14ª Convocatoria: Viajes en el tiempo

Viajes en el tiempo

Ilustración de Rosa Garcia

La mujer pulsó los números en el teclado y sonrió cuando la caja fuerte se abrió con un chasquido. ¡Qué detalle más romántico que el bueno de Alistair hubiese puesto como combinación la fecha en la que se habían conocido!
Tiró hacia atrás de la pesada puerta y lo que vio la dejó boquiabierta. Era mucho más de lo que había imaginado. Dentro de la caja se alineaban apretados fajos de billetes y estuches de terciopelo negro en los que brillaban cientos de pequeños diamantes. Al final el sacrificio había merecido la pena. Después de tantos años de preparación para llegar a convertirse en lo que Alistair buscaba en una mujer, después de tanto esfuerzo para acercarse a su entorno más íntimo y ganarse su confianza, después de convencerlo de que la enorme diferencia de edad que los separaba no sería jamás un obstáculo para su vida como marido y mujer, sin duda había merecido la pena.
Ahora Alistair yacía desmadejado sobre la alfombra, como un guiñol al que hubiesen cortado las cuerdas en mitad de la función. Con el impecable traje casi tan arrugado como la avejentada piel de su cuerpo. Profundamente dormido después de haber bebido la droga que ella le había servido con el whisky. Casi le daba pena verlo así, tan indefenso. Alistair nunca había tenido la más mínima oportunidad. Era increíble cómo algo tan estúpido como el amor anulaba todas las alarmas, incluso en personas acostumbradas a llevar una vida de negocios tan poco ética y sin ningún tipo de escrúpulos como la de Alistair.
Dejó de pensar en él y abrió una pequeña maleta en la que comenzó a guardar todo aquello que podía transportar o vender con más facilidad. Cuando terminase, conduciría el Maseratti a toda velocidad hasta al aeropuerto, donde la esperaba Ralph. Después de unas horas de viaje en avioneta, ambos desaparecerían para siempre. El mundo era demasiado grande. Nadie los encontraría jamás.
Alistair se recuperaría de ese revés económico. Lo que ella que se llevaba apenas arañaba la superficie de su vasta fortuna. Otra cosa sería reparar su corazón de viejo león herido. Lo sucedido esa noche seguramente lo volvería más desconfiado y huraño, pero la vida también era muy dura fuera de las paredes de aquella mansión.
Al revolver entre un fajo de títulos al portador, una pequeña caja de madera llamó su atención. Parecía muy antigua y estaba grabada con un texto extraño en el que destacaban dos palabras que se repetían una y otra vez: Heri y Cras.
Había algo en aquella cajita que la atraía de una forma irresistible, casi mágica. Pensó que todavía tenía mucho tiempo. El somnífero que le había suministrado a Alistair lo mantendría dormido por un buen rato, así que decidió saciar su curiosidad.
La mujer rodeó el cuerpo de su marido y caminó hasta la mesa de despacho en la que se amontonaban varias pilas de documentos perfectamente ordenados. Después encendió la lámpara, se sentó en el sillón de cuero y puso la cajita sobre la mesa, bajo el haz de luz. Inspiró profundamente y la abrió. Al contemplar lo que había dentro, no pudo evitar que se le escapase una lágrima de alegría. Los dos anillos eran hermosos, muy hermosos, y las piedras que estaban engarzadas en ellos parecía que estuviesen vivas. Tomó uno entre sus dedos y lo giró a la luz de la lámpara. Era incapaz de determinar el color de aquella extraña gema. Mientras acariciaba el oro del engarce con reverencia, estudió los signos que estaban grabados en él. Un cosquilleo acarició la punta de sus dedos. Ahora el tiempo era lo de menos. Lo único que importaba eran los anillos.
Estaba decidido. Se los llevaría.
De repente una idea comenzó a crecer en su cabeza hasta obsesionarla: tenía que probarlos.
Casi sin saber cómo, se encontró con uno puesto en cada mano. En la cajita le habían parecido más grandes, pero en sus dedos parecía que hubiesen sido forjados para ella.
Estaba admirando el increíble iris de colores que reflejaban las piedras cuando comenzó a suceder algo que la asustó. Al principio pensó que podría ser un efecto óptico fruto del estrés y de la escasa luz de la habitación, pero no tardó en darse cuenta de que lo que estaba sucediendo era real. Las puntas de los dedos habían desaparecido en una nada que avanzaba hacia la muñeca, devorando una porción cada vez mayor de sus manos. Presa de un ataque de pánico intentó quitarse los anillos, pero sus amputados dedos se habían transformado en unas herramientas inútiles y, pese a intentarlo una y otra vez, no lo consiguió. La mujer comenzó a sentir dolor. Algo tiraba de sus extremidades desde el otro lado del vacío que se las estaba tragando, y las retorcía de forma antinatural; algo o alguien muy poderoso. No podía pensar, porque el dolor nublaba su mente. Sintió cómo su cuerpo se desgarraba por dentro mientras la nada hacía desaparecer también los anillos y las fuerzas seguían tirando de ella, cada vez con más violencia, en sentidos opuestos. Incapaz de saber qué era lo que le estaba sucediendo, intentó llegar hasta Alistair para implorar ayuda, pero la implacable nada continuó devorando su cuerpo y lo hizo desaparecer antes de que ella pudiese llegar hasta el hombre.
Unas horas más tarde, Alistair despertó con la boca pastosa. El cuerpo gimió de dolor cuando obligó a sus viejos huesos a moverse después de haber pasado demasiado tiempo en una posición tan forzada e incómoda. Tenía la cabeza embotada, como si estuviese sufriendo la peor de las resacas, y no podía recordar cómo había llegado hasta allí.
Giró a su alrededor intentando encajar las piezas del rompecabezas.
Vio el vaso sobre la alfombra y entonces pequeños retazos de imágenes comenzaron a acudir a su cabeza. Recordaba estar hablando con Jessica, y que después ella le había servido un whisky… Miró con incredulidad la caja fuerte abierta, la bolsa con el dinero y las joyas, y la pequeña caja de sándalo con los dos anillos, Ayer y Mañana, sobre la mesa, junto a otras joyas que siempre solía llevar puestas Jessica.
—¡Dios mío! —exclamó cuando su cerebro, que hasta ese momento se había negado a aceptar la realidad, encontró la explicación más posible a lo que había sucedido— Jess, no.
Al encajar por fin las piezas del puzzle, el hombre lloró como no lo había hecho desde la muerte de su madre, hacía ya muchos años. Y con lágrimas en los ojos, derramadas más por la pérdida de su amor que por el engaño del que acababa de despertar, tomó la cajita de madera y colocó de nuevo los anillos en su interior. Y mientras lo hacía, intentó no escuchar el susurro hipnótico de las joyas, que le pedían que se las pusiera. Era una pena que ya casi nadie comprendiese las lenguas muertas. Jess hubiese podido salvarse si hubiese leído la advertencia y hubiese entendido que no podía colocarse a Heri y a Cras en las manos al mismo tiempo. Ayer y Mañana eran unas joyas fabulosas que él mismo había utilizado para amasar su increíble fortuna, y que podían llevarte al pasado o a cualquiera de tus posibles futuros, pero nunca a ambos destinos a la vez sin que los poderosos vórtices que creaban te destrozasen el cuerpo.
Jess, la dulce Jess, nunca había tenido la más mínima posibilidad.

Roberto del Sol

Las tres almas

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Género: Negro

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Este relato es propiedad de Carme Sanchis y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Sonia del Sol. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Las tres almas.

El agua fresca que viajaba por el río salpicaba la hierba que rodeaba su ribera. Las nubes jugaban con el sol, ocultando sus rayos calurosos. Los pájaros rozaban con sus alas el agua, volando de un lado a otro, robando gotas al río.

En la orilla, una tela a cuadros rojos y blancos cubría un trocito de tierra. Sobre ella había un par de vasos, una botella de vino y platos con restos de comida. Las hormigas ya formaban una fila para poder conseguir su diminuto banquete.

Una joven sentada en la hierba apoyaba su espalda en un árbol en flor. Su largo cabello mojado cubría sus pechos desnudos, que se movían con la música de su corta respiración. En unos segundos dejaría de ver el agua, dejaría de escuchar el canto de los pájaros. En unos segundos dejaría de sentir en su cuello los latidos incontrolables de su corazón y los dedos acusadores que lo rodeaban, apretándolo con fuerza para estrangularla.

Ilustración de Sonia del Sol

***

Cuando Javier entró en el despacho del Inspector, lo encontró sentado en su sofá con un frasco de perfume en sus manos. La pequeña botella tenía perfilada una mariposa de tonos carmesí, Vincent la acariciaba con los dedos.

–Disculpe, señor –expresó desde la puerta. El ayudante se inquietó al no recibir respuesta–. ¿Le ha pasado algo?

–El tiempo… –susurró– El tiempo pasa sin informar a nadie, sin pedir permiso. La mayor parte de tu vida no eres consciente de que se escapa. Pero, cuando te paras a comprobarlo, cae sobre ti, con fuerza.

–Lo siento, Vincent. Sé que se acerca el aniversario de la muerte de tus padres, pero debes animarte. Ya han pasado muchos años.

–Esta mañana he ido hasta su antigua tienda de manualidades. Recuerdo haber pasado toda mi infancia en ella. Ahora está gris, cubierta de polvo. He podido ver su interior a través de los viejos periódicos rotos que cubren los cristales. Nunca he sido capaz de entrar, a pesar de que tengo las llaves, porque todavía los puedo ver sonriéndome desde detrás del mostrador.

Los recuerdos llegaban a su mente uno seguido de otro: su décimo cumpleaños, el día en que se graduó, una excursión por la montaña, y aquel instante en que le dijeron que habían sufrido un accidente, su respiración bloqueada, su corazón paralizado y sus lágrimas contenidas a punto de saltar al vacío.

»No puedo fallarles, debo seguir investigando, debo encontrarles.

–En todos estos años no hemos conseguido ninguna prueba. Recuerdo aquel día tan bien como tú, sé que la información es inconsistente, pero, sino hemos encontrado nada hasta ahora, no creo que lo encontremos. Lo sabes tan bien como yo –por primera vez desde que Vincent fue ascendido a Inspector, Javier le tuteaba. Se sentía extraño, pero le conocía desde el primer día en el cuerpo, desde que un joven estudiante de sociología repartía el correo y preparaba cafés para los verdaderos policías. Le había cogido cariño y, a pesar de que la diferencia de edad era de unos 15 años, para él Vincent era como un hijo.

»No hay indicios de que no fuese un trágico accidente. De verdad lo siento, pero creo que deberías seguir adelante. Así lo querrían ellos.

Compartieron unos minutos de silencio, tiempo suficiente para calmar los nervios y dejar paso de nuevo a la cordura. El Inspector depositó el frasco de perfume sobre la mesita y se acercó a su escritorio. Tenían mucho trabajo por delante.

–Tienes razón, Javi. Pero seguiré investigando –sacó su libreta negra y preparó su estilográfica–. Adelante, sé que hay un nuevo caso, la comisaría está alborotada.

–Por supuesto, usted nunca descansa. Un hombre ha encontrado el cuerpo de una joven junto al río. Paseaba con su hijo cuando lo encontraron, pero no han sabido darnos más información, no vieron nada.

–¿Identificación?

–Su descripción concuerda con una de las fichas de desaparecidos. Concretamente con Lucía Vera, de 36 años. Su marido, Marcos Lobera, informó de su desaparición hace cuatro días.

–¿Posible causa de la muerte?

–El primer informe detalla que la víctima presenta equimosis y estigmas ungueales en el cuello, así como cianosis facial.

–Vamos, que tenía la cara azul –sintió los ojos de incredulidad de su ayudante–. Entiendo… Asfixia, una muerte lenta. El asesino debía sentir un profundo odio hacia esa mujer. De todos modos, la autopsia nos dará más información, así como el día exacto en que falleció.

–Por los detalles de la escena del crimen, parece que forcejearon. Los agentes han hecho un buen trabajo de investigación, pero si quiere, podemos ir hasta allí para seguir buscando pruebas. El juez todavía no ha ordenado el levantamiento del cadáver.

–No, que hagan su trabajo. Prefiero ir a hablar con su marido, puede que tenga algunas pistas que darnos.

–De hecho, cuando el marido informó de su desaparición, expresó repetidas veces que su mujer nunca se alejaba de casa y, que se temía lo peor.

–Recuerdo a aquel hombre, el agente Matías me pidió ayuda porque no podía controlarlo. Tenía una barba espesa y olía bastante raro, como a bosque –el Inspector hizo una mueca, y Javi soltó una carcajada.

–Marcos Lobera tiene un pequeño herbolario en la calle de las Flores. Todavía no le hemos informado del descubrimiento.

–Perfecto, así podré observar su reacción, me encanta hacerlo. Y de paso, que me de algún remedio para está maldita jaqueca –sacó de su pitillera un cigarrillo y lo encendió con una larga calada.

–Estoy seguro de que el tabaco no ayuda, Vincent.

–Bah, tendremos que arriesgarnos. Venga, prepárate, te vienes conmigo.

***

A unos pasos de la puerta del herbolario, el fuerte olor de la mezcla de cientos de hierbas llegó hasta el Inspector y su ayudante. Era un aroma salvaje, como si la ciudad se convirtiese, en aquel pequeño lugar, en el centro de una frondosa selva, naturaleza en estado puro. Vincent nunca había entrado en un herbolario, así que no podía imaginar lo que encontraría. Siempre había pensado que las plantas solo servían para decorar macetas, para hacer más bonita una habitación vacía.

Al abrir la puerta, un carillón de viento con hojas y mariposas de aluminio emitió un sonido agradable, avisando al propietario de que entraban nuevos clientes. Vincent observó con asombro el establecimiento. Los estantes estaban repletos de pequeñas bolsas con hojas secas, semillas y raíces, de toda clase de plantas diferentes. Había botellines con aceites, tarros de miel, pastillas de jabón de colores y frascos de colonias naturales. Y, para acompañar el fuerte olor, una barrita de incienso se consumía sobre una mesa en el centro de la estancia.

Mientras observaban la habitación, apareció el hombre con la barba espesa. Marcos tenía 42 años, y era tan corpulento que su espalda era casi tan grande como la de Vincent y Javier juntos. Tenía el pelo rizado de color azabache, unido a la barba por unas grandes patillas.

–¿En qué puedo ayudarles?

–¿Señor Lobera? Soy el Inspector Vincent Barrett.

–No me lo diga, lo sé… Lucía se ha ido.

–Hemos encontrado su cuerpo sin vida junto al río –confirmó Javier.

–Se fue hace varios días, lo sentí. Sentí que se escapaba de nuevo –agachó la cabeza y dio media vuelta. Se sentó en una silla que tenía al otro lado del mostrador–. Mi pobre Luci, cada vez se va más pronto.

–¿Disculpe? ¿Qué quiere decir? –preguntó el Inspector.

–Recuerdo haber sentido escaparse de mis manos a mi querida compañera de vida decenas de veces. ¿Usted sabe lo difícil que es vivir sabiendo que se va a ir?

–¿Estaba enferma? Cuando informó de la desaparición no nos dio esa información.

–No, maldita sea. Su alma está enlazada con la mía. Hemos viajado durante cientos de años de cuerpo en cuerpo, de país en país, a través del tiempo. Viviendo siempre juntos, uniéndonos una y otra vez a pesar de las diferentes circunstancias.

–Me parece que no entiendo lo que quiere decir, señor –más bien, Vincent no creía en historias de almas ni destinos.

–Nadie lo entiende. Pero, sé que en nuestro último encuentro fui su hija, lo he soñado miles de veces. Sé que ella era mi madre y la asesinó su segundo marido. Entiendo que algunas personas no lo comprendan, que no sean capaces de entender cómo funciona todo esto, pero yo sé que es real.

–A ver, ¿quiere decir que en otra vida usted fue su hija? ¿Cómo es posible?

–No somos más que simples almas viajeras, cambiando de cuerpo y morada de forma aleatoria. Nuestras almas tienen el destino de estar siempre juntas, de unir nuestras vidas una y otra vez. Y aunque sé que ese mismo destino nos separa cada una de las veces, sigo intentando salvarla. No puedo dejar de intentarlo.

–Perdóneme, señor. Pero supongo que no tengo los conocimientos necesarios para entenderle. Siento su pérdida, en eso sí tengo experiencia –añadió con tono solemne.

–Bah, ahora solo cabe esperar que mi cuerpo perezca y volvernos a encontrar en otro lugar –se levantó con la intención de ir a la parte trasera de la tienda, detrás de una cortina hecha con semillas de colores.

–Un momento, Marcos –apuró Vincent–. ¿Conoce algún posible culpable?

–No, señor. Sé quién es el culpable, siempre lo ha sido. En este caso, podéis encontrarla por el nombre de Julia Pradell. Ella es quien siempre separa nuestras almas. Ha trabajado en esta tienda hasta el día en que desapareció mi Luci, desde entonces, no la he vuelto a ver.

–En ese caso, ¿cree que su empleada ha asesinado a su mujer? –Preguntó agitado Javier.

–Esa maldita enferma molestaba constantemente a Lucia. Siempre que tenía tiempo libre iba a mi casa para ver a mi mujer. Creo que la envidiaba, por estar casada, tener una casa bonita, no tener que trabajar. Ya saben, una solterona como ella necesita ese tipo de cosas, y un hombre, por supuesto.

–¿Era su amante? –lanzó Vincent sin contemplaciones.

–Por el amor de dios, ¿cómo se atreve? Yo adoro a mi Luci, jamás podría engañarla. Pero, Julia se me insinuaba constantemente. Pensé en echarla varias veces, pero mi mujer me suplicaba paciencia.

–Y, ¿por qué cree que es culpable?

–Supongo que al final no ha podido controlar los celos. Ella es el alma oscura que nos sigue vida tras vida, la que nos condena a separarnos.

–Entonces, ¿por qué permitió que trabajase aquí? –preguntó Javier sorprendido.

–Porque así es esta historia, por mucho que quiera deshacerme de ella, nos hubiese encontrado de otro modo –Vincent anotó aquella acusación en su libreta.

–A ver. Dice usted, que sabe que ha sido ella. ¿Acaso tiene pruebas que lo confirmen? –preguntó el Inspector, incrédulo.

–No me hacen falta para saberlo. Pero tranquilos, no habrá ido muy lejos. Estará refugiada en su bosque, calmando su rabia con la naturaleza. Maldita bruja.

–Estaremos en contacto con usted, señor Lobera.

–Una última información, Inspector. Desde aquí puedo oler el hedor del perverso tabaco –le acercó una bolsita, mientras Vincent lo observaba con las cejas arqueadas–. Le aconsejo que mastique raíz de jengibre, estoy seguro de que le calmará la ansiedad por un nuevo cigarrillo.

–Es curioso que pueda oler nada con ese maldito incienso acompañando al resto de plantas, pero gracias por el obsequio. Puede que lo pruebe más tarde. Buenos días.

Se guardó el paquete en el bolsillo y salieron del herbolario. El contraste con el olor de la calle era extraño, los dos se sentían un poco mareados.

–¿Qué opinas, Javi?

–Parece que necesita unas vacaciones.

–O un corazón. Por mucho que crea en esa historia de las almas, debería mostrar al menos algún signo de dolor por la muerte de su mujer. No entiendo cómo puede mostrarse tan sereno, tan cínico culpando a su empleada sin pruebas.

–Señor, yo no creo en esas cosas de almas, pero mi mujer sí. Ella siempre dice que el alma te permite vivir aventuras, viajar por el tiempo, estar presente en cada acontecimiento. Supongo que si tuviese que creer en algo, sería en eso. Al menos parece un destino agradable.

–Entiendo, es una creencia como cualquier otra. Pero, ¿es posible que sepa que en una vida pasada estuvieron juntos? –preguntó con escepticismo el Inspector.

–¿Es posible que todos los dioses a los que adoran en el mundo existan al mismo tiempo y se pongan de acuerdo sobre cuál es el verdadero? –Vincent se acercó a él y se llevó el dedo índice a los labios.

–Será mejor que bajes la voz y cambiemos de tema. No tengo ganas de terminar en el calabozo de nuestra comisaria. He odio que se duerme muy mal.

–Perdone, señor. Hablar de política y religión siempre es de mala educación –respondió Javier como si fuese una canción.

–Deberíamos volver y buscar la dirección de esa mujer. Esperemos que no esté en el bosque como dice Marcos, no tengo ganas de buscarla entre los árboles.

***

La casa de Julia Pradell estaba situada en el bosque. Era una pequeña cabaña de madera, rodeada por un amplio jardín con infinidad de plantas diferentes, y un huerto en la parte trasera. En la parte derecha había un pequeño vallado interior con animales.

Cuando Vincent llegó, un labrador con el pelo dorado se acercó hasta él y lo olisqueó. Acarició su hocico y le dio unas palmaditas en la cabeza. Más tarde maldeciría su muestra de cariño, porque desde ese momento no pudo quitárselo de encima.

Encontró a la mujer en el huerto, rodeada de hortalizas brillantes y hojas verdes bañadas por el agua. La mujer vestía unos pantalones anchos y una camiseta manchada de pintura. Su largo pelo dorado, encrespado por los rizos, estaba recogido en el lado izquierdo por una gran trenza desgreñada, acompañada por una pluma negra a su fin; mientras el resto del cabello permanecía suelto,  decorado con algunas cuentas púrpuras. Su piel era de un tono muy claro, y cientos de pecas cubrían su cuerpo. Pero sin duda, lo que más llamaba la atención eran sus ojos verdosos, rodeados por unas intensas ojeras que masacraban su imagen. Era más bien baja y le sobraban demasiados quilos. Se acercó hasta él con una sonrisa desganada, mientras se frotaba la nuca con la mano derecha.

–Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

–Buenas tardes. Soy el Inspector Vincent Barrett. Espero no molestarle con mi visita.

–Adelante, acérquese. ¿Le gustan los tomates? Puede coger unos cuantos.

–Gracias, tiene un huerto muy bonito. Estoy seguro de que debe ser un lugar de relajación magnífico. Pero, debo darle una mala noticia.

–Han encontrado a Lucía, ¿verdad?

«Parece que todo el mundo está informado, no sé para qué demonios trabajo –pensó Vincent»

–Así es, hemos encontrado su cuerpo sin vida junto al río –la mujer cayó de rodillas, las lágrimas se agolparon en sus ojos verdosos–. Lamento la pérdida, señorita Pradell. Sé que eran buenas amigas.

–Pobre Luci, era un encanto, siempre atenta con todo el mundo.

–Verá, me gustaría ser sincero. Alguien nos ha asegurado que usted es la culpable del asesinato de Lucía, por eso estoy aquí.

–¿Alguien? No se ande con enigmas. El chiflado de mi jefe cree que he sido yo. Estoy harta de sus locuras.

–¿Ha tenido problemas con él?

–Siempre me está explicando su maravillosa historia. Cree que Lucía es el amor de su vida, que su destino es estar con ella para siempre, a través del tiempo. Mil veces ha jurado que la seguiría al fin del mundo, pero ni siquiera era capaz de saber lo que ella deseaba.

–¿Cree que tenían problemas en su relación? –preguntó el Inspector.

–Creo que pasaban demasiado tiempo pensando en sus almas, en sus vidas pasadas, en viajar por el tiempo, en que algo malo iba a llegar. Luci me explicaba muchas veces que tenía miedo, que sabía que le iba a pasar algo. De hecho, ni siquiera quería salir de casa.

