La Puerta.

Autora: Conchita Ferrando de la Lama

Ilustradoras: Laura Vazval, y Ana Menéndez Fuentes

Género: Relato

Este relato es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama, y su ilustraciones son propiedad de Laura Vazval, y Ana Menéndez Fuentes. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La Puerta.

Pura esperaba que llegase el metro que debía llevarles, a ella y a su acompañante, a la estación del Norte de Madrid.

Estaba un poco nerviosa, porque no había dicho en casa dónde iría esa tarde.

Rosa, su acompañante, hacía tiempo que venía cada tarde para acompañarla a salir a la calle.

Había sido idea de Rafa, su marido, pues el trastorno que Pura sufría desde hacía muchos años era leve, pero eran unas ausencias que ponían en peligro su seguridad ya que, por unos segundos, perdía totalmente la noción de las cosas y quedaba a merced de lo que pudiera pasar, sin sentido de la realidad.

Era algo con lo que había tenido que aprender a convivir desde su juventud, sin que los médicos supieran diagnosticar exactamente la causa de esas ausencias.

No eran debidas a ninguna enfermedad, ni tampoco eran crisis de epilepsia, como al principio pensaron, pero el resultado era que debía  ir siempre con cuidado y bajo la tutela y compañía de alguien que cuidase de ella por si sobrevenía una ausencia, simplemente para evitar un accidente.

Durante años, en la familia se habían turnado para que no saliera sola a la calle y, gracias a esa constante compañía, habían podido evitarse accidentes incluso graves, pues Pura se había quedado en alguna ocasión quieta y ausente en momentos muy inoportunos como frente al tranvía que se acercaba y la hubiese atropellado si uno de sus hijos no la hubiese cogido fuertemente del brazo para hacer que se moviera de allí y cruzase la calle antes de que fuera tarde. En algunas ocasiones, cruzando la calle se  había quedado desorientada entre los coches, que por fortuna la esquivaron y su marido o el familiar que la acompañaba habían podido guiarla hasta el otro lado.

En la propia casa hubo que decidir que no se encargase de cocinar, ya que estuvo a punto de abrasarse al tener una ausencia con el aceite en la lumbre y tratar de agarrar la sartén metiendo la mano dentro.

Todo aquello era solo ocasional. No se repetía con demasiada frecuencia, pero había ido marcando la vida normal de Pura y en su matrimonio ya era cada vez más frecuente que no acompañase a su esposo a visitas ni actividades sociales o profesionales, pues podía provocarse algún incidente poco oportuno o desagradable que cada vez se hacía menos soportable para su marido.

Poco a poco, Pura se quedó relegada a salir de compras o de paseo con alguno de sus hijos, e incluso con alguna anciana pariente o alguna criada de la  casa.

Los hijos se fueron haciendo mayores, y salir con sus amigos o novios hizo menos fácil el encontrar tiempo para ir de compras o de paseo con regularidad con Pura, de modo que ella se quejaba de su situación.

Por eso Rafa, su esposo, apareció una tarde con una conocida, que al estar viuda hacía años, le había  comentado que pasaba mucho tiempo sola y que le vendría bien un trabajo sencillo, como de acompañante de alguien de confianza que le resultase grato y le proporcionase unos ingresos.

Rafa presentó a Rosa con esa misión, que no desagradó a nadie de la familia ya que garantizaba una compañía segura, de una personaconocida y de confianza para Pura. Así tendría libertad para organizar sus salidas todas las tardes con alguien que conocía su problema y lo que debía hacer en caso de que ocurriese alguna ausencia.

La edad de Rosa era muy parecida a la de Pura, y aunque solo sabía de ella lo que le fue contando en sus salidas de las tardes, parecía que se llevaban bien pues Rosa era una persona educada  con la que se podía charlar de todo y pasar ratos agradables.

Las primeras semanas Rosa se ciñó a la planificación que solía tener Pura en sus salidas: ver algunas tiendas, pasear por zonas cercanas, tomar algún refresco o un café a media tarde, hacer algunas compras de ropas o algún regalo recorriendo las tiendas que Pura conocía… Todo muy normal y con un orden que permitía que la familia estuviera relajada y contenta de haber encontrado esa solución para que Pura no se sintiese encerrada en casa.

Cuando volvía de sus paseos traía buena cara, estaba contenta, y comentaba con la familia los sitios donde habían estado.

Sus hijos fueron tomando confianza con la compañía que Rosa hacía a su madre, y se sentían menos estresados por esa obligación que tantos años habían sentido sobre ellos de acompañar, vigilar y cuidar de ella en sus salidas.

Los estudios, la universidad, sus amistades y compromisos, habían hecho que sus vidas evolucionaran y ahora ya no tenían tanto tiempo para estar en el momento en que su madre les requería para salir.

El hijo mayor, que era el que más se había ocupado de llevar y traer a su madre hasta ese momento, estaba en la universidad y además tenía novia, con lo cual sus horarios eran ya bastante imprevisibles para contar con él.

La segunda, que acudía a un taller de grabado y pintura para ampliar sus estudios de Arte, salía también con un muchacho que la recogía después de las prácticas para dar un paseo, y la hora en que llegaba a casa ya no era muy apropiada para salir de compras con su madre, como solía hacer hasta ese momento.

Los pequeños aun estaban estudiando. Los deberes del colegio les quitaban mucho tiempo y les agobiaba un poco tener que prescindir de  horas en su poco descanso para acompañar a su madre por las tardes a dar sus paseos hasta la hora de la cena.

Todo parecía solucionado al haber encontrado a Rosa, que debía estar bastante contenta con un trabajo tan ligero y agradable que le proporcionaba una ganancia fija, que sin ser mucha, era un alivio a su paga de viudedad. Poco a poco, Rosa y Pura fueron ampliando sus salidas, y en ellas fueron incluyendo a algunas amigas personales de Rosa, que se unían a las meriendas en lugares ya bastante más alejados del circuito conocido de Pura.


Ilustración de Ana Menendez Fuentes

Algunas tardes Pura apenas comentaba dónde habían estado porque, sencillamente, ella no conocía exactamente esos sitios y era Rosa quien la llevaba y guiaba todas sus salidas.

Rafa estaba tan encantado con tener libertad total para sus citas de negocios  y sus cafés con amistades de trabajo o conocidos con los que poder salir, que apenas preguntaba nada.

Se daba cuenta de que Rosa siempre estaba a la hora para salir con Pura, y que se ocupaba de todo lo necesario para esas salidas, fueran de compras, de meriendas o de reunión con las amigas de Rosa.

Nunca iban a visitar a ningún familiar de Pura, pero eso no extrañaba a nadie pues, en una ciudad tan grande, las distancias marcaban mucho las visitas familiares, y era más frecuente el que viniese algún familiar a casa de Pura y Rafa, por la costumbre de hacer algunas cenas familiares en su casa de vez en cuando.

Tampoco la familia de Rafa y de Pura era numerosa y solían llamar solo de vez en cuando por teléfono.

Los exámenes de todos los hijos hacían cada vez menos habitual el que se hablase en familia de lo que Pura hacía por las tardes, y el verla distraída con sus paseos y salidas les fue confiando, con esa tranquilidad de pensar que todo estaba bien porque Rosa era muy amable y sabía muy bien hacerse valer en la familia.

No había motivos para otra cosa que no fuese estar relajados y cada uno atender a sus asuntos.

Así fue pasando cerca de un año, sin muchas explicaciones sobre Rosa o su vida, más que las que le contaba a Pura en las meriendas con algunas de sus amigas, que a Pura le sonaban a presunción bastante falsa, pero que tampoco le daba mucha importancia.

La organización de las salidas de Pura hacía ya tiempo que era totalmente a gusto y decisión de Rosa, pero ella no tenía tampoco mucha gana de decidir cada día dónde ir.

Aquella tarde, cuando Rosa llegó, todo el mundo había salido y Pura estaba ya esperándola para el paseo.

Se veía a Rosa un poco misteriosa y dijo a Pura que quería darle una sorpresa, de modo que ella la guiaría a un sitio interesante que a Pura le pareció un cambio de la rutina de sus salidas.

Tomaron primero el metro hasta la Estación del Norte, que ambas conocían bien porque de allí salían los trenes hacia la sierra donde solían ir en verano.

En el vestíbulo de la estación, muy transitado a esa hora, todo era un ir y venir de viajeros, y Pura se agarró al brazo de Rosa para caminar con más seguridad en el trasiego de gente, bolsas y maletas.

El andén donde se dirigieron le resultó familiar a Pura, aunque de allí salían trenes para diferentes pueblecitos de la sierra, y pensó que seguramente la sorpresa y el misterio tenían bastante que ver con eso, pues las amigas de Rosa también solían viajar algunos fines de semana al aire puro y fresco de la sierra madrileña.

Rosa apresuró el paso porque el tren estaba a punto de salir, y ayudó a Pura a subir, para que no fuese a tropezar con los escalones.

Se sentaron y de inmediato el tren arrancó. Rosa miraba a su alrededor como si buscase a alguien, pero no dijo  nada.

El tren comenzó su recorrido y ambas se pusieron a charlar de cosas del diario de la vida, para pasar el rato.

Cuando pasó el revisor, Rosa le entregó los dos billetes para que los comprobase y le preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar a la primera parada, pues allí sería donde bajasen. El revisor le informó que más o menos en 20 minutos, y siguió su camino pidiendo los billetes a los viajeros.

Pura se moría de ganas de saber dónde iban, y se sentía a la vez bastante nerviosa e incómoda por no saber los planes de Rosa y por no haber avisado en casa que iban a coger un tren, pero es que no había nadie a quien decírselo en casa cuando llegó Rosa para recogerla y además, con su aire de misterio, tampoco había dado pistas sobre el viaje sorpresa que había decidido.

Pura le preguntó un par de veces por el  plan que tenía y si se reunirían con sus amigas o qué tenía planeado hacer y dónde.

Empezaba a sentir una cierta angustia y un poco de mareo, pero no dijo nada.

Rosa repetía que, en cuanto llegasen donde iban, ella lo reconocería enseguida y pasarían una tarde estupenda con gente conocida, aunque sin revelar quienes ni dónde.

Pura ya llevaba un rato sin hablar y estaba arrepentida de haber permitido que Rosa tomase una iniciativa tan absurda sin consultárselo, pero no podía hacer nada pues hasta que el tren no parase era inútil pensar en volver a casa.

La sensación de angustia y de mareo provocada por  los nervios, le hacía moverse continuamente en su asiento y Rosa le preguntó si se encontraba mal o si quería ir al servicio.

Pura le respondió que estaba un poco mareada, y que iría al servicio un momento.

Se levantó y recorrió el pasillo del vagón, que traqueteaba bastante y le hacía agarrarse en los respaldos de los asientos mientras avanzaba. Llegó a la puerta del servicio y ya no vio a Rosa, que cuando ella se levantó para ir por el pasillo, la había seguido para ayudarle por si tropezaba. Se volvió con inseguridad y no la vio. Se sintió rara, y dio la vuelta para abrir la puerta que separaba el pasillo de la pequeña zona donde estaba el servicio y la puerta de salida del tren.

Los trenes de esa línea de cercanías, en aquella época de los años 60 tenían unas puertas de tipo plegable, eléctricas, que se cerraban automáticamente cuando el tren se ponía en marcha y que se abrían con un pulsador cuando el tren paraba en las estaciones, pero había algunas que no estaban en perfecto estado y tenían fallos de cierre y, al pulsar el botón estando en marcha, se entreabrían creando una gran corriente de aire y un peligro si alguien se apoyaba en ella.

Pura no supo exactamente si el tren se movía mucho o si una ráfaga de viento le hizo tambalearse, y en ese momento una pequeña ausencia, seguramente provocada por su nerviosismo, le hizo perder el control de su cabeza y de la realidad. La ausencia fue breve…. O tal vez no tan breve…..

Cuando el viento le azotó violentamente la cara, Pura se encontró apoyada en la puerta plegable del tren, con ella casi abierta, y a punto de perder el equilibrio y caer al exterior.


Ilustración de Laura Vazval

Algo le impulsó a cogerse muy fuerte a una de las zonas flexibles, por donde se plegaban, y un sentimiento de pánico le dio fuerzas para despejarse de su ausencia y dar un paso atrás, en lugar del paso hacia delante que estaba a punto de dar.

La fuerza con la que se agarró le hizo centrar toda su mente desorientada en ese instinto de conservación, pero le pareció  ver una sombra a un lado suyo que pasaba hacia la zona que comunicaba con el pasillo.

Respiró hondo y, tanteando para no tropezar, se dirigió al servicio que era donde iba a entrar cuando ocurrió ese inesperado problema de su ausencia.

Entró temblando y allí intentó reponerse un poco, aunque no recordaba más que ese golpe de viento y que cuando volvió a la realidad estaba delante de la puerta al exterior, con sus pies al filo ya de la plataforma, y con la puerta casi abierta, a punto de perder el equilibrio hacia el vacío.

No pudo evitar un escalofrío y las lágrimas le inundaron los ojos.

Había estado a un décima de segundo de dar ese paso fatídico, y nadie la hubiese visto, porque todo el mundo iba en sus asientos a ambos lados del pasillo y la puerta que separaba el pasillo y los viajeros de la plataforma pequeña donde estaba el servicio, no era visible al estar cerrada.

De pronto alguien llamó a la puerta y preguntó con una voz muy alta y alterada.

–Pura, ¿Estás bien?. ¿Te ocurre algo? Estabas tardando mucho en volver y me he asustado. ¿Necesitas que te ayude?

Era Rosa, muy alarmada por su tardanza, y que por lo visto no había venido con ella a acompañarla cuando se levantó para ir al servicio, a pesar de que iba un poco mareada.

Instintivamente Pura le contestó que estaba bien.

Salió del servicio y volvió a su asiento acompañada por Rosa, que se deshacía en disculpas por no haberla acompañado.

Al cabo de muy pocos minutos llegaron a su destino y Rosa, muy solícita, ayudó a Pura a bajar del tren sin dejar de preguntarle si se encontraba bien y si necesitaba algo.

La sorpresa de la tarde ya había quedado muy lejos y Pura ya no tenía muchas ganas de aventuras, de modo que tomaron unos churros en una cafetería cercana a la estación con las amigas de Rosa que estaban pasando unos días allí, y después de dar un paseo por el centro del pueblo, sin mucha gana, volvieron a coger el tren de regreso a Madrid.

Cuando llegaron a casa, Rosa le preparó una infusión y comentó a los hijos de Pura, que ya habían vuelto por ser la hora de cenar, que Pura debía haber cogido un poco de frío y se encontraba algo cansada, pero que lo habían pasado muy bien por la tarde tomando unos churros con sus amigas.

Cuando llegó Rafa, el marido de Pura, apenas se dio cuenta de la mala cara que tenía su mujer, y en cuanto cenó algo ligero, dijo que saldría con unos compañeros de trabajo para ver juntos unos proyectos tomando una copa en el centro.

Era mejor que Pura descansase abrigada y que durmiera pronto para que el catarro no le fuese a dar fiebre.

Nunca habían visto los hijos a su padre tan alejado y tan despreocupado por su madre, y cuando él se marchó lo comentaron entre ellos y fueron al dormitorio a ver cómo estaba Pura, para hacerle un poco de compañía.

Se la encontraron con una cara tan mala que les preocupó.

Ella decía que solo era cansancio, pero esa expresión no cuadraba con un simple cansancio ni un resfriado y, sentándose al borde de su cama le empezaron a preguntar lo que le pasaba.

Pura no era capaz de hilar bien sus pensamientos y su palidez preocupó a sus hijos.

El mayor miraba con una expresión de culpa por no haber estado algo más atento a su madre, y la hermana se acercó a su madre y se dio cuenta de que algo había ocurrido y ellos ni siquiera sabían lo que le estaba pasando porque estaban solo atentos a sus asuntos y habían olvidado lo que su madre necesitaba.

Cogió las manos a Pura y dulcemente la tranquilizó para que confiase en ella y contase lo que le ocurría. Pura no se atrevía a relatar lo sucedido, porque había sido una irresponsabilidad suya haber ido a coger un tren sin saber a dónde, sencillamente manipulada por Rosa, sin haberse impuesto con sensatez para evitar cualquier percance. Y sin decir nada en casa.

Finalmente, con palabras entrecortadas y con un hilo de voz, les explicó lo que había pasado y su enorme susto al encontrarse a punto de caer del tren con la puerta medio abierta y sin saber cómo había podido pasar eso.


Ilustración de Ana Menendez Fuentes

Sus hijos se miraron entre ellos y un gesto de gran preocupación se les dibujó en los ojos, aunque no dijeron nada.

Le pidieron a su madre que recordase sin prisa, sin miedo, con la mayor fidelidad posible de todo lo que le viniese a la mente. Los detalles fueron saliendo, poco a poco.

La reconstrucción, hecha entre todos sobre el relato de su madre, fue dejando al descubierto una terrible sospecha.

No le quisieron comentar lo que todos estaban pensando sin decirlo.

Le aseguraron que se ocuparían de que ella no tuviese que estar constantemente dependiendo de que una persona ajena la llevase por las tardes a pasear y a distraerse un poco, pero que descansara y durmiera que ellos lo arreglarían todo.

Cuando Pura se quedó dormida, los hermanos mayores empezaron a atar cabos sueltos.

Aquella amable señora que se ocupaba de salir todas las tardes con su madre era un perfecta desconocida… aunque la trajo su padre con muy buenas maneras, como una conocida suya.

Todos recordaron, de pronto, un montón de llamadas de teléfono en las que, al cogerlo ellos, una voz suave femenina preguntaba por su padre pero no dejaba recado.

El mayor había sorprendido una conversación de su padre en el despacho, muy enfadado por teléfono, diciendo que no le agobiase, que no podía ser lo que ella quería y que tuviese paciencia que recibiría dinero en breve. No le dio importancia, porque los negocios de su padre le ponían al habla con mucha gente, pero ahora…

Reconstruyeron el relato y el mayor, con una seguridad absoluta, dijo a sus hermanos:

-Mañana hablaremos con papá, pero sin contarle todo. Solo que Rosa descuidó a mamá y que ella estuvo a punto de caer del tren, pero sin más detalles. Papá debe despedir a Rosa, porque ya no nos fiamos de ella en absoluto.

