7ª Convocatoria: El crimen Perfecto.

«Desde el infierno.

 Señor Lusk.

 Señor le adjunto la mitad de un riñón que tomé de una mujer y que he conservado para usted, la otra parte la freí y me la comí, estaba muy rica. Puedo enviarle el cuchillo ensangrentado con que se extrajo, si se espera usted un poco.

 Firmado,

Atrápeme si puede Señor Lusk. «

(Jack el Destripador.)

Con esta carta de “Jack”, comenzamos la 7ª Convocatoria de Surcando Ediciona, asesinos, investigadores, oscuridad, huellas, quien sabe que nos aportara esta edición. Desde la nueva organización, esperamos que disfrutéis de esta nueva etapa de la ezine tanto como de la anterior, y os invitamos a desvelar, quien es inocente, y quien no lo es tanto, bienvenidos a … “El crimen perfecto”.

Esta ilustración pertenece a Enric Valenciano. Todos los derechos reservados.

Cenizas.

Autor: Roberto del Sol

Ilustrador: Benjamín Llanos

Género: Negro negrísimo

Este relato es propiedad de Roberto del Sol, y su ilustración es propiedad de Benjamín Llanos. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Cenizas.

Isaiah Lee Johnson Jr. releyó la carta mientras apreciaba el tacto del papel con sus dedos índice y pulgar. Parecía caro. Cuando terminó, pensó que no encajaban las perfectas letras de ordenador con aquella ostentosa firma de trazo grueso. Quedaba mal. Como poner sirope de arce en el estofado de carne. Se estaban perdiendo las buenas costumbres. Las noticias importantes deberían de darse en cartas manuscritas. Sin dejar de mirar el limpio cielo de Louisiana, volvió a introducir la carta en el sobre y la dejó sobre la desvencijada mesita, junto a sus lentes. Después comenzó a balancearse con suavidad en la mecedora mientras jugaba con la punta de sus dedos a revolver el pelo de Barnie, el viejo labrador que dormitaba a sus pies.

En esa época del año siempre hacía demasiado calor, y la única parte de la casa en la que se soportaba era el porche. En la casa de los vecinos, construida demasiado cerca de la suya en un tiempo en el que las dos familias habían sido casi una, tres chicos se perseguían sin dejar de reír mientras sus padres les observaban sentados a la sombra.

Isaiah a veces lamentaba que su vista de lejos fuese tan buena. Cada muestra de alegría en aquella casa era una sonora bofetada en la cara que le recordaba cómo podría haber sido su vida. Cientos de hectáreas de terreno alrededor y las dos únicas casas habitadas estaban separadas sólo por cincuenta metros y un millar de discusiones y amenazas. Otro movimiento le llamó la atención. Unas pequeñas manchas negras cayeron del cielo y se escondieron en el maizal. Los cuervos habían vuelto a por más comida. El espantapájaros ya no asustaba a nadie. Antes de leer la carta, Isaiah habría ido a por su escopeta para dar un escarmiento a esas pequeñas ratas con alas, pero ahora ya no importaba. Isaiah se levantó de la mecedora, encendió un fósforo y quemó la carta en el cenicero. Después esperó a que se levantase una pequeña brisa y dejó que las cenizas volasen hasta el maizal. Llevaba tanto tiempo ejerciendo de sheriff que a Maurice Jefferson Perkins todo el mundo lo llamaba Jefe Mau. De hecho, muchos pensaban que su primer nombre era Jefe, y hasta su mujer y sus dos hijos lo llamaban así.

El Jefe Maurice nunca se daba prisa para nada. No era bueno, decía. Las prisas sólo llevaban a errores, y eso en una investigación criminal podría ser fatal, aseguraba todos los años ante los impresionables niños de tercer curso de la escuela pública de Serenity Town, cuando le tocaba dar la charla sobre conducta ciudadana. Lo que no contaba, y todo el mundo sabía, es que el caso más difícil en sus treinta y siete años de carrera había sido el de los miembros amputados de las estatuas del cementerio de Peace Hill, que había resuelto tras acechar una noche de luna llena a Tommy, el mayor de los hijos retrasados de Guy, el sepulturero.

Cuando el Jefe Mau llegó a la granja, el sol estaba saliendo por el horizonte. Parecía que cabalgase un cometa por la estela de polvo del camino que dejaba atrás su destartalado Pontiac. Sus ayudantes lo vieron llegar mientras tomaban café de los termos y los bomberos recogían las mangueras. Allí ya nadie podía hacer nada por Isaiah, salvo asegurar el perímetro hasta la llegada del juez. El Jefe Mau dejó que la nube de polvo se asentase, después bajó del coche, se caló el sombrero y se dirigió al lugar en el que le esperaban sus ayudantes. Aquellos que estaban apoyados en los capós de los coches patrulla se pusieron en pie por instinto. El Jefe Mau impresionaba.

—Y bien, ¿qué es lo que tenemos aquí, muchachos? —En el departamento todos conocían su tono de falsa cordialidad. No consentía que nadie le tutease.

La pregunta era retórica, lo que había pasado estaba claro. La casa de aquel chiflado de Isaiah había ardido hasta los cimientos. Algo normal si se tenía en cuenta que todas las construcciones de la zona eran de madera y que muchas de ellas tenían más de cien años. Además, el Jefe Mau conocía el asunto de primera mano. Una de las vecinas, la señora McCullogh, que padecía insomnio, había llamado a la comisaría al ver cómo una columna de humo escondía las estrellas en el horizonte. Había sido el sargento de guardia el que había informado al Jefe del incidente, pero éste había decidido que todo aquello que sucediese a las cuatro de la mañana era de carácter menor y no precisaba de su presencia inmediata.

Fue Donovan Polsky, el más-vale-lo-malo-conocido-que-lo-bueno-por-conocer de sus ayudantes, el que contestó.

—Buenos días, Jefe. La cosa se ha complicado un poco. Los bomberos han encontrado lo que queda del cuerpo de Isaiah entre los escombros, pero parece que no ha sido fortuito. Jim ha encontrado una lata de queroseno y nosotros esto otro aquí afuera.

Donovan extendió la mano y le entregó una bolsita de evidencias sellada con un objeto plateado dentro. El Jefe levantó la bolsa y la giró para ver mejor el interior. Era un Zippo, y llevaba un escudo y unas iniciales grabadas. El adorno con el que habían grabado las letras las hacía difíciles de leer, pero a la creciente luz de la mañana casi podía asegurar que se trataba de una R y una L. El Jefe dio la espalda a los suyos y se acercó hasta la cinta de plástico que rodeaba lo que quedaba de la casa, poniendo especial cuidado en no mancharse las botas de piel de cocodrilo con el barro negro que se había formado al mezclarse las cenizas con el agua. Jim estaba metido en la porquería hasta las rodillas, revolviendo cosas mientras realizaba a conciencia su trabajo como investigador del cuerpo de bomberos. Era un viejo borracho, pero también un gran profesional. Si Jim decía que el incendio había sido provocado, entonces no había duda alguna al respecto. El Jefe volvió con los suyos. Un enorme labrador se movía nervioso entre la gente, como queriendo contar su historia.

—Alguien tendrá que hacerse cargo del perro —dijo a sus ayudantes—. Quiero que investiguéis este grabado y las iniciales. El que le haya hecho esto al pobre Isaiah lo pagará caro. Nadie asesina a un miembro de nuestra comunidad y se va de rositas.

Benjamín Llanos

Ilustración de Benjamín Llanos

Dos días después, el Jefe Mau releía el informe sentado frente al ventilador de su despacho, con sus caras botas de cocodrilo apoyadas en la mesa. Sus chicos habían hecho un buen trabajo. Tenía un buen equipo, pero los muchachos no serían nada sin el mejor entrenador, pensó mientras se imaginaba otra gloriosa portada en el periódico local.

La investigación había dado un giro sorprendente, aunque no inesperado. Resultó que el dibujo del mechero era el emblema de la 4ª División de Infantería Mecanizada, con lo que eso eliminaba prácticamente a toda la población blanca del condado. Ningún blanco se alistaría en el ejército de los Estados Unidos para ganar las guerras de aquellos estirados del norte. Pero además daba la casualidad de que ese grabado también señalaba en una dirección: hacia el héroe local, Randall Louis Taylor. Randall había ingresado en el ejército después de terminar sus estudios universitarios. Blanco y en botella. O quizás debería decir negro y en botella, sonrió el Jefe ante su ocurrencia, al recordar el color de la piel de Randall. El sospechoso era uno de los vecinos de Isaiah, y daba la casualidad de que ambos mantenían continuos y violentos litigios por los límites de sus tierras. En más de una ocasión sus ayudantes se habían visto obligados a intervenir con dureza para enfriar los ánimos de aquellos dos gallos de corral, cuando Emmy Lou, la esposa de Randall, les había llamado entre sollozos al pensar que la discusión podría ir más allá de las palabras. Y ese era motivo más que suficiente para que el juez Wallace autorizase una orden de registro de la granja de los Taylor.

El mismo Jefe en persona condujo uno de los coches patrulla hasta la granja de Randall. Lo hizo por la noche, cuando todos estaban acostados, y no encendió las luces hasta que sus chicos tuvieron rodeada la casa. A los suyos les dijo que el factor sorpresa era importante, pero lo que en realidad buscaba era causar el mayor terror posible en aquel hombre que nunca debería haber echado raíces en su pueblo.

Los muchachos entraron como un huracán en la casa, atropellando a un somnoliento Randall, y lo pusieron todo patas arriba, sin contemplaciones. Las cosas podían hacerse por las buenas o por las malas pero, teniendo en cuenta que por allí a nadie le caían especialmente bien los negros, los chicos no estaban siendo precisamente muy amables con su forma de proceder. Emmy Lou lloraba mientras abrazaba a sus tres hijos, porque no entendía nada de lo que estaba pasando. Randall, sin embargo, mostraba el gesto altanero de quien estaba acostumbrado a sufrir humillaciones como aquella, pero que a la vez confiaba en que su verdad prevaleciese. Durante un instante el Jefe sintió un poco de lástima por Emmy Lou y los niños, pero rápidamente se convenció de que la mujer se lo tenía merecido por haber elegido a un negro como marido.

Donovan entró por la puerta dando gritos.

—¡Lo tenemos, Jefe! —En su mano llevaba una lata de queroseno igual que aquella que habían encontrado entre los restos de la casa de Isaiah—. El almacén esta lleno de latas como ésta. Este negro hijo de puta pensaba quemar todo el pueblo.

—¡Cállate, Donovan, y precinta eso como prueba! —El Jefe Maurice lo fulminó con la mirada. Que Randall no era la persona más querida en el pueblo lo sabían todos, pero de ahí a manifestarlo públicamente había un abismo. Y más si uno era representante de la Ley.

—Randall, tienes que acompañarme. Tengo que llevarte a comisaría —le espetó el Jefe sin miramientos.

—¿De qué se me acusa, si puedo saberlo? Esas latas las compré en el Allstore de Brooklyn cuando las pusieron en oferta, allá por el mes de abril. Siempre lo hago así, es la mejor forma de ahorrar para el invierno. —Había nervios en su voz, el Jefe podía oler la sangre, como los tiburones. Nada le fastidiaba más que el tono de superioridad, del tipo yo-soy-el-único-que-tiene-estudios-aquí, que habitualmente adoptaba Randall a la hora de expresarse. Pero ahora aquel cabrón ya no parecía tan seguro.

—No pasa nada, Randall —mintió el Jefe, que sabía que con lo que tenían y los antecedentes de sus disputas, había más que suficiente para empezar—, tan sólo estamos haciendo unas comprobaciones y para ello necesitamos tomarte declaración.

Cuando se lo llevaron, Emmy Lou se quedó en el porche, llorando con sus hijos. En su interior sabía que las cosas no iban bien. Desde que se había casado con Randall la vida de su familia había sido un infierno al tener que enfrentarse siempre con la hostilidad más o menos velada de todos los habitantes del pueblo. Pero ahora esto era distinto. Parecía un asunto mucho más serio.

El Jefe ordenó poner las luces de los coches patrulla. Adoraba las entradas grandiosas en el pueblo. Él ya había juzgado a Randall y ahora se trataba de que los demás lo viesen desde su mismo punto de vista. Las pruebas hablaban por sí solas. Aquel hombre que llevaban en la parte trasera del coche con cara de incredulidad era tan culpable como Judas. Al Jefe tan sólo le quedaba una duda acerca de lo ocurrido: ¿por qué Randall no había huido después de lo que había hecho? ¿Acaso esperaba salirse con la suya? Quizás aquel hombre que aguantaba su mirada reflejada en el retrovisor del coche no era tan listo después de todo. Cuando el séquito llegó a la comisaría, el abogado de Randall Louis les estaba esperando.

Dos meses después, y tras un polémico juicio en el que una organización humanitaria llegó a acusar al sistema judicial de racista, Randall Louis fue condenado a muerte por un jurado popular. Fueron inútiles los alegatos finales de su abogado, en los que intentó poner de manifiesto el carácter pacífico de su defendido, o la medalla al valor que Randall había ganado en Irak; para aquellos hombres fueron suficientes las pruebas recogidas en la escena del crimen y los testimonios de casi todos los habitantes del pueblo, que hablaban de la enconada enemistad entre las dos familias. Alguno de los testigos, al ser interrogado, incluso llegó a decir que no le extrañaba que todo hubiese acabado así. En la sala, el Jefe Maurice sonrió al escuchar el veredicto. Su intuición le había guiado hasta el culpable, y de nuevo se había hecho justicia. Caso cerrado. El Jefe se caló el sombrero y se encaminó con decisión hacia el exterior del Palacio de Justicia. Los tacones de sus botas de piel de cocodrilo repicaban en el pasillo desierto.

Cuando la justicia de los hombres fallaba, tan sólo quedaba por apelar a la divina. Y ese era el único recurso que le quedaba ahora a Emmy Lou. Pero lo que ella no sabía, y la atormentaría mucho más allá del día en el que el Estado de Louisiana ejecutase a su marido, es que para los hombres era muy difícil impartir justicia cuando el único culpable del crimen estaba muerto.

La noche en la que el fuego había arrasado la hacienda de los Johnson, Isaiah se repitió la misma pregunta que se había hecho todas las noches durante tantos años: ¿a quién odias más en este mundo? Y la respuesta, que él ya conocía, acabó por convencerlo. Él era un hombre de Dios: acudía a misa los domingos, daba limosna y hacía penitencia, ¿y dónde había estado Dios durante toda su vida?

El plan que había madurado en silencio durante meses sin duda llevaría la desgracia a la granja de sus vecinos, y nada le satisfacía más que acabar con aquel hombre que se lo había robado todo. Aunque para ello tuviese que sufrir también Emmy Lou. Eso era lo único que a veces le hacía reconsiderar su decisión. Emmy Lou, la hermosa Emmy Lou.

Isaiah se secó una lágrima con el dorso de la mano mientras a su mente acudían recuerdos de la infancia. Emmy Lou y él habían crecido juntos, habían ido a pescar al lago miles de veces y se habían bañado en las cascadas del río en la primavera, cuando el caudal de agua era mayor. Los dos, y sus familias lo habían aceptado de buen grado porque así se hacían las cosas en aquellas tierras, se habían prometido en cien ocasiones durante la adolescencia. ¿Cuántas veces había agradecido al Dios que luego le dio la espalda el que le hubiese dado la vida en el mismo lugar y casi al mismo tiempo que aquella mujer tan hermosa? Pero luego había llegado Randall, y aquel medio hombre la había engañado con sus palabras de universitario y sus modales de chico de ciudad. La había enamorado. Se había llevado a su Emmy Lou. Isaiah siempre terminaba pensando que ahora ella también tendría el final que se merecía por casarse con aquel negro, y eso descargaba su conciencia. A veces no sabía qué le dolía más: que Emmy Lou le hubiese roto el corazón, o que lo hubiese humillado de aquella forma delante de todos. La sangre le hervía, como en cada ocasión en la que pensaba cómo podría haber sido su vida si Randall no hubiese llegado jamás al pueblo.

Aquella noche, Isaiah Lee Johnson Jr. se levantó del sillón, echó a Barnie de casa y cerró la puerta. Después roció metódicamente la planta baja de la casa con el combustible de la lata de queroseno que había robado a sus vecinos, y encendió el Zippo que había encontrado un día tirado entre las hierbas, después de pelearse otra vez con Randall por los lindes de sus tierras. Mientras la vieja madera comenzaba a crepitar a su alrededor y el fuego devoraba los recuerdos de varias generaciones, arrojó el encendedor por la ventana, al lugar en el que estaba seguro de que lo encontrarían, y subió al piso de arriba, a su dormitorio. Allí se tomo un par de somníferos, como cada noche desde hacía años, y se acostó a esperar lo inevitable mientras un reconfortante sopor invadía su cuerpo. Nadie más que él, y su Dios ausente, podrían llegar a conocer los verdaderos motivos que le habían impulsado a hacer lo que había hecho, porque la tierra que esa mañana había recibido las cenizas de la carta no hablaría con nadie jamás de la última pieza que quedaba por encajar de su terrible plan.

El maizal nunca le diría a nadie que Isaiah era un hombre muerto, que aquel papel tan caro era la confirmación de algo que él, en su interior, ya sospechaba. Un tiempo antes de que aquel doctor le enviase por escrito su diagnóstico, Isaiah ya sabía que algo iba mal con su cuerpo. Enfermedad genética, decía la carta. El mal de la familia, lo llamaba él. Su padre, y antes que él su abuelo, habían muerto de la misma cruel forma. Pero esta vez Isaiah no consentiría que la ciencia experimentase con su cuerpo tal y como lo había hecho con el de su padre, cuya agonía recordaba con pavor. ¿Con qué derecho podía juzgarle ahora Dios por todo lo que estaba a punto de suceder? Mientras el humo invadía sus pulmones decidió que no le importaba. Ese día era tan bueno como cualquier otro para morir.

Aguijón.

Autora: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustradora: Pilar Puyana

Género: Relato negro

Este relato es propiedad de  Mariola Díaz-Cano Arévalo, y su ilustración es propiedad de Pilar Puyana. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Aguijón.

«Probablemente esté muerto cuando leas esto, quizás por tu mano como justa venganza. Pero por eso mismo creo que nos encontraremos y que no podré ni me dejarás explicarme. Lógicamente no te lo reprocharé, mi cinismo no es tan absurdo aunque reconozco que la desmedida confianza en mí mismo siempre ha sido mi mayor fallo. Tampoco podré poner la excusa del escorpión —conoces la fábula, ¿verdad?—, pero es la última o, mejor dicho, la única que tengo. Así que no deberé lamentarlo ni puedo arrepentirme porque nunca me ha importado algo o alguien de verdad. El tiempo tampoco me ha dado esa facultad.

Vaya, James, estar escribiéndote es más que una sorpresa. Tuve que haberme asegurado mejor, pero ¿cómo dudar del lugar oscuro y desierto, tres disparos y el mar? Si no las balas, te mataría el agua negra que te tragó. Eran circunstancias perfectas. Eso y el tiempo que ya llevaba pensándolo, aunque simplemente fue ese momento en el que uno sabe que hará algo definitivo para intentar controlar lo que no puede. Y yo ya no podía controlarte.

