Llueve

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Drama
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Llueve.

Llueve.

No, diluvia.

Parece que alguien desde el cielo está echando jarros de agua sin parar. Uno tras otro. Sin descanso.

Por un momento piensa que es su padre llorando desde allí, porque hoy no está con él.

Ilustración de Paloma Muñoz

Se protege con un paraguas que no impide que sus ojos estén nublados, borrosos por el agua de sus propias lágrimas.

Cada vez que intenta pronunciar una palabra a la lápida del nicho, le llegan más lágrimas y se le cierra la garganta.

Pensaba que le costaría menos. Hace tiempo que su padre se fue. No. Hace tiempo que dejaron allí su cuerpo, marcando unas coordenadas a las que acudir de vez en cuando a llorar y a hablarle al silencio y a su ausencia.

Sí, hace tiempo, aunque no es capaz de medir en una escala ese vacío. Sabe que hace menos de un año, porque es el primer 19 de marzo que él no está, que no puede decirle «Felicidades, papá», ni darle un beso, ni abrazarle, ni tomarse unos pasteles con él.

Intenta hablar de nuevo, pero vuelve a llorar. Sabe que no podrá decirle todo lo que había pensado soltarle ese día. Quizá otro día, más sereno, un día que no estuviera marcado en su calendario con ese color invisible de los días más dolorosos. Sabe que cuando salga de allí se le pasará. Montará en el coche, pondrá la canción, la de siempre, no porque sea un ritual escucharla cada vez que va a verle, sino porque es la que le apetece oír después de hablarle, y entonces le dirá mentalmente todo lo que había pensado, sin llantos, con lágrimas en el alma.

«Felicidades, papá», logra pronunciar al fin, con la otra voz, no la suya, esa bajita, sin fuerza, la que no reconoce como suya.

Aprieta los ojos y los labios. «Te quiero, papá». Otra vez con esa voz.

Sabe que no va a decir más.

Mira a su derecha y ve que hay un hombre. ¿Cuánto tiempo lleva allí? Podría ser que estuviera incluso cuando él llegó. No lo recuerda. El camino al nicho de su padre lo tiene grabado, como algo mecánico, como el que va al trabajo sin recordar el camino que ha recorrido ni lo que se ha encontrado en el trayecto.

Se seca las lágrimas para verle mejor.

Aquel hombre no tiene paraguas. El agua le cae encima, calándole por completo. Podría haber salido vestido del mar y no se notaría la diferencia. Tiene la camisa pegada al cuerpo y el brazo derecho extendido, tocando la lápida. Mira al frente, sin moverse. Imagina que está llorando, aunque no podría diferenciar si son las lágrimas o las gotas de lluvia.

Por la cercanía al nicho de su padre deduce que él también perdería al suyo por las mismas fechas y que también sería su primer día del padre sin su padre. Siente tentación de ir a su lado, posarle una mano en el hombro para hacerle sentir que no está solo, que le entiende, que su dolor es el mismo que el suyo, aunque sabe que no lo hará. El dolor es privado.

Sube más el paraguas para ver la lápida que toca el hombre.

Ve que no está quieto del todo, que sus dedos acarician el perfil grabado en la piedra de una jirafa de dibujos animados.

Llora, fuerte, con su propia voz.

Y esta vez no es por su padre.

Jorge Moreno

 

Lo correcto

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Comedia actual
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Pilar Leandro. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Lo correcto

Entré para lo que entré.

Lo que no podía suponer es que fuese el único bar de España que contradijese las tradiciones y fuese contra toda lógica humana.

Toda la mañana caminando por Madrid, metro, transbordos, autobuses, caminatas, museos, a más de cuarenta grados y bebiendo agua. Mucho. Lo normal en esa situación.

Mi vejiga no podía más y mis compañeros de viaje habían sido tan precavidos de visitar los aseos del Museo del Prado, cuando yo, tonto de mí, preferí seguir viendo la sala de Velázquez. De no hacerlo me imaginaba de vuelta a Salamanca teniendo que explicar a todo el mundo por qué me había perdido las pinturas de Velázquez por ir a mear.

Cuando les dije que iba a entrar en ese bar, todos asintieron, pero ninguno estuvo dispuesto a acompañarme. Normal.

Me daba apuro ir directamente al servicio. Me pasa desde siempre. Me imagino que en cualquier momento en mi camino hacia los aseos el camarero va a ponerse a gritar: «¡Eh, tú, jeta, para mear hay que consumir!». Me acerqué a la barra, buscando con la mirada al camarero, no podía perder el tiempo y le pedí una botella de agua. En cuanto me la puso en el mostrador, la abrí, eché un traguito corto, que no cabía más, y salí disparado. No era necesario preguntar y que todo el mundo pensase que solo había entrado para ir al baño, que era por lo que había entrado. Tampoco hacía falta, solo había que ir donde están todos los servicios en todos los bares de España: al fondo a la derecha.

Tampoco presté atención en el camino, la verdad, mi única preocupación era que nada saliese antes de tiempo. Fui al fondo del bar, vi una puerta a la derecha, empujé, entré, cerré y saqué.