Su hermana, muy seria y con lágrimas en los ojos, añadió:

-¿Os dais cuenta de que, si hubiese tardado mamá un segundo más en volver de su ausencia habría caído del tren en plena marcha? ¿Hay un crimen más perfecto que ese? Nadie hubiese pensado más que la puerta se había entreabierto por casualidad y que ella, estando cerca, había caído por el movimiento del tren. Un accidente muy desafortunado.

-No habría forma de que, estando mamá con una ausencia, hubiese pedido ayuda porque no se estaba dando ni cuenta, y tal vez, solo digo que tal vez, durante esa ausencia alguien pulsó el botón de la puerta y la abrió lo suficiente como para que pudiera caer alguien que estaba cerca.


Ilustración de Laura Vazval

-Mamá estaba muy cerca porque iba al servicio…¿Quién nos asegura que no hubo una mano que la dirigió, durante esa ausencia, hacia la puerta entreabierta?

Una duda horrible se iba apoderando de los cuatro hijos, aunque ninguno se atrevía a expresarla con palabras.

¿A quién beneficiaría esa muerte?

Ninguno quiso pronunciar esas palabras que les helaban el corazón, y solo el futuro podía traer la explicación de esa pregunta, pero para eso habían de pasar meses o años. Y tal vez nunca lo supieran…

Velas

Autor: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustradoras: Natalia Llorente y Laura Vazval

Gérnero: relato (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo, y sus ilustraciones son propiedad de Natalia Llorente y Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Velas

Bristol. 23 de diciembre. 1913.

—¡Jamie, mira! ¡Lo he conseguido!

—¿Qué haces? ¡Te puedes caer!

—¡Estoy bien agarrado! ¡Sube!

—¡Te dije que no te alejaras!

—¡Bah, eres un cobarde!

—¿Qué? ¡Baja o voy a…!

—¿También eres un chivato?

—¡Ahora verás!

El niño en el árbol se rió moviendo las piernas descolgadas de la rama. Entonces se oyeron unas nuevas voces.

—¡Mirad, son los Bates! ¡Eh, Jamie, ¿otra vez de niñera?!

—¿Se te ha escapado el pequeño Billy?

—¡Carasucia, me llamo William y no soy pequeño! —gritó el niño.

—¡Pero eres de mantequilla! ¿Cómo te has subido? ¿Has traído una escalera?

—¡Sé trepar!

—¡Jamie, ayer se te escapó esa tonta de Charlotte, hoy tu hermanito… ¿Quién será mañana?!

—¡A lo mejor tú y tus dientes, Tim Connell! ¡Quédate ahí si te atreves! —exclamó William, que, soltándose un momento, levantó el puño, amenazante.

—¡No, William, no te muevas! ¡Espera! —le ordenó Jamie, alarmado.

Pero William perdía el equilibrio e intentaba volver a agarrarse a las ramas sin lograrlo. La rabia se le transformaba en horror igual que a Jamie, que pudo dar los pasos justos para ponerse debajo y amortiguar con su cuerpo la peligrosa caída de espaldas de su hermano. El manto de la nevada en la noche anterior evitó peores consecuencias para ambos.

Las risas de los otros niños se congelaron. Accidentes así podían ocurrirle a cualquiera y solían provocar compasión más que burla, así que corrieron hacia ellos.

William, sentado entre los brazos de Jamie, miró alrededor con los ojos desorbitados de la impresión. Carasucia Lester silbó al llegar.

—¡Qué caída!

—¿Estáis bien? —preguntó Tim Connell, más preocupado.

—Sí, creo. ¡Ah! —Jamie se quejó llevándose la mano al hombro izquierdo al incorporarse un poco y William se apartó, asustado.

—¡Jamie, ¿qué te pasa?!

—No es nada. ¿Tú estás bien? Vamos, levanta. Sólo falta que nos empapemos y cojamos un resfriado.

—Eh, dame la mano, William. —Tim Connell se la tendía—. Es que te enfadas enseguida. No íbamos de malas.

—Sí, claro… ¡Ay! ¡Mi rodilla! —gimió él al apoyarla en el suelo.

—Lo sabía —masculló Jamie, sujetándolo.

—¡Andy, trae el trineo! —ordenó Tim a otro niño pecoso a su lado—. Y tú, Carasucia, ¡ayuda también! Jamie, deja que os llevemos.

—Gracias —respondió él con una mínima sonrisa.

Tim Connell era el matón más temido del barrio, marrullero en cualquier juego o aventura y siempre buscando su propio beneficio, acompañado de sus dos fieles escuderos, Carasucia Lester y el callado Andy Lane; pero, a su favor, sabía reconocer la mala estrella de los rivales y, como también sabía todo el vecindario, la del pequeño de los Bates era más que mala.

Así que, cuando Andy llevó el trineo, sentaron a William con cuidado y se encaminaron a la salida del parque lentamente. Al llegar cerca de su casa, William también les dio las gracias débilmente, ya perdida la excitación por la hazaña y arrepentido de haber dado esquinazo a su hermano.

—Lo siento —murmuró mientras se quedaban un momento frente a la fachada rojiza—. Sólo quería intentarlo y cuando he visto que podía…

—¡Te dije que siempre tendría que estar yo! ¿Por qué no te has esperado?

—Es que quería hacerlo solo… Siempre tienes que venir conmigo… Soy un fastidio… Perdóname…

Los grandes ojos verdes se le encharcaron de genuina pena. William Robert Bates era alegre, de vivo genio y luchador porque también conocía su débil naturaleza. Y su hermano Jamie no podía enfadarse con él ni dos minutos sin sentir el más profundo cariño por su valentía y buen ánimo; así que cambió el gesto airado por un suspiro.

—Anda, no llores. ¿Podrás caminar hasta la puerta?

—Sí, pero… Oh… ¿nos quedaremos sin cumpleaños?

—Deja que hable yo —contestó Jamie. Después se enfadó consigo mismo por considerarse el culpable y ser un idiota.

Sin embargo, también pensó enseguida en… sí… la verdadera culpable: Charlotte Harrington, que un día le aceptaba con efusivos aspavientos las flores, las frutas o la cajita de caramelos que a Jamie le había costado semanas de ahorro por recados, y otro ni se dignaba a mirarlo si estaban cerca el estirado Oliver Archer o el más estirado Percy Landford. Si hasta sus nombres eran cursis…

Pero, últimamente, Jamie había observado que las atenciones de Charlotte variaban según el valor de los obsequios o la conveniencia de quien se los regalara, sin precisar mucho el aprecio real que pudiera sentir por ambos, aunque el admirador hubiera dado todas las muestras posibles de rendido enamoramiento. Así que, tras una serie de recientes desaires, el orgullo de Jamie demandó una aclaración. Al fin y al cabo, ¿para qué servían las niñas? Se asustaban por todo, pero querían participar en todo cuando ni siquiera podían mancharse los zapatos o los vestidos. También eran chillonas o tenían muy mal genio por muy inofensiva que fuera la broma que se les gastara; o había que estar pendientes de ellas porque eran más débiles y delicadas, o así lo decían los mayores aunque Jamie lo dudaba bastante. Ah, pero sí servían para admirarlas sin descanso cuando eran como Charlotte.

Porque ella era un ángel o, al menos, Jamie estaba seguro de que los ángeles debían ser así, con ese pelo color miel, largo y ondulado, que le brillaba al sol igual que los ojos grandes y vivaces cuando reía o almibarados cuando los entornaba. O quizás era un hada de voz cristalina, finas manos y pasos etéreos. Y como cualquier hada, lo había hechizado de tal manera que le llenaba todos los pensamientos libres, sumiéndolo en un estado de alteración que a veces era insoportable hasta el momento en que volvía a verla. Cuando le sonreía, le hablaba o lo tocaba aunque sólo fuera en un roce, Jamie apenas creía respirar, y si en alguna ocasión le había cogido la mano, había sido el paraíso. Así que, ¿por qué ahora ella parecía compartirlo con otros?

Por eso, esa tarde, de vuelta de la visita a la tía Liz, y de paso por casa de Charlotte, Jamie había pedido a su hermano que esperara unos momentos; rondaría por si la veía y si no, tenía esperanzas de encontrarla en el parque. Pero William…

Llevaba mucho rogándole que lo enseñara a trepar, por más que se lo habían prohibido terminantemente y Jamie tenía serias advertencias al respecto. Sin embargo, William se había empeñado: si aprendía, sería un regalo de Navidad para sus padres. Así verían que no era un niño frágil ni enfermizo, que se resfriaba a menudo o no podía correr ni hacer grandes esfuerzos porque sus huesos parecían de cristal y su corazón se cansaba demasiado pronto. Trepar a un árbol no muy alto no sería difícil ni necesitaría mucha fuerza. Al final, su insistencia fue tanta que Jamie había cedido, pero le hizo jurar que él siempre tendría que estar cerca. Cuando estuviera lo suficientemente seguro, podrían preparar la sorpresa para sus padres. Pero a la primera distracción, pasaba aquello.

Vaya manera de llegar a Navidad… Ni explicaciones de Charlotte y más que explicaciones a su padre. Y, además, el hombro le dolía mucho.

Los gritos de Rose Bates al ver a uno cojeando y al otro con el brazo desmadejado pasaron a la posteridad. Lo siguiente fue el inmediato aviso al doctor Sullivan y los mimos a aquellos hijos traviesos y adorados por encima de todas las cosas.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

—¿Que os caísteis del trineo de quién? ¿Pero por qué habéis cruzado el parque?

—En el trineo volveríamos antes y entonces ha saltado esa piedra…

—James, no me estarás mintiendo, ¿verdad?

—De verdad que no, mamá —contestó el niño sin vacilar—. Ha sido mala suerte.

—Doctor, dígame qué hago con ellos…

—Son niños, señora Bates. Hay poco que hacer —respondió él con media sonrisa.

—¿Y por qué el Señor no me pudo dar niñas?

—Porque son tontas —murmuró Jamie, pensando en voz alta.

—¿Cómo? ¡Pues yo también fui una niña!

—¡Oh, no, mamá, no quería decir…! ¡Tú eres la mejor madre del mundo y la más guapa!

—¿Y ahora zalamerías? ¡Ay, Dios mío!

—Bueno, William —dijo el doctor al terminar de examinar su rodilla—, esto no parece importante. Rose, quédese esta pomada. Ahora, que mantenga la pierna en alto y si mañana ve que hay inflamación, avíseme otra vez. En cuanto a Jamie… —Sólo le puso la mano suavemente en el hombro y el niño se quejó, estremecido—. Vaya, creo que se te ha dislocado, pero te lo puedo curar ahora mismo. Será muy rápido aunque te va a doler un poco más. ¿Lo intentamos?

Jamie consideró que parecer cobarde dos veces en una tarde era demasiado y el dolor era tanto que seguramente no podría empeorar. Se equivocó.

Como cada día, John Bates llegó al anochecer. Lo recibió el olor a linimento. William… ¿Qué habría sido esta vez?, ¿un resbalón?, ¿otro de sus mareos? Pero ¿cómo podría estar un niño encerrado en casa todo el tiempo?, y más uno como William. Negó con resignación al cerrar la puerta.

En la salita, Jamie y William se miraron con cierta aprensión al oír a su padre. Después, se acercó el familiar sonido de su bastón.

En realidad, no podían quejarse. Su padre jamás se enfadaba ni les había puesto la mano encima, algo que no podían decir la mayoría de los niños que conocían. Pero no le hacía falta: le bastaba con el grado de inclinación del mentón o la ceja. Normalmente los hermanos Bates apostaban por uno u otra porque si usaba los dos, entonces sí tendrían problemas serios.

John los vio cuando Rose llegaba al mismo tiempo a su lado para darle un cariñoso beso, cogerlo del brazo y comentarle, melosa, que sólo había sido una simple caída por la nieve. Sería suficiente con tener que quedarse quietos. John se pasó la mano por el pelo castaño claro y después por la cuidada barba de igual color mientras los ojos azules le destellaron. Miró a sus hijos sucesivamente: eran tan distintos… Habían nacido en días seguidos con la diferencia de un año, pero el mayor era sano y fuerte, reflexivo y pacífico, mientras que el menor era un torbellino de entusiasmo constante y mil inquietudes que un destino incomprensible mantenía acotadas en un cuerpo pequeño, delgado e injustamente enfermo. Sin embargo, ambos eran soñadores como él y hermosos como su madre.

Hizo un gesto de cansancio y se sentó en una butaca frente a ellos, colgando el bastón en el respaldo. A continuación, señaló a William para hablar con voz grave y siempre calmada.

—Así que quieres terminar como yo.

—No, padre, es que…

—¿Ya me interrumpes? —William bajó la mirada y John siguió—: Tienes la rodilla vendada y tu hermano un brazo en cabestrillo, así que el mal ya está hecho. Y ya son vuestros cumpleaños y Navidad, pero no vais a poder celebrarlos.

—No ha sido nada y…

—¿Tú también, James? —John no varió el tono—. Pero de ti sí quiero una explicación y será mejor que me convenza.

En medio del revuelo materno y la visita del doctor, Jamie había tenido tiempo para elaborar lo que consideró sólo la verdad cambiada. Además, su irresponsabilidad seguía siendo cierta y confiaba en que su también verdadero arrepentimiento y disculpas lograran conmover. Así que habló con un discurso sin improvisaciones y las pausas dramáticas más efectivas que sabía.

John mantuvo el gesto sereno todo el tiempo. Jamie pensaba que los padres que gritaban o usaban la correa podrían atemorizar más, pero al menos se los veía venir. El suyo permanecía impasible y bajaba la voz.

—Ahora la verdad.

¡Maldición! ¿En qué había fallado? Pero no había tiempo para pensarlo y Jamie se reafirmó en sus palabras. Su padre aún dejó pasar unos instantes y miró de reojo primero a su mujer y después a William.

—Bien —habló—, como ha dicho vuestra madre, ahora tendréis bastante con quedaros quietos estos días, pero eso significa que vais a darle más trabajo.

—Yo estaré bien mañana. La ayudaré —dijo Jamie, sumiso.

—No es suficiente. Cuando se es descuidado y no se piensa en las consecuencias de lo que se hace, que también pueden afectar a los demás, hay que compensarlo. Así que tendremos que quitarle trabajo, por lo que no habrá celebraciones de cumpleaños y, si William sigue así, no podremos hacer la travesía en la Blaine.

Con el gesto desencajado, William se incorporó al instante como si tuviera un muelle.

—¡No, eso no! ¡Casi no me duele! ¡Podré ir!

—No. No me arriesgaré a que esa rodilla no esté perfectamente bien y te falle para que entonces tengas que pasarte ahí quién sabe el tiempo.

—¡No, de verdad que estaré bien! ¡Por favor, papá!

—No lo repetiré, William.

Y de nuevo el vivo genio del niño le jugó una mala pasada.

—¡Maldita sea! ¡Lo he hecho solo! —Rose dio un paso hacia él pero John la detuvo. William siguió—. ¡Pues me pondré bien y lo conseguiré otra vez! ¡Ya lo veréis!

—¿Qué veremos? —preguntó John quedamente observando cómo Jamie parecía hundirse en el sillón.

Enseguida William lamentaba el poco control de su rabia al tiempo que se admiraba de que su hermano, con inquebrantable lealtad, reaccionara y dijera:

—Nada. Es que ha conducido el trineo él solo, bueno, un poco, y luego…

—Basta, James. —Su padre lo miró solamente y él se rindió.

John entonces se inclinó hacia William y un torrente de palabras entrecortadas por el llanto inundó la sala con toda la verdad. La apenada imploración de perdón le encogió el corazón a Rose, pese al enorme susto de conocer la realidad. También a John, pero debía mantenerse firme. Así que acercándose más al niño, le tocó el brazo suavemente.

—Eh, tranquilízate. Sé que te das cuenta del peligro que has corrido y de lo que ha hecho tu hermano, ¿verdad? —William asintió hipando—. Pero tu hermano también ha mentido porque siempre quiere taparte aunque sabe que no debe, y eso sí que es grave. —John miró a Jamie que, ya sin orgullo alguno, al menos dejaba escapar las lágrimas en silencio. William pareció más desconsolado.

—También le he pedido perdón… Por favor, papá… no nos dejes sin… No me moveré… haré cualquier castigo… pero la travesía no… Por favor…

John suspiró profundamente. Si algo ilusionaba y daba energía a aquel niño eran los barcos y todo lo que tuviera que ver con ellos. A él y al hermano, que, con apenas entendimiento, mostraban auténtico entusiasmo cada vez que iban al mar. Ya disfrutaban más que excitados con sólo navegar por el Avon, pero que además él trabajara en el puerto, no había hecho más que aumentar su afición. Y como todo niño de Bristol, hubieran dado lo que fuera por haber sido Jim Hawkins (Jamie presumía inmediatamente de llamarse igual), vivir en la posada del Almirante Benbow y haberse encontrado el mapa del tesoro del capitán Flint en el cofre del borracho Billy Bones. Así, sus peores pesadillas habían sido con la llegada de Perro Negro, y su mayor entretenimiento las apuestas por adivinar, de entre todas las tabernas del puerto, cuál habría sido El Catalejo para poder conocer a su dueño, el terrible y traicionero pirata John Silver el Largo. Y, en su desbordada fantasía infantil, lo habían querido ver a él casi como un pariente lejano. «Te llamas igual y… cojeas y sabes navegar y conoces todos los cuentos de los mares». «Ah, pero no tengo una pata de palo, así que ¿es que soy tan malo como él?», les preguntaba divertido fingiendo ofenderse. Ellos, cariñosos, negaban enseguida y le pedían que siguiera contándoles historias.

John sintió el suave apretón de la mano de su esposa y por fin dijo:

—Tendréis que hacerme una promesa.

—¡La que sea! —exclamaron los niños al unísono.

—Ni una mentira más. Si la hay, no volveré a confiar en vosotros y eso sí que será serio.