Sabías y me habías hablado demasiado, y mi conciencia o mis ambiciones no tenían nada que ver con las tuyas. También eras ingenuo y sincero, y te dabas cuenta de lo peor de quienes tenías alrededor pero te negabas a aceptarlo o te cegaba la fe en encontrar razones. Esas eran tus debilidades. Si me hubieses escuchado un minuto, sólo uno minúsculo escrúpulo de menos, una finísima grieta en tu superficie impoluta, Jamie… Esas grietas son inapreciables o se pueden esconder, seguro que ya lo has aprendido y la, digamos, decepción que yo te supuse ya sólo será una más, aunque indudablemente la más importante. O si hubieras seguido con el trato que hicimos de no inmiscuirnos en los asuntos propios… Pero quisiste ser una conciencia que yo no quería ni te pedí nunca. La amistad también consiste en rechazar lo que no se desea aunque, en mi opinión, es un concepto sobrevalorado. También lo sabes ya porque creo que sólo se te conocen relaciones profesionales y apenas con occidentales. De hecho, te has labrado una reputación digamos cuanto menos… particular, y acepta que también te hayas servido del engaño y la mentira o, si suena demasiado rotundo, de la ambigüedad. Lo entiendo perfectamente, pero en aquellos días… ¡Por Dios, éramos muy jóvenes, se nos presuponía el riesgo, la aventura, el desafío por traspasar las reglas o pisar sus bordes! No quisiste. Pues bien, sólo debías permanecer apartado de mi camino y jamás hubiéramos llegado a aquella noche.

Ahora, fíjate, casi agradezco escribir estas palabras por saber de cierto que estás vivo. No llevo intención de hacerte daño otra vez, pero no puedo jurarlo. En fin, confieso que me asombré al enterarme. Nunca he creído en nada, pero desde luego tu supervivencia fue un milagro, o eso que llaman destino.

Es curioso. Si salgo bien parado del motivo que me lleva a Hong Kong, espero que no leas esta carta y estaré haciendo un imprevisto ejercicio en tu casi olvidada memoria. Pero si no, ahora tendrás en las manos la mejor prueba para condenarme y recuperar tu existencia plenamente. En cualquier caso quedaré impune y, sobre todo, me libraré de este miedo.

Sí, debe de sorprenderte, ¿verdad?, pero sólo conozco el miedo gracias a ti, posiblemente porque también es la única sensación que no se puede controlar más que con sangre fría o poder. Nunca soporté sentirlo, ni entonces ni mucho menos ahora que ya he conseguido más poder del que hubiese imaginado. No sé las razones ya y tampoco importan. Siempre he aceptado cómo soy. La coherencia es más honesta que la hipocresía, aunque sea para la peor alimaña, y yo soy un maestro manejando las dos.

Que vuelvas a ser un cabo suelto me ha producido un gran trastorno, y las únicas consecuencias que me importan son las que me amenazan, aunque tú mejor que nadie comprobaste mi método más eficaz de anularlas. Supongo que esas mismas consecuencias fueron el motivo para crearte una identidad nueva. Así que, ya ves, el miedo es mutuo aunque vuelvas a creerme cínico. Pero reconoceré que admiro lo duro y difícil que debió de ser sacrificarte el nombre y las ganas de venganza porque, con razón, no fue para protegerte tú, sino a los tuyos. Vivir estando muerto, eso sí que es perfecto y no el crimen mejor ideado.

Sin embargo, piénsalo un poco, sé que es retorcido, pero piénsalo: sobrevives y no tienes nada, pero eres prudente, que no cobarde, porque debes creerlo… bien, no, lógicamente no creerás ninguna de mis palabras, pero es totalmente cierto que nunca te consideré cobarde. En fin, consigues construirte otra vida que quizás es mejor. Según sé, vives por y para ti mismo, con tus reglas, con libertad absoluta y sin convenciones sociales ni sus falsedades, con las necesidades cubiertas y los mínimos riesgos, sin las duras imposiciones que conllevaba servir en la Armada. China te gustaba, la forma de negociar, ir de un sitio a otro y conocer a gente. Recuerdo que hablabas de realizar, o intentarlo, un puñado de sueños infantiles de un hermano menor que perdiste.

Eso también te hacía peligroso por vulnerable. Los sentimientos requieren mucha energía y hay que saber dominarlos, y lo has hecho porque me consta que vives libre de ataduras así. Pero no. Me equivoco. Sigues teniendo la única, ¿verdad? Pues esa es la que me ha permitido descubrirte. Te daré más detalles.

Como sabías, mi intención sólo era cumplir las expectativas paternas de llegar a capitán y, después, pedí destino en tierra que me concedieron gracias a mi tío en Whitehall. Pero pronto regresé a Londres para un puesto con él. Fue unos tres o cuatro años después de que te hubieran declarado desaparecido al no encontrar tu cadáver. Al principio barajaron varias hipótesis: desde un ataque en el que te hubieran herido o que hubieras perdido la memoria, hasta la deserción, aunque eso no querían ni pensarlo, sobre todo aquel bueno de Francis Constable. Yo, sinceramente, no había vuelto a pensar en ti: estaba seguro de tu muerte, o de que si alguien hubiese encontrado tu cuerpo, no habría querido meterse en ningún lío. Así que me olvidé, pero supongo que no del todo. La primera vez que se dispara a alguien no se olvida.

Estuve bastante ocupado en fijarme en cómo mi tío manejaba hilos y en hacerme con la hija de uno de sus amigos del Parlamento. Era la mejor, la que más me convenció de las muchas que tanteé. Lo tenía todo: nombre, posición, belleza inmensa, la fabulosa dote del lord que era su padre y una lujuria ilimitada. ¿Qué más podía pedir? Así que me casé con ella.

Después empezaron a correr malos vientos por Europa. Esos alemanes engreídos perdiendo la cabeza por ese fantoche de ridículo bigote que luego a poco nos borra a todos del mapa; y no tuve ninguna intención de verme en una guerra. Mi matrimonio y mi puesto en Whitehall fueron la excusa perfecta, así que seguí en Londres y entré en el servicio de inteligencia. Pero lo que en realidad se convirtió en un verdadero problema fue que Eleanor, mi esposa, no se quedaba embarazada.

Pensarás por supuesto que el mundo está mejor sin hijos míos o, más precisamente, sin más hijos míos, pero por lo visto no, y ese es mi mayor asombro. No sólo resucitaste, sino que un día se te ocurrió buscarlo y quedarte con él. Bien, no, debo decir con ella. Pero en aquel momento me pareció una broma pesada que ese asunto volviera a afectarme precisamente por lo contrario. Y sí, recordé a Mai Lin.


Ilustración de Pilar Puyana

Antes he mentido. Si hay algo que no se olvida jamás es haber tenido a una diosa de seda como ella. Ni Eleanor ni ninguna otra habrán logrado acercarse a mil millas de su sombra y su cuerpo de porcelana y olor a jazmines. También recuerdo que te conté los pormenores y me pusiste aquel ceño fruncido, no despreciativo a mi poca caballerosidad, sino triste.

Vamos, James, la caballerosidad es otro concepto vago y mal aplicado con frecuencia. Te lo dije entonces. ¿No lo contarías si hubieras entrado en el cielo? Esa pregunta no es una metáfora para ti. ¿No quisieras gritar a los cuatro vientos esa vuelta de entre los muertos?, ¿acusarme directamente aunque te resultara bastante difícil probarlo? Es increíble que no lo hayas hecho en tantos años. ¿Ves cuál es el poder del miedo y cuánto tengo yo ahora? Aunque no debería porque mira mi inconsciencia al estar escribiéndote y dando esa prueba, mi extraña locura por imaginar, y desear, que me leas. Pero vaya… entiende que es todo un acontecimiento poder dirigirme a quien pensé haber matado, diría incluso que es un honor, una fabulosa segunda oportunidad y, por tanto, un logro más en mi haber. Pero volvamos a Mai Lin. Siempre es hermoso volver a ella, ¿verdad?

Sí, conseguirla fue como entrar en el cielo y pensar que a la vez era el infierno donde querrías arder siempre por el infinito placer obtenido. Mereció la pena todo lo que pagué, aunque fue lo más miserable: que la guardara esa codiciosa familia y aprovechados de su entorno. Esos estúpidos prejuicios, tan fáciles de usar como pretextos… también los conoces, los inventamos nosotros, pero todo el mundo los tiene y, sin embargo, todo se reduce a dinero. Y esos idiotas sólo conseguían que pareciera que la prostituían.

Ella era demasiado perfecta para darse cuenta, o si fue consciente, entonces sí que era una profesional y me engañó a mí o a cualquiera con dinero que se hubiera acercado. Y tú también lo habrías tenido si hubieses participado en algo de lo que te propuse. Pero no hubieras pagado por ella, ¿no lo ves? Además, ahora te lo puedo decir. Entonces no, porque eras previsible pero impetuoso y habrías reaccionado antes o yo tendría que haber improvisado más deprisa. También te miró, y hasta me atrevo a decir que si no hubieras tirado la toalla tan pronto, te me habrías adelantado. Pero sin duda te miró con ganas, y si la hubieses conseguido, seguro que yo no habría tenido nada que hacer. Era muy joven e impresionable y también quería transgredir, pero no debió enamorarse del hombre equivocado. En fin, el resto lo sabes, su embarazo lo complicó todo.

Ya ves, las malditas convenciones. Las he despreciado siempre pero siempre las he seguido porque me han servido para mis ambiciones. Por eso, en un matrimonio como el mío se nos presuponían todos los hijos posibles, pero no venían. Y ya sabes, esos problemas no se nos atribuyen a nosotros por muchos inútiles que haya. Siempre son ellas. Y en mi caso era así realmente, con tan mala suerte además de que Eleanor era tan descarada y salvaje al principio como nerviosa y frustrada después. Así que la convivencia se volvió un caos. Por una parte, yo no quería repudiarla, por más que pudo acusarme en los peores momentos de su desesperación, pero tampoco podía responderle con una prueba de una historia de juventud en China. No me interesaba en absoluto, quizás no tanto por ella como por el nombre de las familias, y además estábamos a las puertas de una guerra. Por otra parte, el divorcio era un escándalo mayor.

Por tanto, llegamos a un acuerdo: seguiríamos juntos pero haríamos nuestras vidas por separado. Y si te digo la verdad, creo que es el estado ideal. No nos interferimos, sólo nos utilizamos. Eleanor lo ha entendido y aceptado, así que sí que estamos hechos el uno para el otro. La única condición fue olvidarnos de hijos o, en el caso de que pudiera haberlos fuera del matrimonio, no serían reconocidos. Me pareció bien, aunque hace tiempo que aprendí a controlar ese espinoso tema. Simplemente nunca me resultó oportuno.

No obstante, a raíz de eso, sentí una curiosidad que, más que nada, era incómoda. Había hecho muchos contactos, sobre todo durante la guerra, y no me resultó difícil recuperarlos y ampliarlos. Así supe de la temprana muerte de Mai Lin. Al principio creí que había sido por haber querido tener al niño. ¿Por qué se empeñaría? Se jugó la carrera y la reputación, aunque probablemente quiso demostrarles a todos aquellos parásitos —y seguro que también a mí— que ella estaba por encima de cualquier control o despecho. Tenía clase para eso y más. Pero también, al parecer, se jugó la salud.

Cuando quise saber del niño, me informaron de que había sido una niña y entendí que la familia se habría deshecho de ella sin dudarlo. Ahí se perdió la pista. Esa gente es única para ocultar secretos o destruirlos. Y después de ¿cuántos?, ¿diecinueve, veinte años?, había muchas lagunas y falsos rastros. Además, mis pesquisas tuvieron que ser muy indirectas, por no hablar de caras; pero cuando ya iba a interrumpirlas, mis contactos encontraron a un pariente de alguien del servicio de la familia, que dio el nombre de un orfanato perdido cerca ya de Guangzhou. La suerte quiso que uno de los responsables de entonces aún siguiera trabajando allí, y aunque primero dijo no recordar mucho, recobró rápidamente la memoria gracias a un generoso donativo para la ruinosa institución.

Contó que un día había aparecido un hombre occidental, con acento inglés, joven pero de aspecto duro, que buscaba a una niña blanca con rasgos orientales. Era la única que había y no le impidieron llevársela puesto que ya la habían desahuciado, aislada con más niños enfermos por una epidemia. Por lo visto, sólo quedaban ella y otro pero ya estaban moribundos, así que no pensaron que la urgencia del hombre por sacarla de allí fuera a servir de algo. Así que se marchó con ella y no volvieron a saber nada más, ni tampoco nadie después había venido para interesarse sobre aquello hasta ese momento.

Evidentemente me intrigó lo del occidental con acento inglés aunque ni en sueños hubiera imaginado que fueses tú. Pero, claro, entonces la curiosidad se hizo mayor y quise averiguar quién más habría podido saber de esa niña precisamente y además llevársela. Estaba seguro de que el asunto de Mai Lin había quedado entre nosotros y, a no ser que tú lo hubieses comentado antes con alguien para cubrirte las espaldas porque en realidad no hubieras sido tan ingenuo, no podía pensar en nadie dentro de la Armada. Entonces me preocupé más porque, fuera, se me perdían las posibilidades.

Me tranquilizó un poco que, en estos años, si mi nombre hubiera salido a la luz por aquello, nunca me habían chantajeado. La clave estaba en la niña y, desde que su familia la había hecho desaparecer, todo apuntaba a mi entorno. Tendría que seguir por colegas que se habían quedado allí de servicio y, si no, ampliar la búsqueda entre el personal civil. Ya no era curiosidad sino mucho interés y algo parecido a una imposible sospecha.

Así que consulté roles antiguos y actuales. Aparecieron nombres pero eran demasiados y no había conexiones claras. Entonces, a la vez, llegó la información pedida a la prefectura de Hong Kong sobre el nuevo control tras la guerra de nuestro tráfico marítimo en la zona, el de la Armada y la flota civil. Y ahí surgió el dato.

Un marino que, aunque con muy poca frecuencia, tocaba Hong Kong con un mercante con bandera de conveniencia. No comerciaba con occidentales, su tripulación era sólo china y, al parecer, tenía una hija, blanca pero de rasgos chinos. La coincidencia de que se llamara James podría ser sólo eso ya que no cuadraba la descripción física adjunta en el informe, pero era lógico, no sólo por los años pasados, sino por el interés en mantenerte irreconocible. Entonces revisé los registros especiales. También encontré a un tal James Lung. Cuando investigué más a fondo a tu familia en Bristol y descubrí aquel casi imperceptible aumento de rentas de origen desconocido, sí que empecé a asustarme. Todo encajaba pero era imposible. De modo que quise tener la prueba más certera: hace dos meses me llegaron las fotografías.

Dios santo… Eras tú, un fantasma completamente transformado, pero tú sin duda. Volví a recrear el momento un millón de veces, pero no encontraba explicación. Te vi caer y hundirte al agua con tres balas en el cuerpo. Me admití un fallo y quizás se pueda sobrevivir a dos disparos, pero el agua te remataría. Estaba totalmente seguro. No conté con que el destino se puso de tu lado.

Y después, sólo tú hubieras actuado así. Por Mai Lin, por supuesto, aunque quizás también por mí. No sólo buscas y encuentras a esa niña, si no que le salvas la vida in extremis y te la quedas. Es una clase de venganza también. A Mai Lin le cobras su ceguera y a mí mi supuesto crimen perfecto. No está mal. Y no sé si la chica ya conoce la verdad, pero si es así, imagino su rencor más que justificado. No la culpo y aún menos si sólo es la mitad de bella que su madre. Además, estarás de acuerdo en que, en esta historia, la única víctima real fue Mai Lin y por ella… sí, sólo tú podías haberlo hecho todo para resarcirte por no intentarlo en su momento.

Bien, James, nos acercamos a Hong Kong. Supondrás que retomé antiguos negocios. Los tengo en muchos sitios, pero los de aquí siempre me han proporcionado los mayores beneficios. Sin embargo, últimamente se me han complicado y me veo obligado a intervenir en persona. Pero desde luego mi mayor interés es encontrarte. He dado con otro nombre conectado a ti, un amigo o socio, creo, y espero que coopere para localizarte.

Por último, ya ves que esta carta lleva mi nombre y mi sello oficial para que, si llega a tus manos, hagas uso de ella como mejor te parezca. Suena a declaración testamentaria, ¿verdad? Bueno, ya puse al principio que es probable que lo sea. No me absuelve pero tampoco lo pretendo.

En cuanto a la chica, lo único que puedo decirle es que no estaba en mis planes pero que, aunque no fuera con amor —porque quizás ya nací sin él—, sí la hice con el mayor deseo que inspirara una mujer alguna vez.

Vaya, ¿cómo puedo acabar? Lo dejaré en un hasta pronto…

Anthony David Highmore.»

El sol entraba a raudales por la ventana de mi dormitorio. Me sentí desorientada unos instantes pero enseguida sonreí. Habíamos vuelto a casa después de mucho tiempo y los últimos meses más intensos y peligrosos que recordaba.

Arribamos la tarde anterior y el Old Oak se quedó atracado en el muelle más alejado del puerto, con la mínima tripulación de guardia. Habíamos desembarcado a la hermana Isabelle con Xue y los niños en Shantou, la última escala tras una travesía lenta con mal tiempo. Allí había una prefectura francesa y las habían acogido. Nos despedimos con pena porque no supimos si volveríamos a vernos, pero trataríamos de mantener el contacto.

Entonces borré la sonrisa. El tío Tejón. Ya no estaba. Ni allí ni en Lantau, donde siguió conservando la vivienda de su familia y yo pasé mis primeros años con él y el capitán Lung. Así que íbamos y veníamos, sobre todo al establecernos en Sanya cuando dejamos Shanghai la primera vez.

Yo me había quedado con él en Lantau cuando el capitán viajó a la India. Le costaba andar por haber enfermado de los huesos y por eso no quiso acompañarme para recibir al capitán. Sólo pasó una hora. Lo más triste fue pensar que habían imaginado su violenta muerte. Los graves acontecimientos seguidos desde entonces nos habían mantenido con un escudo que ahora sentí desplomarse. Y entonces supe de verdad cuánto lo echaríamos de menos, pero desaté el nudo en la garganta. No permitiría que se nublara aquel esplendoroso primer día de nuevo en casa. Así que me levanté recuperando el ánimo.

La casa todavía olía al incienso que la señora Jun, la vecina, había puesto el día anterior. Los Jun se ocupaban de echar un vistazo en nuestras largas ausencias. El capitán les había enviado un cable desde Shantou y fue el señor Jun quien nos recibió cuando aparecimos a última hora de la tarde. También fue él quien nos entregó el correo que había llegado en esos meses al apartado del capitán en la oficina postal. Los sobres se habían quedado desparramados en la mesa al regreso de la cena a la que nos invitaron los afectuosos Jun, muy apenados por la pérdida del tío Tejón.

