El principio del fin.

Autor@: Carme Sanchis

Ilustrador@:  Laura López

Corrector/a: Carme Sanchis

Género: Relato

Este relato es propiedad de Carme Sanchis, y su ilustración es propiedad de Laura López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El principio del fin.

Sabíamos que tarde o temprano este día llegaría. Ya habíamos recibido muchos avisos, y los habíamos ignorado. Nuestra única manera de sobrevivir era la adaptación, pero, ya era demasiado tarde.

Los polos se fundían mientras nosotros seguíamos malgastando energía y tirando a la basura miles de objetos contaminantes. Seguíamos tirando residuos al mar. Seguíamos pensando que éramos los dueños del mundo. Hasta que el mundo se cansó de aguantarnos.

En todos los puntos de nuestro planeta empezaron a aparecer casos de una nueva enfermedad. Saltó la alarma para los medios de comunicación, siempre encantados de tratar el drama. En todos los hospitales del mundo, los médicos y enfermeros se preparaban para la llegada en masa de esta nueva epidemia. Los más escépticos decían que sería como la Gripe A, mucho caos al principio y después tranquilidad. Qué equivocados estaban.

La primera muerte se produjo una semana después de que apareciese el primer caso. Una niña de solo 6 añitos, la noticia dio la vuelta al mundo. Cientos de laboratorios investigaban día y noche la vacuna, dispuestos a salvar muchas vidas y embolsarse muchísimo dinero.

Mientras todo esto pasaba, los grandes glaciales del mundo empezaron a quebrarse. Los científicos no podían entender cómo era posible que estuviesen viviendo esa situación, sus estudios decían que faltaban cientos de años para que eso pasara. Más errores.

Debido a los movimientos del planeta, decenas de volcanes despertaron, algunos después de varias décadas. El nivel del mar empezó a subir más rápidamente, y millones de personas tuvieron que dejar sus casas y ser redistribuidos a otro lugar, pero el plan de evacuación se salía de lo que se había visto hasta ese momento. La mayoría de islas quedaron inundadas, y las ciudades más cercanas al mar pronto yacerían en el fondo del mar.

Las relaciones diplomáticas internacionales, ya quebradas por la crisis mundial, se rompieron por completo. Unos países echaban la culpa a otros por haber contaminado demasiado, algunos por no haber tomado medidas hasta el momento, y el resto echaban en cara no haber intentado solucionarlo antes.

Un temblor destrozó ciudades enteras por el este oriental, apenas tuvieron tiempo de calmarse cuando por el horizonte se levantaba una gran ola que destrozaría de nuevo todo lo que se encontrase a su paso. Como poco más de un año atrás.

Miles de personas estaban muriendo y nadie podía hacer nada por solucionarlo. Los más creyentes se reunían en sus lugares de credo para pedirles a sus dioses ayuda. Ninguno respondió.

Sabíamos que no éramos inmortales, sabíamos que no éramos dioses, pero nos comportábamos como tal.

Los líderes de cada país empezaron a dar sus mensajes de alerta al pueblo. Algunos seguían negando la evidencia, otros intentaban enmascararla y unos pocos dijeron la verdad.

“El mundo se acaba. Pasen sus últimas horas con los seres que más aprecian. Olviden todas las disputas y disfruten de lo poco que nos queda”.

Si hubiésemos sido capaces de controlar nuestro consumo. Si hubiésemos respetado la naturaleza, el mar, la Tierra. Si hubiésemos terminado las guerras y hubiésemos unido fuerzas para crear un cambio… el fin del mundo no hubiese llegado.

Ilustración de Laura López

 Pero, lo mejor de todo, es que todavía estamos a tiempo.

 Pensad en todo lo que podemos hacer cada uno de nosotros por mejorar este mundo, en todas las pequeñas cosas diarias que pueden significar una vida mejor en el futuro. Debemos dejar a nuestros hijos un planeta sano y verde.

Nunca olvides que la naturaleza es nuestro mayor aliado, y cuando perezca, nosotros pereceremos junto a ella.

Estrellas.

Autor@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustrador@:  Rafa Mir y Verónica López

Corrector/a: Mariola Díaz Cano

Género: Romántico

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Rafa Mir y Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Estrellas.

La primera vez que creí que se acababa el mundo fue al ver aquel tifón.

            Yo tenía cinco años recién cumplidos y vivíamos en Lantau, pero estábamos a punto de marcharnos a Shanghai. Me aterroricé tanto que, durante mucho tiempo después, miré con cautela la más pequeña nube en el cielo y tardé en convencerme de que una simple lluvia no volviera a convertirse en aquella furiosa tormenta que duró tres días y anegó buena parte de la costa. Sobre todo, se me quedó grabado el aullido del viento doblando árboles, azotando casas y derribando las más frágiles, o destrozando como lo hizo las embarcaciones del puerto, que se soltaron de sus amarres y chocaron unas contra otras. Incluso los barcos grandes fueron zarandeados con violencia por aquel turbión de agua y viento que se levantó del mar.

            El tío Tejón, que se sabía —e inventaba— cualquier historia, me contó que aquellos tifones los producían los dragones del agua y del cielo que, aunque eran buenos y sabios, a veces se enfadaban mucho con los hombres de la tierra por ser demasiado malvados y querer siempre llevarse cualquier cosa que perteneciera al mar. Los del agua movían las colas para agitar la superficie y formar remolinos que engulleran los barcos sucios y molestos; y los del cielo soplaban por encima de las nubes para juntarlas y oscurecer el cielo, luego lanzaban los rayos y los truenos eran sus rugidos enfurecidos. Así que dos días después en los que continuó la fuerte lluvia, todavía me pasé horas sin separarme de él ni del capitán y soñando que el cielo negro caía sobre la tierra y la hacía desaparecer. Con el tiempo, mi miedo a las tormentas se transformó en fascinación, sobre todo cuando alguna vez nos sorprendieron navegando. Así, mi idea sobre el fin del mundo también cambió: seguramente sería la Naturaleza la que un día decidiera acabar con todo, ya que era mucho más poderosa que los hombres.

            Unos años más tarde aquella conjetura perdió fuerza: las maldades humanas podían ser igual de poderosas y también oscurecían el cielo con sombras de metal que, por cientos, lo surcaban con zumbidos que descargaban bombas y convertían el horizonte en humo. Así que mi miedo se trasladó primero a aquellos enjambres de aviones japoneses que sobrevolaron Shanghai tantos días, en su siniestro camino hacia el interior del continente, y después a los que aparecieron de todas partes cuando empezó la guerra mundial. Cuando ésta terminó con esas bombas asolando Japón de la manera que lo hicieron, concluí que quizás el mundo no desaparecería por nuestra mano, pero sin duda nosotros sí.

Ilustración de Rafa Mir

            Al mismo tiempo la adolescencia opacaba las sombras de ese mundo porque lo había reducido a un nombre: Huo. El nuevo y arrollador sentimiento que me invadió por él fue más intenso porque lo compartí con el capitán Lung, ya que hasta entonces no se lo había visto por ninguna mujer. Por supuesto que, siendo pequeña, le había preguntado por mi madre y él me había dicho la verdad sobre ella. Yo había pensado que él la seguía echando de menos y no quería encontrar otra mujer, también era solitario y no parecía tener más amigos que el tío Tejón o el primer oficial Ming, pero eso me había entristecido más. Él, con tono entre falsamente hastiado y divertido, contestaba que ya tenía bastante conmigo.

            A veces yo envidiaba a las amigas que hablaban de sus madres, que eran todas las más mejores y más guapas. Luego, sin embargo, advertía que ellas, tras la primera mirada compasiva por que yo hubiese perdido a la mía, me envidiaban por la peculiar familia que tenía. Un padre marino no era muy extraordinario, pero que fuera extranjero sí que lo era y, en ocasiones, no para bien, según veía en algunas de aquellas madres (y la mayoría de los padres), cuyos gestos recelosos pero a la vez llenos de interés por él me resultaban de lo más curioso. El velado rechazo sólo me molestaba cuando implicaba que a esas niñas no las dejaran ir conmigo, pero sobre todo me entristecía y deduje que quizás por eso tampoco el capitán quería tener otra mujer.

            Sin embargo, el hecho de que Huo y yo nos conociésemos desde pequeños y volviéramos a encontrarnos en Sanya sí que despertó todas las envidias de las amigas por sus atenciones hacia mí. Así que cuando el capitán Lung apareció un día acompañado de Li Yuang, me enorgullecí por creer darles una lección a quienes miraban por encima del hombro.

            El capitán había conocido a Yuang en el hospital donde ella trabajaba.

            Como en Shanghai años antes, el Old Oak, con bandera blanca, volvió a cruzarse con los barcos de la Armada imperial japonesa que rodeaban Hainan, transportando desplazados y heridos desde otras islas y entre sus costas. A veces, entre ellos, iban comandos camuflados que se dispersaban al desembarcar o se unían a otros para dar pequeños pero efectivos golpes a las guarniciones japonesas en tierra. Cuando empezaron a llegar las tropas internacionales, el capitán también empezó a trasladar víveres y materiales de construcción exclusivamente para la población civil, sin querer saber nada de las astronómicas cifras que le ofertaron todos por los servicios de aquel barco tan marinero y rápido, perfecto como enlace logístico.

            Las travesías solían ser cortas y en muchas ocasiones él mismo también ayudaba en los traslados al hospital. Allí conoció a Yuang y le gustó al instante, aunque le extrañó que no estuviera casada. Era muy guapa, pero tenía veintiséis años y a esa edad era impensable que una mujer siguiera soltera.

            También era raro que un hombre viudo con una hija no se hubiera vuelto a casar, aunque eso se explicaba otra vez porque el capitán era extranjero y marino, cuya dudosa fama se extendía a todas las nacionalidades; que la suya, además, fuera británica por lo visto era sinónimo de la peor condición atribuible a alguien, e incluso yo, en alguna ocasión, me sorprendí observando si su comportamiento podría ser tan indigno o reprobable como parecían creer los demás. Pero lo más negativo que pude considerar fue que algún día me hubiera alzado una ceja negando por la letra descuidada en mis deberes, o su siempre implacable silencio ante seguir negociándole si podría alargar mi vuelta a casa porque era el cumpleaños de Pu o Xing. Y todo eso me demostraba que no había ninguna diferencia con las quejas similares de mis amigos sobre sus padres. Así que aprendí que esas diferencias las ponían los demás sin razones aparentes.

            Con Yuang tampoco pude pensar como los demás. Muy al contrario: también me gustó enseguida y me alegró que compartiéramos una insólita independencia. Sus padres vivían en la costa norte de Hainan y tenía un hermano mayor combatiendo en el continente, que fue quien, a su regreso, puso el grito en el cielo ante aquella relación. Pero durante el tiempo que estuvo con el capitán, Yuang pareció muy contenta, se llevaba muy bien conmigo y también se mostraba orgullosa de desafiar las férreas convenciones sociales. Incluso sus padres, superado el sobresalto inicial, nos conocieron y verme a mí pareció convencerlos de que las intenciones de aquel inglés eran serias.

            Para mí, pese a todo, esos fueron los mejores días que creí haber vivido nunca y que culminaron el de mi cumpleaños con el beso que me dio Huo; que culminaron y desaparecieron como humo al siguiente cuando me dijo que se marchaba. Así que el mundo también podía acabarse en dos segundos y de la manera más cruel: apenas descubrías el sentimiento más intenso, absorbente y placentero cuando se convertía en el más amargo y doloroso.

            En aquel desconcierto no me di cuenta de mi egoísmo, aunque luego entendí que también formaba parte de ese sentimiento tan fuerte. Por eso, entre las dos extremas emociones seguidas, el gesto circunspecto que mostró el capitán me pareció al principio una única preocupación por mí que me apresuré a quitarle. Sin embargo, yo no le distinguí la niebla en los ojos. Al día siguiente, los míos seguían brillando pero de lágrimas desconsoladas. Él siguió mostrando el mismo gesto grave pero mucho más triste que, de nuevo, no pude imaginar por más motivos que el mío. Me alivió su voz con la frase de que nunca me faltarían sus besos y el paseo que dimos en una de las noches más claras que recuerdo. Fue en un momento caminando cuando se detuvo y, como si me hubiera leído el pensamiento, me dijo:

            —No se acabará.

            —¿El qué? —pregunté todavía entre hipos.

            —El mundo.

            —No sé…

            —De acuerdo. —Se rió y me señaló hacia arriba—. Pero si se acaba, mira… Ellas seguirán ahí, así que seguirá existiendo algo bonito, ¿verdad?

            —Sí —asentí parpadeando y mirando las estrellas titilando en la negrura del cielo.

            —Pues quédate con eso, con lo más bonito.

            —¿Es lo que haces tú?

            —Lo intento.

            —¿Y funciona?

            —Tendrás que comprobarlo.

            Su sinceridad me conmovió tanto como el cariño con que la expresó, y enseguida le contesté:

            —Pues entonces creo que te querré solamente a ti, y lo haría igual aunque no fueras mi padre.

            Había sentido tensarse sus brazos de una manera especial.

            Más tarde supe que también había hablado por él mismo. Esos días, y como había terminado la guerra, Yuang le había anunciado que volvía a su casa. En el hospital ya podían prescindir de personal y su hermano había regresado al tiempo que su padre había caído gravemente enfermo. El capitán se había ofrecido a llevarla pero ella se había negado y había ocultado con una mirada vencida lo que no fue capaz de decir. Él entendió y le ahorró más explicaciones, despidiéndose sin ningún reproche. Yo, sin embargo, me había rebelado, sensible e impresionada por que aquello nos estuviera pasando a la vez.

            —¿Ahora le importa quién eres y lo que piense su familia? ¡Y tú tampoco lo has intentado! ¿Pero por qué?

            Enseguida me había disculpado por mi vehemencia. Algunas cosas sucedían así. Entonces aproveché para pedirle que me llevara con él. Lo ayudaría, era organizada y buena con los números. El capitán accedió: quizás nos vendría bien y podría darme cuenta de que su trabajo era bonito pero también duro y con claroscuros, y en absoluto adecuado para mí. Así, pronto desearía encontrar uno en tierra, como el de enfermera o maestra, ya que me gustaban mucho los niños. Acepté y también juré que no querría nada con chicos en mucho tiempo. Él sólo se había reído.

