Autor: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Ilustradoras: Natalia Llorente y Laura Vazval
Gérnero: relato (a partir de 13 años)
Este cuento es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Natalia Llorente y Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Velas
Bristol. 23 de diciembre. 1913.
—¡Jamie, mira! ¡Lo he conseguido!
—¿Qué haces? ¡Te puedes caer!
—¡Estoy bien agarrado! ¡Sube!
—¡Te dije que no te alejaras!
—¡Bah, eres un cobarde!
—¿Qué? ¡Baja o voy a…!
—¿También eres un chivato?
—¡Ahora verás!
El niño en el árbol se rió moviendo las piernas descolgadas de la rama. Entonces se oyeron unas nuevas voces.
—¡Mirad, son los Bates! ¡Eh, Jamie, ¿otra vez de niñera?!
—¿Se te ha escapado el pequeño Billy?
—¡Carasucia, me llamo William y no soy pequeño! —gritó el niño.
—¡Pero eres de mantequilla! ¿Cómo te has subido? ¿Has traído una escalera?
—¡Sé trepar!
—¡Jamie, ayer se te escapó esa tonta de Charlotte, hoy tu hermanito… ¿Quién será mañana?!
—¡A lo mejor tú y tus dientes, Tim Connell! ¡Quédate ahí si te atreves! —exclamó William, que, soltándose un momento, levantó el puño, amenazante.
—¡No, William, no te muevas! ¡Espera! —le ordenó Jamie, alarmado.
Pero William perdía el equilibrio e intentaba volver a agarrarse a las ramas sin lograrlo. La rabia se le transformaba en horror igual que a Jamie, que pudo dar los pasos justos para ponerse debajo y amortiguar con su cuerpo la peligrosa caída de espaldas de su hermano. El manto de la nevada en la noche anterior evitó peores consecuencias para ambos.
Las risas de los otros niños se congelaron. Accidentes así podían ocurrirle a cualquiera y solían provocar compasión más que burla, así que corrieron hacia ellos.
William, sentado entre los brazos de Jamie, miró alrededor con los ojos desorbitados de la impresión. Carasucia Lester silbó al llegar.
—¡Qué caída!
—¿Estáis bien? —preguntó Tim Connell, más preocupado.
—Sí, creo. ¡Ah! —Jamie se quejó llevándose la mano al hombro izquierdo al incorporarse un poco y William se apartó, asustado.
—¡Jamie, ¿qué te pasa?!
—No es nada. ¿Tú estás bien? Vamos, levanta. Sólo falta que nos empapemos y cojamos un resfriado.
—Eh, dame la mano, William. —Tim Connell se la tendía—. Es que te enfadas enseguida. No íbamos de malas.
—Sí, claro… ¡Ay! ¡Mi rodilla! —gimió él al apoyarla en el suelo.
—Lo sabía —masculló Jamie, sujetándolo.
—¡Andy, trae el trineo! —ordenó Tim a otro niño pecoso a su lado—. Y tú, Carasucia, ¡ayuda también! Jamie, deja que os llevemos.
—Gracias —respondió él con una mínima sonrisa.
Tim Connell era el matón más temido del barrio, marrullero en cualquier juego o aventura y siempre buscando su propio beneficio, acompañado de sus dos fieles escuderos, Carasucia Lester y el callado Andy Lane; pero, a su favor, sabía reconocer la mala estrella de los rivales y, como también sabía todo el vecindario, la del pequeño de los Bates era más que mala.
Así que, cuando Andy llevó el trineo, sentaron a William con cuidado y se encaminaron a la salida del parque lentamente. Al llegar cerca de su casa, William también les dio las gracias débilmente, ya perdida la excitación por la hazaña y arrepentido de haber dado esquinazo a su hermano.
—Lo siento —murmuró mientras se quedaban un momento frente a la fachada rojiza—. Sólo quería intentarlo y cuando he visto que podía…
—¡Te dije que siempre tendría que estar yo! ¿Por qué no te has esperado?
—Es que quería hacerlo solo… Siempre tienes que venir conmigo… Soy un fastidio… Perdóname…
Los grandes ojos verdes se le encharcaron de genuina pena. William Robert Bates era alegre, de vivo genio y luchador porque también conocía su débil naturaleza. Y su hermano Jamie no podía enfadarse con él ni dos minutos sin sentir el más profundo cariño por su valentía y buen ánimo; así que cambió el gesto airado por un suspiro.
