La mujer del pescador

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Olga Besolí
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La mujer del pescador.

Es ella, la mujer del pescador. Se pasea por el pueblo con ese porte elegante y estilizado, que dista mucho de los andares bastos y pesados de las otras esposas. Sus cabellos, dorados y largos hasta las caderas, le dan un aspecto de lozanía del que no gozan las demás, morenas y rudas, y son tan finos que el viento los revuelve incesantemente mientras se contonea al andar.  Ella intenta recogerlos con sus manos finas, de piel suave y tan blanquecina que resplandece bajo el sol, nada parecidas a las de las otras mujeres, cuyas pieles están agrietadas y curtidas por la exposición al aire salobre y al trabajo duro remendando redes, entretejiendo cestos y partiendo leña para calentar los hogares en los días más duros de invierno, cuando se hace notar la ausencia de sus maridos marineros.

De hecho, a su paso por la avenida todas las demás mujeres la miran con la misma curiosidad con la que uno observa un engendro de la naturaleza, con esa mezcla de pena, asco e incomprensión. ¿Cómo llegó a formar parte de la comunidad? ¿Cómo se casó el pescador, fornido y bravo, con una mujer tan poco hecha a la mar, tan esmirriada y poco curtida? ¿Dónde la conoció, si hasta el día del naufragio él nunca paró de faenar en la mar? ¿Cuánto durará la pantomima? ¿Qué les une? ¿Qué secreto ocultan esos dos? Muy grande debe ser, suponen algunas y presienten las otras, cuando sus cuchicheos se convierten en rumores mientras restriegan la ropa sucia en el lavadero.

—Yo creo que viene del norte, porque parece que nunca le tocó el sol —dice una.

—¿Y cuándo se fue el pescador al norte, si no es para pescar bonitos?

—Bueno, bonita es —dice sin cautela la más joven de ellas. Pronto se da cuenta del error cometido y se concentra en la pastilla de jabón y en quitar esa mancha de grasa de motor de la camisa de su recién estrenado marido.

—¡Ay, Inocencia! Tú qué vas a saber… Anda y calla, que por algo tu santa madre, que en paz descanse, te puso ese nombre.

—¡Vete a saber de dónde la sacó el pescador!

—Pues de donde va a ser… de algún bar de alterne…

—Ejem, ejem… sardina a la vista.

En el momento en el que la mujer del pescador aparece por la esquina, todas callan de repente. Hacen como si apenas hubieran reparado en ella mientras la miran de reojo, deseando que no traiga ropa a lavar y les estropee la conversación cargada de argumentos peregrinos que descargarán a sus espaldas tan pronto como se aleje.

Ilustración de Rosa García

Pero ella nunca trae ropa a lavar. ¿Es que en esa casa la ropa no se ensucia? ¿Y de dónde saca esas telas finas para coserse esos vestidos vaporosos? ¿Es que acaso sabe coser?

Ella, ajena al furor que despierta en las mujeres de la comunidad, pasa por delante de ellas absorta, sin verlas, inmune tanto a las miradas que se posan en su nuca como mariposas venenosas como a los cuchillos que le clavan esas bocas maliciosas por la espalda. Parece de otro mundo, vibrando en otra onda, porque su alma y su mirada inocente están fijadas en el puerto y en la pequeña playa que hay más allá, de arena parda, mar brava y gaviotas posadas en pequeñas rocas salientes acunadas por las olas.

Cuando se acerca, las gaviotas la saludan, pero no alzan el vuelo espantadas ni se esconden. No la ven como una amenaza, pues hay algo en ella, bajo todo ese envoltorio de ropas y prendas, que les resulta amigable. Ella empieza a desprenderse, poco a poco, de cuanto le rodea. Primero las sandalias, que dejan ver unos pies menudos y delgados, de dedos poco formados. El tacto de las plantas de los pies con la arena húmeda la abraza con un escalofrío que le atraviesa la espina dorsal. Da unos pasos algo tambaleantes acercándose a la orilla. Allí, tras un par de miradas fugaces alrededor, se despoja del vestido. Las flores rosadas de hojas estampadas en la tela color crema aterrizan sobre una roca cubierta de lapas que ha quedado al descubierto por la marea baja. Un cangrejo sale de su agujero y camina sobre la prenda desechada, mientras los rayos cálidos del sol de mayo envuelven la piel tersa y blanquecina de la espalda de la mujer del pescador. La ropa interior cae sobre la misma roca tapando al cangrejo por entero, que no sabe cómo salir de entre los encajes.