En aquel momento no me hubiera importado que el mundo estallase en pedazos y comprendí que James —porque quise devolverle su nombre— creyera haberse vuelto loco, pero su locura y sus impulsos significaban mi vida y eso ya no lo podría cambiar. Cuando mi boca le llenó los ojos, se rindió. Cuando me besó como lo hizo y se apartó después, el mundo no había explotado, simplemente había desaparecido, igual que mi aliento y mi voluntad. El intenso estremecimiento también me paralizó y el deseo me abrumó por ser aún más poderoso.

            Recordé cuánto me había asustado la primera vez que lo había sentido por él.

         Fue una mañana como aquélla de hacía poco más de dos años y estábamos allí en casa, pero acababa de entrar el verano. Habíamos regresado de una travesía desde Manila y él se había acatarrado, algo aparentemente normal por el cambio de estación. Pero era muy sensible al frío, aunque yo no sabía por qué tanto, y pese a que no enfermaba a menudo por eso, cuando lo hacía, parecía por algo mucho más serio que un resfriado. La fiebre lo atacaba con virulencia, y la tos y la congestión podían postrarlo en la cama fácilmente una semana, sin fuerzas.

            El tío Tejón siempre había hecho bromas. «De un país tan gris y lluvioso y no aguanta un constipado. Estos ingleses… ». Solía acabar así casi todas las frases y yo, pequeña, había terminado por creer que en Inglaterra nunca había sol.

            Esa mañana era la tercera y aunque la fiebre le había remitido un poco, lo mantenía apagado. Yo había entrado sigilosa para echar un vistazo, y me pareció que dormía tranquilo, de espaldas, pero se había destapado y me acerqué con cuidado. Entonces vi que estaba desnudo y me quedé parada, sintiendo un súbito nerviosismo. Casi a la vez, él se giró quedándose boca arriba. No se despertó y yo seguí sin moverme, mirándolo. Sólo mi cuerpo reaccionó encendiéndose de aquella manera tan sorprendente e incontrolable, con un calor que me subió desde el estómago hasta las mejillas. Ya lo había sentido con Huo, aunque no con esa fuerza.

            Pero aquello era terrible: el hombre dormido estaba enfermo, bordeaba los cuarenta años y… era mi padre. Podía sentir todo el cariño por él y, desde que había crecido, era más consciente de su constante observación, ánimo, ayuda, protección y enseñanza. También de considerarlo distinto a otros, no severo ni con mal carácter —como oía a algunos amigos decir de sus padres— y sí muy especial por educar a una niña con tanta libertad y con un concepto inaudito (y escandaloso) de hacerme sentir y valer igual que los chicos. Pero sentir algo como aquello era inconcebible. Así que el nerviosismo se transformó en una gran angustia, acrecentada por el vértigo ante mi incapacidad de apartar los ojos del cuerpo relajado que, de repente, tenía una forma tan atrayente.

            Entonces recordé una conversación que había tenido con Yuang sobre aquello a propósito de Huo, y ella me habló con las mismas reacciones. Agradecí saber qué me pasaba, pero mi angustia casi se convirtió en pánico: el instinto no puede controlarse ni medirse, quizá en algunas ocasiones sí pudiera frenarse, pero si se sentía, era inevitable.

Al fin logré moverme para cubrir al capitán. Él se giró un poco y tosió levemente. Enseguida me marché, pero durante los siguientes días no pude mirarlo a la cara más de unos segundos. Todos advirtieron mi huidizo comportamiento pero él no preguntó directamente, sólo vino una noche para decirme que entendía que yo ya tuviera edad suficiente para guardarme mi intimidad, pero estaba seguro de que seguiría contándole cualquier problema que surgiera porque él siempre trataría de ayudarme a resolverlo. Yo apenas había podido balbucir que no se preocupara.

            Cuando se fue a Goa y el tío Tejón me contó nuestra verdad, la tierra se me abrió bajo los pies, pero para hacerme caer en un abismo de liberación y alivio absolutos… durante un momento, el que tardé en darme cuenta de algo mucho más horrible: que era perfectamente posible que el capitán no sólo no sintiera por mí nada más allá del cariño, sino que se escandalizaría si le hablase de aquello. Entonces tuve que pensar que la única manera de evitar todo eso sería poner distancia: dejar de viajar con él, encontrar ese trabajo que él quería para mí e intentar hacer la vida que me deseaba. El dolor fue aún más intenso y el pobre tío Tejón, aunque hubiera sabido cómo podía afectarme conocer mis orígenes, se sintió peor que mal, pero yo sólo pude agradecerle con infinito cariño lo que había hecho por nosotros. Qué poco pudimos hacer ya por él después…

Ahora me arrasaba un torbellino de emociones mientras veía los ojos de agua brillar como nunca. También las manos, grandes, con la piel dura, casi áspera, pero que siempre me habían tocado con suavidad extrema. Y el cuerpo, los brazos fuertes y el pecho con las marcas que le acababa de palpar, un cuerpo al que había acudido tantas veces. Pero en ese momento lo volví a mirar como en aquella mañana, y poder dejar salir el deseo de forma tan clara me asustó; aquellos ojos lo vieron y se retiraron.

            —No, no puedo ser yo, no puedo… —musitaron.

            —¿Y quién habrá mejor que tú? —me oí decir sin saber cómo.

            Entonces desaparecieron todos los fantasmas y yo ya no fui ni una niña, ni una hija, ya no fui el desvalido William ni la etérea Mai Lin ni el maldito Anthony Highmore. No me dolió nada más, ni tampoco sentí ya rabia ni pena, sino un amor sin prejuicios ni edad, sólo con toda la libertad y el deseo.

            Pero a James le costó más.

            —Yi, si sigo con esto…

            Se interrumpió cuando escondí la cara en su cuello, como la noche de mi pesadilla después del desafortunado incidente en Macao, y rocé el dragón primero muy suavemente con los labios y luego entreabriendo la boca para besarlo. Su cuerpo se tensó y los brazos se volvieron tenazas que me aprisionaron la cintura a la vez que dejaba caer la cabeza en mi hombro; pero a pesar de eso, me pareció que se quedaba sin fuerzas. De modo que así se podían dominar las tormentas. Murmuró un no ahogado y yo le hablé igual al oído:

            —Eso es que no te has arrepentido, ¿verdad?

            Entonces volvió a apartarse y me miró muy seriamente. No creí que no hubiera ni rastro de la vulnerabilidad mostrada un segundo antes.

            —De acuerdo —dijo con voz tranquila— tendremos lo que queremos, pero escúchame, Yi, escúchame muy bien porque no deberás olvidarlo: volveré a besarte y acabaremos en el dormitorio. ¿Quieres que me tome venganza? Pues lo haré, haré lo que siento porque ya no recuerdo el tiempo que llevo cansado de pensar y preocuparme. Esa maldita carta me da la última decisión. Así que haremos lo que sentimos o recuperaremos la cordura porque te asustarás demasiado, aunque quien está asustado soy yo. Pero ya me he rendido, hace mucho que lo hice, seguramente desde el día en que vi que me mirabas así y supe que no podría evitarlo. Ahora tú sabrás de qué se trata en realidad y cómo cambiará todo.

            —Ya ha cambiado.

            —Sí, pero ahora lo hará como no has imaginado y si dejas que vuelva a tocarte como deseas, no habrá vuelta atrás.

            —Lo sé.

            —Entonces escucha esto —y me cogió la cara con las manos—: yo no te tendré miedo, pero eres tú la que jamás debe sentirlo por mí, ¿lo entiendes? Y sobre todo, que pase lo que pase, ahora sí que serás igual que yo, ya no estaré por encima, ya no podré hablarte como lo he estado haciendo y no me lo permitirás.

            —¿Cómo podría no permitirte…?

            —Podrás. De eso se trata, Yi. Tienes poco más de veinte años, pero hace mucho que eres toda una mujer tan hermosa por dentro como por fuera y tienes fuerza para desafiarme a mí y a cualquiera. Ahora deberás aprender a usarla cuando las cosas se pongan difíciles, y es verdad que ya hemos pasado por muchas, pero probablemente seamos nosotros quienes las compliquemos, sobre todo por la media vida que nos llevamos.

            —No ocurrirá.

            —No, preciosa, no digas eso porque ninguno lo sabemos, pero lo que sí debes saber —y es lo que no puedes olvidar nunca—, es que yo voy a quererte siempre. Ahora nos dejaremos llevar, haremos esta locura, pero por mi vida, que eres tú, siempre voy a quererte y siempre me tendrás. Dime que lo entiendes.

            —No hables más, no…

            —Yi, por favor, dímelo.

            El nudo en la garganta me asfixió y sólo pude asentir.

            —Dímelo, cariño… tengo que oírlo —insistió con los ojos encharcados también y apretándome las mejillas.

            —Lo entiendo —musité. Entonces retiró las manos pero yo se las agarré por las muñecas—. Bésame, por favor, y tampoco dejes de hacerlo.

            Pero en vez de eso, se dejó caer de rodillas y se abrazó a mi cintura para restregar la cara sobre mi vientre. Su aliento me bajó hasta la ingle y sentí que las piernas me temblaron, pero sólo pude acariciarle el pelo aún mojado y apretarle más la cabeza. Después me besó el ombligo y cuando volvió a ponerse de pie, también me había mojado los pechos con su boca y yo creí que me caía para darme cuenta de que simplemente me había cogido en brazos y me sacaba de la salita.

            Entonces comprendí, como castigo a esa falsa arrogancia y desafío tan propios de la juventud, que, aunque hubiese imaginado aquel amor tan físico, apenas sabía nada de él. Pensar que no podría controlarlo y perder el aplomo fue sólo el principio. Pero después hubo una única frase que me exhaló en la nuca cuando volvió a aprisionarme entre sus brazos y piernas, después de sentarse detrás de mí y echarme sobre su pecho. «Sólo tienes que hacer lo que sientas. No hay nada más.» Cuando sus manos dejaron de acariciarme los pechos y bajaron por mi vientre hasta el inmenso calor entre mis piernas para quedarse allí, simplemente sentí que me deshacía, aunque mi cuerpo no hubiese parado de temblar cuando me lo abrieron sus dedos.

A partir de ahí, desapareció el tiempo.

Ilustración de Rafa Mir

Sé que el sol siguió entrando por la ventana de mi cuarto aunque su luz fue cambiando poco a poco. Tampoco sentí hambre ni frío, pero si fue así, sé que nos levantamos, que había comida, la cocinamos y comimos para regresar otra vez a la cama; y que si tuvimos frío, nos echamos las mantas por encima sólo para volver a destaparnos enseguida. Sé que hablamos en susurros, pero también que en el silencio nos dijimos mucho más. Y lo más increíble de todo fue que aquel hombre no sólo podía ser aún más cariñoso, sino que también era más que apasionado.

Cuando, en un momento, fui consciente de su boca hundida entre mis piernas, supe que ahora sí desaparecía el mundo, mi mundo. Y el suyo lo hizo cuando mis manos y mis labios le dieron el mismo final. Ahora habría que construir uno nuevo, pero seguiría siendo nuestro.

Ilustración de Verónica López

Mariola Díaz-Cano Arévalo

28 de abril, 2012

Los invasores.

Autor@: Roberto del Sol

Ilustrador@:  Rafa Mir

Corrector/a:  Mariola Díaz Cano

Género: Ciencia ficción

Este relato es propiedad de Roberto del Sol, y su ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Los invasores.

El acorazado estelar salió del agujero de gusano envuelto en cúmulos de gas cósmico y detuvo sus impulsores de inercia. En ese momento el tiempo comenzó a latir de nuevo en el interior, provocando una onda que recorrió la brillante armadura de su casco como una ola.

En la penumbra del puente de mando, el Líder estudió los datos que le ofrecían los navegantes y comprobó que el trayecto había sido calculado sin margen de error, pero no felicitó a los prácticos por ello. Nunca se debía felicitar a alguien por hacer bien su trabajo. La tripulación guardó silencio mientras el Líder se recreaba contemplando el hermoso mundo que aparecía en los hologramas. Al fin los informes habían resultado ciertos y el riesgo que habían asumido al navegar por nudos temporales desconocidos, atravesando galaxias remotas, había merecido la pena. El Líder dio las órdenes oportunas para que el Devastador de Mundos se escondiese en la sombra del único satélite de aquel planeta, como un depredador acechando a su presa. El camuflaje de invisibilidad de la nave era muy eficaz, pero, en la cruenta batalla que había precedido a la destrucción del último sistema estelar, habían quedado inservibles sistemas que los técnicos todavía estaban reparando y el Líder no quería correr el mínimo riesgo de ser descubierto y perder así el factor sorpresa. De inmediato, el Líder convocó a sus Señores de la Guerra para estudiar el plan de conquista. Cuando su imponente figura salió del puente de mando, el nivel de tensión disminuyó entre los que estaban presentes en la sala.

El responsable del Cuerpo de Prácticos respiró aliviado. Desde el inicio de la campaña, el Líder había ejecutado a tres responsables por errores que ni siquiera se les podían achacar a ellos y que únicamente habían supuesto pequeños retrasos en cada una de las misiones. El Líder era implacable con los fallos y gobernaba de forma tiránica su astronave, pues sólo de esa forma se podía mantener la disciplina entre una tripulación tan numerosa y diversa. Además, y a pesar de la perfecta maquinaria de navegación que poseían, el espacio profundo escondía secretos que aún para ellos, una raza acostumbrada a vivir entre las estrellas, constituían incógnitas que podrían poner en peligro su supervivencia. Había que estar siempre alerta y ofrecer lo mejor de sí mismos durante el servicio.

El Líder había llevado al Devastador de Mundos hasta esas coordenadas guiado por la confesión de unos sabios apresados en el último planeta conquistado. En sus informes, aquellos sabios decían conocer la localización de un hermoso mundo azul y verde cuyos habitantes enviaban continuamente llamadas al espacio profundo en busca de más vida inteligente. El Líder había hecho desaparecer los informes y también a los científicos, que ya no podrían contárselo a nadie más, salvo que alguien fuese capaz de leer el polvo cósmico en el que se había convertido su planeta tras la partida del Devastador de Mundos. Sin saberlo, con sus mensajes de paz y buena voluntad viajando a través del cosmos, los ingenuos habitantes del mundo cuya imagen ahora recibía en sus pantallas habían firmado su sentencia de muerte.