El juramento fue solemne y, no, los hermanos Bates no pudieron celebrar sus cumpleaños, pero no les importó porque, dos días después de Navidad, embarcaban en la Blaine, una fragata de tres palos y casco negro y amarillo, que aún estaba en servicio después de cuarenta años. Los grandes barcos de metal ya solían ahogarla con sus humos y sus ruidos, pero ella seguía ufana en el muelle principal y sólo dejaba que fuera el viento el que le diera sus sonidos de madera. El tiempo quiso acompañar suavizando el húmedo frío y aclarando un poco el cielo.

Aquella travesía por la bahía era una tradición anual dela Armadapara su personal de tierra en Bristol, del cual formaba parte John Bates al no haber podido hacer carrera por un accidente en su primera instrucción siendo muy joven. Sus superiores, consternados por haber visto su gran valía, intervinieron para proporcionarle un puesto como civil y él, aunque con tristeza, lo había agradecido quizá menos por sí mismo que por la preciosa muchacha con la que quería casarse. Después, no se volvió a lamentar y los dos niños que tuvieron le decían casi cada día que a ellos no les pasaría nada y lo conseguirían, y se harían con el mando no de un barco, sino de una escuadra entera. El pequeño iba más allá y aspiraba a almirante con gallardete azul sobre toda la flota.

Pero ese día William tuvo que estar en el rincón más resguardado de cubierta, en una silla con ruedas que le trajo el doctor Sullivan y, además de abrigado hasta las cejas, envuelto en mantas para evitar sus constantes resfriados. Envidió a los niños que corrían y gritaban, pero se conformó, fascinado cuando la Blaine desplegó todas las velas y el viento las hinchó, haciendo crujir los palos. Y agradeció emocionado que su hermano no se moviera de su lado para contarle todo lo que ocurría.

Shanghai. 24-25 de diciembre. 1949.

Los niños sonrieron cuando acabé la historia. Yo también, aunque había omitido el verdadero final en el que, sólo un año después, Jamie comprobó que la vida era la mayor mentira. Pero era el cumpleaños de William, a quien no le gustaba que nadie se entristeciera por él.

Estábamos en San Miguel otra vez tras un mes en Hangzhou. Mi tobillo se había curado enseguida, pero el hombro del capitán sí tardó pese a la limpia herida. Siempre había tenido molestias y ahora se habían juntado con un considerable cansancio de situaciones tensas y peligros encadenados en poco tiempo, más el año que sumaba su cuerpo. También tardó la pierna rota del profesor Warwick y Sarah Constable estuvo muy débil, así que su padre no dudó en permanecer allí el tiempo necesario hasta que se recuperaran completamente.

Fue él también quien llamó a la puerta del cuarto donde estábamos descansando esa mañana. Yo había querido volver a mi cama apresuradamente, pero el capitán me lo impidió: aquella situación solamente la hubiera malinterpretado quien hubiese querido o sabido la verdad sobre nosotros. Pero eso fue lo único que Lung le había ocultado a su antiguo instructor, y su intención era seguir haciéndolo. Sé que se trataba de la protección que él consideraba más importante, y yo, aunque ya no viese riesgos ni amenazas por parte de nadie, lo entendía perfectamente pese a mi queja interior por su resistencia al especial sentimiento que nos había atrapado. Pero me alegré al descubrir de pleno que James Lung siempre me había mostrado abiertamente cómo alzaba o derribaba sus escudos.

El señor Constable había entrado tras oír el firme «adelante» del capitán, y si la situación lo sorprendió, fue extraordinariamente discreto. Sólo había querido saber cómo nos encontrábamos y comentar esa intención de que no hubiera prisa por recuperarnos. Y eso fue lo que pasó.

En ese tiempo trabé amistad con Sarah Constable, una mujer alegre, muy culta y guapa, que, a pesar de la mala experiencia sufrida, admiraba mucho la cultura china y estuvo más que agradecida por conocernos, muy interesada por nuestra vida. No tuve la misma impresión de su marido, aunque también era un hombre muy inteligente y de exquisita educación; pero no pude evitar sentir un trato algo frío —o extrañamente ambiguo hacia mí— bajo su atractiva apariencia. El capitán también lo percibió y lo interpretó mejor que yo, pero no dijo nada ni yo tampoco le pregunté, y me dediqué a ayudarlo en lo que no pudo valerse con el hombro herido.

Después, regresamos a Shanghai, otra vez con escolta del ejército rojo.

La revolución había triunfado de lleno, pero no me gustó que significara aquel nuevo éxodo de población y extranjeros, por no hablar de la ingente presencia militar que, ahora, no era una invasora. Al capitán tampoco le gustó. No quería volver a Hong Kong, pero si se había acabado el libre comercio, sería de los pocos lugares que podrían mantenerlo. Sin embargo, sabía lo que yo quería que hiciéramos y no me faltaron aliados para convencerlo, pero no lo lograron. Entonces Constable dejó de insistir entendiendo que el capitán quisiera ocuparse de asuntos pendientes antes de tomar la decisión de regresar a Inglaterra. Además, también él necesitaría tiempo para asegurarle esa vuelta y lo único que aceptó Lung fue que informara a sus padres de que estaba vivo.

Así que se marcharon a primeros de diciembre en un buque que se llevaba a mucho personal de la prefectura británica. Viajarían hastala India, donde el señor Constable tenía que hacer escala, y desde allí tomarían un vuelo a Londres. Constable se despidió con unas últimas palabras llenas de intención.

—En realidad, será fácil probar su identidad. Es usted igual que su padre. Ya lo verá.

Ming y el resto de la tripulación nos recibieron aliviados, pero también lamentaron lo que nos había sucedido. Fueron quienes mejor nos contaron cómo las cosas habían cambiado más que deprisa en Shanghai y, en especial, en San Miguel.

Antes de irnos ya habíamos apreciado la escasez de recursos y, sobre todo, los pocos niños en la misión. Primero había sido la guerra civil, pero ahora, el nuevo régimen impuso su política de inmediato y, entre otras cosas, dictó no sólo el límite al libre comercio, sino la supresión de cultos de cualquier religión. Y la protección francesa de San Miguel dejó de tener efecto. Ahora sería sólo el Estado el que se ocuparía de sus huérfanos y eliminaba toda educación que viniese de fuera, una educación que en San Miguel había sido tan abierta para niños de toda clase, raza y condición, como había ocurrido en mi infancia.

Al regresar de Hangzhou, todo se había acelerado y sólo encontramos a Xue, desesperada, ya que las otras tres monjas se habían ido tras la advertencia de las autoridades —que ya las habían emplazado a abandonar la ciudad— y preocupada por la delicada salud de la luchadora Isabelle. Quedaban cinco niños, todos huérfanos y dos discapacitados, que Isabelle no había querido entregar. El capitán Lung no dudó un instante en preparar la partida como ya hizo una vez, sólo que ahora supimos que no habría retorno.

—Es hora de descansar, Isabelle —le había dicho—, o de pensar en volver a esa bonita Normandía.

A ella le habían brillado los ojos y había sonreído.

—Ya no hay nadie que me espere en ningún sitio, capitain, pero a usted sí.

—A usted siempre la querrán en cualquier lugar.

Lung le había devuelto la misma sonrisa. Ella le había hecho un cariñoso guiño.

—Seguro que me llevaría también. —Y enseguida le había cogido la mano y había mantenido la sonrisa—. Sé que no es usted un hombre religioso, pero celebremos la última Navidad en esta tierra maravillosa. También sé que es un día especial, ¿verdad?

El capitán asintió. Así que esa fue la última noche que estuvimos en San Miguel y yo había querido acostar a los niños.

—Yi, ¿qué pasó con William? —preguntó un niño llamado Bao. Estábamos en el dormitorio común y les había juntado las únicas tres camas que quedaban—. ¿Consiguió hacerse marino? ¿Está en Inglaterra?

No mentí.

—Sí, sigue allí.

—¿Y Jamie? —Wan, la más pequeña, puso una romántica expresión—. ¿Charlotte le volvió a hacer caso? Seguro que sí…

Me reí y contesté también con la verdad:

—Ah, pues no lo sé, pero se lo preguntaré.

Todos se sorprendieron enormemente.

—¿Pero esa historia no había pasado hace mucho tiempo? —dijo el niño más mayor, que se llamaba Feng.

—Sí, pero Jamie creció y terminó viniendo aquí, a China. Vosotros también lo conocéis.

Se asombraron aún más.

—¿Sí? ¿Dónde está?

—Vaya, creía que lo habíais adivinado. —Fingí decepción, pero enseguida sonreí—. Nos iremos con él pasado mañana.

Inmediatamente las caras se iluminaron.

—¡El capitán Lung!

Entonces advertí que era muy tarde y debían dormirse ya; tendríamos tiempo para más historias. Así que me despedí y los dejé cuchicheando. Al poco, también nos despedíamos de Xue y la hermana Isabelle. El capitán quería embarcarlos a todos a la mañana siguiente. También acabaría de estibar los víveres y una carga de material de construcción para un cliente en Hainan con el que había contactado durante aquellos días. Después, zarparíamos el día veintiséis.

Nos fuimos al Old Oak y yo supe cómo sería aquella noche tan única para él, y muy triste, pero que cuando acababa, se convertía en el día que, desde que tuve uso de razón, yo le deseaba siempre que fuera el más bonito. Afortunadamente era una noche clara y tibia, y las luces del puerto titilaban en el agua. Ming y los demás también sabían lo que pasaba y se retiraron pronto, unos para ir a tierra y otros por la guardia.

El capitán me obligó a abrigarme y cuando volví a cubierta, tras su figura a babor de proa, ya distinguí el pequeño resplandor tembloroso. Sé que le hubiera gustado estar navegando porque era eso lo que procuraba hacer en ese día, y ponerse al pairo por la noche. Pero esta vez las circunstancias no lo habían permitido. Me acerqué en silencio, un silencio que no me atrevería a romperle nunca y que sólo dejaba hueco para los sonidos que más les gustaban a los hermanos Bates.

En el hermoso cuento de Charles Dickens —el primero que aprendí en inglés— tres fantasmas visitaban al avaro y cascarrabias señor Scrooge en una noche como aquélla. Le mostraban cómo había sido, era y sería su vida si no cambiaba. El que lo llevaba al pasado tenía la forma de un niño, pero yo sabía que no era ningún fantasma: lo reflejaba la llama de la vela encendida en la borda porque estaba, y seguía vivaz y animoso, en los ojos del capitán. Luego, le hacía murmurar con la sonrisa más bonita que podía tener un hombre.

Ilustración de Natalia Llorente

Ilustración de Natalia Llorente

—Feliz cumpleaños, William…

Y él se la devolvió con su mismo brillo de agua y fuego.

La medianoche se cruzó en el cielo. Las manos del capitán nunca me parecieron tan cálidas como cuando se las cogí y me las acerqué a la cara para acariciárselas con la mejilla. Luego me incliné y le di un beso a los labios húmedos y salados.

—Feliz cumpleaños, Jamie. Y gracias otro año más por haberme dado los míos.

Bristol. 26 de diciembre. Boxing Day. 1949.

Rose Ann Bates descorrió las cortinas del ventanal de la salita y unos tímidos rayos de sol quisieron asomarse entre el cielo gris. Después se llevó el servicio de té a la cocina. Su hermana Elizabeth acababa de irse. El día anterior habían estado con ella, aunque para Rose hacía mucho tiempo que Navidad no significaba nada.

Oyó a John moverse por el despacho. Siempre se ponía a ordenarlo para el nuevo año en ese día festivo, pero cada vez su bastón sonaba más lento. Rose recogió todo despacio, atenta a los pasos de su marido, y después regresó a la salita para colocar distraídamente el juego de té limpio y seco en el aparador. Entonces, de reojo, vio el elegante Bentley negro que se detenía frente a la entrada y sintió que la sangre le subía a la cabeza. Después murmuró un débil «John», pero sin darse cuenta de que él había aparecido, alarmado por lo que en realidad habían sido dos gritos temblorosos llamándolo.

Rose creyó que Francis Constable subía los peldaños sin llegar nunca a la puerta. Después la ensordeció un ruido muy fuerte. El estallido de su corazón.

Mariola Díaz-Cano Arévalo. Noviembre 2011.

Hoy es Navidad

Ilustrador: Mariana Poggio

Género: cuento

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y su ilustración es propiedad de Mariana Poggio. Quedan reservados todos los derechos de autor.

HOY ES  NAVIDAD

Hoy es un día muy frío. La nieve lo cubre todo, pero mis amigas las ardillas ajenas a ello, saltan de rama en rama en busca de nueces aún sin caer.

-Pobre  nogal, es el más anciano del bosque y como buen abuelote aguanta a estas traviesillas sus andanzas y arañazos.

-Ellas lo trepan incansablemente una y mil veces. Parecen no agotarse nunca.

-En el fondo las envidio.

-Lo que yo daría por poder hacer lo mismo.

-Pero no importa, me siento igualmente a gusto a su lado haciéndole compañía.

-Lo que dura un suspiro y vuelven a pasar  por delante de mis narices a toda prisa.

-¡Cuidado, las ramas están resbaladizas!

-Apenas lo he dicho y aquí  tengo a Pax, a mis pies, estampada contra el suelo, como cada día.

-¿Estas bien?

-Menudo coscorrón.

-¿Te duele?

-No mucho, me dice,  rascándose ligeramente la cabeza

-No me da tiempo a  calmarla cuando la veo perseguir de nuevo a su hermano, árbol arriba.

-¡Buf, qué actividad!

-Ahora dirijo mi atención a la chimenea de la cabaña. Sale mucho humo. Dentro debe de estar calentito… Umm, se percibe un rico aroma a café y tostadas.

-Si yo pudiera, iría hasta allí.

Hoy es Navidad y el leñador, como cada año,  no tarda en salir a cortar un arbolito.

-Yo lo espío  asustado detrás del abuelote.

-No me gusta nada  esa enorme hacha que lleva al hombro.

-Me agacho para  pasar desapercibido.

-El nogal me protege con sus ramas, pero Pax vuelve a caerse de morros al suelo y llama la atención del leñador.

-Esta vez no me muevo, no me preocupo por su coscorrón, no le digo nada, no vaya a ser que el leñador se acerque, su hacha me da mucho miedo.

-Se para y mira hacia aquí. Dejo de respirar. !Por Dios, que se vaya! Unos segundos más y emprende de nuevo su camino.

-Menos mal, ya se aleja.

-Ahora reprendo a Pax

Estate un poquito quieta .Cualquier día me darás un disgusto con tanto moverte.

-Me pide perdón con una promesa de  tener más cuidado y no hacer ruido cuando el leñador merodee a nuestro alrededor.

-Apenas me da tiempo a darle las gracias y de nuevo la veo arriba, encaramada.

-Su hiperactividad me hace gracia  y siempre consigue sacarme una sonrisa.

Ilustración de Mariana Poggio

Ilustración de Mariana Poggio


-Si yo  pudiera haría lo mismo.

-El corazón vuelve a palpitarme. Oigo canturrear un villancico. Es él. Regresa satisfecho con su víctima.

-¡Oh! No puedo verlo. El filo del hacha brilla iluminado por este sol  invernal que apenas calienta. Me aterroriza.

-Las huellas son inconfundibles, pisadas y ramas rotas se van quedando en el camino

-!Pobre arbolito! Nunca llegará a ser como el anciano nogal.

-Me pregunto por qué es necesario talar millones de árboles por Navidad

-!Qué infantil es esta humanidad!

-Pax se sube  a mis ramas y se acurruca melosamente.

-!Oh Pax!, ¿Por qué tengo que ser un pino? Tú también sabes que quizás el año que viene me toque a mí adornar la casa del leñador.

-Ahora nieva y tengo mucho frío.

¡Hoy es Navidad!

Laura Vazvál

Entre los árboles

Autora: Chus Díaz

Ilustrador: Laura Vazval

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: microrrelato, infantil

Este cuento es propiedad de Chus Díaz, y su ilustración es propiedad de Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.

ENTRE LOS ÁRBOLES

El bosque me da miedo. Es tenebroso y parece esconder un peligro tras cada árbol. Seres mágicos que pueden convertirte en piedra por puro capricho. Personajes despiadados que no dudarían en hacerte cachitos si se despiertan de mal humor. Mamá se ríe cuando le cuento esas cosas; dice que leo demasiadas historias fantásticas. Para ella, un bosque es un bosque y punto. Pero yo no puedo evitarlo: me da miedo el bosque.
Mamá se ha propuesto acabar con mis temores. Cree que no me doy cuenta de su estrategia, pero siempre encuentra excusas para enviarme a las entrañas del bosque. Yo hago todo lo posible para evitar cumplir sus encargos. Remoloneo jugando con mis amigos, finjo no haberla oído, me saco de la manga deberes pendientes… Hoy le he dicho que me encontraba mal, pero no ha servido de nada. Mamá sabe ver en mis ojos cuándo miento.
—No te comportes como una criatura —me ha reprochado, con esa mirada entre fría y decepcionada que tanto me duele. Y yo no he tenido más remedio que obedecer.
Así que ahora avanzo por el bosque refunfuñando, con los sentidos en tensión. No me gustan esos árboles siniestros, tan altos y frondosos que no dejan pasar el sol. Creo que me espían. En cuanto los deje atrás, se inclinarán sobre mí. Alargarán sus ramas, como dedos amenazadores, e intentarán atraparme. Pero yo no bajo la guardia: al menor ruido, me giraré de inmediato para sorprenderlos antes de que me ataquen.
Sólo hay una cosa que me asusta más que los árboles: él. Me han contado que está siempre al acecho entre las sombras, que se mueve con sigilo y salta sobre su víctima al menor descuido. Nunca le he visto, pero temo encontrarme con él. Si se lo confesara a mamá, me diría que olvidase esos cuentos de viejas. Pero yo sé que existe.
He llegado a la altura de Casa Abuelita. Me detengo junto a un árbol y observo a mi alrededor. Temo que él se haya escondido cerca y vigile mis acciones. Intento escudriñar entre las hojas, distinguir el más mínimo movimiento para…
—¡Te pillé! —oigo a mi espalda. Y no puedo evitar dar un respingo.
Me vuelvo con miedo, esperando encontrarme con el ser más monstruoso que puedo imaginar. Pero quien me ha descubierto no es él, sino una niña ataviada con una capa roja que me sonríe. Al ver mi cara aterrorizada, su sonrisa desaparece.
—Perdona, no pretendía asustarte —se excusa.
Tiene que ser una trampa. Las niñas no suelen andar solas por el bosque. Él debe de haberla enviado para distraerme, y ahora mismo estará a punto de saltar sobre mí desde otro ángulo. Me giro rápidamente para pescarlo in fraganti. Pero allí no hay nadie.
—¿Dónde está el cazador? —pregunto, desconfiado.
—Aquí no hay ningún cazador. Sólo yo.
Estoy desconcertado. Se supone que la niña tendría que huir al verme, pero aquí sigue, mirándome de nuevo con esa sonrisa amable. Lo más extraño de todo es que yo tampoco me comporto como un lobo. No gruño, no le enseño los dientes, no intento amenazarla. Mamá se enfadaría conmigo si me viera ahora. «Menudo cobarde estás hecho», me espetaría. Pero algo me dice que no debo hacer daño a la niña.
Ella no para de hablar. Me cuenta quién es y cómo ha llegado hasta aquí. Me muestra las flores que ha encontrado por el camino, me describe a los animales que ha conocido, me revela dónde se ocultan las setas más sabrosas. Visto a través de sus ojos, el bosque no me parece tan siniestro. Los árboles ya no me asustan y, ahora me doy cuenta, he dejado de preocuparme por el cazador. Junto a ella, me siento seguro y valiente.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

A la niña le ha entrado hambre y propone ir a merendar a Casa Abuelita. Yo rechazo su invitación: dudo que su abuela me recibiese con buenas maneras. Soy un lobo, y los lobos no meriendan con humanos. Los lobos meriendan humanos. Por lo menos, eso es lo que mamá esperaría de mí; aunque yo prefiero un buen estofado de conejo.
Pero la niña ignora mis excusas. Me agarra de la pata y me guía hasta la casa.
La abuela resulta ser tan agradable como su nieta. Le alegra nuestra visita. Nos sirve zumo de frutas del bosque y galletas recién hechas. Sentados los tres a la mesa, charlamos, reímos y jugamos a cartas durante horas. Me siento cómodo en Casa Abuelita.
Entre partida y partida, observo a la niña. Tiene unos ojos preciosos y unos mofletes graciosísimos que vibran cuando ríe. Noto un cosquilleo desconocido en el estómago. Es una sensación extraña, pero me gusta. Sonrío. Cierro los ojos e imagino a la niña tumbada sobre un lecho de verduras bien horneadas. Me relamo.

