23ª Convocatoria: Vampiros

Vampiros 

Ilustración de Rafa Mir

Caminando entre cuervos (I)

Domingo, Madrid 16 de Abril de 1921.

Han pasado ya cinco años desde el día en que mi madre me habló de mi padre por primera vez. Ese al que, por una maldita enfermedad, decidió abandonar aún sabiendo el gran dolor que le supondría.

—Es mejor que lo dejes pasar hijo, él no sabe de tu existencia —dijo entregándome un diario con fotos de París que él le había regalado.

Quiso el destino, que pocas horas después de aquello, ocurriera algo que marcó mi camino. Justo al anochecer alguien, que no supe quién era, se adentró en nuestra casa y sin mediar palabra nos atacó.

Aquel hombre, si es que se puede llamar así, demostró tener una gran fuerza y rapidez pero, lo que más me llamó la atención, fueron unos colmillos afilados como espadas que pude ver como se clavaban en el cuello de mi madre. Yo, por suerte o por desgracia, conseguí sobrevivir.

Desde aquel día juré venganza, no habría rincón en el mundo donde aquel ser pudiera esconderse. Y, así es como he llegado al lugar donde me encuentro.

Sobre mis brazos descansa uno de esos seres, con el corazón atravesado por una estaca y, en mis manos, una carta que él llevaba. Siento como su sangre se mezcla con mis lágrimas, formando un único sentimiento.

Mi nombre es Esteban Markus Tremayne y quiero compartir con vosotros esa carta. La historia de una maldición que, aunque el destino quiso que no me acompañara, me hizo tener la mía propia.

Jesús Cernuda

6ª Convocatoria: Navidad

Ilustración de Rafa Mir

Ilustración de Rafa Mir

Cada año llega a su fin. El sol muere, el calor desaparece, llega el invierno y el blanco envuelve la tierra como un manto; mas solo la mitad del planeta. En el resto de la esfera, es el frío quien cede el camino a las doradas cosechas que se agitan al viento. Pero en cada lugar, el paso de esta estación se celebra con fiestas y regocijo, en familia, que es aquella gente en cuya compañía sobran las palabras, ante la luz de un fuego que jamás se apaga. Este es, pues, el tema de la última edición del año de Surcando Ediciona: la Navidad, con todos sus significados, tradiciones y maneras de vivirla. ¡Felices fiestas a todos!

Esta ilustración pertenece a Rafael Mir. Todos los derechos reservados.

El villancico antiguo

Autora: Conchita Ferrando de la Lama

Ilustrador: Jordi Ponce Pérez

Género: Cuento

Este cuento es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama, y su ilustración es propiedad de Jordi Ponce Pérez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El Villancico antiguo

Manuel, el pastorcillo,  cuidaba sus ovejas en un cerro cercano a un pueblo pequeño de la sierra. La tarde era fría, pero el sol todavía alumbraba los campos.

Manu era un chico muy alegre y se entretenía jugando con su perro de raza ovejera, de pelo brillante muy negro y pecho muy blanco, puro nervio, observador y saltarín. Le tiraba palitos para que Boro corriese a cogerlos.  Con él se encontraba muy bien acompañado en aquel paraje solitario.

El cielo se iba poniendo rojizo, luego morado y, en pocos minutos, la luz desapareció como si un lobo se la hubiese tragado.

El perro fue a acurrucarse cerca del chico y le miró con sus ojos húmedos, cálidos y profundamente oscuros que indicaban absoluta nobleza hacia su amo: amor sin fronteras de un “Collie de la Frontera” (Border Collie)

El frío era ya intenso. Manu puso en marcha el rebaño, con la ayuda de Boro, que ladraba y corría en círculos, controlando a las ovejas para conducirlas al redil, situado junto a la pequeña cabaña que dominaba el cerrillo.

Soplaba, frío y oscuro el viento Norte, profundo y desolado como el páramo castellano.

Envolvía con su mano de cristal añil toda la pureza del vacío, al filo de la noche, y traspasaba el alma.

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Mientras caminaban hacia allí se oyeron, lejanas pero muy claras a través del aire limpio y transparente, las notas del carillón de campanas del pueblecito cercano. Era la melodía de un viejo Villancico castellano…..

         “Ya se van los pastores a la Extremadura,

          Ya se queda la sierra triste y oscura

          Ya se queda la sierra triste y oscura.”……

 

Mensaje directo al corazón  de pastores castellanos.

Gentes del invierno, unidas al paisaje, que aun guardaban restos de polvo del camino trashumante, llevando sus rebaños en busca de pastos, a través de la muy ancha Castilla.

Tiempo frío en que se añoraban los afectos.

Tiempo en el que el clima adverso aislaba en un paisaje duro y solitario, privado de luces y festejos.

Silencio….

Sin saber por qué, Manu pensó en aquellos pastores.

–          La Navidad se acerca- pensó en voz alta el pastorcillo- y ese Villancico dice que ellos se marchaban lejos de sus casas, en esas fechas…

–         ¿Tal vez yo tendré que marcharme cuando sea algo más mayor?

El tañido de campanas del reloj carillón seguía desgranando las notas de aquel desolado y antiguo Villancico.

Manu sintió un escalofrío.

El contraste de los símbolos reavivaba el rescoldo.

Era la llamada a los seres queridos que el pastor dejó atrás, a resguardo durante sus marchas invernales, para poder volver con provisiones que aliviasen sus carencias.

Para ellos era el acorde, oscuro como la noche, frente al chisporroteo de la hoguera, para espantar el frío de la sierra.

Un poco de calor humano junto al fuego, evocando el olor y el sabor de los dulces caseros o el gozo de la infancia lejana.

No hay sentimiento de unión más antiguo y más fuerte que el de encontrar unas manos que coger en medio de la soledad.

Poder llevar el muérdago de bienvenida, la leña del hogar, los cantos del aguinaldo o la luz de la Navidad, ocultos, muy apretados contra el pecho, como una candela bajo el fanal, haciendo de ellos un tesoro único y personal.

El sonido de un canto popular vibrando en el carillón, hundiendo sus raíces en lo más profundo del alma, abrazando lo que de eterno tiene el hombre.

Silencio….

El perro inclinó la cabeza hacia un lado y levantó un poco una de sus orejas sin perder de vista a su amo que se había puesto serio de pronto.

Intentó darle con la patita en la pierna para llamar su atención.

Ya había dejado las ovejas bien guardadas en el redil, y esperaba una caricia de aprobación junto a la hoguera que Manu había encendido en una esquina de la cabaña, sobre una piedra grande y plana, para calentar la cena.

–         ¡No pasa nada, Boro! – reaccionó animoso Manu al ver la expresión del perro- ¡Tranquilo!  Nosotros estamos bien, cerca de nuestro pueblo, aunque no podamos ir a comprar turrones ni a cantar con los otros chicos por las calles en Nochebuena.

El perro movió la cola con gran fuerza y velocidad. Sabía que su amo no se encontraba solo estando con él. Algo se le ocurriría para pasarlo bien los dos juntos en Navidad.

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

–         Mira- le explicó Manu- Esta cajita que me trajo mi hermano Toño cuando vino con permiso de la mili, es un teléfono móvil, por si me ocurriese alguna emergencia.

Boro miró aquella “cosa oscura”, olfateándola sin comprender qué interés podía tener algo que no se comía.

¿Sabes lo que vamos a hacer?- preguntó el chico mientras Boro inclinaba más y más su cabeza de lado, concentrado en su gesto interrogante- ¡Mira!

Manu tecleó algunos números en el aparatito.

Unos sonidos misteriosos acompañaban cada cifra que pulsaba.

Aquello tenía un aspecto extraordinario porque a su amo se le habían puesto los ojos chispeantes, y el perro le imitó de inmediato.

Su mirada cálida y húmeda se iluminó.

¡Oiga! – habló  Manu por el aparatito- ¿Es la emisora de radio? Soy Manu, el pastor. Tengo 10 años y estoy en mi cabaña con mi perro, al cuidado de las ovejas. Me gustaría que, en Nochebuena, dijeran ustedes por la radio que me llamen otros chicos a mi móvil, para contarnos cosas divertidas. Así me sentiré más acompañado… ¡Vale, muchas gracias!

Boro movió el rabo con fuerza.

Le gustaba ver a Manu tan animado, aunque no entendiese muy bien qué geniecillo del bosque encerraba aquella cajita oscura y alargada.