—Si vas a mear, era la otra puerta. Si eres un pervertido, también, que no tengo cuerpo.

No había inodoro. Ni lavabo. Ni siquiera azulejos en las paredes.

No.

Había una chica, sentada detrás de un escritorio, hablándome sin mover la cabeza tras un monitor.

—¿No es el baño? —pregunté confundido.

—¿Cuántos aseos conoces que tengan un escritorio, un ordenador y una chica trabajando en él? —contestó.

Obvio, pero algo tenía que decir para superar el ridículo y negar que la posibilidad de ser un pervertido fuese cierta.

—En serio, no es necesario más —dijo esta vez mirándome hacia abajo—. Es el tercer pene que me enseñan hoy. Me siento como el jurado de un programa de televisión y, no te lo tomes a mal, tú tampoco pasas a la siguiente fase.

Me di cuenta de que seguía sujetándomelo. Azorado, me lo guardé como pude.

—Lo siento, yo pensé…

—Sí, ya lo sé, el servicio siempre está al fondo a la derecha. Pero este bar es un sindiós. Cosas de mi padre, que es un cachondo, tanto como para ponerme un despachito donde no para de entrar gente meándose. Es la otra puerta. La de enfrente. Aquí está al fondo a la izquierda.

No me quería ir. No podía. ¿Cómo me iba a ir? Acababa de conocer a esa chica y ya me había visto desnudo. No podía irme así como así, no sé, no estaba bien. Pero tenía que irme, no sabía cuánto tiempo más podría aguantar.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

Dejó de teclear y volvió a mirarme.

—No me jodas que sí eres un pervertido.

—¡No! Pero no sé, me has visto… ya sabes, no me voy a ir así, por lo menos dime tu nombre.

—Carla. Y ahora qué, ¿nos fumamos un cigarrito?

—Josean —respondí, no estaría bien no decírselo.

Dudé en acercarme a darle dos besos, pero con lo de pervertido, temí que me malinterpretase. Lo mejor sería darle la mano. Me acerqué extendiendo el brazo.

—No —dijo mirándome la bragueta, recordándome qué era lo último que había tocado con la mano que le ofrecía.

—No, no, claro. Perdón. ¡Hola! —Me pareció lo más correcto.

—Venga. La puerta de enfrente.

Creo que quería que me fuese. Mi vejiga decía que aprovechase, pero mi conciencia no estaba segura. Y otra parte de mí me decía que me quedase, no sé por qué, quizá fuese por su manera de ignorarme.

—Oye, ¿y a qué te dedicas, Carla?

Se detuvo y me miró de nuevo.

—Soy astronauta, pero me he tomado un año sabático y escribo una tesis sobre termodinámica cuántica. Ya sabes, por pasar el tiempo.

Me daba a mí que me estaba vacilando. Parecía demasiado joven para ser astronauta. Quizá me estaba pasando, pero ¿qué debía hacer? ¿Irme por si la estaba molestando? ¿O quizá sería muy mal educado por mi parte? Necesitaba una señal.

Ella movió el dedo índice hacia un letrero que estaba pegado con celo en la parte delantera del escritorio:

ES LA OTRA PUERTA

LA DE ENFRENTE

Vale, era una señal, pero quizá podía quedarme un poquito más.

—Te advierto que no tengo ninguna fregona aquí —añadió.

Y yo la iba a necesitar.

Fui hacia la puerta, dudando si hacía lo correcto.

—Josean, te he mentido. No escribo una tesis. Es una novela, a lo mejor sales en ella —sonrió—. Pero lo de astronauta es verdad.

¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Qué era lo correcto?

—Al final te meas, ya verás —dijo.

—A… A… Adiós —farfullé.

Cerré la puerta y casi atravesé la de enfrente, con el temor por un segundo de que Clara tuviese el mismo sentido del humor que su padre. Pero no, allí estaba, un servicio español en toda regla, salvo por lo de estar al fondo a la izquierda.

Oriné con mayor satisfacción que en toda mi vida, con la sensación de que por primera vez en todo el día estaba haciendo lo que de verdad quería.

No sé cuánto tiempo estuve, pero he de decir que disfruté de cada gota.

Me lavé las manos, aprisa, no fuese que hubiese alguien esperando fuera y le estuviese haciendo perder el tiempo, o lo que era peor, que pensase que estuviese cagando.

Salí y miré a la puerta. Claramente ponía «Servicios». Miré a la de enfrente y había un cartel que ponía «Oficina» y debajo un papel sujeto con celo en el que ponía «EL SERVICIO ESTÁ ENFRENTE». En España se lee poco, siempre lo he dicho.

Sonreí. Quería entrar a despedirme, pero no estaría bien, seguro que la interrumpía otra vez. Además, mis amigos me estaban esperando. ¡Me estaban esperando! ¿Qué pensarían por todo lo que estaba tardando?

Fui hacia la salida, deprisa, pero sin correr. Miré hacia la barra y vi la botella de agua que había pedido. La cogí, no fuese que alguien pensase que había entrado solo para ir al baño y lo de pedir agua fuese una excusa.

