Mujeres atípicas

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato corto
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mujeres atipicas.

La joven estudiante residía junto a sus padres en uno de esos bulliciosos barrios del extrarradio de Madrid, en los que siempre se está rodeado de gente, pero donde, al mismo tiempo, la invisibilidad está casi asegurada. Era una muchacha corriente. Con su media melena siempre suelta, su mirada oculta tras sus gafas sencillas de metal y su personalidad discreta, aunque siempre observadora. Tan solo soñaba con la llegada del día en el que por fin encontrara esos amigos que tanto ansiaba, como los que veía paseando en grupo por las calles, entre risas, confidencias y jugueteos. Y tal vez entre ellos, quién sabe, el amor.

Cada viernes, cuando acababan las clases, escribía un wasap a todos los contactos de conocidos y compañeros que, no sin dificultades, había almacenado en la agenda de su teléfono móvil, por si alguien quería que quedaran para un paseo o tal vez para ver una película en el cine, a lo que ella se acoplaría, por supuesto, con total flexibilidad.

A veces de manera inmediata y otras tras un periodo de silencio que se antojaba demasiado largo e inquietante, iban respondiendo, si es que lo hacían, con un escueto «no puedo» o un «ya tengo planes». Unos planes a los que, por supuesto, tampoco la invitaban.

Ella era consciente de su diferencia, de su excesiva sensibilidad e inocencia, de su relativa torpeza frente a la picardía del resto o del escaso interés que despertaban entre los demás sus aficiones más comunes. Pero intentaba una y otra vez sentirse parte de ellos. Su soledad y aislamiento le resultaban dolorosos.

Pero uno de esos días le llegó un frío mensaje de alguien con quien se llevaba bien y hablaba a menudo, en el que le confesaba sin rodeos: «A mis amigos no les caes bien». Fue entonces cuando, tras esa puñalada dolorosa y sangrante, desistió en sus intentos y decidió que ocuparía sus vacíos sin necesidad de nadie, con las vivencias que otros desconocidos le habían otorgado a sus protagonistas, habitantes de las páginas de sus obras, en los libros.

Se decantó por la lectura de clásicos de novela de género romántico, con complicadas tramas de relaciones entre sus personajes. Tal vez ahí hallara la respuesta a sus dudas sobre las complejidades del ser humano. Su primera elección fue Jane Eyre, atraída por la sinopsis que hablaba sobre la difícil infancia de la niña huérfana de la historia. La delicada encuadernación del libro captó su atención de entre los demás en la estantería de esa enorme biblioteca que le había parecido la mejor opción de evasión para sus fines de semana.

Era un edificio alto, de tres plantas y cercano a su casa. Había ido alguna vez con anterioridad, cuando tenía exámenes o necesitaba información para algún trabajo de clase. Siempre le habían llamado la atención sus grandes ventanales con unas vistas preciosas y despejadas a la ciudad. Llegaba hasta allí dando un paseo y se refugiaba en el anonimato y el silencio que le regalaba la mullida butaca de piel donde pasaba la tarde de los sábados.

Esa pasó a ser su nueva y apacible rutina, perdida entre la trama de los libros, distraída y, por tanto, liberada de pensamientos más perturbadores.

Hasta que un día una chica de aspecto despistado, que tendría más o menos su edad, de pelo largo, rizado y recogido en una coleta un tanto desordenada, se sentó en la butaca de al lado. Sobre su regazo descansaba también un libro voluminoso y que a ella le pareció antiguo por el deterioro de las tapas y del lomo. Sintió curiosidad por sus gustos literarios y se llevó una sorpresa cuando comprobó que su vecina de lectura había elegido otra de las obras de las hermanas Brontë, Cumbres borrascosas.

Su nueva compañera, al sentirse observada, la miró de soslayo algo turbada, con las mejillas enrojecidas, y respondió con una rápida y tímida sonrisa.

Hacía poco más de un mes que la joven estudiante acudía a esa biblioteca, pero no había visto a esa chica antes, aunque, en aquel momento, se dio cuenta de que tampoco se había fijado en el resto de los visitantes habituales durante esas atípicas tardes de fin de semana.

Echó un vistazo a su alrededor hasta donde le alcanzaba la vista, a un lado y a otro, desde la butaca donde estaba sentada. Una mujer mayor tomaba anotaciones de un libro en una de las mesas. Se la veía completamente concentrada. Algo más lejos, un hombre de mediana edad y aspecto cuidado, sentado en otro de los sillones, acumulaba a su lado varios periódicos que iba leyendo con detenimiento. De pie, entre las estanterías, vio a dos chicas más y un chico. Todos estaban solos, cada uno sumido en su búsqueda.

Ilustración de Rafa Mir

La chica de la butaca junto a ella captó su atención de nuevo con un ligero toque en el hombro. Le mostraba una cajita de pastillas mentoladas en un claro ofrecimiento. Asintiendo con la cabeza, alargó la mano y recogió el caramelo mientras intercambiaban otra sonrisa de nuevo.

Un pensamiento la asaltó. Tal vez su soledad no era fruto de su rareza, sino del error en la búsqueda del lugar o de las personas apropiadas, acordes a quien ella en realidad era, incluso con sus singularidades.

Suspiró y volvió a las páginas de su libro, pero sintiéndose menos invisible, más acompañada, más genuina y menos sola. A su lado, otra mujer, tal vez una futura amiga, pero, con seguridad, alguien que como ella había decidido poner fin al miedo de ser diferente.

Raquel Esteban

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