Los Analistas de Sistemas comenzaron a recoger datos del planeta. La información llegaba con cierta dificultad porque la telemetría analítica de la nave era uno de los sistemas que los técnicos todavía estaban reparando, pero ya habían averiguado que aquel mundo estaba recubierto por una mezcla de gases venenosos, que no parecían muy difíciles de transformar en algo respirable una vez liberados los sembradores de aulonio que transportaban en las bodegas.

En la suspensión ingrávida de su cubículo, el Líder movía las pinzas de sus poderosas extremidades superiores, abriéndolas y cerrándolas, mientras pensaba cual sería su siguiente paso. La excitación que le producía la posibilidad de una nueva conquista inyectaba una estimulante corriente de energía en su sistema linfático. Había más depredadores como él, buscando joyas como aquélla a las que someter y, aunque no había compartido los algoritmos de su recién descubierta ruta estelar con el Consejo de Sabios, algún robot espía podría haber rastreado su salto y no quería tener que repartir el botín y la gloria de la conquista con los demás acorazados de la flota, así que decidió reclamar aquel mundo en su nombre, sin esperar a que los técnicos acabasen de reparar los sistemas. Seguro del inmenso poder destructivo que portaba en su nave de combate, ordenó el descenso a nivel cero.

Los escudos deflectores resistieron sin problemas las fricciones de las capas más altas de la atmósfera. Después, la nave atravesó con facilidad las turbulencias gaseosas inferiores y se estabilizó sobre un paisaje que se estaba cubriendo rápidamente con una blanca capa esponjosa. Habían tenido suerte, no necesitaron buscar mucho. Delante de ellos se dibujaba una monumental construcción que confirmaba los datos del informe: el planeta estaba habitado por seres inteligentes. Bien. El Líder estaba cansado de mundos estériles y sabía que la gloria solo se alcanzaba en las campañas militares más difíciles. Podía imaginarse a los bardos recitando durante eones los épicos poemas de sus conquistas a lo largo y ancho de los cien mundos sometidos. Arrasaría el planeta y luego lo reclamaría para los suyos. Volvería a su hogar como un héroe. El armamento que portaba en su nave era suficiente como para reducir a cenizas un mundo diez veces mayor que aquél.

Después de localizar tres entradas en la parte superior de la construcción, que suponían que eran puertos de atraque para naves espaciales, el Líder ordenó a los Prácticos que dirigiesen el Devastador de Mundos al interior de la misma. Tras atravesar un laberinto de inmensas cámaras, la nave llegó a lo que parecía el corazón de la edificación. Un enorme géiser de vapor surgía de un depósito cilíndrico hecho de un material desconocido y fabricado para soportar las altas temperaturas a las que estaba siendo sometido. Debajo de él, los habitantes de aquel planeta habían llevado una enorme cantidad de material fósil hasta la combustión con alguna misteriosa finalidad. Aquellos seres parecían inteligentes, pues conocían los principios fundamentales de máquinas y energía, pero todo lo que los invasores habían visto hasta ahora era tan rudimentario que no parecía suponer peligro alguno para su integridad.

El Líder ordenó que la nave aterrizase a corta distancia de la fuente de energía, sobre un blanco altiplano salpicado de diminutos restos orgánicos, con la intención de investigar y conocer más acerca de los habitantes de aquel mundo antes de aniquilarlos. Después se desplazó hasta las cápsulas de criogenia y despertó de su sueño al centenar de feroces guerreros Khuz´lish, que siempre permanecían en animación suspendida hasta que llegaba el momento de entrar en combate. Aquellos demonios eran temidos y odiados por el resto de la tripulación a partes iguales, pero estaban genéticamente ligados al Líder y su lealtad hacia él estaba fuera de toda duda. Acto seguido organizó una expedición que él mismo comandaría.

En el interior de la nave se quedaron solamente aquellos servidores de los sistemas de artillería que tenían potencia de fuego suficiente para devastar el planeta, a la espera de una orden de su Líder para desencadenar el apocalipsis. El pequeño ejército salió de la nave y se desplegó en formación cerrada, con los miembros del cuerpo técnico embutidos en sus exoesqueletos de supervivencia en el centro, y los sanguinarios Khuz´lish rodeándolos con sus pesadas armaduras de combate.

Ilustración de Rafa Mir

De improviso los detectores de movimiento arrojaron urgentes datos de alerta. Algo se acercaba muy rápidamente a su posición.  Quizás se tratase de uno de los seres que habían levantado aquella construcción. El Líder ordenó a su tropa el estado de máxima alerta. Una bestia de tamaño descomunal apareció prácticamente de la nada. Los invasores ajustaron sus módulos de visión a la penumbra de la cámara y dieron energía a sus cuásares desintegradores. La bestia se movía con gracilidad sobre sus cuatro extremidades en un plano inferior al que ellos se encontraban, y emitía unos sonidos roncos y lastimeros muy difíciles de interpretar por el experto en lenguas de la tripulación.

Sin mediar amenaza alguna, y con un impulso que puso al descubierto la poderosa musculatura del animal, la bestia saltó casi sin esfuerzo al altiplano en el que ellos se encontraban. Los técnicos dispusieron la sensibilidad de sus máquinas al máximo nivel y los guerreros apuntaron el armamento pesado hacia el recién llegado. Todos esperaban una orden de su Líder, que parecía disfrutar con aquellos momentos de tensión, pues no en vano pertenecía a una raza cuyos miembros alcanzaban la pubertad después de matar un momwak sólo con la ayuda de sus pinzas. La bestia ajustó sus pupilas para adaptarse a la penumbra de la sala y fijó sus enormes ojos en ellos. El grueso pelaje que recubría su cuerpo brilló con tonos rojizos cuando el animal pasó cerca de la fuente de combustión mientras se aproximaba inquisitivo hacia los invasores. Un nuevo gemido del titán les permitió ver unos colmillos descomunales brillando dentro de unas fauces enormes.

Una vez reducido a un tamaño razonable, aquel coloso luciría espléndido en su sala de trofeos, pensó el Líder mientras ordenaba que ajustasen la intensidad de sus armas a un nivel que no fuese letal, y planificaba con Logística la forma de capturarlo. Cuando más atentos estaban todos a las evoluciones del coloso, una brillante luz se hizo en la cámara cegando por un instante la visión de la tropa e interfiriendo seriamente en la telemetría, en los delicados instrumentos de comunicación y también en aquellos otros que transportaban para recabar información, dejándoles ciegos, sordos y mudos por un angustioso instante.

Después de accionar el interruptor, y que la blanca luz de los fluorescentes bañase la cocina y cegase a los invasores, doña Blasa entró con paso rápido en la estancia. Afuera nevaba copiosamente.

Estaba siendo un invierno muy crudo y la anciana acostumbraba a calentar las sábanas de la cama con una bolsa de agua caliente antes de acostarse, pero había permanecido tan absorta leyendo un libro de misterio que le habían regalado los nietos por su ochenta y cinco cumpleaños, que se había olvidado por completo de la cacerola que había puesto a calentar sobre la chapa de la cocina de carbón. Se dio prisa en retirarla del fuego antes de que se le evaporase todo el agua, con tan mala suerte para los invasores que, con el movimiento con el que depositaba la cacerola con agua hirviendo sobre el blanco mármol, aplastó sin proponérselo a más de doscientos sorprendidos alienígenas, con sus armaduras de combate, sus cuásares y sus instrumentos de medida; además, una buena cantidad de agua hirviendo se derramó como un tsunami por la meseta de la cocina, penetrando por las escotillas abiertas de la nave y vaporizando a todos aquellos que se habían quedado en el interior.

Doña Blasa todavía llevaba puestas las gafas de cerca, y gracias a ello cayó en la cuenta de que, sobre el mármol blanco y a una cuarta de la cacerola, había un hermoso objeto plateado con el que jugaba su gata Lola, que habría jurado que una hora antes no estaba allí. Pero doña Blasa no le dio más importancia al asunto porque, a su edad, eran muchas las cosas que escapaban a su atención y había desistido ya de hacerse mala sangre con los olvidos. Lo más probable sería que fuese alguno de esos modernos juguetes a pilas de sus nietos, así que lo tomó con cuidado entre sus manos y lo depositó en una balda de la estantería, en donde lo dejaría hasta el fin de semana, cuando volviesen a visitarla.

¿Qué pasaría entonces con el inmenso poder encerrado en la nave y con su sofisticado armamento en estado de alerta, a la espera de que alguien introdujese una orden que pudiese reducir a cenizas todo un planeta? Pues eso es algo a lo que ahora mismo no podemos responder, de la misma forma que tampoco sabemos si doña Blasa llegará algún día a darles a sus nietos el juguete, pues muy a menudo olvidaba donde ponía las cosas. De hecho, en este mismo instante rebusca por toda la sala porque no sabe dónde ha dejado el mando a distancia del televisor, mientras lamenta profundamente que el Señor se haya llevado tan pronto a Pepe de su lado, ya que, desde que falta su marido, no tiene a nadie a quien echarle la culpa de sus olvidos.

El calendario del fin del mundo

Autor@: Ángeles Mora

Ilustrador@:  Jesús Prieto

Corrector/a: Carme Sanchis

Género: Microrrelato

Este relato es propiedad de Ángeles Mora, y sus ilustraciones son propiedad de Jesús Prieto. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El calendario del fin del mundo.

Dedicó toda su vida al fin del mundo, a crear un calendario que predijese el momento exacto en el que todo dejaría de ser.

Se alejó de la sociedad que le había visto nacer para abstraerse de cualquier cosa que no fuera la soledad de su aislamiento, de cualquier voz que le alejara de la suya propia, de cualquier motivo que pudiera distraer su mente del objetivo que había impuesto a su voluntad.

Se rodeó de ausencias para concentrarse sólo en su tarea. Pasó años tomándole el pulso a las estrellas, transcribiendo el latido de las constelaciones; descifrando la crecida de las mareas, interpretando la danza de los mares bajo el influjo de la luna llena. Traduciendo el susurro cambiante de los vientos, anotando cada soplo, cada tempestad; trasladando el silencio estático de las rocas, desentrañando el lenguaje de la madre tierra.

Se volvió sabio en el transcurso de aquellas décadas pero malgastó cada minuto de su presente en pronosticar los minutos futuros… cada segundo de su vida en vaticinar el segundo del fin.

Cuando sus ojos repararon en la visión de la obra completada, el peso de una certeza se hundió sobre sus hombros. Nunca vería su ciencia convertida en verdad y, por muy obvio que esto pudiera parecer a ojos ajenos, era la certeza más dolorosa que había adquirido nunca.

Su tiempo se acababa y después de toda una vida dedicada al fin del mundo, no lo vería porque su propio mundo, ese del que había llegado a olvidarse, alcanzaba su fin y comenzaba a dejar de respirar.

Por primera vez se paró a pensar en él, en todo lo que había sido… en todo lo que no había sido… en todo lo que ya no podría ser.

Fue consciente de que las generaciones venideras olvidarían su nombre y la Historia no recordaría al sabio que, tras averiguar en qué fecha acabaría el mundo, murió siendo consciente de que se lo perdería.

Su último parpadeo de despedida le llegó con la idea de que el polvo de sus huesos se mezclaría con la duda eterna de si su ciencia llegaría a convertirse en certeza.

Ilustración de Jesús Prieto

Regeneración.

Autor@: Olga Besolí

Ilustrador@:  Vicente Mateo Serra (Tico)

Corrector/a: Elsa Martínez

Género: Ciencia-ficción

Este relato es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra (Tico). Quedan reservados todos los derechos de autor.

Regeneración.

Después del fin, el mundo pareció renacer. Resucitaba como el ave fénix lo hacía de sus propias brasas. Al extinguirse ya los últimos fuegos de la reducida zona seca, el suelo cubierto de cenizas apenas se vislumbraba bajo las columnas de humo tóxico.  El nivel de las aguas que inundaba las otras nueve décimas partes del planeta descendía en algunos puntos de la geografía, lentamente, mostrando el emergente suelo chamuscado y salpicado por los extraños restos arquitectónicos de materiales fundidos por el calor atómico.

A plena luz del día, un pequeño pez boqueaba sobre el suelo de un lago recientemente evaporado que más bien se asemejaba a una charca seca en medio de una llanura desértica escarbada entre rocas. Ya sin agua donde respirar, el pez se removía agonizante. Había sobrevivido al calentamiento de los fondos marinos, cuyas temperaturas oscilantes habían rozado, en ciertas ocasiones, el punto de ebullición. También había superado los tsunamis producidos por la repentina subida del nivel de las aguas, cuando los mares se unieron a los océanos para tragarse y engullir los antiguos continentes, lo que convirtió el planeta en un mundo acuático plagado de cementerios submarinos. Había aguantado el arrastre de las fortísimas corrientes marinas que cruzaban la superficie entera del planeta y lo transportaron hasta aquí, el recóndito polo sur. Moriría, ahora, abrasado bajo el insoportable calor emitido por las últimas erupciones solares, embarrancado en medio de un paraje desconocido que había emergido de las aguas en receso. Su cuerpo deshidratado se secaría junto al lodo en una única masa compacta, formando un fósil que sería hallado por una futura especie que dominaría el planeta millones de años después. El análisis científico que se realizaría sobre sus restos atestiguaría lo sucedido: que un meteoro había colisionado con el sol, lo que produjo fuertes explosiones que provocarían turbulencias en la superficie del astro y que llegarían a la tierra en forma de radiaciones extremas que elevarían las temperaturas, provocando deflagraciones y el consecuente estallido de las miles de centrales nucleares de todo el planeta. Los estudios que se practicarían sobre los estratos del suelo a su alrededor confirmarían que el calor desprendido por la fusión nuclear habría derretido los hielos del Ártico y del Antártico, lo que produciría cambios en las corrientes marinas que provocarían inundaciones a gran escala y la transformación de la configuración de la superficie terrestre. Era lo que se llamaba un cambio climático a escala mundial. Civilizaciones posteriores denominarían esta época de destrucción masiva con el nombre de La era del fuego.

