracia, la lealtad a esa amistad y su esperanza en la enmienda le impidieron reaccionar antes. Ya no importaba por qué no lo denunció después, ya que un milagro le había conservado la vida que se hubiera jugado de nuevo, y también había pensado en consecuencias para su familia; por eso renunció a ellos y se refugió en otro nombre y otra existencia. No obstante, con el tiempo, había querido confiarse mínimamente y les había hecho llegar una pista anónima confundida en el aumento de una renta.
—Los visité —contó Constable— e intuyeron un motivo importante para no poder conocer el origen de aquel beneficio. Su madre estaba segura de que se trataba de usted porque no había dejado de sentir que seguía vivo, y no se equivocó.
La emoción del capitán en ese momento le borró dolorosos tatuajes, acero en los ojos y tiempo en la piel para devolverle la esencia del muchacho que fue. Y me conmovió tanto el deseo de verlo recuperar una existencia truncada como temí que él decidiera seguir negándosela o volviera a transformarla. Cuando Constable le había dicho que sus padres estaban bien, algo achacosa su madre por el reuma, el capitán había asentido con una sonrisa perdida mientras ahogaba una tos cargada de lágrimas.
Después, Constable había sido claro:
—Si me ayuda, no sólo se lo pagaré con creces, sino que me comprometo a devolverle su identidad. Sospecho además que sabe del destino de Highmore, pero por lo que a mí respecta ese canalla está mejor bajo tierra. Sin embargo, sé que su familia seguirá indagando en las circunstancias de su muerte y si usted aparece, habría muchas suspicacias. Bien, pues también quiero garantizarle seguridad. Entiendo su desconfianza pero, al menos, piénselo, por favor.
—Es suficiente con las reparaciones de mi barco y una compensación a mis hombres. Por lo demás, encontremos a su hija y después ya veremos —contestó Lung.
‘Ya veremos’ solía ser un sí.

Al capitán le disgustaba viajar por tierra. Si además había bosques o alturas considerables su incomodidad era mayor, no porque no le gustaran, sino porque tapaban el cielo y el horizonte. Y por la noche aún peor.
—No se ven las estrellas —decía.
A mí también me pasaba, acostumbrada a vivir sobre y cerca del mar abierto y a esas constelaciones que tan bien me sabía. Era curioso, porque también estábamos acostumbrados a los espacios cerrados de un barco, pero siempre se podía salir a cubierta y perder la vista en el agua sin límites alrededor. Eso, entre la vegetación, los abruptos caminos y el ruido y traqueteo de los jeeps, era imposible.
En esa ocasión, el malestar del capitán era doble porque no había podido obligarme a permanecer en Shanghai. Comprendí sus vehementes argumentos sobre la conveniencia de quedarme en San Miguel, pero se los rebatí comentado que, conmigo, la gente hablaría desconfiando menos que de ingleses escoltados por soldados. Que me viera tranquila lo exasperó más, pero enseguida entendió.
—Ya… Huo… Sí, es difícil admitir que pueda haberse convertido en el cretino que parece, pero eso te lo confirmo yo. Simplemente se ha creído ya un hombre, como todos los chicos —recalcó— nos creemos a esa edad, cuando en realidad sólo somos cretinos.
—¿Tú también?
—Yo en especial.
—¿Y nosotras cómo se supone que somos a esa edad?
Pero el capitán sonrió y cambió de táctica.
—Ah, no, en ese tema no entraré. Bien, no discutiré más. Te vendrás. —Asentí satisfecha, pero sospeché que mi victoria no era tan aparente. Él hizo la pausa justa para confirmármelo—. Perfecto, aunque espero no volver a pasarme otra media noche secándole lágrimas a una niña.
Me empeñé en una última frase.
—Vaya… ¿Ahora sí te crees que lo sabes todo?
El capitán me miró un momento antes de obligarme sólo con los ojos —y ya sí— a callarme definitivamente.
—No, Yi. Ahora sólo sé lo que veo. Igual que tú.

Nos fuimos tras disponer el equipo necesario y el transporte que el señor Constable negoció con el ejército además de la escolta de Huo y dos soldados. Al mando del Old Oak se quedó Ming, que también quiso convencerme para quedarme, pero nadie lo consiguió. Así que, entre aquel inmenso mar de estilizados bambúes, con tanta frescura y voluptuosidad alrededor, quise pensar que todo iría bien y la actitud hostil de Huo era un espejismo. Nos habíamos separado y habíamos perdido el contacto, pero yo había sido más que su mejor amiga, de modo que ¿no era estupendo volver a encontrarnos? Al parecer no, y no entendí su empeño por vernos como extraños.

Ilustración de Marta Herguedas

Ilustración de Marta Herguedas

—Esta revolución y la juventud que siempre quiere cambiar las cosas, aunque sea sin pensarlo bien —había dicho la hermana Isabelle.
Xue, con su dulzura para con todo, lo había justificado.
—Pero Huo sí está seguro de que esto es mejor, que todo debe renovarse…
—¿Sin haberle evitado el exilio en Taipei a su familia?
Y Xue había bajado la cabeza.
—Pero se ha cuidado de que estén bien y aquí siempre ha venido para lo que hemos necesitado, y sigue siendo muy amable aunque quizá se haya vuelto demasiado serio.
Sí, e innecesariamente autoritario. ¿Sería el uniforme, el mando que tenía sobre sus compañeros? ¿Pero con nosotros? La emoción agridulce se me mezcló con los nuevos sentimientos por el capitán Lung y aumentó mi confusión.
Mientras, efectivamente un terremoto había asolado buena parte del territorio y tuvimos la confirmación cuando llegamos al lugar donde había estado el campamento de Warwick, a poca distancia del camino principal. También vimos un sendero medio escondido entre la espesa maleza.
—Quizá este era el campamento base y quisieron hacer otra ruta —dijo Constable.
—Sí, pero aquí quedaría algo aunque si pasó el ejército, es normal que no dejaran nada de utilidad —comentó el capitán mirando a Huo, que asintió.
Y es que allí no encontramos más que cristales rotos de botes con semillas y latas vacías de comida y carburante. No obstante, inspeccionamos los alrededores hasta que empezó a oscurecer y fuimos a un pequeño pueblo cercano para pasar la noche.
Sólo había una posada que regentaba un matrimonio mayor. Mostraron el mismo recelo que todos a los que preguntamos, pero al verme a mí y dirigirme a ellos con mi mejor sonrisa, parecieron confiar. Me sentí orgullosa porque le estaba demostrando con éxito al capitán mi excusa para haberlo acompañado. Contestaron que nadie de allí sabía de ningún campamento arqueológico ni de extranjeros. Fue evidente que mintieron, pero había que averiguar la razón y el capitán asintió con gesto crédulo impidiendo que el señor Constable insistiera en preguntar más. Así que pedimos alojamiento, extendiéndoles un dinero que no hubieran ganado en años. Entonces vi que Huo se marchaba porque allí había un puesto militar y tenía que informar. Logré detenerlo y pedirle hablar a solas aunque fuera unos momentos después de cenar.
—Volveré pronto —dije cuando Huo regresó. Y pese a sonar resuelta, me fastidió admitir que buscaba el permiso del capitán, pero éste no contestó aunque su mirada a Huo fue bastante elocuente.