Salí.

Un estrépito de aplausos y vítores me recibió, poniéndome las mejillas de un rojo intenso.

—¡Por fin! —gritó Pedro.

—¿Qué, te has quedado a gusto? —preguntó con sorna Alberto.

—Por lo menos ya habrás comido… —se rio Merche.

—Tú a lo tuyo, ¿eh?, que nosotros estamos aquí perdiendo el tiempo tan ricamente —dijo Carmen—. A tu bolita, que qué más dan los demás.

Yo a lo mío, a mi bolita, sin pensar en los demás. Entonces supe lo que quería hacer.

Lo que iba a hacer.

Bebí toda la botella de un trago y la lancé hacia arriba hacia mis compañeros.

—Ahora vuelvo, que tengo que mear.

No me paré a escuchar sus quejas.

Entré, atravesé el bar.

No me inmuté cuando el camarero gritó que para usar el servicio había que consumir, ni me paré en pensar cuánta gente me miraba.

Fui hasta el fondo, me giré a la derecha y abrí.

Ilustración de Pilar Leandro

Carla me miró y detuvo su teclear.

—Va a resultar que sí que eres un pervertido.

—Completamente —dije.

—¡Al fin uno, menos mal!

Jorge Moreno
Marzo 2022

 

50ª Convocatoria: El presente

El presente.

Mañana empieza ayer

Ilustración de Rafa Mir

Esta mañana recordaba un día de hace muchos años. Era uno de enero y yo estaba en la cocina de la casa de mis abuelos, con ellos y mi hermana. Yo era pequeño, tendría siete u ocho años. La noche anterior me había quedado dormido antes de las campanadas y esa mañana mi abuela acababa de dejar delante de mí un plato con doce uvas y mi abuelo sujetaba una cuchara con la mano.  La movió deprisa golpeando un vaso. Se detuvo y dio cuatro golpes mucho más despacio. Paró de nuevo. Los demás mirábamos expectantes la cuchara, concentrados, como si no hubiese nada más en el mundo, atentos a adivinar el más mínimo movimiento. Mientras lo hacía acariciaba con el índice y el pulgar una de las uvas. Y esta se movió. Mi abuelo la desplazó hasta golpear el vaso con un golpe seco. Mi hermana gritó: «¡Ahora!».

Apreté la uva, tanto que podía haberla hecho estallar, y me la llevé a la boca, mastiqué deprisa a la vez que agarraba otra uva y miraba atento la cuchara.

Otro golpe y otra uva en la boca. Y una más, y otra, hasta doce.

Mi abuela reía, mi abuelo reía, mi hermana reía. Yo intentaba no reír para no atragantarme.

«¡Feliz año nuevo!», me gritaron cuando terminé. En un instante había viajado desde el pasado en el que me había quedado la noche anterior al dormirme al presente del año nuevo en el que estaban los demás.

Esta mañana lo recordé y me sentí feliz.

En aquel pasado seguramente me ilusionaban muchas cosas, que llegara el día de Reyes para abrir mis regalos, volver a clase para jugar al fútbol con mis amigos en el recreo, crecer, y en un futuro más lejano ser escritor o astronauta, ya lo decidiría más adelante. Pero lo que es seguro es que no imaginaba que mi vida hoy es como es, ni todo lo que ha pasado por el camino, ni todo lo que se ha quedado en él, ni cómo iba a ser la alegría más grande que se puede tener, ni el dolor más desgarrador que se puede llegar a sentir.

Hoy pienso en el futuro. Cómo quiero que sea y lo que no quiero que pase. Surgirán cosas que no pienso que nunca puedan ocurrir, pero otras dependerán de mí. Pienso en si me arrepentiré de no haber hecho algo.

El presente es recordar el pasado y desear un futuro. Pero ese futuro depende de lo que haga hoy.

El presente es ahora. No es empiezo el día uno, ni mañana, ni siquiera media hora más y luego me pongo. No. Lo que quieras hazlo ahora. Lo que quieras conseguir en el futuro empieza a sembrarlo ahora. Cuando en el futuro mires atrás seguro que te arrepientes de lo que no hiciste, pero no de lo que hiciste.

Empieza ya. Hazlo ahora.

Aunque solo sea para que en tu presente del futuro tengas recuerdos felices del pasado.

Jorge Moreno

Tiempos verbales

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Tiempos verbales. 

Ilustración de Carolina Cohen

—Pretérito pluscuamperfecto —dije.
—¿Pretérito pluscuamperfecto?
—Sí, claro.
—¿Y por qué?

Algo tenía que decirle. Cuando tienes doce años y la chica de la que estás enamorado te pregunta cuál es tu tiempo verbal favorito, tienes que pensar rápido, no te vas a quedar callado como un bobo. Encima si la chica es mayor que tú y mucho más lista y no te ve más que como el hermano pequeño de su amiga, hay que esforzarse mucho para que su opinión cambie y, quién sabe, quizás algún día dejase de fijarse en los de su edad y se volviese loquita por mí.

—Me gusta, es tan, tan… tan perfecto.