El asunto era que su dueño estuviese feliz, porque de ese modo él también lo estaba, y no había que buscar más explicaciones.

–         ¡Ven aquí Boro!- llamó el pastorcillo, acariciando la cabeza de suave pelo del perro- Vamos a tomar un poco de sopa caliente, que mañana con el alba tenemos que salir con las ovejas.

La noche era fría, oscura y desapacible presagiando la nevada.

Al fondo se oía balar a las ovejas en el redil.

El viento soplaba fuera racheado, pero en la cabaña calentaba el fuego.

Manu compartía con su perro un jarrillo de caldo caliente y espeso, una buena porción de pan de hogaza y unos trozos de queso fresco. La vida era maravillosa para los dos amigos.

 

La Nochebuena traería muchas, muchas voces de aliento, risas, sorpresas y compañía. De eso estaban seguros Manu, el pastor, y su perro Boro.

A las doce de la noche, cuando el silencio cubría los campos y caían los primeros copos de nieve, el carillón volvió a tintinear en la torre de la iglesia del pueblo las notas del viejo Villancico.

……” Ya se queda la sierra triste y oscura,

         Ya se queda la sierra

         triste y oscura…….”

Ahora, sin saber por qué, el eco de aquella música traía unos sonidos muy dulces.

Reflejaban en el canto navideño toda una carga de promesas para aquel niño que dormía, sonriendo, en la cabaña de piedra cubierta por el manto de la nieve, mientras su perro ovejero vigilaba en su puerta, atento a cualquier peligro que pudiera acechar a su dueño y sus ovejas.

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Original de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

La Navidad. ¡Qué vida tan perra!

 
 
 
Género: Microrrelato
 Este cuento es propiedad de Inmaculada Ostos Sobrino, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

LA NAVIDAD. ¡Qué vida tan perra!

Me encanta la Navidad.

La gente sale de casa respirando alegría. Sus caras tienen un nuevo brillo, una nueva ilusión, y sus pensamientos los ocupan sus seres queridos y esos regalos que tanta ilusión les harán. La calle se impregna de olores: castañas asadas, maíz, chocolate…Y todas las tiendas se visten de gala con esos adornos tan bonitos. Todo es un despliegue de luces y colores intensos, que se apoderan de la ciudad dándole un aspecto más acogedor, más vivo. Desde mi puesto privilegiado, puedo observarlo todo tremendamente feliz, y es que ¡alguna ventaja tendría que tener el trabajar a pie de calle!

Muchas veces, cuando veo a la gente pasar frente a mi, me imagino como serán sus vidas. Si tendrán hijos, padres, hermanos, y fantaseo con situaciones y cenas maravillosas entre ellos. Aunque también me da un poco de pena esa gente solitaria, que pasa con rostro serio sumida en sus pensamientos, y me pregunto si serán felices así.

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Ilustración de Vicente Mateo Serra

Si que es cierto que hay algunas cosillas que no me gustan de la Navidad como, por ejemplo, que mi piel reacciona de una manera un tanto radical al frío. Y es que una vez que lo siente ya no vuelve a ser la misma, jamás entra en calor. Otra de ellas es que la gente parece relajarse y se vuelve un poco más descuidada con sus mascotas. Sacan a pasear a sus perros y no les importa en lo más mínimo que hagan sus necesidades por doquier. A veces creo que padecen una extraña enfermedad invernal, que hace que sus miembros se atrofien y eso les impida agacharse a recoger el regalito que tan a gusto nos dejan sus bebés. Me resulta bastante desagradable el verme rodeada de sus olores y suciedad. Pero, ¡claro!, estamos en Navidad, la época de la paz y el amor, y estas pequeñas anécdotas se pueden disculpar.

No piensan del mismo modo mis compañeras, que cada vez que se acercan estas fechas se ponen a temblar. Temen, sobre todo, los días señalados, pues dicen que las calles se llenan de gente borracha que no respeta a los demás. Pero yo no pienso que sea realmente así, también  tienen derecho a disfrutar un par de días, después de todo un año de duro trabajo; necesitan desconectar.

—¡Mirad, alguien viene!, ¡se acercan a mí! Tal vez quieran adornarme con un espumillón o colgarme algún adorno navideño. ¡Qué guapa me voy a ver!

—¡Dolor, oscuro dolor! Mi cuerpo se dobla y se estremece. Me han arrancado el pie del asfalto, abollado mi cuerpo y roto mi único ojo (el cristal que protege mi bombilla). Quedo a la intemperie y mis tripas, que son los cables, quedan esparcidas en el frío suelo, ultrajadas, marchitas. Por fin entiendo ese miedo que tantas veces me describieron mis compañeras, por fin lo siento y jamás lo volveré a sentir. Por desgracia para mí, ya no hay arreglo.

¡Y es que hay que ver que vida tan perra tenemos las farolas que vivimos en una de las principales avenidas de Valencia!

Velas

Autor: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustradoras: Natalia Llorente y Laura Vazval

Gérnero: relato (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Natalia Llorente y Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Velas

Bristol. 23 de diciembre. 1913.

—¡Jamie, mira! ¡Lo he conseguido!

—¿Qué haces? ¡Te puedes caer!

—¡Estoy bien agarrado! ¡Sube!

—¡Te dije que no te alejaras!

—¡Bah, eres un cobarde!

—¿Qué? ¡Baja o voy a…!

—¿También eres un chivato?

—¡Ahora verás!

El niño en el árbol se rió moviendo las piernas descolgadas de la rama. Entonces se oyeron unas nuevas voces.

—¡Mirad, son los Bates! ¡Eh, Jamie, ¿otra vez de niñera?!

—¿Se te ha escapado el pequeño Billy?

—¡Carasucia, me llamo William y no soy pequeño! —gritó el niño.

—¡Pero eres de mantequilla! ¿Cómo te has subido? ¿Has traído una escalera?

—¡Sé trepar!

—¡Jamie, ayer se te escapó esa tonta de Charlotte, hoy tu hermanito… ¿Quién será mañana?!

—¡A lo mejor tú y tus dientes, Tim Connell! ¡Quédate ahí si te atreves! —exclamó William, que, soltándose un momento, levantó el puño, amenazante.

—¡No, William, no te muevas! ¡Espera! —le ordenó Jamie, alarmado.

Pero William perdía el equilibrio e intentaba volver a agarrarse a las ramas sin lograrlo. La rabia se le transformaba en horror igual que a Jamie, que pudo dar los pasos justos para ponerse debajo y amortiguar con su cuerpo la peligrosa caída de espaldas de su hermano. El manto de la nevada en la noche anterior evitó peores consecuencias para ambos.

Las risas de los otros niños se congelaron. Accidentes así podían ocurrirle a cualquiera y solían provocar compasión más que burla, así que corrieron hacia ellos.

William, sentado entre los brazos de Jamie, miró alrededor con los ojos desorbitados de la impresión. Carasucia Lester silbó al llegar.

—¡Qué caída!

—¿Estáis bien? —preguntó Tim Connell, más preocupado.

—Sí, creo. ¡Ah! —Jamie se quejó llevándose la mano al hombro izquierdo al incorporarse un poco y William se apartó, asustado.

—¡Jamie, ¿qué te pasa?!

—No es nada. ¿Tú estás bien? Vamos, levanta. Sólo falta que nos empapemos y cojamos un resfriado.

—Eh, dame la mano, William. —Tim Connell se la tendía—. Es que te enfadas enseguida. No íbamos de malas.

—Sí, claro… ¡Ay! ¡Mi rodilla! —gimió él al apoyarla en el suelo.

—Lo sabía —masculló Jamie, sujetándolo.

—¡Andy, trae el trineo! —ordenó Tim a otro niño pecoso a su lado—. Y tú, Carasucia, ¡ayuda también! Jamie, deja que os llevemos.

—Gracias —respondió él con una mínima sonrisa.

Tim Connell era el matón más temido del barrio, marrullero en cualquier juego o aventura y siempre buscando su propio beneficio, acompañado de sus dos fieles escuderos, Carasucia Lester y el callado Andy Lane; pero, a su favor, sabía reconocer la mala estrella de los rivales y, como también sabía todo el vecindario, la del pequeño de los Bates era más que mala.

Así que, cuando Andy llevó el trineo, sentaron a William con cuidado y se encaminaron a la salida del parque lentamente. Al llegar cerca de su casa, William también les dio las gracias débilmente, ya perdida la excitación por la hazaña y arrepentido de haber dado esquinazo a su hermano.