La noche estaba tibia y anduvimos un rato. El bosque nos seguía rodeando y se oían muchos ruidos distintos, también un riachuelo que bordeaba las humildes casas, algunas en reparación tras el terremoto. Había luna creciente cuya luz teñía las sombras.
Entonces, no supe qué decir. Huo se me adelantó:
—¿Qué haces todavía con él?
—¿Te refieres al… a mi padre?
—Sí. Te creía… bueno, que seguías en Sanya, que no llevabas una vida así.
—Vaya… —contesté—. ¿Me creías casada ya?
—Quizá sí.
—Yo también lo hubiera supuesto de ti.
—Han pasado muchas cosas que no entenderías.
—Lo único que no entiendo es por qué te comportas tan fríamente. No somos desconocidos.
Huo bajó la cabeza. Pude distinguirle las largas pestañas y la boca de labios finos sobre un mentón que endurecía sin querer. Estaba más guapo y aunque su físico parecía ya el de un hombre, aún no lo era. Entonces me atreví a tomarle las manos, pero él se soltó. Me aparté entristecida.
—Perdona…
—No, es que… tú también estás distinta, ¿sabes? Si tu padre te ha arrastrado estos años con él, es que te ha hecho como ellos.
—No, yo quise ir con él y no me ha hecho de ninguna manera; es más, me ha dejado ser como soy. —Y añadí contrariada—: Pero parece que no ha sido tu caso con tu familia.
Huo respondió enigmáticamente:
—Yo sólo sigo luchando, como sea.
—¿De qué hablas, Huo? ¿Por qué no me lo cuentas?
Entonces hubo un silencio que me pareció eterno.
—No deberíais haber venido —dijo al fin.
De pronto, distinguí sus ojos centelleando antes de notar unas manos que me taparon la cara por detrás y tiraron de mí. Lo que respiré me sumió en la oscuridad.

Me despertó el sonido de la lluvia y el olor a tierra mojada. Estaba en el suelo, hecha un ovillo sobre una manta, y tenía todo el cuerpo entumecido. La vista se me nubló y tosí. Una débil luz natural se filtraba por las rendijas de las paredes de madera de lo que parecía un cobertizo. Entonces distinguí una figura que se movió vacilante hacia mí y me preguntó quién era y si estaba bien.
—Soy Lung Yi Ze. ¿Y tú… tú eres Sarah Constable?
La figura se sorprendió al oír mi respuesta también en inglés y enseguida se acercó. Sarah tenía los ojos transparentes de su padre y era unos años mayor que yo. Su pelo era rubio pajizo y estaba sucia y muy delgada, pero parecía sana. Cuando le dije lo que pasaba, se emocionó mucho, me comentó que yo había estado inconsciente mucho rato y después me contó lo que les había ocurrido.
Estaba muy asustada y no sabía qué había sido de su marido o del profesor Warwick. Tampoco sabía cuánto tiempo llevaba allí. Una tarde de hacía ¿un mes, dos? habían aparecido cuatro hombres armados, los encañonaron, los obligaron a subir a un camión y viajaron durante horas. Después, los bajaron en un claro donde estaban aquellos cobertizos, y los separaron para encerrarla allí, pero a ellos se los llevaron. Nadie le contestó a nada. Sólo se limitaban a alimentarla y sacarla de noche, amordazada y con las manos atadas, pero normalmente estaba allí y ya había perdido la noción del tiempo. Al principio, había llorado mucho, enferma de miedo, pero luego, al ver que la respetaban y no mostraron intención de matarla, se fue tranquilizando.
El secuestro era evidente. Habrían pedido un rescate y el tiempo hasta obtenerlo se había ido alargando, pero ¡tanto! Y por más que intentó descubrir algo, no lo consiguió; quizá consideraron que ella tenía más valor pero Warwick también era importante. No había querido pensar en lo peor porque entonces se derrumbaba. Así que decidió aguantar. Entonces, apenas dos días antes, observó una escena con uno de los captores que habitualmente le traía la comida: por una rendija más amplia, lo había visto hablar con otro e intercambiarse ropa que identificó como uniformes.
—Sí, es un secuestro, sólo que se les ha complicado y me temo que lo del uniforme me aclara algo —comenté apenada, con los ojos de Huo abriéndose mucho en una negación como última imagen suya impresa en mi mente.
Un doble juego, pero ¿en qué consistía?, ¿de qué lado estaba Huo realmente?, ¿quizá pagaba un precio por el exilio de su familia? Entonces quise entenderlo, o así lo deseé: su lucha por causas perdidas. Pero las especulaciones acabaron ante la ansiedad de Sarah por su padre. Y para tranquilizarme yo también, le dije:
—No te preocupes, seguro que no tardaremos en saber del mío.
Transcurriría una hora solamente. Seguíamos hablando en voz baja y no había venido nadie desde que me desperté, pero cuando unos pasos se acercaron a la puerta, a lo lejos oímos el ruido de un motor. Inmediatamente, hubo más pasos apresurados y voces que gritaban. El motor resultó ser el rugido de un camión y entonces sonaron los primeros disparos.
Nos levantamos pero, Sarah por debilidad y yo por no tener aún muy despejada la cabeza, sólo pudimos alejarnos de la puerta, con tan mala suerte que trastabillé con las mantas, sentí el chasquido del tobillo y caí. Las voces y los disparos se multiplicaron, pero por algún sitio oí mi nombre y, apoyándome en Sarah, nos pusimos a gritar.
Pasaron segundos cuando, de pronto, la puerta del cobertizo se abría rompiéndose de una fuerte patada. El capitán Lung, armado, nos vio agazapadas en un rincón pero al acercarse, hubo un disparo e hizo un movimiento extraño aunque no se detuvo. Casi de seguido entraba el señor Constable. Al verme cojear, el capitán me gritó angustiado si estaba herida, pero logré decirle que sólo me había torcido el tobillo y, al instante, me tomaba en brazos y salíamos cuando el fuego ya casi había cesado. Vimos soldados del ejército rojo corriendo en todas direcciones y persiguiendo a los rebeldes, pero lo único que yo distinguí bien fue la sangre al abrazar al capitán.