Mentí, claro, lo dije porque me gustaba como sonaba, pluscuamperfecto, solo con su sonoridad merecía ser la palabra preferida de cualquiera.

Ella sonrió y me pareció que también era pluscuamperfecta.

—La mía es el futuro —dijo.

—Anda, ¿y por qué? —pregunté, contento porque la atención se desviase de mis gustos inventados.

—El futuro es esperanza, todo lo que será, lo que podemos llegar a hacer, lo que seremos, ¿no crees?

El futuro, tenía que haber dicho el futuro. Así ella pensaría que éramos iguales, prácticamente almas gemelas, hechos el uno para el otro.

Mi hermana apareció y se fueron, después dedicarme una sonrisa, dejándome con la duda de si existe algún tiempo verbal que sea el futuro pluscuamperfecto.

Fue un año más tarde cuando mi hermana dejó de salir con ella. Empezaron la universidad y cada una fue por un lado, nuevas amistades, nuevas inquietudes, nuevos novios.

Simplemente desapareció. Tuve la tentación de preguntarle a mi hermana por qué ya no venía a casa, por qué ya no podía estar un rato con ella mientras ella se eternizaba arreglándose antes de salir, ni por qué ya no venía a nuestra piscina en verano.

Supongo que con el tiempo me olvidé de ella y de que existió alguna vez y de lo bien que me sentía cuando la veía, o cuando hablaba con ella o cuando me sonreía, al igual que uno se olvida de aquellos chicles que tenían un relleno por dentro que al morderlos era una explosión de sabor. ¿A que no os acordabais de ellos y el que os lo haya recordado os ha devuelto esa sensación tan placentera? ¿Y a que sois incapaces de saber en qué momento dejasteis de acordaros de ellos?

Pues lo mismo me ha pasado a mí. Un nombre y un apellido escritos en una cita médica, precedidos por la abreviatura de doctora. Lorena Vázquez. ¿Cuántas Lorena Vázquez puede haber en el mundo? En Facebook hay cuarenta y siete perfiles, que lo he mirado. ¿Y cuáles son las probabilidades de que una chica de diecisiete años de la que estabas enamorado cuando tenías doce, veinticinco años después sea la doctora de urología que te han asignado? Ni idea, nunca se me dieron bien los números.

Probablemente cuando en el monitor salga mi número y entre en la consulta número cuatro confirmaré que esa probabilidad es muy baja, tendente a cero.

Ya está, sale mi número y la megafonía recita mis iniciales. Allá voy consulta cuatro, allá voy doctora Lorena Vázquez.

Tardo cuatro segundos en darme cuenta. Los cuatro segundos que pasan desde que la doctora levanta la mirada y me sonríe. Es ella, sin duda. Esa sonrisa es su sonrisa y no voy a ponerme a pensar en la probabilidad de que dos personas que se llamen igual tengan la misma sonrisa.

—Pasa, pasa. Siéntate.

Al menos no me ha llamado de usted. Quizá se haya dado cuenta de quién soy. Ahora con treinta y siete no me parezco mucho a cuando tenía doce, pero quién sabe, algún gesto quizá le haya hecho recordar, como a mí su sonrisa. Me doy cuenta de que es imposible porque ya llevo un rato en el que no he hecho el más mínimo movimiento.

—Vamos, siéntate. ¿Estás nervioso? No te preocupes que esto es lo más normal del mundo. Y estar nervioso también.

Es encantadora, como lo era de joven. ¿Por qué dejaría de quedar con ella la imbécil de mi hermana?

Ha cambiado, desde luego, pero es fácil reconocerla. Es una mujer atractiva, segura, encantadora, que dan ganas de ponerse a hablar con ella de tiempos verbales.

—A ver… Ramsés —dice tras mirarla pantalla—, cuéntame lo que te pasa.

Hago una mueca, no por ningún dolor, sino por oír mi nombre. Lo odio. Culpa de mis padres que fueron de luna de miel a Egipto y les gustó tanto que prometieron poner nombres egipcios a los hijos que tuvieran. A mi hermana le tocó Nefertiti y a mí Ramsés. Tutankamón hubiera sido peor, pero no sé, quizá Amón Ra o Akenatón. Pero Ramsés… Imaginaos en los ochenta siendo el único Ramsés en todo. Aunque quizá en este caso pueda servirme para que ella me reconozca. No creo que se hayan cruzado muchos Ramsés García en su vida. Me doy cuenta de que desde los diez años me hice llamar por todos Erre. Rezo a Osiris porque mi hermana le hubiese dicho mi verdadero nombre.

Espero unos segundos, para ver si de un momento a otro dice <<¡Erre, eres tú!>>. Pero no lo hace.

—No, nada —me atrevo a decir cuando veo que no se acuerda—. Que vengo porque tenía unas molestias al, al.. ya sabes.. al… orinar —¿Orinar? ¿Qué soy ahora? ¿Mi padre? ¿Mi abuelo?

—Ya y tenemos unos análisis, por lo que veo.