–Pero aquel día salió. ¿Con quién cree que podía estar junto al río, Julia? –La mujer parpadeó repetidas veces. Unas gotas de sudor aparecieron en su frente y su respiración se aceleró– Por favor, necesitamos toda la información que pueda darnos.

Permanecía arrodillada en el suelo, manchando su ropa con el barro del huerto. Todavía temblaba por los nervios.

–Le juro que yo no la maté. Habíamos salido aquel día. Hacía tiempo que íbamos a comer al río, lejos de la ciudad y sus líos. Allí podíamos hablar tranquilamente, y Lucía se sentía segura. Pero, yo no la maté.

–Encontramos señales de una discusión.

–Cuando me fui, ella estaba acostada junto a un árbol. Tenía que irme a trabajar, pero me dijo que prefería quedarse un poco más. Me fui con mi bicicleta al herbolario, y al día siguiente, Marcos informó de la desaparición. No volví a acercarme a esa tienda.

Vincent no sabía qué pensar. Por una parte, Julia parecía mucho más afectada por la muerte de Lucia que su propio marido, pero había estado con ella justo antes de la muerte. Y, el marido parecía muy convencido de que era culpable, más allá de su historia de las almas, odiaba a su empleada.

–¿Por qué se llevan tan mal usted y el señor Lobera? –observó la duda durante unos segundos en el resto de la mujer, mientras se ponía en pie con su ayuda.

–Él no quería que me acercase a Lucia. Era muy acaparador, no soportaba que ella pudiese compartir nada conmigo. Trabajaba allí porque necesito el dinero y, como ve, me encantan los remedios naturales. Poco después de empezar a trabajar, Marcos me presentó a Lucia. Nos hicimos amigas de inmediato, y al él no le gustó en absoluto.

–Pero usted y la señora Vera se veían regularmente. Supongo que a escondidas de su marido, puede que eso lo cabrease.

–No, no sospechaba nada. Luci le decía que iba a casa de su tía a darle de comer, pero hacía años que su tía había muerto. Y, por otra parte. No sé muy bien cómo explicarlo… –la mujer agachó la mirada y se limpió un poco la suciedad de los pantalones– Marcos me propuso un par de veces mantener relaciones carnales, pero jamás accedí. Tenía que soportar sus miradas, sus desprecios cuando me llamaba solterona.

–¿Lo sabía Lucia? –maldito mentiroso, dijo que jamás la engañaría; recordó el Inspector.

–Tuve que decírselo, sabía que algo me pasaba, y a ella no le pude mentir. Le molestaba que me hiciese daño, pero no le importaba en absoluto el engaño. A partir de ese momento se sentía menos culpable por vernos a escondidas en el río.

Vincent repasó su libreta. El marido había informado de la desaparición, al parecer, poco después de la muerte de Lucia. A partir de ese día, Julia había dejado de ir a trabajar; así que Marcos y ella no se habían vuelto a ver. Además, el día del asesinato las dos mujeres estaban comiendo juntas, y el marido no tenía ni idea de que fuese así, o al menos, eso suponían ellas. En ese caso, la última persona que había estado con la mujer asesinada había sido Julia.

–Señorita Pradell, me gustaría ser sincero con usted. El día en que asesinaron a Lucia estaban comiendo juntas, justo en la escena del crimen. Afirma que Marcos no sabía nada de sus encuentros, por tanto, usted se convierte en la sospechosa principal. ¿Lo entiende?

Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas y su piel empalideció, a pesar de lo blancuzca que ya era. Debía llevarla a la comisaria, detenerla para evitar una posible fuga, pero no tenía muy claro si era culpable. No había pruebas sólidas en aquel caso, y todos parecían esconder más de lo que mostraban.

»Acompáñeme, por favor. No hará falta enmanillarla, seguro que cooperará.

–Por supuesto, soy inocente. Iré donde usted me pida, pero prométame que buscará al verdadero culpable.

–Haremos justicia.

***

 Vincent fumaba un cigarrillo junto a la ventana de su despacho cuando Javier llamó a su puerta. Ya habían pasado varios días desde que encontraron el cuerpo de Lucia Vera, y la autopsia había confirmado lo evidente: había sido asesinada por asfixia. El asesino había golpeado repetidas veces a la víctima, antes de empezar a estrangularla. Una vez aturdida por los golpes y tumbada en el suelo, rodeó su cuello con las manos, presionando con sus pulgares su delicada tráquea. La uñas se habían clavado en su piel, creando estigmas ungueales. La presión ejercida por sus manos comprimió las arterías carótidas, impidiendo al cerebro abastecerse de sangre. Finalmente, su tráquea cedió, y el aire dejó de llegar a los pulmones. Su rostro se tiñó de un tono azulado. Y quedó tendida junto al árbol, totalmente desnuda, esperando a que alguien fuese a buscarla.

Ilustración de Sonia del Sol

«Tanto Marcos como Julia podrían haber ejercido toda la fuerza necesaria para golpear a Lucía y estrangularla. Pero, ¿quién de los dos fue? Uno de ellos miente…», pensaba el Inspector mientras le daba más vuelta a las pocas pruebas que tenía. Habían interrogado a los dos sospechosos, pero no había sacado más información. El comisario había ordenado que se juzgase a Julia con las pruebas que tenían, para él eran más que suficientes: estaba en el lugar del suceso, tenía un móvil y todas las pruebas la incriminaban. Pero Vincent no estaba de acuerdo, no tenía nada clara su culpabilidad.

–Disculpe, Inspector. El señor Lobera pide hablar con usted, quiere proponerle una cosa.

–Que pase, por favor.

Marcos parecía un hombre totalmente diferente. Se había peinado elegantemente, y vestía un traje oscuro, con una corbata de color escarlata. La espesa barba que tanto le caracterizaba, había sido afeitada, junto a las espesas patillas. Incluso olía diferente. Se acercó hasta el escritorio de Vincent y se sentó frente a él.

–Buenos días –le tendió la mano.

–¿A qué se debe su visita, señor?

–Quiero hablar con Julia, antes de que la juzguen. Quiero hacerle algunas preguntas, saber por qué lo hizo –a Vincent no le gustó nada aquella afirmación. No podía parar de pensar que todo estaba siendo muy precipitado, y su apremio le recordó que no quedaba tiempo.

–No estoy seguro de que sea una buena idea. Pero, si quiere hacerlo, deberá permitir que esté presente en todo momento.

–No me importa, así escuchará su declaración.

–Está bien, sígame.

Julia estaba en el calabozo de la comisaria, en aquel sitio frío con lechos duros e higiene inexistente. Su cabello permanecía igual que el día en que la llevó allí, pero estaba sucio y daba un toque grasiento a su rostro. El barro de sus pantalones, aquel que había aplastado al caer de rodillas, estaba seco y se desprendía de ellos a cada pequeño movimiento, cubriendo el suelo de arenilla. Sus ojos estaban rojos, y el hedor del sudor la envolvía.

–Señorita Pradell, el señor Lobera ha venido a visitarla. Le gustaría hablar con usted un par de minutos –la mujer arrugó la nariz y echó una mirada de rabia hacia el herbolario.

–No tengo nada que hablar con ese desgraciado.

–Puede que esta sea su oportunidad de hacer justicia –susurró Vincent.

–Está bien, acepto.

–Pues, ya puede empezar con sus preguntas, señor.

–¿Ni tan solo va a salir de su celda? ¿Tampoco puedo entrar yo?

–Lo toma o lo deja, el tiempo corre, y no puede estar aquí más de cinco minutos.

–Está bien. Seré claro. Pronto se sabrá toda la verdad y pasarás el resto de tu vida sufriendo por remordimientos, Julia –la mujer observaba con curiosidad su ropa, su rostro. Seguramente pensaba lo mismo el Inspector, ¿por qué demonios ha cambiado tanto?

–No tengo nada por lo que arrepentirme. Yo siempre estuve al lado de Lucía, en las buenas y en las malas. Jamás le mentí, jamás le fallé. ¿Puedes decir lo mismo?

–Luci solo estaba contigo por pena, asúmelo. Pobre solterona, me decía siempre, jamás encontrará a nadie que la quiera.

Vincent podía sentir la tensión entre las dos partes, cada uno mantenía su versión dela historia. Pero, ¿cuál era la cierta?

–Acéptalo, estúpido. Ya te lo dije una vez y te lo repito ahora, aunque sea lo último que diga. Lucía me eligió a mí, me prefería a mí, por eso te engañaba. Por eso salía de casa para estar conmigo.

–Maldita zorra. Espero que te acuerdes de mi cara cuando te den garrote.

Marcos dio media vuelta y se fue directo a la puerta del calabozo, que guardaba un agente, decidido a terminar de ese modo el diálogo. No podía creer que hubiese pronunciado aquellas palabras, no creía que un alma tan pura como la que él decía tener pudiese hablar así.

–Discúlpeme, señorita. Volveré más tarde. Siento haberla hecho pasar por esto.

Vincent salió tras él, esperando que siguiese en la comisaria para poder hablar. Y así era. Le esperaba en su despacho, sentado de nuevo en la silla. Tamborileaba con sus dedos sobre la mesa, emitiendo una música rápida.

–¿Podría traerme una taza de café? Necesito beber algo.

–Por supuesto –El Inspector preparó dos tazas, y las llenó del café que le quedaba. No estaba recién hecho, pero tampoco estaba frío–. ¿Le gusta con azúcar?

–Utilizo un edulcorante natural –sacó un frasquito de su chaqueta y precipitó un chorro largo en el café–. Es mucho más bueno así. ¿Ha probado ya lo que le di?

–Pues no, la verdad. Seguiré fumando por un tiempo…

–Sé que no ha estado bien decirle lo del garrote a Julia, pero quiero que tenga miedo, el mismo miedo que sintió mi Luci antes de morir –dio un gran sorbo de café e hizo una mueca, como si siguiese agrio–. Usted no entendió nuestra historia de las almas, pero quiero que intente entender. Somos tres almas unidas por el destino. Hemos viajado por el tiempo, por el mundo y siempre ha terminado todo igual. Dos almas unidas por amor, y una tercera que termina con todo. Durante mucho tiempo advertí a Lucía de que algo malo pasaría, y así fue –soltó un nuevo chorro del líquido edulcorante y dio un nuevo sorbo–. Cuando conocí a Julia me gustó su entusiasmo, siempre quería aprender cosas nuevas, y me enseñaba otras que yo desconocía. Pero, pronto descubrí que ella nos separaría, que nos alejaría. Nuestras almas están destinadas a estar juntas, me decía a mí mismo. Entonces, ¿cómo es posible que las cosas no vayan bien? –las manos le empezaron a temblar fuertemente– Sabía que Lucia me estaba engañando, pero no podía imaginar que se iba con ella. Su maldita tía estaba muerta, ¡muerta! ¿Cuánto tiempo me engañó? ¿Cuántos años llevaba escabulléndose para verla? –Empezó a sudar, tenía la frente brillante y un par de gotas resbalaban por su cuello– Pero yo no lo sospechaba, solo fui capaz de verlo cuando Julia me gritó: ¡Su alma es mía, mi alma es suya! ¡Tú eres la tercera alma, el alma negra! –sus pupilas estaban muy dilatadas, y su respiración se aceleraba cada segundo un poco más– Entonces me di cuenta, Lucía la había elegido a ella. Su alma pura había elegido a Julia, y así habría sido en otras vidas, y así sería en las siguientes. Yo era el alma oscura –se terminó el café, y lanzó un poco más de líquido en la taza. Tenía un color oscuro, lo bebió de un trago–. El alma oscura debe terminar con todo, y así lo hice. Fui hasta el río, las encontré. Esperé escondido, escuchando su conversación. No podía soportar verlas allí, traicionándome. Cuando estaba a punto de salir de mi escondite, Julia cogió su bicicleta y se marchó. Entonces lo vi… –la voz le dio un salto, por un momento parecía que se hubiese quedado mudo– Entonces lo vi claro, debía acabar con ella, allí, justo en su lugar secreto. La sorprendí, la golpeé. La desnudé, la tiré al río. Se resistió, mucho más de lo que pensaba que se resistiría. Cuando su espalda chocó contra el tronco del árbol, pareció desmayarse –sus manos se movían con golpes, agitadas por espasmos–. La tumbé en el suelo, apoyada en el tronco. Rodeé su cuello, aquel que tantas veces había besado, y apreté. Apreté hasta que empezó a darme patadas. Apreté hasta que vi que se le ponía la cara azulada. Apreté hasta que dejó de respirar –Vincent le miraba con espanto, por su relato y por las convulsiones que recorrían su cuerpo–. ¿Sabe lo último que hice? La besé, le robé el último de sus besos.

Marcos Lobera se quedó en silencio. Movía los labios, abría y cerraba la boca pero no podía hablar. De sus ojos salían lágrimas, y su rostro estaba lleno de sudor. A penas podía respirar y su último aliento lo utilizó para sacar de su bolsillo una carta. Golpeó su cabeza en el escritorio y quedó inmóvil para siempre. El frasco que guardaba en su chaqueta estaba lleno de Belladona, y la dosis que había tomado era suficiente para provocarle todos aquellos síntomas, y el último, la muerte.

En aquella nota, se declaraba culpable y narraba la historia tal y como lo acababa de hacer. Julia sería declarada inocente, pero como Marcos le había dicho, sufriría toda la vida por el remordimiento. Cada vez que recordase su lugar secreto, cada vez que recordase aquel momento en que orgullosa le confesó que Lucía y ella se veían a escondidas. Pero, creyese o no en almas, lo cierto es que en aquella vida ella era inocente, y él, culpable.

Carme Sanchis

Alfredito y la máquina del tiempo

Autor@: 

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Relato

Rating: Todos los públicos.

Este relato es propiedad de Ricardo González y su ilustración correspondiente es propiedad de David Aguilar. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Alfredito y la máquina del tiempo.

Terminaban su andadura los ochenta, teníamos todos veintitantos, el pelo y las ilusiones casi intactos, novieta y una cuenta vivienda de aquellas en las que ibas metiendo el sueldo para comprarte un piso. A veces nos juntábamos para jugar un partido de fútbol-sala, cenar en algún sitio barato o tomar unas copas. Y siempre, los viernes a mediodía, nos reuníamos en torno a unas cañas de cerveza. La única costumbre de entonces que aún mantenemos.

Alfredito era rechoncho y rizoso. Usaba unas gafas de cristales gruesos, de esos que cuando miras a su través te parece que se comen un trozo de la cabeza. Era, y sigue siendo a pesar de su triste estado presente, ingeniero industrial. Y debía de ser de los buenos, porque la empresa lo había fichado antes de terminar, cuando estaba haciendo el proyecto de fin de carrera. Trabajaba en algún recóndito rincón de los sótanos, pero nunca supimos exactamente en qué. Jamás hablaba de ello, aunque le preguntamos. Los hábitos comunicativos de Alfredito eran extraños, como lo era –al menos entonces así nos lo parecía, y el tiempo nos dio la razón– el resto de su vida.

–Alfredito, ¿qué vas a hacer el fin de semana?

–Trabajar en el desarrollo de un proyecto.

–¿De la empresa?

–No, mío.

Y entonces se comía una patata al alioli y le daba un trago a la cerveza. Eso daba la conversación por terminada en lo tocante a sí mismo. Fabricaba una ancha sonrisa y nos miraba alternativamente a unos y otros, invitándonos a seguir hablando de lo que fuera. Nos escuchaba con interés, pero siempre encerrado en su sonriente mutismo. Pronto aprendimos acerca de lo inútil y contraproducente de volver a preguntarle nada. La incomodidad que le producía ser interrogado más allá de lo que él mismo quería contarnos parecía hacer saltar, súbita y enérgicamente, algún tipo de mecanismo en virtud del cual se le disparaba un apetito voraz. Empuñaba palillo, tenedor, cuchara, lo que se terciase aquel día; y solo descomponía la sonrisa para engullir cuantos pinchos quedaban a su alcance, con una avidez que nos recordaba al monstruo de las galletas. Sordo ante nuestras protestas airadas y justas recriminaciones. Al fin, hartos de no sacarle ni palabra y de que una y otra vez nos dejara sin tapas, optamos por dejar que fuera él mismo quien dosificara la información que cada viernes tenía a bien proporcionarnos.

Luego nos marchábamos y nada sabíamos de él hasta la siguiente semana. Alfredito no jugaba al fútbol, no tenía novia, no salía a cenar ni a tomar copas. Alfredito se iba a su casa –suponíamos entonces que vivía con su familia– y ya no le veíamos más hasta el viernes siguiente. Porque de lunes a viernes era el primero en llegar y encerrarse en su sótano, y era también el último en marcharse. Por eso no coincidíamos ni tan siquiera en el aparcamiento.

Alfredito fue el primero de todos en comprar. Lógico –pensamos. Alfredito no gastaba ni bromas, excepción hecha de las cañas de los viernes. Por fuerza debía tener el calcetín más abultado que todos nosotros. Fiel a sí mismo, nos dejaba saber de su vida lo justo y necesario.

–Me he comprado una vivienda.

–Hombre, Alfredito, te has animado a un piso.

–No, es una casa en las afueras.

–¿Y para qué quieres una casa para ti solo, Alfredito?

–Quiero tener un garaje grande donde trabajar en mi proyecto.

Y entonces se comía un champiñón al ajillo, le daba un trago a la cerveza y componía su sonrisa. Nosotros mirábamos con aprensión a los pinchos que quedaban sobre la barra y cambiábamos de tema.

Recién estrenada la nueva década, Alfredito declinó amable y lacónicamente asistir a la primera boda, que fue una juerga por todo lo alto. Un auténtico despiporre. Nos encontramos al viernes siguiente.

–¿Qué tal va tu proyecto, Alfredito?

–Muy bien, casi terminado.

–¿Y en qué consiste, Alfredito?

–Una máquina del tiempo.

Y sin más se embuchó una gamba a la gabardina y un buen trago. Desplegó otra vez su sonrisa. Hubo que esperar unas semanas para averiguar algo más de su invento.

–¿Ya tienes tu máquina del tiempo, Alfredito?

–Ya está terminada.

–¿Y funciona bien, Alfredito?

–Estoy con los últimos ajustes.

Atacó un pequeño cuenco de callos con garbanzos y hubimos de aguardar siete días para saber más detalles. Alfredito continuó declinando la invitación a nuevas bodas y fueron pasando los meses. Supimos que ya viajaba en el tiempo y disfrutaba mucho con ello. Era el año del Quinto Centenario y los fastos del noventaidós.

–¿Vas a ir a la Expo, Alfredito?

–He hecho algo mejor, he estado allí.

–¿Allí dónde, Alfredito?

–Con Colón, el día del Descubrimiento.

Y se lanzó a por una loncha de jamón ibérico. Estaba exquisito, veteado y cortado muy fino. Una vez más, renunciamos a seguir preguntando ante la perspectiva de verlo desaparecer, total, para nada.

Corría veloz el calendario y Alfredito continuaba su triunfal periplo histórico. Porque de lo poco que nos contaba dedujimos que era un apasionado de la historia, saltando de siglo en siglo como quien va enlazando estaciones de metro.

–¿Irás a Barcelona a ver las olimpiadas, Alfredito?

–He hecho algo mejor que eso.

–¿Qué has hecho, Alfredito?

–He visto las olimpiadas en la Grecia Antigua.

Y ensartó un chorizo al vino recién hecho, aún caliente. Luego le dio un buen tiento a la caña y volvió a sonreír.

Semanas, meses, años. Bodas, bautizos, hipotecas. Cambios de trabajo. Algún funeral, algún divorcio. Estrenamos milenio. Ya nunca jugábamos al futbol-sala, no cenábamos juntos ni salíamos de copas. En realidad si nos manteníamos unidos era gracias a Alfredito, sus prodigiosos viajes en el tiempo y las cervezas de los viernes. Íbamos de vacaciones a Benidorm, a los Picos de Europa, a Eurodisney con los niños, a la Ribera Maya o a un balneario de fin de semana. Mientras tanto, Alfredito cruzaba los Alpes con Aníbal. Contemplaba la toma de La Bastilla. Compartía la Noche Triste con Cortés o veía morir a Custer en Little Big Horn.

Un buen día, la pregunta surgió con la contundencia de lo inevitable.

–¿Podemos viajar nosotros en tu máquina del tiempo, Alfredito?

–No.

–¿Por qué, Alfredito?

–Porque cederíais a la tentación de cambiar la historia.

Estuvimos a punto de seguir preguntando, pero el lomo embuchado estaba de muerte y no era plan de que nos dejara a dos velas. Total, lo que sobraba eran viernes para averiguar más cosas. Volvimos a la carga llegado el momento.

–¿Qué pasaría si cambiáramos la historia, Alfredito?

–Algo muy malo.

–¿El qué, Alfredito?

–Que no estaríamos aquí tomando unas cervezas.

Ilustración de David Aguilar

El argumento parecía de peso, y las croquetas de jamón eran caseras, con lo que dimos la contestación por buena y cambiamos de tema. Alfredito se conformó con comerse tan solo la suya, darle un buen trago a la birra y curvar lo labios beatífico. Así se fue desgranando la década, y así nos fuimos haciendo todos un poco más viejos, enfrentando problemas nuevos con los ánimos más gastados y los colmillos más retorcidos, como corresponde a quien abandona definitivamente la juventud para encarar de lleno la madurez. Alfredito, por contra, no parecía acusar el paso del tiempo, apasionado por sus viajes temporales con la misma intensidad que al principio. Vio arder la ciudad de Roma y vio arder también a Juana de Arco. Vomitar el Vesubio sobre Pompeya. Explotar el Krakatoa. Abrir los canales de Suez y Panamá.

–¿Has ido a ver Parque Jurásico, Alfredito?

–No me hace ninguna falta.

–¿No te interesan los dinosaurios, Alfredito?

–Los he visto al natural, mucho mejor que en el cine.

Ensartó un pimiento del piquillo que descansaba encima de una patata frita, paladeó la rubia y en su cara se dibujó la eterna sonrisa. Supimos otros viernes que había visto a los cruzados tomar Jerusalén, a los tercios morder el polvo maldito de Rocroi y a los marines izar la bandera en Iwo Jima. Eso sí, su parquedad en palabras era la de siempre y, a veces, nos costaba varias semanas conocer determinados detalles de la historia. Cleopatra no era tan hermosa como afirma la leyenda, Isabel la Católica no olía tan mal como se cuenta y la Maja Desnuda estaba mucho mejor vista al natural.

No mostraba nunca apasionamiento alguno acerca de los acontecimientos y situaciones que había vivido en sus viajes a través del tiempo. Hablaba con el mismo tono neutro y aséptico de la Capilla Sixtina recién pintada o de los horrores de Dachau. Se documentaba previamente acerca de los hitos del pasado que iba a visitar para luego forjarse su propia opinión. Después de tantos años, le suponíamos una enorme cultura histórica, pero nosotros estábamos preocupados por temas más prosaicos y problemas más acuciantes. Tuvimos la genial idea de insistir en viajar con él al pasado, si finalmente accedía a nuestra petición. Tan solo dos días atrás. Llevándonos, eso sí, los números del euromillón del jueves. No había prisa, podíamos esperar a una semana en que el bote fuera muy abultado, y así empleamos varios viernes en intentar convencerle de lo acertado de nuestro plan. Intentamos hacerlo con tacto y persuasión, pero sin atosigarle. Al final todo fue inútil.

–¿ Entonces viajaremos al miércoles pasado, Alfredito?

–No.

–¿Por qué, Alfredito?

–Porque pretendéis cambiar la historia.

–Pero la cambiaremos solo para nosotros y será un cambio bueno, Alfredito. ¿Iremos?

–Ya he dicho que no.