Mi pegatina por un árbol

Autora: Laura Vazval

Ilustrador: Verónica López

Género: relato, ensayo

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y su ilustración es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

MI PEGATINA POR UN ARBOL

Yo no era ninguna bióloga, ni especialista en medio ambiente, simplemente era una escritora ,ciudadana normal que amaba la naturaleza, disfrutaba de ella y sobre todo la respetaba e intentaba que los demás también lo hicieran. Utilizaba el sentido común y una seria y profunda conversación interior al que yo llamaba «sesión reflexiva con el todo» como clave esencial para llegar a la raíz de mis dilemas.
Estaba a punto de empezar mi conferencia en el auditorio municipal de Zamora.
El tema era: Mi pegatina por un árbol

Me pasé la tarde adelantándome mentalmente a los argumentos que expondría en mi discurso, así que cuando me asome detrás del telón y vi el recinto lleno a rebosar un sentimiento de responsabilidad afloró en mi conciencia…
-¡Vaya! Cuanta gente le susurré a mi marido que siempre me acompañaba.
Una suave caricia en la mano, me hizo sentir su complicidad.
-Tranquila, lo harás muy bien. Toda esta gente esta deseando escucharte.

Se apagaron las luces del auditorio y un aplauso surgió al unísono en toda la sala mientras yo me dirigía al estrado.

-Escoge bien las palabras «cariño».Así me llamaba mi otro yo cuando entablábamos esa silenciosa y profunda conversación interior.
Despierta en el alma de las personas el amor a la naturaleza y sensibilízalas hasta hacerlas lloras de emoción. Cuando lo consigas sabrás que has triunfado.

Hacia tiempo que la retrospección interior y mi dialogo interno era una formula habitual de conocimiento que había aprendido a dominar con soltura. No estaba muy segura cuales eran los mecanismos que lo hacían funcionar pero en numerosas ocasiones me sorprendía a mi misma con los conocimientos que adquiría hasta el punto de concluir con la pregunta ¿Y esto, porque lo sé yo?

Intenté ver al público sentado frente a mí pero la luz que me enfocaba, impedía mi visión mas allá de la primera fila.

Los aplausos fueron cediendo el paso al silencio, respetuoso y expectante.
Hice mi presentación y sin más preámbulos pasé directamente al contenido de mi conferencia.

A mi espalda una inmensa pantalla proyectaba la primera de las diapositivas.

-Señoras y señores, esta fotografía es un trocito de la inmensa y desolada meseta castellana. Puede pertenecer a cualquier rincón de la España seca. Eso no importa. Por desgracia el modelo se repite por toda nuestra geografía cada vez con más frecuencia.
Kilómetros y kilómetros de extensión donde a penas se puede ver un árbol.
Ni atisbo de vida arbórea.
! Es una verdadera pena! ¿No creen?
Polvorientas llanuras sembradas de cereales que contribuyen más al color amarillento y reseco del paisaje.
Una buena cosecha sin duda, pero ¿A que precio?
No se dejen engañar. El kilo de este cereal no es 30 céntimos en el mercado. Este kilo no tiene precio… ¿Puede tener precio la desaparición de todos los bosques que antaño tenia España, convertidos hoy en inmensas llanuras sobre explotadas?

! ESTO ES MUERTE SEÑORAS Y SEÑORES ! – les grité.

Hice caso a mi interior y teatralice mi intervención intentando remover conciencias acomodadas al desastre medioambiental que padecía nuestra Península Ibérica.
Buscaba producirles un shock emocional, así que el contraste con la siguiente diapositiva fue un profundo OH….

¡Y ESTO …. SEÑORAS Y SEÑORES, … ES VIDA., les dije pausadamente bajando relajadamente el tono de mi voz.

Allí estaba , impresionantemente hermoso El BOSQUE DE MUNIELLOS, en la España verde, en Asturias, detrás de la protectora cordillera Cantábrica que tanto nos había protegido de la desertización del resto de España como de los continuos e insistentes ataques de otras civilizaciones que en la historia de nuestra península lo habían intentado asiduamente.
Uno de los muchos bosques que posee el Principado y prácticamente todos el Norte de España.
Un bosque considerado el mayor robledal de Europa, el mejor conservado y patrimonio de la biosfera.

-Miren por favor este riachuelo que transcurre por el interior de miles de grandiosos robles fuertes y robustos donde la vida vegetal campa a sus anchas entre miles de matices verdes envidia de la más exquisita paleta del mejor pintor impresionista.

Alterné varias veces las dos diapositivas para que grabaran bien las diferencias en sus retinas .
¡Muerte, Vida…..Muerte, Vida…. Muerte, Vida!

El silencio en la sala aumentaba más el sonido de mi voz.

-Señoras y señores, dije con voz potente cuidando de hacer las pausas necesarias para la reflexión del oyente.
-¿Dónde están aquellos bosques que antaño poblaron toda la Península Ibérica y que según la tradición popular una ardilla podía cruzar por sus ramas de norte a sur sin bajar una sola vez al suelo?
-¿Estamos ciegos?
-¿No vemos el desastre que padece nuestro país?
-¿Preferimos este paisaje desolado o este otro rebosante de vida?
-¿Preferimos la muerte o la vida?
-Ahora, ustedes han visto dos fotografías de la misma España, la del Norte, húmeda llena de vida, donde la vegetación es la reina, donde si nos descuidamos nos crecen los árboles en los tejados (y literalmente es así)… y la del resto de España que se muere de sed, salvo pequeñas excepciones en las riberas de los rios, lagos y poco más…
-Quiero que no solo la veamos, sino que la oigamos, que la sintamos.
-Ahora, cierren los ojos, agudicen el oído, transpórtense mentalmente a este paisaje y oigan a la naturaleza en su estado mas puro.

Conecté el sonido que acompañaba a la diapositiva del Bosque de Muniellos y mi voz cedió el paso a la sinfonía musical del entorno.
La sala se inundó de armoniosos trinos que competían por un lugar destacado en esta melodía. .
Llamadas y respuestas de unos y otros conformando un dialogo a todas luces tan real como el nuestro.
De fondo se percibía el discurrir de un refrescante y acariciante riachuelo que entre piedras, musgo y líquenes transcurría lentamente impregnado de vida todo lo que tocaba.
El canto del urogallo, la berrea de los corzos, aullidos de lobos y como imponente sonido, el gruñido de uno de los osos salvajes que habitan por aquellos parajes.
¡Vida! Ese era el sonido. Era vida burbujeante, cambiante, luchadora por ocupar un lugar en la evolución.
La naturaleza se expresaba a través de esa multiplicidad de reinos; el animal, el vegetal y el mineral que coexistían en perfecto equilibrio y que extasiaba los sentidos del caminante que tenia la fortuna de pasearse por aquel bosque.

Observé a la única fila de butacas que podía apreciar desde mi posición. Aprecié a un público relajado con las cabezas inclinadas ligeramente hacia atrás, los ojos cerrados, rostros de satisfacción ensimismados en la deleitosa contemplación interior que los sonidos de la naturaleza les proporcionaban, así que supuse que el resto de la sala estaría igual.

Me mantuve en silencio unos minutos respetando la sincronización mental de todos los asistentes.

Como el que corta de golpe un tronco a golpe de hacho y sin que apenas les diera tiempo a abrir los ojos, les devolví al paisaje seco y árido de los campos yermados y castigados de Castilla.
El sonido era el murmullo del aire que correteaba por entre aquellos inmensos e interminables campos de cultivo sin un solo árbol, sin un solo arbusto que frenara su recorrido.
El sonido era el graznido de los cuervos o el piar de algún pajarillo despistado desesperado por buscar refugio del implacable sol que todo lo secaba.
El sonido era el silencio cuando el aire se retiraba de su ofensiva.
Pueblos de Castilla, secos, casi abandonados o muy mermados en su población…

Volví la mirada a la primera fila. Las expresiones habían cambiado. Las sonrisas se habían transformado en lánguidas mejillas, expresiones de tristeza y preocupación. Una chica se mordía las uñas.

Esa era la evidencia que necesitaba, la sala estaba preparada sensiblemente y mi otro yo me advirtió.
Al ataque «cariño”, hazles llorar, sácales la emoción que llevan dentro. Sensibilízalos .Tienes que conseguir que reaccionen individualmente. Levanta la voz y grítales…

-! España se seca!
-!España se desertiza !
-! España se muere!
-¿Nuestros hijos y nietos vivirán más cerca del desierto que nunca?-
-¿Eso es lo que queremos?

Con un tono un tanto enfadada me propuse a darles una reprimenda incluyéndome en ella.

-¿Estamos ciegos o es que no queremos ver?
-¿Estamos cómodos y para que reaccionar?
-Tú y tú y tú y yo somos culpables.
-Todos somos culpables…. pero no hacemos nada.
-Que lo hagan los politicos¿No?

Guardé silencio para comprobar la reacción de murmullos, complicidad y disentimientos.

-«Cariño», ya estas en sus conciencias.

Calmé mi tono de voz y proseguí…

-¿Ustedes recuerdan a la única mujer premio Nobel de la paz de Africa, Wangari Maathai que con su determinación consiguió frenar la desertización de su país
-Tengo que recordarles que ésta magnifica mujer tenia todo en su contra. Primero por ser mujer en un continente donde la opinión femenina deja mucho que desear. ..Segundo porque parecía un imposible como a nosotros nos parece ahora en España, pero ella tenia un sueño…Que su país volviera a tener la vida que antes había tenido. El sueño era frenar el avance del desierto.
Wangari Maathai fundó en 1977 del movimiento Green Belt (Movimiento del Cinturón Verde) y desde entonces hasta hoy ya han conseguido plantar más de 30 millones de árboles.
-Ahora, en este año 2011, once países pertenecientes a este Movimiento del Cinturón Verde tienen la titánica misión de formar una franja verde compuesta de árboles, de no menos de 15 Km de ancho que recorra África desde las costas del Este hasta las costas del Oeste, desde Dakar a Yibuti .
Pero volviendo a nuestro país, voy a contarles que cuando venia hacia acá por la carretera que une Benavente con la capital, contemplaba muy apenada a través de las ventanillas de mi coche el paisaje reseco de los campos de cultivo.
En mi imaginación recreé una visión de todos estos campos repletos de bosques, como antaño, con sombras que cobijaran a los animalillos, con fuentes naturales…. en fin…
!Yo al igual que Wangari ,estaba viendo un sueño!…
A la media hora de viaje entramos en esta maravillosa e histórica ciudad de Zamora mi marido y yo .Estuvimos paseando por su casco antiguo recorriendo a pie posiblemente el mismo recorrido que El Cid Campeador había hecho por sus callejuelas, ahora limpias, pulcras y muy bien cuidadas.
Nos asomamos al balcón natural que rodea la ciudad antigua y permite al viajero contemplar la rivera del Duero que a su paso por Zamora va engrosando su caudal camino ya de tierras lusitanas. Echamos de menos unos arboles pegados al muro que nos cobijaran del torrido sol implacable.
Nos complació ver con que orgullo el sereno y caudaloso Duero exhibe un verde bosquecillo que lo acompaña en su recorrido a lo largo de todo su cauce. Bosquecillo que en cuanto se separa unos metros de su orilla se va desvaneciendo para concluir de nuevo en la calvicie del terreno seco.

Me tome un respiro, bebí lentamente de un vaso de agua.
La sala se mantenía en total silencio, yo diría que ensimismada y satisfactoriamente atenta a mi oratoria.
Continué mi exposición verbal con el apoyo de la siguiente diapositiva.

-Ahora señoras y señores les voy a enseñar la incongruencia del ser humano que lejos de intentar frenar la desertización de sus campos y ciudades las agrava con sus irresponsables e imprudentes actos.
-Las personas de mas edad aquí congregadas deben de acordarse de aquellos parques o alamedas cubiertos de grandes y frondosos árboles que se entrelazaban entre si formando un techo natural que aislaba del sol del verano y que ayudaba a conservar la humedad y la temperatura fresca en el entorno.
-Ahora contemplen ustedes esta diapositiva.
-Es una plaza céntrica de su ciudad, seguro que la reconocen. Tiene 4 árboles, pequeños, aislados uno en cada esquina, concretamente débiles manzanos que luchan por su supervivencia como lo hace un niño del tercer mundo, escuálidos y resecos con unos frutos tan pequeños que en vez de manzanas parecen uvas y que no proporcionan ni treinta centímetros de sombra, en una ciudad donde es fácil alcanzar los 40 grados por el verano y donde las piedras recogen el calor del sol proyectándolo después hacia el viandante en forma de radiador natural.
-¿Es lógico?
_ No…
-¿Porque diseñan así nuestras ciudades?
– Porque no hay inteligencia, no hay lógica, ni imaginación y sobre todo no hay sentido común

Llegados a este punto crucial de la conferencia, ustedes pensarán…
-¿Y nosotros que podemos hacer?
-Mandan los políticos, nosotros no podemos hacer nada
-Yo no soy dueño de tierras, ¿Qué se puede esperar que yo haga?

Me callé.
Esperé, pero no hubo reacción.
Ni murmullo siquiera.
De nuevo silencio.

“Cariño, Están esperando tu respuesta. Ellos no la tienen. Dísela, grítasela, que la oigan bien. Conciénciales. A eso has venido”

.

HAY SOLUCION… MEJOR DICHO HAY SOLUCIONES, les grite de nuevo

-No nos quedemos con los brazos cruzados, observando la aberración urbanística.
-No nos quedemos esperando a que la arena del desierto cubra nuestros campos.

-Protestemos,… Atemos lazos verdes con un «No me gusta»
.-Protestemos….Peguemos pegatinas verdes con: «Mi pegatina por un árbol»

Ilustración de Verónica López

Ilustración de Verónica López

Exijamos al ayuntamiento ciudades llenas de naturaleza, con árboles en todas las aceras, árboles adaptados a los pavimentos, que no los levanten, que echen raíces hacia abajo, no lateralmente.
-¿Se acuerdan ustedes de las alamedas?
¡Que pocas quedan! ¡La torpeza política ha acabado con todas!
En su lugar han hecho plazas, llenas de hormigón, con una escultura moderna metálica en el centro, que a nadie le dice nada.

Protestemos…. Peguemos pegatinas. «No me gusta»
Protestemos…. Pequemos pegatinas “Mi pegatina por un árbol»

-Propietarios de terrenos. Planten árboles en todo su perímetro y si el campo es muy grande planten hileras de árboles cada cierto espacio.
Háganlo los propietarios y exíjanselo sus amigos y familiares.

¡Amigos míos, España se seca!
¡España se desertiza!
! No hay tiempo que perder!
Entre todos podemos cambiar esta situación.
Lo hizo una mujer africana con un sueño.
Copiémosle el sueño.
Si todos contribuimos, si cada uno de nosotros que parecemos insignificantes ante un todo, protestamos y pegamos neutra pegatina de inconformismo, lograremos concienciar a los políticos.

-Ahora, me gustaría que esta conferencia no fuera una mas, no se quedara en el olvido de esta bonita sala.
-Quisiera poder entrar en la mente de cada uno de ustedes y grabarles a fuego la necesidad de actuar hoy mismo.
-Planten un arbolito en su ventana o varios en su balcón o terrazas un centenar de ellos en su terreno o finca o un millar en el contorno de su macro cultivo y busque información de la especie que mejor se adapta a su clima y tierra.
-Riéguenlos cada día hasta que se hagan fuertes y sepan alimentarse por si mismos.
-Son seres vivos.
– ¡Fíjense bien lo que estoy diciendo!
-No son muebles.
– Son seres vivos.
– Por favor no los abandonen
-Cuídenlos.

-Pásense el aviso, por Internet, por radio, por televisión, de boca en boca, no importa el medio, solo importa un sueño.
¡Volver a tener bosques en toda España!