—Anda, no llores. ¿Podrás caminar hasta la puerta?
—Sí, pero… Oh… ¿nos quedaremos sin cumpleaños?
—Deja que hable yo —contestó Jamie. Después se enfadó consigo mismo por considerarse el culpable y ser un idiota.
Sin embargo, también pensó enseguida en… sí… la verdadera culpable: Charlotte Harrington, que un día le aceptaba con efusivos aspavientos las flores, las frutas o la cajita de caramelos que a Jamie le había costado semanas de ahorro por recados, y otro ni se dignaba a mirarlo si estaban cerca el estirado Oliver Archer o el más estirado Percy Landford. Si hasta sus nombres eran cursis…
Pero, últimamente, Jamie había observado que las atenciones de Charlotte variaban según el valor de los obsequios o la conveniencia de quien se los regalara, sin precisar mucho el aprecio real que pudiera sentir por ambos, aunque el admirador hubiera dado todas las muestras posibles de rendido enamoramiento. Así que, tras una serie de recientes desaires, el orgullo de Jamie demandó una aclaración. Al fin y al cabo, ¿para qué servían las niñas? Se asustaban por todo, pero querían participar en todo cuando ni siquiera podían mancharse los zapatos o los vestidos. También eran chillonas o tenían muy mal genio por muy inofensiva que fuera la broma que se les gastara; o había que estar pendientes de ellas porque eran más débiles y delicadas, o así lo decían los mayores aunque Jamie lo dudaba bastante. Ah, pero sí servían para admirarlas sin descanso cuando eran como Charlotte.
Porque ella era un ángel o, al menos, Jamie estaba seguro de que los ángeles debían ser así, con ese pelo color miel, largo y ondulado, que le brillaba al sol igual que los ojos grandes y vivaces cuando reía o almibarados cuando los entornaba. O quizás era un hada de voz cristalina, finas manos y pasos etéreos. Y como cualquier hada, lo había hechizado de tal manera que le llenaba todos los pensamientos libres, sumiéndolo en un estado de alteración que a veces era insoportable hasta el momento en que volvía a verla. Cuando le sonreía, le hablaba o lo tocaba aunque sólo fuera en un roce, Jamie apenas creía respirar, y si en alguna ocasión le había cogido la mano, había sido el paraíso. Así que, ¿por qué ahora ella parecía compartirlo con otros?
Por eso, esa tarde, de vuelta de la visita a la tía Liz, y de paso por casa de Charlotte, Jamie había pedido a su hermano que esperara unos momentos; rondaría por si la veía y si no, tenía esperanzas de encontrarla en el parque. Pero William…
Llevaba mucho rogándole que lo enseñara a trepar, por más que se lo habían prohibido terminantemente y Jamie tenía serias advertencias al respecto. Sin embargo, William se había empeñado: si aprendía, sería un regalo de Navidad para sus padres. Así verían que no era un niño frágil ni enfermizo, que se resfriaba a menudo o no podía correr ni hacer grandes esfuerzos porque sus huesos parecían de cristal y su corazón se cansaba demasiado pronto. Trepar a un árbol no muy alto no sería difícil ni necesitaría mucha fuerza. Al final, su insistencia fue tanta que Jamie había cedido, pero le hizo jurar que él siempre tendría que estar cerca. Cuando estuviera lo suficientemente seguro, podrían preparar la sorpresa para sus padres. Pero a la primera distracción, pasaba aquello.
Vaya manera de llegar a Navidad… Ni explicaciones de Charlotte y más que explicaciones a su padre. Y, además, el hombro le dolía mucho.
Los gritos de Rose Bates al ver a uno cojeando y al otro con el brazo desmadejado pasaron a la posteridad. Lo siguiente fue el inmediato aviso al doctor Sullivan y los mimos a aquellos hijos traviesos y adorados por encima de todas las cosas.
Ilustración de Laura Vazval
—¿Que os caísteis del trineo de quién? ¿Pero por qué habéis cruzado el parque?
—En el trineo volveríamos antes y entonces ha saltado esa piedra…
—James, no me estarás mintiendo, ¿verdad?