Y en un minuto vimos desaparecer la fuente entera de calamares. Un dolor, porque eran frescos y estaban tiernísimos. Lo dimos por imposible y nos resignamos a seguir toreando nuestros problemas como lo veníamos haciendo hasta la fecha. Pero con reducciones de sueldo, paro, negocios a medio gas, hijos en la universidad y pensiones a exmujeres, la cosa se nos ponía muy cuesta arriba.

–¿Has viajado alguna vez al futuro, Alfredito?

–No, nunca.

–¿Puede llevarte allí tu máquina, Alfredito?

–En teoría, sí.

Saboreó con deleite un trozo de tortilla de patatas recién hecha, jugosa y templada, con mucha cebolla. Trago de cerveza y sonrisa. Atacamos nosotros el resto de la tortilla y aguardamos al viernes siguiente.

–¿Por qué no has ido nunca al futuro, Alfredito?

–Me da miedo.

–¿Miedo de qué, Alfredito?

–Miedo de cambiar el presente.

El ritual de siempre, esta vez con un trozo de chistorra que nadaba en un delicioso aceite anaranjado. Siete días más.

–Todos podemos cambiar el presente, Alfredito.

–El presente no existe.

–¿Cómo que no existe, Alfredito?

–Cuando mencionas el presente, inmediatamente ya ha dejado de serlo, ya es pasado.

La reflexión era muy profunda y nos dejó perplejos. Él, tan tranquilo, nos miraba masticando unas mollejas en su justo punto de picante a las que no quisimos renunciar e hicimos lo propio. Volvimos a la carga en su momento.

–Al menos, podrías ir al futuro tú solo, Alfredito.

–¿Para qué quiero ir al futuro?

–Para contarnos cuando se acabará la crisis.

–No me parece buena idea.

Al menos esta vez la respuesta no era una negativa rotunda y además, no era plan que se comiera él solo todos los mejillones. Después de tantos años, semana arriba o abajo no suponía nada, y ya habíamos aprendido a fabricar paciencia para todo cuanto tenía que ver con Alfredito. Acordamos esperar a la siguiente.

Lo cierto fue que no hubo lugar a plantearle nada más. Aquel viernes, por primera vez, Alfredito no compareció a la cita cervecera. No le dimos importancia, supusimos que después de todo, era tan humano como nosotros y tenía derecho a ponerse enfermo o marchar a atender cualquier asunto propio como los demás. Pero no vino al viernes siguiente, ni al otro. Pasado un mes, comenzamos a indagar y supimos que tampoco había acudido al trabajo en todo ese tiempo, sin dejar ninguna razón ni motivo de su absentismo. Nadie había conseguido localizarle. Averiguamos su dirección y fuimos allí, pero la casa estaba cerrada a cal y canto, sin ningún signo de vida aparente. Seriamente preocupados, pusimos el caso de su desaparición en manos de un detective privado, un tal Anselmo Guijarro.

–¿Tienen una foto de su amigo?

Reparamos entonces en que no teníamos foto alguna de Alfredito. Se lo describimos lo mejor que pudimos.

–Y ese amigo suyo, es de suponer, que aparte de su trabajo tenga alguna afición.

–Los fines de semana se dedica a viajar en su máquina del tiempo, es un apasionado de la historia y le gusta presenciar los momentos más importantes –contestamos, conscientes de lo inusual de los hábitos de ocio de Alfredito.

–Comprendo –dijo, y nos miró pensativo durante un buen rato, poniendo lo que supusimos era su mejor cara de póker–. Entenderán que puedo incluso buscar a alguien a quien se haya tragado la tierra. Pero no podré encontrar a nadie a quien se haya tragado el tiempo.

–Haga lo que pueda –asentimos, compungidos.

–Bien, pondré a mi personal tras la pista de su amigo. Recibirán mis noticias y, por supuesto, también mis honorarios.

Al viernes siguiente nos reunimos en torno a las cervezas de siempre, por si fuera a darse el milagro de que Alfredito apareciera, pero no hubo tal. Los chipirones estaban deliciosos, aunque de buena gana hubiéramos dejado que se los comiera todos con tal de tenerle allí. Conjeturamos acerca de su paradero y no pudimos evitar sentirnos un tanto culpables. Tal vez le habíamos enviado a espiar el futuro y su máquina no funcionaba bien a la hora de traerle de vuelta, Alfredito siempre había recorrido el camino inverso.

Por eso fue un alivio que unos días después el detective Guijarro nos convocara a su despacho para darnos noticia de su paradero.

–Tengo la satisfacción de comunicarles que hemos encontrado a su amigo Alfredito y está aquí.

–¿Aquí en su oficina? –preguntamos incrédulos.

–No, aquí en el presente, quería decir.

–El presente no existe. Cuando mencionas el presente inmediatamente ya ha dejado de serlo, ya es pasado –le explicamos sesudos–. En cuanto al futuro inmediato, inmediatamente se transforma en presente, que como tal, ya es pasado en cuanto se menciona. El tiempo no es más que una entelequia, señor Guijarro.

Anselmo Guijarro nos contempló ceñudo durante unos instantes, tratando de digerir aquella tontería. Se levantó y sacó de una vitrina una botella y un vaso. Nos volvió a mirar y supusimos que evaluaba la posibilidad de invitarnos a un trago, pero debió de rechazar tal posibilidad. Quizás pensó, con buen criterio, que el licor podía llevarnos por el camino de más deposiciones mentales como aquella, y seguramente consideraba su propio tiempo demasiado importante como para perderlo de una forma tan estúpida. Se sirvió una cantidad generosa y paladeó un buen sorbo.

–Créanme si les digo que mis dos exmujeres son cosa del pasado, pero tengo bien presente que en un futuro inmediato y no tan inmediato, tendré que seguir pagándoles dos jugosas pensiones, y eso no es una entelequia –dijo, y se llevó de nuevo el vaso a los labios–. Pero no nos apartemos del objeto de su visita. Por cierto, ¿han traído el dinero?

–Por supuesto –repusimos un tanto avergonzados.

–Bien. Supimos que su amigo abandonó su trabajo y su casa, y por espacio de varias semanas, se dedicó a la vida de vagabundo, deambulando por toda la ciudad con la mirada perdida, hurgando en las basuras y sin querer hablar con nadie. En un estado ciertamente lamentable, fue acogido en una institución psiquiátrica y allí continúa. Esta es la dirección –dijo alargándonos una cuartilla con una mano y bebiendo otro buen trago con la otra–. Mi secretaria les cobrará mis honorarios a la salida. Y ahora, si son tan amables y me disculpan…

Nos despedimos agradecidos y acudimos sin más dilación a la clínica que nos había indicado. Era un caserón desvencijado fuera de la ciudad, solitario en lo alto de un cerro. Aquello y el hecho de que acogieran a vagabundos de forma altruista, nos dio que pensar, e hicimos votos por llevarnos de allí a Alfredito con la excusa que fuera y cuanto antes.

–Su amigo está sumido en un permanente estado de shock que pensamos está motivado por algún tipo de experiencia traumática, tal vez la visión de algo desacostumbradamente horripilante –nos explicó un médico alto, flaco y bizco. Tenía las carnes tan chupadas y los ojos tan hundidos que tal vez por eso uno de ellos se había soltado de sus anclajes y se dirigía a la ventana mientras el otro nos miraba con fijeza–.  Estamos aplicándole una terapia reactiva que yo mismo he desarrollado para intentar forzar un ataque de ira, que constituya el revulsivo suficiente para sacarle de su estado actual.

–¿En qué consiste la terapia, Doctor? –preguntamos intrigados y un punto aprensivos.

–Escucha, durante veinticuatro horas al día, canciones de la nueva trova cubana. Calculo que tiene que estar a punto de surtir efecto en cualquier momento- contestó, y en su ojo estrábico apareció un brillo especial.

–¿Podemos verle, Doctor?

–No me parece apropiado, dado su estado actual.

–Debe dejar que le veamos, somos las únicas personas a quienes tiene en el presente –argüimos, y no nos pareció buena idea volver a elucubrar con la inconsistencia semántica de lo temporal.

–Está bien, avisaré para que les acompañen –pulsó el botón de un interfono–. Pero no deben hablar con él, ni mucho menos interrumpir el curso de su terapia

Nos precedió por un pasillo largo y oscuro una enfermera coja, que en su momento, no había debido cotizar lo suficiente, porque excedía en muchos años la edad de jubilación. Abrió un ventanuco en la puerta de una celda. Sonaba una canción que hablaba de un unicornio azul. Alfredito vestía un chándal raído y lleno de lamparones y unas zapatillas de cuadros, de esas que llaman modelo Inserso. Nos pareció que nos miraba sin vernos a través del pequeño rectángulo. Jadeaba y su rostro brillaba sudoroso mientras intentaba taparse los oídos con las manos. Desazonados, volvimos al despacho del médico.

–Vamos a llevarnos a nuestro amigo Alfredito. Lo pondremos en contacto con las situaciones cotidianas que le eran familiares para hacerle regresar a su estado previo al shock.

–Comprenderán que eso es de todo punto imposible. Mi terapia no puede ser interrumpida ahora que está a punto de surtir efecto –su ojo rebelde iba de esquina a esquina de la habitación mientras que el disciplinado parecía echar chispas–. Repito, no puede ser, bajo ningún concepto.

–Lo que usted diga, Doctor –repusimos–. Por cierto, déjenos ver si es tan amable su Registro Sanitario, su título y su certificado de colegiación.

Salimos de allí con Alfredito antes de un cuarto de hora. Más o menos el tiempo que le llevó recorrer el pasillo de ida y vuelta a la enfermera. Dejar de oír aquella música pareció ejercer en él un efecto beneficioso, porque sin abandonar por completo su expresión ausente, al menos reparó en nosotros  y su respiración se hizo más acompasada. Corrimos con él a pedir unas cervezas.

–¿Qué tal te encuentras, Alfredito?

–Un poco mejor.

–¿Qué fue lo que te pasó, Alfredito?

–Vi el futuro.

–¿Cómo es el futuro, Alfredito?

Tal vez no fuera más que un acto reflejo, fruto de la repetición a lo largo de tantos años. Devorando cuan rápido era capaz, casi sin respirar, Alfredito vació por completo una fuente llena de empanadillas de atún. Se bebió la caña de un trago y en su rostro se dibujó fugaz algo parecido a una sonrisa. Luego, al igual que el presente que se esfuma de nuestras vidas,  tan veloz como inatrapable, así desapareció también para siempre la sonrisa de Alfredito.

Ricardo González

La melodía eterna

Autor@: 

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Ciencia Ficción

Rating: Todos los públicos.

Este relato es propiedad de  David Gambero y su ilustración correspondiente es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La melodía eterna.

Ese día la dejó comenzar a ella deliberadamente. Y aunque lo habría hecho de todos modos Jennifer lo notó. Para ella los deseos del compositor, las directrices de una partitura o simplemente el más elemental sentido del ritmo no importaban. Su piano siempre cortaba el silencio primero como una cuchilla. Y tras él, un segundo o una eternidad después, siempre la seguía con extrema suavidad el violín de John. Tocasen donde tocasen siempre era así. Uno siempre junto al otro. Acompasados. Armoniosos. Perfectos los días buenos y conmovedores los días que no pretendían vencer sino convencer. Y aquel día, por las lágrimas que comenzaban a correr libres por las mejillas de los soldados que conformaban su sorprendida audiencia, era uno de los segundos. Ella saltaba entre notas con alegría y él construía un tupido manto de melodía sobre el que ella podía caer y alzarse cuantas veces quisiera. Juntos recorrían una vez más aquel camino musical que conocían tan bien como hubiesen deseado conocerse mutuamente. Pero para su desgracia no era así. No era sencillo conocer a alguien a miles de kilómetros de distancia. Pero no imposible. Esa palabra hacía mucho que había perdido su sentido para ellos. La música, por otra parte, sí que lo tenía. Uno tan profundo y apabullante como la placentera sensación que les arrebataba el aire del pecho a su audiencia. Una que estalló antes siquiera que el descendo de salida de Jennifer se desvaneciera en el aire para dar por concluida la pieza. Los silbidos agudos y el clamor de palmas les indicaron que aquella compañía de hombres desaliñados, armados hasta los dientes y preparados para morir, habían olvidado por unos instantes qué era lo que hacían en aquella playa inglesa. Y a qué se iban a enfrentar al día siguiente. Mientras Jennifer bajaba agradecida la cabeza y aprovechaba aquella postura para disfrutar con una sonrisa los halagos de los soldados que eran cada vez más obscenos, John miraba con preocupación el pentagrama musical que tenía ante sí. Entonces, y como sucedía cada vez, las notas comenzaron a desvanecerse como por arte de magia. En menos de un minuto ya no estarían allí. Y ellos tampoco. Pero no le importaba. Había sido una buena actuación. Y habían estado bien. Más que bien.

—Te has escurrido un poco al final —le susurró ella sin dejar de saludar.

—Suele pasar si intentas hacer un sul ponticello a tu ritmo. ¿Me vas a dejar atraparte algún día?

De no haber sido porque en ese momento el aullido agudo de una sirena rompió la magia y la alegría del momento, John habría sabido que ella no tenía una respuesta para esa pregunta. Entonces los soldados saltaron de sus improvisados asientos en la playa y se dirigieron tierra adentro perdiéndose en la niebla. Desapareciendo para siempre. Pasando de certezas a recuerdos.

—La próxima vez me gustaría probar algo nuevo, creo que ya es hora  de que…

Pero de pronto una ráfaga de viento inundó los sentidos de John con un agradable aroma a sal marina y sus ojos de una desagradable bruma espesa. Jennifer trató de domar su rubio cabello que ya comenzaba a danzar salvaje con el viento mientras las hojas de la partitura despegaban hacia el cielo. Aquello, una vez más, se había acabado.

—Mierda… —musitó para sí John un momento después.

El momento en el que ya no estaba en aquella playa. En el que no estaba con ella. Un momento lejano en el tiempo y el espacio. Un momento que John odiaba con toda su alma, pues era su momento. Recogió la sala de música, guardó el violín en su funda y cerró con llave. Fuera los ecos de sus propias acciones le indicaban que estaba solo. Y su reloj que llegaba tarde.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Henry nada más verlo entrar en el bar—. O mejor, ¿cuándo estabas?

John tomó asiento en su mesa habitual junto con su amigo. Bufó fuerte por la nariz tratando de expulsar toda su frustración con aquel gesto porque odiaba estar de mal talante cuando entraba en el bar Temperley. Aquel lugar era lo más parecido a su santuario particular. Un refugio donde sentirse seguro después de ser azotado por la tormenta de la vida.

—En la víspera del desembarco.

—¿El de Normandía? —inquirió su amigo con más curiosidad que sorpresa—. ¿Otra vez?

John asintió. Ya iban cuatro seguidas. Aquel lugar y aquel momento concreto parecían atraerlos a él y a Jennifer con una fuerza fuera de toda comprensión. Aunque él tenía su teoría.

—No quiere avanzar…

—¿Quién? ¿Jennifer? —preguntó con el bigote lleno de espuma Henry tras dar un largo sorbo a su cerveza—. ¿Y por qué no va a querer avanzar? Joder, ¿cuántas veces habéis tocado juntos ya?

Ilustración de Marta Herguedas

Habían tocado veintitrés. Y John no había olvidado ninguna. Aunque sí guardaba un lugar especial para la primera. Fue en el tejado de un piso de Nueva York. Él llevaba tocando diez minutos bajo una nevada suave pero severa y sus dedos estaban tan entumecidos que cada nota era un suplicio. Cada nuevo tremolo una odisea y los pizzicatos algo fuera de su alcance. Sabía que no iba a conseguirlo. Era cuestión de tiempo que la melodía se acallase y que las personas, que no podía ver pero cuyas cabezas estaban alzadas hacia el cielo pensando por qué además de blanca nieve el cielo ese día estaba escupiendo música clásica, dejaran de prestarle atención. Pero entonces apareció ella. John miró su rostro angelical sorprendido mientras sus dedos se suspendían ingrávidos sobre las teclas de su piano. Entonces sus miradas se cruzaron un instante e inesperadamente la página de la partitura del violinista apareció ante Jennifer. La muchacha no necesitó más. Recogió un minuendo moribundo, el piano le insufló vida a aquella partitura mágica añadiendo acordes que supliesen al violín. Apenas necesitaron unos instantes para encontrar el tempo adecuado. Apenas una pieza para saber que habían sido llamados allí por una razón.

—No pudo hacerlo sola, ¿sabes? —le susurró ella con un guiño.

Él apretó los dientes y volvió a la lucha. Por primera vez sus melodías se sincronizaron a la perfección. Y tuvieron su primer segundo, ese en el que la música pasa de tocarse a sentirse y luego a formar parte de uno. Ninguno había experimentado esa sensación jamás. Parecidas, pero nunca igual. Pero entonces el final de la canción los despertó. Y el torrente de aplausos les pareció un bálsamo vacío incapaz de acallar el deseo que tenían de volver a repetir esa sensación.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella lo único que podía ser contestado.

Rápidamente John metió la mano dentro del estuche de su violín que dormía a sus pies, sacó una partitura y se la lanzó a la chica. Ella la atrapó al vuelo.

—Hay que seguir tocando hasta el final —le dijo él con una sonrisa sincera en el rostro—. Cuando quieras volver a intentarlo solamente tienes que tocar esa partitura.

—Y no fallar ante quien te escuche… —susurró ella convenciéndose que aquello era real—. ¿Y tú?

—¿Yo qué? —repuso él mientras sentía que su momento en aquel lugar expiraba.

—¿Qué tengo que hacer si quiero tocar otra vez más contigo?

—Sólo tienes que desearlo —repitió John en otro tiempo y otro lugar.

Un lugar donde ella ya no estaba. Donde no había ni música ni silencio. Tan sólo un bar, una cerveza y un buen amigo distraído por completo por el trasero de la camarera.

—Joder, qué bonito. ¿De verdad le dijiste eso?

John asintió al tiempo que daba cuenta de su cerveza como si esta fuese capaz de ahogar su frustración. Pero no podía. No había nada en aquel bar que pudiese.

—Y después de haber tocado en el Titanic, delante del zar o antes de la caída del muro de Berlín todavía estás en el mismo punto que donde empezaste.

—No. Ya no estoy donde empecé.

John quiso decir que estaba peor, pues era como se sentía. Pero entonces puso sobre la mesa la hoja de una particella totalmente negra.

—¡No me jodas! —Henry no pudo ocultar su sorpresa y alegría—. ¿De verdad es…?

Este la cogió como si fuese lo más valioso del mundo y la miró desde todos los ángulos. Pero no podía ver nada en ella. John, por el contrario, sí que podía.

—Tienes ante ti la partitura del concierto del fin del mundo —dijo John desprovisto de toda pasión—. Al menos la particella del concertino.

—Sabía yo que eras bueno, pero no cojonudo —le felicitó Henry a su manera devolviéndole la partitura y tragándose fácilmente la frustración de no ser capaz de verla—. Bueno… ¿Cuándo lo vas a hacer?

—No lo voy a hacer…

 —Tenemos que hablar —le dijo nada más materializarse a su lado.

Aquel día iba enfundada en un abrigo negro y llevaba un elegante gorro color crema bajo el que asomaba su preciosa melena rubia. De pronto, un cañonazo lejano la hizo bajar la cabeza, asustada.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella alterada.

—En la batalla de Lissa. —Una nueva andanada de cañonazos lejanos obligó a callar a John hasta que estos hubieron pasado—. En 1866, si no me equivoco.

—¡Estamos en un barco! —chilló ella cuando una escuadra de fusileros pasó ante ella a toda prisa.

John le hizo un gesto para tratar de calmarla. Pero Jennifer no parecía estar por la labor. Aquello era demasiado. El temblor de sus manos y su voz la delataban.

—¿Qué vamos a hacer? ¡Aquí no se puede tocar!

Entonces el navío cambió de dirección y el piano resbaló por la cubierta. La pianista se aferró a este en un acto reflejo y de no ser porque John hizo otro tanto, se hubiese estrellado contra algo.

—¡Eh, vosotros! —le gritó el violinista a un par de grumetes—. ¡Traedme algo para asegurar el piano!

Estos se miraron el uno al otro sorprendidos pero salieron a la carrera a cumplir la orden.

—¿Estás bien? —se interesó al momento John por ella.

—No —contestó Jennifer en primera instancia, blanca como la espuma del mar—. ¿Cómo voy a estar bien? ¡Estamos en un barco! ¡La gente se está matando a nuestro alrededor! ¿Cómo se supone que vamos a tocar aquí? ¿Cómo nos vamos a hacer oír?

John sonrió pues aquello significaba que sí que le importaba, que, al igual que él, no quería fallar. No quería que aquella fuese la última vez que se vieran. Al momento sacó de su bolsillo un rollo de cinta adhesiva, dividió la partitura y pegó cada hoja por todo el frontal del piano. Ella le miró sorprendida y preguntándose qué había sido de la suya. Con un gesto de cabeza él le señaló el palo mayor. Allí, clavadas, bailaban las hojas contra el viento de poniente que azotaba la nave.

—No voy a dejar que te ocurra nada, Jennifer. Tienes que confiar en mí. Estamos en el buque insignia del ejército austriaco, el Erzhezog Ferdinand. ¿Qué buque insignia has visto tú que se juegue el cuello en una batalla?

—¡Pero yo no sé qué pasa en esta batalla!

—Qué más da. Nosotros no estamos aquí para ganarla. Ni siquiera estamos aquí de verdad, ¿recuerdas? Sólo somos sombras de música. En eso consiste todo esto. En la música. Sin importar contra qué se enfrente debemos hacernos oír. Nosotros siempre ganar —la animó él mientras se colocaba el violín bajo la barbilla—. Sígueme y todo estará bien.

Y por primera vez desde que se conocieron fue el violín el que comenzó. De pronto todo sonido circundante pareció menguar. Jennifer podía ver las deflagraciones de los barcos cercanos. Las columnas de agua formadas por las balas enemigas al caer cerca de ellos. Los gritos de los heridos. Las órdenes desquiciadas de los marineros. Pero no podía oírlas. Sólo el rasgueo del violín. Fuerte. Decidido. Perfecto. Tan entusiasmada estaba que permitió por completo que la obertura la realizara John. Sólo cuando la concentrada mirada del violinista se apartó del horizonte de muerte y navegó con suavidad para encontrarse con sus ojos aguamarina supo que le había dejado solo. Y eso era lo que menos quería. El piano entró con su fuerza habitual. Pero aquella vez era distinto. Aquella vez ella no era la espada y él el escudo. Aquella vez eran uno. Aquel segundo que habían rozado tantas veces había llegado para quedarse. Aquella compenetración. Aquella seguridad y confort que surgía de la melodía no se desvanecía, sino que crecía cada vez más.