Un caluroso aplauso puso a toda la sala en pie. La ovación me emocionó, no se si había conmovido corazones ni si había hecho saltar lagrimas de concienciación, solo sé que la emocionada era yo y eran mis ojos los que brillaban con lagrimas de agradecimiento.
“Bien cariño”

Coral

Autor: Mariola Díaz-Cano Arévalo.

Ilustradores: Laura Vazval y Julio Roig.

Corrector: Federico G. Witt.

Género: relato (a partir de 13 años)

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Laura Vazval y Julio Roig. Quedan reservados todos los derechos de autor.

CORAL

—Sabemos que colaboró con el nazi John Rabe en Nanking.

—Colaboraría con cualquiera que quisiera salvar a gente indefensa de una matanza.

—Entonces no lo niega.

—Es usted muy perspicaz.
—Tenga cuidado con sus ironías, oficial.
—Y usted con su tono acusatorio. Y yo no tengo ningún rango

.
—Es usted un oficial dela Armada Real.
—Ah, sí, es verdad. Es oficial que ese hombre que usted dice que soy lleva desaparecido veinte años, pero lo que yo quiero saber es si este… interrogatorio también es oficial, porque tengo muchas cosas que hacer y ya he perdido demasiado tiempo.
—Todavía debe responder a más preguntas.
—Me parece que no.
—Sí. No niega ninguno de los actos que le he…
—No niego ninguno de los actos de alguien que se llama Lung. Usted se los atribuye a James Thomas Bates, pero yo no puedo probar esa identidad, y ustedes tampoco.
—¿No puede o no quiere?

La pregunta se quedó flotando en el aire durante unos segundos, pero quien la había formulado borraba el gesto desafiante cuando Lung se puso de pie.
—Oiga, uno de sus capitanes más incompetentes me ha perseguido y acosado, obligándonos a mi tripulación y a la suya a meternos en una tormenta que nos ha puesto en gran riesgo a todos. Pero hemos arribado a puerto y he venido aquí voluntariamente para que me estén tratando, como poco, de desertor y criminal. Así que, a no ser que me hagan una acusación formal por algún delito probado contra intereses británicos en esta jodida parte del mundo, no tienen derecho a retenerme. Por lo tanto, me marcho ahora mismo.

Entonces, cuando el capitán Lung iba hacia ella, la puerta del pequeño despacho se abrió.

Un hombre de abundante pelo y espeso bigote cano entró con paso tranquilo pero firme. No era alto, pero sí de constitución fuerte. Las arrugas de la frente y alrededor de los ojos le endurecían la mirada traslúcida, y su uniforme de vicealmirante no denotaba la impresión inmediata de autoridad, sino que la realzaba porque le emanaba innata.

—Gracias, Lawrence. Me ocupo yo. Retírese.

Habló con la vista fija en Lung pero en un tono tal que el subordinado saludó y se marchó sin más.

Un minuto después los dos hombres seguían mirándose. Lung admitió para sí que había tenido mucha suerte sorteando fantasmas durante tanto tiempo, pero que tarde o temprano tendrían que aparecer. El más importante ya lo había hecho, y él también era uno. Ahora, aquél.

—Vaya… Si es usted el hombre que veo, sí que he envejecido. Por favor, siéntese
—dijo con una voz profunda, gastada por órdenes y salitre. Sin embargo, Lung permaneció inmóvil, aunque no evitó sentir el casi olvidado reflejo de cuadrarse. El fantasma sonrió con decepción, pero tampoco se sentó—. Bien, entonces concédame unos minutos para comprobar que de verdad perdimos a aquel joven guardiamarina tan diestro cuya inexplicable desaparición lamenté sinceramente.
—Parece que hoy se empeña todo el mundo en confundirme.
—Pero yo no soy todo el mundo, James. Sé que al menos no ha renegado de su nombre, como me ha contado su encantadora hija Yi Ze.

En un segundo, Lung sintió la sangre palpitándole en las sienes.
—¿La han traído? ¡Les dije que no la…!
—No se altere, por favor. Se ha presentado por voluntad propia y sí que se ha empeñado en hablar con «alguien que no fuera un simple uniforme». Parece que ha heredado su carácter y se la ve más que dispuesta a todo.
—¿Sigue aquí?
—No, se ha marchado. Y me ha rogado que le pida que la disculpe. Intuía que a usted no le iba a gustar su iniciativa, pero creo que será indulgente con ella. ¿Me equivocaré también?

Lung tuvo que suspirar y desvió un momento los ojos hacia el suelo; después los volvió a fijar en su antiguo y muy respetado instructor, el capitán de navío Francis M. Constable.

—Ya he contestado a todo lo que me han preguntado. ¿Qué más quieren?
—¿Qué quiere usted?
—¿A qué se refiere?
—Por sus servicios. Tengo entendido que son caros pero muy eficaces.
—No soy un mercenario y, en cualquier caso, no trabajo para ningún país.
—En su barco ondea la bandera china.
—Estamos en China y mi barco ha tenido grandes daños por culpa de uno de los suyos.

—Sí, me he enterado y me disculpo. Murray es algo impetuoso y poco diplomático, y yo mismo me he ocupado de reconvenirle debidamente, así como de que le sean abonados a usted todos los gastos por las reparaciones necesarias.

Lung se inclinó un poco hacia delante.

—¿Están intentando comprarme?

Esta vez quien suspiró fue Constable, que también se acercó pero dejó de mantener la firmeza en su gesto.

—Estoy intentando comprarle yo. Me gustaría contar con su experiencia en este país para que me ayudara.
—¿La Armadano puede ayudar a sus vicealmirantes?
—Es un asunto personal.
—Pues hay muchos otros como yo que…

—Pero usted tiene una hija. Hace dos meses que desapareció la mía aquí. Por eso he venido.

Lung vio en sus ojos la especial tristeza de la desesperación más absoluta. Cedió un poco.

—¿Y qué hacía aquí su hija?
—Se casó el año pasado. Su marido es arqueólogo y en marzo vinieron con una expedición al este de Shanghai. Sé que es temerario, según están las cosas ahora con esta guerra civil.

—Sí, lo es. ¿Pero está seguro de que han desaparecido? Quizá se hayan desplazado. Las comunicaciones no están nada bien.

—Sé que el ejército rojo pasó por allí y no encontró ningún rastro, tampoco de que hubiera habido algún tipo de… desgracia.
—¿Lo ha denunciado a las autoridades?

—Sí, pero ¿un marino inglés y con esta guerra?
—Constable negó con la cabeza y enseguida añadió—: Llevábamos tiempo sabiendo de usted, pero ha resultado ser bastante esquivo. Y la verdad es que es difícil reconocerlo. El pelo, la barba y ese tatuaje… ¿Qué fue?, ¿una quemadura?

Lung quiso acabar.

—Perdone, pero me temo que no sé en qué podría ayudarle, así que estamos perdiendo el tiempo y ambos lo necesitamos.

Constable lo detuvo dando un paso hacia él.

—Espere. Fueron ustedes la promoción más brillante que formé y, aunque cometí errores, no creí que me considerara una amenaza. ¿Lo fui?, ¿lo soy ahora?

—¿Cómo puedo saberlo? No tengo nada que ver con ustedes.

Entonces Constable se puso frente a él.

—Recuerdo bien sus ojos, y mis recuerdos no me los puede negar. Por eso sólo le pido que me permita darle mi versión de lo que pudo ocurrirle al joven Bates, pero si usted no me la acepta y no está dispuesto a nada, lo comprenderé. Si es verdad que lo perdimos y, sobre todo, lo perdió su familia, yo también se lo aceptaré. Pero si no, déjeme creer que mi hija también está bien y, por supuesto, no ha tenido razones para querer desaparecer.

La mirada de Constable fue tan reveladora que Lung decidió contestar, pero lo hizo en silencio. Sólo echó un vistazo a las paredes que los rodeaban.

—Entiendo —asintió Constable—.

Dígame el sitio y la hora. Yi Ze significa ‘feliz y brillante como una perla’. Me lo puso mi madre. Yi, además, significa otras cosas: ‘alegre’, ‘amable’ y ‘recordar’ o ‘acordarse’. Quizá por eso tengo tan buena memoria, aunque, tristemente, no de ella. El tío Tejón me decía que no pasaba nada, porque sólo tenía que mirarme al espejo para verla; si además lo acompañaba cuando tocaba el ku cheng entonando la última canción que me aprendía, su cara reflejaba que ella nunca se había ido.

No sé por qué conjuré su inexistente recuerdo cuando llegamos a Shanghai. Posiblemente porque mi madre actuó en dos ocasiones en la populosa y cosmopolita ciudad, y su éxito había sido tan enorme que se estuvo hablando de ello durante largo tiempo.

Ella se había emocionado mucho y comentó a menudo que le gustaría ir más e, incluso, que no le importaría vivir allí. Unos años más tarde el capitán Lung me llevó a mí.

Y es que, después de su larga recuperación, de su asociación con el tío Tejón y de encontrarme, el capitán quiso alejarse de Hong Kong, aunque estábamos bien en la casa de Lantau. Muy confuso y profundamente dolido por lo que le había pasado, y por mi madre y por mí, decidió que nos marcháramos.

No era una huida, ya que, supuestamente, él estaba muerto y a mí me habían abandonado. Pero quiso asegurarse por el causante de esa situación: mi padre. Y mientras éste continuara existiendo, el capitán sabía que nunca estaría tranquilo si, al no aparecer el cuerpo de James Bates, en algún momento —y a pesar de su mezquindad y falta de escrúpulos— Anthony Highmore pudiese albergar la duda de esa muerte o interesarse por mí.

Así que durante un tiempo vivimos en Shanghai.

Fue allí donde el capitán se hizo con el Old Oak, de una pequeña flota de mercantes cuya naviera había quebrado en la gran crisis mundial del 29. Los propietarios, americanos, habían tenido que vender —o más bien regalar— más de la mitad de sus barcos, y otros habían quedado inmovilizados en los muelles más alejados del bullicioso puerto. Uno era el Old Oak, y el capitán lo compró con una parte de las primeras ganancias serias que había obtenido con Tejón, pero, sobre todo, con lo conseguido en la primera y única partida de cartas que jugó en su vida.

Fue única porque nadie mejor que él podía saber lo que era tentar a la suerte, así que cuando ganó aquella inmensa suma, también supo que jamás volvería a jugar.

Ilustración de Julio Roig

Ilustración de Julio Roig

También fue allí donde yo comencé a ir a la escuela y conocí a mis primeros amigos. Hasta entonces, el tío Tejón me había enseñado la caligrafía más básica, que para mí era como un juego de dibujos, y luego yo se la enseñaba al capitán, que me la traducía y era con quien hablaba en inglés. Con cinco años recién cumplidos era una niña muy despierta, y el capitán, aunque inseguro todavía de poder —y querer— dejarme sola, sabía que yo necesitaba empezar a ser independiente y, más que nada, relacionarme con otros niños. El tío Tejón se mostró más reacio: que si aún era muy pequeña, que él podía seguir ocupándose… Pero al final entendió que sería lo mejor para mí.

Así que no mucho después de instalarnos, el capitán me llevaba al sitio que pensó que le daba más garantías: la misión de San Miguel, que estaba bajo protectorado francés y llevaban unas monjas de la orden de santa Clara.

La responsable era la hermana Isabelle, una mujer llena de bondad, que entonces tenía unos cuarenta y cinco años y hacía más de veinte que estaba en China. El capitán le dijo que les pagaría aquel favor. Ella al principio se negó: acogían a huérfanos, abandonados y enfermos, la mayoría niños.

No obstante, también tenían casos como el mío, ya que había muchos padres occidentales que, por distintas circunstancias, dejaban allí a sus hijos; incluso —aunque excepcionalmente— alguna pudiente familia china de ideas más abiertas también los llevaba para que tuvieran una educación más amplia. Sin embargo, el capitán insistió y ella terminó cediendo, conmovida por la imagen de aquel marino serio y de exquisitas maneras que, a pesar de su aspecto con la espesa barba y el inquietante tatuaje del cuello, no podía disimular su juventud y ya había sufrido el drama de quedarse solo con una niña tan pequeña y mestiza, con lo que eso suponía.

Así que, mientras el capitán ponía a punto el Old Oak, me dejaba en San Miguel por las mañanas y me recogía por la tarde, y si no él, el tío Tejón. Y en cuanto pudo navegar, no tardó en prestar servicios a San Miguel en forma de excedente especial de los cargamentos, sobre todo cuando eran de telas y alimentos, que empezó a hacer por la bahía y destinos cercanos. Sólo puso una condición a la hermana Isabelle: que, si fuera posible, evitaran imponerme cualquier tipo de creencia religiosa. Él no las tenía y prefería que yo conociera todas las clases de dioses —celestiales y terrenales— sin que me dijeran cuál era mejor o peor. La hermana Isabelle, muy respetuosa, entendió y aceptó.

De modo que, con un padre que siempre solía aparecer con obsequios como golosinas, ropa, comida o medicinas, me salieron amigos de todas partes. Y de entre ellos, sólo Xue, Rong y Huo se convirtieron en los mejores.

A Xue la había encontrado la hermana Lorene en un recóndito callejón dentro de un cesto. Era una niña y había nacido con un pie deforme, una condena segura para ella si no la hubieran recogido. Así que Xue siempre estaba a su lado y era muy tímida. Rong tenía a su madre pero ésta trabajaba día y noche y no podía dejarlo solo en casa.

Y Huo era uno de esos niños de buena familia que recibían clases aparte. Algo mayor, siempre quería ser el líder en todo. Era vehemente e impulsivo, pero también muy generoso y dispuesto a defender al más débil o cualquier causa perdida. Al principio me tuvo indiferencia por ser más pequeña, luego envidia porque sabía inglés, y después consideró que sería más productiva una alianza conmigo que una enemistad. Así que terminamos haciéndonos inseparables.

Pero entonces empezaron a recrudecerse los problemas con los japoneses, hasta que estalló el conflicto abierto.

Si tengo algún recuerdo verdaderamente claro de aquellos días es el de la bahía plagada de buques de guerra apuntando sus cañones a la costa; pero, en especial, de la silueta oscura, tan amenazadora, de los submarinos que de vez en cuando emergían o se hundían silenciosos, como aquellos monstruos marinos de los cuentos del tío Tejón. Que el capitán fuera inglés no suponía ninguna seguridad, pero su rápida negociación con los japoneses le permitió llegar a un acuerdo para trasladar a la población extranjera de Shanghai.

Yo había conocido a algunos niños japoneses, hijos de comerciantes, que de repente un día habían desaparecido. Había visto y oído el desprecio y las burlas hacia ellos; a mí también me las habían dirigido a veces por mi piel blanca. Yo no me sentía distinta a nadie y solía acallarlas respondiendo que la piel era de mi padre y todo lo demás de mi madre, y los dos se habían querido mucho. Me sentía satisfecha, pero sólo mucho más tarde entendí que, en realidad, esa unión era la más abominable.

Sin embargo, cuando más consciente fui de lo mal que estaban las cosas fue al oír discutir como nunca al tío Tejón y al capitán. Fue una noche en el Old Oak, donde volvíamos a estar tras dejar la pequeña casa de la ciudad. Ya me había dormido y me despertaron las voces. El tío Tejón llevaba semanas en las que tan pronto estaba malhumorado como triste, y muchas veces lo sorprendí maldiciendo y con los ojos llenos de más que rabia. Yo pensaba que era porque la mitad de la tripulación se había marchado para luchar, y ellos tenían que hacer el doble de trabajo. Sin embargo, esa noche el tío también quiso irse y se enfrentó con Lung.

Que si él no entendía por qué se combatía ya que aquéllos no eran su país ni su gente; sólo era otro extranjero más haciendo fortuna con lo que era de China, igual que los malditos japoneses y sus abusos y afrentas durante tanto tiempo. Sólo era otro inglés, y bien que se los conocía por piratas y explotadores de cualquier suelo del mundo que pisaran. Lo que ocurriera con los que habitaran allí nunca les había importado. Y tal vez, sólo tal vez, a él podría disculparlo porque había mostrado gotas de buena sangre al haberse encargado de una criatura condenada como yo, pero…

El tío Tejón no acabó y yo, que me había acercado a la puerta entreabierta del puente y no había entendido bien aquella última frase, me quedé inmóvil al asomarme un poco y ver que el capitán solamente daba un paso hacia él. No lo tocó, pero para mí fue como si de pronto se hubiera convertido en un gigante que fuese a levantar la mano para aplastarlo. Después le habló con una voz tan tranquila que me asustó más.

—Te debo la vida y nunca te la quitaré, Tejón, pero vuelve a hablarme así o intenta envenenar a la niña con ese discurso y te juro por esa vida que desearás no haber nacido. Y ahora, si quieres ir a que te maten, adelante. Así ya no te deberé nada.

Ya no los vi discutir más.

Al final, también tuvimos que marcharnos de Shanghai. El capitán ayudó a evacuar San Miguel y fue entonces cuando perdí el contacto con mis amigos, porque Rong ya no estaba y la familia de Huo, cuyo padre era militar, se había ido antes. Sólo Xue se quedó con las monjas, y durante la travesía a lugares más seguros pudimos estar juntas.

El capitán, sin embargo, realizó más viajes a Shanghai para trasladar a refugiados que vinieron de Nanking. Lo hizo después de conocer a dos trabajadores de la fábrica alemana de Siemens con sede allí que habían contado lo que pasaba.

Alemania tenía firmado con Japón un pacto que, supuestamente, protegía a sus ciudadanos. El responsable de la fábrica, John Rabe, había creado un comité internacional y una zona de seguridad para la población civil dentro de la ciudad con la ayuda de más europeos. Rabe, afiliado al partido nacionalsocialista, incluso había apelado al propio Hitler para llamar la atención sobre el conflicto. Sólo ganó tiempo para ir sacando poco a poco a los civiles que pudo. Muchos se quedaron a medio camino de Shanghai pero otros sí lo lograron y también contaron de primera mano el infierno dela Ciudaddel Cielo, un infierno sólo comparable al que más tarde se desató en Europa y sólo superado por la inigualable devastación del Japón al final de la guerra mundial.