Mira hacia la pantalla y manipula el ratón, está muy concentrada y de vez en cuando dice <<Aha, aha>>

—Voy a hacerte un tacto rectal.

—¡No!

No estoy preparado para eso. No puede ser que después de veinticinco años me reencuentre con mi amor platónico de adolescencia y a los diez minutos me meta el dedo por el culo. Pero si soy muy joven, siempre me habían dicho que esas cosas hasta los cuarenta y pico largos nada.

—Es necesario, Ramsés. Que no te resulte violento, mira, yo estoy acostumbrada, hago cientos de ellos —No me estaba relajando nada—. Mira, pasa ahí, ven. Desnúdate de cintura para abajo y ponte una de estas batas. Cuando estés preparado me avisas. ¿A qué te dedicas, Ramsés?

¿Que a qué me dedico? ¿Me pregunta eso ahora? ¿No sería más normal al revés, primero preguntar a qué me dedico, tomar algo, ir al cine y luego ya si eso los tocamientos?

—A… a… a… a… a… arquitecto.

Espero que no haga la bromita de que si tengo algo que ver con las pirámides.

—Pues mira, para mí esto es como para ti diseñar un baño. Lo harías lo mejor que sabes sin pensar quién se va a sentar en la taza del báter, ni los pedos que va a tirarse ni nada eso.

Como ejemplo es una mierda de ejemplo, la verdad.

Me resigno, cojo la bata y cierro la puerta.

Me la pongo y luego me quito los pantalones y los calzoncillos. Pienso en cómo me tendré que poner y qué es lo que dejaré a la vista. Miro hacia abajo. Estas cosas se avisan, podría haber hecho algo, para, no sé, parecer más imaginativo, más divertido. Miro alrededor buscando unas tijeras, una cuchilla, cualquier cosa.

—¿Todo bien, Ramses?

—Sí, sí todo bien. Ya termino.

—Solo desnúdate, eh, nada más.

Estoy por depilarme a tirones. Lo intento, pero me doy cuenta de que no es buena idea.

—Ya, ya estoy.

Ella entra.

—Muy bien. Mira, apoya el pecho sobre la camilla —disipa mis dudas—. Muy bien.

Estoy a punto de abrazar la camilla y ponerme a llorar, pero noto que la bata se abre y me deja el culo al aire. Intento taparlo, pero en cuanto lo suelto vuelve a deslizarse. Pienso que quedaré como un crío si se gira y me ve sujetando, así que lo suelto y lo dejo al descubierto. Quién sabe, una vez una chica me dijo que tendía el culo bonito. Vale, estaba borracha y pensaba que yo era su amiga, pero lo dijo.

Ella se pone unos guantes y estira de ellos haciendo sonar un chasquido. Va hacia mí. Está detrás. Pienso que me está viendo el culo. En este momento deseo que esté borracha y piense que soy su amiga. Espero que no se vea nada más, pero por otro lado, que pensará si no ve nada colgando. Estoy por decirle que hace frío y que estoy nervioso, que normalmente es mucho más grande, pero noto su mano en la espalda.

—Entonces arquitecto, ¿eh? —dice.

—Sí, me grad…

Y entonces lo hace.

Tampoco es tan malo. Solo tengo que pensar, que no es ella la que está urgando, sino un hombre de sesenta años, estirado, con corbata y que da grima

—Muy bien, Ramsés. —Noto que ya no está—. Fenomenal. Vístete. —Me da un cachete en el culo.

No sé qué hacer. Permanezco en la misma postura. Al fin reacciono y me muevo. Me limpio, me visto y salgo.

No me atrevo a mirarla a la cara.

—Todo bien, Ramsés. Nada es una pequeña infección, te mando un antibiótico y se te pasará en unos días.

¿Ya? ¿Eso es todo? ¿Ya me voy a ir y no volveré a verla hasta que tenga problemas de próstata? Tengo que hacer algo.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —me lanzo a lo loco.

—Claro, dime, Ramsés.

—¿Cuál es tu tiempo verbal preferido?

—Siempre fue el futuro, pero creo que ahora es el presente. ¿Y cuáles el tuyo, Erre?

—El pasado… —¿Ha dicho Erre?—…pluscuamperfecto. ¡Erre, Erre, has dicho Erre!

—Vamos, así te llamaba todo el mundo, ¿ya no?

—Pero ¿cuándo te has dado cuenta de que era yo?

—Hombre, Ramsés García no hay muchos por España y viendo la fecha de nacimiento, pues me lo he imaginado. He dudado ahí dentro —señala el box donde ha realizado la exploración—, pero claro de pequeño tenías menos pelos. Y tú cuando me has reconocido.

—Al ver tu —voy a decir sonrisa, pero reacciono en el último momento— nombre y apellido también.

—Vaya, lo tuyo tiene más mérito. Oye, me muero de ganas de hablar un montón contigo, pero es que tengo un montón de hombres esperando ahí fuera para entrar aquí y bajarse los pantalones. ¿Quieres que comamos juntos luego y nos contamos?

Pienso que quizá ahora también mi tiempo verbal favorito es el presente.