No fue hasta que el barco se sacudió violentamente que ella fue consciente de lo que sucedía. Entonces pudo ver cómo había tres grumetes sosteniendo el piano para que no resbalase. El puente se había convertido en un hervidero de marineros y fusileros que acallaron sus armas para dejar paso a su música. Ni siquiera los cañones del barco cantaban su melodía de muerte. Ni siquiera parecía que había una batalla al alrededor. Parecía que navegaban plácidamente bajo aquella música, una que en ese momento manejaba John con una sonrisa plena en el rostro. Jennifer volvió a entrar justo cuando otro proyectil alcanzó la nave. Sus dedos resbalaron cayendo en las notas equivocadas. Aquello la paralizó, pues sabía que la melodía se había roto por completo. Pero entonces el violín surgió fuera de la partitura. Improvisando. Creando. Salvando. Ella levantó el rostro aterrado y encontró a John con la cara ensangrentada y apoyando la espalda contra el palo mayor donde lo había lanzado el impacto. Pero él no había dejado de tocar. Se negaba a fallar ahora. Incluso aunque tuviese que tocar contra las propias reglas iba a acabar la pieza. Pero sus fuerzas hacía mucho que habían sido sobrepasadas. Sintió el arco pesado. Sus dedos lentos y su mente dormida. Hasta que ella regresó. Y no lo hizo volviendo con maestría a la partitura. Lo hizo siguiéndole a él, empezando desde su error involuntario y enmendándolo con inspiración. Entonces John aprovechó para alzar la mirada. Ya casi estaba a punto de suceder, así que debía darse prisa. El violín tomó el control de la melodía e, inesperadamente, comenzó a tocar un alegre pizzicato como si de una guitarra se tratase. Aquello detuvo a Jennifer por completo. La canción había cambiado y con ella la situación. Sus ojos navegaron preocupados a la partitura y allí vio cómo las notas comenzaban a temblar y a aparecer y desaparecer. Algo iba mal. Pero entonces estallaron los aplausos. Alegres. Despreocupados. Como si la metralla que lloraba el barco con cada nuevo impacto no fuese más que confeti. Entonces vio cómo, junto a John, había aparecido un hombre. Sus largos bigotes prusianos y su elegante casaca le delataron como el capitán del barco. Susurró algo al oído de John y este asintió antes de que sus caminos se separaran.

—¿Qué te ha dicho?

—Que siga tocando hasta el final

El Erzhezog Ferdinand comenzó entonces a virar violentamente desviándose del fuego intenso al que estaba siendo sometido. John perdió pie, pero Jennifer le sujetó presta mientras los grumetes tras ella amarraban el piano con los cabos de proa. Pero a la pianista no le importaba lo más mínimo su instrumento. Le preocupaba John. Su herida era profunda y la sangre no paraba de manar. Aún así el chico, con la mirada ya un poco perdida, no cejaba de mirar al frente.

—¿Por qué has hecho todo esto? —preguntó ella finalmente.

—¿Hacer qué?

—No me tomes por tonta, John. Si todavía estamos aquí es porque has cambiado la canción para poder mantenerla hasta que tú quisieras. Aunque podías haber escogido un escenario un poco menos macabro, ¿no te parece?

—Una canción de paz en un barco austríaco… Tiene gracia, ¿verdad?

Ella miró en derredor tratando de encontrar sentido a las palabras del violinista. Pero a su alrededor no había respuestas. Sólo guerra, miedo y muerte. En su vida había visto nada parecido y aunque sabía que nada les podía suceder, la sangre que ya manchaba sus manos le indicaba lo contrario.

—¡Deja de tocar de una vez, John! ¡Vámonos a casa! —le gritó ella desesperada aunque sus palabras fueron engullidas por una andanada de artillería del Erzhezog. ¡Ya has conseguido lo que buscabas! ¡Ya tienes tu partitura para el concierto del fin del mundo! ¡Ya lo tienes todo…!

—Pero no te tengo a ti.

Aquello enmudeció a todo a su alrededor excepto a un violín que no podía ser silenciado. Jennifer no pudo esconder su sorpresa primero, ni sus lágrimas después. Había temido aquel momento durante mucho tiempo. Y lo había evitado contra su voluntad todo lo que había podido. Pero al final la había alcanzado. Al final nadie puede escapar de la verdad.

—Nunca debí tocar contigo… —susurró dándole la espalda, tratando de esconderle sus sentimientos.

—Pudiste hacerlo. Pudiste dejar de tocar el piano en cualquier momento y en cualquier lugar. Pero no lo hiciste. Ni lo harás. ¿Sabes por qué?

Jennifer negó con la cabeza justo en el momento en el que una bala de cañón pasó a escasos centímetros de ella. Fue tan súbito que no tuvo tiempo ni de sentir terror. Sólo sentir como su pelo se liberaba y su melena rubia volvía a ondear al viento como una bandera más. John sonrió al verla así. Le encantaba su pelo y la manera que ella siempre intentaba que este no se escapara a su control. Como hacía con casi todo lo que podía.

—La primera vez que me sucedió… esto aparecí en mitad de una orquesta. Estaba tan alucinado por lo que estaba pasando, por ser consciente de que la leyenda era real y me había escogido para probar mi habilidad, que apenas pude reaccionar. No sabía dónde estaba, sólo que tenía una audiencia bajo los focos esperándome. Pero no podía moverme. Por más que trataba de alzar el violín este no me respondía. Entonces un piano comenzó a sonar. No tocaba nada sofisticado. De hecho no tocaba nada. Sólo hacía sonar el sol todo el tiempo. Tardé un poco en saber que lo que estaba haciendo era invitándome a comenzar, ayudándome a salir del paso. Y lo hice. Toqué y no me detuve hasta que la última nota del pentagrama hubo desaparecido y los aplausos me indicaron que había superado la primera prueba. Entonces, mientras efectuaba la reverencia más nerviosa de mi vida, vi de reojo al pianista que me había ayudado a seguir adelante. Era una chica preciosa. Con una sonrisa increíble y unos ojos azules y profundos como este mar. Esa chica eras tú, Jennifer. —Ella se volvió entonces sin disimular sus lágrimas y John siguió—. No la Jennifer que eres ahora. Ni siquiera la que puedes llegar a ser. Sólo sé que a partir de ese momento lo único que le pedía a cada nueva partitura era que me llevara a tu lado, que me dejase escuchar lo que los nervios de aquella actuación no me dejaron. Quería escuchar tu melodía. Quería escucharte a ti y solamente a ti.

Jennifer no supo qué decir, pues las palabras fueron engullidas por la declaración de John. Ella no recordaba nada de eso porque sabía que no había pasado todavía. O que no pasaría nunca.

—Precisamente por eso no quiero decirte quién soy. Desde la primera vez que te vi en aquel tejado, temblando y cubierto de nieve, supe que, de alguna manera, ya te conocía pero que no pertenecías a mi mismo tiempo, que las reglas de este juego cósmico eran así. Y me pareció bien… al menos las primeras veces. Luego seguimos tocando… y empecé a echarte de menos. A desear que apareciese la nueva partitura cuanto antes para volver a tocar contigo… para volver a verte. Pensé que me conformaría únicamente con eso. Pero me engañaba. No… no puedo. Porque esto, como una canción, está destinado a acabarse. Y mejor que sea ahora antes de que nos hagamos daño de verdad…

De pronto aquel silencio amortiguado por el poder de la melodía se desvaneció. El Erzhezog había completado su maniobra de distracción tras los buques de escolta y había quedado al descubierto, a merced de los artilleros de los barcos italianos circundantes. Pero el Erzhezog no se amedrentó, sino que se lanzó de frente contra el buque insignia de la armada italiana. La mirada de John se endureció al ver aquello. Se les acababa el tiempo.

—¿Por eso estabas tan distante? —inquirió él dando un paso adelante anhelando acortar la distancia que les separaba—. ¿Por miedo a que todo esto se acabase? ¡No tiene que acabar! Ya sabes la promesa que se nos hizo cuando comenzamos esto. Si tocamos en el concierto del fin del mundo…

—¡Ese es precisamente el problema, idiota! —le gritó ella tirando el pañuelo ensangrentado a sus pies—. ¡No hay lugar para mí en ese concierto!

La nota que había tocado John se quedó suspendida en el aire más tiempo de lo debido. El miedo le había paralizado como aquella primera vez. Pero esa vez era un miedo más profundo y aterrador. Era el miedo a perderla para siempre.

—¡Mientras tocábamos el otro día vi tu particella asomando de la funda de tu violín!

—Tú… ¿puedes ver lo que hay escrito en ella? —consiguió articular él junto con la siguiente nota. Ambas sonaron débiles y asustadas.

—¡Claro que puedo verla! —Y la voz se le quebró finalmente a Jennifer al tiempo que bajaba la cabeza, derrotada—. Contigo he tocado mejor de como lo haré jamás. Contigo he podido ver la música. La he sentido dentro de mí… Y también me ha permitido ver y hacer cosas que no creía que fueran posibles. Y sí, también puedo leer las malditas partituras misteriosas aunque no sean mías. Y el concierto del fin del mundo no es un concierto para piano, no es un concierto para mí.

John no pudo seguir mirándola, abrumado por la vergüenza. Tenía razón. Y miedo. El mismo que había sentido cuando descubrió que había sido elegido para tocar en aquel concierto y que iba a tener que hacerlo sin ella. Hubiese dado lo que fuese para poder tener alguien a quien pedirle explicaciones, pero aquel misterioso asunto no tenía hoja de reclamaciones. Igual que la vida.

—No puedes esperarme más, John. Sabes que si no tocas pronto esa partitura y la posibilidad de ser feliz para siempre desaparecerán. Y yo no quiero ser la culpable de eso. Por eso haz callar el violín de una vez y termina con todo esto.

—No sabes cómo acaba esta batalla, ¿verdad? —dijo John.

Ella negó con la cabeza y él le hizo un gesto para que mirase al frente. La figura imponente del buque italiano cada vez se hacía más grande. Entonces John explicó lo que iba a suceder.

—En una maniobra suicida el Erzhezog Ferdinand se lanzará contra el buque insignia italiano, el Re d´Itallia, y se hundirá… a costa de casi toda la tripulación que se encuentre en cubierta…

—¡Estás loco! –gritó ella zarandeándolo mientras veía cómo el Re d´Itallia crecía hasta convertirse en un monstruo de metal aterrador—. ¡Para o vamos a morir!

—No hasta que me digas quién eres en realidad y en que época te encuentras cuando no estás aquí.

—¡Te lo diré! ¡Te juro que la próxima vez que toquemos te lo diré, pero deja de hacer locuras y acaba la música! ¡Por favor, John! ¡John!

Aquella promesa era todo lo que necesitaba. Sus dedos por fin abandonaron aquel mecánico pizzicato y la realidad se volvió tan ruidosa y letal como le correspondía. El capitán del Erzhezog gritó algo a sus espaldas y todo el mundo se lanzó al suelo. Su tiempo se había acabado y la experiencia le decía que no saldrían de allí a tiempo.

—Lo siento —musitó John ya casi sintiendo el inminente choque.

Pero entonces Jennifer se lanzó a sus brazos y le besó. Profunda y desesperadamente. Él sintió las lágrimas de ella rodar por su mejilla mezcladas con el sabor de la sal marina. Ella la pasión del pianista que había arriesgado todo por aquel momento. Entonces sobrevino el silencio, y un latido después el choque que les arrebató de los brazos del otro.

—Y luego nada… —musitó John con amargura.

—Jo-der —enfatizó Henry con los ojos como platos—. Acojonante. Creo que hasta me he empalmado.

—Muy gracioso —gruñó el pianista dándole un nuevo trago a la cerveza a medio terminar que tenía ante sí—. Ahora hazme el favor de decirme para qué me has llamado. Tengo cosas que hacer.

—¿Cómo volverte a meter en una guerra? ¿Tantas ganas tienes de que te maten?

—No nos iba a pasar nada.

—Pues los cuatro puntos que te han tenido que dar en la cabeza me dicen lo contrario. Me parece a mí que esta historia se está poniendo más complicada de lo que me contaste.

A Henry le había contado la versión simple. Que a veces a alguien, si era lo suficientemente bueno tocando un instrumento, una especie de fuerza superior lo ponía a prueba haciendo que tocase diversas piezas a través del tiempo y el espacio hasta que al final, si era digno, era seleccionado para tocar en el mayor recital de todos: el concierto del fin del mundo. John siempre había soñado tocar allí donde todo acababa. Que su música fuese lo último que el mundo escuchase era algo más que un gran honor. Era lo máximo a lo que un músico podía aspirar. Eso y la promesa a cada uno de los músicos de concederles un deseo tras ese recital eran sus motivaciones. La única contrapartida era conseguir siempre encandilar al público tras cada actuación sin importar dónde estuviesen y que tras el último concierto ya jamás podría volver a repetir tal experiencia.

Ella ya había comenzado a tocar cuando él apareció a su lado. Aunque más que tocar lo que hacía era sostener una melodía. Una en clave de sol. John miró en derredor y comprobó que estaban en un bonito jardín con vistas a una playa cercana. El mar estaba en calma y la temperatura era perfecta. Igual que la visión de Jennifer bañada por los rayos del sol. Todo era perfecto.

—A ver lo que dura —masculló para sí mismo el violinista poniendo su pequeño atril ante él y colocando la partitura en posición.

Pero entonces se percató de que la primera hoja estaba incompleta. Las notas se detenían en un punto extraño, abrupto, en un final anticipado.

—¿Listo? —le preguntó ella al ver su cara de sorpresa.

—Para que esto acabe así, no —respondió.

Y aunque Jennifer no supo si se refería a la canción o a ella, arrancó. No iban a ser ni treinta segundos de canción, pero los quería disfrutar junto a él.

—¿Pero para quién estamos tocando? —preguntó John entrando justo a tiempo en la melodía.

Entonces un ladrido tímido llamó su atención. Junto a un árbol, disfrutando de la refrescante sombra, había un cachorro de gran danés moviendo la cola de satisfacción.

—Ahí tienes tu público —añadió ella con una sonrisa franca—. Y más te vale que lo hagas bien porque parece exigente.

Pero aquel perro estaba encantado con la música, así como John, aunque todo aquello lo hubiese cogido de sorpresa. Con el tiempo había conseguido controlar el lugar exacto donde ser enviado por las partituras, y aquel no era el escenario que había construido en la mente para su último encuentro con Jennifer. Y, sin embargo, lo sentía extrañamente familiar. Entonces llegaron al final del pentagrama y el violinista estuvo a punto de detenerse, pero la melodía del piano continuó por su cuenta. Al parecer la improvisación se había convertido en la base de aquellas actuaciones.

—Si quieres saber quién soy, sigue tocando —pidió ella casi como si fuese parte de la canción.

John lo hizo mientras ahogaba una sonrisa al comprender que ella estaba usando el mismo truco al que él había recurrido la actuación anterior.

—¿No es esto mejor que tener a gente matándose a nuestro alrededor?

Lo era. De hecho era el lugar opuesto, pues cuando miró tras de sí, John pudo ver que había una gran cantidad de mesas decoradas con lazos blancos y un poco más allá un arco nupcial.

—¿De quién es esta boda? —preguntó él en voz baja, tratando de que sus palabras no taparan el ritmo.

Pero ella obvió deliberada y juguetonamente la pregunta y siguió tocando con exactitud cada nota que nacía en su corazón y acababa en el piano. John la siguió hasta que la canción se esfumó en el aire.

—¿Todavía quieres una respuesta?

Pero inesperadamente John negó con la cabeza. En su lugar le posó las manos con suavidad en el rostro y la besó. Ambos bebieron el uno del otro como si fuese la última vez.—¿A qué ha venido el beso? —quiso saber ella.

—A que era lo primero que tenía que haber hecho aquel día en Nueva York. Justo cuando acabamos en aquella azotea. No tenía que haber dejado que todo esto fuese tan lejos.

—Yo tampoco. Aunque tampoco lo hemos manejado tan mal, ¿eh?

John difería un tanto de aquella opinión. Por su parte sí que lo había manejado mal. Había dejado que se interpusiera en su camino el deseo de tocar en aquel concierto tan especial. No se había dado cuenta de que lo realmente especial había sido cada instante a su lado. Fuese quien fuese y estuviese en el momento de la historia que estuviese, haber tocado a su lado, haber reído y haber luchado a su lado como no lo había hecho con nadie en toda su vida era lo que realmente había valido la pena. Por eso estaba listo para hacer lo que tenía que hacer.

—¿Eres capaz de tocar mejor? —susurró John mientras sus partículas eran reclamadas en su presente.

—Sólo cuando estoy contigo —contestó ella con sinceridad.

Entonces John la dejó un instante, sacó de la funda de su violín la particella especial por la que tanto había luchado y se la entregó a Jennifer.

—¿Qué quieres que haga con ella?

—Tan sólo sujétala.

Y para sorpresa de la pianista John sacó un encendedor del bolsillo y le prendió fuego.

—¡Estás loco! —le gritó ella yendo a soltarla para apagar el fuego, pero las manos de John se cerraron sobre las suyas—. ¿Qué estás haciendo, John? ¡No puedes hacer esto!

—Claro que puedo —dijo John mientras le apretaba cariñosamente las manos y las llamas seguían creciendo bajo ellas, aunque sin transmitir sensación de calor alguna—. Si no puedo tocar contigo… Da igual el concierto o el lugar donde toque, cada nota que salga de mi violín estará vacía porque no estarás ahí para llenarla.

—¡Pero no puedes renunciar a eso! ¡No puedes hacerlo por mí!

—Eres por la única por lo que lo hago y lo haría un millón de veces. Y aunque este sea el último momento que pasemos juntos…. —el aire abandonó los pulmones de John al mentar aquella posibilidad— … aunque así sea, al menos podré vivir tranquilo el resto de mis días, pues habré podido decirle a la mujer de mis sueños que la amo.

Tras aquellas palabras se hizo el silencio. John porque ya había dicho todo lo que tenía que decir. Y Jennifer porque no encontraba las palabras necesarias para corresponderle. Y aunque estas eran tan sencillas y llevaban tanto tiempo circundando su corazón, su alma tardó en pronunciarlas.

—Yo… yo también te quiero, John. Siempre lo he hecho.

Y la felicidad los inundó. Tanto que no se percataron de que las llamas habían llegado a sus manos y ya habían consumido todas las hojas de aquella partitura, sólo que en lugar de convertirlas en polvo, parecían haberlas purificado. Fue John el primero que consiguió liberarse del hechizo de felicidad y percatarse de lo que había sucedido.

—No puede ser… —tartamudeó asombrado.

—¿Qué sucede? —preguntó ella asustada, pues al semblante de John le había desaparecido el color.

Pero de nuevo un torrente de felicidad nació en el pecho del muchacho y este abrazó de improviso a Jennifer levantándola en el aire. A su alrededor el gran danés ladraba con idéntica felicidad, brincando alrededor de ambos muchachos.

—John… ¡John! —le gritó Jennifer tratando de que este se detuviese—¿Qué es lo que pasa ahora?

—¡El concierto, Jennifer! —bramó con lágrimas de felicidad en los ojos—. ¡El concierto!

La dejó en el suelo y le tendió la partitura a la muchacha.

—¿Qué le pasa al concierto…? —Pero la pregunta de Jennifer murió en sus labios. De pronto se tapó la boca para contener la abrumadora sensación que la había poseído al ver el título de aquella partitura—. No puede… no puede ser. ¿Cómo?

Pero John no tenía respuesta para aquello. Sólo felicidad. Pues el concierto al que había renunciado por ella había sido consumido por las llamas, transformándolo en otra cosa. Una maravillosa.

—Bienvenidos al concierto para piano nº 2 en do menor de Rachmaninov.

Con esas palabras los recibieron a ellos y a más de un centenar de personas que se materializaron al mismo tiempo. Al instante, John y Jennifer se tomaron de la mano para no ser separados por aquella muchedumbre de hombres y mujeres que habían comenzado a hablar unos con otros animadamente. Todos estaban vestidos de gala, incluida la pareja, y sobre ellos una cúpula transparente les enseñaba un espacio preñado de estrellas brillantes. John buscó entre aquel magnífico espectáculo a la Luna, pero en su lugar encontró algo que no esperaba encontrar.

—La Tierra —dijo en voz alta sin quererlo.

Porque allí estaba. El gran orbe azul que les servía de hogar flotando entre aquel cielo estrellado. Aunque era una visión que habían visto miles de veces en fotografías y televisión, su visión en directo sobrecogió a todas aquella personas, que habían alzado al unísono las miradas hacia allí. ¿Acaso estaban en órbita e iban a tocar desde allí? ¿Esa era la Tierra de verdad? Esos y  rumores similares se extendieron por todo el lugar. Hasta que Jennifer hizo la pregunta importante.

—¿Dónde están los instrumentos?

Y tenían razón. Allí sólo estaban ellos. No había nada más. Ni instrumentos, ni público ni nada por el estilo. Sólo un centenar de personas enfundadas en las mejores galas y sin la explicación que merecían. Entonces el escenario que les circundaba comenzó a cambiar. Donde había estrellas y cielo apareció un enorme escenario. Y sobre él, cada uno velando su propio instrumento, estaban todos los presentes vestidos exactamente igual que se encontraban. Y entonces lo comprendieron. No estaban allí para tocar. Estaban allí para ser el público de su propio concierto. Sólo que los intérpretes no eran exactamente ellos. John lo supo al momento. Allí plantado, en la primera fila con un magnífico Stradivarius en la mano, no estaba el John desgarbado cuya herida en la cabeza no se había curado todavía. Allí estaba un John unos cuantos años mayor que desprendía seguridad, madurez y, sobre todo, felicidad, una felicidad que resplandecía junto a la persona que tenía a su lado. Junto a una Jennifer aun más bella y valiente de lo que era. Una Jennifer que saludó a su homónima con un gesto de cabeza y que ella misma, más joven y atónita, le devolvió agitando una mano temblorosa.

—A todos los presentes les damos las gracias por haber hecho esto posible. Por haber luchado por lo que creían. Por haberse esforzado sin importar el tiempo y el lugar. Por haber llegado hasta aquí sin haber perdido la esperanza —comenzó a decir la misma voz que les había recibido—. Puede que muchos se sientan decepcionados pues esperaban participar como parte activa de este concierto. Créanme: lo están haciendo, y lo seguirán haciendo hasta el fin de los tiempos. Las personas que ahora ven ante ustedes son su eco eterno. Son lo mejor de ustedes. Y son el mejor regalo que le pueden hacer a la humanidad. Ellos se mantendrán aquí hasta el final. Tocando algunos días por la victoria y otros por la derrota. Por el amor y el odio. Tocando directamente a los corazones que sepan escuchar. Tocando hasta el final del tiempo mismo. Hasta que sobrevenga el fin del mundo.

Entonces la voz cesó y el director de orquesta entró en escena con aquellos fantasmas. Muchos lo reconocieron al instante. Era el propio Rachmaninov. Saludó a los presentes con una extensa reverencia y dio tres golpecitos con la batuta para prevenir a todo el mundo. El concierto estaba por comenzar. El primero y el último de muchos. El concierto del fin de todas las cosas. Duró un latido para muchos. Una vida para otros. Fue hermoso. Fue conmovedor. Fue intenso. Fue lo que cada uno de los presentes necesitaba. Fue un eco de ellos mismos. Entonces llegó el momento de recibir sus propios aplausos. Todos aplaudieron conmovidos con lágrimas en los ojos y el corazón henchido de felicidad. El concierto había terminado y ellos cambiado para siempre. Y cambiaría a todo aquel que supiera escuchar pues siempre estarían allí luchando contra el silencio.

—¿Qué has pedido? —le preguntó ella mientras trataba de limpiarse las lágrimas de los ojos.

—Nada —contestó él mientras la abrazaba con todas sus fuerzas.

—¿Has llegado hasta aquí y no has pedido nada? —musitó Jennifer entre risas—. ¿Por qué?

—Míranos y lo entenderás.

Entonces ella dirigió la mirada hacia ellos mismos. Ambos estaban allí. El uno junto al otro, besándose con pasión. Pero no fue eso lo que le llamó la atención a la pianista. Fueron los anillos que brillaban en sus dedos. Dos anillos de plata idénticos. Una respuesta inequívoca.

—No puede ser…

—Pero será —dijo él en un susurro—. Hoy, mañana y por siempre. Por eso no he tenido que pedir nada pues ya me lo concedieron hace mucho. Y tú, ¿has pedido algo?