Pero ella no se da ni cuenta. Con la vista perdida en la inmensidad azul parece de nuevo ajena a cuanto le rodea. Es la llamada del mar, que seduce a marineros y pescadores. Forma parte de ella y no puede resistirse a sus encantos, de la misma forma en que uno no puede evitar los latidos de su propio corazón.

Hay cosas que los profanos no podrán nunca comprender, y es la fuerza del pulso de la propia naturaleza. Te abruma, te lleva y no puedes luchar contra ella. Mil veces prometió la mujer del pescador no volver a pisar este mar bravío que casi sesga la vida de su marido, y mil veces la ha roto.

Solo pudo permanecer en dique seco por un tiempo. Cuando él yacía en cama recuperándose de las heridas infringidas por la caída del mástil principal sobre su pierna no hubo calma suficiente para que la añoranza se apoderara de ella, pues el pescador luchaba febril entre la vida y la muerte. Luego, al salir de peligro, ella todavía estaba adaptándose a su nueva vida y a moverse por su nueva casa. ¡Son tantas las cosas que tenía que aprender!

Pero pasado ese tiempo de adaptación, cuando el pescador ya se acostumbró a descansar el peso de su cojera sobre un bastón tallado y ella al frío y seco tacto del suelo de linóleo, una gran sensación de vacío empezó a crecer dentro de sus entrañas.

—¿Es que ya no me quieres? —le preguntó el pescador un día.

Pero ella no encontró su voz para contestarle. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Tú me salvaste. Y sé que no es justo lo que te pido, pero quédate conmigo. No bajes a la playa, por favor.

Ella selló la promesa con un beso. El beso de Judas.
A partir de ese día, cada vez que ha besado al pescador y ha sentido su tierno abrazo recuerda su promesa incumplida, por una y mil veces.

Y allí  vuelve a estar, un día más, desnuda frente a las aguas poderosas que sueltan espumarajos al estrellarse contra las rocas. Se siente arrastrada y el agua fresca le rodea los tobillos, que al momento se vuelven fláccidos y escamosos. Se adentra rápidamente, antes de que los pies le fallen. Su piel adquiere una tonalidad que se confunde con el propio mar. Se vuelve vidriosa, con reflejos verdeazulados y rosados. Sus pies se funden y ya no puede mantenerse de pie. Yace de espaldas sobre la superficie, observando cómo sus dedos se alargan hasta formar una masa plana y espinada, con dos lóbulos bien formados. Sus piernas se juntan y sus caderas se envuelven de escamas brillantes. Siente un tirón en medio de la espalda cuando le asoma una aleta dorsal. Se siente pletórica, húmeda y llena de vida.

Entonces recuerda que es peligroso mantenerse tan cerca del pueblo, a vista de todos. Da un giro grácil y de un salto se sumerge en las aguas.

Desde la arena de la playa, lo último que se ve es una gran cola de pez adentrándose en las aguas mientras una gaviota alza el vuelo y sigue desde arriba a la una silueta medio humana que bucea veloz mar adentro.

Ilustración de Rosa García

Pero por suerte esta vez tampoco no hay ojos humanos que puedan ver semejante prodigio; solamente las amigas gaviotas y un pequeño cangrejo sobre una roca son testigos de lo sucedido.

Ella volverá a nadar sobre los restos del naufragio, allí donde rescató al pescador a punto de ahogarse, un poco más allá del campo de posidonias  que fue su jardín de infancia y que es hogar de peces, crustáceos y de sus congéneres sirenios.

Cuando la llamada de la naturaleza se apague, y los instintos de la sirena mermen, volverá a tierra firme, donde la espera su amado en su linda casita.

Y ella seguirá debatiéndose entre su amor por él y su pasión por el mar.

Olga Besolí
Noviembre 2022

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