Pero la madre tierra sabe auto-curarse. Tal y como sucedió con otras hecatombes similares en el pasado, como la era de la glaciación o la del deshielo, no todas las especies sucumbirían en medio este holocausto de agua y fuego. La vida siempre encuentra la forma de abrirse camino. Y tan pronto como la superficie solar se estabilizó de nuevo, los seres más resistentes a los vientos nucleares empezaron a mostrar señales de vida.

La esfera anaranjada y radiante empezaba a desaparecer en el cielo raso. Una pequeña cucaracha aprovechó el descenso de las temperaturas y se aventuró a salir de su escondrijo, pasó por delante del cuerpo momificado de un pequeño pez perteneciente a una especie ya extinta. Corría con sus patitas diminutas de insecto y con el duro exoesqueleto humeante bajo la luz. Tuvo el tiempo justo de llegar hasta una pequeña abertura que se abría entre las rocas circundantes a la llanura de suelo resquebrajado. Allí, en la oscuridad de esa pequeña cavidad natural, escarbó en la tierra reseca y fría, desenterrando una pequeña semilla, un manjar más que preciado en esos tiempos de escasez extrema. La cucaracha, exhausta por el esfuerzo realizado, no llegaría a tiempo para ingerir la semilla encontrada y murió allí mismo de inanición.

Meses de calor extremo en el eterno día polar habían evaporado grandes masas de agua que flotaban en el aire a modo de niebla. Las acumulaciones de vapor se condensaban formando grandes nubarrones que quedaban suspendidos en el aire. Estos cuerpos celestes se interponían entre la tierra y los rayos mortíferos del sol, actuando como un filtro e impidiendo que su poder dañino llegara hasta la superficie del planeta. Como consecuencia, las temperaturas bajaron. El ardor extremo del aire dejó paso a un clima cálido y húmedo que dominaba el ambiente. Un gran estruendo anunció el chaparrón. Las enormes gotas de lluvia radioactiva caían pesadamente sobre el suelo, rellenando los surcos y grietas, que se convirtieron en improvisados canales fangosos. El agua pronto se filtró entre las rocas, llegando al subsuelo. En una de las pequeñas cuevas formadas por las grietas,  un pequeño cuerpo de insecto, muerto recientemente, yacía medio descompuesto por la humedad y, con ello, fertilizaba la tierra que rodeaba una semilla milenaria de helecho gigante. Después de permanecer en letargo desde tiempos inmemoriales, atrapada en un puñado de tierra congelada y oculta bajo los dos kilómetros y medio de espesor del antiguo hielo Antártico, la pequeña espora despertó flotando en una especie de barro ceniciento a pocos centímetros de la superficie.

Un tenue y oblicuo rayo del sol moribundo del atardecer logró traspasar las nubes y penetrar en la cavidad. La cáscara de la semilla humedecida eclosionaba mientras sus diminutas raíces se adherían a las paredes de la roca. Pronto, ese pequeño brote vegetal se convertiría en una planta adulta, una más de los miles de ejemplares que brotaban al unísono y que marcarían el nacimiento de la mayor selva tropical que el planeta conocería en un futuro.

Y se hizo la noche, la larga noche Antártica. El frío quebraba fragmentos de piedra que, recalentados durante el día, se volverían saltarines por la noche para descubrir los pequeños secretos vegetales y animales que se ocultaban bajo ellas.

Ilustración de Vicente Mateo (Tico)

Y con la cálida luz de la luna se despertaría la vida en toda su extensión. Centenares de pequeños seres alados saldrían en bandada de la protección de sus cuevas, que les habían mantenido con vida durante el cataclismo y su periodo posterior. En las profundas cavernas que agujereaban la superficie terrestre habían encontrado refugio y alimento, mientras convivían en compañía de serpientes, escorpiones, arañas, e insectos. Ahora, libres de su cautiverio, volaban y ensombrecían el cielo, manchado de inquietos puntos negros a la caza de pequeños roedores y otros animales supervivientes de la radiación.

Su vuelo en círculos y sus bajadas en picado para abatir a sus presas hicieron de esos seres, tiempo atrás, dignos habitantes nocturnos de las pesadillas humanas más terribles. Pero ningún ojo humano podría ya asustarse ante semejante visión. El homo sapiens estaba extinto. El planeta había sobrevivido después de que él intentara arrasar con todo. La tierra ahora empezaba a germinar de nuevo. Había llegado el tiempo de la regeneración. Y con ella, la pugna por el dominio del ecosistema. Las pocas especies que no sucumbieron durante el mandato humano, luchaban por la pervivencia libres ya de su mayor depredador. Algunas lo lograrían. Otras no.

Pero solo una familia de una de las especies existentes, la de los desmodontinae, sería la afortunada que se alzaría por encima de todo el reino animal para distinguirse de sus semejantes. Los sujetos pertenecientes a esta naciente colonia mutarían con éxito, como antaño lo hicieran los simios, hasta asumir el poder mundial y la explotación de sus recursos, tal como hicieran sus antecesores bípedos. Su éxito tendría lugar gracias a su capacidad de reproducción, a su extrema fortaleza, a sus hábitos nocturnos que nunca abandonarían y a la asimilación de los cambios que la radioactividad produciría en su cuerpo durante generaciones.

En millones de años estos seres evolucionarían hasta aumentar su volumen en un quinientos por cien, a aumentar su capacidad craneal y por tanto su cerebro, a sufrir modificaciones físicas que les permitirían andar erguidos sobre sus patas traseras y verían mejorados el diseño de sus alas y su agudeza visual, en un principio casi inexistente. También desarrollarían la capacidad del habla y de la conciencia individual y social, edificando ciudades y empezando una nueva civilización parecida a la que antaño perteneció al ser humano. También descubrirían su mismo poder destructor y, milenios después de la culminación de su reinado, sucumbirían a una nueva hecatombe planetaria. Pero eso ocurriría mucho después de que este nuevo depredador de la tierra levantara su emporio espectral desde la oscuridad de las tinieblas, de ciudades techadas y cuevas sombrías, apartados por siempre jamás de la luz diurna, a la que nunca se adaptarían. El nombre latín por el que los humanos conocieron a sus emparentados antepasados sería el Desmodus rotundus, aunque familiarmente, en sus peores pesadillas, los humanos ya habían soñado con la temida evolución de esos pequeños seres hematófagos, a los que en su tiempo llamaron vampiros.

El profeta.

Autor@: Ricardo González Filgueira

Ilustrador@:  Alex Femenías

Corrector/a: Carme Sanchis

Género: Suspense

Este relato es propiedad de Ricardo González Filgueira, y su ilustración es propiedad de Alex Femenías. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El profeta.

Al Profeta los párpados le pesan de una forma terrible, no cejan en su empeño independiente por cerrarse. En realidad todo él pesa como si habitase un planeta que triplicara la gravedad terrestre. Cada célula de su cuerpo es un clamor por desplomarse allí mismo y dormir. Sumergirse en un sueño oceánico al que solo ponga fin el sueño mismo, cuando por aburrimiento deje de mecerlo en sus olas y lo deposite con líquida suavidad en alguna tranquila playa de la consciencia.

Pero, El Profeta ya ha pasado antes por aquello. No en vano es ya su tercer fin del mundo y sabe de forma precisa lo que debe hacer. Ha estudiado los complejos mecanismos del agonista y su antagonista y, conoce el secreto del veneno y su antídoto. Sabe de la oxycodona y del naloxone. También del flunitrazepam, de la aminofilina y del flumazenilo. De sus dosis y de sus pautas.

El sueño le está vedado por ahora. El Profeta trepa al piso de arriba, aferrado al pasamano, ganando altura a cada peldaño a la manera de un exhausto alpinista. Gira un grifo dorado, llena la bañera y luego trastabilla hasta la habitación. De una pequeña caja extrae una jeringuilla y se inyecta a sí mismo el turbio contenido de una pequeña ampolla marrón. Al instante todo empieza a pesar menos. Vuelve al baño, se despoja de la túnica y se sumerge en el agua fría.

Transcurren un par de horas. El Profeta se siente mejor. Se toma una pequeña pastilla azul, idéntica a la que se administró antes de comenzar la ceremonia. Sus músculos siguen laxos, blandos, como de algodón, pero ahora ya ha pasado el peligro. El Profeta se tumba y descansa.

Cuando El Profeta se levanta es ya mediodía. Se viste con ropa informal y baja al inmenso salón. Hace mucho calor y hay moscas zumbando y posándose en los cuerpos rígidos. Algunos están desnudos, otros no llegaron a despojarse de las inmaculadas túnicas de lino con las que el sueño del Grial los ha atrapado para siempre. El Profeta mira con indiferencia a niños, jóvenes, hombres y mujeres. Su expresión de placidez y abandono es la misma de las otras veces. El fin del mundo es siempre igual.

El Profeta lleva una bolsa de mano, grande y recia. Se acerca al extremo de la estancia donde todos han hecho su ofrenda. La noche anterior han desfilado ceremoniosos hasta el improvisado altar. Han depositado las pertenencias materiales que les ataban a un mundo a punto de expirar. Joyas y dinero se han acumulado formando un túmulo, que ahora El Profeta guarda cuidadosamente.

Todos han bebido después del Grial de La Felicidad Eterna, antes de postrarse a orar. El Profeta también ha bebido de aquel cáliz, pero antes ha tomado sus precauciones. Si todos han despertado en el Mundo Nuevo Prometido pueden esperarle allí. El Profeta está llamado a conducir nuevas almas por aquel sendero. Pero no ahora.

El Profeta arranca el coche y abandona la mansión sin mirar atrás. Cruza la campiña entre prados y choperas, y sale a la autopista. Repasa sus planes. Debe cruzar la frontera en pocas horas. Llegar a Ámsterdam. Comprar una nueva identidad y visitar a un cirujano. Desaparecer, con nuevos documentos y nuevo rostro. Hay una hermosa isla esperándole. Un lugar donde ver pasar la vida emborrachando los sentidos de sol, de mar y de pereza. Salir del letargo solo para gozar de la pasión y del natural voluptuoso de las nativas, para retomar la dulce modorra con la lujuria ya saciada. Así una y otra vez, ciclos que se repiten como espiras de un muelle que se estira en el tiempo.

El Profeta conduce y la tarde se vuelve oscura al otro lado del parabrisas, donde comienzan a estrellarse gruesas gotas de agua. Pocas al principio, hasta que un látigo de luz quiebra el gris del horizonte. Al relámpago le sigue otro, y luego otros más. Ve cómo la tormenta de verano se desencadena en toda su intensidad, tornando la tarde casi en noche. La lluvia se desata violenta y pronto anega el asfalto. Pasan los minutos y el diluvio no quiere amainar. Al Profeta le gustan las tormentas porque todas tienen algo de apocalíptico. Pero aquella le retrasa y eso le molesta. Se impacienta.

Es entonces cuando ve delante unas luces que parecen moverse de su sitio, no están donde deben, van de lado a lado hasta que terminan por cruzarse definitivamente. Un camión ha perdido adherencia, el conductor no logra dominarlo y termina por detenerse cruzándose en la autopista. El Profeta dosifica la frenada, pisa el pedal con suavidad y consigue evitar el impacto por solo unos centímetros. Ha faltado poco, piensa, y entonces ve por el retrovisor unas nuevas luces que crecen y se acercan imparables, y ya no puede pensar en nada más. El coche de El Profeta se convierte en un amasijo de hierros en medio de los dos camiones.

La tormenta amaina, la lluvia cesa y el olor a ozono y a tierra mojada inunda el atardecer. La radial despide un chorro de chispas diabólicas y anaranjadas a la vez que grita su lamento metálico cuando unos bomberos excarcelan al Profeta. Mientras, un gendarme llama a sus superiores. Como si fueran sellos puestos en un sobre negro, la lluvia ha pegado al asfalto docenas de billetes empapados. También hay muchas joyas esparcidas, mezcladas con los fragmentos verdosos del cristal de las lunas. Brillan bajo las luces espasmódicas de la ambulancia, dándole un aire irreal a la escena.

Un juez tiene que determinar qué hacer. ¿Debe ir El Profeta a la cárcel? En realidad ya está allí, aunque oficialmente permanezca en un centro para grandes lesionados medulares. El Profeta es ahora tetrapléjico. Anclado en una silla de ruedas, imposibilitado para moverse ni sentir de su cuello para abajo, su cuerpo es ahora su cárcel, paredes y barrotes de carne y hueso de los que nunca podrá huir. Puede hablar, pero El Profeta se ha sumido en un mutismo inquebrantable. Ansioso e impaciente, se limita a desear con todas sus fuerzas la llegada del fin del mundo.

Ilustración de Alex Femenías

Colorín, colorado.

Autor@: Montse Augé

Ilustrador@: Vicente Mateo Serra (Tico)

Corrector/a: Mariola DCA

Género:

Este relato es propiedad de Montse Augé, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra (Tico). Quedan reservados todos los derechos de autor.

Colorín, colorado.

A través de la ventana de su habitación contemplaba la parte del mundo que eran capaces de retener sus ojos. Sintió algo parecido a la emoción en su interior. Sintió miedo al mismo tiempo. Poseía el presente, pero desconocía el futuro. Volvió a mirar al exterior y se preguntó a quién le llegaría antes el fin: a ella o a él, al mundo.

             Alba miraba fijamente la pantalla del televisor: hacía días que algo grave estaba sucediendo. Sus padres hablaban continuamente en voz baja: le ocultaban algo. Sus rostros reflejaban una evidente preocupación. Estaba claro que no preparaban un viaje sorpresa, ni una fiesta, ni un regalo deseado. No. La estaban intentando proteger de algo, es lo que hacían los mayores, la ignorancia era el mejor remedio contra el dolor. ¿Por qué apagaban el televisor cuando hablaban de aquello? Aquello… No tenía nombre pero había alterado la vida de prácticamente todo el planeta.