—Sí, sí que he pedido algo.

—¿Qué?

—Seguir tocando. Para siempre. Junto a ti…

Y como siempre y para siempre todo se desvaneció. Como el sueño que sabían que siempre había sido. Como el final de una canción. Pero por primera vez no despertaron solos. Por primera vez el mundo no los envió donde pertenecían sino donde realmente debían estar. El uno junto al otro. Por siempre. Y para siempre.

David Gambero

El precio del tiempo

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Género: Fantasia

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Este relato es propiedad de  Roberto del Sol y su ilustración correspondiente es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El precio del tiempo.

Ilustración de Verónica López

Cuando la puerta se cerró tras él, el cuarto se quedó casi a oscuras y tuvo que detenerse un segundo para permitir que sus ojos se acostumbrasen a la luz mortecina de la vela. La pequeña estancia estaba abarrotada de muebles antiguos y objetos envueltos en sombras. Alberto miró alrededor buscando a alguien, tratando de distinguir formas. Una pesada cortina de terciopelo cubría la pared del fondo. Las otras tres estaban tapizadas con decenas de pequeños portarretratos en los que se asomaban rostros en blanco y negro de personas que parecían tener los ojos clavados en él. Avanzó hasta la primera de las sillas que rodeaban una minúscula mesita vestida con un mantel bordado, y sobre la que brillaba con una tenue luz azulada una bola de cristal. El aire olía raro, rancio, como si llevase una eternidad atrapado entre aquellas cuatro paredes. A su derecha, el vaivén del péndulo de un pesado carillón atrapaba su atención cuando reflejaba la luz de la vela. Al ser consciente de todo lo que lo rodeaba, estuvo a punto de levantarse y echar a correr, de huir de aquel escenario plagado de tópicos preparado para engatusar a incautos desesperados. Pero en ese momento una silueta comenzó a tomar forma frente a él, sorprendiéndolo como solo pueden hacerlo los mejores trucos de magia, y entonces decidió quedarse a esperar. En realidad no tenía nada que perder.

Ya no podían quitarle nada más.

—Buenas tardes, don Alberto. ¿Por qué ha decidido venir a visitarnos? ¿Qué es lo que anhela en lo más profundo de su corazón? Dígaselo a madame Touseau —dijo lentamente la mujer con un marcado acento francés mientras se sentaba frente a él.

Alberto se removió nervioso en la silla. La mujer había utilizado el plural como si hubiese alguien más en la habitación. Ella sonrió con calidez y eso lo tranquilizó.

—Vamos, no tenga miedo. Lo más difícil siempre es dar el primer paso: atreverse a venir  aquí. Yo puedo verlo todo, y puedo ayudarle, pero necesito que usted me lo pida…

Alberto fijó su mirada en la cara de la mujer; le resultaba imposible determinar su edad. A la luz de la vela, y al contemplar aquel rostro menudo y arrugado como el de una uva pasa, solo se atrevía a asegurar que era mayor, pero no sabía cuánto. Cualquier cifra entre setenta y cien años podría ser posible. La mujer entrecerró unos ojos que parecían dos pequeñas canicas negras, como si estuviese haciendo un esfuerzo en ver a través de él.

—Hay algo —comenzó a decir él titubeante, y se detuvo para considerar la mejor forma de proseguir.

—Siempre hay algo, hijo, siempre hay algo —continuó ella con tono condescendiente—. ¿Algo en el pasado quizás?

—Sí —respondió él animado.

—Algo que sin duda le gustaría cambiar. —Al ver la cara de sorpresa del hombre, sonrió la mujer—. No se asuste, a veces es solo cuestión de aplicar un poco de lógica y algo de estadística. ¿Quién no querría cambiar algo en su pasado?

—Pues sí. De eso se trata, aunque supongo que ahora me dirá que es imposible.

Madame Touseau guardó silencio durante un instante.

—A mi edad puedo decirle que he visto muchas cosas que personas como usted creían que eran imposibles —dijo regañándolo—. Para que esto funcione, para que podamos romper las reglas de esta realidad que nos mantiene prisioneros en su cárcel de leyes físicas y químicas, necesito que crea en ello sin reservas. Le aseguro que, de ser así, no hay cosas imposibles.

Un extraño fulgor iluminó por un instante los ojos de la anciana.

—Creeré en lo que usted me diga que tenga que creer, madame —se oyó decir Alberto a sí mismo absolutamente desarmado.

—Bien, en ese caso… —La mujer hizo sonar una campanilla de plata e inmediatamente apareció de la nada la hermosa mulata que lo había recibido en la casa—. Beatrice, acércate por favor. —La anciana cuchicheó algo en el oído de la joven, que después se retiró obediente. Luego dijo—: En este punto me temo que tendrá que ser un poco más concreto, querido. ¿Cuándo exactamente sucedió ese hecho que le gustaría cambiar?

Alberto sopesó la respuesta. Volver a revivir el momento en el que el destino le había arrebatado a Clara de su lado no le hacía ningún bien, pero no sería muy diferente a lo que le sucedía una y otra vez, cada noche, cuando cerraba los ojos para intentar dormir. Decidió ser cauto, no quería abrir el corazón a alguien que todavía no había merecido su confianza.

—Hace aproximadamente dos años —dijo con un hilo de voz apenas audible y, al darse cuenta de ello, aclaró su garganta y continuó con un tono más elevado—. El quince de febrero del año 2011 sucedió algo que cambió mi vida.

—Una parte de usted murió aquella tarde, puedo verlo perfectamente.

Al oír aquellas palabras a Alberto se le erizaron los pelos de la nuca.

—Sí. Conozco a alguien que puede llevarlo de nuevo hasta ese momento —continuó la mujer—, alguien que, si acepta su petición, le exigirá un precio por hacerlo y le impondrá unas condiciones que tendrá que cumplir. Lo que usted desea, Alberto, es posible, solo tiene que pedírmelo.

El hombre hizo un esfuerzo por acallar las voces de su «yo» más escéptico. Por un lado quería creer, necesitaba hacerlo, precisaba pensar que era posible y que todavía había una oportunidad de volver junto a Clara. Pero por otro sabía que todos y cada uno de los esfuerzos por lograrlo habían acabado en rotundos fracasos, en enormes decepciones producidas por farsantes que le había asegurado que podían volver a ponerlo en contacto con su amada, de comunicarlo con ella. Mentirosos que tan solo buscaban su dinero. Alberto decidió poner a prueba a la mujer.

—Todo depende del precio…

—No se preocupe, querido, será caro, pero podrá pagarlo.

Como si todo estuviese cronometrado al segundo, Beatrice entró en ese momento en el cuarto con una bandeja de plata. La mulata dejó dos pequeñas copas de fino cristal tallado que contenían un líquido de color sangre y dos dedales de plata, después se fue en silencio.

—¿Y bien? —preguntó la mujer cuando se quedaron de nuevo solos.

—¿Ahora? —Alberto miró a los lados— Es decir… Quizás necesite pensarlo un poco, prepararme.

—¿Sí? ¿De verdad necesita pensarlo? Yo creo que está suficientemente preparado desde aquella fatídica tarde en la que le arrebataron lo que más quería. Usted no desea otra cosa más que estar de nuevo con ella y sería capaz de dar su vida por lograrlo. Escuche a su corazón, que está diciéndole a gritos lo que quiere, mientras usted se empeña en ignorarlo. —Después de un instante de incómodo silencio, la anciana continuó—. Ya veo, desconfía de mis palabras porque piensa que soy como los demás charlatanes con los que se ha cruzado en su camino. Tiene miedo de fracasar de nuevo, de que su ilusión se evapore otra vez, y ese miedo lo mantiene atrapado entre las barreras de un mundo físico que cree que es imposible burlar. Prefiere vivir con la esperanza antes que con la decepción, pero eso no es vida. En realidad, usted ya está muerto, y lo sabe. Murió aquel quince de febrero, en el mismo instante en el que Clara dejó de respirar. —Al ver el  gesto de sorpresa en el hombre, madame Touseau continuó—. Quizás mañana yo no esté aquí. Quizás mañana no pueda ponerlo en contacto con aquel que podría ayudarle. La decisión es suya. Solo tiene que pedírmelo.

—Está bien, no siga. ¿Qué es lo que he de hacer?

La mujer sonrió.

—Apure el contenido de ese dedal de plata —dijo mientras hacía lo propio con el suyo—. Después disfrute del sabor de ese oporto añejo y deje que se lleve la amargura de su boca mientras esperamos a nuestro invitado. No tardará mucho.

Alberto tomó el pequeño dedal y en su interior vio un líquido amarillo que brillaba con luz propia. No se lo pensó dos veces y echó la cabeza atrás a la vez que vaciaba el contenido en la boca. De inmediato, un sabor amargo y ardiente le quemó la garganta a medida que el líquido viscoso bajaba por ella. Dejó el dedal en la mesa y tomó un sorbo del oporto que atenuó el fuego en la boca del estómago.

Frente a él, madame Touseau lo miraba con la sonrisa congelada. Al instante, el rostro de la mujer comenzó a temblar como si la luz de la vela fallase. La habitación entera empezó a vibrar. Alberto restregó los ojos para aclararse la vista y, cuando los abrió de nuevo, comprobó que la cabeza de la mujer colgaba ligeramente hacia atrás. Unos ojos completamente blancos y sin rastro alguno de pupilas miraban hacia un punto a la espalda de donde él estaba sentado. Alberto intentó moverse, girar la cabeza y ver qué era lo que la mujer veía, pero en ese momento comprobó con sorpresa que no podía hacerlo porque los músculos no le obedecían. Y por primera vez se asustó.

La habitación seguía temblando. El líquido amarillo debía de ser algún tipo de droga alucinógena. Algo, o más bien la ausencia de algo, llamó su atención a la derecha. Ya no podía percibir el brillo del péndulo. Como no podía mover la cabeza, forzó los ojos y por el rabillo comprobó que el péndulo se había parado en un punto que distaba mucho de ser la vertical. El tiempo, por lo menos el que marcaba el carillón, se había detenido de una forma brusca y antinatural. La temperatura de la habitación bajó de forma ostensible. El vaho de su respiración comenzó a dibujar con claridad arabescos delante de los ojos, pero no era capaz de ver la respiración de la anciana.

Algo se movía detrás de él. No podía verlo, y tampoco había escuchado nada, pero podía sentirlo. Su sexto sentido le decía que estaba pasando algo fuera de lo común. Un instante después comenzó a oír un sonido rasposo que se acercaba hasta él, como si alguien arrastrase unos pies calzados en papel de lija. Un miedo frío e irracional se apoderó de él. Intentó preguntar quién era el que estaba allí, o llamar a Beatrice, pero tampoco pudo articular palabra. Unos dedos extremadamente largos y huesudos asomaron por encima de su hombro y un ser que no alcanzaba a ver le susurró en el oído de forma sibilina.

—Quince años. Ese es el precio. Quince años de tu vida y te llevaré de nuevo con Clara.

¿Años había dicho? ¿Acaso tendría que pagar con años? ¿Qué clase de tontería era esa? Alberto estaba aterrado y confundido. ¿Qué era lo que se suponía que tenía que hacer ahora? De nuevo volvió a pensar que no tenía nada que perder, que nadie en su sano juicio podía pedirle años de su vida como pago por algo que no podría cumplir, puesto que ambas cosas eran imposibles y desafiaban toda lógica. La respiración pestilente de la presencia lo aturdía hasta el punto de casi hacerle perder la consciencia y no le dejaba pensar con claridad.

Alberto decidió que lo mejor sería seguir el juego de aquellos locos y aceptar la propuesta, seguir su juego y conseguir que lo dejasen libre, así que la preocupación en ese momento pasó a ser cómo iba a comunicar su decisión si no podía articular palabra.

—Muy bien —susurró de nuevo el ser detrás de él—, así se hará. Pero ten en cuenta una última advertencia: no podrás cambiar nada más que aquello por lo que has pagado —dijo la presencia mientras se alejaba.

Alberto sintió que la presión sobre sus músculos se relajaba a la vez que una sensación de mareo le invadía la cabeza y lo obligaba a cerrar los ojos. El hombre se llevó las manos temblorosas a las sienes, que estaban a punto de estallar, y en ese instante todo terminó tan repentinamente como había comenzado.

Alberto abrió los ojos y lo que vio lo abrumó.

Estaba sentado en una silla, en el centro de una habitación de similares dimensiones a aquella en la que estaba apenas unos segundos antes, pero nada era igual. La claridad del día se filtraba entre las maderas que tapiaban la ventana del fondo y, a pesar de que solo era un hilo de luz, era suficiente para ver que el abandono y la suciedad estaban presentes en cada rincón de la estancia. No sabía cómo se habían arreglado para cambiarlo todo en un instante, pero eran buenos, condenadamente buenos.

Alberto se levantó sorprendido por haber recobrado el uso de los músculos. La bebida que le había dado la vieja debía de haber hecho que recuperase energías, porque se sentía descansado, pletórico de fuerzas, como si hubiese dormido durante varias semanas. Atravesó varias estancias, todas ellas en el mismo estado de abandono, y salió a la calle. No había letrero en el portal que anunciase la presencia de la médium. Desde luego, pensó, si todo era fruto de una organización encaminada a engañar a la gente, eran extremadamente minuciosos. Pero todavía no sabía qué era lo que pretendían con actuaciones como esa. Quince años de su vida… Quién en su sano juicio pediría algo así, algo que no estaba en su mano poder pagar.

Alberto tomó el autobús que lo llevaría hasta el oscuro refugio en el que se había convertido su casa. Sentado, meditaba mientras miraba con ojos tristes a la gente ir y venir en aquel hermoso atardecer de primavera que no podía apreciar, porque ya no tenía sentidos con los que paladearlo. En lo único que aquella farsante había acertado era en que ya estaba muerto, y los muertos no son capaces de disfrutar de las cosas de los vivos.

Alberto bajó en su parada y al levantar la vista sufrió el primer impacto de la tarde. Don Hilario lo saludó, como cada vez que se cruzaba en su camino, porque don Hilario era una persona muy educada y un conversador extraordinario, de los que ya no quedaban. Un caballero, recordó que le decía siempre Clara.

—Buenas tardes, don Alberto —le dijo—. Hoy no puedo detenerme, que he de ir a recoger a mi nieto a la salida del entrenamiento, y ya llego tarde.

—Pues buenas tardes, don Hilario —contestó sorprendido.

Hasta ahí todo habría sido de lo más normal, de no ser porque a don Hilario se lo había llevado un año antes un cruel cáncer de esos que no avisan hasta que era demasiado tarde.

La cabeza de Alberto comenzó a dar vueltas y a pensar en todo lo que le había sucedido esa tarde. A pesar de que la parte racional de su cerebro le decía que era imposible, una sospecha comenzó a cobrar forma. Unos pasos más adelante estaba el kiosco en donde siempre compraba la prensa, así que corrió hasta él y buscó con urgencia la fecha en los periódicos.

Quince de febrero de 2011.

Lo habían conseguido. Esos cabrones le habían hecho retroceder en el tiempo.

Su mente se bloqueó incapaz de creer lo que estaba pasando. Alberto dio una vuelta sobre sí mismo buscando detalles que lo orientasen, y miró alrededor con los ojos desorbitados. Las personas con las que se cruzaba le devolvían la mirada extrañadas, como si pudiesen leer lo que estaba pensando en ese momento.

Se miró el reloj. Las seis y veinte de la tarde. Estaba perdiendo un tiempo precioso. En apenas unos minutos Clara llegaría del trabajo como cada día. Tenía que alcanzar antes que ella la parada del autobús. Alberto no estaba en forma, pero corrió como si su alma dependiese de ello. Empujaba a la gente con la que se cruzaba y chocaba con las mesas de las terrazas. Atravesó calles con los semáforos en rojo, ganándose los bocinazos de los conductores, mientras su cabeza trabajaba a la velocidad de la luz, todavía incapaz de aceptar por completo la nueva realidad.

Por fin alcanzó a ver la parte trasera del autobús. Estaba detenido en un semáforo. Alberto lo alcanzó y, mientras recuperaba el aliento, comenzó a caminar a su alrededor mientras daba pequeños saltos para buscar entre los pasajeros a través de las ventanillas. Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, creyó distinguir la silueta de Clara entre las personas que estaban en la parte de delante, a la espera de que abriesen las puertas para descender en la próxima parada. Dio otro salto y sus ojos se inundaron de lágrimas de alegría cuando fue capaz de confirmarlo. Era ella, sin lugar a dudas. Con el corazón desbocado, Alberto comenzó a gesticular para llamar la atención de Clara o de alguno de los que estaban a su alrededor. Un señor mayor la avisó, y la mujer giró la vista y lo vio. Y sonrió. Y Alberto pensó que no cambiaría ese momento por todo lo que el cielo pudiese ofrecerle, y agradeció a Dios la nueva oportunidad que acababa de darle.

No consentiría que nadie volviese a separarlo de Clara.

Pero el volver a verla no debía desviarlo del objetivo final, su mujer todavía no estaba a salvo. Si todo sucedía tal y como podía recordar, Clara moriría atropellada por un coche que se saltaría un semáforo a unos veinte metros de la parada del autobús.

Alberto acompañó el transporte en el último tramo hasta la parada y aguardó impaciente a que las puertas abriesen. Apenas pudo esperar a que Clara bajase, y se abalanzó sobre ella abrazándola de tal forma que llamó la atención de todos los que estaban alrededor.

—¡Caramba, cielo! —exclamó ella—. Cualquiera diría que llevamos años sin vernos…

Las lágrimas corrían por las mejillas del hombre de forma incontenible.

—No te puedes imaginar lo que me alegro de verte —fue todo lo que acertó a decir.

Alberto en ese instante recordó lo que había vivido dos años antes. La plaza estaba llena de gente. A aquella hora muchas personas salían de trabajar y las madres que habían ido a buscar a los niños al colegio disfrutaban de los últimos rayos de sol antes de volver a casa. Si todo volvía a suceder del mismo modo, el coche arrollaría a varias personas en el paso de cebra que estaba a unos metros de allí. Había salvado a Clara, pero tres niños morirían y otros dos sufrirían graves heridas si no hacía nada por evitarlo. Ahora tenía una ventaja, conocía lo que pasaría y podría cambiarlo.

—¡Espérame sentada en este banco, Clara! No te muevas. Prometo que luego te lo explicaré todo.

Alberto dejó atrás a su mujer y comenzó a correr de nuevo hacia el punto en el que sabía que se produciría la tragedia. Pudo ver cómo el semáforo se ponía en rojo para los vehículos. Los niños que esperaban pacientemente su turno, y que sabían que la silueta en verde era la señal que estaban esperando, comenzaron a moverse. A cien metros del paso de cebra, el coche cuya matrícula se había dibujado una y otra vez durante los dos últimos años en sus pesadillas avanzaba a una velocidad excesiva mientras el conductor hablaba por el móvil. Nadie más pareció darse cuenta de lo que iba a suceder. Alberto se dio cuenta de que no podría llegar a tiempo de evitar la catástrofe, así que gritó con todas sus fuerzas. El mundo se detuvo en ese momento. De alguna forma, algún tipo de milagro hizo que su voz se elevase por encima de la algarabía, y todos volvieron la cabeza hacia él, incluso aquellos que estaban a punto de cruzar la calle. Ese instante de vacilación de la multitud fue suficiente para que el coche desbocado pasase de forma milagrosa entre las personas sin tocar a nadie. Alberto no podía creer lo que había sucedido. Había conseguido cambiar la historia.

Cuando el conductor se dio cuenta de su error, pisó a fondo el freno, pero fue demasiado tarde. El vehículo impactó con violencia con el río de automóviles que circulaban a buena velocidad por la avenida, una de las principales arterias de la ciudad. La sucesión de golpes más o menos estruendosos parecía no terminar nunca. Alberto asistió impotente, como las demás personas en la plaza, a un violento espectáculo de caos y destrucción en el que solo podían ser observadores pasivos. La cadena de choques se alejó de su posición a medida que más vehículos se veían involucrados en el accidente. El hombre vio cómo un vehículo fuera de control saltaba por encima de los setos de los jardines y causaba el pánico en la plaza. De repente todo terminó. Ahora solo se oían las sirenas de la policía y de las ambulancias, y los gritos de las personas que habían sido testigos del accidente. Un policía pasó corriendo a su lado mientras hablaba por la radio. Alberto oyó algo acerca unos niños y una mujer que estaban muy graves.

—¡Noooooo! —gritó mientras corría al encuentro de Clara, incapaz de creer lo que estaba sucediendo.

Alberto luchó con desesperación para atravesar la marea humana que rodeaba el lugar en el que había dejado a Clara. Cuando por fin pudo ver lo que había sucedido, se derrumbó. Su peor pesadilla se había hecho de nuevo realidad.

El conductor relataba con tono histérico a la policía que no había podido hacer nada por evitarlo. Había sangre por todas partes. El banco en el que había dejado a Clara estaba hecho añicos. El enorme todoterreno blanco había aterrizado sobre él y la mujer yacía entre los restos de madera y amasijos de hierro. Una de las pesadas ruedas del coche aplastaba su pecho. Alberto se arrodilló junto a su esposa, que todavía respiraba. Clara le buscó la mano y se la apretó. Lo miraba con unos ojos asustados que comenzaban a perder el brillo de la vida, mientras sus labios temblaban al intentar articular alguna palabra. Alberto se agachó aún más, pero no pudo escuchar nada salvo el aliento que se le escapaba de la boca. La mujer tosió y unas pequeñas gotas de sangre tiñeron su vista de rojo. Alberto sintió que la fuerza con la que le apretaba la mano disminuía poco a poco, hasta desaparecer. Y lloró. Y mientras lloraba se preguntaba quién podía ser tan cruel como para haber jugado con él de esa manera.

Un niño que llevaba un balón rojo debajo del brazo se acercó y se agachó a su lado.

—No tenías que haber intentado cambiar más que aquello por lo que habías pagado —le susurró al oído con su voz infantil, y después le aguantó la mirada durante un instante.

El cerebro del hombre tardó un instante en reaccionar. La voz del niño y el mensaje que le transmitía no encajaban en la misma escena. Del mismo modo que no podía ser de día y de noche a la vez. Era imposible. Pero después Alberto lo entendió todo. Tendría que haberse conformado con salvar a Clara, ellos habrían respetado su pacto. Eso era lo que estaba intentado decirle el niño y el saberlo le hizo más daño todavía.

El chico se alejó y se mezcló entre la multitud. Alberto lo vio desaparecer y, mientras acunaba el cuerpo de Clara en su regazo, maldijo al cielo por haberle arrebatado a su mujer por segunda vez.

 Roberto del Sol

La casa de mis abuelos

Autor@: 

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Autobiográfico

Rating: + 13

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de Noelia de la Torre (Nelle Carver). Quedan reservados todos los derechos de autor.

La casa de mis abuelos.

Ilustración de Nelle Carver

La casa de mis abuelos tenía los techos muy altos, o al menos así me lo parecía, pero desde mi perspectiva de entonces todos los techos llegaban al cielo. Además, la bola dorada que coronaba el comienzo de la balaustrada en la escalera refulgía en miles de destellos, sobre todo cuando le daba la luz entrante desde el patio y le pegabas los ojos estrábicos para verlos mejor. Ahora lo he hecho alguna vez, pero ya no es lo mismo ni está aquella luz más que en el recuerdo. Tampoco la barandilla es de piedra ni la adornan rebuscadas filigranas en círculos y ochos, ni los peldaños son grises ni llevan a las cámaras ni al baúl lleno de sal.