Ilustración de Julio Roig

Ilustración de Julio Roig

Alguien me tocaba el pelo muy despacio y noté una cálida superficie de especial olor bajo la mejilla. Parpadeé deprisa. Me había quedado dormida.
—Ah, ya nos despertamos.
La voz del capitán sonó ronca y me incorporé apartándome de su pecho, avergonzada.
—Oh, no quería… Te he molestado y…
—Tranquila, pero necesito moverme un poco. ¿Puedes colocarme los almohadones?
Lo hice enseguida y él se impulsó con los pies ayudándose con el brazo libre para erguirse con esfuerzo por el hombro inmovilizado. Me quedé sentada de lado y él me miró alzando una ceja.
—¿Y tu pie? ¿No hay manera de que te estés quieta?
Lo dijo con fingida desaprobación y me sentí mal. Si hubiera estado furioso o con el sombrío humor de esas semanas, lo habría entendido mejor, aunque nunca hubiese sido ese su carácter; pero sorpresivamente había vuelto a recuperar la expresión suave cuando tenía las mayores razones para enfadarse. Me tembló la barbilla y enseguida recordé su frase de volver a secar las lágrimas de una niña, así que me mordí los labios para conservar el poco orgullo que me quedaba. Y claro que lo sabía todo porque lo demostró una vez más.
—Olvida lo que sea que estés pensando porque yo ya lo he hecho. Llegamos a Hangzhou, nos trajeron aquí, sólo tenemos unos rasguños y los demás están bien. Se acabó.
Yo bajé los ojos.
—Tú no tienes un rasguño…
—Yi, mírame.
—¿Me vas a gritar?
—¿Quieres que te grite?
—No…
—¿Entonces?
Suspiré, pero mantuve escondida la mirada.
—¿Qué pasó?
—Pues pasó que Huo cantó como un jilguero cuando le retorcí el pescuezo. —Se permitió el lujo de bromear ante mi desconcierto—. No, no le puse la mano encima, pero debí haberlo hecho porque me mintió con una historia de haberte dejado en la posada e ignorar dónde hubieras ido después; todo para darles tiempo a sus amigos.
—¡Lo sabía! —Me animé al menos por mi acertada intuición—. Estaba con los rebeldes. No podía ser comunista, no con un padre como el suyo. ¿Pero entonces sabía del secuestro?
—Sí. Es una de las pocas formas de financiación que les queda a esos insensatos, pero lo que no imaginó fue que íbamos a aparecer precisamente nosotros para el supuesto rescate, y tuvo que mantener el papel al ser un infiltrado.
—¿Dónde está?
El capitán dio un largo suspiro y pensé lo peor.
—Espero que escondido en lo más profundo del bosque, porque le dije que si no hablaba, podía elegir entre mis modos de obtener información o los del ejército. —Tragué saliva porque esta vez su tono sí era en serio—. En cualquier caso, traicionaría a sus amigos, pero le di la opción de un chivatazo anónimo y adelantarse como avanzadilla para perderse a la menor oportunidad. Sinceramente espero que lo haya conseguido.
Pobre Huo… Sus causas perdidas. Entendí que ya no volvería a verlo, pero nunca olvidaría el precioso beso que me dio, así que también deseé de verdad que no le ocurriera nada.
—¿Y el profesor Warwick y el señor Stanton?
—En otro campamento no lejano. Estaban bien, aunque Warwick no podía mover una pierna. Sarah es la que más débil está, pero se recuperarán.
La barbilla se me hundió en el pecho.
—Lo siento mucho… Tu herida, todo… Ha sido culpa mía. No me perdonarás y lo entenderé. No hago más que darte problemas.
Entonces el capitán me alzó la cara antes de señalarme con el dedo.
—Yi, mi único problema eres tú, pero me interesas tanto y eres tan preciosa que trato de resolverte cada día. Es sólo que a veces te me complicas mucho o yo me equivoco.
Sus palabras me hicieron sentir peor quizá porque, para mí, esas complicaciones eran sus ojos.
—Entonces no me perdonas.
—Sólo si me perdonas tú a mí.
—Pero yo no tengo nada que…
—Sí. Mi mal humor por todo desde lo de… Hong Kong. Nos hemos metido en muchos líos cuando siempre he huido de ellos.
Supe a lo que se refería realmente y entonces sí alcé la vista para demostrarle que yo no huiría.
—Sólo has hecho lo que creías mejor.
—Como tú, ¿verdad?
Tuve que sonreír. Nos habíamos justificado uno a otro y eso ya implicaba la disculpa y los orgullos menos afectados. Enseguida añadió:
—Y ahora nos pondremos bien, regresaremos a Shanghai y después haremos lo que quieras.
Vi la ocasión perfecta, pero fui cauta.
—¿Es en serio? —Asintió y no dudé—. Entonces quiero que veas a tu madre. —El brillo en su mirada fue instantáneo, y seguí—: Yo no conocí a la mía, pero me enseñaste a quererla como si realmente hubiérais sido… Y tú todavía tienes a tus padres. ¿De verdad no querrías volver a verlos? ¿Qué peligro hay ya? El señor Constable te lo dijo, lo has ayudado, has confiado… Eso significa algo.
—No es tan fácil, Yi… —dijo con la voz diluida, y yo lo aproveché.
—No, es más fácil seguir huyendo, aunque no se tenga de qué.
Se sonrió y me cogió la mano.
—Desde luego eres impulsiva, pero no remilgada ni cobarde. Anda, vuelve a la cama y sigue descansando.
También era atrevida.
—¿Me dejas quedarme? Antes lo hacías.
No sé qué cara puse o lo que él vio, pero creo que los dos supimos que era lo mismo.
—Ahora no has tenido una pesadilla.
—No, pero el miedo ha sido muy real.
Entonces tiró suavemente de mí para rodearme con el brazo y pegarme a él.
—Tal vez sea esta la única manera de mantenerte quieta.
—¿Entonces ya no querrás dejarme en tierra?
—Lo que quiero es saber qué voy a hacer contigo, Yi.
—Sí lo sabes, aunque… —y se me cruzó un pensamiento que no pude callarme— quizá todavía ames a mi madre.
—No, a tu madre no pude…
—Pero a mí sí porque soy más de ti que si llevara tu sangre.
Y le apoyé la cabeza en el hombro abrazándolo con cuidado. Su respuesta fue un largo beso en el pelo que volvió a acariciarme. Yo sólo vi al dragón palpitarle en el cuello. HuangDi habría de esperar todavía mucho tiempo al pie del Árbol Erigido.
Huo se equivocó. El capitán Lung no me había hecho como él sino para él.
Se oyeron unos discretos golpes en la puerta. El dragón se estiró.
—Maldita sea… Esto sí que va a ser un lío.

Mariola Díaz-Cano Arévalo

El diario de Mush

Autora: Rosina Peixoto

Ilustrador: Ester Salguero

Género: narrativa, diario

Este cuento es propiedad de Rosina Peixoto, y su ilustración es propiedad de Ester Salguero. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El diario de Mush

Día 1:
Nunca podré olvidar ese paraguas rojo con pintas blancas. Pensarán que hay miles iguales. No, ese era especial, brillante, jovial y distinguido. Fue mi primera visita al bosque de coníferas y sé que volveré otra vez.
Día 2:
No pude dormir pensando en mi visión de ayer. Quisiera recordar más detalles; no estoy seguro de lo que vi. ¿Era un paraguas rojo o un sombrero? No importa, era grandioso. Dentro de un rato saldré a caminar e iré por la misma senda. Tal vez tenga suerte y lo vuelva a ver.
Día 3:
Ayer fue mi día de suerte. Cuando cruzaba el bosque de pinos, me senté a descansar y apoyé la cabeza sobre el tronco de un árbol. De repente apareció ELLA, grácil, sigilosa y etérea con una cesta en la mano, cubierta por una tela de lunares con un bordado que decía “AMANITA”.
Día 4:
Mi encuentro con Amanita fue excepcional. Intuyo que ese es su nombre. Cuando me vio, se hizo la interesante. Creo que le gusté a primera vista. Intercambiamos unas palabras sobre el tiempo, la venida de la primavera y el peligro de la deforestación. Es tan frágil, tan linda. Quiero volver a verla.
Día 5:
Estoy feliz. En casa se dieron cuenta de mi cambio de humor y me preguntaron cuál era el motivo. Les dije que se llamaba Amanita. Mi padre puso el grito en el cielo y dijo que ese nombre no era bienvenido en la familia Room. Ellos sabían muchas cosas de Amanita y no la aceptarían en su hogar.

Día 6:
Estoy desolado. Es muy triste saber que mi familia nunca aceptará a Amanita. Creo que son injustos con ella. Tendré que averiguar cuáles son los motivos de ese rechazo.
Día 7:
Ayer pasé el día entero buscando en Internet. La mayoría de los resultados decían que Amanita es venenosa, nociva para la salud y alucinógena. Su consumo puede provocar mareos, pérdida de conciencia y calambres, náuseas y vómitos. Lo que parecían ser inocentes pecas blancas, son tremendas verrugas y esos anillos que tiene en el pie no son accesorios, sino parte de su base bulbosa. Estoy devastado.
Día 8:
Es muy difícil aceptar la propia equivocación, pero es algo humano y sería de locos persistir en el error. Ahora entiendo todo, su presencia me embriagaba, sus toxinas actuaban sobre mi sistema nervioso y no podía ser yo, era otro. Gracias al apoyo de mi familia, pude superar ese trance.
Moraleja: No te fijes en el envase, lo que realmente vale es el contenido.

Ilustración de Ester Salguero

Ilustración de Ester Salguero

Mush Room

Jubilación

Autora: Olga Besolí

Ilustrador: Mariana Poggio

Correctora: Elsa Martínez

Género: relato (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Mariana Poggio. Quedan reservados todos los derechos de autor.

JUBILACIÓN

Vivo en un bosque. Aunque debería decir «habito» pues mi existencia no es exactamente lo que los humanos denominan «vida». Pero soy uno más de los miles de habitantes de los bosques. Concretamente, de uno que antaño fue de los más frondosos y espesos, situado en un lugar al que vuestras gentes llaman Asturias. Para nosotros es Czjentz, que quiere decir «lugar de osos».