            Ahora estaba sola en casa. «Volvemos en una hora». Se sentó en el sillón simulando que leía El principito, regalo de su abuelo. Era su libro preferido del que nunca se separaba: le fascinaba la historia de aquel pequeño príncipe que vivía en un planeta. A ella también le hubiese gustado emprender un viaje para descubrir nuevos planetas, como hacía el protagonista del libro de Saint – Exupéry. Sobre todo le gustaba cuando hablaba de la estupidez de los mayores: al crecer perdían la sabiduría que poseían en la niñez. Bien cierto era, sus padres pensaban que ella vivía en una plácida burbuja de felicidad, ajena a cualquier problema.

            – Las desapariciones se siguen produciendo por todo el planeta. Se ha perdido el rastro de familias enteras. Lo único destacable que ha encontrado la policía en los domicilios de los desaparecidos han sido libros esparcidos por toda la casa. También han empezado a aparecer los primeros cadáveres. La muerte parece ser por causas naturales. No hay signos de violencia…

            Alba escuchaba casi sin pestañear a la locutora. Libros, desapariciones, cadáveres… Daba la impresión de que la gente había huido de sus casas precipitadamente. « ¡No te separes nunca de este libro, Alba, prométemelo!». Las palabras del abuelo cuando le regaló el libro vinieron a su mente en ese momento. Tenía que hablar con él. Tal vez sabía algo más sobre aquel misterio. Él lo sabía todo, era un verdadero pozo de sabiduría, tenía respuestas para todas sus preguntas. El fin de semana lo visitarían como siempre. Vivía con la abuela, en una casa junto al mar, a pocos kilómetros de la suya. Era un placer perderse en su biblioteca y poder contemplar a la vez el mar desde la ventana.

            La historia de los abuelos había empezado ya en su niñez. La casualidad hizo que se sentaran juntos durante una representación teatral de Peter Pan y Wendy. Y hasta hoy siguen sentados juntos, viviendo eternamente en el País de Nunca Jamás,  instalados en una infancia sin fin. Habían mantenido intacta la magia de la niñez, precisamente aquella que tanto gustaba al Principito. Peter Pan y el Principito deberían ser amigos: uno no deseaba crecer para evitar responsabilidades y poder vivir fabulosas aventuras y el otro para conservar la sabia visión del mundo que sólo poseían los niños.

            Casi sin darse cuenta llegó el fin de semana. Antes de salir de casa se quedó mirando fijamente su imagen reflejada en el espejo: sus largos cabellos dorados, aquella dulce expresión de su rostro, sus ojos brillando a través de los cristales de sus gafas. Era la misma de siempre pero sentía una extraña sensación que la inquietaba. Sus padres no supieron que Alba por fin había descubierto el secreto que intentaban ocultar. Tampoco advirtieron el nerviosismo de ella durante el viaje a casa de los abuelos. Necesitaba llegar cuanto antes. Aferrada a su libro intentaba ocultar su ansiedad. Todo parecía tranquilo. «Demasiado tranquilo. Siempre salen a recibirnos». Echaba de menos su saludo junto a su sonrisa desde el porche de la casa.

            – No nos habrán oído, estarán preparando la comida-. Su madre intentó encontrar una explicación lógica, pero su tono de voz indicaba que también pensaba que algo no iba bien. Algo sucedía.

            La puerta estaba abierta, como siempre. No se oían ruidos desde el exterior, sólo el rumor lejano de las olas del mar. Alba se giró, deseando verlos llegar de un paseo por la playa. El día era frío y el viento soplaba con violencia, no era el día ideal para pasear. Oyó las voces de sus padres en el interior.

            – Aquí no están. La casa está vacía.

            Alba fue directamente a la habitación de sus abuelos. Encima de la cama había un libro. El favorito del abuelo. Y también de la abuela. Lo habían leído y releído juntos muchísimas veces. Libros y desapariciones. Recordó las palabras que escuchó por la televisión. Sus padres entraron en la habitación: cuando vieron el libro cruzaron una mirada entre ellos y después la miraron a ella.

            – ¿Qué ha pasado? Vosotros lo sabéis, ¿verdad?- preguntó Alba.

            – ¿Nosotros? Los abuelos no están, no pasa nada. Estarán fuera, comprando… No te preocupes.

            – El abuelo no se mueve de casa. Apenas puede andar. Y ahora no me digas que se ha ido de viaje. Él nunca lo abandonaría –.  Alba señaló el libro sobre la cama.

            Sus padres se miraron. Su madre salió de la habitación. El padre de Alba se sentó en la cama, junto al libro. Bajó la cabeza. Parecía cansado, derrotado. La miró y extendió sus manos, buscando las de Alba. Ella se acercó. Se abrazaron en silencio.

            – Papá, ¿estás llorando?

            – No te preocupes. Todo irá bien. Los abuelos están bien, confía en mí.

            – Sé lo que está pasando. El otro día lo vi por la televisión.

            – Sí, algo pasa. Algo pasará. Ya está empezando. Pensaba que tardaría más en llegar hasta nosotros. Pero ha llegado.

            – No te entiendo. ¿Qué ha llegado?

            – El fin, Alba. Nuestro planeta agoniza. El abuelo lo sabía hacía tiempo. Tanto tiempo…Me lo contó cuando yo tenía tu edad. Yo pensaba que era una de sus historias fantásticas. Nunca me lo acabé de creer. Hasta hace poco. Se está cumpliendo del mismo modo en que me lo contó.

            – ¿Una profecía?

            – Bueno, llámalo como quieras. Veo que llevas tu libro. ¿Qué te dijo el abuelo cuando te lo regaló?

            – Que no me separase nunca de él.

            – Los libros siempre han tenido un poder especial sobre el abuelo. Decía que eran nuestro futuro, que algún día dominarían el mundo. Yo me reía y me los imaginaba con brazos y piernas, librando batallas, apoderándose del planeta. Él me acompañaba con sus risas, pero al final siempre notaba aquella seriedad en su rostro. No bromeaba. A mí no me gustaba mucho leer, pero él consiguió que mi primer amor fuese un libro. Y me hizo prometer lo mismo que a ti, que me acompañaría siempre.

            – La historia interminable de  Michael Ende.

            – Sí. El segundo amor fue tu madre. El primer regalo que le hice fue…

            – Un libro, ¿no?

            – Mamá te lo ha contado muchas veces, lo sé. A ella le gustaban también las historias fantásticas.

            – Se sabe de memoria Alicia en el País de las Maravillas.

            – Cuando abrió el regalo y lo vio me di cuenta de que me había equivocado. Ya lo tenía. Lo sacó de su bolso. ¡Cómo nos reímos!

            – ¿Y por qué me cuentas todo esto? Yo sólo quiero saber dónde están mis abuelos.

            – Están aquí- y su padre puso la mano encima del libro.

            Alba lo miró atónita, interrogándole con la mirada.

            – ¿Aquí dónde, papá?

            – Alba, están en su libro. ¿No lo entiendes?

            – Evidentemente no lo entiendo. ¿Quieres hacerme creer que se han metido dentro de un libro?

            Su padre asintió con la mirada. Alba permaneció unos segundos con la vista fija en el libro, intentando comprender, intentando creer. Libros, desapariciones… No podía ser. Su padre se había vuelto loco.

            – Alba…

            Su madre la miraba desde la puerta. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

            – Es cierto, hija. Tu padre te está diciendo la verdad, ya sé que es difícil creerlo. También yo pensé que se había vuelto loco cuando me lo contó. Familias desaparecen en su propia casa, sólo quedan libros. Y aquellas que no pueden cobijarse dentro de algún libro, aquellas que no poseen un libro favorito en el que refugiarse…

            – Aquellas mueren, ¿verdad?- la propia Alba se asustó al escucharse pronunciar aquellas palabras.

            – La vida en la Tierra desaparecerá dentro de poco. Sólo quedarán ellos.

            Alba acercó la mano al libro que yacía sobre la cama. Temblaba. Finalmente lo cogió. Se disponía a abrirlo.

            – No podrás abrirlo. Cuando alguien consigue entrar en el libro, pasa a convertirse en uno de sus personajes, para siempre. Nadie más podrá poseerlo. Nunca más. Es lo que te sucederá si intentas habitar un libro en el que ya ha conseguido entrar alguien. Por eso debes darte prisa en ser el primero. Los abuelos han tenido suerte. Han conseguido entrar a la vez en su libro. La propia naturaleza se ha vuelto en contra del hombre, le arrebata lo que le dio. Se ha sentido traicionada. Pero ella es más poderosa. El hombre lo olvidó.

            – Los árboles también amenazaban el planeta del principito. Es curioso. Hubiesen acabado con la rosa, el amor del principito. Tenía que protegerla de cualquier mal. Entonces tenía razón: los niños son sabios, en cambio los adultos no, aunque nos lo quieran hacer creer.

            Alba suspiró. Miro de nuevo a través de la ventana con el libro entre sus manos.

            El viaje de vuelta fue triste y sin palabras. Parecía que aquel pacto de silencio era un homenaje hacia sus abuelos: los tres los recordaban y ya empezaban a sentir su vacío. Alba tenía muchas preguntas por hacer, pero no era el momento adecuado. Esperaría a que estuviesen de nuevo en casa.

            La entrada en la ciudad fue igual de silenciosa: apenas circulaban coches, las calles estaban prácticamente desiertas, sin señales de actividad humana. Desde el coche observaban aquel panorama sobrecogedor.

            -¡Dios mío!

            La madre de Alba observaba aterrorizada a través de la ventanilla del coche. Su padre había ralentizado la marcha, casi sin darse cuenta. Las librerías por las que pasaban habían sido destruidas, saqueadas. El aspecto de la biblioteca era igualmente lamentable: los libros destrozados se acumulaban en la escalera de entrada.

            – Ya no hay marcha atrás. La gente ya ha empezado a sentir la necesidad de refugiarse en un libro, ha comprendido que es la única salvación, tal como dijo el abuelo. Pero no todos serán afortunados. La suerte está echada.

            – ¿Por qué?- Alba estrechó el libro de El Principito contra su pecho, parecía querer protegerlo de cualquier peligro.

            – No se puede improvisar en un día el amor, y menos el amor a la lectura.

            – Sí, papá. Puede producirse un flechazo, como con las personas ¿no? A mí me pasó con El principito.

            – Pero el tiempo ya se ha acabado.

            La última frase cayó sobre ellos como una losa, aplastando cualquier esperanza, cualquier vía de salida a aquel destino inevitable y tan difícil de creer. Alba se decidió finalmente a hacer aquella pregunta que había quedado suspendida en sus labios desde que abandonaron la casa de sus abuelos.

            –  ¿Cuánto tiempo nos queda a nosotros, papá?

            Su padre se giró y la miró dulcemente.

            – No te preocupes, tesoro. Confía en mí. Pronto llegaremos a casa.

            El silencio siguió siendo su compañero. Incluso en el edificio donde estaba la casa de Alba. Allí también había pasado… aquello. Se sintieron a salvo cuando finalmente entraron en casa. Al cerrar la puerta el olor de su hogar les hizo sentir a la vez una mezcla de alivio y tristeza. Alba recordó entonces a su amigo literario, su principito: él regresaba al final a su planeta, pero aquel regreso simbolizaba la muerte. Tal vez si ella conseguía entrar en el libro podría cambiar el final, ¿por qué no? Sería un nuevo personaje, viviría en ese mundo… ¿Qué le sucedería entre las páginas del libro? Alba se sorprendió ensimismada en estos pensamientos, le parecía una locura lo que estaba pensando, totalmente increíble. Aquella historia era muy difícil de creer. Pero si su padre y su madre, que eran personas mayores, se la creían, tal vez fuese verdad. ¿O tal vez era otra de sus mentiras? La tristeza de sus padres no era fingida, nunca los había visto así. Papá se convertiría también como Bastian, el protagonista de La historia interminable, en otro personaje de su libro. ¿Era casualidad que hubiese elegido un libro en el que un humano pasa a ser personaje de un libro? Algo tuvo que ver el abuelo en esa elección, seguro. Y mamá  quién sabe si acabaría siendo la mejor amiga de Alicia.

            Unas lágrimas escaparon de los ojos de Alba. Cayeron sobre las hojas del libro. Miró de nuevo hacia el exterior. Todo seguía igual.

            Alba observó cómo sus padres se dirigían al salón, cogidos de la mano, con sus libros. Ella los siguió. Se sentaron en el sofá, como cuando los tres veían películas delante del televisor. Le hicieron un hueco en medio de ellos y Alba se sentó, sintiendo aquel calor que siempre la había reconfortado, aquella seguridad que le daban cuando estaban cerca: nada malo le podía suceder. Y ahora tampoco iban a permitir que nada la lastimase. Sin mirarse tan siquiera se dieron las manos, dejando fluir a través de ellos los recuerdos de un pasado feliz, de atardeceres en la playa, de risas, de inocentes mentiras… de aquel mundo que llegaba a su fin.

            Y en ese mismo momento, por todo el planeta Tierra, abandonando aquel mundo que tanto les había dado y al que tanto le habían quitado, millones de personas empezaban el mismo ritual que la familia de Alba. Mientras unos conseguían la salvación, otros agonizaban desesperados y emprendían aquel último viaje sin retorno, sabiendo el nombre del lugar al que iban y del que ya era imposible volver. Alguien pensó que no sólo era la Tierra la que se vengaba, también los libros, enojados por no haber sido leídos. Ellos eran ahora la única salvación.

            El salón de la familia de Alba estaba vacío. Encima del sofá  había ahora tres  libros: donde antes había estado sentado su padre se hallaba ahora La historiainterminable, el lugar de su madre lo ocupaba Alicia en el país de las maravillas y entre ellos  El principito. En una casa cerca de la playa yacía sobre una cama  Peter Pan y Wendy. La vecina del cuarto consiguió zambullirse junto con su última conquista en  La isla del tesoro. Finalmente encontró a alguien tan aventurero como ella. La mejor amiga de Alba logró adentrarse en el interior del libro igual que los protagonistas de su historia favorita cruzaban el armario y se internaban en el fabuloso mundo de  Las crónicas de Narnia. Los  cuerpos de sus padres yacían sin vida en su habitación.