—De verdad que no, mamá —contestó el niño sin vacilar—. Ha sido mala suerte.
—Doctor, dígame qué hago con ellos…
—Son niños, señora Bates. Hay poco que hacer —respondió él con media sonrisa.
—¿Y por qué el Señor no me pudo dar niñas?
—Porque son tontas —murmuró Jamie, pensando en voz alta.
—¿Cómo? ¡Pues yo también fui una niña!
—¡Oh, no, mamá, no quería decir…! ¡Tú eres la mejor madre del mundo y la más guapa!
—¿Y ahora zalamerías? ¡Ay, Dios mío!
—Bueno, William —dijo el doctor al terminar de examinar su rodilla—, esto no parece importante. Rose, quédese esta pomada. Ahora, que mantenga la pierna en alto y si mañana ve que hay inflamación, avíseme otra vez. En cuanto a Jamie… —Sólo le puso la mano suavemente en el hombro y el niño se quejó, estremecido—. Vaya, creo que se te ha dislocado, pero te lo puedo curar ahora mismo. Será muy rápido aunque te va a doler un poco más. ¿Lo intentamos?
Jamie consideró que parecer cobarde dos veces en una tarde era demasiado y el dolor era tanto que seguramente no podría empeorar. Se equivocó.
Como cada día, John Bates llegó al anochecer. Lo recibió el olor a linimento. William… ¿Qué habría sido esta vez?, ¿un resbalón?, ¿otro de sus mareos? Pero ¿cómo podría estar un niño encerrado en casa todo el tiempo?, y más uno como William. Negó con resignación al cerrar la puerta.
En la salita, Jamie y William se miraron con cierta aprensión al oír a su padre. Después, se acercó el familiar sonido de su bastón.
En realidad, no podían quejarse. Su padre jamás se enfadaba ni les había puesto la mano encima, algo que no podían decir la mayoría de los niños que conocían. Pero no le hacía falta: le bastaba con el grado de inclinación del mentón o la ceja. Normalmente los hermanos Bates apostaban por uno u otra porque si usaba los dos, entonces sí tendrían problemas serios.
John los vio cuando Rose llegaba al mismo tiempo a su lado para darle un cariñoso beso, cogerlo del brazo y comentarle, melosa, que sólo había sido una simple caída por la nieve. Sería suficiente con tener que quedarse quietos. John se pasó la mano por el pelo castaño claro y después por la cuidada barba de igual color mientras los ojos azules le destellaron. Miró a sus hijos sucesivamente: eran tan distintos… Habían nacido en días seguidos con la diferencia de un año, pero el mayor era sano y fuerte, reflexivo y pacífico, mientras que el menor era un torbellino de entusiasmo constante y mil inquietudes que un destino incomprensible mantenía acotadas en un cuerpo pequeño, delgado e injustamente enfermo. Sin embargo, ambos eran soñadores como él y hermosos como su madre.
Hizo un gesto de cansancio y se sentó en una butaca frente a ellos, colgando el bastón en el respaldo. A continuación, señaló a William para hablar con voz grave y siempre calmada.
—Así que quieres terminar como yo.
—No, padre, es que…
—¿Ya me interrumpes? —William bajó la mirada y John siguió—: Tienes la rodilla vendada y tu hermano un brazo en cabestrillo, así que el mal ya está hecho. Y ya son vuestros cumpleaños y Navidad, pero no vais a poder celebrarlos.
—No ha sido nada y…
—¿Tú también, James? —John no varió el tono—. Pero de ti sí quiero una explicación y será mejor que me convenza.
En medio del revuelo materno y la visita del doctor, Jamie había tenido tiempo para elaborar lo que consideró sólo la verdad cambiada. Además, su irresponsabilidad seguía siendo cierta y confiaba en que su también verdadero arrepentimiento y disculpas lograran conmover. Así que habló con un discurso sin improvisaciones y las pausas dramáticas más efectivas que sabía.
John mantuvo el gesto sereno todo el tiempo. Jamie pensaba que los padres que gritaban o usaban la correa podrían atemorizar más, pero al menos se los veía venir. El suyo permanecía impasible y bajaba la voz.
—Ahora la verdad.