El capitán Lung, al que, después de haber burlado a la muerte una vez, no se le pasó por la cabeza volver a conjurarla en ninguna lucha más que en la suya propia, decidió que, al menos, combatiría así en aquélla. Al fin y al cabo, un dragón de esos mares lo había mecido bajo el agua para devolverlo a la vida. Así que el Old Oak, donde por primera vez ondeó la bandera británica, estuvo haciendo travesías entre destructores de la marina imperial japonesa durante buena parte de aquel aciago invierno del 37 y el 38. Después retornó a Lantau, aunque apenas estuvimos un año antes de trasladarnos a la cercana isla de Hainan, a la ciudad de Sanya.

Allí, la presencia japonesa tras la invasión era menor, así que vivimos relativamente tranquilos durante algunos años; yo, incluso, feliz, puesto que para mi enorme sorpresa me encontré de nuevo con Huo. Y es que el coronel Wu, su padre, había perdido un brazo y lo destinaron allí, donde tenían parientes lejanos.

Huo y yo íbamos a una escuela internacional y el capitán supervisaba también mi formación, aunque fue una época en la que estuvo muy ocupado: conoció a João de Gonzalves y… se enamoró, o al menos eso me pareció, porque hasta entonces nunca lo había visto estar mucho tiempo con una mujer. Ella se llamaba Lin Yuan y era enfermera en un hospital. Era simpática y muy guapa, con ojos muy rasgados y boca redonda. A mí me gustaba, y el capitán parecía haberse vuelto tan chiquillo como yo, incluso se afeitó la barba y todavía lo parecía más. Sin embargo siempre tenía tiempo para mí y, así, también me enseñó a nadar bien y a bucear.

Las playas de Sanya y de la vecina bahía de Yalong eran de una arena muy fina y blanca, con aguas transparentes de fondo poco profundo y preciosos arrecifes de coral. Huo y yo íbamos con frecuencia con más amigos, y a veces también venía el capitán, sobre todo cuando éramos pequeños. Apostábamos a ver quién aguantaba más la respiración, distinguía más estrellas o erizos, o contaba más pececillos. Después, al cumplir los catorce años, y coincidiendo con su relación con Yuan, el capitán me dejó una libertad inimaginable para otras chicas de mi edad. De modo que fue una época inolvidable porque dejamos de lado un poco el siempre tenso ambiente que nos rodeaba y la guerra mundial, pero también porque Huo y yo nos hicimos más que amigos.

El primero que lo vio fue el tío Tejón. Yo solía volver a casa para contar que Huo había hecho esto, aquello y lo otro, que me había regalado un collar de coral, que habíamos ido a este sitio o al otro…
—¿Solos?

—No, no, tío, ¿cómo se te ocurre?

El tío asentía con la sonrisa de «a mí no me engañas y lo sabes, pero ten cuidado, porque tu padre se va a enterar y yo no me haré responsable». Por supuesto que el capitán se enteraba, pero le bastaba con mirarme para saber que si de verdad me ocurría algo importante, se lo diría. Y ocurrió.

Fue un beso —el beso— al regresar un atardecer; el regalo por mis dieciséis años; para mí, el mejor de toda de mi vida, pero también el más corto. Al día siguiente, Huo me decía que se marchaban. Los japoneses se rendían aquel final de agosto tras la hecatombe nuclear sufrida y el gobierno reclamaba a todos los jefes militares para controlar su retirada de China. Además, Huo quería seguir los pasos de su padre e iba a alistarse.

No tuve que decir una palabra cuando el capitán me vio al llegar aquella tarde, y su consuelo tampoco las necesitó porque simplemente se pasó la media noche que no pude dejar de llorar con su brazo rodeándome los hombros. Sólo cuando el llanto me agotó le oí decir una única frase.

—Eh… Habrá otros mejores y más bonitos, ya lo verás. Y siempre tendrás los míos, ¿verdad?

Fue mucho más tarde cuando me enteré de que ese mismo día él había roto con Yuan; el fin de la guerra también significaba su vuelta a casa y, como por arte de magia, el capitán se convertía en el extranjero blanco terminantemente prohibido para su familia. Sin embargo, fue él quien se sintió un idiota por ser incapaz de aprender la lección.

Yo ya sólo volví a la playa una vez para nadar hacia los arrecifes, sumergirme y esconder entre ellos el collar de coral. Después le pedía por favor al capitán que me dejara acompañarlo.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

Al verme frente a San Miguel, no pude evitar un sentimiento tan triste como alegre. Shanghai todavía mostraba muchas huellas de la guerra y la misión por poco no había sido totalmente destruida. Pero ahora todo parecía igual, con los mismos sonidos. Aún no había entrado por la puerta principal cuando oí la voz desde detrás.

—¿Yi? ¿Eres tú, Yi? ¡Sí, sí, eres tú!

Los pasos descompensados y el tono de campanilla. La sonrisa de Xue se había hecho grande y luminosa, y creo que a mí me salió igual.

—¡Xue, qué bien estás! ¡Qué guapa!
—¡No, no, tú sí que lo eres! ¿Pero cómo…? ¿Cuándo has llegado? ¿Y tu padre?

—Espera, espera…

Nos quedamos mirándonos de arriba a abajo y por fin nos abrazamos con más risas.

—¡Ven, vamos a que te vea la hermana Isabelle! ¡Qué sorpresa, qué alegría!

Entonces, cuando entraba con ella, me fijé en el hábito que vestía. Sí… ¿qué otro destino si no? Acepté el pensamiento de mala gana. Quizás también me negaba a aprender lecciones. Pero enseguida entendí, al ver a la hermana Isabelle en una silla de ruedas. La hermana Lorene había fallecido de una disentería al regresar tras la guerra y ella había sufrido un accidente, pero habían logrado reconstruir la misión con ayuda de las tropas internacionales.

La hermana Isabelle había envejecido mucho; sin embargo, su mirada canela seguía siendo firme y cálida a la vez. Salimos al porche del patio y hablamos toda la tarde. Me veían tan distinta, tan… mayor…; y yo me reí, pero todas nos admiramos de cómo nos habían cambiado esos años. Se entristecieron mucho al saber del tío Tejón, aunque no les conté la verdad de su final.

—Pero tu padre está bien —dijo la hermana Isabelle.

—Sí, sí. Tendría que haber venido ya, nos íbamos a encontrar aquí. Debe de haberse entretenido —contesté yo, algo preocupada por el retraso del capitán.

—Pues Huo también tarda. ¡Ah, pero si con tantas cosas no te lo hemos dicho! —Xue se dio un golpecito en la frente y yo me quedaba sin aliento—. También regresó y viene muchos días, aunque… —Xue se calló y miró a la hermana Isabelle, como buscando su permiso y a la vez disculpándose. Ésta sólo asintió levemente con la cabeza, pero pude advertir sus mutuas miradas tanto de tristeza como de resignación. Xue continuó, volviendo a sonreír—: Ha cambiado un poco, pero… bueno… también nos habló de lo que tú nos has contado.

Entonces apareció el capitán Lung acompañado del señor Constable, de quien tan grata impresión me había llevado. Xue estuvo a punto de echarse a sus brazos, dándole el mismo recibimiento que a mí, y él también la saludó cariñoso, igual que a la hermana Isabelle. A ambas les conmovió el brillo en los ojos que él les mostró, pero yo aprecié que ya lo traía y también observé el respetuoso segundo plano que adoptaba el señor Constable.

—¿Qué necesita, Isabelle? —preguntó el capitán—. Estaremos aquí un tiempo y creo que podré recuperar algún contacto.

—Quédense a cenar para celebrarlo. Con eso será suficiente por ahora.
—Por favor, déjenme ofrecerme también como intermediario para lo que sea —intervino el señor Constable.
—De verdad, las cosas están mucho mejor.

Pero, por el tono y una nueva mirada cruzada con Xue, tanto el capitán como yo supimos que no era así.

—Ah, hola, buenas tardes… No sabía que…

Wu Huo se paró en el primer escalón del porche y, cuando nos giramos y nos vio, su cara pasó de la sorpresa a la seriedad más inmediata. Yo creí que me quedaba prendida en sus arrebatadores ojos negros y su figura del hombre que estaba empezando a hacerse. Pero entonces también vimos a los dos soldados que lo flanqueaban, todos con el gesto adusto y el uniforme del éjercito rojo. ¿Huo… un comunista? ¿Con un padre como el suyo al que había querido imitar y que había adorado a Chang Kai Chek? Nuestra sorpresa también fue grande.

Y mientras nos observábamos, yo quise verme otra vez sumergiéndome bajo el agua de nuestros corales, pero la sentí fría y turbia. Enseguida le retiré la mirada para buscar la siempre clara del capitán.

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Julio 2011

Un sueño de amor bajo el mar

Autor: Laura Vazval

Ilustradora:Rosa Garcia

Correctora : Mary Esther Campusano

Género: relato

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y sus ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN SUEÑO DE AMOR BAJO EL MAR

-Dicen que  cuando uno tiene un deseo, es posible  que ocurra.

Dos estudiantes de biología unidos por el amor y por un sueño.

Un deseo ,una  idea ,una utopía, un pensamiento surgido de un sentimiento, condiciones  indispensables para el poder creativo y aquellas palabras resonando una y otra vez en mi mente.

-Ojala tuviéramos una varita mágica para estar  juntos para siempre.

-Entonces creo que vamos a necesitar  el elixir de la juventud porque si no…. 

Nos miramos y la respuesta fueron unas sonoras carcajadas…

-¿Estamos locos verdad?

-No, sólo estamos enamorados…

La idea de vivir cientos de años  para perpetuar nuestro amor  enraizó de tal manera en nosotros que llegó a convertirse en una obsesión.

Parecía una locura, pero ¿Acaso no hay que tener ese grado de locura para plantearse retos que la gente normal no se propone?

Fernando y yo en  nuestros ratos libres   rastreábamos información sobre  animales que vivieran más tiempo de lo que uno considera normal, cien, doscientos, cuatrocientos  y más años si cabe.

Conseguimos hacer una lista de  los animales más longevos del planeta hasta ahora conocidos:

Las tortugas marinas podían vivir más de 200 años.

Los erizos rojos de mar entre 100 y 300 años.

Las almejas de las costas de Islandia unos  400 años

Las esponjas marinas, que no hacia mucho habían encontrado los biólogos alemanes Susanne  Gatti y Thomas Brey  ,concretamente un  ejemplar perteneciente a la especie Scolymastra Joubini de unos 10000 años de antigüedad.

También encontramos árboles  muy longevos, como una especie de pino americano  de casi 5000 años de antigüedad, pero nuestra especialidad era la biología marina y ahí pusimos nuestro empeño.

¿Qué tenían en común estos animales?, nos preguntábamos una y otra vez.

– ¿De qué se alimentaban?

-¿Cómo metabolizaban?

-¿Tendrían algo que ver sus lentos ritmos cardiacos y respiratorios?

Nuestra ansia de conocimiento nos llevaba a pasar horas y horas indagando.

Cualquier pista era importante,  anotábamos cuanto nos parecía interesante.

Las preguntas preceden a las respuestas como el trueno precede al relámpago, con esta premisa sabíamos que nuestras preguntas  tendrían respuesta segura, solo teníamos que esperar y adquirir los suficientes conocimientos que nos llevaran a buen puerto.

Recién  licenciados fuimos en busca de nuestro objetivo, teníamos una idea, muchos apuntes y largas  horas de trabajo detectivesco. Ahora  nuestro pensamiento se dirigía como bala directa a la diana.

A sabiendas de que los sueños podían  hacerse realidad no dudamos en llamar a las puertas de los laboratorios más famosos del mundo.

Necesitábamos que alguien confiara en nosotros, obtener una generosa  financiación, formar el mejor  equipo de trabajo  posible  que  permitiera realizar nuestro  anhelado sueño.

¿Por qué iba a confiar nadie  en una pareja de biólogos recién licenciados?

¿Y porque no?

Tanta constancia al final obtuvo sus frutos y ¡que frutos!

Se interesaron en el proyecto  uno de los mejores  laboratorios de biocosmética  del mundo, directivos  innovadores que perseguían precisamente eso” sueños”.

 Nos pusimos manos a la obra agradecidos de que nunca intervinieran en nuestra forma de trabajar. Conseguimos formar un buen equipo, acorde a lo que buscábamos y  unos presupuestos que dieron a entender la fe depositada en nosotros. Estábamos  a punto de hacer nuestro proyecto realidad.

La playa de Jamursba Medi en  Isla Papua fue la elegida donde instalar nuestro laboratorio. Decidimos este emplazamiento porque era la  playa que la mayoría de las tortugas laúd escogían para su anidamiento.

 

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

Nuestro cuartel general no era más que una cabaña de madera, echa de troncos de palmeras y con el tejado encapuchado de hojas secas que se camuflaba con el entorno. Por fuera no aparentaba nada mas que eso, una  construcción típica de la zona, pero en su interior se entremezclaban  un  sin fin de cables, aparatos eléctricos, monitores de seguimiento y un macro ordenador que era nuestra joya.

En los momentos de descanso que no eran muchos  Fernando, yo y el resto del equipo buscábamos el  inmenso placer de dejarnos mecer por las suaves olas  que derivaban a esta playa.

¡Por Dios! ¡Que sensación de paz! Sólo el sonido del mar, el canto de las aves y una suave brisa cálida que nos acariciaba la piel

Fueron momentos  de un relax que nunca olvidaré.

Ahora, transcurridos 6 años desde el inicio de esta aventura,  seguimos trabajando con  con nuestra mascota Rita, una enorme y bellísima tortuga laúd, negra con motitas blancas, una “dermochelys coriacea”, nuestra estrella, el alma de este ambicioso sueño.

 La bautizamos con ese nombre por el empecinamiento de Alex, biólogo del equipo, enamorado platónicamente  de ese bellezón que fué Rita Hayworth .

Es,  inmensa, majestuosa, casi 2 metros de largo y unos 600 Kg. de peso y  con una edad de 195 años calculada  por la prueba del carbono 14.

Nació  aquí, en esta misma playa y cada tres o cuatro años regresa  para depositar los frutos de su instinto en un hoyo que ella misma escarba justo donde acababa el nivel de la marea.

Nuestra bellísima Rita, era una buena madre. Se esforzaba mucho  en cada puesta, Cuidaba muy bien de que su prole quedara bien protegida justo  a 60 cm de profundidad.

Al final de cada deposición llegaba  a la extenuación, sus ojos lloraban  por la sequedad del aire. Apenas podía respirar presionada por su propio peso. El regreso al agua siempre  lento y muy costoso, era el último trance  que salvaba  antes de adentrarse de nuevo en la mar.

Creo que nuestra intuición fue la  más acertada al  escogerla a ella entre otras candidatas, y ahora  ya era  como de la familia.

Los ingenieros del equipo diseñaron a Don Quijote, símbolo de todo un  torbellino de locura creativa  .Sería la sombra de Rita ,como su clon. Decidieron darle su misma forma  anatómica.

Imitar a la Naturaleza nos pareció la idea más perfecta, el diseño ya existía, sólo teníamos que copiarla.

Siempre recordaré con gracia  la curiosidad que Rita sintió al ver por primera vez a su clonado Don Quijote.

Se le acercó, lo tanteó, estuvo dando vueltas a su alrededor y debió de pensar que no era gran cosa porque nunca más volvió a sentir curiosidad por él y eso que lo tenia constantemente pegado a ella  a  tan solo medio metro.

Rita se alimentaria sola, pero ¿quién alimentaba a nuestro submarino robot?

El movimiento de las corrientes marinas seria suficiente para  aportarle la energía que necesitaba.

Don Quijote, grabaría cada acción, cada actividad que Rita estuviera dispuesta a ofrecer  en su  desinteresada colaboración. Un chip de seguimiento sujetado a su especial caparazón nos daba los resultados deseados.

Ya habían transcurrido 2 años desde que les dimos salida en esta misma playa  y de momento todo marchaba según lo previsto.

Seguiríamos a Rita hasta que ella misma decidiera regresar  como siempre hacia.

Desde las pantallas de los monitores íbamos  presenciando  todos los movimientos de Don  Quijote, perseguidor tenaz, cual  macho celoso en espera de  una buena recompensa  amorosa.

No había día que no quedáramos absortos por la belleza que Don Quijote nos regalaba  del paisaje submarino, un mundo silencioso, algas y especies marinas camufladas en su entorno  que se mecían armónicamente al compás de las olas.

Días y días de  seguimiento, de anotaciones, de datos fichados enviados fielmente por Don Quijote, temperatura  y salinidad del agua  , corrientes  existentes, la comida  que Rita escogía, que cantidad ingería  y a que intervalos  lo hacía,  ,cuanto tiempo descansaba, y donde se cobijaba.

Los datos recibidos nos hicieron ver que descansaba en cavidades  lo suficientemente grandes para alojarla  al abrigo de depredadores, pues las tortugas marinas no pueden replegar ni la cabeza ni las patas dentro de su caparazón como lo  hacen las tortugas terrestres y mucho menos Rita , que por ser  una tortuga laúd , carecía de caparazón rígido,  muy al contrario tenia una  consistencia como la del cuero pero era preciosa con ese color negro con manchitas blancas y siete estrías con abultamientos que recorrían como cuerdas de un laúd ,de ahí su nombre, todo el largo de su blando caparazón.

Don Quijote se colocaba a la par con ella  con la retaguardia protegida y la cabeza hacia delante.

Mientras Rita descansaba Don Quijote, siempre  vigilante, nos otorgaba la  espectacular danza de las medusas que se presentaba ante él. Llegaban por oleadas de miles y miles,  trasparentes,  luminiscentes,  movimientos  lentos y sinuosos que nos relajaban  dejándonos absortos  y pensativos.

Cuando Rita despertaba de su descanso hacia buena cuenta de ellas pues era su alimento favorito junto a otros tunicados, esponjas y erizos de mar.

¡Que curioso que su alimentación estuviera basada precisamente en animales dentro de la lista de los  mas longevos que otros laboratorios  interesados en este mismo tema también analizaban.

Por la mente se me pasó el  dicho “Somos lo que comemos”, lo apunté en mi bloc de notas . Debería de reflexionar sobre ello.

Los días seguían transcurriendo en solitario para Rita, solo podíamos esperar.

Entre los muchos peligros que  le podían acechar, estaba el del consumo de bolsas de plástico que ella podría confundir con medusas, esa era nuestra mayor preocupación, pues miles de tortugas mueren al año precisamente por este grave problema medioambiental y una vez introducidas en la boca les es imposible no tragarlas por la posición de unos pinchos que tienen en la garganta con inclinación hacia el esófago.