—¡Claro! Pero no sé, ¿estaría bien? Por tu profesión…

—Te juro que me lavaré bien las manos antes de salir.

—Me refiero a que si está bien que comas con un paciente, por el código deontológico y todo eso.

—¡Hombre, Ramses, nosotros nos conocemos desde hace mucho tiempo! Y además hace un rato ahí dentro… no eras tan remilgado.

—No, no —no sé si podría ponerme más rojo—. Si era por no causarte problemas.

–Nada, nada- Término las consultas a las dos y media, pásate por aquí y vamos a comer juntos. —Me da un cachetito en el culo—. Hasta luego.

No sé por qué en este momento recuerdo que los chicles esos que os contaba estaban envueltos en un papel que era una pegatina de los dibujos que se ponían de moda y me doy cuenta de que también se me había olvidado algo de Lorena: que era muy bromista.

Miro al box de la exploración y siento que vamos uno a cero. Ella el uno y yo el cero.

 

Jorge Moreno
Enero 2022

 

Te leo

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Comedia cinéfila
Rating: +12 años
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Te leo. 

Una vez tuve una novia que le gustaba el cine, pero no el cine normal, el que le gusta a todo el mundo, el de Hollywood, ni tampoco me refiero al español, sino al raro raro, el que ni siquiera doblan porque a los que les gusta les saldría un sarpullido si las viesen hablando en castellano.

Cuando empezamos a salir y me propuso ir al cine a ver una peli me pareció normal, cosas de novios, una peli, un poco de sobeteo y si es un coñazo, a enrollarse. Cuando vi el cartel de la película, que era iraní y que ponía V. O., no pude creer la suerte que había tenido. Muy mal se tenía que dar para que no lo hiciéramos allí mismo. ¿Quién te va a proponer ir al cine a ver una película iraní en versión original si no es para montártelo en la penumbra de la sala? Pues esa novia que comentaba.

Ilustración de Rosa García

En cuanto se apagó la luz y salieron los primeros subtítulos le pasé un brazo por encima de los hombros y la mano del otro para acariciarle la barbilla.

Ella se zafó. Sí, sí, se zafó y me señaló la pantalla. Y luego me cogió la mano y no me la soltó en toda la película.

Sí, muy romántico, no lo niego, pero era una cuestión de señales y expectativas y en este caso habían sido totalmente equívocas.

Empeoró cuando después fuimos a cenar y quiso que charlásemos sobre la película. Me pasé toda la cena asintiendo a todo lo que decía. Ella parecía entusiasmada por haber encontrado a alguien que compartiese su pasión por el cine, el cine raro, claro, porque el otro le gusta a todo el mundo. La vi tan emocionada que no me atreví a decirle que me parecía una auténtica mierda y que para tener que leer en un cine mejor no me gastaba el dinero en la entrada.

Al día siguiente, para sorprenderme, me llevó a ver otra película. Coreana, creo, no porque lo viese en algún lado, sino porque supuse que japonesa o china no sería lo suficientemente rara para ella.

Como siempre he sido un hombre optimista, hice un nuevo intento de magreo, por si acaso ese día ella sí tuviera esas intenciones y no perder la oportunidad por no intentarlo. El optimismo masculino creo que lo llaman.

Fue eso, optimismo masculino.

Hice un esfuerzo por seguir la película, lo juro, pero entre que no conseguía distinguir a unos personajes de otros y que al intentar fijarme en su fisonomía, llegaba tarde a leer los subtítulos, me pareció tan coñazo como la iraní.

Por lo que contó en la cena, estuvo muy bien. Decidí discrepar de ella, sin argumento alguno, pero no quería que pensase que me había gustado y volviese a llevarme al día siguiente a ver otra.

Se disgustó. Le entristeció que no me hubiese maravillado tanto como a ella, pero que lo entendía, que no a todo el mundo le gustaba, que era una pena, ya que pensaba que éramos almas gemelas. Entré en pánico, iba a dejarme allí mismo, después de ver la película coreana y la iraní, y ni siquiera habíamos pasado de morrearnos y un poco de sobeteo, y he de confesar que me moría de ganas de hacer muchas cosas más. ¿Qué pasa?, hay gente que le gusta el cine rarito y a otros las chicas raritas.

Le dije que era culpa mía, que estaba algo resfriado y me dolía la cabeza, que no había podido entrar de lleno en el mensaje de la película. Ella siguió cabizbaja, mirando hacia mí, pero sin levantar los ojos. La iba a perder, así que le solté que me encantaría volver a ver otra película de esas, asiática a ser posible, con ella. Le cambió el gesto, me miró, se detuvo unos segundos y me plantó un beso largo en los morros.

Esa noche hicimos el amor por primera vez.

Fue algo fascinante, extraño, pero fascinante. Cada poco tiempo ella se paraba y me miraba por debajo del pecho y luego continuaba en una actividad frenética. Pensé que no podía evitar admirar mi anatomía y su contemplación le hacía volver con más ganas. Fue una reflexión fruto del éxtasis y el subidón de autoestima, porque objetivamente mi físico era difícil que causase esa reacción.