¡Maldición! ¿En qué había fallado? Pero no había tiempo para pensarlo y Jamie se reafirmó en sus palabras. Su padre aún dejó pasar unos instantes y miró de reojo primero a su mujer y después a William.
—Bien —habló—, como ha dicho vuestra madre, ahora tendréis bastante con quedaros quietos estos días, pero eso significa que vais a darle más trabajo.
—Yo estaré bien mañana. La ayudaré —dijo Jamie, sumiso.
—No es suficiente. Cuando se es descuidado y no se piensa en las consecuencias de lo que se hace, que también pueden afectar a los demás, hay que compensarlo. Así que tendremos que quitarle trabajo, por lo que no habrá celebraciones de cumpleaños y, si William sigue así, no podremos hacer la travesía en la Blaine.
Con el gesto desencajado, William se incorporó al instante como si tuviera un muelle.
—¡No, eso no! ¡Casi no me duele! ¡Podré ir!
—No. No me arriesgaré a que esa rodilla no esté perfectamente bien y te falle para que entonces tengas que pasarte ahí quién sabe el tiempo.
—¡No, de verdad que estaré bien! ¡Por favor, papá!
—No lo repetiré, William.
Y de nuevo el vivo genio del niño le jugó una mala pasada.
—¡Maldita sea! ¡Lo he hecho solo! —Rose dio un paso hacia él pero John la detuvo. William siguió—. ¡Pues me pondré bien y lo conseguiré otra vez! ¡Ya lo veréis!
—¿Qué veremos? —preguntó John quedamente observando cómo Jamie parecía hundirse en el sillón.
Enseguida William lamentaba el poco control de su rabia al tiempo que se admiraba de que su hermano, con inquebrantable lealtad, reaccionara y dijera:
—Nada. Es que ha conducido el trineo él solo, bueno, un poco, y luego…
—Basta, James. —Su padre lo miró solamente y él se rindió.
John entonces se inclinó hacia William y un torrente de palabras entrecortadas por el llanto inundó la sala con toda la verdad. La apenada imploración de perdón le encogió el corazón a Rose, pese al enorme susto de conocer la realidad. También a John, pero debía mantenerse firme. Así que acercándose más al niño, le tocó el brazo suavemente.
—Eh, tranquilízate. Sé que te das cuenta del peligro que has corrido y de lo que ha hecho tu hermano, ¿verdad? —William asintió hipando—. Pero tu hermano también ha mentido porque siempre quiere taparte aunque sabe que no debe, y eso sí que es grave. —John miró a Jamie que, ya sin orgullo alguno, al menos dejaba escapar las lágrimas en silencio. William pareció más desconsolado.
—También le he pedido perdón… Por favor, papá… no nos dejes sin… No me moveré… haré cualquier castigo… pero la travesía no… Por favor…
John suspiró profundamente. Si algo ilusionaba y daba energía a aquel niño eran los barcos y todo lo que tuviera que ver con ellos. A él y al hermano, que, con apenas entendimiento, mostraban auténtico entusiasmo cada vez que iban al mar. Ya disfrutaban más que excitados con sólo navegar por el Avon, pero que además él trabajara en el puerto, no había hecho más que aumentar su afición. Y como todo niño de Bristol, hubieran dado lo que fuera por haber sido Jim Hawkins (Jamie presumía inmediatamente de llamarse igual), vivir en la posada del Almirante Benbow y haberse encontrado el mapa del tesoro del capitán Flint en el cofre del borracho Billy Bones. Así, sus peores pesadillas habían sido con la llegada de Perro Negro, y su mayor entretenimiento las apuestas por adivinar, de entre todas las tabernas del puerto, cuál habría sido El Catalejo para poder conocer a su dueño, el terrible y traicionero pirata John Silver el Largo. Y, en su desbordada fantasía infantil, lo habían querido ver a él casi como un pariente lejano. «Te llamas igual y… cojeas y sabes navegar y conoces todos los cuentos de los mares». «Ah, pero no tengo una pata de palo, así que ¿es que soy tan malo como él?», les preguntaba divertido fingiendo ofenderse. Ellos, cariñosos, negaban enseguida y le pedían que siguiera contándoles historias.
John sintió el suave apretón de la mano de su esposa y por fin dijo:
—Tendréis que hacerme una promesa.