            “Colorín, colorado, este mundo se ha acabado”. Alba cerró el libro. Le había atraído desde un principio aquella historia en la que la protagonista se llamaba como ella, Alba. Nunca había creído en las simples coincidencias: creía en la magia. Y aquel encuentro entre ellas había sido, sin duda, mágico.  Se había identificado de inmediato con  aquella joven lectora, sintiéndose  atrapada por aquel relato fascinante que la había hecho perderse entre las páginas del libro. Miraba de nuevo por la ventana, pensaba si tal vez aquella historia fantástica  que acababa de leer sucedería realmente algún día. ¿Qué libro elegiría ella?

            Katherina se enredó entre sus piernas, maullando y reclamando su atención. Alba la acarició y la tomó en sus brazos. Sus largos cabellos negros se confundían con el lomo también negro y aterciopelado de la gata. «No sería mala idea decidirse por algún título», tendría que estar preparada. Volvió la vista al libro que tenía entre sus manos: El fin del mundo.

Ilustración de Vicente Mateo Serra (Tico)

Fin del mundo.

Autor@: Juan Ramón Lorenzana Fernendez

Ilustrador@:  Enric Valenciano

Corrector/a: Mariola DCA

Género: Drama

Este relato es propiedad de Juan Ramón Lorenzana Fernendez , y su ilustración es propiedad de Enric Valenciano. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Fin del mundo.

Dicen que este año se acaba todo. Las radios y las televisiones lo repiten constantemente: al parecer los mayas lo calcularon hace unos cuantos cientos de años y, según su calendario, el fin del mundo será este dos mil doce. ¡Tonterías! Para mí todo se acabó hace hoy dos años.

Me equivocaba. Me decía a mí mismo que sería cuestión de dejar pasar un poco de tiempo, un mes, quizá dos, o tal vez un año, pero no mucho más. ¡Siempre he sido tan racional! A otros les ocurrió antes que a mí y el mundo siguió girando como siempre, la gente siguió enamorándose y matando, comiendo, yendo al cine y participando en concursos de la tele. Conmigo no podía ser diferente, pero lo fue.

Me equivocaba. Creía que sería un instante y después, nada. Primero se fueron apagando los colores: poco a poco se iba atenuando su intensidad, después fueron desapareciendo los más alegres y vivaces, empezando por tu favorito (el azul), al que no tardó en seguir el verde y el amarillo, hasta que tan solo sobrevivió el negro y una interminable escala de grises. Los olores desaparecieron casi al instante, aunque yo me di cuenta mucho más tarde, cuando al entrar una mañana en la que fue nuestra casa, ya no respiraba tu olor en cada rincón, en cada estancia, en los cajones y armarios, y entre las sábanas de nuestra cama. La comida no sabía a nada, la engullía lo más aprisa posible para que no me dieran arcadas y… nunca nunca lloraba, no porque lo evitara, era simplemente que las lágrimas no podían brotar de un cuerpo tan vacío… tan consumido, agotado y seco.

Después fueron los ansiolíticos y los antidepresivos, los amigos que te dicen que debes salir, conocer gente, pensar en otra cosa. La suegra que no hace más que llorar en cuanto te ve e intenta ayudarte a su manera: que si os hubierais casado antes, que si hubieseis tenido un hijo ahora al menos…

No tardé mucho en esconderme en la casa que había sido nuestro hogar, y solo de allí me logró sacar “otra vez” mi suegra. Un día vino a verme angustiada porque llevaba una semana sin saber nada de mí. Me encontró tumbado en la cama, bajo una infinita capa de mantas; en coma. Me recuperé rápidamente en el hospital. Sólo había sufrido un shock debido a una seria deshidratación que se resolvió en cuanto me enchufaron por la vena unas cuantas botellas de no sé qué disolución.

En el mismo hospital tuve mi primer encuentro con la psiquiatría. El doctor me dio otras pastillas y me recomendó a un psicólogo amigo suyo que, sin duda, me ayudaría mucho a salir de mi estado de total postración, pues según sus mismas palabras, «era una eminencia». Fui a una docena o dos de sesiones, en las que me impelía a hablar y expresar con total libertad mis sentimientos e ideas. Él, por su parte, escucharía y escribiría sus impresiones en un cuaderno. «Y al final de estas sesiones» me dijo, «tú mismo  darás con la solución a tu problema y te sorprenderás al comprobar que coincide con mis conclusiones». Yo no tenía nada clara su argumentación, pero me pareció oportuno hacerle caso; sin embargo, como a mí no se me ocurría nada que decir y él no paraba de hacerme toda clase de preguntas, y las sesiones se sucedían sin ser yo capaz de encontrar la solución, un día le pedí que me la diera él.

No sé si fue su fuerte acento argentino, o los circunloquios y palabras técnicas que utilizó o, lo más probable, que yo simplemente no le entendiera ya que, para qué nos vamos a engañar, nunca he sido el más listo de la clase. El caso es que me pareció que culpaba de mi estado a mi madre que, según él, había sido en extremo protectora y había castrado mi masculinidad y no sé cuántas cosas más. Le escuché todo lo atentamente que pude y, después, le pagué otros cien euros y me fui. La verdad es que no me atreví a preguntarle qué debía hacer después de esa extraña revelación. Temí que me pidiera que matara a mi madre (psicológicamente, se entiende), y, además de que vive a más de mil kilómetros de distancia, en Palma de Mallorca, con mi hermana mayor, creo que con los ochenta y siete años que tiene, no me cuesta nada dejarla tranquila hasta que llegue su momento final, que ya mucho no puede tardar. Y aún más miedo me daba que el eminente psicólogo me hubiera dicho alguna otra guarrada de esas que no se deben hacer —ni siquiera pensar— con las madres. ¡Hice bien no preguntando!

Hubo después dos o tres psicólogos más, cada uno con sus manías, complejos y obsesiones, tan evidentes que a veces pensé que podían, por una vez, pagarme ellos a mí. Pero no voy a decir que fueron inútiles todas aquellas sesiones. Gracias a ellos casi me convencí de la necesidad de vender el piso que fue nuestro nido, nuestro refugio…, nuestro. Pero al final tampoco me decidí: no me hubiera quedado otro remedio que irme a Mallorca con mi hermana y mi madre, pues tal como está ahora mismo el mercado inmobiliario, tendría que malvenderlo tan sólo para pagar lo que queda de hipoteca. Además, aquello está tan lejos y tú aquí tan sola… Ya sé que tu madre viene a verte todos los días, pero… no es lo mismo.

Uno de aquellos psiquiatras, creo recordar que el único que no era argentino, me recomendó que tuviera relaciones con otras mujeres. Ni se me había pasado por la cabeza, el deseo había sido sin duda lo primero que desapareció en mí, pero hasta ese momento no me había dado cuenta: el deseo de compañía de otro ser humano, de contacto físico, de otra mujer, de vivir. Se lo comenté a mi suegra, no sé por qué, quizá porque era la única persona que venía a verme a nuestra casa. Me dijo que era buena idea, que tenía que reiniciar mi vida, seguir adelante y… se echó a llorar.

Lo intenté. Como no era capaz de salir con amigos e ir a un bar a ver si ligaba, o algo parecido (demasiado esfuerzo), me decidí a empezar con un polvo pagado: las muchas luces del exterior provocaron que mi vista tardara unos minutos en acostumbrase a la oscuridad, salpicada solamente por unas lamparillas en la barra y unas dispersas lucecitas en un techo negro que, quiero suponer, querían imitar un cielo estrellado. ¡No lo conseguían!  Cuando por fin me acostumbré a la semioscuridad, ya tenía a mi lado a una chica de largos cabellos que rozaba sus pechos contra mi brazo mientras me decía si la invitaba a una copa. Nos fuimos directamente a la habitación, ¡para qué perder el tiempo! En cuanto entramos empezó a desnudarse y en seguida terminó, solo tuvo que dejar caer el vestido y quitarse las bragas mientras me decía «lávate en el bidé». Le hice caso aunque yo ya venía duchado de casa —otra cosa no seré, pero limpio sí—, aunque no le iba a poner pegas a la chica, sobre todo porque fue ella quien con sus manos lavó mi pene poniendo en ello todo su empeño.

No pude evitarlo, sé que es una guarrada, pero el vómito me salió de improviso, sin arcadas previas que me advirtieran del peligro. Del bidé pasé a arrodillarme en el váter, donde seguí con las nauseas aunque sólo echaba bilis entreverada con hilillos de sangre. Cuando por fin pude levantarme, la chica ya se había vestido, y un tipo negro que ocupaba toda la anchura y altura de la puerta del aseo, me miraba con una mezcla de pena y desprecio. No me dio una paliza ni me sacó a empellones del más o menos lujoso prostíbulo, sino que esperó pacientemente hasta que me puse los pantalones y recuperé un poco mi dignidad, y después verme pagar los servicios no prestados de aquella chica, me acompañó hasta la puerta.

No entiendo lo que me pasó: podría decirme a mí mismo que aún te guardo respeto, o algo así, pero no conseguiría convencerme. Sabías que me gustaban mucho las mujeres, mucho. Digo más, creo que mi personalidad y autoestima se han construido basándose en lo que yo creo que ellas piensan de mí, y por eso, con cierta regularidad necesitaba convencerme otra vez de que les gustaba, que me deseaban; y qué mejor manera de comprobarlo que llevándomelas a la cama. Pero cuando te conocí prometí que serías la última, que no necesitaba ninguna otra, y lo dije de verdad. En no menos de tres ocasiones te fui infiel, nada serio, sólo que surgía una oportunidad que me decía que no podía dejar pasar, y no la dejaba. No voy a negar que sentía arañazos en el corazón (llámalos remordimientos), pero apenas me duraban dos o tres días. Me convencía de que cada uno es como es, que un despiste lo tiene cualquiera y… hasta la próxima.

Hoy es veintiuno de septiembre del dos mil doce. Se oyen chistes sobre el fin del mundo, dicen que algunos venden sus propiedades y se esconden en refugios, pero la mayoría sigue su vida como si nada. ¡Tonterías! El MUNDO se terminó hace hoy dos años y desde entonces todo está muriendo poco a poco, pero nadie excepto yo parece darse cuenta.

Te he traído unas flores: la chica de la floristería me ha dicho que son muy bonitas y huelen muy bien. ¡No sé!

He sorprendido a tu madre limpiando la lápida, nunca me había visto aquí. Me ha dejado a solas contigo, pero la oigo llorar a mis espaldas, escondida entre los sauces.

No dejaré pasar otros dos años sin venir a verte, te lo prometo. Mañana volveré con flores nuevas, a no ser que el SOL definitivamente se apague y tan solo permanezca tu recuerdo.

Ilustración de Enric Valenciano

FIN

Underworld.

Autor@: Daniel Camargo

Ilustrador@: Alex Femenías

Corrector/a: Mariola Diaz-Cano

Género: Relato

Este relato es propiedad de Daniel Camargo, y sus ilustraciones son propiedad de Alex Femenías. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Underworld.

No recuerdo mi nombre, no sé si alguna vez lo tuve. Aquí, en este mundo lúgubre y decadente, donde la luz y el alimento escasean, hace tiempo que no existen los nombres. Ni las caras. Nos reconocemos por el olor. ..

Tampoco consigo recordar el tiempo que llevamos sobreviviendo en esta enorme cueva.  Los más ancianos cuentan que alguien les dijo que hace muchos siglos los monstruos nos obligaron a huir de la superficie y descender bajo tierra por nuestra propia seguridad.   Poco a poco, tras muchas generaciones y no sin esfuerzo, se ha ido conformando una sociedad aparentemente avanzada, pero sin alma. Entre todos hemos construido este refugio, que a la vez nos protege y nos aísla. Y el propio refugio, con el paso del tiempo, se ha convertido en nuestra única razón de ser. Trabajamos para mantenerlo, y vivimos para protegerlo. Él es nuestro mundo, nuestro Alfa y Omega.

Inexorablemente, el contenedor ha mutado en entraña. La cáscara, devenida en esencia.

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Sé que muy pronto todo esto ha de acabar…, de la peor manera. Lo sé, no me pregunten cómo, hay cosas que simplemente nos son reveladas, sin más.

Saberlo conlleva una responsabilidad que no estoy dispuesto a asumir. No tengo pasta de héroe, ni nadie está dispuesto a escucharme. Prefiero seguir así, invisible entre la chusma, aunque la angustia aumente día a día.

Por eso, además de la oscuridad, en este sitio me acompaña el miedo.

Sólo el miedo.

Siempre el miedo. 

Un miedo denso y viscoso, que está por todas partes y se te pega en la piel.

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Somos miles aquí dentro, tal vez millones.  En permanente actividad.  No podemos ni debemos estar quietos… No nos dejan.

Garantizar el funcionamiento de nuestro hábitat, absolutamente artificial en un medio hostil, mantener unos ciertos niveles de equilibrio y control de la temperatura y la ventilación, y asegurar que la población esté alimentada, requiere de todo el tiempo disponible. Del tiempo de todos…, o de casi todos, porque además de los “obreros” existe una minoría que se encarga de controlar al resto para que cumpla su función.

La necesidad de trabajo es constante, siempre hay algo que hacer, y si no hay se lo inventa. Y trabajar tanto te permite tener la mente ocupada. Centrada en el momento actual.  Sin pasado ni futuro…

Sólo existe hoy. Y si el trabajo implica un cierto sufrimiento, si se convierte en un esfuerzo que te lleva al límite y te deja exhausto, tanto mejor.

Nos mueve la responsabilidad, el sacrificio colectivo. Después de tanto tiempo aquí dentro, no existe atisbo alguno de  individualidad ni de libre albedrío. El protagonista es la masa.  Absolutamente. Como en una gran maquinaria perfectamente engrasada, cada pieza debe encajar, y nuestros  movimientos son medidos, codificados y cronometrados para lograr el máximo rendimiento y, por lo tanto, el “bien común”.

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Hace tiempo que presiento lo peor. El fin está cerca, lo sé. Hay datos objetivos que apoyan mi razonamiento, pero es más que nada una intuición. Un presentimiento sólido como una roca, que me cierra toda posibilidad de futuro.

Otros aquí dentro también piensan como yo. Muchos, tal vez la mayoría, pero nadie hace nada. Nunca. Anestesiados y enajenados,  continuamos empujando esta enorme rueda y sólo vivimos  para trabajar.