Cuando miras las imágenes reales congeladas en fotos y diapositivas se pierde la magia del enfoque nebuloso que impregna las que ve tu memoria, como si se superpusieran y las de tu cabeza superaran con creces las de los ojos. En los recuerdos ni a las caras ni a las cosas les afecta el tiempo porque no lo hay, solo fallan en esa borrosa percepción que difumina contornos y desvirtúa los rostros queridos y perdidos que siempre desearías ver tan nítidos como fueron y te miraron a ti.

Así que allí, en ese espacio, la casa de mis abuelos era enorme, con mil rincones y mil historias, con mil olores. Al delicioso papel antiguo de los libros del pequeño baúl de cuentos de mis tías y mi padre. A humedad y gatos en el patio descubierto y repleto de macetas. A oscuridad fresca de las cuevas, la de las patatas y la mucho más tétrica de la leña, dueña de fantasías y temores sin fin. A sal y carne curada en el cuartito en penumbra donde colgaban los jamones. A polvo espeso y esencias rancias en las cámaras con todos los secretos de sus cajas apiladas. A guiso y especias en la lumbre de la cocina. A magdalenas en el horno, a rosquillos en aceite friéndose en la sartén. A aromas indescriptibles dentro de los armarios y aparadores, las sábanas sobre los blandos colchones de las altas camas con cabeceros dorados de forja. A lápices, tintas y madera de plumieres en el despacho de mi abuelo. A cualquier cosa de definición desconocida y sin capacidad de evocación porque eso solamente lo da la vuelta atrás que significa la edad, porque es la evocación la que procura el valor a ese olor y esa imagen, la que forma ese sentimiento de pérdida y de suerte por haberlos tenido y que se convirtieran en los mejores recuerdos.

Ahora esos olores siguen existiendo pero ya no son los mismos, el tiempo no les ha puesto punto y final, pero sí se ha ido llevando rostros y ya de ninguna forma pueden ser los de la infancia.

El corredor de la galería entre las cámaras, los gatos por los tejados, por el patio, rayados y grises, anaranjados y negros, huidizos e inalcanzables. El agujero a la calle con el hueco justo de asomar la cara. Las gallinas cluecas en el palo del corral. Mi leche con cacao de los sábados por la mañana. Los preciosos juguetes de mis tías: los cacharritos de loza, la cocinita de latón…, y los míos, los del aguinaldo de la feria que se quedaban guardados allí. Las perdices labradas tan finamente en la madera del aparador. Los grandes espejos de la sala y el comedor. La máquina de coser en el rincón de la ventana. La cadena negra del candado en la puerta. La mesa de mi bisabuelo con los cajones largos y estrechos para meter las herramientas de guarnicionería. El gramófono. La radio en el anaquel, el almanaque al lado. El sabor gaseoso y medicinal del vino tinto con litines que se tomaba mi abuelo después de comer. La botella de anís con el dulce jarabe rojo de fresa que tomábamos en la calle, en las noches al fresco del árido e implacable verano manchego. La aguja de ganchillo entre los dedos gordezuelos, tan hábiles y sabios de mi abuela, tan buenos y tan dulces, porque estaban hechos de catas de pan blanco con nata y azúcar que ya nunca he vuelto a tomar.

Cuando se recuerda a veces no es bueno y, sin embargo, uno se deja llevar, lo consiente. Yo suelo hacerlo. Trato de experimentar, mezclar distancias y ánimos, trazar nostalgias con presentes tan diametralmente opuestos. Pero la mayoría de esas veces no sale bien porque la balanza se inclina demasiado y el bagaje de un tiempo feliz no se puede pesar porque no tiene peso, solamente volumen lleno de todo lo que, más que bueno, fue mejor.

La palabra escrita fija esa romana porque sabe equilibrar el instante, lo distribuye, acuerda ese espacio perfectamente, destila pasos justos, delimita lo que se quedó y lo que hay, ayuda a no confundir el tempo del camino que se ha hecho y nos ha hecho. La palabra escrita es mi medio, los otros no los manejo bien, no los atempero ni modulo, no los empleo de forma tan amplia ni tan sincera, no me sirven mucho para describir mundos o hacer viajes en el tiempo como lo son estos recuerdos.

Mi casa, porque es la de los míos, la que más quiero, ahora está construida de todo esto, sobre el mismo suelo seco y duro, sobre la cueva ciega ya de terrores negros, pero donde hay la misma calidez húmeda en recovecos de piedra parda. Ya no tiene la misma forma ni color porque sus espacios se cortaron de otra manera; ya no está la galería aunque sí un patio con macetas y un gato siamés ya muy viejo. Pero el halo atemporal no ha desaparecido y me mira desde arriba, como lo hacía antes.

Mi casa ahora tiene otros olores, los de este turno, y cuando este pase también los añoraré, los sentiré fortuna, los despojaré de las láminas grises que tapan vetas de reflejos que no fueron tan buenos, para que edifiquen también acolchadas almohadas de existencia. Si entonces vuelvo a enlistarlos, si entonces los filtro de nuevo por el inacabable tamiz, seguiré obteniendo la recompensa que tengo ahora: la dicha inmensa de haber vivido una infancia feliz.

Mariola Díaz—Cano Arévalo

La sombra de Liluhim

Autor@: Paloma Muñoz

Ilustrador@:  

Corrector@: Elsa Martínez Gomez

Género: Aventuras

Rating: Todos los públicos.

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La sombra de Liluhim.

Reinaba la calma en el museo de Historia de las Civilizaciones.   Adelia, una guapa chica que trabajaba como investigadora en el Departamento de Antigüedades Orientales se quedaba hasta tarde para terminar un informe que le había solicitado su jefe, el director del departamento.

El trabajo trataba sobre la elaboración de un informe sobre unos relieves encontrados en una desconocida región de los Montes Tauro, una cadena montañosa situada al sur de Turquía. Esos relieves databan de tiempos casi inmemoriales. Pero lo que más le llamaba la atención a la investigadora eran dos detalles.

El primero: la minuciosidad con que se representaba la efigie de un monstruo, una especie de ser alado con mirada torva, colmillos largos a los dos lados de la larga boca y una lengua ligeramente levantada como si fuera a lamer algo, y segundo: la precisión del relieve de un guerrero –concretamente el rostro─  que agarraba al ser alado para estrangularlo con las manos. La cara del guerrero  estaba esculpida con tal maestría que  se podía dibujar en un papel y colorear para hacerse una idea de la belleza de ese héroe, guerrero, rey, dios o lo que fuera.

Adelia comenzó a esbozar el rostro y sus dedos ágiles y firmes confirmaron lo que su intuición le dictaba: se trataba de un hombre guapísimo  que con las avanzadas técnicas de reproducción de imágenes y su posterior tratamiento y manipulación, podía ofrecer una visión más precisa del personaje.

La posición del guerrero detrás del monstruo apretándole con las manos el cuello, recordaba a una famosa escultura en terracota con Perseo cortando la cabeza a la Gorgona Medusa.

Precisamente, Adelia tenía sobre su mesa unas copias de la escultura. Las observaba mientras contemplaba el resultado del dibujo. Sin embargo, había algo más en ese relieve que estudiaba: una inscripción con caracteres muy extraños que nunca antes había visto pero que le recordaban al tipo de escritura que emplearon los  distintos pueblos que habitaron el Oriente cercano y la antigua Turquía y se preguntaba por qué le resultaba vagamente familiar.

El ser alado podría tratarse de una criatura similar a Pazuzu, el rey de los demonios en la mitología sumeria. Pero no estaba muy segura.

Escuchó unos ruidos que provenían del pasillo: − El guardia de seguridad tal vez, haciendo su ronda nocturna─ Se dijo y continuó con el dibujo del hombre.

─ ¿Quién eres? ¿Un  guerrero, un héroe importante, un rey? ¿O eres todo a la vez?─

De nuevo escuchó algo, unos pasos. Comenzó a inquietarse. Sabía que en esa planta del gran museo no había nadie que se quedara hasta después de las ocho de la tarde cuando faltaba media hora para cerrar el edificio a los visitantes. Tal vez en algún departamento, pero en esa ala situada en la parte posterior que daba a unos tupidos jardines que impedían la vista de los  rascacielos en su totalidad, nadie podría escucharla si algo le sucediera como no fuera Henry, el guardia del primer turno de noche.

─ ¿Henry, es usted?─ Para alivio de la chica, Henry entró en la sala y con su sonrisa franca y animosa, conminó a Adelia a que dejara el trabajo y marchara a casa.

─Debería irse ya señorita Adelia. Son casi las nueve de la tarde y hace una noche de vienes preciosa. Un viernes primaveral para perderse en la gran ciudad y disfrutarla.─

-Voy a quedarme un poco más Henry. Gracias por estar cerca. Es usted un encanto.

─No hay de qué, señorita. Si necesita algo, por aquí estoy.─

Henry cerró la puerta y Adelia se fijó en las luces de la ciudad que  se imponían y rebotaban en las fachadas brillando sobre la superficie del gran lago del parque. Realmente las vistas eran impresionantes desde su lugar de trabajo. Volvió al dibujo del relieve y contempló el rostro del guerrero. Escribió las inscripciones que habían aparecido tras una minuciosa labor de reconstrucción y limpieza y se acercó a la pantalla del ordenador.

-No encuentro ninguna relación posible entre estos caracteres y los conocidos por los expertos. ¡Qué extraño! A simple vista parece escritura cuneiforme, pero hay rasgos que no tienen nada que ver con la escritura clásica de las tablillas estudiadas en diversos museos del mundo.-

En sus archivos, Adelia escribió parte del informe que debería entregar el próximo lunes al director, el doctor Whitehead quien había prestado mucha atención al relieve una vez listo para ser examinado, pero que debido a que estaba inmerso en la organización de una nueva expedición al norte de Turquía, concretamente a las riberas del Mar Negro para encontrar lo que suponía  era un asentamiento de mujeres guerreras, las míticas amazonas, no había podido quedarse a investigarlo  en  el  departamento de Antigüedades Orientales.

Pero, para Adelia, que hubiera deseado con todas sus fuerzas formar parte de la expedición, ese relieve significaba mucho más que el hecho de que el doctor Whitehead la hubiera incluido. Significaba que si elaboraba un cuidado y exhaustivo trabajo la tendría en cuenta para futuras expediciones  y tendría que contar con ella como un miembro esencial de su equipo.

Adelia conocía el alfabeto cuneiforme y comparó la escritura hallada en el relieve con los ejemplos de pictogramas propios de este tipo de escritura. Mientras que estaba ensimismada en su tarea, una imponente luna llena cubría el cielo y sus rayos cada vez más intensos iluminaban las copas de los árboles del gran parque.

Leyó  en voz alta la transcripción que había hecho de los pictogramas,  en base a los conocimientos que poseía. La cadencia de las palabras, el ritmo y la forma de expresarlos, y lo que creía intuir que podrían significar, hizo que el corazón se le acelerara.

─Desde luego que no es sumerio o de la región de Mesopotamia y sin embargo creo que puedo entender lo que significa. Si fuera  una frase para recordar una hazaña, sería similar a las encontradas en otras tablillas. ¡Es increíble! Veamos.─

Recitó lo que a su entender decía el relieve, algo similar a: “Como las alas de cuervo cubren la noche, así Liluhim cubrirá tu alma  que volará a través del mar, del cielo de las montañas y regresará al santuario

De pronto sintió que se mareaba. Se apoyó en el borde de la mesa, pero  las piernas no la sostenían. De repente se habían vuelto de mantequilla.

Ilustración de Jordi Ponce

Percibió un frío viento sobre la cara que la golpeó hasta hacerle caer de rodillas y en un instante el mundo que conocía desapareció a su alrededor como  si la página de un libro exhibiese la ilustración de un lugar paradisíaco y la siguiente fuera la fotografía de una escena de guerra: gritos, estruendos, algarabía, polvo, cascos de caballos, el bronco sonido de las ruedas de los carros,  terribles aullidos de dolor, el chocar de metales, lenguas desconocidas que bramaban y sangre, sangre por todas partes.

En un parpadeo, herida en los ojos por unos potentes rayos de sol, Adelia se vio transportada por unos fuertes y bronceados brazos hacia una zona oscura cubierta de  maleza y rocas.

El hombre gritó. El reluciente casco cayó al polvoriento suelo. Le habló  mientras pegaba su sudorosa cara a la frente de ella.  No entendía nada de lo que le decía. Se aferró al cuello del guerrero y cerró los ojos. Sus sentidos se desvanecieron. Lo último que percibió fue el fuerte olor a sudor y el intenso olor ocre de la sangre.

Cuando Adelia abrió los ojos, unos ojos azul oscuro, profundos y  espectacularmente bellos la observaban como el erudito contempla un raro ejemplar que le acaban de llevar a su estudio.

Se incorporó, pero una mano cubierta de arrugas la empujó con suavidad de nuevo sobre un mullido almohadón.

¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran las personas que estaban con ella en aquel lugar desconocido? Acertó a discernir una especie de tienda cubierta por telas amarillas. Sentía calor, mucho calor y la forma de vestir de esa gente… parecían sacados de una película de Cecil B de Mille.

El hombre joven hablaba con el viejo y gesticulaban. El primero era el que la había llevado a una oquedad para resguardarla y protegerla de las flechas y el fragor hostil de la lucha.

Estaba aterrorizada y aturdida. Pero en medio de su aturdimiento le pareció comprender algo de lo que decían, apartados de ella.

Adelia “conocía” el idioma en el que hablaban.  Pero no lo identificaba.  Se incorporó y demandó la atención de los dos hombres. El más joven era alto, delgado y musculoso. Llevaba un vestido blanco. La cintura iba adornada con resplandecientes joyas de colores, La barba era de color castaño oscuro con reflejos dorados. El hombre mayor, exhibía una barba blanca muy cuidada y lustrosa. Ambos la llevaban ensortijada. Le habló en un tono aparentemente dulce. La expresión del anciano era grave.

La muchacha  comprobó que los fonemas, la pronunciación y el ritmo al hablar eran muy similares al antiguo idioma asirio datado aproximadamente en el siglo VIII A. C.

 Le pareció tan alucinantemente increíble que estuvo a punto de caerse de algo parecido a una  camilla.

Adelia debía hacerse entender  y utilizó sus conocimientos del antiguo asirio-babilonio para contarle al hombre que la miraba con una curiosidad fuera de lo común, que no sabía qué había ocurrido y que lo único que recordaba es que había recitado unas frases  en un extraño dialecto o idioma que le resultaban familiares,  como el  empleado por el imperio asirio en la época de su máximo apogeo, pero  que ¡no era propiamente asirio!

La cabeza le daba vueltas. Intentó recordar que hacía y sobre todo dónde estaba antes de que aquella locura comenzase.

Nerviosa, agitada y dolorida, fue llevada por unos jóvenes sirvientes a una tienda cercana cuyo recorrido exterior estaba cubierto por unas profusas telas anaranjadas para evitar el implacable sol y la ayudaron a quitarse la ropa manchada de polvo y sangre . La obligaron a introducirse en una especie de  barreño de cobre con agua perfumada, mientras el hombre joven  de imponente aspecto se retiraba con el anciano.

Sabía que había entablado comunicación con él y que parecía entender algo de lo que le decía. Adelia supuso que a él le ocurriría lo mismo.

Cuando estuvo preparada (después de un suntuoso baño regado con hermosas flores blancas, el cabello lavado y peinado y vestida con una blanca túnica transparente que dejaba entrever cada centímetro de su piel), Adelia fue llevada a la tienda contigua para ser recibida por el joven  guerrero y el amable anciano que la habían atendido.

Adelia habló en la antigua lengua asirio-babilonia y rezó todo lo que sabía para que pudieran entenderla. Para suerte suya, así fue, ya que aunque el idioma que hablaban esos hombres no era exactamente el asirio-babilonio, parecían entenderla sin demasiados problemas.

Adelia dijo su nombre y explicó que provenía de otro lugar muy lejano y desconocido y que por arte de magia había viajado en el tiempo encontrándose en medio de un sangriento conflicto. Se sentía agradecida al atractivo guerrero de grandes y perfilados ojos porque le había salvado la vida y al anciano (sin duda un consejero o médico, hombre de confianza del guerrero) porque amablemente había cuidado de ella.

Ambos hombres, a pesar de su enorme perplejidad, parecían comprenderla.

Adelia no encontraba ninguna explicación coherente y razonable que pudiera ayudarla comprender la situación que estaba viviendo. No era el escenario de una película, no era una representación teatral, ni una fiesta sofisticada cuyos invitados imitaban las vestimentas de imperios antiguos y prácticamente olvidados.

Era real y ella estaba allí, en medio de una contienda furiosa, con unas personas que pertenecían al pasado o quizás no era eso exactamente, sino que se trataba de  un universo paralelo que pretendía ser o parecer el imperio asirio, pero que no lo era realmente. Pero no creía mucho en esas cosas.

¡Loca, loca, loca! ¡Estás loca! Cierra los ojos y vuelve a abrirlos y estarás frente al relieve en la sala  en la que trabajabas esa tarde-noche de viernes.

Abrió los ojos y vio al guerrero que la miraba con un interés  explícito, recorriendo cada centímetro de la piel sin perderse ni un sólo  detalle, hasta  finalizar el recorrido en los pliegues de la túnica que le  caían graciosamente cubriendo apenas los pies envueltos en unas enjoyadas sandalias.

¿De qué región provenía esa mujer? ¿de qué país? ¿quiénes eran sus gobernantes? ¿y sus dioses? ¿una espía del rey de los Harritas? Pero si la hubieran considerado como tal, muy probablemente su preciosa cabeza estuviera sujetando la punta de alguna lanza ensangrentada.

-Soy historiadora y arqueóloga. Mi especialidad son las antiguas civilizaciones del Oriente Próximo. Lo que en nuestro mundo denominamos las regiones del Creciente Fértil.-

Los dos hombres se miraron por un instante haciendo gestos entre ellos de incomprensión.

─ ¡Oh Dios! ¡Espero que no me tomen por una bruja o una aparición demoníaca!─

 La vestimenta de Adelia que había sido depositada en una especie de mesa ricamente labrada, les resultaba a los sirvientes  muy extraña: una prenda que cubría el torso y dejaba al descubierto los brazos, otra prenda que cubría desde la cintura hasta debajo de las rodillas, un extraño  artefacto similar al que usaban las bailarinas del palacio para sujetar los senos y algo con forma triangular que cubría el pubis y la nalgas y algo parecido a unas sandalias pero de un tacto más suave que los mocasines de tiras de cuero  que solían utilizar.

Los sirvientes cuchicheaban y reían sin ningún disimulo observando a la chica de piel blanca y cabello castaño: ─Probablemente son eunucos.─ Pensó.

Adelia comprobó el trato reverencial que recibía ese hombre e intuyó que se trataba de un personaje importante.

Un tipo bajito y muy moreno se sentó cerca del guerrero después de inclinar el cuerpo ante él, mientras este hablaba a la chica y le decía que era el príncipe  Asshur-Nim, que estaban en guerra con la nación Harrita. Un enconado odio les había llevado a las armas y que obedeciendo las órdenes de su padre, el rey Azarakh-Shidad-Nim, está guiando la lucha que parece decantarse a favor de las armas de su padre y de su país, Asshuryad.

El escriba anotaba todo lo que decía el príncipe en sus tablillas y Adelia comprobó que no eran unas toscas tablillas de arcilla sino que eran planchas de latón o algo similar.

Ahora le tocaba el turno y debía explicar al príncipe  quién era ella y por qué estaba en un lugar tan inapropiado e intempestivo.

─No sé cómo he llegado hasta aquí.  He viajado en el tiempo hasta un momento histórico que pudiera ser una guerra librada por el antiguo imperio asirio y sus enemigos los egipcios, pero vuestra forma de hablar no es como la de los asirios aunque se le parece mucho y el escriba que has traído, no utiliza arcilla sino una plancha de latón o plata sin pulir.─

Asshur-Nim se acercó a Adelia y una bocanada de intenso perfume,  arrobador  y a la vez muy  masculino hizo que se  tambaleara.  La fiereza de los ojos  oscuros que  envolvía  la mirada del príncipe, hizo latir su corazón desbocadamente.

─Tengo que volver a palacio. Mis emisarios ya han partido para dar cuenta a mi padre de nuestra victoria y tú vendrás conmigo. Adelia es un hermoso nombre pero no sé lo que significa.─

─Significa valiente, noble.─ Y le sonrió. Los ojos de Asshur brillaron en mil chispas de fuego.

-Entonces, es un nombre que debe ser impuesto a alguien que lo merezca.-

El escriba se levantó al mismo tiempo que Asshur salía de la tienda,  volvió a inclinar el cuerpo ante su señor y el príncipe desapareció acompañado por el anciano.

Adelia se quedó temblando. El calor se debilitaba a medida que el día finalizaba y las áridas extensiones de tierra roja y amarilla se adueñaban de la llanura que terminaba en unos montículos cubiertos de flechas, lanzas, espadas y sangre, mucha sangre, incluso sobre algunos carros desvencijados que aún quedaban en pie, mientras que los rayos del sol chocaban con el metal de los cascos esparcidos entre los polvorientos matorrales y los buitres comenzaban su infernal y canallesco baile inmisericorde sobre los cadáveres de los soldados que yacían esparcidos, algunos con los miembros desgarrados a causa de los tremendos cortes de las espadas y las lanzas lanzaban sus últimos estertores de vida.

Adelia se tapó los ojos y después atendió a la amable solicitud de un joven para que le siguiera. La subieron a un camello y tomaron la dirección del norte para salir de esas abrasadoras llanuras. Supuso que viajarían de noche.

El gran palacio del rey Azarakh-Shidad-Nim, se erguía entre la multitud de palacios, edificios inmensos con aspecto de zigurats  y casas señoriales de la capital de  Asshuryad, Nibur-Sin y hasta la gran Sala Real fue conducida Adelia.

El príncipe había tenido una interesante conversación con su padre y con sus consejeros más inmediatos  entre los que se encontraba el anciano  Nam-Rud quien además de ostentar un importante cargo en la corte, era astrónomo, médico y poeta.

─¿Puedes estar completamente seguro de que esa mujer extranjera a la que has apartado de la batalla no es una enviada del rey Kargus?─

─Padre, esa mujer extranjera con ese atuendo tan extraño apareció de la nada. O por mejor decir, yo estaba fuera de mi carro y la vi junto a unas grandes piedras. En ese momento no pensé en lo que expones. Era una mujer en medio de una situación descontrolada que podría ser mortal─

─ ¡Podría haber sido mortal para ti, insensato si una flecha de los hombres del maldito Kargus te hubiera atravesado el corazón!─

Asshur bajó los ojos y esperó a que  el mal rato pasara lo más rápido posible.

─ ¡Tráeme a esa mujer y veamos qué es lo que tiene que contarle al rey de Assurhyad!─

El rey era un hombre imponente, algo más alto que su hijo, esbelto y fuerte, la barba rizada  con unos ojos azules más claros de tonos violáceos  perfilados de intenso negro similar al “kohl” que usaban los egipcios y que lo hacían sumamente atractivo, ya que contrastaba con la piel morena, oscurecida por pasar largas temporadas al sol y al aire libre y si era cierto lo que Adelia recordaba de la antigua Asiria, la afición de los reyes por la caza de leones, sería uno de los motivos principales junto con las campañas de guerra, para que  Azarakh-Shidad-Nim, luciera tan impresionantemente atractivo.  Y si a esta descripción se añade el hecho de que estaba  majestuosamente sentado  en el trono dorado bajo  las garras de un león gigantesco con las dos alas desplegadas, el efecto no podría ser más impactante y sobrecogedor para Adelia.