Y a mí se me puede ver, o no, todo depende de las voluntades, al lado de una gran encina milenaria. No es que me guste especialmente estar allí, pero en eso consiste mi trabajo. En vigilar. Yo solo cumplo con mi obligación. Vigilar y proteger. Soy el guardián del portal. Aunque solo sea por poco tiempo: van a jubilarme.

No es que me haya vuelto viejo, no. No se trata de eso. A mis ochocientos treinta y seis años de vida (según vuestro cómputo basado en el ciclo solar) estoy en buena forma física y gozo de plenas facultades mentales.

No. Es otra la razón por la que estoy a punto de quedarme sin trabajo. Los constructores van a terminar con él. Curioso nombre ese de constructores, ¿no? cuando lo único que hacen, según mi parecer, es destruir… De hecho, van a echar abajo mi portal, y cuando ya no exista… ¿Qué es un guardián sin puerta? Nada. Un idiota plantado en algún lugar sin sentido y sin nada que hacer. Así que, cuando la luz crepuscular ilumine el cielo del anochecer, y un fulgurante rayo verde indique el fin de mi jornada laboral de hoy, cruzaré el umbral por última vez y, desde el otro lado, con el apoyo de todos los míos, echaré el cierre definitivo.

Ya no habrá más visitas de un lado para el otro. Nuestros mundos quedarán completamente separados. Cada parte del bosque evolucionará de forma totalmente independiente a como lo haga la otra. De hecho, últimamente, ya no se parecían en nada. Nuestra parte se ve cada día más verde y espesa, con árboles altos y fuertes, y una cantidad tan variopinta de especies vegetales que favorecen el crecimiento de la población de animales. Vuestro lado aparece enfermizo, agonizante, porque poco a poco lo habéis ido despojando de toda la vida que contenía.

Primero cayeron los matorrales espinosos, que arrancasteis de los bajos de los árboles y de los senderos que marcaban las pisadas de las bestias, para poder unir las vuestras a las suyas sin temer pincharos y arañaros las piernas. Luego hicisteis desaparecer el sotobosque, dejando los árboles solitarios, como una triste caricatura de lo que allí existía, con sus troncos clavados sobre el suelo como lanzas marchitas donde antes había hierbas, flores y plantas que les daban color, alegría y aroma. Tras esa devastación, aparecieron los troncos de algunos fresnos tachonados con carteles que rezaban «Vía verde», «ruta en bicicleta», «recorrido largo» y otro que es para reírse: «entre todos cuidemos el bosque» ¿Cuidar? ¿A qué llamáis vosotros cuidar?

Pero eso fue solo el principio. Una madrugada descubrí unas marcas pintadas en la base de algunos árboles, unas cruces rosáceas, en todos los troncos que cubrían una zona estrecha, pero tan larga que se extendía cruzando el bosque de punta a punta. Yo no entendí que significaba aquello, hasta que un día todos aquellos árboles desaparecieron, dejando sus tocones cortados a ras del suelo como único testigo mudo de que una vez alzaron sus copas imponentes hacia el cielo en busca de luz. Pero ese no era el fin que les esperaba. Les aguardaba algo todavía peor.

Al poco tiempo, sus raíces muertas fueron sepultadas por una gran y apestosa capa de pasta negruzca que cubría el suelo y a la que llamáis asfalto, que tan pronto como se endureció, empezó a ser recorrida por vuestras maquinarias. Eso fue lo más horrible que he presenciado en mi vida. Lo siento, pero nunca podré acostumbrarme al ruido infernal de vuestros autos. De hace tiempo que no oigo nada con el oído derecho y mi esposa os achaca a vosotros mi pérdida de audición. Dice que es culpa de la exposición continuada a los ruidos infernales de vuestros artilugios durante las últimas décadas. Quizá ella tenga razón.

Pero hay cosas más terribles que esa. Como lo que estáis haciendo ahora, con esas excavadoras amarillas y con esos taladros gigantes. Las atronadoras sierras mecánicas cortan sin parar día tras día, sin respiro ni descanso, acabando con todos los árboles que quedaron en pie. Ni siquiera el viejo castaño y el tilo se han librado de la aniquilación. ¿Qué pretendéis? ¿Arrasar con todo?

Últimamente, cuando el sol del amanecer proyecta la luz violácea que me avisa del inicio de mi turno, y traspaso el portal, lo hago temeroso, pues me horroriza pensar qué será lo siguiente que habrá desaparecido ante mis ojos cuando contemple vuestra parte. Y la respuesta es que todo. Ha ido desapareciendo todo, poco a poco, paulatinamente. Con cada nueva luz del alba, con cada incursión en vuestro mundo, parece que me adentre en un paraje de pesadilla, fantasmagórico, donde los rugidos mecánicos y los chasquidos metálicos han sustituido el graznido de las aves y el ulular del viento sobre las ramas. Donde se oyen incesantes pitidos y bocinazos en vez del galopar de los asturcones y el paso firme de los osos. Donde el olor a gasolina quemada se impone sobre el dulce aroma de la tierra mojada. Donde el suelo aparece estéril, yermo y ralo, muerto, donde antes daba cobijo a multitud de vidas.

Ya ni recuerdo la cantidad de veces que he llorado ante esa visión, aunque lo haga en silencio y a solas. Nunca se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi esposa. Jamás lo haré. Sólo un ser me ha visto derramar alguna lágrima, y curiosamente no es uno de los míos sino uno de los vuestros, una persona, un ser humano, una niña que se mueve con soltura por su mundo y también por el mío, única conocedora de nuestra existencia. Los demás no saben ya más de nosotros. Nos ignoran. No quieren vernos.

Ella, mi pequeña amiga, cuando desaparecieron los primeros matorrales, me dijo: «No entristezcas, las personas somos así, siempre queremos cambiar todo». Pero yo eso, en el fondo, ya lo sabía. Ya entonces se podía husmear en el aire que los vientos cambiaban anunciando que el fin estaba por venir, para precipitarse sobre nosotros, después de tantos milenios de respeto mutuo y entendimiento. Pero no puede haber un entendimiento con aquello que no existe, y hace un par de siglos que el ser humano puso todo su empeño en olvidar el hecho de que nosotros también somos reales. Y lo consiguió. Su mayor logro fue dejar de vernos, porque eso depende de las voluntades.

Pero ahora ya no hay casi nada más por ver. Soy el último habitante del bosque que queda y hoy es mi último día aquí. Los duendes que se encargaban de cuidar la vegetación y de fertilizar el suelo fueron los primeros en irse, desapareciendo la misma noche que decidieron huir los animales de tierra. Eso ocurrió tras aquel fatídico día en que el suelo amaneció desnudo y sin hojas. Las hadas emigraron poco después. Se fueron con los pájaros, y las pocas que decidieron quedarse terminaron enloqueciendo por el ruido ensordecedor de los motores o bien murieron asfixiadas por acercarse demasiado al humo que desprenden. Y nosotros, los elfos, somos los últimos seres de la antigüedad que aún habitamos este bosque, aunque, a partir de mañana, nos encerraremos en nuestro lado, a cal y canto, dejando de habitar en el vuestro. Para siempre.

Mañana será el primer día de vuestro futuro a solas y, la verdad, no sé muy bien que os va a deparar. No entiendo muy bien adonde queréis llegar. Y creo que vosotros tampoco. Pero eso es asunto vuestro. Mañana ya no tendré que preocuparme por eso. Estaré disfrutando de mi jubilación, pues hoy es el último día de nuestro tiempo conjunto.