Yo aprovechaba esos momentos de contemplación por su parte para hacer lo mismo con ella. Fuese por lo que fuese, la combinación del frenesí, sus parones, mirarme y contemplarla desnuda, resultó ser una experiencia gratificante en extremo.

Los días siguientes a menudo la sorprendía mirándome hacia abajo, muy concentrada, a veces con aire de tristeza y a veces de felicidad.

Volvimos al cine y poco a poco empecé a desarrollar la habilidad de leer los subtítulos y seguir las películas. Eran tan coñazo como me había imaginado las primeras veces, pero al menos me entretenía un par de horas y tenía algo de qué hablar en la cena.

Nuestra relación avanzó entre películas subtituladas y sexo insuperable. Empecé a notar que no nos mirábamos, o más bien, que ella no me miraba a la cara, siempre dirigía los ojos a un espacio indeterminado por debajo del pecho y por encima del pubis, una zona que, por más que pensara, no le encontraba ningún sentido por el que prestarle tanta atención.

Un día después de hacer el amor, todavía desnudos, le pregunté que qué le pasaba, que por qué me miraba allí. Me respondió que para entender a las personas muchas veces había que leer los subtítulos.

Y entonces pasó.

La miré ahí, sí, sí, debajo de los pechos y encima del pubis, un sinsentido, lo sé, pero me pareció lo más normal. Y lo vi. Quizá no me había dado cuenta hasta entonces y ya lo veía desde hacía tiempo, pero en ese momento fui consciente de ello. Y comprendí.

Allí estaban los subtítulos, siempre habían estado. A cada gesto suyo, a cada palabra, a cada movimiento, surgían allí a la altura de su vientre, dando sentido a cada uno de ellos.

Hicimos de nuevo el amor, no podía ser de otra manera, leía en sus subtítulos que ella lo deseaba y estoy seguro de que ella lo leyó en los míos.

Disfrutamos de unos meses de felicidad plena, no recuerdo si la miré a la cara alguna vez, supongo que sí, como cuando ves una película con subtítulos, que ves la imagen pero estás centrado en no perderte las letras, pero no creo que se pudiese ser más feliz. Nos conocíamos a la perfección, nos entendíamos, nos comprendíamos. Era perfecto.

Un día discutimos. Dos personas que con tan solo mirarse se comprenden el uno al otro es difícil que discutan, pero ese día lo hicimos. No recuerdo por qué fue, pero hubo un momento en que ella se giró y se puso la mano tapándose la tripa, y vi su subtítulo: «Menudo gilipollas».

No me molestó el insulto, sino el gesto, el girarse y taparse para que no lo viese. No se dio cuenta de que el subtítulo salía por encima, se girase o pusiese la mano.

«Será estúpida», pensé. Aunque debió de salir en mi subtítulo, porque ella reaccionó gritándome: «¡Estúpida lo será tu madre».

Nos enfrascamos en una discusión cruenta entre gritos y subtítulos.

Ilustración de Rosa García

Nos reconciliamos, por supuesto, pero las cosas cambiaron. Podía leer sus subtítulos y saber lo que pensaba y lo que sentía cuando estaba con ella, pero no sabía qué pensaría cuando no la veía. Comencé a espiarla sin que me viese para enterarme. Me amaba, pero de vez en cuando leía cosas que no me gustaban. Incluso una vez haciendo el amor, la pillé subtitulando el nombre del marido de Elsa Pataky, aunque no recuerdo cómo se llama, que dicho sea de paso no entiendo por qué estaba en sus fantasías.

Nos fuimos distanciando, ya no me hacía tanta gracia estar cerca de ella y saber todo lo que sentía. Incluso muchas veces estando juntos evitaba mirarle la tripa y dirigía los ojos al pecho. Muy bonito, debo decir.

Dejé de ir a ver películas subtituladas con ella. Y eso que empezaban a gustarme. Pero odiaba saberlo todo, conocerlo todo. No quería salir a solas con ella, buscaba reunirnos con amigos, cuantos más mejor y de los que hablan mucho, perderme en la algarabía de las conversaciones vacías en las que nadie se muestra como es.

Rompimos. Era lógico. Ella había seguido leyendo mis subtítulos y sabía que no era feliz. Eso me dijo mirándome a la cara. Yo lo creí y no quise bajar la mirada para saber si esa era la razón, porque no quería saber nada más, esa era mi razón: no era feliz.

Tardé mucho tiempo en volver a tener una relación estable, pero después conocí a una chica iraní que se había criado en Corea y que odiaba el cine.

Llamémosla, 우리 부인1

 

Mi esposa, en coreano.

Jorge Moreno
Noviembre 2021

Otros tiempos

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato nostalgico
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno . La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Otros tiempos.