Desapareceremos.  Desapareceré. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es lo que desaparecerá conmigo?  Aún mantengo a duras penas mi existencia física, pero mi existencia espiritual, moral, o racional ha sido demolida sistemáticamente por este lugar siniestro.

Pienso en el reposo que me espera.  En el final del sufrimiento.

Pero no consigo eludir el miedo.  No, hoy tampoco.

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Este sitio es difícil de describir. Una cueva de enormes dimensiones, cuyos límites reales no se llegan a apreciar, y cuyo techo ondulante se apoya en una multitud de toscas columnas de distribución irregular. Fémures de piedra extrañamente torcidos. Una sala hipóstila.  Un bosque petrificado.

Y la oscuridad que todo lo cubre, como un manto espeso y gris. Siempre.

La “nave” central  se desgrana lateralmente en túneles con múltiples ramificaciones que a su vez conectan con otras cuevas, vinculadas también a otras, y así sucesivamente. El laberinto es interminable y nadie nunca lo ha llegado a recorrer completo.

El suelo es accidentado, con grietas como heridas, y algunos agujeros dejan entrever la existencia de los niveles inferiores.

Un líquido oscuro cae permanentemente desde el techo.  Todo son texturas.  Y perfumes o, mejor dicho, olores.

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Cada día que pasa es un día menos. Y la certeza del final me lleva a cuestionarme muchas cosas.  Cuando sientes la presencia de lo inevitable, cuando ya no ves futuro posible, todo pierde sentido y el presente se convierte en un puente hacia la nada…

 Hace un cierto tiempo que percibo  vibraciones, intensas pero lejanas. Como un zumbido ronco que por momentos cambia de tono y de intensidad. Es difícil, en mi estado  actual, llegar a saber si se trata realmente de un sonido exterior o de una alucinación auditiva producida por mi propia mente, pero lo cierto es que la extraña letanía parece muy real. Lejana pero real…

Es la señal que nos anuncia el fin. No sobreviviremos. Ninguno. Lo sé.

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Nuestra relación con el exterior es casi nula, aunque existen grupos de expedicionarios que salen regularmente a la superficie en busca del necesario sustento.

Asumen grandes riesgos y no siempre vuelven, pero actúan para el beneficio de la colonia. Su sacrificio es necesario para mantener el status quo.

Las cantidades de alimento que se recolectaban inicialmente eran más o menos proporcionales a las bocas que se tenían que alimentar, pero luego un  crecimiento vegetativo desproporcionado hizo que reinara el hambre durante mucho tiempo, hasta que se descubrió la forma de reelaborar el alimento básico que entraba a la cueva multiplicando sus cualidades nutritivas y logrando como resultado una pasta de sabor desagradable, pero muy alimenticia.

Comer es necesario para que el engranaje siga girando, pero tampoco obtenemos placer alguno con ello.

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Ayer las vibraciones se convirtieron en  temblores, cada vez más intensos y cercanos. Ya no son un presagio, son una realidad, y es evidente que el fin se aproxima, aunque nadie parece notarlo. Un desenlace inevitable y lógico, y a la vez una purificación.

Aunque llegué a suponer que la proximidad inexorable del final me  permitiría asumirlo y relajarme, noto que cada  vez me cuesta más dominar el miedo y pensar con claridad. Lamentablemente creo que el dolor y el caos serán infinitos.

Tanto desvarío será castigado. Mucho tiempo de destrucción del individuo, de alienación, de glorificación de unos conceptos abstractos e intangibles como el “bien común”, o el “progreso de nuestra especie…”

 Si existe un ser superior, todopoderoso y omnisciente, alguien o algo que verdaderamente nos conoce y está en condiciones de juzgarnos, no habrá piedad.

Es nuestro  Apocalipsis. Nos lo hemos ganado.

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La enorme población con la que convivo, a duras penas consigue subsistir.  Pero aquí no existe la rebeldía, la ausencia de expectativas nos lleva a la conformidad.  El individuo vegeta diluido en la masa y sujeto a una rutina demoledora.

                Nuestro infinito laberinto, oscuro  e inabarcable, es recorrido permanentemente por miles de seres frenéticos, incapaces de pensar por sí mismos. Pero a veces, muy pocas, surge alguna reacción.

Los escasísimos desesperados que, una vez  superado el límite de su cordura, se salen de madre y adoptan posiciones extremas, los que explotan mediante reacciones violentas, son brutalmente reprimidos.

Su rebelión no sirve de nada. Una vez reducidos, son castigados a la vista de todos.  Para evitar nuevos intentos.

La violencia extrema como ejemplo y símbolo. Siempre ejercitada desde el poder, por la necesidad de control sobre la masa.

Mientras tanto nuestra líder, encerrada en su recinto y protegida por su guardia personal,  se dedica exclusivamente al placer. Hace tiempo que ha roto los puentes que la unían con sus súbditos, y ya no hay marcha atrás.

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Otra vez el temblor. Más intenso que nunca.

No son los monstruos de arriba, conozco bien sus incursiones. Esta vez es algo distinto. Y peor, infinitamente peor. Esta vez es el fin. Y supongo que lo merecemos. El castigo nos será aplicado, sin contemplaciones.

Hemos desbordado todos los límites de crecimiento. Hemos dado la espalda a nuestra propia libertad. O simplemente nos hemos dejado llevar…

¿Justicia?  En realidad no lo sé…  Una cierta sensación de justicia, aunque tardía e incomprensible, supone un barniz de racionalidad, y creo que esto es diferente.

Sé que la profundidad a la que nos encontramos y el aparente aislamiento no servirán de nada. Él conoce nuestra existencia y sólo está esperando el momento adecuado para actuar. …………………………………………………………………………………………………..

Ayer soñé con el fin de nuestro mundo.

Acostumbrado al constante frenesí que nos domina, he imaginado el  final de todoloquexiste como la ausencia de movimiento… Ni destrucción ni dolor, solo quietud.  La quietud marmórea de la muerte presente en cada rincón.

Desperté sobresaltado y dominado por una claustrofobia menos vinculada a nuestra naturaleza subterránea que a la ausencia de futuro.

La vida de nuestra comunidad, como la de todo mecanismo, requiere de esa sensación de movimiento perpetuo, que necesariamente se ancla en el futuro. Sin él no somos nada.

Y no hablo del futuro como utopía, como posibilidad de cambio, me refiero a la repetición mecánica de lo mismo proyectada en el tiempo.

Una y mil veces.  Músculo sin cerebro.
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¡¡Oh, no!! ¡¡Ya está aquí !!

La vibración aumenta hasta límites insostenibles, las convulsiones son brutales…  Parte del techo se desprende y  ha surgido una fisura en el centro de la cúpula principal. Hay  desprendimientos y las columnas caen, chocando unas contra otras.

A mi cabeza llegan reminiscencias de relatos de antiguas tragedias, pero la realidad actual los supera.  La fisura se convierte en grieta y, por primera vez, entra algo de luz en nuestro mundo, precisamente ahora, a escasos segundos del final.

La grieta no soporta la presión, se abre violentamente y, como la boca de un siniestro animal, comienza a vomitar hacia nosotros una catarata de piedras, una lava espesa de color gris que en pocos instantes arrasa con todo.  En segundos, la cúpula central ha desaparecido, pero la lluvia de piedras que continúa cayendo es de tal intensidad que me impide ver el cielo, privilegio que hasta ahora nunca tuve y ya nunca tendré.

Desde la posición elevada que ocupo puedo apreciar, espantado, la magnitud de la tragedia. Miles de compañeros son arrastrados, ya sin vida, como hojas secas, por la violencia de la corriente que, a su paso, destruye pilares, muros divisorios, bóvedas, contrafuertes… Nuestra perfecta máquina de habitar, la razón de nuestras vidas, ha desaparecido en un momento.

Pienso en huir, pero estoy paralizado por el dantesco  espectáculo.  Nadie sobrevivirá, nada quedará en pie.

Creo que voy a enloquecer. El río de lava gris viene hacia aquí, ¡ ya nada puedo hacer! Esto es el fin.

El horror…

Ilustración de Alex Femenías

EPÍLOGO

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Un sol de justicia brilla en el cielo, y la leve brisa mece los álamos del jardín.  La temperatura es muy agradable para un mediodía de verano.

El zumbido de la mezcladora ronronea a lo lejos.

De pronto se oye un grito…

—     ¡Oiga arquitecto!  ¿Ha visto esto?

—     ¿Que si he visto qué, Manuel?

—     Esto…, lo que ha pasado.

—     ¿Y qué ha pasado?

—     Que al echar el hormigón, en el zuncho que va debajo del muro de la fachada, se ha abierto un agujero enorme

—     Coño, es verdad.  Fíjate,  parece que fuera un hormiguero,… ¿pero de los grandes, eh?

—     Sí, se ve que era enorme.   Jeje, el hormiguero hormigonado…  ¿Esto nos puede traer problemas?

—     No, no creo. Afortunadamente el hormigón ha llenado prácticamente todo el hueco sin dejar resquicios.  Y ya se ha endurecido. No te preocupes, yo creo que el muro va a quedar bien asentado.

—     Bueno, entonces podemos decir que ha sido una desgracia con suerte, ¿no?

—     Sí, Manuel, tú lo has dicho. Ha habido suerte. Mucha suerte.

 Daniel Camargo

El fin del mundo.

Autor@: Jesús Rodríguez

Ilustrador@:  Daniel Camargo

Corrector/a: Carme Sanchís

Género: Relato

Este relato es propiedad de Jesús Rodríguez, y su ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El fin del mundo.

– ¿Cómo es posible que no funcione? –preguntó Pablo consternado.

– ¡No lo sé, los cálculos son exactos, esto no tiene sentido! –respondió Diego  sorprendido.

            Todo había comenzado el día que, Diego, Pablo y Alex, tres investigadores con once años de experiencia, “desde que nacieron”, decidieron crear una máquina para la fabricación y posterior distribución de nubes gordas y negras cargadas con mucha agua. Su idea, les proporcionaría grandes beneficios. Venderían nubes  a los Emiratos Árabes y convertirían los desiertos de estos países en  fértiles campos, capaces de producir tanta fruta y hortalizas, como para acabar con el hambre en el mundo.

            En el garaje de la casa de Alex, se reunían todos los días de aquel verano. En un rincón tenían un baúl que los padres pensaban restaurar, los tres investigadores se habían adueñado de él para guardar sus tesoros.

            Todos sus misteriosos proyectos. Los planos de la caseta del árbol, el trineo propulsado por el motor de la vieja lavadora y, muchos otros, habían quedado en el fondo del mugriento baúl. Ahora lo único que importaba era… LA MÁQUINA.

            Pablo había llevado de su casa una vieja cacerola que su madre ya no usaba y no echaría en falta. Diego consiguió un embudo metálico muy grande, lo tenía su abuelo del pueblo en el desván de la vieja casa. Alex tenía la misión más importante, debería  conseguir un artilugio que les proporcionara una fuente de calor suficientemente potente como para conseguir la ebullición y posterior evaporación de gran cantidad de agua. Tal encargo le trajo loco durante no menos de… cinco minutos.

– ¿Cómo no me habré dado cuenta antes? -Se preguntó Alex entusiasmado por su brillante idea-. ¡El fogón de la paellera!

            En la entrada del garaje y sobre unos ladrillos, colocaron perfectamente nivelado el fogón, sobre este, la vieja cacerola llena de agua. Ahora había que colocar el embudo sobre esta con el pitorro hacia arriba y, había que sellarlo todo alrededor para evitar que el vapor se perdiera. En el cajón de las herramientas de su padre,  Alex encontró un carrete de cinta americana.

– ¡Perfecto, esto lo sellará! –gritó Alex mientras corría hacia sus compañeros, seguro de llevar la solución en su mano.

            Todo estaba preparado para el experimento. Encendieron el fogón de la paellera y se quedaron mirando sentados en el suelo alrededor del fuego.

– ¿Qué estamos haciendo? –gruñó Diego enfadado al darse cuenta de la tontería que estaban haciendo-. ¿Es que somos tontos o qué? ¿Cómo vamos a recoger la nube? ¡No tenemos dónde meterla!

            Alex y Pablo se quedaron sin habla. Tenían la máquina y estaban seguros de que funcionaría pero… ¿Para qué servía si no podían empaquetar las nubes para mandarlas a los Emiratos?

            Pasados dos interminables minutos, a Pablo se le iluminó la cara.

– ¡Lo tengo!

Al instante, los tres se rascaban los bolsillos en busca de alguna moneda. Tenían que ir al bar del pueblo que tenía un pequeño quiosco, para comprar unos globos.

            De regreso colocaron uno en el extremo  del embudo  y una vez más encendieron el fuego. Se quedaron sentados, expectantes, a la espera de que el globo se hinchara capturando la nube.

– ¿Cómo es posible que no funcione?

Ilustración de Daniel Camargo

            Los años de colegio pasaron y aquellos tres investigadores siguieron sus caminos.

Diego estudió ingeniería industrial especializándose en Arquitectura Bioclimática. Una vez finalizados sus estudios, los completó con un máster en Energías Renovables y Medio Ambiente.

            Pablo se hizo meteorólogo. En su currículum figura un máster en Geofísica y Meteorología. Ha publicado estudios sobre meteorología espacial, estos abalados por La Fundación Nacional de la Ciencia de Estados Unidos. A día de hoy lleva varios años colaborando en las investigaciones programadas por esta fundación.

            Alex orientó sus estudios en torno a la biología. Tiene un máster en biología agraria y acuicultura. También ha realizado un máster en Bioingeniería (aplicaciones industriales, alimentarias y médicas) y un máster en Agrobiotecnología y en Biología Celular y Molecular.

            Los tres siguieron siendo buenos amigos. Por sus estudios, trabajos y obligaciones pasaban largos períodos de tiempo separados, aún así, nunca perdieron el contacto. Un día de tantos en los que se reunían, Pablo les contó que se iba del país. Le habían ofrecido un trabajo de investigación. Los árabes habían decidido estudiar la forma de controlar la meteorología para hacer sus tierras más fértiles.

– Anda hombre, déjate de tonterías –dijo Alex en un tono de incredulidad-.  Eso no puede ser cierto.