Supe que hoy era el día señalado, la última jornada, tan pronto como traspasé el portal, como vengo haciendo todas las mañanas desde hace seiscientos veintiún años (según vuestros cálculos) y me encontré con un espacio vacío, llano, totalmente arrasado frente a mis ojos. No había árboles. Ninguno. Y donde ayer estaba mi roble de la sombra, con aquellas ramas retorcidas y repletas de hojas que parecían haber sido perfectamente creadas para cobijar la siesta de un elfo, se levantaba un único poste con un enorme cartel que rezaba: «Constructora Lapique. Nueva zona residencial».

Tal fue la impresión que recibí que corrí desesperadamente a refugiarme en mi lado del mundo, asustado y sin aliento. Permanecí unos segundos agachado en el suelo, de rodillas, con las manos tapándome la cara, sin siquiera atreverme a mirar. ¿Y si tanto vacío termina por afectarnos a nosotros? Pero intenté calmar mis miedos y mi corazón desbocado y pronto recuperé la compostura, pues soy un elfo valiente. Miré a mi alrededor y contemplé aliviado cómo todo sigue en su lugar. Mi roble de la sombra permanece allí, majestuoso, tapando los rayos solares y ofreciendo ese gran círculo oscuro sobre el suelo repleto de matorrales, hierbas y hierbajos que solían cubrir antaño su tronco en vuestro mundo, y lo harán para toda la eternidad en el mío, convirtiendo el suelo en un acolchado lecho que invita a echarse a dormir. En mi mundo sobreviven las retamas, los carrascales y los escobones, las diminutas flores silvestres y el nutritivo manto de hojas podridas que fertiliza un suelo que, en los equinoccios, hará crecer las jugosas setas que levantarán sus cabezas y competirán con los múltiples tallos diminutos de las plantas recién nacidas. En el vuestro ya no crecerá nada más. Nunca más.

Pero, como he dicho, soy un valiente y también un ser responsable en mi trabajo. Así que, aunque me disgustó sobremanera, volví a traspasar el umbral en cumplimiento de mi deber, intentando asimilar y comprender por que razón en vuestro mundo solo crece la muerte y la desolación ruidosa. No lo he logrado. Quizás es porque, en los últimos tiempos, entre vosotros y nosotros ya no hay nada en común salvo los tres árboles ancianos que forman el portal: mi querida encina, el viejo olmo y la enorme haya que entrelazan sus ramas para formar ese arco que nos une y separa. Pero mañana ya ni siquiera compartiremos eso. He descubierto que también habéis pintado la cruz rosada sobre sus tres troncos. Sé lo que significa: mañana aparecerán cortados. Y sin ellos no hay portal. Y con él desaparecerá todo contacto posible entre nosotros. Por siempre jamás.

Por eso, en este frío y triste atardecer, sin árboles que me cobijen ni plantas que me arropen, sigo aquí, cumpliendo con el horario de mi última jornada laboral, escondido y agazapado, arriesgándome a que los hombres de las máquinas ensordecedoras me vean, aunque, sinceramente, no creo que eso pueda ocurrir, pues depende de las voluntades, y ellos tienen los cuerpos demasiado ajetreados y la mente demasiado ausente para alojar ninguna.

Pero no sigo aquí solamente por mi valentía y mi gran sentido de la responsabilidad, puesto que se podría decir que mi labor en el día de hoy ya no tiene sentido. No es eso. Todavía me queda algo por hacer. Quiero despedirme de mi única amiga humana, aquella niña que solía venir a visitarme todos los días de niña, y luego más espaciadamente de joven y que, en los últimos tiempos, se ha convertido en una adorable ancianita de cabellos plateados y piel arrugada. Quero verla por última vez y decirle que no es que yo quiera irme para no volver jamás, solo es que los humanos me han jubilado.

Ilustración de Mariana Poggio

Ilustración de Mariana Poggio

Entre los árboles

Autora: Chus Díaz

Ilustrador: Laura Vazval

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: microrrelato, infantil

Este cuento es propiedad de Chus Díaz, y su ilustración es propiedad de Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.

ENTRE LOS ÁRBOLES

El bosque me da miedo. Es tenebroso y parece esconder un peligro tras cada árbol. Seres mágicos que pueden convertirte en piedra por puro capricho. Personajes despiadados que no dudarían en hacerte cachitos si se despiertan de mal humor. Mamá se ríe cuando le cuento esas cosas; dice que leo demasiadas historias fantásticas. Para ella, un bosque es un bosque y punto. Pero yo no puedo evitarlo: me da miedo el bosque.
Mamá se ha propuesto acabar con mis temores. Cree que no me doy cuenta de su estrategia, pero siempre encuentra excusas para enviarme a las entrañas del bosque. Yo hago todo lo posible para evitar cumplir sus encargos. Remoloneo jugando con mis amigos, finjo no haberla oído, me saco de la manga deberes pendientes… Hoy le he dicho que me encontraba mal, pero no ha servido de nada. Mamá sabe ver en mis ojos cuándo miento.
—No te comportes como una criatura —me ha reprochado, con esa mirada entre fría y decepcionada que tanto me duele. Y yo no he tenido más remedio que obedecer.
Así que ahora avanzo por el bosque refunfuñando, con los sentidos en tensión. No me gustan esos árboles siniestros, tan altos y frondosos que no dejan pasar el sol. Creo que me espían. En cuanto los deje atrás, se inclinarán sobre mí. Alargarán sus ramas, como dedos amenazadores, e intentarán atraparme. Pero yo no bajo la guardia: al menor ruido, me giraré de inmediato para sorprenderlos antes de que me ataquen.
Sólo hay una cosa que me asusta más que los árboles: él. Me han contado que está siempre al acecho entre las sombras, que se mueve con sigilo y salta sobre su víctima al menor descuido. Nunca le he visto, pero temo encontrarme con él. Si se lo confesara a mamá, me diría que olvidase esos cuentos de viejas. Pero yo sé que existe.
He llegado a la altura de Casa Abuelita. Me detengo junto a un árbol y observo a mi alrededor. Temo que él se haya escondido cerca y vigile mis acciones. Intento escudriñar entre las hojas, distinguir el más mínimo movimiento para…
—¡Te pillé! —oigo a mi espalda. Y no puedo evitar dar un respingo.
Me vuelvo con miedo, esperando encontrarme con el ser más monstruoso que puedo imaginar. Pero quien me ha descubierto no es él, sino una niña ataviada con una capa roja que me sonríe. Al ver mi cara aterrorizada, su sonrisa desaparece.
—Perdona, no pretendía asustarte —se excusa.
Tiene que ser una trampa. Las niñas no suelen andar solas por el bosque. Él debe de haberla enviado para distraerme, y ahora mismo estará a punto de saltar sobre mí desde otro ángulo. Me giro rápidamente para pescarlo in fraganti. Pero allí no hay nadie.
—¿Dónde está el cazador? —pregunto, desconfiado.
—Aquí no hay ningún cazador. Sólo yo.
Estoy desconcertado. Se supone que la niña tendría que huir al verme, pero aquí sigue, mirándome de nuevo con esa sonrisa amable. Lo más extraño de todo es que yo tampoco me comporto como un lobo. No gruño, no le enseño los dientes, no intento amenazarla. Mamá se enfadaría conmigo si me viera ahora. «Menudo cobarde estás hecho», me espetaría. Pero algo me dice que no debo hacer daño a la niña.
Ella no para de hablar. Me cuenta quién es y cómo ha llegado hasta aquí. Me muestra las flores que ha encontrado por el camino, me describe a los animales que ha conocido, me revela dónde se ocultan las setas más sabrosas. Visto a través de sus ojos, el bosque no me parece tan siniestro. Los árboles ya no me asustan y, ahora me doy cuenta, he dejado de preocuparme por el cazador. Junto a ella, me siento seguro y valiente.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

A la niña le ha entrado hambre y propone ir a merendar a Casa Abuelita. Yo rechazo su invitación: dudo que su abuela me recibiese con buenas maneras. Soy un lobo, y los lobos no meriendan con humanos. Los lobos meriendan humanos. Por lo menos, eso es lo que mamá esperaría de mí; aunque yo prefiero un buen estofado de conejo.
Pero la niña ignora mis excusas. Me agarra de la pata y me guía hasta la casa.
La abuela resulta ser tan agradable como su nieta. Le alegra nuestra visita. Nos sirve zumo de frutas del bosque y galletas recién hechas. Sentados los tres a la mesa, charlamos, reímos y jugamos a cartas durante horas. Me siento cómodo en Casa Abuelita.
Entre partida y partida, observo a la niña. Tiene unos ojos preciosos y unos mofletes graciosísimos que vibran cuando ríe. Noto un cosquilleo desconocido en el estómago. Es una sensación extraña, pero me gusta. Sonrío. Cierro los ojos e imagino a la niña tumbada sobre un lecho de verduras bien horneadas. Me relamo.