 Los consejeros, se situaban alrededor  del rey a una prudencial distancia y los cortesanos se apiñaban junto a las escaleras de acceso al trono.

El rey se levantó. Los consejeros, la corte y los sirvientes se inclinaron.

Sin embargo, algo que podría considerarse poco importante o insignificante, captó la atención de Adelia:  la mirada del rey  no era tan luminosa como cabría esperar en un momento de alegría general por la gran victoria conseguida, y era por un motivo que sabría más tarde: Azarakh había enterrado a su difunta esposa y reina  Ulah-Kadi hacía algún tiempo y su corazón se encontraba tan seco como las áridas tierras que circundaban el fértil oasis que era ese extraño y exuberante reino al que Adelia había llegado en un viaje a través de eones de tiempo.

Después de ser presentada ante el rey por su propio hijo,  ordenó que la chica se acercara.  Azarakh quedó muy impresionado  con la singular belleza de la joven extranjera.

Las damas de la corte hablaban en voz baja.

Adelia comprobó con gran sorpresa que el rostro del rey era muy parecido al esculpido en el misterioso relieve del museo, pero prefirió no comentar nada, al menos de momento.

Algunos consejeros y cortesanos  comentaban que la mujer de piel blanca podría ser una espía al servicio de los enemigos del rey, o una cortesana,  pero desde luego no de esas regiones,  ya que su aspecto y su raza la delataban.

El rey, junto con su hijo, deseaba saber más acerca de Adelia y su procedencia de modo que ordenó que la llevasen a las estancias privadas.

 Le explicó todo al rey y le suplicó casi de rodillas que no la tomara por una loca que se había escapado de un manicomio. El rey no entendía lo que decía,  los conceptos que  utilizaba, pero su ventaja era que sabía plasmar en un lienzo la historia que el rey la demandaba. Pero no recordaba la frase que creía haber traducido del relieve.

De modo que en una tablilla de latón muy brillante y pulido, para plasmar su aventura con un cincel que parecía de  plata y los escribas anotaron todo lo que acontecía en la estancia privada del rey.

─Un ídolo alado estrangulado por un guerrero que se parece a mí. Es realmente algo fuera de lo común y jamás he escuchado hablar a los sabios de tales misterios.─

Llamó a sus consejeros y transmitió órdenes concretas a sus sabios y astrólogos para que analizaran el dibujo cincelado por la extranjera.

El rey sugirió que pudiera tratarse de una enviada del gran dios protector del reino de Assurhyad, el dios león, Mahaharit, el dios de la guerra y benefactor del rey y su familia.

Adelia le describió al fabuloso monstruo alado de boca ancha con colmillos y al guerrero que le daba muerte y como dijo en voz alta una frase que se encontraba escrita  e intentó describir lo que inmediatamente sucedió después.

La figura del ídolo y del guerrero fue examinada por  los consejeros, entre los que se encontraba el anciano Nam-Rud.

 Los sacerdotes hablaron de un ser alado al que llamaban Liluhim y el rey ensombreció la mirada retirándose a sus aposentos.

 El príncipe le explicó  que su madre había fallecido por una maldición de Liluhim,  un demonio que se adueñaba de las vidas de las mujeres embarazas, entre otras funestas maldades.

 La esposa del rey cuando falleció estaba en cinta y este aún no se había repuesto de la pérdida a pesar de que habían transcurrido unos años desde aquello.

─Hay mucha similitud entre ese ídolo demoníaco y Lilû, un espíritu maligno de la antigua civilización asiria con características muy parecidas a las de Liluhim ya que arrebata la vida a las mujeres que esperan un hijo y a los niños recién nacidos.─

Todo lo que contaba Adelia cada vez parecía más increíble y excitante y por eso, Asshur le pidió que recitara las palabras que encontró en ese relieve, pero ella no las recordaba.

 Lo que sí recordaba perfectamente era la visión de ese monstruo a siendo estrangulado por el héroe y sobre todo la horrible cara de la criatura que parecía la representación vulgar de una máscara griega.

─El héroe guerrero es muy parecido a tu padre. Es un hombre impresionante. Debes sentirte muy orgulloso de ser su hijo.─

─Me siento muy orgulloso de ser el primero de sus hijos en llevar su sangre y portar sus armas.─

─Creía que los reyes  asirios, quiero decir los reyes de tu pueblo iban a la batalla comandando el ejército.─

─Mi padre lo hizo muchas veces. Yo le rogué que me permitiera dirigir la batalla.─

Asshur se acercó tanto a ella que casi podía rozarle la frente con los labios.

─Eres una mujer que me tiene completamente fascinado. Tal vez tu misteriosa e inexplicable aparición nos haya traído la victoria.─

El príncipe fue interrumpido por Nam-Rud.

El anciano consejero  sabía de esa imagen porque siendo niño la había conocido en unas montañas al sur del país. Allí tenía su santuario ese demonio.

─ ¡Entonces es cierto que existe un santuario y que seguro que está en los Montes Tauro!-

 Pero los que la rodeaban no conocían los Montes Tauro y el santuario estaría en ruinas si es que aún existía.

─Hay unos montes pero tienen otro nombre: Montes  Kadesheyet.─ Aclaró Nam-Rud

─ ¡Es un universo paralelo en el que vivís! Y se asemeja a la antigua Asiria, hasta los nombres son similares  ¡Dios  esto es increíble, no puede ser cierto que esto me esté sucediendo!─

La única forma de salir de dudas es visitar el lugar y encontrar ese santuario maldito.-

 Asshur parecía muy decidido y así se lo comunicó a su padre.

Después de la contienda, el empeño de los consejeros era que Azarakh se anexionase los territorios limítrofes al sur de sus dominios. Era una estrategia de guerra muy utilizada por los asirios y que Adelia conocía de sus estudios e investigaciones.

-¡Cuando le cuente al profesor Whitehead todo lo que me está sucediendo va a pensar que me he puesto ciega de alguna sustancia alucinógena! Por cierto ¿en la corte esnifarán o se chutarán algo?  – Le entró una risa nerviosa que intentó reprimir. El príncipe y el consejero la observaban,  pero no deseaba tener más problemas que resolver.

Como buena investigadora que era  intentaba aprender todo lo que podía de esa civilización similar a la asiria, pero con unas diferencias tan  fascinantes.

El tiempo transcurrió deprisa en un sinfín de situaciones y conocimientos mutuos que la llevaron a relacionarse más directamente con el rey y propició un acercamiento muy deseado por Azarakh e indeseado por su hijo ya que el rey se mostraba muy atraído por Adelia y esta le correspondía hasta tal punto que había ordenado despedir a las concubinas más solicitadas y tener más  de cerca a la chica.

Nam-Rud organizó y dirigió el trayecto a los Montes Kadesheyet para comprobar la existencia del santuario en ruinas. Ya que en ese lugar debía estar la clave del ese viaje en el tiempo de Adelia.

Encontraron el lugar oculto entre las montañas y  Adelia se documentó como  pudo  de todo lo que halló y transcribió lo esculpido en los frisos del altar del  demoníaco ídolo ¡los pictogramas idénticos a los de la tablilla del museo! Entonces lo recordó de inmediato.

Naturalmente, los sacerdotes que acompañaron al rey en la expedición oficiaron sus propios ritos propiciatorios para que el viaje de regreso fuera  bendecido por los dioses y contrarrestar el poder diabólico del demonio.

Para ello llevaban un cargamento de amuletos protectores de los espíritus depredadores de la noche que el rey llevaba colgados, así como el príncipe y los sacerdotes.

Nam-Rud insistió en que Adelia llevara un amuleto también, porque no podían permitir que nada malo le sucediera si  no se protegía contra el poder nocturno de  Liluhim.

El rey se había enfrentado cara a cara con el ídolo al que consideraba responsable de la muerte de su amada esposa y decidieron destruir el templo en sombras para siempre.

 Así, creyendo que el ídolo alado de boca ancha y largos colmillos era reducido al polvo, no encontraría su lugar de reposo.

Pero Adelia insistió en que no lo hicieran debido a su ferviente credo de preservar todo cuanto se había construido en el mundo. Pero ese no era el mundo que ella conocía y en el que vivía. Era un mundo situado en otro plano dimensional y ella tenía que volver al lugar al que pertenecía.

Los acontecimientos se precipitaron.

 Adelia se entregó a los brazos del rey dejándose llevar por la absoluta fascinación que le provocaba un hombre que parecía un dios.

Mientras que Asshur rumiaba su despecho y su sangre hervía al sentirse rechazado por Adelia, sin poder evitar enemistarse con su padre.

En los brazos de  Azarakh, Adelia encontró algo más maravilloso que el paraíso. Encontró una pasión sin límites y una vida que no  superaría a las vidas de las heroínas más celebradas y amadas.

Hacer el amor bajo la luz de la luna de la habitación real circundada de terrazas y cubierta de flores de intenso perfume, contemplando asida al cuerpo del rey, los reflejos sobre la tranquila y sedosa superficie del río, mientras el sonido de las fuentes y el arrullo de las aves nocturnas  la envolvía, hacía que sus sentidos se llenaran de la plenitud del deseo y de la magia de la noche de Nibur-Sin, la ciudad de los mil zigurats de fría piedra gobernada por el mejor rey que podían tener ese fiero pueblo: Azarakh-Shidad-Nim, cuyo nombre quería decir “el león que lucha contra el viento”.

Pero todo paraíso tiene su tiempo contado y para Adelia era la hora de abandonar los brazos del enamorado rey porque tanto ella como Azarakh preveían que los celos del hijo podían propiciar una tragedia sin precedentes en el reino si su relación continuaba.

 Así que le habló y le dijo que haría exactamente lo mismo que hizo cuando fue llevada a ese mundo paralelo,  orgulloso y floreciente  calco de una antigua, excitante y gloriosa civilización de la que le había contado tantos detalles y curiosidades.

Recitaría los pictogramas convertidos en fonemas encontrados en el friso del altar de Liluhim para volver al mundo al que pertenecía y, así evitar que el hijo llegara a rebelarse  contra el padre por amor a una mujer  llegada de otras desconocidas latitudes, de otra época, de un lugar muy distante.

 Para impedir esa rivalidad que podría llevar al reino a una lucha fratricida, Adelia debía volver a su mundo.

La noche elegida para la despedida era similar a la que la trajo hasta Asshuryad. Una noche de luna llena, misteriosa y turbadora.

Adelia, antes de invocar las palabras “mágicas” abrazó con pasión a  Azarakh y se besaron  con fuerza, casi con dolor.  Finalizó su invocación y Azarakh regó sus manos con las calientes lágrimas que corrían vertiginosamente por su atractivo rostro.

Se volvió hacia él y lo miró por última vez.

La luna seguía brillando en el firmamento lanzando sus rayos de plata sobre la superficie de color azul profundo como los ojos tristes de un rey enamorado.

Paloma Muñoz

Madrid, 18 de abril, 2013

Timeless

Autor@:  Olga Besolí

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Ciencia Ficción

Rating: + 12

Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Jesús Rodríguez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Timeless.

Vivimos en un mundo cambiante. No en su concepción más metafísica o filosófica, sino en su expresión más real y física. Este planeta se ha convertido en un lugar inestable al que no hay forma humana de adaptarse. «No te arraigues demasiado a tu pasado, pues este puede dejar de ser. No hagas planes de futuro, porque no sabes si lo tienes». Este es el lema con el que convivimos.

Los grandes proyectos de esta sociedad, si es que alguna vez los hubo, se han extinguido. Vivimos a corto plazo y nos limitamos a esperar terminar cada nuevo día sin sufrir cambios demasiado drásticos en nuestro entorno, con el miedo metido en el cuerpo, angustiados por si deja de existir la escuela donde estudian nuestros hijos o por si desaparecen nuestros propios hijos.

Imaginaos la incertidumbre con la que cohabitamos en este mundo en el que, en menos de lo que dura un pestañeo, toda tu familia, incluido tú, podéis desvaneceros en el aire. Uno puede despertar una mañana y notar cómo le falta algún miembro a su cuerpo. Intuirá levemente que antes lo tenía pero, inmediatamente, en su cerebro aflorará un nuevo recuerdo, el recuerdo de cuando lo perdió, quizás hace mucho tiempo, siendo todavía un niño.

Es por culpa del tiempo. Por la rotura del continuo espacio-tiempo. O mejor dicho, por culpa de los viajes en el tiempo. Pero empezaré mi relato por el principio, aunque este no corresponda exactamente al pasado, sino al futuro.

Podría comenzar contando en qué año estamos pero eso ahora es relativo así que, para hacerlo más sencillo, voy a prescindir de las fechas. Es suficiente con decir que, si nada cambia a partir de este momento (cosa improbable, pues los viajeros temporales siguen aterrizando por antes y por después indiscriminadamente, interfiriendo en el entorno y provocando continuas variaciones) dentro de unos siglos se inventará un dispositivo que permite el traslado de la materia a través del tejido espacio-temporal. De hecho, el dispositivo ya está en marcha. Hoy en día existen multitud de sucursales de agencias de viajes temporales, traídas desde el futuro. Si no, los turistas del futuro no podrían regresar de sus vacaciones al pasado. Aunque, con lo cambiante que está todo, es probable que el time transporter se invente hoy mismo o quizás mañana y, con eso, cambie el transcurso de los hechos venideros. O puede que nada de todo esto llegue a suceder nunca si alguien lo evita. En ese último caso, yo no estaré ni aquí ni entonces para verlo. Yo no podré existir.

Pero volvamos al inicio. El transportador espacio-temporal conocido como time transporter fue creado inicialmente en el futuro por un laboratorio científico anexado a una base militar de Canadá cuyas primeras pruebas experimentales provocaron una serie de sucesos catastróficos inexplicables, como la reaparición de enfermedades antiguamente erradicadas, como la peste negra o la viruela. Su uso futuro como arma militar cambia completamente el curso de la historia «para realizar los ajustes sociales necesarios en beneficio del planeta» anunciarán ellos, en una pública y burda mentira.

Sé a ciencia cierta que eso sucederá porque, de momento, nadie se ha preocupado por cambiar ese futuro. Si a alguien le hubiese interesado salvar de la plaga de viruela al millón y medio de personas que morirán, hubiera viajado en el tiempo para evitar que se produjera el brote. Y nunca habríamos oído hablar de él.

No debemos olvidar que el futuro trae consecuencias al pasado. Sabemos que en cada viaje realizado en el tiempo se producen cambios involuntarios e incontrolados pero inevitables. Y, aunque es imposible saber qué ha dejado de existir, sí sucede que el pasado conocido deja de ser para dar paso a un nuevo pasado modificado. Y cuando se altera el pasado, automáticamente, el presente de desdibuja y el futuro se transforma en un proceso llamado paradoja temporal.

Si yo me trasladase a la época en que vivía la abuela de tu madre y la matase, tú dejarías de existir y tus amigos actuales no se acordarían de que una vez, en un tiempo que ya no va a suceder, te conocieron. Tú nunca habrás existido para ellos. Así de simple y así de peligroso.

Y así de incierta es nuestra existencia desde que se creó la compañía Timeling, o mejor dicho, se creará en un futuro. Si robó los planos del time transporter a los militares, o si los consiguió a golpe de talón, es un misterio. Pero es, ha sido y será la empresa que ha comercializado los viajes temporales por todo el mundo, abriendo sucursales en todas las épocas y lugares del planeta.

Timeling se inició como una empresa de élite, fundada para servir y dar rienda suelta a los gustos exquisitos de los clientes más selectos y pudientes. Contaba con fuertes, pero insatisfactorias, medidas de seguridad para impedir que los viajeros interfirieran en las épocas a las que viajaban, cambiando su futuro. ¡Qué tontería! Los grandes magnates que podían pagar el astronómico precio de su billete aprovecharon, por supuesto, para visitarse a ellos mismos y revelarse secretos futuros que aumentarían y mejorarían las finanzas y calidad de vida propia y de los suyos. ¿Si pudieras contarte a ti mismo qué número de lotería saldrá ganador estas navidades, no lo harías? No contestes. Sé la respuesta.

Timeling abrió agencias en los mejores lugares y épocas del planeta, destino de su glamurosa y exigente lista de clientes. El Egipto de los Faraones, el Jerusalén de Jesucristo, la Gran Bretaña del Rey Arturo, el Caribe de la piratería, la Roma de Julio Cesar, el Estados Unidos presidido por George Washington y la China de las grandes dinastías eran algunos de sus destinos más solicitados.

Pero pronto el espionaje industrial hizo que otras compañías mandaran construir copias del transportador temporal original y se lanzaran en una despiadada competencia. Los viajes en el tiempo bajaron el nivel a clase turista, con precios asequibles para todo tipo de veraneantes.

Fue en ese punto del futuro cuando verdaderamente el mundo entró en este vertiginoso y cambiante círculo infernal. Los viajeros, cada vez más descuidados y menos preocupados por las consecuencias de sus acciones, empezaron a interrumpir y modificar todo cuanto les rodeaba. Por su lado, las agencias de viajes, aferrándose a un vacío legal, se desentendían de toda culpa.

Ilustración de Jesús Rodríguez

Ahora el mundo está plagado de miles de agencias temporales en todos los lugares y épocas posibles, por muy lejanas y peligrosas que éstas sean. Imaginad lo que significa eso. Imaginad millones de pasajeros inexpertos de todos los tiempos viajando a través de la historia, cambiando los hechos sucedidos y por suceder en cada ida y venida.

Sé que las agencias de viajes existen  desde siempre, pero solo a partir del momento en que las empresas del futuro decidieron implantarlas atrás en el tiempo. Antes de ocurrir este futuro, ese pasado no existía.

No lo sé porque haya visitado el pasado o el futuro. No lo he hecho nunca, al menos, que yo recuerde. Estoy en contra de los viajes en el tiempo. Todo lo que conozco me lo contó mi madre antes de morir. Ella estará allí para ver el time transporter inicial de Timeling con sus propios ojos. Ella, hija de un gran magnate de la empresa acuífera más importante del mundo se subirá a él con su equipaje de mano, mucha ilusión y una guía turística del siglo XXI.

Sí, soy un hijo del tiempo, de padre coetáneo y madre futura. Soy un engendro, una paradoja temporal viviente. Nosotros, los llamados timeless, los sin tiempo, somos el recuerdo del sinsentido que provocará nuestro futuro sobre nuestro pasado por culpa de los viajes en el tiempo.

Pero incluso esto está cambiando. Antes los timeless como yo gozábamos de pasaporte temporal infinito y teníamos inmunidad diplomática: éramos considerados un capricho del destino. Pero ahora, con el nuevo gobierno al cargo, se ha decretado el exterminio de nuestra existencia, tachada, de la noche a la mañana, de monstruosa. El sistema nos condena a muerte de la forma más fácil.

Será el presidente en persona quien iniciará mañana mismo su viaje oficial al futuro con destino a esa base militar de Canadá, para convencer a sus altos cargos de que destruyan hasta el último boceto del time transporter, y así evitar que caiga en manos comerciales de empresas como Timeling. Si tiene éxito en su empresa, los viajes en el tiempo nunca habrán existido a nivel masivo y yo, y los que son como yo, dejaremos de existir de inmediato.

Pero eso no va a ocurrir si puedo evitarlo. Acabo de comprarme un billete con escala al pasado. Mi primer viaje temporal. Voy a visitar dos épocas y lugares distintos. La primera es para encontrar a una mujer llamada Avelyn, cuya hija Jeanet tendrá un niño llamado Ted. Voy a matarla para evitar que su nieto llegue a presidente. Soy un activista en contra de los viajes en el tiempo, pero si tengo que elegir entre mi vida o la suya, escojo la mía.

La siguiente parada de mi viaje será en mi propia niñez, para decirle a mi madre que ya no quiero que me regale ese fin de semana con dinosaurios por mi cumpleaños, que no acuda a la oficina de Pastravels de enfrente de casa justo en el momento en que ese integrista temporal se inmolará creando la destrucción y el horror.

Así pretendo compensar la muerte con la vida. Eso si ningún acontecimiento pasado, presente o futuro me lo impide. En este mundo cambiante nunca se sabe.

Olga Besolí

Abril 2013

Rosa, Rosae

Autor@: 

Ilustrador@:  

Corrector@: 

Género: Autobiográfico

Rating: + 13

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Rosa, Rosae.

—¿Sabe usted que no ha dicho ni una puta palabra bien?

Un segundo de silencio sepulcral y respuesta con sonrisa estúpida y voz nerviosa pero con tono animoso de todos modos, porque la estupidez y los nervios ayudan bastante a capear el TERROR con mayúsculas, y porque al mal tiempo, buena cara:

—Sí, señor, posiblemente…

—Pues a ver si pone más atención en lo que hace y la próxima vez acierta alguna.

Entiendo inmediatamente que al común de los lectores lo asaltan unas preguntas básicas: en qué circunstancias se produce este particular diálogo, quién pronuncia la contundente frase inicial, a quién la dirige, cuándo y por qué. Pues bien, para contestarlas y contar alguna cosilla más al respecto, haremos un viaje en el tiempo, en mi tiempo.

Este otoño próximo se cumplirán veinticinco años, que se escribe pronto, de las antedichas palabras. Un cuartito de siglo. Si lo leo así, todavía me maravillo más porque el momento sigue tan fresco en la memoria como si hubiera ocurrido ayer. Y oigo el tono grave y cortante pero al mismo tiempo inquietantemente suave, la voz oscura y maltrecha por los Ducados. Y veo los ojos claros, de un azul acerado y grandes como faros, que solían clavarse, tan atrayentes como hipnóticos, en quienes se atrevían o eran capaces de sostener su intensa mirada. Fue mi primer y único contacto visual directo con su propietario y también fueron las únicas palabras que crucé con él en dos años. El resto del tiempo procuré convertirme siempre en una sombra más de los espectros que todos quisimos ser en esos mismos años durante tres horas a la semana en su presencia.

En fin, despejemos la incógnita.

Luis de Cañigral y Cortés (obsérvese el uso de la conjunción copulativa, importantísimo detalle para hablar con propiedad de este sujeto) fue mi profesor de Latín en los dos primeros años de carrera. También era el hijo de perra más grande que habrán conocido los tiempos universitarios per saecula saeculorum, y el más temido, y el más odiado, pero también el más fascinante, sabio, excelso y extraordinario de todos. Si uno menta su nombre en el ambiente universitario de toda Castilla La Mancha, se siguen abriendo los cielos y los infiernos a partes iguales. Continúa como catedrático y profesor titular de Filología Clásica en Ciudad Real y es una auténtica autoridad en estudios humanísticos, con multitud de publicaciones sobre autores manchegos y traducciones de escritores latinos y griegos tanto clásicos como contemporáneos. También fue uno de esos profesores que te marcan de por vida por la impronta única que te deja. De esos que te abruman por sus apabullantes conocimientos y a los que detestas por la nula empatía con sus alumnos y terribles maneras docentes. Y de esos que —además también como hombre—, por donde pasan, y aunque no los veas o mires, tienen una estela invisible, un aura, que se extiende y casi se puede tocar. ¿Y qué hay más clásico que el CARISMA?

Pero antes de seguir, es preciso explicar brevemente el contexto educativo del momento. Puede sorprender un poco lo del latín en la carrera de Filología Inglesa, pero ténganse en cuenta los planes de estudio de hace veinticinco años en la UCLM, donde, como en mi caso, acabamos con licenciatura en Filosofía y Letras, especialidad en Lenguas Modernas, sección Filología (inglesa, francesa, etc.). O sea, que los dos primeros cursos fueron una repetición del desaparecido COU de letras puras —cuando existía eso de letras puras—. Así que Latín y Griego seguían siendo asignaturas obligatorias para filólogos clásicos obviamente, y también hispánicos, franceses e ingleses.