—Lo siento —murmuró mientras se quedaban un momento frente a la fachada rojiza—. Sólo quería intentarlo y cuando he visto que podía…

—¡Te dije que siempre tendría que estar yo! ¿Por qué no te has esperado?

—Es que quería hacerlo solo… Siempre tienes que venir conmigo… Soy un fastidio… Perdóname…

Los grandes ojos verdes se le encharcaron de genuina pena. William Robert Bates era alegre, de vivo genio y luchador porque también conocía su débil naturaleza. Y su hermano Jamie no podía enfadarse con él ni dos minutos sin sentir el más profundo cariño por su valentía y buen ánimo; así que cambió el gesto airado por un suspiro.

—Anda, no llores. ¿Podrás caminar hasta la puerta?

—Sí, pero… Oh… ¿nos quedaremos sin cumpleaños?

—Deja que hable yo —contestó Jamie. Después se enfadó consigo mismo por considerarse el culpable y ser un idiota.

Sin embargo, también pensó enseguida en… sí… la verdadera culpable: Charlotte Harrington, que un día le aceptaba con efusivos aspavientos las flores, las frutas o la cajita de caramelos que a Jamie le había costado semanas de ahorro por recados, y otro ni se dignaba a mirarlo si estaban cerca el estirado Oliver Archer o el más estirado Percy Landford. Si hasta sus nombres eran cursis…

Pero, últimamente, Jamie había observado que las atenciones de Charlotte variaban según el valor de los obsequios o la conveniencia de quien se los regalara, sin precisar mucho el aprecio real que pudiera sentir por ambos, aunque el admirador hubiera dado todas las muestras posibles de rendido enamoramiento. Así que, tras una serie de recientes desaires, el orgullo de Jamie demandó una aclaración. Al fin y al cabo, ¿para qué servían las niñas? Se asustaban por todo, pero querían participar en todo cuando ni siquiera podían mancharse los zapatos o los vestidos. También eran chillonas o tenían muy mal genio por muy inofensiva que fuera la broma que se les gastara; o había que estar pendientes de ellas porque eran más débiles y delicadas, o así lo decían los mayores aunque Jamie lo dudaba bastante. Ah, pero sí servían para admirarlas sin descanso cuando eran como Charlotte.

Porque ella era un ángel o, al menos, Jamie estaba seguro de que los ángeles debían ser así, con ese pelo color miel, largo y ondulado, que le brillaba al sol igual que los ojos grandes y vivaces cuando reía o almibarados cuando los entornaba. O quizás era un hada de voz cristalina, finas manos y pasos etéreos. Y como cualquier hada, lo había hechizado de tal manera que le llenaba todos los pensamientos libres, sumiéndolo en un estado de alteración que a veces era insoportable hasta el momento en que volvía a verla. Cuando le sonreía, le hablaba o lo tocaba aunque sólo fuera en un roce, Jamie apenas creía respirar, y si en alguna ocasión le había cogido la mano, había sido el paraíso. Así que, ¿por qué ahora ella parecía compartirlo con otros?

Por eso, esa tarde, de vuelta de la visita a la tía Liz, y de paso por casa de Charlotte, Jamie había pedido a su hermano que esperara unos momentos; rondaría por si la veía y si no, tenía esperanzas de encontrarla en el parque. Pero William…

Llevaba mucho rogándole que lo enseñara a trepar, por más que se lo habían prohibido terminantemente y Jamie tenía serias advertencias al respecto. Sin embargo, William se había empeñado: si aprendía, sería un regalo de Navidad para sus padres. Así verían que no era un niño frágil ni enfermizo, que se resfriaba a menudo o no podía correr ni hacer grandes esfuerzos porque sus huesos parecían de cristal y su corazón se cansaba demasiado pronto. Trepar a un árbol no muy alto no sería difícil ni necesitaría mucha fuerza. Al final, su insistencia fue tanta que Jamie había cedido, pero le hizo jurar que él siempre tendría que estar cerca. Cuando estuviera lo suficientemente seguro, podrían preparar la sorpresa para sus padres. Pero a la primera distracción, pasaba aquello.

Vaya manera de llegar a Navidad… Ni explicaciones de Charlotte y más que explicaciones a su padre. Y, además, el hombro le dolía mucho.

Los gritos de Rose Bates al ver a uno cojeando y al otro con el brazo desmadejado pasaron a la posteridad. Lo siguiente fue el inmediato aviso al doctor Sullivan y los mimos a aquellos hijos traviesos y adorados por encima de todas las cosas.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

—¿Que os caísteis del trineo de quién? ¿Pero por qué habéis cruzado el parque?

—En el trineo volveríamos antes y entonces ha saltado esa piedra…

—James, no me estarás mintiendo, ¿verdad?

—De verdad que no, mamá —contestó el niño sin vacilar—. Ha sido mala suerte.

—Doctor, dígame qué hago con ellos…

—Son niños, señora Bates. Hay poco que hacer —respondió él con media sonrisa.

—¿Y por qué el Señor no me pudo dar niñas?

—Porque son tontas —murmuró Jamie, pensando en voz alta.

—¿Cómo? ¡Pues yo también fui una niña!

—¡Oh, no, mamá, no quería decir…! ¡Tú eres la mejor madre del mundo y la más guapa!

—¿Y ahora zalamerías? ¡Ay, Dios mío!

—Bueno, William —dijo el doctor al terminar de examinar su rodilla—, esto no parece importante. Rose, quédese esta pomada. Ahora, que mantenga la pierna en alto y si mañana ve que hay inflamación, avíseme otra vez. En cuanto a Jamie… —Sólo le puso la mano suavemente en el hombro y el niño se quejó, estremecido—. Vaya, creo que se te ha dislocado, pero te lo puedo curar ahora mismo. Será muy rápido aunque te va a doler un poco más. ¿Lo intentamos?

Jamie consideró que parecer cobarde dos veces en una tarde era demasiado y el dolor era tanto que seguramente no podría empeorar. Se equivocó.

Como cada día, John Bates llegó al anochecer. Lo recibió el olor a linimento. William… ¿Qué habría sido esta vez?, ¿un resbalón?, ¿otro de sus mareos? Pero ¿cómo podría estar un niño encerrado en casa todo el tiempo?, y más uno como William. Negó con resignación al cerrar la puerta.

En la salita, Jamie y William se miraron con cierta aprensión al oír a su padre. Después, se acercó el familiar sonido de su bastón.

En realidad, no podían quejarse. Su padre jamás se enfadaba ni les había puesto la mano encima, algo que no podían decir la mayoría de los niños que conocían. Pero no le hacía falta: le bastaba con el grado de inclinación del mentón o la ceja. Normalmente los hermanos Bates apostaban por uno u otra porque si usaba los dos, entonces sí tendrían problemas serios.

John los vio cuando Rose llegaba al mismo tiempo a su lado para darle un cariñoso beso, cogerlo del brazo y comentarle, melosa, que sólo había sido una simple caída por la nieve. Sería suficiente con tener que quedarse quietos. John se pasó la mano por el pelo castaño claro y después por la cuidada barba de igual color mientras los ojos azules le destellaron. Miró a sus hijos sucesivamente: eran tan distintos… Habían nacido en días seguidos con la diferencia de un año, pero el mayor era sano y fuerte, reflexivo y pacífico, mientras que el menor era un torbellino de entusiasmo constante y mil inquietudes que un destino incomprensible mantenía acotadas en un cuerpo pequeño, delgado e injustamente enfermo. Sin embargo, ambos eran soñadores como él y hermosos como su madre.

Hizo un gesto de cansancio y se sentó en una butaca frente a ellos, colgando el bastón en el respaldo. A continuación, señaló a William para hablar con voz grave y siempre calmada.

—Así que quieres terminar como yo.

—No, padre, es que…

—¿Ya me interrumpes? —William bajó la mirada y John siguió—: Tienes la rodilla vendada y tu hermano un brazo en cabestrillo, así que el mal ya está hecho. Y ya son vuestros cumpleaños y Navidad, pero no vais a poder celebrarlos.

—No ha sido nada y…

—¿Tú también, James? —John no varió el tono—. Pero de ti sí quiero una explicación y será mejor que me convenza.