Al entrar en la salita la sonrisa se me apagó otra vez.

Sentado en una butaca, el capitán sujetaba unos papeles con la vista perdida en el ventanal enfrente, por donde el radiante sol inundaba la estancia y calentaba el entarimado del suelo. Tenía el pelo mojado y se había afeitado pero estaba medio vestido y descalzo. Tardó unos segundos en reaccionar al oírme y quiso plegar los papeles, pero al instante suspiraba y los dejaba despacio sobre la mesa. Entonces sí giró la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos.

— ¿Qué pasa? —pregunté acercándome.

— ¿No hay un buenos días? —Trató de sonreír.

— ¿Qué es?

— Anda, vístete y desayunemos. Después…

Pero yo ya había cogido aquellos folios. Él no me lo impidió y se quedó en silencio, observándome. Yo leí todo, hasta la nota adjunta aparte: «Estaba en el traje de ese ladrón. La dejo en el Mokai, donde tienes más contactos que yo para hacerte llegar cualquier cosa. Algún día deberías explicarme cómo lo has conseguido, aunque ahora ya sé por qué y no espero que vuelvas. Ah, y sí, ese canalla pagó una fortuna por localizarte, pero mereció la pena para cazarlo a él por los grandes prejuicios que nos estaba causando. Todos los Tíos lamentan lo de Tejón, pero ya está vengado. Te desean lo mejor a ti y a tu perla”. Firmaba Chen Xian.

Cuando acabé, los dejé en la mesa, le dije al capitán que estaba bien, que enseguida volvía, y regresé a mi cuarto.

Allí entorné la puerta y me miré al espejo colgado al lado. Me desnudé. Mi madre quiso devolverme el reflejo pero se lo negué. Era yo quien tenía aquella frente alta, el pelo negro cayéndome por la espalda hasta la cintura, los oscuros ojos almendrados, la nariz pequeña y la boca redonda de labios rosados, el cuello fino, los pechos con grandes pezones marrones, el vientre plano, las caderas ligeramente anchas y los muslos firmes, toda la piel de seda, también la más íntima. Entonces, el aguijón tenía que estar dentro.

Era muy joven e impresionable y también quería transgredir, pero no debió enamorarse del hombre equivocado…

Me cubrí y regresé a la salita. Canalla, miserable y asesino. Anthony Highmore no pagó por sus víctimas y buscarse la muerte no fue ningún castigo. Maldito fuera siempre ya. Pero entonces me di cuenta. El veneno… Y me quedé parada en el umbral. Sólo acerté a distinguir cómo el capitán se levantaba y venía hacia mí inmediatamente antes de que se me emborronara su cara. No sé cuánto tiempo me tuvo abrazada pero el calor de su cuerpo y el del sol lograron tranquilizarme poco a poco. Cuando recuperé la serenidad, me aparté y me abrí la fina bata.

— ¿Pero qué…?

Se interrumpió más asustado cuando le cogí una mano y me la puse sobre el pecho izquierdo.

— ¿Está aquí? Mírame. Tú sí lo ves, sabes que lo tengo. Si me lo arrancas, no te podré herir, pero… no, ya lo he hecho, ¿verdad? Por eso me tienes miedo.

Entonces su gesto alarmado se relajó, comprendiendo, y los ojos se le licuaron derramándose por mi cuerpo. Yo le supliqué:

— Contéstame, por favor…

— No puedo, Yi, no hay palabras.

La voz le tembló y yo le apreté más la mano para que no la apartase.

— Pues entonces busca el aguijón y quítamelo. Lo encontrarás. Pero necesito debértelo. Si no, tuviste que dejarme morir. Entonces él sí hubiera cometido el crimen perfecto.

— No me debes nada…

— Sí, y por eso tampoco estoy equivocada, así que ¡no me rechaces, por favor! ¡No llevo tu sangre y no la quiero! ¡Llevo tu corazón! ¡Si me lo arrancas, también te lo arrancarás tú!

Volví a echarme a llorar y sus palabras me acariciaron el pelo.

— ¿Cómo voy a hacer eso? ¿No lo entiendes? Mírame tú ahora. —Me retiró la mano del pecho y me alzó la barbilla, sonriendo—. Así no hay condiciones, y tú tendrás tu vida y volverás a mí siempre que quieras o me necesites.

— Es ella entonces… Me parezco demasiado y… —Probé a usar el veneno—. Claro, ya te habías quitado el corazón para no sentir más. Sí que eres cobarde y también cruel, porque me lo das y me enseñas a confiar y a quererte, me sigues salvando la vida una y otra vez, pero tú no te fías de nadie, te niegas lo que das y ahora me lo quieres negar a mí.

Funcionó.

            — Entonces me equivoqué —el capitán frunció el ceño— porque también te he dado todos los caprichos y te he consentido aún más.

— ¿Como esto o es otra lección que debo aprender?

— No, ya no hay más lecciones —suspiró—. Sólo se trata de que te he criado, te he visto crecer, Yi… Te he tenido en los brazos tantas veces que ya no las recuerdo, ni tampoco puedo contar los besos, ni las caricias, ni los arrullos. Y todo eso ya no sería igual ni podría reclamarlo, ni me lo pedirías porque ya habría cambiado sin remedio.

— Pero no sería peor.

— Es verdad. Podría ser lo mejor, lo más hermoso, porque tú lo eres —y volvió a mirarme sin pudor—, pero también sería lo más difícil.

— ¿Y cuántas cosas difíciles hemos pasado ya? ¿No podríamos con ésta?

Me rozó la mejilla suavemente con los dedos.

— Desde luego tienes todas las respuestas.

Me atreví a mirarlo también sin pudor y, aunque no lo fuera, no pude evitar sentirme responsable de todas las heridas en su cuerpo, desde la piel arrugada del dragón rampante en su cuello hasta la marca pálida en su costado, la que había en su pierna y la última, la aún rosada cicatriz del hombro por la bala que se lo atravesó.

— También tengo que ver con esto —murmuré, tocándosela levemente —, pero ¿ves?, lo superaste, eres más fuerte que mi veneno. Lo que temes es que yo también pudiera traicionarte, soy una maldición de dos fantasmas que lo hicieron, pero entonces debiste seguir ocultándome la verdad o no haberte quedado conmigo.

Entonces se le oscureció la mirada y fue como si también el sol se volviera gris.

— Lo único que temo es que posiblemente me volví loco hace mucho, Yi. Sí, todavía me pregunto por qué me quedé contigo pero, a la vez, siempre me contesto lo mismo: serías la única razón para poder comprender y, sobre todo, para no destruirme escondiéndome u odiando. Yo me convertiría en quien soy y tú serías quien pusiera el límite en las dos fronteras y no dejaría que James Thomas Bates desapareciera de verdad. Pero ahora ya no puedo atarte más a mí, no así. No sabes cómo puede ser y no voy a enseñártelo.

— No quieres.

— Tampoco.

— Entonces temes tu propia traición y eres un mentiroso.

Hubo un silencio que espesó el aura que lo envolvía.

— Así que vas en serio.

— Yo no me engaño a mí misma.

— ¿Ya te crees suficientemente madura?

— ¿No lo soy?

— ¿Me lo quieres demostrar?

— ¿Quién provoca a quién ahora?

— Maldita sea —siseó en un gesto de rabia rendida—. Claro que te malcrié. Siempre queriendo salirte con la tuya.

— No, sólo dime que no te confundes, que me ves a mí… Yo sólo te conozco a ti.

Sus ojos recuperaron aquella luz única. Luego dijo sin voz:

— Me arrepentiré de esto…

— Pues cúlpame ya siempre. Esa será tu venganza.

Nuevo caso para Anselmo Guijarro.

Autor: Ricardo González Filgueira

Ilustradoras: Marta HerguedasLaura López

Género: Relato corto

Este relato es propiedad de Ricardo González Filgueira, y sus ilustraciónes son propiedad de Marta Herguedas y Laura López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Nuevo caso para Anselmo Guijarro.

Leí una vez en cierto libro que la casualidad no existe. O tal vez me lo dijo alguien, no lo sé. Supongo que lo que trataban de decirme es que cada uno es dueño de su propio destino. Tengo mis serias dudas. O quizás no.

Ernesto Cantimpalo era un tipo alto, flaco, con nariz aguileña. Tenía la calva más reluciente que yo haya visto nunca y usaba unas gafas de montura cara. Ya le conocía de trabajos anteriores. De hecho siempre me encargaba lo mismo. Vino a verme una tarde gris, y me pilló mirando cosas en internet que no os confesaré. Supongo que estaría mejor ocupándome y preocupándome de aquel montón de facturas que se acumulaban encima de mi mesa desordenada, pero lo cierto es que no me apetecía en aquel momento. Minimicé la pantalla.

– Quiero que vigile a mi mujer. Necesito saber si me está siendo infiel

– Lo hemos hecho en otras ocasiones y el resultado siempre ha sido negativo.

– Insisto en que la investigue de nuevo.

Le expuse mis tarifas y mis condiciones, y recabé cuanta información necesitaba acerca de mi objetivo. Más bien poca cosa, pues ya digo que el trabajo no era nuevo para mí. Me aseguró que el dinero no sería un problema. Quedé en llamarle a medida que fuera obteniendo algo.

Laura  del Soto Harrington era una atractiva mujer que atravesaba la cincuentena, toda ella curvas y elegancia. Primera clase, una real hembra dotada de glamour y magnetismo. Al menos a mí me atrapó desde el primer día en que comencé a seguir sus pasos. Y de eso hacía ya tiempo. Me turné con Lorena para vigilarla y aposté a Sebas frente a su domicilio habitual, un suntuoso y aislado chalet en la Sierra.  Debía tomar nota de sus visitas durante el poco tiempo que mi cliente no estaba allí con ella.

Nada. Compras, peluquería, visita a exposiciones de arte. Un café con su hermana o con alguna amiga. Casi todas las tardes visitaba a su madre en una lujosa residencia de ancianos.

 En una ocasión Lorena la siguió en su visita a un Spa. Se limitó a relajarse de piscina en piscina. Le pregunté por su aspecto en ropa de baño. Me dijo que la había observado incluso en el vestuario.

–          Jefe, no es una talla 36, pero te aseguro que podría volver loco a cualquier hombre al que le gusten un poco jamonas.

Tampoco aquello era nuevo para mí. No había mucho más que indagar.

Tres semanas me parecieron un tiempo prudencial, y un lunes por la mañana cité nuevamente en la oficina a mi cliente. Insistió en vernos en otro sitio y me invitó a comer a Jarvey´s

– Recuerde llevar corbata- me dijo antes de colgar. No hacía falta. Uno puede no ser un exquisito frecuentador de esa clase de lugares, pero tiene su mundo.

El tugurio en cuestión no estaba mal, y la comida no desmerecía. Langosta y Roast Beef.  Dos botellas de vino, blanco con el primero y tinto para el segundo. Que no bajaban de sesenta floros cada una. No quiso que le adelantara nada. Me habló de cosas sin relación con el asunto, irrelevantes por completo. Pero que me dieron muchas pistas para entender quien era Ernesto Cantimpalo.

Tras el postre pasamos a un pequeño salón privado y nos arrellanamos en unos butacones de piel. Sin necesidad de decirle nada, un camarero le sirvió un cognac de nombre francés que yo nunca había oído. Pedí  bourbon sin hielo. Me trajo un Meedley´s doce años y luego cerró la puerta tras de sí dejándonos solos.

Mi cliente encendió un habano

– Puede usted fumar, Guijarro. Aquí no rige la ley antitabaco- exhaló una bocanada de humo- y bien, cuénteme qué ha averiguado.

Encendí un cigarrillo y luego le expuse lo que había. Nada, al igual que las otras veces. No pareció sorprendido, más bien contrariado. Meditó unos instantes y me apuntó con el puro.

– Guijarro, sé que usted tiene sus contactos. Necesito que alguien haga cierto trabajo. Cobrará mucho dinero por ello y usted también por buscar a la persona adecuada – dio una larga chupada al habano y entornó los ojos- le diré lo que debe hacerse…

Mentiría si dijera que me sorprendió. Es algo más usual de lo que se piensa. Un tipo se casa con una mujer atractiva y rica por herencia. Adquiere una posición y un tren de vida con el que nunca había soñado. O sí.  Descorchar el champagne en vez de ver cómo se le han terminado las burbujas es el sueño de casi todos. Pero hay hombres y mujeres para quienes perseguir ese sueño es lo único que da sentido a la vida. Como un perro tras una liebre. Ya sea con la locura de un galgo o con la tenacidad de un sabueso. Muchos lo consiguen. E incluso algunos, una vez lo han alcanzado, no saben pararse ahí.


Ilustración de Laura López

No me lo dijo, pero conozco esa historia. Vieja como el mundo, aunque ahora lo llamen la crisis de los cuarenta, o de los cincuenta. O el último tren, o el derecho a ser feliz, o como se quiera. Al descubrimiento de la grasa abdominal y la alopecia le sigue el vértigo del tiempo ido, que da paso al deseo irrefrenable de rejuvenecer. Y siempre hay otra mujer dispuesta a poner su juventud y su turgencia al servicio de su propio sueño. El hombre tiene la edad de la mujer que ama, piensa Romeo, y además se lo cree. En esta tesitura la legítima, que primero fue el trampolín, ahora estorba. Si no se puede plantear un divorcio ventajoso se decide eliminarla para disfrutar de la lozanía sin renunciar al dinero. Y ahí entraba yo. Debía buscar y contratar la mano ejecutora, por supuesto a cambio de una cantidad jugosa.

 El matrimonio no tenía hijos. El personal de servicio abandonaba la casa a media tarde, cuando solía llegar mi cliente de su partida de golf vespertina. La mujer siempre llegaba en su coche un poco más tarde, tras visitar a su madre. Los días de semana cenaban juntos y solos. Pero aquel viernes había una entrega de trofeos y una cena solo para hombres en el Club de Golf. Ella estaría sola en casa y mi cliente rodeado de amigos con una inmejorable coartada. Debía parecer un robo con violencia. El asesino entraría en el chalet y obligaría a la mujer a abrirle la caja fuerte antes de eliminarla. El sabría cómo hacerlo. En el interior hallaría una suma importante, su pago como sicario. Un trabajo para un profesional que debía desaparecer sin dejar rastro. Sin errores.

La simple revelación de aquellos planes era de por sí una encerrona de la que yo no podía evadirme sin consecuencias. Negarme al encargo y salir de allí sabiendo todo aquello me convertía en una bomba de relojería, un peligro que sería prioritario eliminar.

Apuré el bourbon y acepté el trabajo.

El miércoles llamé a mi cliente.

– Todo está dispuesto. Tan solo una cosa. Mi parte debe ser entregada mañana por la mañana o todo será abortado

– ¿Porqué?

– Nuestro hombre me conoce a mí, pero no me relaciona con usted. Si algo sale mal, más vale que yo me quite de la circulación cuanto antes y con los riñones cubiertos. De lo contrario peligro yo y también usted. Es mi última palabra. O se hace así o no se hará- se hizo un largo silencio al otro lado de la línea.

– Está bien, Guijarro, así se hará. Pero no me la intente jugar. Tengo medios para hacerle encontrar y devolverme esa cantidad con unos intereses que pueden ser muy dolorosos.- el tipo comenzaba a mostrar su verdadera cara.

– Descuide, no hará ninguna falta. Todo saldrá bien. Es una simple precaución.

A la mañana siguiente recibí un paquete por mensajería. Dentro de una inocente caja de bombones, estaba todo el dinero. Llamé a Sebas:

– Tengo trabajo para ti esta tarde.

– Bien, jefe

Al atardecer del jueves Sebas aflojó las bombillas de las luces de freno de su coche y siguió discretamente a la mujer en su recorrido de vuelta a casa. Tras tomar la carretera comarcal la rebasó en una recta y se colocó por delante. Entonces, justo antes de entrar en una rotonda, Sebas frenó con toda la brusquedad de la que fue capaz. Ella no pudo reaccionar a tiempo y se le echó encima sin remedio.

Sebas llamó a la Guardia Civil de Tráfico. Llegaron dos motoristas. Luego un furgón de atestados y una ambulancia, que se los llevó a los dos. A Sebas le hicieron una radiografía de la zona cervical y a ella la atendieron de las quemaduras en manos y rostro producidas por el airbag.

No consiguió hablar con su marido por más que lo intentó. Fue su hermana quien acudió a buscarla y se la llevó a casa ya de madrugada. Al llegar sufrió una crisis de histeria.

Según recogió el sumario, el cadáver presentaba tres impactos de bala. El primero fué en la rodilla. Seguramente se hizo para conminar al hombre a que condujera al ladrón hasta el lugar donde guardaba el dinero y le abriera la caja fuerte. Los otros dos, en el pecho y en la frente. Se utilizó un revolver, con lo que no aparecieron casquillos de bala que permitieran seguir el rastro del arma. Ni huellas ni otro tipo de pistas. Todo tenía el sello de un profesional. Por supuesto, la policía interrogó a la esposa, que nada les pudo decir porque nada sabía. Había escapado de morir junto a su marido de forma milagrosa, a causa de un  accidente de tráfico.

Han pasado unos meses desde todo aquello y Sebas ya no lleva el collarín. De Miroslav no volví a tener noticia alguna, cosa que me alegra.  Es peligroso, una mala bestia sin piedad ni remordimientos, a quien le da igual un jueves que un viernes y un hombre que una mujer. Pero no tiene un pelo de tonto. Puso tierra de por medio y es seguro que no piensa volver.

En cuanto a mí, las facturas de encima de mi mesa desaparecieron, y con ellas muchas de mis preocupaciones. La verdad es que no voy mucho por la oficina últimamente. Me planteo dejar que Sebas y Lorena sigan llevando la agencia solos. Yo estoy muy ocupado. Mantengo un apasionado idilio con una viuda, toda ella curvas y elegancia. Una real hembra dotada de glamour y magnetismo. Nuestro romance arranca ya desde los primeros tiempos en que su difunto esposo me encargara seguirla. Y desde que ella ha enviudado podemos permitirnos pasar más tiempo juntos. Me desvivo por procurarle mis más solícitos cuidados.

Además, me he empeñado en mejorar mi handicap.


Ilustración de Marta Herguedas

Tiempo de revancha.

Autora: Esperanza Tejera Viera

Ilustrador: Jesús Prieto Revuelta

Género: Relato

Este relato es propiedad de Esperanza Tejera Viera, y su ilustración es propiedad de Jesús Prieto Revuelta. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Tiempo de revancha.

Avanza en silencio por el camino en penumbra. La lluvia hace que de las hojas de los árboles se deslicen gotas, por lo que la tierra está húmeda y fragante.

En una esquina, su silla de ruedas choca con una piedra. Comienza a maniobrar con la poca destreza que le permiten estos tres meses de invalidez.

Fija su mirada en una sombra enfrente y reconoce enseguida a uno de los jóvenes que compartían con él la partida de caza, donde recibió una bala que se incrustó en su espalda.