Sin embargo, únicamente en la Facultad de Letras del campus de la UCLM en Ciudad Real, y desde hacía ya unos cuantos años, el dichoso latín podía acompañarte como condena el tiempo que tardases en sacarte la carrera si es que no desistías antes y huías a otra universidad. Esta opción había sido la normal por cuanto que en Ciudad Real, y hasta precisamente aquel año 1988, para completar la licenciatura había que largarse a cursar los últimos dos cursos de los cinco que eran, ya que solo había Colegio Universitario (el Uni) y únicamente se podía llegar hasta el tercero. Así que cuando aparecían los estudiantes manchegos de letras por la Complutense —la más cercana geográficamente— y precisaban llegar del Universitario de Ciudad Real, el departamento correspondiente automáticamente los aprobaba. Sabían a la perfección quién estaba detrás de la mayor parte de aquel éxodo de infelices. Pero, ay, desde ese año ya se pudo continuar hasta quinto y los que estrenamos la novedad nos encomendamos a todos los dioses habidos y por haber para intentar atravesar, aunque solo fuera con un mísero cinco, el atribulado valle de lágrimas declinadas que se adivinaba en el horizonte.

Esta es la primera leyenda urbana atribuida al personaje en cuestión. Quizás más o menos exagerada pero probada, y de primera mano atestiguada con algunos casos que contemplamos, como el de una alumna que pidió una convocatoria de gracia después de haber agotado todas las posibles. Podría decir que, en el mío, tal vez surtieron efecto las innumerables súplicas de sumisión absoluta a Júpiter Tonante por su intercesión, pero mejor diré que fueron más innumerables las horas de traducción —tampoco nunca falté a una clase— las que me depararon la mirada de la diosa Fortuna para, en su infinita misericordia, otorgarme aquellos pírricos cincos en las convocatorias de septiembre porque, por supuesto, suspendí las de junio, como (casi) todos.

Don Luis, el Cañi, —jamás Luis bajo pena de muerte por el rayo fulminante que podía salir de aquellos ojos ante tamaña familiaridad—, o más comúnmente pero por lo bajo y en tono conspirativo estilo Bruto, ese hijodelagranputamecagoentodossusmuertos, estaba en los cuarenta, tenía el pelo rubio oscuro y era de mediana estatura y complexión fuerte, e hizo honor a su leyenda negra durante aquellos dos años en los que episodios como el diálogo del principio fueron bastante habituales e inolvidables.

Él fue el autor de la frase de marras dirigida a mi temerosa, avasallada pero profundamente excitada y fascinada persona, bisoña estudiante de primero con dieciocho julios.

La descripción básica de su enseñanza era la siguiente: a principios de curso, presentación de la asignatura con el material de los autores para traducir y aclaración principal del dominio de la lengua latina obtenido, supuestamente, en BUP y COU y dominio PERFECTO de la lengua española. A partir de ahí, TRADUCIR, TRADUCIR, TRADUCIR y TRADUCIR. Traducción de todo ello: tardes eternas con los ojos hundidos entre el diccionario, los ablativos absolutos, los condenados usos de ut y un infinito taco de folios.

El primer curso con la Eneida y, una vez hartos de Eneas y sus muertos, el ínclito Cicerón con sus Catilinarias y la madre que lo parió. El segundo curso se hizo más llevadero y fue más divertido, pese a ser más complicado, con los epigramas del maravilloso, entrañable, canalla y más que erótico Marco Valerio Marcial. Ya le habíamos pillado el paso al más canalla de don Luis, aunque no dejamos de temer sus malas formas.

Y alguien dirá que lo más fácil era guiarse por las traducciones que ya hay. Ah, pero aquella era la madre del cordero y una trampa demasiado obvia que jamás hubiera funcionado.

En cuanto al ritual de sus clases, pues invariablemente el mismo: ya los pasos apresurados por el pasillo hacían entrar raudos y veloces a los que andaban fumándose el pitillo —cuando se fumaba en todos los pasillos de todas las universidades de todo el mundo— para templar los nervios. Los menos viciosos llevábamos media hora sentados ya en nuestro sitio, a ser posible en las filas del centro, sin querer destacar de los insensatos y pelotas que se ponían en primer plano ni de los veteranos pasotas o resignados, en el gallinero, que se asomaban los cuatro días al comienzo para no aparecer ya más que en los exámenes. O sea, nada que se saliera del orden natural propio que adopta la fauna estudiantil. En esa espera, sobre todo en primer curso, teníamos bastante con colocar los folios siete millones de veces, escuchar las historias para no dormir de los veteranos y controlar el nudo en el estómago y la risa floja. Pero cuando entraba Cañigral se extendía el silencio más absoluto.

Las herramientas de su didáctica: clásicas Rayban a un lado y paquete de Ducados al otro. La mayoría de los lunes podía ser que ni siquiera se quitara las Rayban o lo hiciera cuando consideraba que se le habrían suavizado las ojeras del fin de semana. Lo siguiente, y como durante el primer mes todavía no estaban las fichas con foto de los alumnos para pasar lista, era señalar con el dedo a cualquiera (solían ser los de las primeras filas) y pronunciar la FRASE: «Usted, comience». Y el condenado o sacaba aplomo o lo tenía o se desmoronaba a la primera de cambio. El resto lo mirábamos con compasión o no, según fuese de pelota, cayera más o menos bien o ya hubiera probado que tenía desparpajo y huevos. Y a traducir hasta donde tuvieras porque no había límite, y por ejemplo, de la Eneida es sabido que realmente puede hacerse interminable, sobre todo si además tienes que medir los versos.

Ilustración de Rosa García

Cuando ya había fichas con la foto del alumno, simplemente pasaba lista. De modo que apelábamos a la esperanza de que no llegara a la nuestra, o la ignorase, de una manera bastante curiosa e inútil por otra parte. A saber: mientras iba nombrando al personal, se podía oír un murmullo general de más colocación de folios o búsqueda de ellos en el fondo más profundo de los cajones bajo las mesas, comentarios idiotas siseados para uno mismo del tipo «anda, se me ha olvidado esto o lo otro», «¿me pasas la goma, el lápiz o el alma, que no sé dónde la he puesto?», o «a ver cómo tienes ese párrafo» cuando lo habías hecho igual con el de al lado la tarde anterior. Todo ello acompañado de sus correspondientes movimientos distraídos o afanosos: cabezas inclinadas o descendiendo al suelo porque se te ha caído el boli por accidente o no, o repentinamente giradas o escondidas tras la del de delante. Movimientos que te hacían creer que te daban un toque de invisibilidad o ausencia cuando el otro tenía la foto con tu jeta y te estaba viendo más que claramente.

Pues bien, aquella mañana allí estaba yo en cualquiera de esas posturas, siseando alguno de esos comentarios o vaya usted a saber qué porque ya no me acuerdo. Tampoco recuerdo si era lunes, martes o miércoles, ni el texto que tocaba. Solo que oí mi nombre y se me ocurrió contestar antes de sentir el corazón en la boca.

Porque esa es otra anécdota que se repitió en segundo y fue mucho más divertida, ya que éramos menos alumnos. Don Luis empezó a pasar lista y nadie respondió aunque el aula estaba llena. «Vaya, así que estoy solo. En fin, voy a empezar otra vez a ver si no tienen ustedes tan poca vergüenza de seguir ahí callados como puertas». Tuvimos que reírnos todos sin más remedio. Hasta él. Miraculum miraculorum.

Pero esa mañana yo me reí poco cuando oí el famoso «comience». En fin, ni me reí ni creo que me enterase siquiera de lo que fui leyendo, aunque sí creo que mantuve el tipo con esfuerzos sobrehumanos para que no me temblara la voz. Al acabar, hubo aquel silencio mínimo antes del veredicto y la sentencia. Después, plegué velas y a seguir rezando para no obtener la perpetua en los temibles exámenes.

En segundo curso la travesía por los procelosos piélagos latinos fue más tranquila y el dios Apolo mitigó un poco el agobio de su implacable sol para convertirlo en calentura erótica made in Bilbilis. Los epigramas de Marcial —en especial los más subidos de tono— fueron un entretenimiento que agradecimos porque aliviaron el tenso ambiente, y don Luis, no ya solo experto en la materia en general sino también en la traducción específica de las voluptuosidades más voluptuosas que en el imperio romano se escribieron, se puso las botas con sus flagelos a nuestro pudor.

Otra mañana, otro infeliz, epigrama con dinamita en plan de tríos o algo similar, un término de los que no están en los diccionarios convencionales pero que se puede dilucidar por el contexto. La cuestión era expresar ese sentido explícito queriendo evitar la vulgaridad, maniobra harto difícil cuando la pretensión del gesto hierático enfrente era precisamente lo de al pan, pan, y al vino, vino. El término era cinaedo y su traducción, pronunciada con tono algo ahogado, «afeminado». Una pausa, carraspeos entre la tropa, medias sonrisas disimuladas y morbo contenido a duras penas porque, para más colmo, existía otra leyenda urbana —o menos urbana— que era la de la propia condición sexual de aquel discípulo de Plutón, con doble vertiente. O sea: lo más. Transgresión, vicio, escándalo, perversión, caña de Hispania sin clemencia ni descanso a diestro y siniestro, lo mismo para alumnos, colegas o al rectorado, al que se pasaba por el arco del triunfo. ¿Qué más se podía pedir de aquel personaje?

Total, que después de cuatro segundos con la mirada fija en el acongojado compañero, don Luis no tuvo piedad.

—Oiga, ¿cómo que «afeminado»?, ¿eso que es? Diga bien lo que pone ahí.

Otra vez la voz apagada, derrotada. Señor, llévame pronto.

—Pues…, esto…, ¿»homosexual»?

Suspiro hastiado de la fiera y remate a la faena.

—Vamos a ver, pero ¿usted en qué mundo vive? De toda la vida, en su pueblo, en el mío y en Sebastopol, eso es «maricón». Entonces haga usted el favor de decirlo así, «maricón», y si lo que sigue es «le estaban dando por el culo», pues dígalo así, joder, y déjese de gilipolleces.

Pues eso. Todo sutileza y paños calientes. En fin, glorioso. Como un Carlos Pumares en sus mejores tiempos radiofónicos de madrugada, que precisamente fueron aquellos también, con sus críticas incendiarias y descalificaciones a voz en grito a los oyentes que le pedían humildemente su opinión sobre una película.

¿Que también hubiera algo de teatro en aquellos desprecios y salidas de tono? Pues sí, claro, pero esa era la chispa, la emoción, la expectación de cada día, el combustible para alimentar la leyenda. ¿O quién aguanta a ese profesor que también es una eminencia pero deja con la boca abierta como un pez muerto por el aburrimiento supino que produce? ¿Cuántos más hay de esos?

Bien, pues como dije, al final me sonrió la Fortuna o me la busqué después de pasarme una parte muy apañadita de mis dieciocho y diecinueve años bajo el látigo marca SPQR. Y sé que hay muy pocos días en mi vida tan felices como cuando aprobé la convocatoria de septiembre del 89. Mi entusiasmo fue tal que incluso estuve a punto de subir al despacho y postrarme a sus pies por haberme concedido la gracia de los elegidos. Me quedé a medio camino. Igual que tres años más tarde, a punto de licenciarnos y ya lejos de su alargada sombra, reunimos (o eso pareció) el suficiente valor para decidirnos a despedirnos de él. Eso pareció. Uno de mis últimos recuerdos es su figura acodada a la barra de la añorada cafetería del Uni, charlando con algún colega. Por fin, el mito adquirió envoltura mortal. Y hasta hoy, que lo imagino de provecto profesor a punto de la jubilación, si es que bichos así tienen intención de jubilarse, pero seguramente lo harán dando caña hasta el final.

Y es que por supuesto que su carácter endiablado, sus pésimas formas y trato vejatorio que tantas veces arrancaron humilladas lágrimas públicas, coleccionaron quejas, elevadas a las más altas instancias un año sí y otro también, de víctimas a título individual y colectivo, que lograron sanciones del rectorado por sus atropellos. Algunas consiguieron apartarlo de la docencia durante períodos de tiempo, pero terminó volviendo. En este presente de la era Google solo hay que escribir su nombre para encontrarse resoluciones del BOE de varias fechas durante este cuarto de siglo pasado que recogen dichas reconvenciones que, cómo no, él recurrió. Genio y figura. ¡Y tiene correo electrónico!, que lo vi y casi se me cayeron lagrimones como puños ante la posibilidad de, después de tantos años, enviarle mis respetos ahora que si bien Júpiter no me ha dado el don del habla, sí me defiendo con cierta habilidad dándole a las teclitas. ¿Lo haré o no lo haré? Se admiten apuestas.

Pero toda cruz tiene su cara, y así como no hubo más remedio que vivir la pesadilla obligatoria del Latín con aquel hijo de Plutón, desde el Olimpo decidieron que para el Griego nos tocara aquella cara feliz, cómplice y comprensiva que tuvo don Francisco Martín García, Paco para todo el mundo. Un experto helenista, también en los cuarenta y nada, de simpática sonrisa, ojos marrones y pelo oscuro, que leía las aventuras de Odiseo con acento boquerón y nos guiñaba el ojo cuando metíamos la pata. «No pasa nada, chicos, el aoristo siempre ha tenido muy mala leche. Venga, otra vez, ¡con alegría!». Y lo mismo se hubiera arrancado por bulerías para animar a Sócrates a que no se enchufara la cicuta.

Gracias a él, y si ya me gustaba la asignatura desde el bachillerato, todavía le tengo un cariño más especial aunque ya se me han olvidado bastantes cosas. Ojo, que conste: el latín también me gustaba, pero el infierno que supuso sacarlo en la carrera le quitó toda la fuerza que sí daba aquel bienestar en las amenas clases de Paco. Aprendimos mucho, e igual que la Eneida se nos atragantó para siempre, fue un placer traducir la Ilíada, la Odisea y a Platón entre otras cosas. También gracias a él, y cuando una falta de ortografía te podía costar un aprobado, se me quedó fija ya la corrección de un error, el tan común de esa ese traicionera de la segunda persona del singular del pasado anterior (‘comistes‘). Un cuatro. Ahí está en un circulito rojo en el examen que guardo.

Y lo mejor era su empatía ante nuestras quejas por el canalla de su colega y compañero de despacho. Lo más loable, y lógico por otra parte, era que también lo defendía. «Que no, que no es tan malo, de verdad, que ya sabéis que perro ladrador…». Pero no colaba y normalmente su gesto era más de condescendencia ante nuestras penalidades. «Venga, ánimo, ¡a resistir como espartanos! —solía decir para rectificar casi al instante—. Bueno, igual no es una comparación acertada», y nos sonreía. Por lo demás, sus clases siempre fueron una agradable compensación, y el excelentísimo tándem que formó con Cañigral produjo varios trabajos humanísticos y lingüísticos que firmaron al alimón. Pero justo hace diez años, y repentinamente, a Hades —implacable siempre y al que ni Zeus puede controlar— le dio por hacer de las suyas como tantas veces cuando no toca. El consuelo es que seguramente la sabia Atenea debió de interceder por tan destacado alumno y don Paco Martín ande en uno de los mejores lugares a su diestra. Que así sea. Fue una muy triste noticia y gran pérdida en el ámbito académico de la UCLM en Ciudad Real, y su sonrisa permanece muy viva en mi recuerdo.

En fin, este ha sido mi viaje en el tiempo, un mínimo homenaje al vigésimo aniversario de mi graduación que será en junio.

Todos guardamos caras e historias parecidas, momentos especiales de aquellos días estudiantiles, de sacrificios y recompensas, de malos ratos o grandes triunfos, de tantas horas sin dormir y no siempre por estudiar; en definitiva, de cuando éramos más jóvenes aunque ahora podamos sentirnos igual o mejor que entonces. No hay máquinas para volver allí como tampoco las había para llegar aquí. Lo único que tenemos es la memoria porque solo se puede viajar de un día a otro. Que no la perdamos en lo que nos quede de traducir por estos lares y nos siga llevando a lo mejor. Porque ya lo decía Marcial: Poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces.

Mariola Díaz-Cano Arévalo dixit.

Aprilis, A.D. 2013

De lira ire

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Género: Relato

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Este relato es propiedad de  María Cristina Salvans y su ilustración correspondiente es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

De lira ire.

Le disgustaba mucho la época en la que le había tocado vivir, donde todo estaba inventado y las mejores historias ya habían sido narradas. La sociedad ya no se revolucionaba y sus gentes vivían y morían como meros espectadores de una época aburrida y sin sobresaltos. La realidad se había adueñado de las fantasías de los soñadores; la corrupción, de los poderosos; y la injusticia, de los débiles que encerrados en una falsa democracia, se sentían seguros.

Quería despertar consciencias, desvelar enigmas y resucitar sueños; ver como las gentes volvían a sentir mariposas en el estómago al emocionarse con una historia nueva.

Solo necesitaba un pretexto, y el contexto parecía estar cercano, pues parecía avecinarse una época turbulenta para gobiernos y pueblos. El ritmo que esa vida aburrida exigía era económicamente inestable, la crisis, económica y social, estaba cerca y era su momento para deslumbrar. Si conseguía su objetivo, el mundo entero estaría a sus pies y él lo convertiría todo en algo más emocionante, de ese modo, su tiempo en la tierra sería vertiginoso, y más allá… quien sabía qué encontraría más allá.

Sin más demora, decidió sentarse en su viejo escritorio de roble, tomar entre sus dedos una pluma oxidada y un bloc de notas magullado por los años. Las musas lo visitaron, como de costumbre, después de su tercera copa de whisky.

Quería escribir sobre el tiempo, y si lo pensaba bien, lo primero a lo que querría volver sería a su infancia, esa época de despreocupada diversión.

 Pero… ¿Y si pudiera viajar más lejos? ¿Y si pudiera cruzar el tiempo hasta cualquier momento que quisiera? Podría ser la mano derecha de Robespierre, capitán en las carabelas de Colón, el decimotercer discípulo de Cristo, e incluso, robarle el corazón a la mismísima Cleopatra.

Y quizá, solo quizá… Si pudiera vivir para siempre dentro de las fotografías, ella seguiría viva. El motivo de su felicidad y su razón de ser. Ella, que murió al poco de su nacimiento y que siempre le miraba, con sus eternos ojos de ternura, desde más allá de las sombras de su atestada habitación. Si pudiera dar marcha atrás en el tiempo aún cabría la posibilidad de salvarla, o eso se decía en los momentos de más febril desolación.

Por ella tenía que hacerlo, para devolverle la vida. Tenía que escribir su historia.

___

Su madre había sido paciente de una clínica mental, un sanatorio, un manicomio. Allí, había conocido a su padre, un brillante médico recién salido de la facultad, el primero de su curso, el mejor que se recordaría en la universidad.

Le gustaría escribir que en el momento en que se vieron se enamoraron, pero no fue así. Su padre se enamoró de ella, no así su madre que, viviendo en un mundo paralelo, vio en el doctor la cara del mismísimo Lucifer. Y cualquiera pensaría que eso era algo malo, pero para ella era el éxtasis del placer, en tanto que las monjas de tan ilustre institución la trataban de endemoniada, pues se dejaba llevar en demasía por la lujuria y se decía que tenía algún tipo de enfermedad relacionada con las ninfas –o lo que hoy definiríamos como ninfomanía-.

Se decía que todo aquel que se acercaba a ella acababa padeciendo el mismo mal. Y como no, el joven doctor más aventajado de su promoción, no iba a ser el único que no sucumbiría a sus encantos.

La mujer se permitía con el médico unas confianzas que no gustaban a nadie, excepto al joven, que sentía que su paciente tenía cierta predisposición para aceptar sus cuidados.

Después de un tiempo trabajando en el sanatorio, nuestro joven erudito ya no era capaz de discernir entre el bien y el mal y sus encuentros con la paciente pasaron de ser puramente médicos a convertirse en algo carnal. Ella lo había conseguido, él había hallado la perdición.

No lo supo hasta el momento en que ella le anunció que estaba embarazada. En ese momento, juntos decidieron que debían escapar. Huir a un lugar mejor, lejos de paredes acolchadas y monjas desaprobadoras.

Pero eso no fue posible.

Con un parto cercano, la vigilancia alrededor de la celda de su madre se había doblado y el joven médico había sido expulsado de la institución, con la explícita prohibición de acercarse al recinto so pena de perder su derecho a ejercer.

La mujer parió sola, entre gritos de dolor y paredes insonorizadas. Se le permitió quedarse con el bebé el tiempo suficiente para tomarse una única fotografía y cuando volvió a la celda con el niño, se suicidó cortándose las venas a base de mordiscos. Los encontraron al día siguiente, el pequeño en brazos de su madre, llorando buscando su pezón para alimentarse, cubierto de sangre rojiza y seca.

Poco después, el infante fue mandado con su padre, junto con la fotografía y una nota que rezaba “un niño tiene derecho a conocer a sus padres, aunque sean unos pecadores”.

Y esa fue la última vez que vio a su madre.

___

Releyó el relato de la historia de la mujer que le dio la vida. Horrible, monstruoso; lo arrugó, lo tiró al suelo y sumido en un odio insano hacia sí mismo, escupió.

La historia era buena… ¿Por qué no era capaz de narrarla cómo merecía?

Y qué era él, sino un mediocre escritor con ínfulas de grandeza, que se creía Homero y no llegaba a Polidori. No sería nunca nadie, pues la grandeza estaba destinada a Shakespeares y Voltaires.

Todo lo que necesitaba era tiempo, pero parecía que la trama con la que había estado soñando se cernía sobre él como una sombra oscura y pestilente.

¿Cuánto tiempo llevaba encerrado en ese sopor que no le había permitido ver pasar, a través de la ventana, las estaciones del año?

Allí estaba su crisis, su contexto, y él no había acabado el relato de su madre.

Solo pedía un poco de tiempo. Y mientras tanto, el inexorable reloj seguía su camino por la esfera del reloj de pared “Tic-Tac”.

Sentía que los latidos de su corazón se sincronizaban con ese horroroso sonido; se ahogaba, su tiempo se acababa. Moriría en un suspiro del tiempo y nada quedaría de él, ni huesos, ni polvo, ni páginas amarillentas salpicadas por palabras inmortales.

Su cuerpo se tensaba y la mecánica que permitía a sus articulaciones el movimiento, chirriaba dolorosamente; lo oía, mientras sentía la presión de los músculos al contractarse y los huesos al dislocarse.

La sangre le subió a la boca y probó el sabor del cobre oxidado. Su cuerpo se oxidaba, como su talento, incapaz de sobresalir más allá de sí mismo. Se mordió la lengua.

Sobre la raída alfombra de su habitación, se desangraba, se asfixiaba en su propia sangre, se atragantaba con su propia lengua.

Y al fin y al cabo ¿No era eso lo que le había pasado realmente a su madre?

Murió como ella, de status epilepticus.

Horas más tarde su cadáver fue encontrado por el ama de llaves, tendido en el polvoriento suelo enmoquetado.

La mañana siguiente, el niño que vendía los periódicos gritaba el titular “¡Hallado muerto el escritor arruinado de Broom Street! Su última obra será editada en los próximos meses”.

Ironías de la vida y del tiempo, que dan a las personas tras su muerte, lo que siempre desearon en vida.

Maria Cristina Salvans

23/4/2012

Ilustración de Daniel Camargo