En medio del revuelo materno y la visita del doctor, Jamie había tenido tiempo para elaborar lo que consideró sólo la verdad cambiada. Además, su irresponsabilidad seguía siendo cierta y confiaba en que su también verdadero arrepentimiento y disculpas lograran conmover. Así que habló con un discurso sin improvisaciones y las pausas dramáticas más efectivas que sabía.

John mantuvo el gesto sereno todo el tiempo. Jamie pensaba que los padres que gritaban o usaban la correa podrían atemorizar más, pero al menos se los veía venir. El suyo permanecía impasible y bajaba la voz.

—Ahora la verdad.

¡Maldición! ¿En qué había fallado? Pero no había tiempo para pensarlo y Jamie se reafirmó en sus palabras. Su padre aún dejó pasar unos instantes y miró de reojo primero a su mujer y después a William.

—Bien —habló—, como ha dicho vuestra madre, ahora tendréis bastante con quedaros quietos estos días, pero eso significa que vais a darle más trabajo.

—Yo estaré bien mañana. La ayudaré —dijo Jamie, sumiso.

—No es suficiente. Cuando se es descuidado y no se piensa en las consecuencias de lo que se hace, que también pueden afectar a los demás, hay que compensarlo. Así que tendremos que quitarle trabajo, por lo que no habrá celebraciones de cumpleaños y, si William sigue así, no podremos hacer la travesía en la Blaine.

Con el gesto desencajado, William se incorporó al instante como si tuviera un muelle.

—¡No, eso no! ¡Casi no me duele! ¡Podré ir!

—No. No me arriesgaré a que esa rodilla no esté perfectamente bien y te falle para que entonces tengas que pasarte ahí quién sabe el tiempo.

—¡No, de verdad que estaré bien! ¡Por favor, papá!

—No lo repetiré, William.

Y de nuevo el vivo genio del niño le jugó una mala pasada.

—¡Maldita sea! ¡Lo he hecho solo! —Rose dio un paso hacia él pero John la detuvo. William siguió—. ¡Pues me pondré bien y lo conseguiré otra vez! ¡Ya lo veréis!

—¿Qué veremos? —preguntó John quedamente observando cómo Jamie parecía hundirse en el sillón.

Enseguida William lamentaba el poco control de su rabia al tiempo que se admiraba de que su hermano, con inquebrantable lealtad, reaccionara y dijera:

—Nada. Es que ha conducido el trineo él solo, bueno, un poco, y luego…

—Basta, James. —Su padre lo miró solamente y él se rindió.

John entonces se inclinó hacia William y un torrente de palabras entrecortadas por el llanto inundó la sala con toda la verdad. La apenada imploración de perdón le encogió el corazón a Rose, pese al enorme susto de conocer la realidad. También a John, pero debía mantenerse firme. Así que acercándose más al niño, le tocó el brazo suavemente.

—Eh, tranquilízate. Sé que te das cuenta del peligro que has corrido y de lo que ha hecho tu hermano, ¿verdad? —William asintió hipando—. Pero tu hermano también ha mentido porque siempre quiere taparte aunque sabe que no debe, y eso sí que es grave. —John miró a Jamie que, ya sin orgullo alguno, al menos dejaba escapar las lágrimas en silencio. William pareció más desconsolado.

—También le he pedido perdón… Por favor, papá… no nos dejes sin… No me moveré… haré cualquier castigo… pero la travesía no… Por favor…

John suspiró profundamente. Si algo ilusionaba y daba energía a aquel niño eran los barcos y todo lo que tuviera que ver con ellos. A él y al hermano, que, con apenas entendimiento, mostraban auténtico entusiasmo cada vez que iban al mar. Ya disfrutaban más que excitados con sólo navegar por el Avon, pero que además él trabajara en el puerto, no había hecho más que aumentar su afición. Y como todo niño de Bristol, hubieran dado lo que fuera por haber sido Jim Hawkins (Jamie presumía inmediatamente de llamarse igual), vivir en la posada del Almirante Benbow y haberse encontrado el mapa del tesoro del capitán Flint en el cofre del borracho Billy Bones. Así, sus peores pesadillas habían sido con la llegada de Perro Negro, y su mayor entretenimiento las apuestas por adivinar, de entre todas las tabernas del puerto, cuál habría sido El Catalejo para poder conocer a su dueño, el terrible y traicionero pirata John Silver el Largo. Y, en su desbordada fantasía infantil, lo habían querido ver a él casi como un pariente lejano. «Te llamas igual y… cojeas y sabes navegar y conoces todos los cuentos de los mares». «Ah, pero no tengo una pata de palo, así que ¿es que soy tan malo como él?», les preguntaba divertido fingiendo ofenderse. Ellos, cariñosos, negaban enseguida y le pedían que siguiera contándoles historias.

John sintió el suave apretón de la mano de su esposa y por fin dijo:

—Tendréis que hacerme una promesa.

—¡La que sea! —exclamaron los niños al unísono.

—Ni una mentira más. Si la hay, no volveré a confiar en vosotros y eso sí que será serio.

El juramento fue solemne y, no, los hermanos Bates no pudieron celebrar sus cumpleaños, pero no les importó porque, dos días después de Navidad, embarcaban en la Blaine, una fragata de tres palos y casco negro y amarillo, que aún estaba en servicio después de cuarenta años. Los grandes barcos de metal ya solían ahogarla con sus humos y sus ruidos, pero ella seguía ufana en el muelle principal y sólo dejaba que fuera el viento el que le diera sus sonidos de madera. El tiempo quiso acompañar suavizando el húmedo frío y aclarando un poco el cielo.

Aquella travesía por la bahía era una tradición anual dela Armadapara su personal de tierra en Bristol, del cual formaba parte John Bates al no haber podido hacer carrera por un accidente en su primera instrucción siendo muy joven. Sus superiores, consternados por haber visto su gran valía, intervinieron para proporcionarle un puesto como civil y él, aunque con tristeza, lo había agradecido quizá menos por sí mismo que por la preciosa muchacha con la que quería casarse. Después, no se volvió a lamentar y los dos niños que tuvieron le decían casi cada día que a ellos no les pasaría nada y lo conseguirían, y se harían con el mando no de un barco, sino de una escuadra entera. El pequeño iba más allá y aspiraba a almirante con gallardete azul sobre toda la flota.

Pero ese día William tuvo que estar en el rincón más resguardado de cubierta, en una silla con ruedas que le trajo el doctor Sullivan y, además de abrigado hasta las cejas, envuelto en mantas para evitar sus constantes resfriados. Envidió a los niños que corrían y gritaban, pero se conformó, fascinado cuando la Blaine desplegó todas las velas y el viento las hinchó, haciendo crujir los palos. Y agradeció emocionado que su hermano no se moviera de su lado para contarle todo lo que ocurría.

Shanghai. 24-25 de diciembre. 1949.

Los niños sonrieron cuando acabé la historia. Yo también, aunque había omitido el verdadero final en el que, sólo un año después, Jamie comprobó que la vida era la mayor mentira. Pero era el cumpleaños de William, a quien no le gustaba que nadie se entristeciera por él.

Estábamos en San Miguel otra vez tras un mes en Hangzhou. Mi tobillo se había curado enseguida, pero el hombro del capitán sí tardó pese a la limpia herida. Siempre había tenido molestias y ahora se habían juntado con un considerable cansancio de situaciones tensas y peligros encadenados en poco tiempo, más el año que sumaba su cuerpo. También tardó la pierna rota del profesor Warwick y Sarah Constable estuvo muy débil, así que su padre no dudó en permanecer allí el tiempo necesario hasta que se recuperaran completamente.

Fue él también quien llamó a la puerta del cuarto donde estábamos descansando esa mañana. Yo había querido volver a mi cama apresuradamente, pero el capitán me lo impidió: aquella situación solamente la hubiera malinterpretado quien hubiese querido o sabido la verdad sobre nosotros. Pero eso fue lo único que Lung le había ocultado a su antiguo instructor, y su intención era seguir haciéndolo. Sé que se trataba de la protección que él consideraba más importante, y yo, aunque ya no viese riesgos ni amenazas por parte de nadie, lo entendía perfectamente pese a mi queja interior por su resistencia al especial sentimiento que nos había atrapado. Pero me alegré al descubrir de pleno que James Lung siempre me había mostrado abiertamente cómo alzaba o derribaba sus escudos.