Ese grupo, compañeros desde la niñez, pasaba los meses de verano entre juegos de cartas, correrías en los coches familiares, búsqueda de conejos o armadillos en el bosque cercano. También tenían tiempo para perseguir jóvenes deslumbradas por sus historias de la ciudad. Creía que conocía sus debilidades, sus preocupaciones y todo los que les rodeaba. Siempre seguido por ese aliado caprichoso que es la juventud, se había sentido bien con esos amigos.

 Hasta ese día maldito, en que su grito perforó el silencio del anochecer, cuando la sangre saltó como lluvia entre el pasto. Todos corrieron a ayudarlo, tirando las escopetas para no sentir la culpa de ser el responsable. Llegaron con aire preocupado como asistiendo a un acto cercano a sus vidas. La sangre y las lágrimas se mezclaron sin pudor, mientras lo llevaban al pueblo en busca de ayuda.

 A los pocos días se separaron, después de dar muchas explicaciones confusas que hicieron más oscuro un accidente de caza.

Sólo él quedó allí, con silenciosos pensamientos buscando al culpable de su parálisis manchada de rojo. Conoce cuál es su realidad. Recibe ayudas para poder seguir adelante, abrazos temblorosos, sonrisas indecisas de quienes saben que nunca encontrarán la forma de consolarlo frente a la devastadora hazaña del pecado conocido.

 A cada instante siente el vacío, el frío y el enfado que no le permiten olvidar.

Esa noche, cuando sus miradas se cruzan, la suerte que da la oscuridad no permite ver los sentimientos. Con lentitud, una escena se ilumina en la pantalla de sus recuerdos que piden ser rescatados de ese silencio envenenado.

Pronto ve la figura alejarse con pasos rápidos, que son interceptados al instante por un ladrón oportunista, que lo golpea pidiéndole dinero. Lo mira cuando cae y pega la cabeza en el bordillo de la acera que sirve de almohada a su cuerpo sin vida.

Él, desde su punto de observación, no está en condiciones de ayudarlo. Y tampoco lo quiere hacer.

Está la ley y está la verdad. El corazón administra justicia ante ese acto inesperado que llegó a su vida. Se siente sereno.

La miseria, la pasión y la desgracia en que vive su existencia, constituyen la verdadera razón de la misma.

Hoy, sin mover una mano, en la cadena perpetua del rencor, cae el primer eslabón.

Comienza ahora su tiempo de revancha.


Ilustración de Jesús Prieto Revuelta

La muerte de Roberto Piemonte.

Autora: Carme Sanchis Estellés

Ilustrador: Vicente Mateo Serra 

Género: Relato corto

Este relato es propiedad de Carme Sanchis Estellés, y su ilustración es propiedad de Vicente Mateo Serra . Quedan reservados todos los derechos de autor.

La muerte de Roberto Piemonte.


Ilustración de Vicente Mateo Serra

Había sido una noche tranquila. El teléfono apenas había sonado un par de veces, y todas eran alarmas por pequeños hurtos. Vincent Barrett había tenido tiempo suficiente para descansar y despejar su cabeza. Llevaba mucho tiempo sin salir a la calle para resolver algún misterio. Echaba de menos esas noches sin dormir dándole vueltas a las pistas que había encontrado, intentando encajar las piezas para resolver el puzle de un asesinato. Pronto saldría de nuevo.

El reloj de la plaza marcaba las 07:35, un grupo de mujeres rodeaba el portal número 7, susurraban, observaban, sospechaban…

– Escuché un disparo… resonó en mi habitación… creo que ha sido en el principal.

– Yo me desperté con el grito de ella. Ha sido Beatriz, estoy segura.

– Sí, algo le ha pasado al señor Roberto. Dios quiera que esté bien.

Poco a poco el grupo se fue ampliando, y cada una de las nuevas dejaba caer su información.

En el principal derecho, una mujer sentía cómo las lágrimas viajaban por su rostro, besando sus labios, dejando en ellos un gusto salado. Justo a su lado, el cuerpo sin vida de su marido todavía desprendía calor. No soportaba mirarlo, pero aun así lo hacía, y rompía de nuevo a llorar.

Roberto Piemonte estaba sentado en su sillón de cuero marrón, con los brazos caídos y una pistola bajo su mano derecha. Vestido con un traje impoluto, unos guantes negros y un disparo en su sien.

Vincent se abrió paso entre la muchedumbre. Ahora había hombres, y ellos también traían información:

– Roberto tenía demasiadas deudas.

– Dicen que su mujer tenía muchos amantes, quizá ha sido una pelea.

– No, ella le amaba. Ha sido por dinero, siempre es por dinero.

En el portal del edificio le esperaba un hombre con una gabardina gris, una carpeta llena de papeles y un cigarrillo en sus labios. Parecía nervioso, observaba el suelo, sus manos se movían rápidas cogiendo el pitillo con sus largos dedos. Cuando sintió la presencia del inspector, levantó la mirada y miró directamente a sus ojos.

– ¿Inspector? – asintió levemente con la cabeza – Soy Daniel Moreda, el asistente personal del señor Piemonte.

– ¿Asistente personal? – Vincent arqueó su ceja derecha mirándole con curiosidad.

– Exacto. Me encargo de administrar el tiempo, dinero y recursos de la familia Piemonte. Soy su secretario, administrador y contable. La señora Beatriz me llamó hace un par de minutos y he venido lo antes posible para atenderle. Parecía tremendamente inquieta.

– Entonces, voy por delante de usted – Vincent no pudo evitar esbozar una sonrisa con sus delgados labios, dejando entrever sus dientes. – El señor Roberto Piemonte se ha suicidado, un disparo en la sien. De momento desconocemos las circunstancias exactas que le llevaron a hacerlo, pero hemos encontrado una nota de despedida.

– Roberto, ¿Roberto se ha suicidado? – Daniel hizo una mueca, como si se le parase el corazón – Dios mío. Ha tenido problemas con el dinero últimamente, pero ese no es motivo suficiente para suicidarse.

– Vaya, qué discreto… – dijo entre dientes – Acompáñeme, por favor. Tenemos que revisar la escena del crimen y debo hacerles unas preguntas a usted y a la señora Piemonte.

Beatriz esperaba sentada en el sofá frente a su marido. Sus labios pintados de rojo temblaban, sus ojos castaños estaban cansados de llorar. Al sonido estridente del timbre, la preciosa mujer se levantó, se alisó el vestido y retocó su peinado con los dedos. Ella siempre tenía que estar perfecta.

La puerta estaba abierta. El inspector Barrett se quitó el sombrero. Asombrado por la belleza de la viuda, sus ojos viajaron por todo su cuerpo, observando cada pequeño detalle.

– Soy el inspector Vincent Barrett, encantado de conocerla.

Ella, miró con los ojos llenos de lágrimas a quien le hablaba. Sin duda aquel hombre no era como el resto de policías. Habían pasado ya muchos por la casa. Unos hacían fotos, otros preguntas, otros simplemente observaban.

– Encantada Señor Barrett. Ya he contestado todas las preguntas de los policías, pero le atenderé. Perdóneme si en algún momento no soporto los nervios – las lágrimas regresaron a sus ojos – pero es que todavía no me lo puedo creer…

– Tranquilícese mujer – la rodeó con uno de sus brazos – vayamos dentro, será mejor que nos sentemos.

Daniel, el ayudante de la familia, se quedó en el salón mirando a Roberto. Beatriz le había ignorado. Era difícil mantenerse sereno frente al cuerpo sin vida de su jefe. Aquel hombre que había sido tan poderoso, ahora estaba allí sentado, muerto. Eso sí, tan elegante como siempre.

En el comedor, Vincent empezó el interrogatorio:

– ¿Podría explicarme qué pasó exactamente? – sacó del bolsillo de su gabardina una pequeña libreta negra, casi llena.

– Hacía tiempo que mi marido estaba inquieto. Se pasaba el día aquí encerrado, mirando por la ventana que da a la plaza.

Anotó en su libreta lo que ella le decía, sus palabras, sus gestos, sus pausas.

– Le pregunté mil veces qué le pasaba. Nunca me confesó sus temores, siempre decía que era mejor no saber nada. – Miró sus manos, su anillo de casada. – Supongo que quería protegerme. Pero yo sabía más de lo que él pensaba.

– ¿Quién se lo explicó?

– Daniel, por supuesto. Tenía miedo, así que me contó que Roberto empezaba a tener deudas, que si no pagaba se metería en líos. Y supongo que así fue, por eso enloqueció.

Un policía entró con la carta que Roberto había escrito antes de suicidarse. Era corta, muy directa.

“Querida Beatriz, perdóname. No puedo seguir viviendo así, perseguido, observado, encerrado. Sé que soy un cobarde, pero no encuentro otra salida que terminar con mi propia vida. Vete con tu hermana cuando yo ya no esté, espero que consigas volver a ser feliz. Y, sobretodo, perdóname.”

– La letra coincide con la del Señor Piemonte. No hay duda, ha sido un suicidio.

– ¿Hay más pruebas?

– Sí, señor. Hemos encontrado cartas amenazadoras sobre el escritorio. Al parecer tenía muchas deudas, creemos que relacionadas con apuestas. Además, el arma con la que se disparó estaba bajo su mano. No había huellas porque llevaba unos guantes de cuero. Pero las pruebas son muy claras.

– Parece que su marido nos ha dejado el trabajo hecho – Vincent seguía escribiendo, a pesar de que el resto de policías daban el caso por cerrado.

– Señor, ¿damos la orden de levantar el cadáver?

– No, todavía no. Me gustaría echarle un vistazo. – le hizo una señal para que se retirase. Todavía tenía preguntas para la viuda. – Resuélvame una duda. Antes de suicidarse, ¿su marido no le habló de huir?

Beatriz abrió bien los ojos, cogió aire. Tocó su pelo y jugó con uno de sus rizos.

– Bueno, me propuso hacer un viaje. Yo todavía no sabía que estaba metido en estos líos.

– Y, ¿no volvió a proponérselo más tarde?

– No, creo que no. – Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Le molestaba su insistencia.

– ¿Por qué no fueron?

– No lo sé, me pareció precipitado.

– Entiendo… Y en cuanto a la carta, ¿se irá usted a vivir con su hermana?

– Sí, creo que es mejor que haga caso a mi marido. Necesitaré el apoyo de mi hermana.

– Está bien. Si necesita alguna cosa mientras está fuera, puede llamar y hablar conmigo. Si no estoy mi ayudante tomará nota. – sacó de su libreta una tarjeta con su nombre y su dirección. – Aquí tiene.

– Gracias. Y si me disculpa, desearía acostarme un rato. Daniel se encargará de todo.

Sin darle tiempo a nada más, Beatriz se levantó y cruzó la habitación tocando su pelo, moviendo sus caderas al andar. Vincent sabía que aquella mujer escondía algo importante, sabía que mentía, pero lo hacía muy bien.

Daniel todavía estaba en el salón, y el inspector Barrett fue a observar el cadáver y a hacer unas últimas preguntas.

– ¿Desde cuando trabajabas para la familia? – Dejó de hablarle de usted, quería una conversación más directa.

– Hace ya muchos años, yo todavía estudiaba. Beatriz visitaba la librería donde yo trabajaba, y al final nos hicimos amigos y me ofreció este trabajo.

– ¿Se encargaba ella de ese tipo de cosas? –  De nuevo arqueó una de sus cejas. La pobre viuda que se había mostrado desvalida tenía más poder del que decía.

– Bueno… fue ella quien me ofreció el trabajo, pero era Roberto quien tenía la última palabra.

– Ya, y ¿le confesaste a la señora los problemas de su marido?

– Verá, Beatriz sabía que algo no iba bien, y merecía saber la verdad. – Al inspector no le gustó la respuesta. Se puso serio.

– ¿Se lo contó usted?

– De hecho, siempre se lo contaban todo. No les gustaban los secretos. – Una gota de sudor resbaló por su frente.

– ¿Lo hizo usted o no? – Vincent levantó la voz.

Un policía se acercó a ellos, impidiendo que el joven respondiese.

-Inspector Barrett, el comisario ha pedido el cierre del caso y a dado la orden de levantar el cadáver. Él mismo se encargará de todo, así que puede retirarse.

Daniel Moreda esbozó una sonrisa. El caso estaba cerrado. Un simple suicidio, un lío de apuestas.

-¿Le puedo hacer una última pregunta? – Vincent sabía lo que estaba pasando.

-Por supuesto. –  Respondió ya más sereno.

-¿Viajaban muchos los señores Piemonte?

-Sí, claro. A Beatriz le encanta viajar. Solían salir de viaje, a cualquier parte del mundo. Incluso viajamos los tres juntos algún fin de semana.

Y eso fue todo, caso cerrado. Aunque Vincent sabía que los dos mentían, aunque tenía pruebas, jamás podría demostrarlo. El poder hace callar a la verdad, y compra a la justicia.

– Roberto, ¿has escrito ya la carta?

– Sí, mi amor. Ya está todo preparado. Las deudas sobre el escritorio, y la despedida la dejamos aquí en el salón. Tengo el dinero del billete de tren preparado, y te he dejado suficiente en el cajón para el tuyo y tus gastos durante esta semana.

– ¿Crees que todo saldrá bien, cariño?

– Por supuesto, no estés nerviosa. Muy pronto estaremos los dos juntos, muy lejos de aquí. Y te prometo que no habrán más apuestas.

–  Te prepararé un café antes de irte. Siéntate en el sillón, mi vida.

Beatriz fue a la cocina a preparar café. En el primer cajón, junto a las cucharillas guardaba la pistola de Roberto. Se puso uno de los guantes de cuero negro de su marido y la guardo en su bolsillo. Regresó al salón, sin café.

– Te amo – susurró él cerrando los ojos mientras su mujer le abrazaba por la espalda. La mano izquierda de ella acariciaba su cuello. Mientras la mano derecha acercaba el arma hacia su sien.

Al abrir los ojos, vio su imagen reflejada en el espejo unos segundos. Su mujer apretaba el gatillo, su vida se evaporaba. Rápidamente colocó los brazos caídos y dejó el arma bajo su mano derecha. Le puso los guantes y se cambió el vestido. La función no había hecho más que empezar.

El Señor Roberto Piemonte se había suicidado, dirían los periódicos. El Comisario daría el pésame a la viuda y recibiría un sobre a cambio. ¿Dinero? No. Fotos, un chantaje.

En el entierro, ella lloraría desconsoladamente. Rememoraría aquel plan perfecto, y la cara de horror de su marido cuando ella apretó el gatillo.

El color del dinero.

Autor: Miguel Ángel Rodrigo

Ilustrador: Fernando Halcón

Género: Relato

Este relato es propiedad de  Miguel Ángel Rodrigo, y su ilustración es propiedad de Fernando Halcón. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El color del dinero.

Un billete de quinientos era todo lo que me quedaba en este mundo. Tan reluciente y tan planito. Tan lila o tan malva o como quiera que se llame el color que se gastan los billetes de quinientos; me refiero al que tienen, claro; que gastarse, ya se gastan solos. Leí en una ocasión que España concentra el cuarenta y cinco por ciento de los billetes de quinientos emitidos por el Banco Central Europeo. Seguramente lo escuché, porque yo no leo. Soy más de escribir, porque soy poeta. En España no son lilas, que aquí, tierra de listillos y picaruelos, negro es el color del dinero. Y de entre todos los billetes de cinco centenas que campaban por España, aquél era mío. Reluciente y planito y lila o malva. Mas no negro. También calentito, por estar recién sacado del cajero. Visa Loro mediante, cuyas cuotas de crédito no tenía previsión alguna de cumplir, por supuesto, también. Porque aquel billete, abrigo último de mi pobreza, no me pertenecía. Y es que nada es completamente nuestro excepto el tiempo. El de cada uno. Y esto que afirmo, a pesar de ser yo muy poeta y creativo, lo he debido oír por ahí, porque suelo leer más bien poco.

No debemos encariñarnos demasiado con los bienes terrenales, especialmente con el parné. Porque el parné no es tiempo; es sólo parné y normalmente no nos pertenece. El billete de quinientos, siendo estrictos, era propiedad del presidente de la entidad financiera que, pese a querer ser mi banco, seguía cobrándome las comisiones de manera inmisericorde. Aurelio Motín, un picaruelo, también capitán del acorazado «rojo Ferrari», cuya orgullosa estampa puede contemplarse salvar la bravura del océano económico mundial. Un barco que es un banco, el Lucifer. Un banco pirata que, pese contarme entre sus clientes desde hacía quince años, continuaba empecinado en cobrarme las comisiones. Reparar en aquel detalle aumentaba la concentración de bromuro en mi estómago. El júbilo de saber que mi banco, el Lucifer, cerraba ejercicio, año tras año, declarando ingentes beneficios, no  me aliviaba. De vez en cuando pensaba en ello y sí, qué ganas de ¡¡aagudsfskka dsl kañs!! que me entraban.

La numeración de aquel billete estaba libre de toda sospecha. Sin mácula; como mi bienaventurada y augusta madre: la señora Inmaculada, en cuyo delantal jamás advirtiera nadie mancha o lamparón de salsa de tomate. ¡Qué poco orgullosa estaría de mí si pudiera verme así, tan acabado! Y lo peor es que no era de esos acabados «tipo» que vienen proliferando por la crisis económica: gente hecha de honra y esfuerzo que lo ha ido perdiendo todo porque cada vez queda menos que ganar, menos que conservar, en este país de billetes de quinientos reconcentrados. Sí, qué país. De oportunidades para los polvorillas. De pelotazos, patadones y reventones del sistema. No. Ellos, los acabados «tipo», han jugado limpio y nada cabe reprocharles. A mí, en cambio, dedicada la existencia a amar lo ajeno, se me puede acusar de haber fracasado entonces. De no haberme sabido manejar en la elección de compañías y negocios. Yo, Antón Pirulero, como todo ladrón de raza, debiera haber comprado el cielo. Ser rico y ser libre; y aplaudido por la masa, o por la parte más gregaria y miméticamente entusiasta de ésta. Ser gente guapa. Chula. Molona. Como lo era el mismo presidente Motín, del Lucifer, el banco de las comisiones pese a todo. O como Chicho Campos y Fajardo Playa, dueños de una simpática fortuna cultivada con esmero y mentirijillas de nada, allá en los arrozales de la corrompida –que no corrupta– Comunidad de Venecia. ¡Oh, Venecia! y sus calles anegadas. Inundadas.  Ahogadas estaban allí las gentes. Las más. Porque también la habitaban reductos autoprotegidos de una fauna resistente al encharcamiento. Un número majo de eminencias de exquisitez moral sin parangón y engordadas cuentas corrientes, capaces de flotar y navegar las turbulentas aguas venecianas. Sí, como Campos y Playa. O como Rica Barrabás, su alcalina alcaldesa, que además del paseo en góndola, gustaba de depositar sus lindos piececillos en tierra firme cada día al caer la tarde. Pisar fuerte. Enterrar los nobles pinreles en el frescor de los terrenos no inundados, expropiar, confundir valor con precio como haría todo necio. O como Sandro Cabra, rampante presidente de la Sobreputación de la Comunidad Veneciana, que es más de tener la cabeza en las nubes. En el cielo azul. Mientras sueña con cómo llenarlo de luces aromáticas y brillantes amapolas. En esta relación, no puedo dejar de mentar a Soberbio Crispo, expresidente de Camperra australiana, cuyo liderazgo se vio forzado a dejar por escasez de pobreza. Triste devenir. Afortunadamente, este hecho luctuoso acaeció allí, en Australia, país y continente de prestaciones generosas para con los ciudadanos imbricados en los tejidos sociales más débiles, más desfavorecidos. Gracias al cielo –ése azul soñado por Cabra–, sobrevive con una pensioncita de quinientos mil que, por supuesto, le viene del sector privado. Algo más del mínimo interprofesional, porque, no nos engañemos, hablemos de justicia laboral y plusvalía marxista: la complejidad de su trabajo en la Camperra era tal, que sin un cociente intelectual de nueve mil hubiera resultado imposible acometerla. Por no hablar de la responsabilidad inherente al cargo de Presidente Superchachi, que  hubiera echado atrás  al mismísimo Atlas. Un esfuerzo ingente se compensa con generosa recompensa. Con reconocimiento. Reconozcámoslo, pues: gracias a los madrugones y a su fuerza de trabajo, cada día amaneció un día más en España. Lástima, por eso –y no por ser puntilloso, sino por comentarlo un poco, ya que estamos–, que la Camperra terminase por quebrar. Mas no menos guapo entre todos estos guapos, a pesar de no ser veneciano, es Fénix Deumilmilet, catalán de buen oído y hombre capaz de fabricarse un negocio próspero con poco más que un par de violines y algún coleguita. Qué nómina de cracks. De catacrakcs. Todos tan listillos. Tan picaruelos. Todos tan todo y yo más nadie que ninguno. Qué bien.