—¡La que sea! —exclamaron los niños al unísono.
—Ni una mentira más. Si la hay, no volveré a confiar en vosotros y eso sí que será serio.
El juramento fue solemne y, no, los hermanos Bates no pudieron celebrar sus cumpleaños, pero no les importó porque, dos días después de Navidad, embarcaban en la Blaine, una fragata de tres palos y casco negro y amarillo, que aún estaba en servicio después de cuarenta años. Los grandes barcos de metal ya solían ahogarla con sus humos y sus ruidos, pero ella seguía ufana en el muelle principal y sólo dejaba que fuera el viento el que le diera sus sonidos de madera. El tiempo quiso acompañar suavizando el húmedo frío y aclarando un poco el cielo.
Aquella travesía por la bahía era una tradición anual dela Armadapara su personal de tierra en Bristol, del cual formaba parte John Bates al no haber podido hacer carrera por un accidente en su primera instrucción siendo muy joven. Sus superiores, consternados por haber visto su gran valía, intervinieron para proporcionarle un puesto como civil y él, aunque con tristeza, lo había agradecido quizá menos por sí mismo que por la preciosa muchacha con la que quería casarse. Después, no se volvió a lamentar y los dos niños que tuvieron le decían casi cada día que a ellos no les pasaría nada y lo conseguirían, y se harían con el mando no de un barco, sino de una escuadra entera. El pequeño iba más allá y aspiraba a almirante con gallardete azul sobre toda la flota.
Pero ese día William tuvo que estar en el rincón más resguardado de cubierta, en una silla con ruedas que le trajo el doctor Sullivan y, además de abrigado hasta las cejas, envuelto en mantas para evitar sus constantes resfriados. Envidió a los niños que corrían y gritaban, pero se conformó, fascinado cuando la Blaine desplegó todas las velas y el viento las hinchó, haciendo crujir los palos. Y agradeció emocionado que su hermano no se moviera de su lado para contarle todo lo que ocurría.
Shanghai. 24-25 de diciembre. 1949.
Los niños sonrieron cuando acabé la historia. Yo también, aunque había omitido el verdadero final en el que, sólo un año después, Jamie comprobó que la vida era la mayor mentira. Pero era el cumpleaños de William, a quien no le gustaba que nadie se entristeciera por él.
Estábamos en San Miguel otra vez tras un mes en Hangzhou. Mi tobillo se había curado enseguida, pero el hombro del capitán sí tardó pese a la limpia herida. Siempre había tenido molestias y ahora se habían juntado con un considerable cansancio de situaciones tensas y peligros encadenados en poco tiempo, más el año que sumaba su cuerpo. También tardó la pierna rota del profesor Warwick y Sarah Constable estuvo muy débil, así que su padre no dudó en permanecer allí el tiempo necesario hasta que se recuperaran completamente.
Fue él también quien llamó a la puerta del cuarto donde estábamos descansando esa mañana. Yo había querido volver a mi cama apresuradamente, pero el capitán me lo impidió: aquella situación solamente la hubiera malinterpretado quien hubiese querido o sabido la verdad sobre nosotros. Pero eso fue lo único que Lung le había ocultado a su antiguo instructor, y su intención era seguir haciéndolo. Sé que se trataba de la protección que él consideraba más importante, y yo, aunque ya no viese riesgos ni amenazas por parte de nadie, lo entendía perfectamente pese a mi queja interior por su resistencia al especial sentimiento que nos había atrapado. Pero me alegré al descubrir de pleno que James Lung siempre me había mostrado abiertamente cómo alzaba o derribaba sus escudos.
El señor Constable había entrado tras oír el firme «adelante» del capitán, y si la situación lo sorprendió, fue extraordinariamente discreto. Sólo había querido saber cómo nos encontrábamos y comentar esa intención de que no hubiera prisa por recuperarnos. Y eso fue lo que pasó.