El señor Constable había entrado tras oír el firme «adelante» del capitán, y si la situación lo sorprendió, fue extraordinariamente discreto. Sólo había querido saber cómo nos encontrábamos y comentar esa intención de que no hubiera prisa por recuperarnos. Y eso fue lo que pasó.

En ese tiempo trabé amistad con Sarah Constable, una mujer alegre, muy culta y guapa, que, a pesar de la mala experiencia sufrida, admiraba mucho la cultura china y estuvo más que agradecida por conocernos, muy interesada por nuestra vida. No tuve la misma impresión de su marido, aunque también era un hombre muy inteligente y de exquisita educación; pero no pude evitar sentir un trato algo frío —o extrañamente ambiguo hacia mí— bajo su atractiva apariencia. El capitán también lo percibió y lo interpretó mejor que yo, pero no dijo nada ni yo tampoco le pregunté, y me dediqué a ayudarlo en lo que no pudo valerse con el hombro herido.

Después, regresamos a Shanghai, otra vez con escolta del ejército rojo.

La revolución había triunfado de lleno, pero no me gustó que significara aquel nuevo éxodo de población y extranjeros, por no hablar de la ingente presencia militar que, ahora, no era una invasora. Al capitán tampoco le gustó. No quería volver a Hong Kong, pero si se había acabado el libre comercio, sería de los pocos lugares que podrían mantenerlo. Sin embargo, sabía lo que yo quería que hiciéramos y no me faltaron aliados para convencerlo, pero no lo lograron. Entonces Constable dejó de insistir entendiendo que el capitán quisiera ocuparse de asuntos pendientes antes de tomar la decisión de regresar a Inglaterra. Además, también él necesitaría tiempo para asegurarle esa vuelta y lo único que aceptó Lung fue que informara a sus padres de que estaba vivo.

Así que se marcharon a primeros de diciembre en un buque que se llevaba a mucho personal de la prefectura británica. Viajarían hastala India, donde el señor Constable tenía que hacer escala, y desde allí tomarían un vuelo a Londres. Constable se despidió con unas últimas palabras llenas de intención.

—En realidad, será fácil probar su identidad. Es usted igual que su padre. Ya lo verá.

Ming y el resto de la tripulación nos recibieron aliviados, pero también lamentaron lo que nos había sucedido. Fueron quienes mejor nos contaron cómo las cosas habían cambiado más que deprisa en Shanghai y, en especial, en San Miguel.

Antes de irnos ya habíamos apreciado la escasez de recursos y, sobre todo, los pocos niños en la misión. Primero había sido la guerra civil, pero ahora, el nuevo régimen impuso su política de inmediato y, entre otras cosas, dictó no sólo el límite al libre comercio, sino la supresión de cultos de cualquier religión. Y la protección francesa de San Miguel dejó de tener efecto. Ahora sería sólo el Estado el que se ocuparía de sus huérfanos y eliminaba toda educación que viniese de fuera, una educación que en San Miguel había sido tan abierta para niños de toda clase, raza y condición, como había ocurrido en mi infancia.

Al regresar de Hangzhou, todo se había acelerado y sólo encontramos a Xue, desesperada, ya que las otras tres monjas se habían ido tras la advertencia de las autoridades —que ya las habían emplazado a abandonar la ciudad— y preocupada por la delicada salud de la luchadora Isabelle. Quedaban cinco niños, todos huérfanos y dos discapacitados, que Isabelle no había querido entregar. El capitán Lung no dudó un instante en preparar la partida como ya hizo una vez, sólo que ahora supimos que no habría retorno.

—Es hora de descansar, Isabelle —le había dicho—, o de pensar en volver a esa bonita Normandía.

A ella le habían brillado los ojos y había sonreído.

—Ya no hay nadie que me espere en ningún sitio, capitain, pero a usted sí.

—A usted siempre la querrán en cualquier lugar.

Lung le había devuelto la misma sonrisa. Ella le había hecho un cariñoso guiño.

—Seguro que me llevaría también. —Y enseguida le había cogido la mano y había mantenido la sonrisa—. Sé que no es usted un hombre religioso, pero celebremos la última Navidad en esta tierra maravillosa. También sé que es un día especial, ¿verdad?

El capitán asintió. Así que esa fue la última noche que estuvimos en San Miguel y yo había querido acostar a los niños.

—Yi, ¿qué pasó con William? —preguntó un niño llamado Bao. Estábamos en el dormitorio común y les había juntado las únicas tres camas que quedaban—. ¿Consiguió hacerse marino? ¿Está en Inglaterra?

No mentí.

—Sí, sigue allí.

—¿Y Jamie? —Wan, la más pequeña, puso una romántica expresión—. ¿Charlotte le volvió a hacer caso? Seguro que sí…

Me reí y contesté también con la verdad:

—Ah, pues no lo sé, pero se lo preguntaré.

Todos se sorprendieron enormemente.

—¿Pero esa historia no había pasado hace mucho tiempo? —dijo el niño más mayor, que se llamaba Feng.

—Sí, pero Jamie creció y terminó viniendo aquí, a China. Vosotros también lo conocéis.

Se asombraron aún más.

—¿Sí? ¿Dónde está?

—Vaya, creía que lo habíais adivinado. —Fingí decepción, pero enseguida sonreí—. Nos iremos con él pasado mañana.

Inmediatamente las caras se iluminaron.

—¡El capitán Lung!

Entonces advertí que era muy tarde y debían dormirse ya; tendríamos tiempo para más historias. Así que me despedí y los dejé cuchicheando. Al poco, también nos despedíamos de Xue y la hermana Isabelle. El capitán quería embarcarlos a todos a la mañana siguiente. También acabaría de estibar los víveres y una carga de material de construcción para un cliente en Hainan con el que había contactado durante aquellos días. Después, zarparíamos el día veintiséis.

Nos fuimos al Old Oak y yo supe cómo sería aquella noche tan única para él, y muy triste, pero que cuando acababa, se convertía en el día que, desde que tuve uso de razón, yo le deseaba siempre que fuera el más bonito. Afortunadamente era una noche clara y tibia, y las luces del puerto titilaban en el agua. Ming y los demás también sabían lo que pasaba y se retiraron pronto, unos para ir a tierra y otros por la guardia.

El capitán me obligó a abrigarme y cuando volví a cubierta, tras su figura a babor de proa, ya distinguí el pequeño resplandor tembloroso. Sé que le hubiera gustado estar navegando porque era eso lo que procuraba hacer en ese día, y ponerse al pairo por la noche. Pero esta vez las circunstancias no lo habían permitido. Me acerqué en silencio, un silencio que no me atrevería a romperle nunca y que sólo dejaba hueco para los sonidos que más les gustaban a los hermanos Bates.

En el hermoso cuento de Charles Dickens —el primero que aprendí en inglés— tres fantasmas visitaban al avaro y cascarrabias señor Scrooge en una noche como aquélla. Le mostraban cómo había sido, era y sería su vida si no cambiaba. El que lo llevaba al pasado tenía la forma de un niño, pero yo sabía que no era ningún fantasma: lo reflejaba la llama de la vela encendida en la borda porque estaba, y seguía vivaz y animoso, en los ojos del capitán. Luego, le hacía murmurar con la sonrisa más bonita que podía tener un hombre.

Ilustración de Natalia Llorente

Ilustración de Natalia Llorente

—Feliz cumpleaños, William…

Y él se la devolvió con su mismo brillo de agua y fuego.

La medianoche se cruzó en el cielo. Las manos del capitán nunca me parecieron tan cálidas como cuando se las cogí y me las acerqué a la cara para acariciárselas con la mejilla. Luego me incliné y le di un beso a los labios húmedos y salados.

—Feliz cumpleaños, Jamie. Y gracias otro año más por haberme dado los míos.

Bristol. 26 de diciembre. Boxing Day. 1949.

Rose Ann Bates descorrió las cortinas del ventanal de la salita y unos tímidos rayos de sol quisieron asomarse entre el cielo gris. Después se llevó el servicio de té a la cocina. Su hermana Elizabeth acababa de irse. El día anterior habían estado con ella, aunque para Rose hacía mucho tiempo que Navidad no significaba nada.

Oyó a John moverse por el despacho. Siempre se ponía a ordenarlo para el nuevo año en ese día festivo, pero cada vez su bastón sonaba más lento. Rose recogió todo despacio, atenta a los pasos de su marido, y después regresó a la salita para colocar distraídamente el juego de té limpio y seco en el aparador. Entonces, de reojo, vio el elegante Bentley negro que se detenía frente a la entrada y sintió que la sangre le subía a la cabeza. Después murmuró un débil «John», pero sin darse cuenta de que él había aparecido, alarmado por lo que en realidad habían sido dos gritos temblorosos llamándolo.