Dos han sido las vocaciones de mi vida: poesía y hurto. Pero la dedicación que exige éste, me ha dejado sin tiempo para perfeccionarme en aquélla. Así que, en lo que ha poesía se refiere no soy más que un diletante. Como manguirulo, en cambio, me considero un profesional de largo recorrido. Empecé a los once años con sisas de poca monta, como robar a manos llenas los paquetes de Celtas sin boquilla en el estanco del barrio. Recuerdo la tarde en que mi emérita madre (no sabría decir emérita en qué, yo leo poco) me pilló. Después de haberme metido la preceptiva bronca, porque mira que traerlos sin boquilla, adán, que pareces un adán, se los fumó todos mientras daba buena cuenta de un pack de birras. Qué mona que era. El calor ebrio de su mirar me reconforta aún hoy. Ésa fue mi fortaleza. Sus palabras recriminatorias las que me instaron a seguir. A mejorar. Dios la tenga en su gloria. Y que en su gloria tenga también Dios alguna tabernilla para que pueda fumar la mujer. Me gusta imaginarla borracha perdida, allá en el cielo, ciega de todo; llenos los bolsillos de cartones de Winston y de güisqui on the rocks el vaso, y que así no sea testigo lúcido del hombre en que me he ido convirtiendo. Insulso. Lechuzo. Sin recursos. Insatisfecho con sus versos, que no riman bien pues mal riman. Mi segunda naturaleza, que tal vez debiera haber sido la primera, es una naturaleza muerta. Y eso me atormenta.

Un billete de quinientos y mi vieja petaca de güisqui sin güisqui; la había olvidado. Eso era cuanto me quedaba en este mundo. El billete. La petaca. Algunos versos malos. Y aquel pasado plagado de recuerdos que allí, a la vera de un cajero del Lucifer, me asaltaban. Para qué oponer resistencia. Me dispuse a evocar y evoqué. Toda mi biografía. Cada renglón añadido al descuidado currículo laboral.

En su día fui una joven promesa. Mi ascensión, meteórica. No lo digo yo, que lo decía mi arremolinada madre: «¡Hay que ver qué dedos más largos tiene el niño, será pianista o mangante!» . A una edad demasiado tierna y en menos de un año, pasé de los Celtas sin boquilla a controlar el tráfico de Winston que llegaba de Andorra. Así, me granjeé el respeto de los más chungos. Luego, llegó la comodidad. La vida sedentaria. El aburrimiento. La apatía. Me había apalancado. Es lo malo de dormirse en los laureles durante nueve años: termina uno fumándoselos. Y perdí la reputación. Qué reputada. Perdí los contactos, los buenos contactos. Alguno ya me había tentado con ofertas interesantes. Pero, tonto de mí, yo había seguido a lo mío. A lo más cómodo. Preferir siempre el tejano roto a la corbata prieta. El hurto rápido a la estafa fina. El trabajo físico al esfuerzo intelectual. El niño, al hombre. Concluyendo: los cuatro duros a la pasta gansa. En mi descargo, diré que era joven; que estaba lleno de ilusiones y bla bla y etcétera y toda la recámara de frases hechas de que se nutre la retórica juvenil de cada generación. O se nutría. Sentía tener el mundo a mis pies y las cosas del mundo, todas, en mis manos. Miraba Fama, bailaba como Coco y quería vivir para siempre. Porque estaba cargado de futuro. Yo era futuro en esencia. Los que teníamos veinte, entonces, pudimos ser así. Hoy el cuento es otro. Es peor.

Después del tabaco, aspirando ya el rebufo de los ochenta, resurgí convertido en un gurú de la techné tecnológica: radiocasetes extraíbles, consolas Atari 2600, teles en color sin Thomp ni Son, calculadoras Casio de fósforo verde, el cubo del Rubik, la leche Pascual… Sí, trabajé todos los artículos. Todos los robé. No había contenedor en el puerto que resistiera más de cinco minutos los encantos de mi ganzúa. Fueron tiempos de abundancia. De innovaciones y revoluciones electrodomésticas. Como la irrupción del vídeo: sistemas Beta, VHS, Beta 2000 colonizaron los hogares. Gracias a las ventanas, alivié cuanto pude aquella invasión doméstica. Qué buen cine se hacía en los ochenta, por cierto. Los albóndigas en remojo, la saga completa de Parchís o Red Scorpion de Dolph Lundgren, por citar algunos ejemplos representativos. Fue ese tipo de cine de culto el que hizo de mí un cinéfilo. Y un culto. Pero mis poemas seguían estando compuestos de versos que no lograba hacer rimar. Mi poesía era inorgánica. ¿Qué peor desdicha que la susodicha?

Y llegaron los noventa al son de Public Enemy. Y del Tractor Amarillo. Pronto eclosionó una crisis económica no pequeña que ya anticipaba lo que se escondía al doblar la centuria. Trabajadores honrados y raterillos de baja estopa fuimos las principales víctimas. La clase media y media baja, vamos. No así los verdaderos sabios  –Jurel de la Prosa, Mari O’Conde Mor, José Luís Coltán, Mariano Moreno Conmechas de Rubio (Cantinflas)–, que a pesar de ser pillados, procesados y condenados, supieron lo bastante de magia financiera como para preservar el botín. A día de hoy, alguno hasta tiene un librito publicado y todo, o habla de cosas «guays» en Interlobotomía. Fue una primera lección, para mí y para el Dioni y para tantos otros.  Entretanto, yo sólo me dediqué a sobrevivir. A ir trampeando. Una huida hacia delante hecha de trabajos pésimos, como el arranque o sustracción, destornillador mediante, de chapas de BMWs, Saabs y Mercedes; o la venta de un crecepelo que yo mismo fabricaba agitando (no mezclando) en un bote de fairy y a proporción 2-1-1-2: harina de garbanzo, musgo, miel y tirillas de hilo bien cortitas. Encontrar harina de garbanzo era complejo.

Aquel gobierno valeroso, con Graznar a la cabeza, no tardó en ventilar la crisis. Qué ingeniería económica más fina. Maquinaria suiza. Cremosa. De chocolate. Qué recalificaciones del suelo más convenientes. Todo muy goloso. De nuevo, la esperanza en el horizonte para los emprendedores como yo, pero sobre todo para los skyliners de la costa, como Rica y compañía.

Aprovechando que el siglo ya abrazaba su crepúsculo, y siendo como era un hombre informado de las necesidades de su tiempo, lancé al mercado un software para proteger a las empresas del efecto Y2K. Reconozco que fue una buena idea. Porque no era robar, sino perpetrar un fraude desde un nicho de negocio floreciente. Engañar en vez de sustraer, ésa era la auténtica clave. Y no es que supiese mucho de programación. Lo que yo sabía, en verdad, era que los demás no tenían ni papa. Así que se me ocurrió hacer un copy and paste en el Word de una novela de Frenando Achánchez Dragón que después puse en Webdings. El resto, puro marketing: «Esto, ejecutao, te protege hasta el tres mil. Si usas otro o ninguno, la empresa explotará», le decía yo a la peña. Y la peña flipaba. Compraban licencias como locos. Me las quitan de las manos, oiga, canturreaba por la calle. Hice con ello un buen dinerín. Hasta que se pinchó la burbuja tecnológica. Pluf.

Había que reinventarse. ¡Cuántas empresas tienen que hacerlo! La llegada de Internet trajo consigo el correo electrónico. Qué invento. Con él, renací. Hay que ver la cantidad de incautos que creyeron ser herederos del equivalente moldavo del príncipe Queflipe, e ingresaron en mi cuenta caimana el primer emolumento en euros. Los contactaba en estos términos: «Su graciosa majestad, Don Paco Pépez de Borbónez: tras el reciente fallecimiento por reventón del príncipe Silvester Estallón, y dándose la triste circunstancia de que no ha dejado herederos, se le comunica que es usted el primero en la línea de sucesión de la Corona Moldava. Le esperamos el jueves, entre doce y una, por aquí, en el aeropuerto de la capital de Moldavia. Quedamos a mano izquierda, verá usted muchos aviones. Nos distinguirá por nuestras ropas nobles. No por otra cosa pues somos muy de fenotipo «moldavo medio». Por temor a posibles atentados, no le vamos a decir cuál es la capital, mírelo usted mismo en Yahoo! –Google Maps no existía–, o en algún atlas, no vaya a ser que intercepten el correo y le sigan. Y le maten, claro, lo que sería realmente inconveniente para todos. La Corona no soportaría su pérdida. En cuanto esté usted aquí, organizaremos todo lo referente a su seguridad. Ah, importantísimo, el importe del billete de avión se le abonará también a su llegada, no le quepa la menor duda, amigo majestad, pero ingrese entre tanto milquini en el número de cuenta adjunto, a fin de ahorrarle la molesta gestión de la compra». Pura mimesis aristotélica. Me lo curraba, para algo tengo alma lírica, que aunque no leo, escribo un montón. Hubo unos cuantos de Borbónez que accedieron, pero enseguida empezó a dejarse sentir la desconfianza de la gente en los mercados, el desánimo, la caída progresiva e imparable del consumo. Y cuando la miseria se aproxima, se afina la suspicacia. Pronto dejaron de creerme. Una pena, porque me sentía creativo con aquel proyecto.

El euro había hecho poca ilusión y mucho daño. Un café pasó a costar lo que antes nos costaban dos. Por tanto, habría que trabajar el doble para ganar lo mismo. Mala cosa. Ya entonces sabía que nos empezábamos a ir a la porra, pero me dejé arrastrar por la inercia de la empanadilla; por la esperanza de que no permitirían un retroceso en el estado del bienestar. ¿Quiénes? El gobierno, por supuesto. Confiaba en él. En ellos. Encontrarían algo que privatizar, algún parque de atracciones chorra que levantar o, ya nos dejaría dinero algún banco de algún país. Si total, España iba bien. O había ido. Y me arrellané en la confortable certeza de que si empeorábamos, como en los noventa, ya llegaría la providencia dispuesta a graznar y arreglarlo todo. Como graznan los cuervos, los grajos y los gansos. Absorto en todo ello estaba cuando sonó el móvil.

– Dígame –dije lógicamente.

Una voz bella y grave, rutilante y firme, capaz de infundir tranquilidad al cimbreo gelatinoso de un fideo chino, me dijo:

– Señor Antón Pirulero, ¿es usted?

– De los Pirulero de toda la vida, a mandar. ¿Quién le requiere?

– Mi nombre es Ñakañaki Unpoquitín. Represento a la oenejéaserejé «¿Nóosjode?», y soy el hijo de Dios.

– ¡Coño! –exclamé yo en mi pobreza de espíritu–. ¿En serio?

– Del todo.

Era firme. Era seductor.

– Pues qué quiere que le diga, oiga. Qué honor. Y qué se le ofrece, hijo de Zeus, deidad entre deidades.

– Bien tú hablas, Antón Pirulero, hijo de Ulises, héroe de Troya, por Polifemo temido y respetado por Aquiles, el bañado en Estigia, sobrino de tus tíos y llegado al fin de la Odisea hasta las tierras de Ítaca.

Me quedé flipando porque yo era hijo de doña Inmaculada, de quien nadie en su delantal jamás apreciara churrete o borrón de salsa de tomate.

– Caballero, –contesté– mi entendimiento no alcanza a comprender las palabras que escapan del vallar de su boca, mas creo no ser yo ése que dice. A ver, centrémonos un poquitín.

– Claro. Verá, señor Pirulero…

– Antón, por favor, llámeme Antón.

– Eres campechano, Antón, me gusta. Pero te informo que no me pilla de nuevas. Sé mucho sobre ti. ¿Sorprendido? – con la mente dije que sí y él pareció escucharlo a través del auricular– Es natural, hombre. Mira, no me andaré con misterios, te llamo porque he recibido un sms cuyo contenido te atañe.

Me dejó parado. Por fortuna soy un tipo sincero y lo reconocí.

– Me deja usted parado, sinceramente, lo reconozco.

– Normal –dijo, ampliamente–. Y por cierto, de tú, Antón, llámame de tú, que hay confianza. Y si no la hay, la va a haber. Pues sí, ya ves, estamos muy tecnificados para los asuntos importantes.

– ¿Estamos? ¿Quiénes?

– La paciencia es la madre de la ciencia, Antón, seguro que lo has leído en algún sitio. Según parece, acabas de sacar un billete de quinientos con tu Visa Loro, ¿cierto?  –esta vez traté de dejar la mente en blanco, pero aquel hombre era capaz de oír incluso aquello que yo había dejado de pensar–. No te dé vergüenza, Antón, ábrete a nóosotros, todos hemos sido pobres alguna vez. Te diré algo, tu billete es el último de quinientos libre, limpio e inocente de España. ¡Ea! ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?

– ¡Caramba carambola carambita olé!, –grité sin ambages a la par que hacía palmas– no salgo de mi asombro, Ñakañaki.

–Me hago cargo, estas cosas impresionan. Sobre todo a los pobres. Es ver veinte euros y arrancar por bulerías. Cómo es esta chusmilla proletaria, madre mía. Pero tranquilo, lo tuyo está a punto de cambiar. Canta, canta, Antón, desahógate. –Y yo cantaba. Bulerías, por cierto. Unas muy bonitas–. Te he llamado porque tengo algo grande que explicarte. Verás, no es una casualidad que lo hayas sacado tú.

– ¿Mande? –me interesé con audacia.

– El billete, me refiero al billete. Lo hemos puesto en el cajero para ti –hubiese dicho algo, en plan «jolín» o «jobar», pero por algún extraño hechizo no podía dejar de tararear los éxitos de Bordón Cuatro–. Ole, ole, ahí, ahí –animóme Unpoquitín–. Somos un grupo de empresarios más o menos honestos y más que menos destacados. Ricos todos, eso sí. Algo exagerado. Y estamos muy orgullosos de ello, claro. Porque para nosotros, el poder no sólo es poder. Es un fetiche. Nuestra comunidad trata de preservar esos valores que trascienden en mucho lo meramente económico. No nos mueve la ambición, como al lumpen.

– Qué bonito es todo esto, Ñakañaki. Cuánta pureza hay en vosotros.

– Pues sí. Te voy a confesar una intimidad: nos gusta designarnos como la Comunidad del Dinerillo. Siempre en petit comité. Qué graciosa inocencia. En el fondo somos como niños.

– Entrañable –afirmé abortando un estribillo de Isabel Pantera.

– Claro que esto es alto secreto, no lo cuentes o tendremos que matarte. Bueno, a lo que íbamos: ¿qué pintas tú en todo esto?, te preguntarás –lo hacía–. Llevamos quince años observándote. Estudiando cada movimiento. Cada estrategia. Tratando de predecir el siguiente paso. Siempre a una distancia prudencial, sin injerencias. Como en los reportajes sobre hienas de la Dos, ¿sabes? –claro que sabía, toda España ve la Dos–. Necesitamos sangre nueva, Antón, y debe ser la tuya. Porque tienes lo que hay que tener para ser de los nuestros. Algo que está a medio camino entre la escasa dotación intelectiva y la inhibición sistemática de los escrúpulos. Yo le llamo el duende. –¿escasa qué? A ver qué me has llamado, mamón, pensé y él no lo escuchó. Sí, Antón, tienes duende, amigo. Sé que  la suerte te ha sido esquiva hasta hoy. No imaginas los sacrificios que he tenido que hacer yo. Glups –dijo tragando saliva y recuerdos–. Pero tu desgracia ya es historia. La cúpula quiere formarte y hacer de ti un fetichista sanguinario.

– Ah, está bien esto.

– Te voy a tener que dejar, pero antes, escúchame, no lo repetiré: en menos de veinticuatro horas, debes realizar una donación de doscientos mil euros a la oeneejéaserejé que represento, «¿Nóosjode?». Es tu pase al Olimpo.

– ¡Doscientos mil euros! Yo no tengo tanto dinero –dije cantando y girando sobre mí mismo al compás del tema de María Montaña, Qué majo es el olivo.

– Lo sabemos, Pirulero. Utiliza el duende.

Ñakañaki colgó antes de que pudiera preguntarle si los Reyes son los padres. Creo que habría dicho que sí, que son los padres políticos. Qué cándido. Tanto incluso como para creer que yo iba a picar un anzuelo tan estúpido, robar doscientos mil euros para meterlos en «¿Nóosjode?». Estaba todo muy claro. Necesitaban un cabeza de turco; algún panoli con más narices que cerebro a quien colgar todas sus estafas. Ese panoli era yo. Ñakañaki no lo sabía aún, pero había cometido un fatal error de cálculo. No ha nacido hombre que le haga pirulas a Antón Pirulero.

Decidí seguirles el juego. A falta de nada mejor en qué ocuparme, probaría suerte. Entré en la Copistería Lucas y pedí seiscientas fotocopias de mi billete de quinientos. A doble cara. Perfectamente colocadas. Trecientos mil euros. No tardó ni veinte minutos. A tres billetes por página, viento en popa a toda vela, aquella fortuna con olor a tóner apenas ocupaba doscientos folios. Le pedí al encargado unas tijeritas y me entretuve recortándolos. Le pagué con los quinientos que había sacado de la Visa Loro y hasta luego, Lucas.