Pasaron los  meses sin que nada especial ocurriera, pero aquel sábado por la mañana  un aviso sonoro en el  monitor nos alertó.

Don Quijote avisaba  de un posible peligro para Rita.

Todo el equipo se arremolinó en torno al monitor.

Surgido de la oscuridad del abismo vimos emerger como una mole impresionante por su envergadura una tortuga  que calculamos de unos 800 o 900 Kg., nada visto igual hasta el momento, era también  una tortuga laúd, majestuosa e imponente.

Rita pareció  reconocerle  porque  rápidamente como no era habitual en ella se escapó  a  nadar a su alrededor con sorpresiva ligereza, volteándose una encima de la otra como felices del reencuentro.

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

 La nueva tortuga que sospechamos macho por sus insinuaciones de cortejo, embrujó a nuestra querida Rita y los dos se dieron a la fuga para preservar su intimidad.

Reprogramamos de nuevo a Don Quijote para que se acercara al particular Romeo .Una pequeña incisión, muestra de su tejido, seria suficiente para analizarlo cuando regresara…

Don Quijote, indiscreto  por fuerza,  no cesó en su empeño de incordio, así que no tuvieron mas remedio que adaptarse a su incomoda presencia.

Fernando me abrazó por la espalda  e hizo un comentario gracioso que  desató en mi una sonrisa cómplice.

Pasaron unos días de enlace amoroso, pero su misma naturaleza le recordó a Romeo otros menesteres  pendientes y nuevamente  se alejó para perderse  en el abismo del océano por donde había surgido.

Rita nadando de nuevo en soledad, daba  la vuelta  para nuestra agradable sorpresa, poniendo nuevamente rumbo hacia nosotros, hacia  su playa natal con el instinto natural de perpetuar su especie.

Por fin regresaba.

Todo el equipo se apiño en un abrazo. Estábamos muy contentos. Nuestra “niña volvía a casa”.

Se nos humedecieron los ojos de emoción.

Le habíamos cogido cariño a aquella mole de carne de mas de 600 Kg. de peso.

La búsqueda de pruebas que determinase la longevidad de nuestra tortuga llegaba a su fin.

Ella regresaba acompañada por nuestro inseparable Don Quijote cargado de muestras. Estábamos ansiosos por analizar los resultados y cotejarlos  con los de otros  laboratorios  del mundo que seguían una misma línea de experimentación con almejas, erizos de mar rojos y otras muchas especies marinas con similares características  de longevidad.

Algún día  llegaríamos a conclusiones determinantes.

Fernando y yo estábamos seguros de ello.

¿Cuánto tiempo pasaría hasta entonces?

La tortuga laúd, estaba en grave peligro de extinción, los especialistas no eran optimistas, 15 años como máximo eran sus mejores pronósticos.

No teníamos mucho tiempo.

Pero los estudios continuaban y la pregunta era.

¿Qué generación seria la primera en disfrutar de estos conocimientos?

¿Sería la nuestra?,

Fernando se encogió de brazos y con ternura me abrazó en silencio.

Todavía no era momento de respuestas.

Nuestro sueño  sólo acababa de comenzar y la humanidad estaba a punto de dar un paso de gigante en su evolución.

Un cuentillo sencillo

Autor: Rosina Peixoto
Ilustradores: Laura Vazval y Almudena Cockadoodledoo
Corrector: Federico G Witt
Género: cuento infantil

Este cuento es propiedad de Rosina Peixoto, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de  Laura Vazval y Almudena Cockadoodledoo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN CUENTILLO SENCILLO

Era viernes por la noche. La señora Ventura había llamado a la agencia de fumigación para que exterminara todo tipo de insectos que hubiera en su casa. Le resultaba muy desagradable ver cucarachas, les tenía una fobia desmesurada. Las moscas y mosquitos eran molestos. Los grillos no la dejaban dormir, aunque no sabía si quería que estos bichitos murieran, porque era muy supersticiosa y le habían dicho que matarlos traía mala suerte. Los insectos menos molestos, las polillas, le habían comido toda la ropa de invierno.

Se dio cuenta un día que decidió guardar la ropa de verano y de media estación para sacar las prendas más abrigadas. ¡Qué tristeza! Todas tenían agujeritos por doquier. Además la señora Ventura acostumbraba a guardar ropa que le había quedado chica: propia, de su marido, de sus hijos…; la iba amontonando en la parte más alta de los placares.

Los empleados de la agencia de fumigación, con máscaras y todo el equipo adecuado, hicieron el trabajo a la perfección. No se podía aguantar el olor a desinfectante, pero eso era mejor que estar invadidos por los insectos. La batalla campal había empezado. Para asegurarse de su triunfo, esta señora se había cerciorado de que no quedara una polilla, colgando bolitas de naftalina de cada percha.

Macarena era ajena a esa batalla. Le interesaba jugar a las muñecas en su habitación y salir al patio a conversar con su perro. Era una niña diferente, ya que podía entender el lenguaje de los animales.

Mientras dormía en su habitación, sintió algo que le tocaba la cara y lo sacudió con su mano. Pensó que estaría soñando, ¿o era realmente su madre, que la acariciaba? ¿No sería un fleco de la manta que la había rozado?

Extendió su manita y prendió la luz. Sobre la almohada yacía una mariposita de color marrón claro, café con leche. Se incorporó y le empezó a hablar:

—¿Qué pasa, amiguita? Pareces enferma. ¿Cómo te llamas?

—Soy Loquilla, la polilla. Sí, me siento muy enferma, intoxicada, casi muerta.

Ilustración de Laura Vazval

Ilustración de Laura Vazval

—¿Qué te ha pasado?

—Es fácil darse cuenta. Hoy de mañana vinieron unos hombres y echaron veneno por todos lados, para matarnos. Muchas de mis amigas murieron; me salvé porque pude esconderme en un dedal, adentro de un costurero. Cuando los empleados se fueron, salí medio tambaleante, un poco grogui, pero sana y salva.

—¿Quieres que te dé algo de comer?

—No, gracias. No puedo comer. Las larvas comen, yo soy una polilla adulta.

—Me siento tan triste por lo que te pasó y responsable porque mi mamá fue la que organizó todo esto…, pero estoy feliz de verte bien. ¿Me puedes explicar qué es una larva?

—Claro, amiguita. Cuando nacemos, estamos adentro de un capullo. ¿No has visto unos niditos pegados en los ángulos donde se juntan las paredes o en el techo? Esas larvas se nutren comiendo seda o algodón hasta que se convierten en adultas.

—Entonces, ¿son unos insectos dañinos? ¿Le hacen mal a la gente?

—No, déjame explicarte. En mi caso y en el de muchas amigas solo comíamos ropa que estaba en desuso, a veces guardada sucia.

—¿Cuál es la diferencia entre comer ropa nueva o vieja? Se hace daño igual.

—Mira, Maca. Soy la organizadora del grupo de beneficencia Despréndete de lo que no uses, puede servirle a otros. Queremos dejar una enseñanza. Si las personas tienen ropa guardada sin usar por más de dos años, esa ropa nunca se usará.

—Ah, comprendo. Hay mucha gente que la necesita.

—Veo que estás entendiendo. Sí, hay mucha pobreza y debemos ayudar a los carenciados. Esta es nuestra causa.

Conversaron tanto que Macarena y Loquilla se durmieron.

Al día siguiente Macarena se despertó y recordó todo lo vivido la noche anterior. Miró en su almohada, pero Loquilla había desaparecido. Con mucha tristeza se dirigió a la cocina, pronta para desayunar. La señora Ventura estaba amontonando varias bolsas gigantes llenas de ropa. Macarena le preguntó qué estaba sucediendo, parecía una nueva mudanza. Su madre le contestó:

—Ayer, de noche, tuve un sueño. Una polilla flaquilla hablaba contigo y te dejaba su enseñanza.

Ilustración de Almudena cockadoodledoo

Ilustración de Almudena cockadoodledoo

—Sí,  ¿cómo adivinaste? Era mi nueva amiga: la polilla Loquilla.

—Tengo tanta ropa guardada y hay tanta gente necesitada que pasa frío que decidí llevar esas bolsas a una obra de caridad.

Los ojitos de Macarena se le iluminaron y pudo sonreír. Sabía que tenía una nueva amiga, aunque su vida fuera efímera. Después vendrían otras parientas y más amigas. Macarena siempre recordará el sabio consejo de la flaquilla polilla Loquilla.

Informe Antropológico del CIAFIC -Madagascar

Autor: Laura Vazval

Ilustradores:Rosa García y Jesús Prieto

Corrección: Mary Esther Campusano

Género: Relato

Este cuento es propiedad de Laura Vazval, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Rosa García y Jesús Prieto. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Informe Antropológico del CIAFIC -Madagascar

Por fin llegamos a la tribu, nuestros compañeros de equipo salieron entusiasmados a recibirnos. El sol  descendía suavemente por el horizonte dejando un baño de luz en el paisaje realmente romántico.

Bajamos de aquel maloliente  autobús que nos había traído desde el aeropuerto con ganas de evitar  el suplicio de tener que seguir oliéndolo, pero la bocanada de aire caliente que sentimos al posarnos no sé si era mejor que aquel diabólico cacharro que al menos inexplicablemente venia fresquito.

-Marta, Juan, ¡Nuestra parejita! Que bien que ya estáis aquí, temíamos que no llegarais a tiempo”. Andrés, nuestro jefe de equipo del Centro de Investigaciones en Antropología filosófica y cultural de España ( CIAFIC), así nos recibía, con los brazos extendidos y graciosamente vestido con una camisa y unos pantalones cortos pero anchos que ponían en evidencia aquellas piernas cual espaguetis almidonados con zapatillas.

El resto del look lo completaba con una chapela  que le aportaba su  típico rasgo de identidad vasco. Los niños de la aldea lo miraban de arriba abajo y nosotros también ¡Que pintas por Dios!, pero así era nuestro entrañable jefe, despreocupado en su exterior y enriquecedoramente  buena persona en su interior.

Después de darnos un  caluroso abrazo y la enhorabuena por nuestro enlace matrimonial, pues esa había sido la causa de no haber llegado todo el equipo junto, nos ofreció un hermosísimo ramo de flores  que un niño del poblado  a su lado escondía con las manos en la espalda. Marta se emocionó, no lo esperaba.

El resto del equipo Matías, Pelayo, Belarmino, y Olaya, nos abuchearon  con una ola  al más puro estilo futbolístico de nuestro país. Nos tiraron arroz que las gallinas picotearon apresuradamente, pues allí nada se desperdiciaba, y a hombros nos portaron cual victoriosos toreros al interior de la cabaña .La fama de pueblo ruidoso y alborotador que teníamos los españoles por el mundo una vez más estaba bien justificada.

La cabañita era todo un lujo para la zona,  aparentemente limpia y sorpresivamente  bien fresca y aireada  nos causó a Marta y a mi buena impresión. Desde luego había  una mano femenina en la bienvenida,  flores, las paredes encaladas  y un ambiente recogido y limpio.No había duda de quien había sido.

-Gracias Olaya-. Asintió devolviéndonos  una sonrisa en los labios como era habitual en ella.

Agradecidos por el refrigerio que nos habían preparado y después de descansar un poquito tranquilamente hablando, el jefe nos llamo al orden.

-A ver chicos acercaos a la mesa, tenemos que prepararnos para esta noche, ya están prendiendo la hoguera en el  poblado, en poco menos de una hora se hará totalmente de noche y  tendremos que estar todos reunidos en torno a ella.

Ya sabéis la metodología de este trabajo, ya la hemos preparado en España y ahora quiero que no se os pase nada, ni el más mínimo detalle. Tenemos un problema añadido y es que debemos retener muchos datos en nuestra memoria a excepción de Matías y Belarmino que serán los  encargados de las grabaciones de sonido y video.Los demás participaremos de la ceremonia como uno mas de ellos.

Debemos de ser muy respetuosos con sus costumbres, no hacer alardes ni espavientos que puedan confundirlos ni  malinterpretarnos. Asi que ser más bien pasivos en vuestros sentimientos, veáis lo que veáis. Intentar la empatia con el entorno que es la metodología por excelencia del buen antropólogo como ya bien sabéis.

Espero que  todos  estemos bien preparados y mentalizados para ello, este trabajo de campo a Madagascar  no va a ser diferente de otros que ya hemos hecho por el resto del mundo.Lo que  de verdad importa va a ser nuestro informe final y la experiencia que nos llevemos de aquí. Así que ¡Aupa  el CIAFIC!

Y con esta expresión tan característicamente vasca nos fuimos preparando para el acontecimiento que se nos venia encima.

Poco a poco el color del cielo se fue transformando y  la luz creadora de vida  cedió el paso a la estéril oscuridad .Llegaba así la noche en aquel poblado de Madagascar, y todo lo que había sido color, alegría y vida se tornaba gris y opacidad.Unas luces muy tenues dejaban percibir las siluetas de las chozas.

Con la oscuridad los seres de la noche no tardarían en dar signos  inequívocos de su existencia.Los malgaches  sabían muy bien de su poder y les temían tanto que al atardecer ya  encienden grandes hogueras para ahuyentarlos.

Hoy por fin íbamos a presentar lo que llevábamos tiempo anhelando, un ritual mágico de limpieza y  protección contra los espíritus de la oscuridad, como antesala de la gran fiesta prevista para mañana. Los cazadores tendrían que salir en busca de esos seres malignos que ellos llamaban” Demonios de la noche”.

Dejándonos aconsejar siempre por nuestro hombre, nos unimos a los participantes y nos colocamos en torno a la hoguera, que llameaba ya a gran altura.

Los ancianos, las mujeres y los niños sentados  en el centro y los hombres mas jóvenes  de pie en el exterior de ese circulo mágico.Andres, Pelayo, Olaya, Marta y yo nos sentamos por este orden en el interior del circulo .Nuestra posición al lado femenino causaba sorpresa pero esta era una excepción  solo para extranjeros, así que respetaron que nos uniéramos  con las demás  mujeres.

Ilustración de Rosa García

Ilustración de Rosa García

Nos acomodamos con las piernas cruzadas  lo mejor que pudimos para disfrutar  lo que nosotros considerábamos un trabajo y los  indígenas  preparados con arcos y flechas envenenadas consideraban un acto mágico religioso.Todo el mundo ocupaba el lugar que le correspondía por tradición menos nosotros  y Okalig, nuestro intérprete,  sentado a mi lado después me explicaría que para los indígenas el interior del circulo era el lugar destinado a los mas débiles, ahora comprendo las risitas que suscitábamos los hombres del equipo entre las mujeres y niños que nos rodeaban.

-Señor fíjese en sus máscaras y amuletos, todos ellos los portan  pero son diferentes de acuerdo a su rango-.Le agradecí a Okalig esa puntualización, me había pasado desapercibida.

Las máscaras imponían con su  agresividad, tenían grandes colmillos en la mandíbula inferior y unos ojos excéntricamente pintados  destinados para amedentrar a los espíritus.

-Se están preparando para ir a la caza y matar al maligno, el  “Demonio de la noche”. -No pueden permitir por más tiempo que solo un movimiento de su tercer dedo maldito   dé muerte repentina a sus seres queridos.

-Pero ¿qué es o quién es ese  ser de la noche?¿Tú lo has visto alguna vez?

Con un dedo en la boca me invitó a callar, comenzaba el rito y el silencio era primordial, así que me quedé sin respuesta.Tal era así que ahora se podían oír los  chisporroteos de la leña ardiendo…

Observé a mis compañeros tomando buena nota mental de todo lo que iba ocurriendo. Olaya y Marta se cogieron del brazo.

Comenzaba así  la ceremonia, se percibía tensión en el ambiente y en los rostros de estos hombres y mujeres que a nuestra vista parecían tan primitivos. Se miraban unos a otros con los ojos muy abiertos, sus  pieles  oscuras brillaban  a la luz de la hoguera y el que me pareció que era el brujo de la tribu por sus atuendos comenzó con unos cánticos acompasados con palmadas por el resto de los participantes. Nosotros hicimos lo mismo.

No quería  mirar hacia atrás, no quería darles el gusto de dudar de mi  hombría a todos los que estaban detrás, pero la obligación del trabajo mandaba y a expensas de ser duramente criticado, eché un vistazo hacia atrás, vi a Matías y Belarmino grabando todo el comienzo de la ceremonia y me quedé tranquilo.

Las mujeres se iniciaron con un canto que  parecía un murmullo, yo creí  escucharles  decir “ay, ay”, no lo sé, quizás era mi imaginación.

Los cánticos mágico-religiosos iban en aumento, el murmullo se hacia más intenso, más y más fuerte, se iba calentando el ambiente, el mago movía la cabeza de un lado a otro con los ojos cerrados murmurando algo en su primitivo lenguaje , bendecía con unas ramas el fuego y a todos los allí presentes, después quedó inmóvil unos segundos  y para nuestra sorpresa ,de repente,dio un salto al centro y se puso a danzar alrededor de la hoguera , giraba y giraba entorno a ella, escupiendo  y haciendo unos movimientos con las manos  por encima de las llamas, a la tercera vuelta saltaron a su lado  por encima de nuestras cabezas los aguerridos guerreros de la noche con sus arcos y flechas para armonizarse con sus  movimientos.

Los cantos de las mujeres  y niños  también se iban sincronizando  al compás que el brujo marcaba. Nuestro intérprete nos explicaba  que era un ritual mágico  de protección antes los seres malignos de la noche que ya presentían  cerca  y por ello  acrecentaban   sus  ademanes dando  grandes saltos simulando lanzar las flechas hacia el exterior, en dirección a los altísimos árboles circundantes , a la vez que impropiaban gritos  de amenaza.

Se repetía una y otra vez. Impresionaban sus feroces tatuajes pintados para la ocasión confiriéndoles un aspecto terrorífico .Impresionaban verlos y oírlos.

El calor intenso, el  fuego, los cantos repetitivos  y la danza   parecían embrujarnos, sentíamos mucho calor. Marta respiraba aceleradamente y yo creía ver ojos brillando en la oscuridad.