Rose creyó que Francis Constable subía los peldaños sin llegar nunca a la puerta. Después la ensordeció un ruido muy fuerte. El estallido de su corazón.

Mariola Díaz-Cano Arévalo. Noviembre 2011.

Memoria

Autor: Miguel Ángel Rodrigo

Ilustrador: Laura López

Corrector: Elsa Martínez

Género: Relato

Este cuento es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo, y su ilustración es propiedad de Laura López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Memoria

Un plato del color del caramelo. La sopa caliente. Aroma con disfraz de caldo de verduras. Y soñando hacia el techo la utopía, un humo débil. Hilera sinuosa, hechizante. Diluida su danza en el ascenso. Porque ser humo es ser nada. Escapan del caramelo la hilera que sueña y el aroma que se disfraza. Es la sopa caliente una sopa blanca; del color del hielo. Es suave. Es sosa. Flotan pistones y estrellitas que tú y la cuchara andáis mareando. La habitación y la estufa de butano y tú. Yo también. Al menos hoy, yo también. La estufa y su calor y tú y yo y nuestros alientos. El cristal de la ventana perlado de nuestra condensación. Fuera no nieva. Ni llueve. No es gris este día. Ni es blanco ni es negro. Tampoco es del color del caramelo. Ni de ninguno. Sólo es un día. Hoy es cualquier día.

«No sé si te lo he contado alguna vez», me cuentas, «hasta los quince años estuve convencido de poder recordar mi vida entera. Cada detalle de cada día. Cada minuto. Entonces recordar era sencillo», dices. Y miras la sopa.

«Fue Sonia quien me hizo caer en la cuenta. Hablábamos de los veranos. De que ir al pueblo ya no se llevaba. De que ninguno de los dos había ido nunca de vacaciones a un pueblo. Es curioso, ¿verdad?, sobre todo teniendo en cuenta que nuestros padres sí. Imagínate lo hartos que debieron terminar de fiestas, de pandillas y de orquestas, que no regresaron ni para borrar las huellas. Por eso nunca fuimos. En cambio, y a cambio, cada año nos perdíamos en algún lugar desconocido.  Íbamos acumulando rincones del mundo en la mochila. Viajé mucho de crío. También Sonia. Debo reconocer que hubiese preferido otro tipo de vacaciones. Y es que éramos demasiado niños, y los niños están poco hechos a las esencias que aguardan al viajero. De niño, uno no comprende el valor de la distancia porque no ha aprendido todavía a añadir el peso específico que cobra un lugar cuando está lejos. Sí, pienso que fue un despilfarro cognitivo. Un prematuro exceso empírico. En realidad, nos daba igual la Plaza Roja que Port Aventura, el Gran Bazar que La Illa Diagonal. Tampoco la solera histórica de los enclaves nos importaba un pimiento; tardé años en comprender el embrujo que había ejercido sobre mis padres aquella pirámide de cinco mil años que más tarde supe o atendí o quise atender era la tumba de un faraón egipcio llamado Keops –terminas casi sin aliento y tomas aire y me da la sensación de que te vas a lamentar por algo–: Ay, el pueblo. –Te lamentas. Y suspiras–. Hubiera querido tener uno al que ir. Del pueblo (de los pueblos –matizas–) sólo sabíamos lo que explicaban cada septiembre aquéllos que conservaban allí la casa y aquí la costumbre. Sonia y yo escuchábamos con avidez sus castizas aventuras y admirábamos aquellos bronceados tan estupendos. Sanos. Casuales. Categóricos y genuinos. Correlativos al lugar y a la época, como los tonos amarillos son al otoño de montaña. Y así, cada septiembre, tras nuestros viajes respectivos, volvíamos a envidiar el cómo, sencillo y fascinante de los veranos de pueblo. De piscina con toboganes y ríos limpios; de bicicletas para todos y patines sin rodilleras; de amistades profundas y  protoamores previos a los amores primeros. Los padres de Sonia no eran mis padres, te lo aclaro –me aclaras– por si me he estado explicando mal –y asiento mientras pienso que en realidad no te has explicado mal, tampoco esta vez, pienso. Y retomas:– Pues eso, que rara vez coincidimos en el destino de nuestros viajes. Recuerdo el verano que nosotros pasamos en Noruega. Los padres de Sonia la habían llevado a Japón. Qué envidia llegué a sentir. Japón me fascinaba. Estaba deseando regresar del frío nórdico para encontrarme con ella y vivir su viaje a través de cada detalle que pudiera hacerle evocar. Y grabármelo a fuego. Claro que por aquel entonces mi idea de Japón y la mística que había construido a su alrededor eran consecuencia directa de aquella costumbre invariable que llegó a ser ver el Goku. Cada tarde después del colegio. –Te detienes y me miras con los ojos muy abiertos–. Vale, ya lo pillo, no hace falta que pongas esa cara –dices mientras tomo conciencia de ella, de mi cara, de su expresión. La examino y compruebo que es normal. Y pienso que me preparas algo. Una broma, tal vez–. A ti eso del Goku te suena a chino. Pero es japonés –te ríes y toses y te ahogas y me río yo también sin ahogarme ni toser–. Yo te explico, escucha con atención: “Hace mucho, mucho tiempo –tu voz es solmene–, en una época misteriosa de la cual nadie no ha visto ni oído hablar, en una montaña a kilómetros y kilómetros de la ciudad, vivía un niño completamente solo con la madre naturaleza como única compañíaˮ. Me acuerdo bien de cómo empezaba–dices. Pareces estar de buen humor ahora. Los recuerdos son caprichosos, pienso. La memoria una malcriada, maldigo. Y me explicas que el niño se llamaba Goku y que su pelo parecía la copa de una palmera. Me hablas de grandes maestros en artes marciales y de unas bolas mágicas que concentran el poder de conceder cualquier deseo». Querría encontrarlas. Pedirles que vuelvas.

La cuchara llena. Trémula. La acercas a tus labios. Temblones. Bajas la mirada y la fijas en ella. Un océano completa su concavidad. Inoxidable el fondo. Aséptico. Estéril. Un golpe de pulso rompe la tensión de la tensión superficial. Gotas de caldo se arrojan al vacío lleno de sopa que hay en el plato.  Cae un pistón y vuela una estrella y entonces estalla todo en un géiser de color blanco que huele a verduras. Tu apetito hecho de hielo. Bajas la cuchara de nuevo y la apoyas en el vidrio barato que es del color del caramelo. Me sigues contando: Que fue Sonia quien te hizo caer en la cuenta. Que hablabais de los veranos; de que ir al pueblo ya no se llevaba, me cuentas que hablabais. Y te escucho. Y te quiero.

«Y una tarde –prosigues tras haber dado toda la vuelta–, Sonia me preguntó: “¿te acuerdas de lo bien que lo pasamos aquel verano en Lyon con André?” Recordaba que habíamos coincidido en Lyon un par de años atrás. Sonia y sus padres y los míos y yo. Pero el tal André no tenía cajón alguno asignado en el archivador de mi memoria. “¿André? –inquirí–. No”. Fue terrorífico. No lo recordaba en absoluto. Sonia me enseñó unas fotos donde se nos veía a los tres juntos bañándonos en la piscina del hotel. Qué bonito era aquel hotel, por cierto. Guardé silencio. Aquellas fotos fueron un batacazo. No lo recordaba todo de mi vida, como hasta entonces había creído. No cada detalle de cada día. No cada minuto. ¿Qué otras cosas habrían escapado ya del baúl de los recuerdos?» –te miro y no digo nada. Tengo la respuesta pero no te gustaría. Resoplas y continúas.

«Al cabo de pocos días recordé a André. Vagamente al principio y con claridad después. Se lió en Lyon con Sonia. Aquel mismo verano. El único verano en Lyon. Ella y yo teníamos trece años y él tenía ya quince. Yo era muy niño y un niño parecía. Sonia era muy niña pero lo parecía menos. André tenía quince años y una voz más grave que la mía y se afeitaba y hablaba francés. Joder. Y sucedió la última noche. Después de haber bailado y reído y poco a poco haber comprendido que tres son multitud, me fui a no dormir a mi habitación mientras ellos no dormían en el vestuario de la piscina. Éramos unos niños pero no lo éramos tanto. Sucede cuando la vida despierta y se deja de dormir o ya se duerme menos, a deshoras. Vaya –suspiras–, reprimí ese recuerdo después del viaje. Qué te parece».