Mi pegatina por un árbol

Autora: Laura Vazval

Ilustrador: Verónica López

Género: relato, ensayo

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y su ilustración es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

MI PEGATINA POR UN ARBOL

Yo no era ninguna bióloga, ni especialista en medio ambiente, simplemente era una escritora ,ciudadana normal que amaba la naturaleza, disfrutaba de ella y sobre todo la respetaba e intentaba que los demás también lo hicieran. Utilizaba el sentido común y una seria y profunda conversación interior al que yo llamaba «sesión reflexiva con el todo» como clave esencial para llegar a la raíz de mis dilemas.
Estaba a punto de empezar mi conferencia en el auditorio municipal de Zamora.
El tema era: Mi pegatina por un árbol

Me pasé la tarde adelantándome mentalmente a los argumentos que expondría en mi discurso, así que cuando me asome detrás del telón y vi el recinto lleno a rebosar un sentimiento de responsabilidad afloró en mi conciencia…
-¡Vaya! Cuanta gente le susurré a mi marido que siempre me acompañaba.
Una suave caricia en la mano, me hizo sentir su complicidad.
-Tranquila, lo harás muy bien. Toda esta gente esta deseando escucharte.

Se apagaron las luces del auditorio y un aplauso surgió al unísono en toda la sala mientras yo me dirigía al estrado.

-Escoge bien las palabras «cariño».Así me llamaba mi otro yo cuando entablábamos esa silenciosa y profunda conversación interior.
Despierta en el alma de las personas el amor a la naturaleza y sensibilízalas hasta hacerlas lloras de emoción. Cuando lo consigas sabrás que has triunfado.

Hacia tiempo que la retrospección interior y mi dialogo interno era una formula habitual de conocimiento que había aprendido a dominar con soltura. No estaba muy segura cuales eran los mecanismos que lo hacían funcionar pero en numerosas ocasiones me sorprendía a mi misma con los conocimientos que adquiría hasta el punto de concluir con la pregunta ¿Y esto, porque lo sé yo?

Intenté ver al público sentado frente a mí pero la luz que me enfocaba, impedía mi visión mas allá de la primera fila.

Los aplausos fueron cediendo el paso al silencio, respetuoso y expectante.
Hice mi presentación y sin más preámbulos pasé directamente al contenido de mi conferencia.

A mi espalda una inmensa pantalla proyectaba la primera de las diapositivas.

-Señoras y señores, esta fotografía es un trocito de la inmensa y desolada meseta castellana. Puede pertenecer a cualquier rincón de la España seca. Eso no importa. Por desgracia el modelo se repite por toda nuestra geografía cada vez con más frecuencia.
Kilómetros y kilómetros de extensión donde a penas se puede ver un árbol.
Ni atisbo de vida arbórea.
! Es una verdadera pena! ¿No creen?
Polvorientas llanuras sembradas de cereales que contribuyen más al color amarillento y reseco del paisaje.
Una buena cosecha sin duda, pero ¿A que precio?
No se dejen engañar. El kilo de este cereal no es 30 céntimos en el mercado. Este kilo no tiene precio… ¿Puede tener precio la desaparición de todos los bosques que antaño tenia España, convertidos hoy en inmensas llanuras sobre explotadas?

! ESTO ES MUERTE SEÑORAS Y SEÑORES ! – les grité.

Hice caso a mi interior y teatralice mi intervención intentando remover conciencias acomodadas al desastre medioambiental que padecía nuestra Península Ibérica.
Buscaba producirles un shock emocional, así que el contraste con la siguiente diapositiva fue un profundo OH….

¡Y ESTO …. SEÑORAS Y SEÑORES, … ES VIDA., les dije pausadamente bajando relajadamente el tono de mi voz.

Allí estaba , impresionantemente hermoso El BOSQUE DE MUNIELLOS, en la España verde, en Asturias, detrás de la protectora cordillera Cantábrica que tanto nos había protegido de la desertización del resto de España como de los continuos e insistentes ataques de otras civilizaciones que en la historia de nuestra península lo habían intentado asiduamente.
Uno de los muchos bosques que posee el Principado y prácticamente todos el Norte de España.
Un bosque considerado el mayor robledal de Europa, el mejor conservado y patrimonio de la biosfera.

-Miren por favor este riachuelo que transcurre por el interior de miles de grandiosos robles fuertes y robustos donde la vida vegetal campa a sus anchas entre miles de matices verdes envidia de la más exquisita paleta del mejor pintor impresionista.

Alterné varias veces las dos diapositivas para que grabaran bien las diferencias en sus retinas .
¡Muerte, Vida…..Muerte, Vida…. Muerte, Vida!

El silencio en la sala aumentaba más el sonido de mi voz.

-Señoras y señores, dije con voz potente cuidando de hacer las pausas necesarias para la reflexión del oyente.
-¿Dónde están aquellos bosques que antaño poblaron toda la Península Ibérica y que según la tradición popular una ardilla podía cruzar por sus ramas de norte a sur sin bajar una sola vez al suelo?
-¿Estamos ciegos?
-¿No vemos el desastre que padece nuestro país?
-¿Preferimos este paisaje desolado o este otro rebosante de vida?
-¿Preferimos la muerte o la vida?
-Ahora, ustedes han visto dos fotografías de la misma España, la del Norte, húmeda llena de vida, donde la vegetación es la reina, donde si nos descuidamos nos crecen los árboles en los tejados (y literalmente es así)… y la del resto de España que se muere de sed, salvo pequeñas excepciones en las riberas de los rios, lagos y poco más…
-Quiero que no solo la veamos, sino que la oigamos, que la sintamos.
-Ahora, cierren los ojos, agudicen el oído, transpórtense mentalmente a este paisaje y oigan a la naturaleza en su estado mas puro.

Conecté el sonido que acompañaba a la diapositiva del Bosque de Muniellos y mi voz cedió el paso a la sinfonía musical del entorno.
La sala se inundó de armoniosos trinos que competían por un lugar destacado en esta melodía. .
Llamadas y respuestas de unos y otros conformando un dialogo a todas luces tan real como el nuestro.
De fondo se percibía el discurrir de un refrescante y acariciante riachuelo que entre piedras, musgo y líquenes transcurría lentamente impregnado de vida todo lo que tocaba.
El canto del urogallo, la berrea de los corzos, aullidos de lobos y como imponente sonido, el gruñido de uno de los osos salvajes que habitan por aquellos parajes.
¡Vida! Ese era el sonido. Era vida burbujeante, cambiante, luchadora por ocupar un lugar en la evolución.
La naturaleza se expresaba a través de esa multiplicidad de reinos; el animal, el vegetal y el mineral que coexistían en perfecto equilibrio y que extasiaba los sentidos del caminante que tenia la fortuna de pasearse por aquel bosque.