Mi novia se acurrucó a mi lado, las mujeres de la tribu nos  miraron. Okalig me advirtió de que ese comportamiento les estaba pareciendo  irrespetuoso.

La noche sin luna se tornaba demasiado oscura para nuestros ojos, acostumbrados a la luz de las ciudades y fuera del círculo donde estábamos  no percibíamos nada mas, tal era nuestra ceguera nocturna. Nos sentimos tremendamente inferiores ante estos aguerridos malgaches que eran capaces de ver y oír lo que para nosotros estaba negado.

Llevábamos un buen rato sin atrevernos a decir nada, sentía quemazón  en la cara producido por el ardor de la llama que se mezclaba con un  desconcertante escalofrío por todo el cuerpo no habitual en mi  y que jamás me dejaba amedentrar por nuestras experiencias antropológicas.

Ilustración de Jesús Prieto

Ilustración de Jesús Prieto

A Marta le importaba poco la opinión de las otras féminas y se abrazaba a mí con más fuerza, pero yo no estaba muy seguro de ser un buen apoyo de seguridad para ella y aunque intentaba aparentar estar sereno, estaba bastante  asustado. Debía mantener la calma, pensar fríamente y acordarme que ante todo estábamos haciendo un trabajo de campo. Con este pensamiento  me calmé un poco.

Gritos de lamento en la noche nos asustaron de nuevo, procedían de la profundidad del bosque.Su quejido no parecía humano aunque oí perfectamente  un “Ay… ay…. “bien prolongado.

Okalig acostumbrado seguramente a ellos, seguía describiéndome los pormenores de esta ceremonia.

-Pronto brincarán de nuevo por encima de nuestras cabezas y desaparecerán en la oscuridad. Irán al encuentro del maligno y no regresaran hasta dar con él.

– ¿Eso es verdad? ¿Es así?

– Sí, saben que cuando uno de estos seres de la noche merodean la aldea no tardará en haber desgracias y este ritual es de protección  para toda la tribu, tienen que dejar limpio el poblado para la gran fiesta de mañana”.

El famadihana, había oído hablar de ella, demasiado fuerte para mentes occidentales, pensé.

-Por tus palabras deduzco que existen muchos seres malignos por aquí –le preguntó Marta que había oído el comentario.

-Si señora, los matan pero siguen apareciendo para nuestra desgracia.

-¿Y cómo son? Podrías describirlos.

-Repugnantemente feos señora, tienen unos ojos amarillos, saltones, y su mirada es mortal.  ¡Pobre de aquel que tropiece directamente con ella, porque morirá en el instante! Nadie  debe chocar con su mirada directamente.

Sus  afilados dientes como los de una rata, pueden roer los huesos con tanta facilidad como ustedes y yo comemos una mandioca y el tercer dedo de sus dos manos es muy largo y delgado con una uña que usa como puñal para matar y atraer la comida a su monstruosa y maloliente boca. Es un ser maligno, un ser de mal agüero  que pena por nuestras selvas.

– Con lo bien que podíamos estar en isla Mauricio echados en una hamaca, me reprochó Marta al oído, cuidándose muy bien de que nuestro intérprete no la oyera. Yo sabía que solo estaba asustada, así que aparentando la calma que me faltaba la reconforté con un beso.

-¡Tranquila mi amor, no pasa nada, esta gente es muy supersticiosa, seguro que no es para tanto!-le susurré en voz muy baja.

Tal y como nos había descrito Okalig, los cazadores saltaron por encima de nuestras cabezas y se perdieron en la negrura de la noche, oímos sus machetes abrir paso entre la maleza y al poco dejamos de percibirlos.

De momento todo quedó en silencio, nosotros aguardábamos sin movernos mirándonos unos a otros .Andrés me hizo un gesto de quedarnos donde estábamos. De nuevo el silencio dejaba oír el chisporroteo de la  leña en la hoguera.

La ceremonia entonces se trasformó…Las mujeres solas, sin los hombres, tomaron la iniciativa y comenzaron a entrelazarse por  la cintura y  nosotros hicimos lo mismo. Nuevas  modulaciones de voz, nueva verbosidad  que no entendíamos se fusionaron en tonos   más bajos, estrenándose con un movimiento de vaivén como el mecer de las olas, los ojos  sellados  por si se presentaba el maligno.

-Hagan lo mismo, nos aconsejó Okalig.

Obedecimos sin rechistar. Miré a mi izquierda para Marta y Olaya, parecían muy integradas, empáticamente integradas diría yo como ausentes del trabajo que nos había conducido allí. Participaban de la ceremonia como unas más de la tribu. Ya me explicarían después el porque de esa falta de objetividad. Andrés y Pelayo sin embargo escudriñaban cada movimiento, cada giro que se producía, intentando fijar en la mente lo que mas tarde tendrían que redactar en su informe.

Entrecerré los ojos, pero solamente eso, todos  mis sentidos seguían alertas.

Verdaderamente parecía mágico, el calor, los olores a perfumes de plantas aromáticas, los sonidos y aquella gente tan diferentes a nosotros. Ni en mis mejores sueños podría haber vivido una experiencia con esta.

Oí a Marta canturrear a su  aire  totalmente ausente y desde el rabillo del ojo comprobé que así era pues tenía los ojos cerrados y se mecía igual que las indígenas, así que decidí interpretar mi papel y  aparentemente dejarme llevar.

Ahora recordándolo  pienso que perdí la noción del tiempo.

No sé si fueron los sonidos repetitivos  o el cansancio del viaje pero creo que por un  instante llegue a dormirme. Debieron de ser segundos, minutos, no lo sé, ya me lo dirían Matías y Belarmino que no perdían detalle con sus cámaras, pero a mi me parecieron horas.

Un golpe seco, fuerte, pesado me despertó, abrí los ojos y delante de nosotros un saco con algo inerte en su interior.

Los hombres habían regresado sigilosamente, no los habíamos oído llegar, pero estaban allí de nuevo, delante de nosotros exhibiendo el motín de su captura. Las mujeres agarraron a sus hijos levantándose velozmente, como asustadas. La siguiente reacción  fue taparse los ojos y darse la vuelta. Está claro que no querían ver lo que había allí dentro.   Nos miramos, no sabiendo que hacer… como nadie se movió todos nosotros permanecimos sentados en la misma posición sin atrevernos a mover un dedo.

-Los hombres de la tribu comenzaron de nuevo una danza ritual alrededor esta vez del saco tirando sus amuletos encima de el .El brujo espolvoreó unas semillas sobre la tela y unas  flechas se clavaron  en la tierra a modo de cárcel improvisada.

-¿Qué es esto?

– Han cazado al maligno, señora.

-Pero no parece gran cosa, le repliqué  yo a Okalig

-Mas bien parece poca cosa.

-Dentro de ese saco, señor, está el “Demonio de la noche”, el maligno del que antes les hablé.

Intrigado por el tamaño de lo capturado y por verlo, esperé a que acabara el ritual del brujo y ansioso  por saber que ser  yacía en el interior del saco  y antes de que lo arrojaran a la hoguera, le pregunte a mi intérprete si podían mostrárnoslo.

El se levantó y se dirigió al jefe de la tribu. Aquella  situación era insólita para ellos. El demonio se cazaba y luego se purificaba al fuego. Parecían negarse. Estuvo un ratito cuchicheando con él y dirigiendo su mirada hacia nosotros y hacia el saco.

También pude ver como le entregaba unas monedas  y se ve que su negociación funcionó porque el brujo se encamino directamente  hacia nosotros .Su cara no era precisamente de buenos amigos, con el saco y un puñal en la mano. Se agachó lentamente, estaba solo a un medio metro de nosotros. Marta me miro asustada, yo tragué saliva, Andrés y Pelayo no movieron  ni una ceja y Olaya se encogió adoptando una forma fetal.  .El  brujo  mirándonos directamente a los ojos y nunca al saco, cortó la atadura del mismo dejando caer ante nuestros pies el macabro espectáculo.

¡Por Dios! , grito Marta horrorizada poniéndose de pie – ¿Qué es esto?

Enseguida nos dimos cuenta de todo.

-¡Marta, siéntate, le aconsejo Andrés al tiempo que Olaya tiraba de sus pantalones hacia abajo. Confieso que yo también me contuve  para no propinar    un taco de desprecio y  desahogo.

Ellos seguían sin poder mirar al ser de sus desgracias pero nosotros lo mirábamos y lo mirábamos sin comprender muy bien la necesidad de tanta crueldad.

Habían dado caza al demonio que “los atormentaba”, al ser más maligno y despreciable de la naturaleza, al demonio mas feo y repugnante de cuantos había, que fulminaba con su mirada  a cuantos se pusieran a su alcance .Los indígenas les habían sacado los ojos y ahora colgaban desprendidos de sus orbitas.

Era dantesco, aquel animalito, era solamente… un “aye  aye”, un animalito totalmente inofensivo de la familia de los lémures, emparentados con los monos .Su hábitat eran los árboles, su alimentación unos gusanitos que se esconden detrás de la corteza, de ahí su largo dedo central para sacarlos, el resto de la alimentación, hojas y frutas.

Ahora comprendía  la correspondencia con los cánticos de las féminas  “ay, ay” que es el sonido que producen  estos monitos   tan  poco agraciados  y esa era precisamente su mayor desgracia. La tribu les tenía por demonios por su fealdad, pobres bichitos, ahora estaban al borde de la extinción y aquel ser diminuto, terriblemente torturado por la superstición de aquellas gentes contribuía aun más a su completa desaparición.

Aquel animalito acabó su existencia- como tantos y tantos capturados anteriormente -inquisitoriamente consumido por las llamas purificadoras de la hoguera.

Cuando todo hubo terminado llegamos a la cabaña y por Internet pudimos ver un video del “aye aye”.

Marta acusaba el cansancio, el estrés y el impacto final de aquella ceremonia. Su respuesta  fueron  lágrimas, lagrimas de impotencia ante tanta crueldad.  Lagrimas de impotencia ante la iniquidad de los humanos. Lágrimas y maldiciones para las supersticiones.

Lémur  significa “espíritu nocturno” de ahí su fama de “seres de la noche.”

En la actualidad solo quedan unos 2500 ejemplares.

Terminamos el   informe  escrito de todo lo vivido antes de que el cansancio hiciera mella en nuestra memoria y  nos retiramos a descansar con muy mal sabor de boca por lo ocurrido

Los malgaches, felices, tranquilos y contentos porque una vez mas habían derrotado al diabólico “Ser de la noche”. Ya podían respirar tranquilos para el gran día de mañana el rito más importante de la cultura malgache,” el famadihana”. Vendrían gentes de otros poblados y  se prepararían para la gran ceremonia de desenterramiento de sus muertos, ya libres de malos augurios, Pero esta seria otra ceremonia que habríamos  de vivir más adelante.

Madagascar no dejaría nunca de sorprendernos.

Laura Vazval

Dragüi, el dragón ilustrado

Autor: Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Ilustradores: Virginia Berrocal y Laura Vazval.

Corrección: Elsa Martínez

Género: Cuento Infantil

Este cuento es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Virginia Berrocal y Laura Vazval. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Dragüi. El dragón ilustrado

Dragüi era un cachorrito de dragón.

Habitaba en una imponente Torre medieval donde sus padres dragones defendían sus muros y fosos de invasores, asaltantes y ocupas.

La Torre estaba en medio de un cerro en el páramo castellano, tal como debe estar una torre medieval.

Drago, el padre de Dragüi había llegado allí siglos antes, atraído por una oferta de trabajo para dragones, desde una tierra lejana, cubierta de flores tropicales, perros y árboles enormes que lanzaban sangre, porque fueron antes bravos dragones.

Tenía la ilusión de ver a su cachorrito convertido en su digno sucesor.

Tan fuerte era Drago, el defensor de torres que, cuando se enfadaba, lanzaba un chorro de fuego tan grande que tenía amedrentados a todos los enemigos de alrededor y, cuando tocaba ir a guerrear, preferían desviar su camino hacia otra torre enorme cercana, llamada Central Nuclear, en la que se estrellaban sus pancartas, ballestas y torres de asalto y les zurraban de lo lindo.

Todos en la Torre medieval eran felices y vivían su papel con entusiasmo, para poner contenta a la joven “Dama del cucurucho”, que pasaba la vida en las almenas con una gran bocina megáfono, dando órdenes a todo el mundo.

Nadie le hacía caso, pero disimulaban para verla feliz.

Un día la damita decidió llenar las arcas, que estaban medio vacías, y firmó un contrato con una Editorial Medieval de Cuentos.

Ganarían muchos “doblones” dando vida a una historia que un “autor” escribiría para ellos.

La damita se puso sus mejores galas para recibir en la Torre a los “creativos” de la historia.

Se puso su largo vestido de seda con larga cola; su refajo bordado en oro; sus zapatos de tacón, y sus “calentadores” rojos de lana.

Por último, su cucurucho rosa de los días de fiesta, rematado con velos azules y amarillos.

La reunión con los “creativos” de la Editorial, en el “Salón de Armas Tomar” fue un éxito, y se sirvieron refrescos sin burbujas y sándwiches de huevo frito con chorizo y nata.

Tenían que seguir con su vida normal de siempre, pero la “puesta en escena” y algunos detalles del vestuario para las aventuras que escribiría el “autor” enviado por la Editorial, estarían a cargo de los “ilustradores”.

Lo que no habían logrado los ejércitos enemigos lo consiguieron aquellos invasores del “diseño creativo”.

Se dispersaron por toda la Torre en busca de inspiración.

Al llegar al foso descubrieron a Dragüi, jugando con los patos.

Era un hallazgo perfecto para crear al protagonista de la historia y “el autor” accedió a modificar el original para sacar más provecho de aquel cachorro gordito de dragón.

Los “ilustradores” le miraron como a un pichón en bandeja de horno, y comenzaron a discutir para ver quién de ellos creaba la ilustración para el protagonista de la historia.

Como eran tantos, propusieron que cada día uno de ellos trabajase en su diseño para el dragoncito.

Al final elegirían entre todos el mejor diseño.

A Dragüi aquello le asustó bastante y se vio como un conejillo de indias en los experimentos de los “ilustradores”, que eran seis y todos con sus ideas propias y diferentes.

¡Qué suplicio comenzó para Dragüi!

El primer día, su barriguita recibió horas de masaje para que adelgazase, y luego le metieron a presión en unas mallas de color berenjena.

Se miró en el agua del río del foso y hasta los peces se reían de él.

Por la tarde estaba molido de los ensayos.

Cuando la damita se asomó a las almenas se llevó tal susto que se le cayó el megáfono de órdenes al ver a su pequeño Dragüi con esas trazas.

Al día siguiente tocó un ilustrador clásico, y el dragoncito se vio pintado y maquillado a lo Cyrano de Bergerac, con la cara de rojo y negro y con unas espinas de metal pegadas a la espalda, para darle aspecto más terrible.

¡Qué picores en la cara y qué pinchazos en la espalda, por las espinas postizas!

La damita estaba atenta, en lo alto de las almenas, y sintió compasión del dragoncito protagonista, lleno de ronchas rojas por un ataque de alergia y mortificado por aquellas espinas tan feroces.

Le llamó y le dijo que no se preocupase, que bajaría a ayudarle.

Pero resultó que los ilustradores, en su afán de crear el mejor personaje para el dragón, olvidaron dibujar unas escaleras para bajar de la Torre.

La damita tuvo que pensar… y pensar cómo bajar desde allí hasta el foso.

Finalmente envió a sus guardabosques a coger todas las “lianas” que colgaban de los árboles y, bien atadas, las lanzó desde las almenas hasta el foso.

Para bajar, se recogió la cola de seda y la falda de brocados hasta la cintura. Subió los “calentadores” hasta la rodilla, para no rozarse con la piedra de la Torre, y metió dentro del cucurucho todos los botes de crema que encontró en su “tocador”.

Cuando llegó abajo, el dragoncito discretamente se había vuelto de espaldas, para no ver todo lo que iba enseñando la damita con las faldas remangadas.

Se dejó limpiar todo el tinte rojo y negro.

Luego la damita le embadurnó de cremas calmantes y, con unos alicates, le fue quitando las espinas de su espalda..

Antes de que amaneciera, le dio un beso en la frente para consolarle, y subió a la Torre por las lianas.

Al día siguiente llegó el “ilustrador” de turno, decidido a simbolizar en Dragüi la lucha por la igualdad de sexos, y le atavió mitad de dragón y mitad de dragona, pintando en tonos malva y arco iris todo su cuerpo.

¡Eso si que escocía su piel tan delicada!

Su depresión era tan grande que el “ilustrador”, al ver su gesto feroz, se fue de cacería y le dejó en paz.

Así fueron pasando hasta seis “ilustradores”, cada uno con sus ideas para el protagonista de aquella historia de una Torre medieval.

La damita había quedado relegada a un papel secundario en la historia, pero era mejor así, porque podía dedicar más tiempo durante la noche a bajar por las lianas, bañar al dragoncito con agua de rosas, darle unos buenos masajes relajantes, aplicarle todas sus cremas y las que consiguió “tomar prestadas” de sus damas de compañía, y dejar dormido al dragoncito totalmente descansado y sonriente.

Cuando el Director de la Editorial vio reunido todo el material, con el guión de la historia que había escrito “el autor”, y los bocetos de los “ilustradores” para el protagonista Dragüi, quedó tan satisfecho que decidió utilizar todo aquel material, sumamente creativo, de bocetos del dragoncito.

Como en la historia solo podían ir dos o tres ilustraciones, las otras las cedió para anuncios de cosméticos y ropas de diseño, y con ello aún ganaron más dinero para las arcas de la Dama del cucurucho, que se puso muy contenta al ver que podría construir también una escalera de mármol rosa para subir y bajar desde las almenas.

Todos fueron muy felices a celebrar el estreno de la historia, con toda la prensa y la “tele” dando publicidad al “evento”.

Todos…. Menos Dragüi, que se logró escapar, por si acaso, escondido en la mochila de acampada de la damita, trepando por aquellas lianas que salvaron su cuerpo de tantas pinturas y tanto “diseño”, a pesar de que, en su interior, se había dado cuenta de que, con alguna de ellas, estaba tan atractivo y tan “rompedor” como un Brad Pitt…

Al menos es lo que él oyó decir por ahí.