«¿Qué si me gustaba Sonia? –preguntas como si te lo hubiera preguntado yo–. A los trece te gusta lo lejano y desconocido. Sin remisión. Lo idealizas volviéndolo imposible. Y cuanto más imposible lo vuelves, más te gusta. Más lo deseas. Como Japón. Como también Sonia. Luego, el paso del tiempo cambia algunas cosas. La intensidad de las percepciones se ajusta a preferencias nuevas. Por ejemplo, Japón me gustó cuando lo visité, pero hoy elegiría vivir en Noruega, tocan muchos más metros cuadrados por habitante. –Ahora tus pupilas se dilatan–. A Sonia, sin embargo, no la he olvidado».

Se esfuma el humo y llega el turrón. Blando el de Alicante y duro el de Jijona, pugnan ambos por escasear en un plato del color del hielo. El mismo color tiene la sopa que no te has tomado. Y también del hielo toma el frío ahora. Entonces, sopa y cuchara y frío se alejan en un platillo volador del color del caramelo. Y tú que lo observas querrías también escapar, pero no sabes de qué.

«En cambio, creo que Sonia me olvidó enseguida. ¡Qué coño! –protestas, carraspeas–. Pues claro que me olvidó, le faltó tiempo. La última vez que nos vimos teníamos veinte años. Un desastre absoluto. No habíamos hablado desde los diecisiete. Estaba preciosa. Yo idiota. No supe qué decirle. Ella me explicaba lo suyo y me preguntaba por lo mío. Fue muy dulce, eso sí. Pero percibí que su zalamería era fingida o estudiada. Hecha a medida para zanjar con solvencia aquel reencuentro inoportuno. Pesado. ¿Entiendes?» Te detienes. Me miras y esperas respuesta. Empatizo y te digo que claro, que lo entiendo. Asientes como si ahora ya pudieras continuar. Y, con seguridad, continúas: «Así que sólo pude sostener en el tiempo mi cara de idiota y contestar idioteces intemporales: que si sí, que si no, que si bueno, que si vale. Y no permitir que ella descubriese que yo había descubierto su prisa, su compromiso conmigo. Qué ridículo. Son curiosas las palabras, ¿no te parece?, pueden llegar a cobrar significados bien distintos. “Su compromiso conmigo”», repites con un susurro que es elegía sin métrica ni rima, pero que sí llora. Y qué será eso que llora, me pregunto. «La esperaban. Algún otro André que me pasaba por delante. ¿Sabes qué hice después?»  Te miento y te digo que no y me intereso. Tú esperas. Te significas. Y me lo cuentas: «Me monté en el coche y me ­­­fundí dos depósitos de gasolina hasta Lyon. Conduje escuchando todo el tiempo a Jamiroquai. Sí, ya lo sé, tu opinión de Jamiroquai es equivalente a la que yo tenía de Estrellita Castro a tu edad. Pero es que era tan funky», dices y te arrancas a cantar el bajo de Cosmic Girl.

Ilustración de Laura López

Ilustración de Laura López


Te observo y me pregunto si llega un momento en que sólo somos memoria. Y concluyo que sí. Que ni más ni menos. Y mirándote mirar lo duro que parece el turrón de Jijona, tengo la certeza de que, cuando la perdemos, termina lo que hemos sido aunque vivamos otras vidas en ficciones febriles. Enfermas. Por eso me hace tanto daño saber que Sonia no  existe ni ha existido y que nunca has ido más allá de los Pirineos. Que ni siquiera tenías carnet de conducir a los veinte y que has confundido desde siempre China con Japón. No sabes cuánto me duele decirte que sí mil veces mientras mil veces más te escucho con atención aparente y el alma rota. Me duelen cada día tus días cualquiera de sopa sin sal y turrón sin azúcar. Dependes de mí para existir. Para ser memoria. Porque cuando yo desaparezca y no quede nadie que sepa quién fuiste, ya no serás nada. Serás humo. Cómo decirte hoy que para mí lo has sido todo. Piensas en algo ahora. Tal vez en lo blando que parece el turrón de Alicante. Entonces te beso. Y te dejo en la mesita un paquete lleno de vacío con algo que es mi regalo. Y te digo que te quiero. Y que feliz navidad, papá.

Desde el umbral de la puerta te oigo hablar.

«No sé si te lo he contado alguna vez», cuentas a nadie, «hasta los quince años estuve convencido de poder recordar mi vida entera. Cada detalle de cada día. Cada minuto. Entonces recordar era sencillo», dices. Y miras nada.

 Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Noviembre de 2011

El espíritu de la Navidad

Autor: Salvador Moreno
Ilustrador: Jessica Sánchez
Género: cuento
Este cuento es propiedad de Salvador Moreno, y su ilustración es propiedad de Jessica Sánchez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

Tenía diez años, ojos azules, el pelo rizado, y dorado como el trigo espigado en la campiña antes de ser cortado. Vestía pantalón ajado por la miseria, un suéter azul con rayas blancas de mangas largas que le sobrepasaba las rodillas.

Su madre trabajaba limpiando escaleras por un mísero sueldo; su padre tenía como ocupación darle a la botella y propinarle palizas a su mujer cuando llegaba embriagado.

La niña se ocultaba tras unos cartones cuando veía a su padre maltratar a su madre, muerta de miedo no le salía ni un sollozo. Una tarde fue con su madre al centro de aquella maravillosa ciudad, donde ya brillaban las luces dela Navidady los escaparates relucían llenos de artículos inalcanzables para ella.

Cogida de la mano de su madre, miraba con un brillo en sus ojos que iluminaba más que alguno de aquellos árboles llenos de bolas de cristal y de luces que parpadeaban como estrellas.

En un remolino de gente se soltó su pequeña mano de la de su madre. De repente se detuvo frente a una fuerte y cegadora luz.

Delante de ella, tan cerca que podía tocarlo, estaba aquel gordinflón con rosadas mejillas, con enormes barbas blancas vistiendo un traje rojo, sentado en un trineo tirado por renos que miraban la muchedumbre con ojos redondos donde Rocío pudo mirarse como si fueran espejos.

El hombre vestido de rojo la miró y con un guiño le pidió que se acercara. La cogió en sus brazos. Rocío sintió el calor que desprendían sus brazos; blancas barbas que nacían de las sonrosadas mejillas como chorros de agua plateada por la luna la enredaron con tacto algodonado.

Su madre apareció entre la muchedumbre, se acercó y abrazó a la pequeña que miraba a los renos con los ojos muy abiertos. El hombre del traje rojo se despidió de ella con un beso en la mejilla. Madre e hija se alejaron por la avenida mirando de vez en cuando hacia atrás

Esa noche Rocío se durmió feliz pensando en su aventura.

Rocío se despertó con los gritos de su padre que una vez más llegaba borracho y le estaba pegando a su madre. Se levantó despacio y se asomó tras la cortina que dividía aquella chabola en dos. Sus ojos se llenaron de lágrimas, una rata cruzó la calle, Rocío se refugió entre sus mantas, a pesar del miedo el sueño la venció. Soñó con un trineo tirado por renos volando bajo el cielo estrellado.

Ilustración de Jessica Sánchez

Ilustración de Jessica Sánchez

Cuento de Navidad

Autora: Carme Sanchís

Ilustradora: Pilar Puyana

Corrección: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: cuento (para mayores de 4 años)

Este cuento es propiedad de Carme Sanchís, y su ilustración es propiedad de Pilar Puyana. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Cuento de Navidad

Ilustración de Pilar Puyana

Ilustración de Pilar Puyana


Cuentan los osos más sabios el día de Navidad la historia de tres familias a los más pequeños del lugar. Se sientan haciendo un círculo y empiezan a explicar, y los pequeños escuchan inquietos el cuento de Navidad.
– La primera de las familias estaba formada por una madre, un padre y un hijito ratón. Vivían en la casita para roedores más grande que existió.
Vestían todos los días con trajes de seda que Mamá ratona cosía aprovechando retales de telas.
Papá ratón se sentaba en su cómodo sofá, fabricado con una cajita de terciopelo que en algún tiempo guardó un collar.
En un lado del comedor tenían una rosa blanca cubierta con purpurina, y ese era su árbol, más grande no les cabía.
Y debajo de la rosita, decenas de regalos esperaban ser abiertos. Algunos eran enormes y otros muy pequeños.
Y así vivían la fiesta nuestros amigos ratoncitos, rodeados de regalos, amor y mucho cariño.