Observé el dinero. Era negro. Podía haberlas pedido a color. Pero eso no me arredró, sabía cómo blanquearlo o lilearlo o lo que sea que hiciese falta para colocar aquella pasta en el torrente del curso legal. En los telediarios no se decía, pero todos sabíamos qué país estaba comprando a España. Así que, chinochano, me fui a los chinos a por unas maletas y deuda española. Y le dije al chino de allí:

– ¿A cómo sale el bono?

Al cinco. Glacia. Bono bueno hoy. ¿Vale? Mañana lecalifica deuda pañola. Hoy paña paga meno. ¿Vale? Mañana tú vende tú hace dinelo. Paña paga má el bono. Glacia.

Me quedé mudis. En la vida, todo es tan dar and purs, pensé. Será porque yo no leo. En fin. La fortuna fotocopiada que obraba en mi poder me acababa de proporcionar información privilegiada de manera inopinada. Con las fotocopias, compré cuanta deuda me alcanzó y me retiré a descansar a un parque. Había olvidado llenar mi vieja petaca de güisqui, así que pasé la noche embriagado sólo por mis propias emociones y la contemplación de las estrellas.

La petaca de güisqui sin güisqui era todo lo que me quedaba en este mundo. La petaca, las maletas, algunos versos infaustos y los papelitos que me hacían acreedor de un ínfimo porcentaje de la deuda del país. Un pastón si se rebajaba su calificación, tal y como me había dicho mi confidente, Pah Lan Chin. Pensando en él me dormí, en las últimas palabras que había pronunciado cuando ya salía por la puerta y él rectificaba a boli la numeración idéntica de los billetes falsos: «mmm, dinelo neglo, tú tibulón, amigo».

Al día siguiente, el país se fue a la mierda. Mi cuenta corriente, en cambio, se había constelado de brotes verdes, azules, lilas.  Era asquerosamente rico. Unos cuantos miles de millones más rico. Me pasé a ver a Lucas. Ei Lucas, qué tal. Y fotocopié otros tantos miles de millones; no podría concretar. La mente humana no está preparada para ponderar grandes cifras: la edad del universo, las distancias interestelares, las fortunas obscenas del capitalismo neoliberal… Lo guardé todo en las maletas y llamé de nuevo a mi confidente chino. «Compla esto, vende aquello, quielo porcentaje, ah vale, glacia», decía el tío máquina. Aquella misma mañana puse en marcha diversas empresas y negocios a golpe de teléfono y talonario. Un par de aeropuertos en la cara sur del Mulhacén, muy convenientes para los oriundos de allí. El levantamiento de un puente de feldespato y zanahoria sobre la Sagrada Familia para que los niños pudieran jugar a fútbol encima y encima merendar. Llevar el mar a Puertollano. Lo típico.

El plazo dado por Unpoquitín y su cuadrilla estaba a punto de expirar. Qué poco esperaban que les hubiese salido tan listillo. Tan picaruelo. Como ellos. Me sentía bien; orgulloso de mí; y seguro de que el orgullo invadiría también las resacas celestiales de mi tornasolada madre. Tal era el bienestar, que me convertí en poesía misma y, espontáneamente, compuse estos versos de belleza sin par:

Al pasar la banca,

le dije al banquero,

soy un pobre hombre

y no tengo dinero.

 

Al volver la banca,

le volví a decir,

que mis moneditas

no son para ti.

 

Yo no soy un rico,

ni lo quiero ser,

y tan sólo espero

que con comisiones

me dejéis de joder.

 

Y si, aun así, siguen,

no las pagaré,

y que le den y mucho

al pirata Lucifer.

Así como estaba, imbuido de lirismo, atendí al señor de correos que se me había aproximado con unos paquetes. Los abrí. Dos trajes. De Zara. Una tarjeta. De Campos y de Playa. Rezaba: «Confiando en un futuro lleno de colaboraciones, le ruego acepte estos presentes que a nosotros no nos vienen». Qué generosidad. Pero, para mi sorpresa, los actos obsequiosos con mi persona acababan de empezar.

Me llegó un sms. De Rica Barrabás. Esta gente era así, muy de sms. Encabezaba con un saludo cariñoso y protocolario, «Apreciado amigo Antón Pirulero». Después me informaba de que había a mi nombre varias propiedades en la Comunidad de Venecia, porque a los hombres así, como yo –léase: y mi dinero–,  había que hacerlos sentir en Venecia como en casa. Vaya, pensé. Ya era uno de ellos. Inmediatamente recibí otro. De Sandro Cabra. Con él, su bienvenida y la noticia de que me convertía en socio de una promotora. Él y yo. Codo a codo. Pastón con pastón. Al parecer, íbamos a construir una lanzadera espacial en la Costa del Azafrahán, en la provincia de Caslimón de Naranja. Si todo salía bien, enviaríamos cohetes a Neptuno llenos de turistas. Cabra me contaba que estaba entusiasmado; «y si las naves no volan, pos ya quedan pa los nietos». Eso decía. Vaya, recuerdo que pensé. En el bolsillo guardaba el teléfono cuando el mismo empleado de correos acercóseme una vez más portando un sobre certificado. Era de Soberbio Crispo, el de la Camperra. Me hacía llegar otro afectuoso y encorsetado saludo y, con él, unos papelitos que leí y firmé al instante. Vaya, diría que exclamé. Y nada más estampar el autógrafo, mi cuenta bancaria acogió el primer pago de su regalito: una pensión vitalicia de siete millones de euros anuales y otros ochocientos mil en concepto de dietas. Me iba a poner tibio. Pero de entre todas aquellas generosidades, con la que casi me atraganto de veras fue con la exhibida por Aurelio Motín: mms mediante, pues era un tipo potentado, me hizo llegar una participación del 25% en el Lucifer. No tardé ni un segundo en recibir otro ingresito en cuenta, un avance de los beneficios del año en curso: mil trescientos milloncetes. A la saca. «Vaya, vaya, vaya», pensé por una y dos y tres veces más.

Pero, a pesar de mi fortuna, jamás iba a renunciar a lo que por encima de todo me constituía: mis principios de trabajador. Mangante, pero esforzado. Dicen que todo el mundo tiene un precio. Yo no. Yo soy sólo valor. Antón Pirulero no ha estado jamás en venta. No podía dejar de pensar que la auténtica función de la literatura es poner de manifiesto la injusticia. Alzar la voz ante la voz que acalla. Acortar las distancias entre clases. La literatura: un arma social. Esa misma concepción tenía Sartre. No sé por qué lo sé, porque yo no leo y un aserto semejante es raro de oír; pero lo sé, ése el caso. Y en esto estaba cuando llamó Pah Lan Chin, mi consejero. Compra. Construye. Destruye. Roba. Dispendia. Vilipendia. De acuerdo. Sí. Bien. Ahá. Okey. Le dije. Y colgué. Y todavía borracho de versos, entré en poética erupción. Era mi mente un volcán en cuya lava, rebelión y fuego se fundían. De mi aliento, irrespirable y pirolítico, manó esta maravilla:

Se alzó el proletariado

cuando el bono fue a la baja.

Y con el bono, el abono,

la faja y la caja

En aquel horizonte que la explosión de mi poética había teñido de añil, pude distinguir la figurilla del funcionario de correos cuyas nuevas me estaban cambiando la vida. Sonreí. Él, solemne, me entregó una carta certificada. Una vida tan honrada tenía que ser insoportable. Me fijé en su rostro. Rutinario. Gris. Firmé. Le di mil eurillos. Dos lilas o malvas o el que sea que tienen como color los billetes de marras. Se hizo luz. La cara lila o malva y roja. Me estrechó la mano. Nadie nunca había tenido gesto semejante con él. En el colegio lo inflaban a collejas por mendrugo. Así le llamaban; «¡fíjese, mendrugo me llamaban!», me contaba con audacia. Pero sucedió que, en algún momento, había dejado de escucharle. Sólo podía mirar aquella carta. ¿De qué se trataba? ¿Derechos de explotación de alguna mina de coltán? ¿Un cachito de Facebook cotizando en bolsa? ¡Cuánta intensidad! No cabía en mí de gozo. Abrí. Leí. Y cuando comprendí, maldije las muelas de unos cuantos. Y aquél –el gozo que queda cuatro frases atrás– cayó en un pozo. Profundo. Más negro que el dinero que de mis orejas brotaba. Era una denuncia por malversación que iba además acompañada por una citación de la Audiencia Irracional.

¿Malversación? Me negaba a aceptar tal cargo. Mis versos no rimaban, de acuerdo, pero yo, como poeta, era puro fulgor. En mis coplas podía apreciarse una  caleidoscópica visión del cosmos así como una sensibilidad exacerbada. Modestia aparte, era yo un rapsoda fuera de lo común. El mejor poeta en potencia desde Baudelarie. Ponle el segundo, lo más estirar. Por eso, yo no malversaba. Versaba estupendamente. No había duda, en este país nunca se ha soportado que talento y éxito vayan de la mano. Alguien me estaba haciendo la cama y creía saber quién. En la eñe de ñoquis encontré su número. Marqué y esperé que descolgara.

– Ñakañaki Unpoquitín, soy Antón Pirulero.

– ¡Ei, Antón! hijo de Ulises y todo. Zeus, el de larga mirada, está que flipa contigo. Con la boca abierta dejadonóos has. Ya formas parte de la Comunidad del Dinerillo. El patriarca Don Aurelio tiene muchas ganas de abrazarte. Eres como un hijo para él –dijo con aladas palabas.

Sabía ser dulce como una garrapiñada y zalamero como el hombre que sabe ser dulce cual garrapiñada. Pero tanto azúcar no era más que una cortina de humo. Azucarado.

– Te voy a hablar clarito, Ñakañaki –respondí–. ¿Qué sabes de la denuncia por malversación que me ha interpuesto Vafaltar Razón?

De repente, su voz rota. Un crujido de dolor la atravesaba cada tres palabras. Por ejemplo,  de haber dicho: «Caminante no hay camino…», un observador en reposo habría escuchado: «Catacrackminante no hay catacrackmino…». Ñakañaki se preocupó como sólo mi epistemológica (¡pffrr!) madre, blanca y pura de tomate,  lo había hecho a lo largo de mi existencia:

– ¿Razón? ¡Oh, no!  –lamentóse profundamente–. Lo lamento profundamente, Antón, jamás pensamos que llegaría a molestarte. ¿Cómo estás? Bueno, vamos a lo que interesa, desde que tengo memoria, Razón me persigue. Nos persigue a todos  respirando su aliento en nuestras nucas.

 – Un asco, sí.

– Ya sabes lo que dicen, todos tenemos un precio. Habrá que sacar al honorable juez del tablero de juego. El dinero es poder, Antón. Podemos callar a Razón. Extirpemos las injusticias que la Justicia comete.

Cuanta equidad supuraban aquellas palabras. Aun así, ya tanto me daba si me querían o no, si me acogían en su seno o tampoco. Tenía dinero y quería más. Qué fetiche ni qué ñiñiñí ñiñiñí. Dinero. Sólo dinero.

– ¿Sigues ahí, Antón?

Naturalmente que seguía ahí. Era uno de ellos y sabría aprovecharlo. Estaba decidido. Los iba a matar a todos.

– Ñaka, debemos reunirnos y decidir cómo sacar de en medio a Razón.

– Esa es la actitud que nos gusta de ti, Pirulero. Siempre dispuesto a entrar en acción.

No sabía bien cuánto. Habíamos quedado en la sede central del Lucifer. Fui en AVE y llegué volando a la capital. Aparecí a primera hora de la tarde con las maletas llenas de dinero fotocopiado. Ñakañaki ya estaba allí. Era igual que en las revistas. Tal que un titán. Sostenía una Fanta, hablaba por teléfono y tenía el semblante cruzado por una honda preocupación. Se explicaba: «A ver, llamo hoy para demostrar mi inocencia. Durante este ratito, he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia… No sé. No estoy al corriente. Que no lo sé. De eso yo no se nada. Sí. No. Eso, mi socio. A mi chati ni tocarla. Sólo sé que nada sé». Me preocupaba que Razón hubiese estrechado el círculo. Antes de deshacerme de ellos, los utilizaría para borrarlo del mapa. Además de rico, quería ser poeta, era necesario despejar cualquier bruma de malversación sobre mis composiciones. «¿Va todo bien, Ñaka?», le pregunté en voz bajita. «Sí, sí, tranquilo Antón –respondió tapando el auricular del móvil con su mano de oro anillada–, son los de la máquina de Fantas. He metido dos euros y no me ha devuelto los veinte céntimos del cambio. Cuando vas de bueno intentan engañarte. Y encima, dicen que es culpa mía. Anda, pasa, pasa, que tomaremos té con pastas. Yo voy enseguida».

Pasé. El despacho era tan grande como el universo conocido. El umbral de la puerta, un horizonte de sucesos. En el centro del despacho, el agujero negro más gordo de la galaxia económica: Don Aurelio Motín. Era igual que en las noticias. Se aproximó con la mano tendida.

– Hijo, eres como un hijo para mí. Anda, pasa, pasa, que tomaremos té con pastas.

– ¿Soy el primero?

– No, Pirulero. Hace un momento ha llegado Fénix Deumilmilet. Pasa, pasa, que os presentaré. Y tomaremos té con pastas.

Deumilmilet estaba afinando una bandarra, que es un híbrido entre bandurria y guitarra. Se decía de él que tenía muy buen oído.

– El viaje ha ido muy bien, Antón, muchas gracias. A usted también espero –me dijo, así, de sopetón. Y, claro, flipé.

– Encantado, señor Deumilmilet. Soy Antón Pirulero y pretendía llegar aquí el primero. Ojalá el viaje haya sido de su agrado –dije después de que él ya me hubiese respondido.

– Sí. Es que tengo un problema de sonido. Lo llaman así: «un problema de sonido», tiene gracia, ¿no es cierto? Y es que el sonido se me adelanta. Nada, no hay cuidado –dijo en respuesta a algo que yo empezaba a exclamar.

– ¡Coño! –exclamé en referencia a su presentación previa– Pero ¿cómo ha podido saber qué le iba a decir? Disculpe el taco, son los nervios.

Había pillado la copla. Decidí no volver a hablarle. Entonces, de repente, se escuchó un tumulto. Agitación. Aplausos. Vivas y vítores. Algún petardo. Llegaba una estrella. Las puertas se abrieron. Envuelto en luz y Armani, se hizo corpóreo Campos. Playa le seguía sonriente. Me llamó la atención la perfección de su peinado. A Fajardo, aquel hombre noble, no le importaba cuánta gomina o brillantina u horas de secador hiciesen falta para erigir aquel tocado hecho de éter. Realmente era gente de dinero.

 – ¿Has visto a esos dos de la camiseta del Levante, Playa? –preguntó Campos.

– Sí, Campos. He percibido que no aplaudían con suficiente entusiasmo–respondió Playa.

– Eso mismo me ha parecido a mí, Playa. Asegúrate de que  no vuelvan a trabajar en toda Venecia. Ni de gondoleros. ¡A mí se me apoya, no hay más! –Sin perturbar aquella elegancia innata que había comprado el dinero, dijo:–. Caballeros, buenas tardes. Siento el retraso.

Un poquitín entro al momento. Tras él, de cerca, Soberbio Crispo, Sandro Cabra y Rica Barrabás, cuchicheaban. A un gesto de Motín, nos sentamos a la elíptica órbita de la mesa de reuniones.

– Señores –introdujo Motín, autoritario–, hay asuntos muy graves que requieren nuestra atención, pero antes, quisiera dar la bienvenida a Antón Pirulero, nuevo miembro de nuestra pequeña e inmodesta Comunidad.

«Te queremos Antón, básicamente por el pastón», entonaron al unísono. Acogí la bienvenida con una sonrisa bajo la que ocultaba mis verdaderas intenciones.

– Bien, dicho lo cual, revisemos el único punto del orden del día: el Juez Vafaltar Razón. Sois ya unos cuantos los que estáis hasta los mismísimos de tanta impertinencia. Su última lindeza ha sido imputar al pobre Pirulero por malversación. Este hombre no tiene ningún recato. Así que, a callarle la boca tocan. Venga, ¡brainstorming!.

– Yo le concedería una pensión –propuso Soberbio Crispo.

 – Bien pensado, Sober. Vaya, me acaba de tocar la lotería. Van nueve veces hoy. Seguimos blanqueando –informó Sandro Cabra.

– Si me permiten, don Aurelio, audiencia –intervino Campos–, me he encargado de todo. Ha sido ridículamente sencillo. Mucha gentecilla me debe favores en Venecia. Promesas, regalos, extorsiones… Preferiría no entrar en detalles, digamos que sé aprovechar mis encantos. En este momento se está celebrando un juicio. Se le acusa de juez. No sale de ésta –y sonó un Nokia Tune –. Mira, un sms –y lo miró–. Es de la Audiencia Irracional. Lo han declarado culpable. Inhabilitado. Listo. Un problema menos. Qué, ¿tomamos té con pastas?

Aquello era eficiencia. Campos era un superhéroe. Hasta me supo mal tener que matarlo. Trataría de parecerme en el futuro, un referente sólido hace mucho bien. Todos le aplaudíamos rabiosamente. Empezamos a llorar. Luego, nos fundimos en empalagosos abrazos. ¡Bravo!, se decía. ¡Viva!, se comentaba.

Era el momento. En mitad del ensueño de aquella explosión catártica, me acerqué a las maletas chinas con disimulo. Las abrí con gracia. Extraje los fajos de billetitos con salero. Y, dando paseítos circulares por el despacho, los fui esparciendo como si se tratase de alpiste. Titas, titas, dije después.

Ante la estampa de los billetes, la caterva de pajarracos comenzó a inflar el pecho, a encrespar el plumaje, a levantar una pata.  A hacer pío. Miradas de soslayo, sonrisas de codicia; No me gustaba ese ambiente. Salí del corro que habían formado, por lo que pudiera ser. Arremolinados alrededor del dinero falso, comenzaron a mujir, a croar y graznar. Llenaron el suelo de babas  y se tumbaron encima. Haciendo comando alcanzaron el montón de pasta. Cada uno de ellos comenzó a chupar su respectivo flanco. El proceso fue un asquito: salivas deshaciendo papel; la masticación triturándolo;  la deglución posterior de un bolo poco alimenticio, pues no sé, asquerosa también. Conforme el dinero se terminaba, se acercaban unos a otros. Hubo empujones. Mordiscos. Puñetazos. Navajas con hambre de riñón.

Terminado el festín, empezaron a alucinar, a perder la cabeza. Sangraban. Playa se despeinó un poco. Unpoquitín preguntaba «¿Nóosgusta? ¿Todo esto es Real?»; Fénix Deumilmilet agitaba las piernas mientras hacía solos de air guitar; Soberbio Crispo gritaba «¡La pensión! ¡No me bajen la pensión!»; Cabra, añorado de Duchamp, propuso: «Deconstruyamos algo, va». Y más apartados, disueltos en un abrazo latino, íntimo, Chicho y Rica entonaron un temita de jazz.

Luego, la digestión. Pesada. El desangramiento. Eterno. El roncar y el eructar y el bostezar. Y al fin, alcanzar la paz eterna. Habían fallecido por comer fotocopias de dinero. Qué cutre todo.