En ese tiempo trabé amistad con Sarah Constable, una mujer alegre, muy culta y guapa, que, a pesar de la mala experiencia sufrida, admiraba mucho la cultura china y estuvo más que agradecida por conocernos, muy interesada por nuestra vida. No tuve la misma impresión de su marido, aunque también era un hombre muy inteligente y de exquisita educación; pero no pude evitar sentir un trato algo frío —o extrañamente ambiguo hacia mí— bajo su atractiva apariencia. El capitán también lo percibió y lo interpretó mejor que yo, pero no dijo nada ni yo tampoco le pregunté, y me dediqué a ayudarlo en lo que no pudo valerse con el hombro herido.
Después, regresamos a Shanghai, otra vez con escolta del ejército rojo.
La revolución había triunfado de lleno, pero no me gustó que significara aquel nuevo éxodo de población y extranjeros, por no hablar de la ingente presencia militar que, ahora, no era una invasora. Al capitán tampoco le gustó. No quería volver a Hong Kong, pero si se había acabado el libre comercio, sería de los pocos lugares que podrían mantenerlo. Sin embargo, sabía lo que yo quería que hiciéramos y no me faltaron aliados para convencerlo, pero no lo lograron. Entonces Constable dejó de insistir entendiendo que el capitán quisiera ocuparse de asuntos pendientes antes de tomar la decisión de regresar a Inglaterra. Además, también él necesitaría tiempo para asegurarle esa vuelta y lo único que aceptó Lung fue que informara a sus padres de que estaba vivo.
Así que se marcharon a primeros de diciembre en un buque que se llevaba a mucho personal de la prefectura británica. Viajarían hastala India, donde el señor Constable tenía que hacer escala, y desde allí tomarían un vuelo a Londres. Constable se despidió con unas últimas palabras llenas de intención.
—En realidad, será fácil probar su identidad. Es usted igual que su padre. Ya lo verá.
Ming y el resto de la tripulación nos recibieron aliviados, pero también lamentaron lo que nos había sucedido. Fueron quienes mejor nos contaron cómo las cosas habían cambiado más que deprisa en Shanghai y, en especial, en San Miguel.
Antes de irnos ya habíamos apreciado la escasez de recursos y, sobre todo, los pocos niños en la misión. Primero había sido la guerra civil, pero ahora, el nuevo régimen impuso su política de inmediato y, entre otras cosas, dictó no sólo el límite al libre comercio, sino la supresión de cultos de cualquier religión. Y la protección francesa de San Miguel dejó de tener efecto. Ahora sería sólo el Estado el que se ocuparía de sus huérfanos y eliminaba toda educación que viniese de fuera, una educación que en San Miguel había sido tan abierta para niños de toda clase, raza y condición, como había ocurrido en mi infancia.
Al regresar de Hangzhou, todo se había acelerado y sólo encontramos a Xue, desesperada, ya que las otras tres monjas se habían ido tras la advertencia de las autoridades —que ya las habían emplazado a abandonar la ciudad— y preocupada por la delicada salud de la luchadora Isabelle. Quedaban cinco niños, todos huérfanos y dos discapacitados, que Isabelle no había querido entregar. El capitán Lung no dudó un instante en preparar la partida como ya hizo una vez, sólo que ahora supimos que no habría retorno.
—Es hora de descansar, Isabelle —le había dicho—, o de pensar en volver a esa bonita Normandía.
A ella le habían brillado los ojos y había sonreído.
—Ya no hay nadie que me espere en ningún sitio, capitain, pero a usted sí.
—A usted siempre la querrán en cualquier lugar.
Lung le había devuelto la misma sonrisa. Ella le había hecho un cariñoso guiño.
—Seguro que me llevaría también. —Y enseguida le había cogido la mano y había mantenido la sonrisa—. Sé que no es usted un hombre religioso, pero celebremos la última Navidad en esta tierra maravillosa. También sé que es un día especial, ¿verdad?
El capitán asintió. Así que esa fue la última noche que estuvimos en San Miguel y yo había querido acostar a los niños.
—Yi, ¿qué pasó con William? —preguntó un niño llamado Bao. Estábamos en el dormitorio común y les había juntado las únicas tres camas que quedaban—. ¿Consiguió hacerse marino? ¿Está en Inglaterra?
No mentí.
—Sí, sigue allí.
—¿Y Jamie? —Wan, la más pequeña, puso una romántica expresión—. ¿Charlotte le volvió a hacer caso? Seguro que sí…
Me reí y contesté también con la verdad:
—Ah, pues no lo sé, pero se lo preguntaré.