– Nuestra segunda familia estaba formada por una gran pareja de monos y sus pequeños monitos. Vivían en una gran selva, disfrutando día a día de la naturaleza que veían.
Pero, cuando llegaba la Navidad, hacían las maletas y al Tíbet iban a descansar.
La familia de monitos era budista y viajaban durante días para reunirse con el resto de su familia.
Allí meditaban todos juntos y hablaban de sus vidas durante el día. Cantaban, bailaban y reían toda la noche hasta que amanecía.
Sus túnicas eran brillantes, pasaban de padres a hijos. No necesitaban regalos, pues el viaje ya les hacía felices.
Y de este modo pasaban las fiestas los monitos budistas y toda su familia.

– Y por último, la familia de pingüinos, que como eran los dos machos adoptaron una foquita para darle un hogar y una familia.
Los pingüinos y su hija se reunían con sus amigos, celebraban esta fiesta juntos y cantaban villancicos.
Iban a un gran restaurante, en una cueva iluminada por la luna, y reían todos nadando en el agua oscura.
Regalaban cada uno un regalo a sus hijos para que viesen la Navidad como una fiesta de amor y cariño infinito.
Los pingüinos se vestían con corbatas de seda, y ellas decoraban su cuerpo con margaritas y estrellas.
Así termina el cuento de navidad, y los viejos osos señalan a un abeto, lleno de regalos para los oseznos.
Cada familia celebra de diferente modo la Navidad, pero todos desean vivirla junto a sus seres más queridos.

Ilustración de Pilar Puyana

Ilustración de Pilar Puyana

La noche perfecta

Autora: Chus Díaz

Ilustrador: Fernando Halcón

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: microrrelato

Este cuento es propiedad de Chus Díaz, y su ilustración es propiedad de Fernando Halcón. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 LA NOCHE PERFECTA

Cada 24 de diciembre, subo a mi vieja furgoneta y recorro las calles del barrio residencial. Llevo un traje de Papá Noel que me va algo grande, pero que aun así permite que me mueva con bastante agilidad. Una larga barba postiza y un saco marrón completan mi disfraz.

No soy el único que circula esa noche por las calles con la parte trasera de su vehículo repleta de juguetes. Ni siquiera soy el único que aprovecha las sombras para entrar en las casas sigilosas con su saco cargado al hombro. Pero sí soy el único que, al salir de cada casa, lleva el saco más lleno que cuando entró. Y es que yo aprovechola Nochebuenapara colarme en hogares ajenos y llevarme todo lo que encuentro bajo el árbol.

Escojo las casas con especial cuidado. Vigilo que todas las luces estén ya apagadas. Me aseguro de que no tengan alarma de seguridad ni haya perros cerca. Busco una ventana accesible a pie de jardín e intento abrirla; si cede fácilmente, me cuelo dentro. Localizo el árbol de Navidad y voy directamente hasta él: por norma general, encuentro allí todos los regalos. Entonces lleno mi saco y salgo de la casa, dejando el resto como lo encontré.

En mi furgoneta se apilan cada vez más paquetes. Soy precavido, y por eso nunca vacío el saco por completo después de cada trabajo. Si alguien me sorprende rondando una casa, podría sospechar de un saco vacío; pero un saco en el que se intuyen regalos y un guiño de ojos cómplice le harán creer que soy el mismísimo Papá Noel en acto de servicio.

Esta noche, he entrado ya en tres hogares sin problema. Pero la casa en la que estoy ahora me desconcierta: no he encontrado regalos. Ni siquiera he podido localizar el árbol de Navidad. Extrañado, recorro el salón con un sigilo extremo. Busco detrás del sofá, entre las cortinas, incluso en el armario que hay bajo el televisor. No aparece ni un solo regalo.

Estoy tan concentrado buscando mi botín que no le oigo llegar:

—Mamá dijo que este año no vendrías por culpa de la crisis.

Alzo la cabeza para descubrir a un niño en pijama. Sus ojos me observan con ilusión. Reacciono con rapidez, antes de que se dé cuenta de que no soy quien cree y grite.

—¡Claro que he venido! ¿Cómo no iba a hacerlo?

El niño sonríe.

—Deberías estar durmiendo —le regaño, esperando que esas palabras le convenzan. Y parece que surten efecto, porque se gira lentamente hacia el pasillo. Decido jugar mi última carta—. No le digas a nadie que me has visto, ¿de acuerdo? Será nuestro secreto.

Ilustración de Fernando Halcón

Ilustración de Fernando Halcón

El niño asiente y se aleja pasillo adelante. Espero sin moverme hasta que sus pisaditas se vuelven imperceptibles. Confío en que haya vuelto a su cuarto, que no le haya parecido mejor idea avisar a sus padres de que Papá Noel está en el salón. Entonces avanzo con rapidez hacia la ventana, temiendo escuchar en cualquier momento un grito de alarma.

Algo me hace detener en plena huida. Abro mi saco, elijo tres paquetes al azar y los dejo junto a la ventana. Después abandono la casa algo confundido.

Misión cumplida

Escritora: Rosina Peixoto

Ilustradora: Marta Herguedas

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: Narrativa, cuento corto

Este cuento es propiedad de Rosina Peixoto, y su ilustración es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

MISIÓN CUMPLIDA

Era la madrugada de un día gélido y nevado cuando llegó a su casa cansado, pero feliz. Se quitó las botas y las dejó al lado de la puerta como de costumbre, luego el gorro y el abrigo. Su casa era cálida y acogedora; se dirigió a la estufa y avivó el fuego. Una taza de chocolate caliente le daría energía renovada. Se manchó la barba blanca como era habitual. Ese rito se repetía año tras año.

—Misión cumplida. Fue un año de dedicación y trabajo arduo, no es fácil hacer millones de juguetes para todos los gustos. Cada año tengo más duendes ayudantes, pero antes no necesitaba tantos. Claro, ahora hay más niños en el mundo. Con solo imaginar la carita de felicidad de esos niños al despertar y ver sus regalos dentro de las medias o debajo del arbolito, siento un inmenso placer.

Se dirigió al espejo y se miró durante largo rato. Al no tener el abrigo puesto pudo ver su contorno de forma más nítida. Debajo de la barba blanca colgaba una gran papada, y al ponerse de perfil sobresalía la barriga. Tomó la cinta métrica y se midió, luego tomó el cinturón negro de cuero y quiso ajustarlo, pero pudo abrocharlo en el último agujerito.

—Es hora de que empiece a adelgazar, si sigo comiendo tanto llegará un momento que no pasaré por la chimenea y no podré realizar mi cometido. Además me estoy haciendo viejo y no tengo la agilidad de antes. Mis renos, mis grandes amigos, tendrán que esforzarse más para llevarme en el trineo. No es justo que deje esperando a mis amiguitos, todos los niños del orbe.

Se agachó y removió las brasas con los atizadores. Pensó que ya no repartiría carbón a los niños que se habían portado mal, eso nunca le había gustado.

— En realidad no hay niños que se comporten mal todo el año, hacen alguna travesura de vez en cuando, pero son buenos por naturaleza. Es incómodo llevar las bolsas de carbón además de sucio. Me lleno de hollín cuando me deslizo por la chimenea, eso es suficiente.

Papá Noel se acostó porque le esperaba un día muy agitado, y se durmió en un rato. Al día siguiente llamó a los duendes y los citó en su casa para el almuerzo. Les comentó su idea de no llevar carbón el año siguiente. Si un niño se portara mal, ya tendría suficiente castigo al saber que no había actuado bien. Les comunicó que cuidaría su salud para poder cumplir con su compromiso.

Empezaron a anotar los regalos que fabricarían para el próximo diciembre. Tuvieron que comprar muchos cartuchos de tinta para imprimir semejante lista. Comieron, bebieron y cantaron festejando la Navidad que había culminado y los preparativos para la Nochebuena del año siguiente.

Papá Noel también pidió un deseo: poder cumplir con su misión de hacer felices a tantos niños.

Ilustración de Marta Herguedas

Ilustración de Marta Herguedas