– No solamente es cierto…–afirmó Pablo tajantemente-. Sino que además me permiten formar mi propio equipo, les he mandado un anteproyecto y lo han aceptado.

– Y ¿Qué o a quién necesitas para ese proyecto? –Preguntó Diego interesado.

– A vosotros dos –afirmó Pablo -.  Vamos a construir una fábrica de nubes en la costa, a unos doscientos kilómetros de Abu Dabi. Todo aquello es desierto y pretenden convertirlo en un vergel.

            Diego trabajaba en el estudio de un compañero de carrera, este había  seguido los pasos de su padre pero, el estudio no funcionaba como en aquellos tiempos, lo cierto es que no tenía mucho que perder.

            Alex había conseguido un trabajo de esos que solamente coges por la necesidad de comer. Era el encargado de control de calidad de una planta potabilizadora.

            Las cosas no podían ir mejor, antes de que la carne estuviera al punto, los tres ya habían decidido el rumbo que tomarían sus vidas.

            El vuelo a los Emiratos tomaba tierra en el aeropuerto de Abu Dabi a las dos del medio día hora local. Un coche de la empresa les recogió y les condujo al hotel propiedad de sus nuevos jefes. Se alojarían en él durante el tiempo que durara el proyecto.

            Todo estaba dispuesto. El chofer les puso al corriente de los pormenores. Los directivos de la empresa les recibirían al día siguiente a las diez de la mañana, hasta entonces, disponían de su tiempo. El chofer estaba a su disposición para lo que precisasen, era su cometido, les serviría de guía y sería el encargado de sus desplazamientos durante su permanencia en el país.

            Se quedaron en el hotel. Los tres se reunieron en la habitación de Pablo, pidieron algo de comer y se prepararon para una larga tarde de trabajo, tenían que estudiar los pormenores de la reunión del día siguiente. A las dos de la madrugada Diego y Alex se retiraban a sus respectivas habitaciones. Todo estaba correctamente estructurado, la reunión sería un éxito.

            A las nueve de la mañana su chofer estaba en la puerta del hotel con el coche dispuesto para conducirles a las oficinas principales de la empresa. Una vez en esta, un guardia de seguridad les acompañaba hasta una gran sala donde deberían de esperar  hasta ser llamados. Al fondo de la instancia había dos grandes puertas, al rato, se abrieron dejando ver una larga mesa. El presidente, los directivos y los asesores estaban sentados en torno a ella.

            La primera impresión les produjo una sensación similar al pánico. Según fue avanzando la reunión, la tensión se fue disipando y al final de esta, los tres salían gratamente impresionados por la disposición de sus nuevos jefes. No les ponían límites económicos, ni estrictas directrices a seguir.  Eran libres para investigar y desarrollar sus ideas.

            Esa noche les invitaron a cenar en el mejor restaurante de la ciudad. Dos directivos, un consejero y el propio presidente cenarían con ellos. Durante el transcurso de esta, hubo un pequeño lapsus de tiempo en el que sus mentes se trasladaron al garaje de Alex. Ahora sí conseguirían hacerla funcionar.

            Dos largos años hicieron falta para que todo estuviera a punto.

             Alex estudiaba la forma de separar ciertas partículas volátiles encontradas en el agua de mar, de lo contrario, serían transportadas por las nubes y no permitirían hacer fértiles las tierras. También procuraba la forma de añadir ciertos componentes como fertilizantes químicos, etc. Su fin, era conseguir unas nubes cargadas con  todos los nutrientes que aquellas tierras precisaban para convertirse en terrenos de cultivo.

             Pablo investigaba las corrientes eólicas de la zona: su intensidad, dirección, frecuencia, etc. Debería  conseguir que las nubes tuvieran la densidad y temperatura necesarias para hacerlas descargar en el lugar y momento adecuados.

            Diego se ocupaba de construir lo que él llamaba: “la gran cacerola”. Construyó una planta potabilizadora. Unas inmensas turbinas propulsadas por energía nuclear bombeaban el agua de mar a unos grandes depósitos. De estos, el agua salía libre de sales, partículas no deseadas y demás sustancias innecesarias para su fin. Unas inmensas palas accionadas por unos potentes motores, revolvían el agua mezclando las sustancias químicas y fertilizantes que se precisaban para transformar aquellas áridas tierras en campos de cultivo. A no más de cien metros de estos, se elevaban, dentro de un parque circular, chimeneas de acero de ochocientos metros de altura. Estas torres se dividían en tres compartimentos. En  la zona baja, se encontraba la cámara de combustión. Potentes quemadores calentaban el agua que procedente de los grandes depósitos, se albergaba en el segundo compartimento, la cámara húmeda. Desde esta, el agua ya evaporada se mandada al exterior.

            El día 21 de Junio del 2010 todo estaba preparado. El presidente de la empresa sería el encargado de cortar la simbólica cinta que anunciaba una nueva etapa para su país.

            Dos días más tarde, las condiciones climatológicas eran las adecuadas y la planta comenzó a producir nubes cargadas del maná que las tierras precisaban. El experimento fue un éxito, durante meses y en los días en que la climatología lo permitió, se fueron regando los campos y estos agradecidos comenzaron a dar sus frutos. Lo que era un desierto se convirtió en un vergel.

            El día 15 de Agosto del 2011, un año y casi dos meses después de poner a funcionar la planta, Pablo se encontraba estudiando las condiciones meteorológicas. Comenzó a darse cuenta de que algo muy malo estaba sucediendo. Nada tenía sentido, los ciclos climáticos estaban cambiando y esto le alarmó. Lo que ya había temido, aunque lo había callado, estaba sucediendo.

            Al alterar el ecosistema de la zona convirtiendo una zona seca y muy calurosa en otra fértil y de temperaturas suaves, la humedad relativa de la zona cambiaba, las temperaturas sufrían drásticas alteraciones. Esto era tremendamente peligroso. En consecuencia todos los ciclos meteorológicos del planeta se alteraban haciendo chocar frentes fríos con cálidos que se encontraban situados donde no debían estar si se siguiera el ciclo natural. Esto ocasionaba choques isobáricos que llegaban a producir grandes tifones, maremotos y todo tipo de catástrofes. Exceso de frío en lugares que no corresponden, demasiado calor en otros que hoy son fríos.  Los polos se derretían inundando todo, los volcanes entraban en erupción. Todo se destruía, la tierra quedaba cubierta por el mar y toda vida desaparecía.

            Había que tomar serias decisiones. A los pocos días Estados Unidos daba la alarma. Se convocó una cumbre internacional con el fin de dar solución al inminente desastre.

            Meteorólogos de todo el mundo se reunieron. Los días pasaban y no se encontraban soluciones. Las noticias cada vez eran más alarmantes.

            Pablo, Diego y Alex estaban al frente de las investigaciones. Desde los laboratorios centrales de la Fundación Nacional de la Ciencia de los Estados Unidos saldrían las propuestas hacia la Casa Blanca; donde el gabinete de crisis y el presidente de los estados unidos, se reunían con los más  altos mandatarios de todo el mundo.

            La planta estaba cerrada desde hacía dos meses, ya no era necesaria. La climatología de la zona ya había cambiado y era la propia naturaleza la que decidía regar aquellas tierras.

            Las noticias, cada vez más alarmantes, llegaban a sus oídos.

            – Escuchad lo que dicen de Galveston, Texas. –Comentó Alex angustiado-. Según parece, un huracán de fuerza 6 provocó entre 18.000 y 22.000 víctimas. Increíble,  ¡es la mayor catástrofe natural de la historia de los EE.UU!

            – ¡Pablo, nos avisan de otro huracán en los cayos de Florida! –Comunicó  Diego alarmado-. ¡Parece ser que ha provocado graves daños y más de 5000 muertos!

            Las horas pasaban y solamente llegaban malas noticias. El teléfono directo con la Casa Blanca no dejaba de sonar. Pasaban los días y las noticias cada vez eran más catastróficas.

            – ¡Dios mío Diego, cada minuto que pasa las cosas están peor! -Afirmó Pablo desencajado-. ¡Mirad lo que dicen que está pasando en Nueva York, Massachusetts y Connecticut! ¡Joder, otro huracán! Hablan de más de 6000 muertos y 300.000 heridos, dicen que los vientos superiores a 300 Km. por hora son los mayores registrados en la historia del país.

            – ¡Sí, pues no os perdáis esta! –Gritó Diego en un tono de clara histeria mientras se paseaba sin rumbo por la habitación-. ¡Si teníamos poco, ahora inundaciones en Gran Bretaña y Holanda! Dicen que la conjunción de vientos huracanados y olas gigantes en el Mar el Norte provocan inundaciones de magnitud hasta hoy desconocidas. En pocas horas en las tierras bajas de Holanda quedaron inundadas unas 200.000 hectáreas de zonas agrícolas causando la pérdida de decenas de miles de animales y la muerte de 11.800 personas.

– Pues parece que ya no es solamente en Estados Unidos e Inglaterra –confirmó Diego turbado por la impotencia-. En Pakistán occidental, una tragedia mayor. El mayor ciclón de todos los tiempos arrasa la isla de Bohla en el delta del río Ganges, al sur de Bangladesh, con vientos de hasta 290 km/h y con olas de hasta 11 metros de altura provocando la inundación de una de las áreas más densamente pobladas del mundo. Los muertos suman oficialmente 650.000 y otros tantos los desaparecidos.

            Los gobiernos en alerta roja, enfrentándose a la más grande de las catástrofes jamás imaginadas, impotentes, sin vislumbrarse la más mínima solución.

            Todos los estudios realizados hasta el momento indicaban lo peor.

            En unos meses, el crecimiento del nivel del agua, producido por la descongelación del hielo polar, originó la desaparición de Holanda y los países bajos, el sur del Estado de Florida y la Bahía de San Francisco en EEUU, así como los alrededores de Beijing y Shanghái en China, Calcuta en la India y Bangladesh, donde vivían 60 millones de personas. El nivel del mar en el Caribe aumentó 40 cm en dos días, esto provocó que las aguas subterráneas  se mezclaran con el agua salada del mar, dejando sin agua dulce a la población.

            – ¡Bien, de acuerdo, ya sabemos lo que ha pasado! -Dijo Pablo visiblemente alterado–. Centrémonos en lo que está pasando en este momento y pensemos en lo que se puede hacer.

            – Aquí tengo las noticias de hoy –apuntó Diego-.  Os las leo:

            Debido al exceso de calor, enfermedades respiratorias, cardiovasculares e infecciosas causadas por mosquitos y plagas tropicales están causando miles de bajas entre los habitantes del trópico.

            Las altas temperaturas están produciendo grandes problemas de abastecimiento de agua a las ciudades. Los embalses se están agotando y la población demanda más cantidad de agua ya que las temperaturas propician cuadros de deshidratación. Hay zonas donde la gente se está muriendo de sed.

            Los alimentos no llegan a los mercados ante las dificultades de cultivo por la desertización de los campos.

            Se están extinguiendo gran cantidad de especies animales a consecuencia de los  cambios en los ecosistemas. El incremento de la temperatura del mar afecta notablemente a la flora y la fauna marinas.

            El aumento de la intensidad y frecuencia de las lluvias, huracanes y tornados, producido por el aumento de la nubosidad, consecuencia del incremento de la evaporación del agua, están devastando las zonas donde nunca llovía.

            Los ríos y lagos de las zonas fértiles se secan. Todos los pobladores de las riberas de estos, hombres y animales, mueren de sed o por las infecciones producidas por las aguas estancadas y putrefactas.

            Los suelos fértiles se tornan desiertos, perdiendo gran parte de sus nutrientes. Las zonas que eran desérticas se están viendo asoladas por fuertes tormentas de granizos y nieve. Todos sus pobladores mueren.

Seguían pasando los días y todo el equipo se iba desmoralizando. No había nada que hacer.

            El día 15 de Abril del 2012, Alex, Pablo y Diego estaban en el laboratorio, el teléfono sonaba pero nadie lo cogía. Diego se levantó, y gritando poseído por un arrebato de cólera, mandó salir a todos de la habitación, se acercó al teléfono que sonaba insistentemente, cogió el cable y de un fuerte tirón lo arrancó. Pablo y Alex lo miraban, nunca le habían visto  tan alterado como en aquel momento, no se atrevían a decir nada. Diego se dirigió hacia la puerta y de un fuerte golpe la cerró, se dio la vuelta y miró a sus dos amigos que le observaban  desencajados, paralizados por su reacción. Se quedó mirándolos un instante y en el mismo tono alterado dijo:

            – ¿Qué? ¡Sabemos que no hay nada que hacer! ¿Qué hacemos aquí perdiendo el tiempo?

            – ¿Y qué quieres que hagamos? -Respondió Pablo todavía obcecado en encontrar alguna solución.

            Diego respiró hondo durante un instante y se tranquilizó, a continuación les dijo:

            – No sé lo que vais a hacer vosotros, pero yo tengo una familia  que no veo desde hace meses y no quiero morir sin despedirme. Podemos quedarnos aquí intentando lo imposible, o podemos pasar el tiempo que nos queda en su compañía. Es cierto que somos los culpables de lo que está sucediendo, pero aquí ya no se puede hacer nada.  Sin embargo, en casa tenemos a personas realmente preocupadas por nosotros y que nos necesitan tanto como nosotros a ellas. No podemos pedir perdón al mundo por lo que hemos hecho, pero al menos hagamos que la última decisión que tomemos en nuestra vida, sea la adecuada.

            A los dos días cogían un vuelo hacia España, por suerte las cosas en su país todavía no estaban tan mal y había muchas personas desplazándose de un lado a otro en un frenético intento de encontrar algún lugar del mundo donde poder creer que esto no estaba sucediendo. Sentados en el avión, Diego pensaba en su madre, no le importaba morir pero nunca antes de verla. Las noticias se retransmitían por los monitores del avión. En un instante entre noticias, en un tono irónico, Pablo dijo:

 – ¿Quién habría podido imaginar, que el fin del mundo, comenzaría en el garaje de tu casa?

A lo que Alex contestó:

– ¿Sabéis que según el calendario Maya el fin del mundo es el día 21 de Diciembre de este año?

Diego no se pudo callar…

– Sí,  Alex, justo el día de tu cumpleaños.