Saludé a las cámaras de seguridad y comencé a hacer llamadas. Y unté a todo quisqui mientras daba cuenta del té con pastas: guardias de seguridad, Gobierno, Justicia, los medios y hasta a los del Olimpo. Motín se había empeñado en ser un padre para mí, por lo que recibí una herencia infinita. ¡Era tan rico!

No fue un crimen limpio. Ni perfecto. Pero era hipermillonario y era libre. Salí a la calle. «¡Pirulero presidente!», berreaba mi prole. Era un superhéroe. Aprendí a sonreír, a vestir Armanis, compré Quetefónica y me puse a graznar de consejero. Como colofón, compuse el mejor de todos los poemas:

 Liba, corticóidea madre.

Liba tomate frito como no libaste en vida. 

 

Te recuerdo mamando a todas horas,

Con tu níveo delantal.

Cerveza, qüisqui  o calimocho

Que sólo el vodka

te sentaba mal.

 

Y no entendí tu halo bendito,

Que entre tantas cosas bellas

Decidió

comprar otro abrebotellas,

y ahorrar tomate frito.

 

Espero, oh madre estupenda,

que a tu ser todo celeste

mi idiotez no le moleste

y perdones a este menda.

La vieja petaca de güisqui sin güisqui es cuanto me queda en este mundo. Bueno, la petaca, una cantidad indecente de billetes de colores, algunas empresas fraudulentas y una multinacional de salsa de tomate que he dado en sacrificio a mi ignota madre. Es inmejorable. No por el dinero o la petaca vacía; no por mis rentas y negocios ni por los avances de mi psicoanalista en el trauma edíptico que vengo arrastrando. No. Es algo mucho más esencial. He concluido el poemario. Disipado toda duda de malversación. Hoy hago versos como churros y, al fin, lo he logrado: ¡que rimen perfecto!

NOTA DEL AUTOR:

Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Vamos, hombre.


Ilustración de Fernando Halcón

EL hombre de Tollund.

Autora: Olga Besolí

Ilustradores:  Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez

Género: Relato

Este relato es propiedad de  Olga Besolí, y su ilustraciónes son propiedad de Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL hombre de Tollund.


Ilustración de Verónica López

Los trabajos proseguían. El ruido ensordecedor de la excavadora retumbaba en la cercanía, pero perdía fuerza en la inmensidad amortiguadora del pantano. Una gran mano metálica se introducía en las sucias aguas para sacar paletadas malolientes de material putrefacto del fondo. El paisaje era desolador, o al menos eso le parecía a Svenson. Con los pies hundidos hasta las rodillas en el lodo, removía con su pala de mano la superficie de aquella tonelada recién depositada de fango, tierra y despojos, intentando apartar del resto todos aquellos fragmentos de troncos u otros objetos inservibles y demasiado grandes que, por su gran tamaño, podrían entorpecer la labor del filtrado y extracción de la turba.

Luego, con todos esos desechos, se llenaban grandes sacos que un camión de la empresa transportaba semanalmente al vertedero. Con eso, la compañía aseguraba a la opinión pública que mientras explotaba los recursos naturales del lago se encargaba a su vez de limpiarlo de basura. Con eso, se aseguraba también que se prolongara el contrato y licencia de extracción.

Pero no sólo había despojos, turba y lodo en las profundidades del lago. A veces, paleando sobre aquella informe masa cenagosa, Svenson había encontrado algún fragmento de un material mucho más preciado que la turba, mucho más escaso, y con mucho más valor en el mercado, la hulla.

Cada vez que Svenson daba con un trozo de hulla, se sentía un hombre afortunado. Pero hoy no era uno de esos días. Bajo el cielo gris y calmo del atardecer, la superficie de las aguas yacían inertes y tenebrosas. Svenson las contemplaba, como solía hacer, consciente que llevaban milenios atrapando en su fondo de barro negro las deposiciones y restos de plantas putrefactas que, aprisionadas durante siglos se convertían en turba y que tras un par de milenios se petrificaban en la hulla con la que acostumbraba a llenarse los bolsillos. “Todo esto es un gran cementerio” pensaba para sí mismo, mientras permanecía semiinconsciente con sus botas de goma embarradas. “Y nosotros, los turberos, somos los desenterradores de muertos”. La voz del capataz lo sacó de su ensimismamiento:

-¡Svenson, holgazán!, ¡mueve tu culo y tu pala que no tenemos todo el día!

Reaccionó al instante y tiró con sus manos enguantadas de un pedazo enorme de tela embarrada, gruesa y de gran calibre, que pesaba una barbaridad empapada como estaba y con todas sus fibras untadas de barro espeso. Con pesadez la arrastró hasta meterla dentro del saco. A veces la gente, normalmente los jóvenes descuidados o que acampaban por las cercanías, tiraban despojos a las aguas, por lo que no era raro encontrarse latas de bebida u otros objetos similares a diario. “Un gran cementerio, eso es” seguía pensando Svenson. Y estaba en lo cierto. Los vegetales carbonizados a los que llamaban turba estuvieron una vez vivos. Pero era ahora, cuando yacían muertos en el fondo, que servían a los hombres por su gran inflamabilidad, para mantener las chimeneas y los fuegos de los hogares encendidos durante el duro invierno danés.

Hacía años, cuando inspeccionaron a fondo el lago y encontraron que debajo de las aguas turbias se escondía un completo yacimiento, la empresa minera local se hizo pronto con la exclusiva en su explotación. Día tras día, mientras su propietario iba amasando una pequeña fortuna, las excavadoras arrancaban de las entrañas del lago sus sedimentos, escarbando cada vez más profundo, hurgando cada vez más adentro. Pero la capa de turba parecía no acabar nunca. Apuntaba tener grosor suficiente como para asegurarles a todos trabajo suficiente hasta la llegada de su jubilación. Aunque esa idea no le gustara demasiado a Svenson.

Él solía mirar con desagrado las malolientes aguas, preguntándose qué más podría ocultarse bajo sus profundidades, pero esta vez, a diferencia las anteriores, sintió como un escalofrío le recorría por entero la espalda. La temperatura descendía rápidamente mientras la noche se avecinaba.  Pero no fue el frío lo que le hizo tiritar, al que, como buen danés, estaba más que acostumbrado. Era algo más profundo y enigmático, algo inexplicable. Acababa de presentir lo que él mismo averiguaría a la mañana siguiente: que la turba y la hulla no era lo único muerto que yacía en el fondo del lago.

Pero, de momento, el grito del capataz, hizo parar las máquinas:

-¡Ya está bien por hoy, chicos! Dejadlo todo como está. Seguiremos mañana. No olvidéis recoger todas las herramientas, que ayer alguien no lo hizo y por su culpa hemos perdido un mazo de los buenos. Así que dejadlo todo bien limpio y en su lugar.

La enorme excavadora sacó por última ocasión su enorme brazo del interior del lago. Una tonelada de lodo negro se elevó por encima de las cabezas y, chorreando agua por todos los lados, recorrió balanceándose la distancia que le llevaba hasta el depósito de filtrado. Nadie se fijó en ello, atareados como estaban en recoger sus bártulos y despojarse de sus impermeables, pero de la gran pala llena de barro pendía el cabo de una cuerda, sucia y oscura. Era una gran soga que todavía colgaba alrededor de un cuello.

El material extraído cayo en el depósito y el cordaje fue engullido bajo los demás residuos, mientras el último destello de luz mortecina y grisácea desaparecía por el horizonte, anunciando que caerían la noche y las temperaturas.

Y, por fin, lo esperado: el arropo al calor de la chimenea, la comida caliente de Anika y el descanso reparador tras una jornada más.

La escasa luz de la mañana se filtraba por entre las nubes y se perdía en la tenebrosidad del terreno pantanoso. El frío y la humedad se colaban entre los pliegues del impermeable, traspasando los jerséis de lana. Pronto sería invierno y la superficie del lago se cubriría con una espesa capa de hielo. Entonces se retirarían las máquinas y los hombres. Los primeros hasta que llegaran tiempos más cálidos y los segundos hasta que un nuevo aviso de la compañía terminara con unas obligadas vacaciones invernales. Había sido así durante los seis años que Svenson llevaba trabajando en la compañía y nada apuntaba a que esta vez fuera diferente. Pero esta vez sí sería diferente porque la pala de Svenson tocó algo duro y arrastró con su golpe lo que parecía un cabo suelto.

“Cada día me encuentro con más basura” pensaba para sus adentros. Con las manos heladas bajo los guantes y sin tacto alguno, intentó agarrar la punta de la cuerda y tirar de ella. Pero no pudo. Lo que estaba en el otro extremo yacía sepultado bajo demasiada cantidad fango y tierra.

Svenson cogió su pala y empezó a excavar alrededor de la soga, apartando todo el barro que pudo. Estuvo tratando de desenterrar el cordaje durante más de una hora, esfuerzo que parecía no dar ningún fruto. La maldita cuerda seguía sujeta a algo que impedía que la sacara. Movido por la curiosidad, decidió que no escatimaría esfuerzos para liberarla. Paleo insistentemente hasta que la herramienta dio con algo duro. Entonces la dejó a un lado y empezó a escarbar a dos manos.

-Svenson, eso sí que es trabajar, si señor- dijo el capataz que pasaba por atrás- No sé que demonios te ha dado hoy Anika para desayunar, pero dile de mi parte que por mi ya puede cocinártelo todos los días. ¡Menuda energía!

Entonces, Svenson, por primera vez en su vida, dejó que el pánico se apoderara de el y sintió náuseas. Frente a sus ojos yacía un cadáver, un espantoso cadáver aplastado y ennegrecido, seguramente por haber pasado días hundido entre la turba y el fango. No pudo contener las arcadas y empezó a vomitar. El horrendo cuerpo estaba totalmente desnudo salvo el hecho que llevaba un gorro en la cabeza. Pero lo peor residía en el hecho que todavía llevaba la cuerda con la que había sido estrangulado alrededor del cuello. Svenson reunió el aire suficiente para gritar, llamando desesperadamente al capataz.


Ilustración de Jordi Ponce Pérez

En seguida se pararon todos los trabajos. Vino la policía y el médico forense, y con su habitual lentitud hicieron el levantamiento del cadáver. El primer diagnóstico fue simple: crimen por asfixia y perpetrado muy recientemente, tal como se adivinaba por el buen estado de conservación del cuerpo.

Las malas noticias se extienden tan rápidamente como los virus y la alarma se apoderó de Tollund. Al rumor de que andaba un asesino suelto se juntaron los vientos gélidos del nordeste, que helaron el lago, y se sumaron los intensos interrogatorios policiales a los que sometieron a los habitantes del pueblo, inquietos desde aquel día: si alguien había cometido ese crimen, lo había hecho de forma perfecta, pues las aguas del lago habían borrado toda huella posible de analizar. Tampoco se conocía la identidad del muerto, pues su ficha dental no coincidía con la base de datos de las autoridades. Además, en los últimos meses no se había denunciado desaparición alguna por la zona de ningún hombre de esas características: bajo, de unos cuarenta años de edad y de poco peso, cuarenta y cinco kilos a lo sumo.

La policía supuso enseguida que podía tratarse de un extranjero o un mendigo, lo cual dificultaría la investigación sobremanera. Por otro lado, nadie vio ni sintió nada extraño, ni fue testigo de ningún suceso sospechoso, ni en el pueblo ni en las inmediaciones del lago. Con toda esa suma de desatinos y una absoluta falta de pruebas, la investigación avanzaba lentamente y en ningún sentido, mientras los vientos amainaban y los hielos se derretían.

Con la llegada de las primeras oleadas de buen tiempo, las máquinas que deberían haber reemprendido su labor, seguían paradas bajo el cerco policial. Toda la orilla del lago estaba señalizada como escena del crimen, con las usuales cintas amarillas de “prohibido pasar”. Si la investigación no se cerraba pronto, la empresa extractora perdería un montón de dinero que podrían repercutir en futuros despidos.  Pero ¿Cómo clausurar una investigación si lo único que tenían era un cuerpo? ¿Se habían encontrado con un crimen perfecto? Algún agente empezaba a sospechar que sí, pero solo con la ayuda de Svenson lo averiguaría.

Sucedió que una tarde, cuando parecía que el archivo del asesinato de Tollund iba a engrosar la temida carpeta de “casos sin resolver”, Svenson se dirigió al bar de Moth, donde todas las tardes que siguieron a esa horrible mañana iba a tomar la copa que le hacía olvidar que añoraba extrañamente volver al trabajo, ese que antes tanto aborrecía. Allí se encontró a Erik Dansen, el agente de policía, que de tantos meses de andar preguntando por ahí ya era considerado uno más del pueblo, sentado en la barra tomando su acostumbrado vaso de vodka. Entonces a Svenson se le ocurrió. Quizás ese pedazo de manta que encontró tuviera relación con el asesinato; quizás fuera donde el criminal envolvió el cuerpo. Y así mismo se lo comentó al agente.

Cuando llegaron a las orillas del lago, este se escondía bajo una espesa capa de niebla que no dejaba ver el sol en el cielo. Sin separarse unos de otros, pasaron por debajo de las cintas policiales que acordonaban la zona y Svenson guió a Erik y los demás agentes hacia donde descansaban los sacos de residuos que llevaban seis meses esperando a que el camión los llevara al vertedero.

Tras tres horas de ardua búsqueda uno de los agentes gritó:

– ¡Señor, creo que la he encontrado!

– ¿Es esta la pieza de la que hablaba? – le preguntó Erik acercándole la tela.

– Creo recordar que sí- respondió Svenson-. Bueno, estonces estaba mojada y tenía más peso. Pero sí. Es esa misma.

– Bien, agente Borj, traiga aquí una bolsa de plástico y llévela corriendo a los analistas. A ver si esto nos da por fin una pista y acabamos con esto.

La mañana del jueves de la tercera semana después de aquello, unos hombres bien vestidos se presentaron ante la puerta de Svenson. Preguntaban por el hombre que había encontrado al muerto del lago. Svenson los hizo pasar y escuchó atentamente todo lo que le tenían que contarle aunque, realmente, no podía dar crédito a lo que escuchaba. Se había analizado la tela y era muy vieja, tan vieja como el pueblo. Le habían practicado no sé que prueba del carbono para la datación y su edad era de dos mil cien años. Parecía increíble pero era cierto. Viendo los sorprendentes resultados analizaron del mismo modo el cuerpo, y encontraron que era del periodo de la edad del hierro. Concretamente tenía una antigüedad de dos mil cuatrocientos años. Aún así, la tela y el cuerpo se llevaban tres siglos de diferencia, lo que les daba por pensar que todo el fondo del lago estaría infestado de otros ropajes y otros muertos.

Svenson no entendió aquello, ni porqué ese cadáver se había mantenido perfecto.

– Eso es por la composición ácida de las aguas del lago, donde la reacción química del musgo esphagnum al descomponerse hace que actúe como un conservante, -le dijo uno de esos señores impecablemente vestidos de negro-. De la misma forma que ha estado convirtiendo los restos vegetales en turba y hulla, han mantenido el cadáver incorrupto, aunque aplastado, por el peso del lodo del lago. Este, en su momento actuó como arenas movedizas que engulleron el cuerpo y lo conservaron a través del tiempo. ¿Lo entiende ahora, señor Svenson?

– Así que ¿han venido ustedes de la capital para contarme solo eso?

– No exactamente –le respondió el mismo- Venimos a comunicarle tres cosas. La primera es que todas las gentes de Tollund pueden estar tranquilas de nuevo, porque no hay ningún asesino suelto. Al menos en el tiempo actual. Si lo hubo, hace miles de años que anda muerto. Las autoridades ya están cerrando el caso, aunque este sea el más extraño en el que la policía danesa haya intervenido, porque aunque exista el cuerpo de un ahorcado, y haya constancia de que ha habido un delito de asesinato, no se puede llevar a juicio.

– ¿Y las otras?

– La segunda es que ya podrán todos ustedes a volver a sus trabajos en cuanto la empresa de extracción se ponga en marcha de nuevo, aunque tendrán que hacerlo con una condición que les marcará su capataz pero que yo le adelanto: deberán fijarse y tener cuidado por si encuentran otros cuerpos y, en ese caso, comunicárnoslo directa e inmediatamente.

– ¿Y ustedes son?

– El centro de recuperación y clasificación histórica. Pero no se preocupe, que ya le hemos dado todas las instrucciones a su superior.

– ¿Y entonces, porqué hablan conmigo?

– Porque usted, amigo mío, y esta es la tercera noticia, ha dado sin querer con un descubrimiento arqueológico de vital importancia. Así que, como manda la tradición, tiene usted el derecho de ponerle un nombre a su hallazgo. Piense que por ese nombre se le conocerá para toda la posteridad y, tan pronto como acabemos con todos los análisis que precisamos para nuestro estudio, el cuerpo permanecerá expuesto en el museo Silkeborg.

– Pues entonces, que se llame el hombre de Tollund, por toda la revuelta que ha armado en el pueblo durante los últimos meses.

– Si ese es el nombre escogido, de acuerdo.

En ese preciso día de verano del año 1957, el pequeño pueblo de Tollund ganó dos habitantes. Uno de ellos llegó a ser tan famoso que su nombre recorrería los dos hemisferios, aunque su cuerpo muerto permanecería por siempre bajo una urna de cristal en la sala de un museo. Era “El hombre de Tollund” una momia de los pantanos daneses descubierta por un turbero.

Y el otro, mucho más anónimo, sería el agente Erik Dansen, que se quedaría a pasar el resto de sus días en aquel pueblo.

Comáes.

Autora: Inmaculada Ostos Sobrino

Ilustradora:  Rosa García

Género: Relato

Este relato es propiedad de Inmaculada Ostos Sobrino, y su ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Comáes.

Las comadres se apiñaron junto a la fuente, era una soleada tarde de otoño y como todos los días después de comer se reunían para tertuliar.


Ilustración de Rosa García

– ¿Qué tal Francisca, cómo lo llevas hoy?

– Pues mejor Pepa, pero en cuanto cambie el tiempico, esta maldita ciática volverá a aparecer, es lo que tiene la edad.

– A las buenas comáes, ¿Qué, os habéis enterao de lo del Tomás?

– Sí, ha sido una sorpresa, ¿Quién lo iba a decir con lo fuerte que estaba ese hombrecico?

– ¡Qué fuerte ni qué fuerte, si estaba consumido!, parece mentira que digas eso Francisca si de un tiempo para atrás estaba en decaída.

– Vamos a ver Pepa, si ese hombre ha trabajado toda la vida en el campico, estaba hecho un buey.

– ¡Pero ternera!, ¿Cuanto tiempo á que no veías tú al Tomás?

– Mujer, pues la verdad es, que he estao un tiempico fuera ayudando a mi hija en Valencia, pero Rosa, conozco al Tomás desde que éramos niñicos y siempre ha tenido muy buena salud.

– Pero algún día lo habrás tenido que ver, ¡digo yo!

– Sí, la Pepa tié razón, se le ve asín por lo menos de un mes pa trás.