Observé a la única fila de butacas que podía apreciar desde mi posición. Aprecié a un público relajado con las cabezas inclinadas ligeramente hacia atrás, los ojos cerrados, rostros de satisfacción ensimismados en la deleitosa contemplación interior que los sonidos de la naturaleza les proporcionaban, así que supuse que el resto de la sala estaría igual.

Me mantuve en silencio unos minutos respetando la sincronización mental de todos los asistentes.

Como el que corta de golpe un tronco a golpe de hacho y sin que apenas les diera tiempo a abrir los ojos, les devolví al paisaje seco y árido de los campos yermados y castigados de Castilla.
El sonido era el murmullo del aire que correteaba por entre aquellos inmensos e interminables campos de cultivo sin un solo árbol, sin un solo arbusto que frenara su recorrido.
El sonido era el graznido de los cuervos o el piar de algún pajarillo despistado desesperado por buscar refugio del implacable sol que todo lo secaba.
El sonido era el silencio cuando el aire se retiraba de su ofensiva.
Pueblos de Castilla, secos, casi abandonados o muy mermados en su población…

Volví la mirada a la primera fila. Las expresiones habían cambiado. Las sonrisas se habían transformado en lánguidas mejillas, expresiones de tristeza y preocupación. Una chica se mordía las uñas.

Esa era la evidencia que necesitaba, la sala estaba preparada sensiblemente y mi otro yo me advirtió.
Al ataque «cariño”, hazles llorar, sácales la emoción que llevan dentro. Sensibilízalos .Tienes que conseguir que reaccionen individualmente. Levanta la voz y grítales…

-! España se seca!
-!España se desertiza !
-! España se muere!
-¿Nuestros hijos y nietos vivirán más cerca del desierto que nunca?-
-¿Eso es lo que queremos?

Con un tono un tanto enfadada me propuse a darles una reprimenda incluyéndome en ella.

-¿Estamos ciegos o es que no queremos ver?
-¿Estamos cómodos y para que reaccionar?
-Tú y tú y tú y yo somos culpables.
-Todos somos culpables…. pero no hacemos nada.
-Que lo hagan los politicos¿No?

Guardé silencio para comprobar la reacción de murmullos, complicidad y disentimientos.

-«Cariño», ya estas en sus conciencias.

Calmé mi tono de voz y proseguí…

-¿Ustedes recuerdan a la única mujer premio Nobel de la paz de Africa, Wangari Maathai que con su determinación consiguió frenar la desertización de su país
-Tengo que recordarles que ésta magnifica mujer tenia todo en su contra. Primero por ser mujer en un continente donde la opinión femenina deja mucho que desear. ..Segundo porque parecía un imposible como a nosotros nos parece ahora en España, pero ella tenia un sueño…Que su país volviera a tener la vida que antes había tenido. El sueño era frenar el avance del desierto.
Wangari Maathai fundó en 1977 del movimiento Green Belt (Movimiento del Cinturón Verde) y desde entonces hasta hoy ya han conseguido plantar más de 30 millones de árboles.
-Ahora, en este año 2011, once países pertenecientes a este Movimiento del Cinturón Verde tienen la titánica misión de formar una franja verde compuesta de árboles, de no menos de 15 Km de ancho que recorra África desde las costas del Este hasta las costas del Oeste, desde Dakar a Yibuti .
Pero volviendo a nuestro país, voy a contarles que cuando venia hacia acá por la carretera que une Benavente con la capital, contemplaba muy apenada a través de las ventanillas de mi coche el paisaje reseco de los campos de cultivo.
En mi imaginación recreé una visión de todos estos campos repletos de bosques, como antaño, con sombras que cobijaran a los animalillos, con fuentes naturales…. en fin…
!Yo al igual que Wangari ,estaba viendo un sueño!…
A la media hora de viaje entramos en esta maravillosa e histórica ciudad de Zamora mi marido y yo .Estuvimos paseando por su casco antiguo recorriendo a pie posiblemente el mismo recorrido que El Cid Campeador había hecho por sus callejuelas, ahora limpias, pulcras y muy bien cuidadas.
Nos asomamos al balcón natural que rodea la ciudad antigua y permite al viajero contemplar la rivera del Duero que a su paso por Zamora va engrosando su caudal camino ya de tierras lusitanas. Echamos de menos unos arboles pegados al muro que nos cobijaran del torrido sol implacable.
Nos complació ver con que orgullo el sereno y caudaloso Duero exhibe un verde bosquecillo que lo acompaña en su recorrido a lo largo de todo su cauce. Bosquecillo que en cuanto se separa unos metros de su orilla se va desvaneciendo para concluir de nuevo en la calvicie del terreno seco.

Me tome un respiro, bebí lentamente de un vaso de agua.
La sala se mantenía en total silencio, yo diría que ensimismada y satisfactoriamente atenta a mi oratoria.
Continué mi exposición verbal con el apoyo de la siguiente diapositiva.

-Ahora señoras y señores les voy a enseñar la incongruencia del ser humano que lejos de intentar frenar la desertización de sus campos y ciudades las agrava con sus irresponsables e imprudentes actos.
-Las personas de mas edad aquí congregadas deben de acordarse de aquellos parques o alamedas cubiertos de grandes y frondosos árboles que se entrelazaban entre si formando un techo natural que aislaba del sol del verano y que ayudaba a conservar la humedad y la temperatura fresca en el entorno.
-Ahora contemplen ustedes esta diapositiva.
-Es una plaza céntrica de su ciudad, seguro que la reconocen. Tiene 4 árboles, pequeños, aislados uno en cada esquina, concretamente débiles manzanos que luchan por su supervivencia como lo hace un niño del tercer mundo, escuálidos y resecos con unos frutos tan pequeños que en vez de manzanas parecen uvas y que no proporcionan ni treinta centímetros de sombra, en una ciudad donde es fácil alcanzar los 40 grados por el verano y donde las piedras recogen el calor del sol proyectándolo después hacia el viandante en forma de radiador natural.
-¿Es lógico?
_ No…
-¿Porque diseñan así nuestras ciudades?
– Porque no hay inteligencia, no hay lógica, ni imaginación y sobre todo no hay sentido común

Llegados a este punto crucial de la conferencia, ustedes pensarán…
-¿Y nosotros que podemos hacer?
-Mandan los políticos, nosotros no podemos hacer nada
-Yo no soy dueño de tierras, ¿Qué se puede esperar que yo haga?

Me callé.
Esperé, pero no hubo reacción.
Ni murmullo siquiera.
De nuevo silencio.

“Cariño, Están esperando tu respuesta. Ellos no la tienen. Dísela, grítasela, que la oigan bien. Conciénciales. A eso has venido”

.

HAY SOLUCION… MEJOR DICHO HAY SOLUCIONES, les grite de nuevo

-No nos quedemos con los brazos cruzados, observando la aberración urbanística.
-No nos quedemos esperando a que la arena del desierto cubra nuestros campos.

-Protestemos,… Atemos lazos verdes con un «No me gusta»
.-Protestemos….Peguemos pegatinas verdes con: «Mi pegatina por un árbol»

Ilustración de Verónica López

Ilustración de Verónica López

Exijamos al ayuntamiento ciudades llenas de naturaleza, con árboles en todas las aceras, árboles adaptados a los pavimentos, que no los levanten, que echen raíces hacia abajo, no lateralmente.
-¿Se acuerdan ustedes de las alamedas?
¡Que pocas quedan! ¡La torpeza política ha acabado con todas!
En su lugar han hecho plazas, llenas de hormigón, con una escultura moderna metálica en el centro, que a nadie le dice nada.

Protestemos…. Peguemos pegatinas. «No me gusta»
Protestemos…. Pequemos pegatinas “Mi pegatina por un árbol»

-Propietarios de terrenos. Planten árboles en todo su perímetro y si el campo es muy grande planten hileras de árboles cada cierto espacio.
Háganlo los propietarios y exíjanselo sus amigos y familiares.