Todos se sorprendieron enormemente.
—¿Pero esa historia no había pasado hace mucho tiempo? —dijo el niño más mayor, que se llamaba Feng.
—Sí, pero Jamie creció y terminó viniendo aquí, a China. Vosotros también lo conocéis.
Se asombraron aún más.
—¿Sí? ¿Dónde está?
—Vaya, creía que lo habíais adivinado. —Fingí decepción, pero enseguida sonreí—. Nos iremos con él pasado mañana.
Inmediatamente las caras se iluminaron.
—¡El capitán Lung!
Entonces advertí que era muy tarde y debían dormirse ya; tendríamos tiempo para más historias. Así que me despedí y los dejé cuchicheando. Al poco, también nos despedíamos de Xue y la hermana Isabelle. El capitán quería embarcarlos a todos a la mañana siguiente. También acabaría de estibar los víveres y una carga de material de construcción para un cliente en Hainan con el que había contactado durante aquellos días. Después, zarparíamos el día veintiséis.
Nos fuimos al Old Oak y yo supe cómo sería aquella noche tan única para él, y muy triste, pero que cuando acababa, se convertía en el día que, desde que tuve uso de razón, yo le deseaba siempre que fuera el más bonito. Afortunadamente era una noche clara y tibia, y las luces del puerto titilaban en el agua. Ming y los demás también sabían lo que pasaba y se retiraron pronto, unos para ir a tierra y otros por la guardia.
El capitán me obligó a abrigarme y cuando volví a cubierta, tras su figura a babor de proa, ya distinguí el pequeño resplandor tembloroso. Sé que le hubiera gustado estar navegando porque era eso lo que procuraba hacer en ese día, y ponerse al pairo por la noche. Pero esta vez las circunstancias no lo habían permitido. Me acerqué en silencio, un silencio que no me atrevería a romperle nunca y que sólo dejaba hueco para los sonidos que más les gustaban a los hermanos Bates.
En el hermoso cuento de Charles Dickens —el primero que aprendí en inglés— tres fantasmas visitaban al avaro y cascarrabias señor Scrooge en una noche como aquélla. Le mostraban cómo había sido, era y sería su vida si no cambiaba. El que lo llevaba al pasado tenía la forma de un niño, pero yo sabía que no era ningún fantasma: lo reflejaba la llama de la vela encendida en la borda porque estaba, y seguía vivaz y animoso, en los ojos del capitán. Luego, le hacía murmurar con la sonrisa más bonita que podía tener un hombre.
Ilustración de Natalia Llorente
—Feliz cumpleaños, William…
Y él se la devolvió con su mismo brillo de agua y fuego.
La medianoche se cruzó en el cielo. Las manos del capitán nunca me parecieron tan cálidas como cuando se las cogí y me las acerqué a la cara para acariciárselas con la mejilla. Luego me incliné y le di un beso a los labios húmedos y salados.
—Feliz cumpleaños, Jamie. Y gracias otro año más por haberme dado los míos.
Bristol. 26 de diciembre. Boxing Day. 1949.
Rose Ann Bates descorrió las cortinas del ventanal de la salita y unos tímidos rayos de sol quisieron asomarse entre el cielo gris. Después se llevó el servicio de té a la cocina. Su hermana Elizabeth acababa de irse. El día anterior habían estado con ella, aunque para Rose hacía mucho tiempo que Navidad no significaba nada.
Oyó a John moverse por el despacho. Siempre se ponía a ordenarlo para el nuevo año en ese día festivo, pero cada vez su bastón sonaba más lento. Rose recogió todo despacio, atenta a los pasos de su marido, y después regresó a la salita para colocar distraídamente el juego de té limpio y seco en el aparador. Entonces, de reojo, vio el elegante Bentley negro que se detenía frente a la entrada y sintió que la sangre le subía a la cabeza. Después murmuró un débil «John», pero sin darse cuenta de que él había aparecido, alarmado por lo que en realidad habían sido dos gritos temblorosos llamándolo.
Rose creyó que Francis Constable subía los peldaños sin llegar nunca a la puerta. Después la ensordeció un ruido muy fuerte. El estallido de su corazón.
Mariola Díaz-Cano Arévalo. Noviembre 2011.