– La verdad es que cuando volví lo vi más tisíquico, pero lo achaqué a que ya era mayor, ¡Lo normal vaya!

– Pues ya te digo yo que de normal ná de ná, que ya lan hecho lautosia y dicen que no ha sio natural.

– Anda bruta, ¡calla! Que ha sido un infarto lo que se lo ha llevado, lo dijo el Doctor Ferrán.

– ¡Ay, pobre!, que dolorcico debió pasar.

– ¿Qué infarto ni que probe? ¡Que ha sido la vinagra lo que le ha matao!

– ¿Qué tonterías estás diciendo niña?

– ¿Qué es la “vinagra” bonica? ¿Alguna nueva enfermedad?

– Que niña ni niña, que tengo trenta y tres años ya, comáe.

– ¡Pues parece mentira con lo modernas que sois las de tu generación y lo atrasada que tú estás!

– ¡Eeeh, sin faltar!

– No te ofendas Rosa, Pepa no lo dice con maldad. La verdad Rosa, un poquico brutica sí que eres, tienes que reconocerlo.

– Bueno, a lo que iba, la vinagra es una droga que usan los hombres pa que se les ponga alzao el aparato.

– ¡Ala, inculta! V-I-A-G-R-A, no “vinagra”.

– ¡Anda!, mira que moerna es la Pepa, ¡Que las mata callando la pellejo!

– ¡Uy, santico bendito! – dijo Francisca santiguándose.

– Y tú, ¿Cómo te has enterado de eso di?

– Pues porque mi  amigo el Lute anda currando en la funeraria y la tenío que amortajar y le ha visto to el cebollo.

– ¡Por dios, Rosa, un poco de respeto!

– Sí, hija, que no hace nadica que acaba de pasar.

– Pero comáes, si yo le tengo respeto, pero digo la verdá.

– A las buenaaas – saludó una mujer de aspecto jovial uniéndose al grupo.

– Joaquina, ¡has venido en el momento ideal! A ver si puedes meter algo de raciocinio en la sesera de esta mujer.

– Uy, habló la profesora jubilá, ¡Como se nota que nasió pa estudiá con tanta palabreja!

– Dime, mujer, ¿qué es lo que estáis hablando?

– Pues aquí la niñica, que dice que Tomás ha muerto por la “vinagra”.

– ¡Y dale! V-I-A-G-R-A. Yo les estoy diciendo que ha sido por muerte natural, un infarto.

– ¡Pos eso digo yo! El infarto que le ha dao por intentar…

– Che, che, che… – le interrumpió Pepa.

– Fornicar…

– ¡Por Dios niñica, no seas tan bastica!

– Di Joaquina, ¿qué es lo que ha pasado de verdad?

– Bueno, pues me ponéis en un compromiso. A mi marido no le gusta que hable de esto, pero como sois mis comadres os lo voy a contar. La verdad es que ambas tenéis razón. Cuando mi marido hizo el primer reconocimiento al cuerpo, todo señaló a una muerte producida por un infarto. Pero cuando vio… Bueno, imaginaos el qué. Se dio cuenta de que había algo más. Así que tras un examen exhaustivo encontró en sus bolsillos una caja de pastillas para la tensión, pero dentro no había pastillas de la tensión, sino la susodicha viagra. Sobredosis, eso dedujo. Como a nadie le importa la vida privada de los demás y además para María debe de ser un asunto un tanto incómodo, decidió poner en el informe  muerte por infarto, y ya está. Pero pienso que por el bien de María esto no se debería contar, ¿Entiendes por donde voy, Rosa?

– Que sí… que en boca callá no entran moscas.

– Pues eso, ¡Y yo no os he contado nada!

– ¡Me quedo muertecica! ¿A nuestra edad, a la vejez viruela?

– Bueno, hay una primera vez para todo. ¿No crees, Joaquina?

– Sí, cada cual…

– Que no…que se le fue la cabeza al joio, que contra más viejo más pellejo. ¡Y luego dicen de la juventú!

– Rosa, de verdad…

– Lo peor de tó es la María con lo mojigata que es, lo que habrá tenío que aguantar, to el día con ese empalmamiento detrás, jeje…

– ¡Rosa! Como sigas así, aquí hay una que se va.

– Tranquila comáe, que solo quería poné un poco de humor al asunto.

– Pues nada de humor, que ahí viene la pobrecica de María…

– A las buenas – las saludó María, venía cargada con una bolsa de basura, su aspecto menudo hacía que esta pareciera enorme en su mano.

– A las buenas – contestaron las cuatro mujeres al unísono.

– ¿Qué tal María, cómo lo llevas?

– Pues mujé ¿Cómo lo voy a llevá? Malamente, ya no me quea ná, que noshes tan duras voy a pasá.

– Ánimo mujer, que todo se pasa.

– Sí, pero que pronto se lo ha llevao el señó. Me vine de Cái por é.

– Pobrecico, sí que es verdad.

– Bueno mujer, mejor así, últimamente no parecía estar muy bien.

– Sí, ¡Como que estaba consumidico! ¿verdad, María? Pero piensa en lo descansá que te vas a quedar.

María enrojeció. Las otras tres mujeres le echaron una mirada envenenada a Rosa, la cual las ignoró y siguió con su discurso.

– Venga, que lo sabemos to, no ties que esconder ná de ná. Que sabemos lo de la “vinagra”, ¡Qué mal que lo has tenío que pasar ternera!

María abrió los ojos de par en par, se echó las manos a la cara y se puso a llorar desconsolada.

– ¡Ves niñata, la que has liado! ¡Ya me lo veía yo venir!

– Pepa, mujer, que estamos entre comáes, que yo no quería ofender…

– Déjalo estar bonica, que vas a estropearlo más.

– Sí, que ya has hablado bastante, ¡Como se entere mi marido verás!

– ¡Qué vergüenza…! ¡Tanto se ma notao! Yo no quería…

– Déjalo María, no nos tienes que explicar nada, que esta chiquilla es una cabeza hueca.

– Sí, cada uno en su casa y Dios en la de todos.

– Somos amiguicas, no te preocupes.

– Además tú no ties que sentir ná, en to caso el gorrino de tu mario, que a la vejez le dio por querer fornicar a reventar…

– ¡Rosa!

María la miró de nuevo con la cara desencajada, pero dejó de llorar.

– Bueno sí, no pasa ná. Me tengo que ir, aún tengo muchas cosas que asé.

Y diciendo esto María se fue, las mujeres quedaron entonces desoladas y empezó una discusión ardiente contra Rosa. Mientras, María tiró la basura y aprovechando el descuido sacó un papel arrugado de uno de los bolsillos de su mandil, lo abrió, le echó una última ojeada y lo rompió en mil pedazos junto con una caja vacía de medicación (viagra), una sonrisa de alivio cruzó su rostro.


Ilustración de Rosa García

En el papel estaba escrito lo siguiente:

“A la atención de Tomás Medina Luengo:

Creemos haber dado con la solución al problema de su señora sobre su reciente apetito sexual, sentimos la tardanza pero hasta ahora no se había descubierto nada que lo pudiera erradicar. En cuanto a su analítica, aún le sale alta la tensión, así que probaremos con unas pastillas nuevas cuya receta adjuntamos. Les esperamos a usted y a su mujer en la siguiente visita que pautamos para explicarle los detalles.

Atentamente,

El Doctor Hernández.”

Paciencia: voy a cargarme a mi marido.

Autora: Paloma Muñoz

Ilustrador: Daniel Camargo

Género: Relato de humor negro

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz, y su ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Paciencia: voy a cargarme a mi marido.

Cometer el crimen perfecto puede ser fácil. Pero para poder tener éxito hay que ser paciente y no tener prisa alguna.

Me llamo Celia y voy a contar la experiencia más alucinante y gratificante que he tenido en mi vida – a parte de mi intensa relación con mi amante- que fue cargarme a mi marido.

Quería cargármelo porque era insoportable.

Era un pelmazo, un aburrido y un cretino que no pensaba más que en el puñetero fútbol, sus amigotes,  sus cervezas,  sus chistes guarros y su conversación poco ingeniosa.

Un día conocí al verdadero hombre de mi vida y fue por pura casualidad porque  nos golpeamos la frente cuando fui a coger el bolígrafo que se me había caído al suelo y se agachó caballerosamente para recogerlo.

Acababa de sentarse al lado y el choque fue involuntario. Cuando le vi  aquellos ojos tan increíblemente azules, en ese momento, en ese preciso momento, decidí matar a mi marido.

Me sonrió y se disculpó. Yo me puse nerviosa. Le sonreí y también le pedí disculpas. Poseía una voz dulce y una sonrisa encantadora. Instintivamente intenté tapar mi anillo de casada. No sé si se dio cuenta.

Mi atractivo compañero de seminario se llamaba Damon y nos presentamos mientras nos reponíamos del coscorrón que nos dimos. Nos  sonreímos al mismo tiempo y yo comencé a sentir un sospechoso hormigueo por las piernas y un poco más arriba.

Después, durante toda esa tarde que duró el seminario de historia  en el que se analizaba la civilización persa y que se titulaba Persia: El esplendor y el lujo oriental,   intercambiamos opiniones sobre los temas que exponían los expertos y en el descanso, fuimos  a tomarnos unos cafés.

Mientras lo miraba, lo escuchaba y lo estudiaba, estaba ideando la forma del deshacerme del plasta repugnante de mi marido.

Por supuesto que quedamos a la salida para  tomarnos una copita. Lo cierto es que lo necesitábamos tanto él como yo porque el seminario había sido muy intenso y muy provechoso debido a las magníficas preguntas y contestaciones que se hicieron en el debate posterior.

El corazón me latía desenfrenado. No sabía qué hacer para calmarme, así que procuré atender a las explicaciones de un experto en arte persa que contaba cosas maravillosas sobre las alfombras y los gatos persas a modo de anécdota.

Damon -yo sabía que a él le ocurría lo mismo-  intentaba atender a lo que se decía en la sala, pero de vez en cuando yo  veía de reojo cómo se daba suaves golpecitos en la rodilla con aquellos largos dedos. Estaba un pelín nervioso.

No llevaba anillo de casado, pero claro eso no significaba nada porque yo estaba casada, lo llevaba y me había quedado completamente impresionada  por él.

Además -y lo digo con todas las de la ley-  me dediqué a evocar aquellas historias y escenas de películas en las que la mujer mata al marido y se sale con la suya.

También me acordé de un truculento cómic en el cual la protagonista, una mujer guapa, se deshacía del asqueroso marido que tenía, troceándolo en la bañera y después quemaba los miembros cercenados en un gran horno.

Cuando nos despedimos, nos pusimos de acuerdo para  vernos en el próximo seminario que se trataba de El arte, la ciencia, la poesía y la música en la Persia Aqueménida.

No cabe duda de que tanto a Damon como a mí nos ponían mucho los asuntos persas.

De repente me puse a pensar en la reencarnación y me dio por imaginarme como una chica del harén de Jerjes I de la que el rey no tenía ni idea de que existiera.

Todo hay que decirlo: el rey Jerjes de Persia poseía en mi imaginación el rostro y la traza del actor británico Luke Goss en la película “Una noche con  el rey” y, claro, así era muy fácil reencarnarse en una muchacha que -se supone-  iba a ser muy afortunada cuando el rey le echara la fiera vista y le pusiera sus reales zarpas encima.

En ese sentido: creía en la reencarnación.

Pero volvamos a la realidad, y la realidad más inmediata era librarme de mi marido.

Durante bastante tiempo  estuve pensando seriamente en la forma de hacerlo sin dejar rastro.

No paraba de reproducir en mi mente las escenas del comic aquel en el que la mujer le clava un cortaúñas  -¿o una lima?- en un ojo al impresentable de su marido mientras ella está en la bañera y  él la observa importunándola, entonces, la chica muy cabreada, agarra el cortaúñas o la lima y se lo clava. El tipo se tambalea, golpeándose  la nuca contra el borde de una mesita o del bidé, de tal forma, que el hombre se queda tieso al instante.

Desesperada,  no sabe qué hacer hasta que de repente se le ocurre trocearlo con la sierra  eléctrica que tiene guardada en el cuarto de las herramientas.

Demasiado ruidoso, demasiado asqueroso, pero efectivo.

Sí, muy efectivo porque no quedaría ni una pizquita  del cuerpo  si me decidía por ese método, a golpe de sierra y si encima para llevar mejor el ritmo, ponía una música acorde con la acción que llevaba a cabo, como por ejemplo una marcha militar, mejor que mejor.

El horno era la salvación. Sería mi salvación. Ya se sabe: el fuego que todo lo devora y todo lo consume.

“Cenizas a las cenizas” y “polvo eres y en polvo te convertirás” y esas cosas.

Después mucho plástico, bayeta, agua, desinfectante y paciencia, mucha paciencia.

Pero lo cierto es que no sabía cómo iba a salir bien del atolladero.

Suspiré pensando en Damon. ¡Pobre hombre! No tenía ni idea de lo que yo iba a hacer. Tampoco sabía que estaba casada. Se lo había ocultado. Tal vez por la acuciante necesidad de liarme con él lo antes posible.

Busqué aquel comic. No recordaba el título, ni el autor, ni la editorial, ni nada.  Como estaba dándole vueltas a lo de la bañera, pensé en meter un aparato eléctrico en el agua para que  mi marido se quedara achicharrado mientras se daba un relajante baño, un sábado por la noche cuando muchos vecinos se van a cenar y no hay nadie que llame  para estropearte el pasodoble.

-¡Oh qué accidente más terrible señor inspector! ¡Se enredó con el cable de la radio y se le cayó encima mientras se enjabonaba! ¡Glubssssssss! ¡Buaaaaaaaaaaa!-

También contemplé la posibilidad de darle matarile con un eficaz veneno, de esos que a veces aparecen en las historias de Hercules Poirot. Un veneno  que no deja rastro.

Pero era consciente de que planear el crimen perfecto era un proceso lento y que, una vez que inicias el camino, no puedes volverte atrás.

Sí, para mí, lo importante era deshacerme del cuerpo y,  en vez de fuego podría utilizar un buen balde o un cubo grande lleno de ácido. El ácido lo corroe todo, se lo come todo y no deja ni una uña,  aunque tendría que hacerme con una buena cantidad para meter su cuerpo  y eso podría ser muy peligroso; mientras que descuartizarlo era -o me parecía- menos complicado, y quemarlo después me garantizaba que no saldría lesionada.

No tardé mucho en caer rendida en los brazos de Damon.

Nunca en mi vida me he sentido tan feliz. Damon me daba todo lo que una mujer puede desear en un hombre: amor, pasión, lujuria, ternura, comprensión, diversión, complicidad, protección,  y viví  mi aventura amorosa con una ilusión y una intensidad tal que a veces se me olvidaba que tenía que matar a mi marido.

No sé si alguna vez él llegó a pensar el muy estúpido, que yo estaba viéndome con otro.

No sé si llegó a sospechar algo. Probablemente él había tonteado con alguna  por ahí. Lo cierto es que no me importaba lo más mínimo porque mi único deseo era quitármelo de la vista lo antes posible y para siempre y así poder vivir mi amor a tope con Damon.

Lo cierto es que tuve suerte. Sí, lo admito. Suerte porque cuando le dije a Damon que tenía un marido repelente al que odiaba con todas mis fuerzas,  se quedó de piedra y me preguntó por qué no me había separado de él. Yo le contesté, algo triste y con resignación,  que esas cosas pasan a menudo. Terminas por tener una tirria mortal a alguien que comparte su vida -se supone que lo hace- contigo, pero luego todo resulta tan aburrido y odioso a la vez que ni siquiera te planteas abandonarlo  e intentar comenzar de nuevo para poder llevar una vida más agradable.

Todo acaba en inercia y también acaba por inercia y esa inercia y la aparición de un hombre maravilloso, hicieron que me decidiera a cometer un acto brutal contra un ser humano, aunque  me costara reconocer que el hombre con el que me había casado perteneciera a esa categoría.

Venenos, electrocución, descuartizamientos, cubos con ácido, hornos crematorios. Parecía el catálogo del museo de los horrores.

 Damon  me notaba inquieta y, aunque entre sus brazos me quedaba dormida plácidamente, él percibía que me ocurría algo, pero cómo le iba a soltar:

– Cariño, he decidido matar al capullo de mi marido. Así podremos estar juntos  para siempre. Forever and ever.-

He meditado mucho sobre esto. Mucho, mucho, de verdad, y al final no me atreví a matar a mi marido. No tuve valor. No fui capaz.

Así que, como quién no quiere la cosa, me lié la manta a la cabeza y pensé:- “¡Bueno que salga el sol por Antequera!”-

De modo que un buen día cuando tenía a mi marido frente al televisor con los calcetines quitados y sudados, tirados de cualquier manera sobre el sofá, las patatas fritas manchando la tapicería, las colillas de los cigarrillos sobre la mesita, las latas de cervezas esparcidas y arrugadas  sobre la alfombra, con el volumen de la tele puesto a tope, esperando para ver el partido de fútbol en el que su equipo del alma se jugaba pasar a los cuartos de final de la Gran Copa, le dije:

-Tengo un amante. Lo tengo desde hace algún tiempo. Estoy loca por él y me voy a ir con él. Haz lo que te dé la gana. Quédate con la puñetera casa. Quédate con todo. No quiero nada. Sólo estar con él y vivir mi vida lejos de ti y de todo el mugriento y cutre mundo que representas para mí. ¡Vete a la mierda, mamón!-

Mi marido se quedó con la boca abierta, mirándome con cara de alucinado. Las patatas le caían por la boca y en una mano sujetaba el mando de la tele y en el otro una patata frita gorda y redonda.

Entonces comenzó a reírse como un poseso.

-¿Qué tienes un amante y te vas a ir con él? ¡Jajajajaaaaaaaaaa! ¡Nena!, ¿es que estás ensayando una obra teatro? ¿Me tomas el pelo o qué?-

-¿Qué te tomo el pelo? ¡Damon, ven, amor mío!- Chasqué los dedos

 Damon apareció tras de mí y me rodeó con los brazos, me besó  el cuello y me  apretó la cintura contra su cadera.

Mi marido abrió los ojos como si viera una aparición.

-No es una broma.- dijo Damon con un tono de voz bajo y envolvente.

-Ya lo ves. No es ninguna broma. Pensaba matarte, trocearte, hacerte desaparecer  con ácido, tirar tu radio encendida a la bañera para que te frieras o inyectarte algún veneno. Pero son demasiadas molestias.


Ilustración de Daniel Camargo

Mi marido intentó levantarse pero no pudo. De repente se echó las manos a la garganta. Parecía que no podía respirar. Me pregunté si le había dado un ataque cardíaco.  Comenzó a toser, a ponerse rojo, muy rojo. Se le desorbitaron los ojos, lanzó varios bufidos seguidos y se derrumbó en el sofá.

Estaba muerto: se había atragantado con una patata frita.

Ya veis.  Después de comerme tanto la cabeza pensando en la forma de matarlo, el muy subnormal  la palma por una patata frita.

Por fin me cargué a mi marido… involuntariamente.

El crimen perfecto. Mi crimen perfecto.