¡Amigos míos, España se seca!
¡España se desertiza!
! No hay tiempo que perder!
Entre todos podemos cambiar esta situación.
Lo hizo una mujer africana con un sueño.
Copiémosle el sueño.
Si todos contribuimos, si cada uno de nosotros que parecemos insignificantes ante un todo, protestamos y pegamos neutra pegatina de inconformismo, lograremos concienciar a los políticos.

-Ahora, me gustaría que esta conferencia no fuera una mas, no se quedara en el olvido de esta bonita sala.
-Quisiera poder entrar en la mente de cada uno de ustedes y grabarles a fuego la necesidad de actuar hoy mismo.
-Planten un arbolito en su ventana o varios en su balcón o terrazas un centenar de ellos en su terreno o finca o un millar en el contorno de su macro cultivo y busque información de la especie que mejor se adapta a su clima y tierra.
-Riéguenlos cada día hasta que se hagan fuertes y sepan alimentarse por si mismos.
-Son seres vivos.
– ¡Fíjense bien lo que estoy diciendo!
-No son muebles.
– Son seres vivos.
– Por favor no los abandonen
-Cuídenlos.

-Pásense el aviso, por Internet, por radio, por televisión, de boca en boca, no importa el medio, solo importa un sueño.
¡Volver a tener bosques en toda España!

Un caluroso aplauso puso a toda la sala en pie. La ovación me emocionó, no se si había conmovido corazones ni si había hecho saltar lagrimas de concienciación, solo sé que la emocionada era yo y eran mis ojos los que brillaban con lagrimas de agradecimiento.
“Bien cariño”

Un árbol en mi retrete

Autora: Irene Moreno Jara

Ilustrador: Jessica Sánchez

Correctora: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: cuento infantil

Este cuento es propiedad de Irene Moreno Jara, y su ilustración es propiedad de Jessica Sánchez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN ÁRBOL EN MI RETRETE

En la casa azul de un pueblecito perdido en los mapas vivía Curro, un niño pelirrojo y regordete que soñaba con ser Superman.

En su octavo cumpleaños, Curro esperaba recibir el regalo que llevaba días y meses esperando: un edredón de su héroe favorito. Al fin, cuando tuvo en sus manos el gran paquete que le habían entregado sus padres, supo que había llegado el momento de dormir seguro. Superman velaría por él, pero Curro sabía que seguiría habiendo un problema que se le resistiría hasta al mayor de los superhéroes: el escurridizo pipí.
El pequeño pelirrojo no sabía por qué sucedía, pero, cada mañana, sus sábanas amanecían mojadas. Lo había intentado todo: apenas beber agua en la cena, mantenerse despierto durante la noche leyendo cómics, poner el despertador a cada hora… Nada había funcionado. El escurridizo pipí siempre acababa haciendo de las suyas; era el mayor de los malignos y, día tras día, conseguía ganarle la batalla. Ahora, y gracias a sus padres, tendría cada noche a Superman de aliado. A Superman y a un objeto misterioso a los pies de su cama, pero esto Curro aún no lo sabía…

Margarita y Ramón siempre desayunaban tristes. Su hijo bajaba las escaleras cabizbajo, queriendo guardar un secreto a voces, y ellos no eran capaces de encontrar una solución. Hasta que en la estantería más alta de la tienda de juguetes vieron un extraño retrete; un wáter amarillo, sin dibujos, con cisterna y todos los abalorios típicos de una letrina. Pero era un retrete extraño. La caja que lo contenía era vieja, sus colores estaban gastados por el tiempo, y en la parte superior solo había una etiqueta que decía «Retrete mágico».
Margarita y Ramón estaban a tiempo de elegir el wáter mágico como regalo, pero conocían la ilusión que le haría a Curro dormir junto a su héroe favorito, así que compraron el edredón de Superman como regalo de cumpleaños y el retrete como posible pócima contra el pipí escurridizo.

Después de haber abierto once paquetes, Curro no podía imaginar que antes de irse a la cama tendría que abrir uno más. Con la barrigota llena de merengue y la lengua del color de las guindas, el pequeño llegó a su habitación y vio un bulto sobre de la cama. Envuelto con papel amarillo y un gran lazo naranja, el bulto brillaba encima del edredón nuevo que acababa de colocar Margarita. Solo hubo una cosa que no le gustó a Curro de ese misterioso regalo: tapaba la cara de Superman.

Ilustración de Jessica Sánchez

Ilustración de Jessica Sánchez

Con ilusión y ansias, el único pelirrojo de la familia Limón abrió el paquete y vio que lo que contenía era un mini retrete. Ante la cara de duda de su hijo, Margarita comenzó a explicarle los poderes mágicos de aquel wáter y le dio las instrucciones de uso. A partir de aquella noche, el pipí escurridizo tendría un nuevo enemigo; los bosques, un nuevo aliado.

Por la novedad, y porque la palabra «magia» siempre tiene efectos asombrosos en los niños, Curro empezó a utilizar con frecuencia el retrete amarillo. Había algo en aquel wáter que hipnotizaba al pequeño; algo en el fondo que parecía que quería salir, pero que, por vergüenza, permanecía oculto. Algo que, el día menos pensado, consiguió asomar una ramita.
Un pequeño árbol de hojas moradas, ramas finas y un tronco del color del chocolate, había emergido del fondo del urinario y permanecía quieto ante los ojos de Curro, que miraba atónito lo que había conseguido crear su retrete mágico.

Ilustración de Jessica Sánchez

Ilustración de Jessica Sánchez

Le hubiera gustado saber qué habría hecho Superman en ese caso, pero como su superhéroe permanecía callado y quieto, Curro pensó que la mejor opción era sembrar el árbol en algún lugar. Se asomó por la ventana y a lo lejos, cerca de la casita roja de su abuela Lola, vio el lugar perfecto: el Bosquecillo Apagado.
El Bosquecillo Apagado era el recuerdo de lo que había sido un bosquecillo alegre y colorido; un lugar lleno de alegría, de árboles y flores que, por falta de mimos, se había puesto triste hasta convertirse en una zona oscura y solitaria. Curro pensó que, si de su retrete salían arbolitos de colores, podría crear un bosque mágico al que llamaría el Bosque Arcoíris.
Y así sucedió.
Por cada vez que el pequeño hacía pipí en el wáter amarillo, un nuevo árbol comenzaba a crecer en el fondo. Salieron árboles de hojas rojas, hojas de color turquesa y de color pastel; arbolitos con ramas de canela y florecitas de vainilla. Decenas de árboles que Curro sembró con mucho cariño y cuidado durante años hasta que llegó el día en el que el pequeño no pudo regar más.
El pipí escurridizo había desaparecido y con él los arbolitos, pero Curro no estaba triste. Ahora, cada mañana, bajaba contento las escaleras porque, al despertar, podía mirar por la ventana y ver un bosque como el de los cuentos.
Los arbolitos del Bosque Arcoíris no crecieron nunca, pero vieron cómo Curro se convertía en un apuesto joven que estudió jardinería y se casó con la bella Manuela. Cada vez que los enamorados paseaban por el bosque, el viento movía las hojas hasta que llenaban el cielo de fantasía. Sin embargo, era la época del otoño la que más le gustaba a Curro. El suelo se llenaba de pulguitas rojas, verdes, azules y amarillas que el jardinero guardaba en un saquito para llevárselas a casa. Allí, en la morada de Manuela y Curro, las paredes de la que sería la habitación de Currito iban llenándose de magia…

En apenas veinte años, el pequeño gran pelirrojo había sembrado el bosque más bonito del planeta, había derrotado al más pesado de los enemigos y, sin darse cuenta, se había convertido en el competidor de su gran héroe. Ahora, Curro era un Superpapá.

Mientras tanto, el retrete mágico y el Bosque Triste esperaban ansiosos que Currito creciera…