Era verano.
Cómo olvidarlo.
Yo tenía dieciocho. Otra de esas cosas que no se olvidan.
Eran otros tiempos, diferentes, o quizá el diferente era yo.
En la playa. De noche.
No estaba solo.
Ella y yo sentados en un banco mirando al mar, en el paseo marítimo, con cientos de personas paseando detrás de nosotros, con el bullicio de la feria a unos metros.
A pesar de todo eso, para mí estábamos solo los dos, muy cerca, en una burbuja que nos separaba del mundo.
Ella era mi primera novia desde hacía unos meses. Ya he dicho que yo era diferente.
Ella tenía quince. Sí, definitivamente yo era el diferente.
Yo tenía calor, era verano.
Ella llevaba una chaqueta vaquera. Por la brisa. Era de noche, era verano.
Reíamos, no sabría decir por qué y, aunque lo recordase, estoy seguro de que tampoco era algo gracioso.
Le acaricié un brazo. Reía, la besaba, en los labios, muy suave, deseando besarla más. Ya he dicho que para mí estábamos solos.
Le acaricié la tripa. Hacia arriba.
Nos reímos.
Yo tenía la mano muy fría. Por la nieve.
Sí, la nieve. En la playa. En verano.
Lo vimos un rato antes en el paseo: nieve. Cien pesetas.
Un puestecito minúsculo. Vendía nieve, de sabores.
Nos acercamos y pedí uno, sabor a fresa. El chico rascó un montón de hielo sobre un vaso y echó un líquido rojo por encima.
Estaba buenísimo. Y muy frío.
Yo tenía mucho calor, era verano. Ella no quiso. Tenía frío. Era de noche.
Por eso mi mano estaba fría y jugueteaba en su tripa.
Entonces ella miró hacia atrás. ¿Por qué? Estábamos solos, ¿no?
Se volvió, y sonriendo me cogió la mano y la metió debajo de su cazadora.
Ahora sería delito. Eran otros tiempos.
Y ahora que miro por la ventana y está nevando, recuerdo la nieve de aquella noche de verano.

Jorge Moreno

 

Ilustración de Paloma Muñoz

44ª Convocatoria: Secretos

Secretos.

Confesión

Ilustración de Rosa García

(Un confesionario. Dentro, en el lado izquierdo, un hombre sentado de frente, vestido con una sotana negra y alzacuellos. En el derecho, otro hombre, arrodillado, de perfil)

PAULINO.- Padre, tengo que confesarle que le amo.

PADRE JOSÉ.-  (Sorprendido) ¡Ay! ¡Pero qué dices, desgraciado!

PAULINO.- Eso, padre, que le amo. Pero no en el sentido ese cristiano, sino en el otro, en el de amarse de la otra forma, la carnal, la de retozar en el lecho, en el río, en el pajar, hasta aquí mismo, padre.

PADRE JOSÉ.- (Cerrando la puerta inferior y poniendo el pie contra ella) ¡Pero qué dices, majadero!

PAULINO.- Con locura, padre, con locura.

PADRE JOSÉ.- ¡Baja la voz! A ver, Paulino, tú lo que estás es confundido. Tú eres un hombre recio, de campo, a la antigua usanza, y yo también soy un hombre…

PAULINO.- ¡Y qué tiene que ver!, que a usted seguro que le gustan los hombres, padre.

PADRE JOSÉ.- ¡Qué insinúas, Paulino, que yo soy muy hombre! Bueno… en el sentido figurado, claro, que soy sacerdote.

PAULINO.- Yo, padre, por lo que dicen en la tele…

PADRE JOSÉ.- ¡Ni teles ni hostias, Paulino! (Mirando hacia arriba) Perdón, Señor, que me está sacando de mis casillas. A ver, cómo vas a ser homosexual, Paulino, si estás casado, con Margarita, toda una belleza de mujer, con perdón. Y virtuosa, muy virtuosa. Y tienes tres hijos. ¡Tres, Paulino! ¡Si no hay nadie más rudo que tú en todo el pueblo!

PAULINO.- No, padre, si homosexual de esos yo creo que no soy, vamos, que a mí los hombres no me llaman. Si un día el hijo del alcalde, ya sabe, el que se fue a estudiar a Francia, cuando volvió me fue a dar dos besos y le mandé de vuelta al Arco del Triunfo de la hostia que le metí. Y yo a mi Margarita la adoro, la venero. Y en la cama, un jabato, padre. Anoche, sin ir más lejos, cuando terminó el telediario, la cogí de la cintura y ahí mismo, en el fregadero…

PADRE JOSÉ.- No me des detalles, Paulino, por favor…

PAULINO.- Pues eso, que soy muy macho. Que se me van los ojos detrás de todas. Pero con usted es diferente. Me he enamorado de usted, padre. No he podido evitarlo.

PADRE JOSÉ.- (Pasándose el dedo por dentro del alzacuellos) Lo que dices no tiene sentido, Paulino.

PAULINO.- A ver que le explique, padre. De lo que yo diga cuente aquí no puede decir ni mu a nadie, ¿no?

PADRE JOSÉ.- No, Paulino. Lo que me cuentes aquí es bajo secreto de confesión. Quedará entre tú, yo y Dios.

PAULINO.- Pues no sé yo si a Dios le va a hacer mucha gracia. Me di cuenta el otro día, aunque no quería verlo. El jueves, cuando volví del bar. ¿Se acuerda?

PADRE JOSÉ.- (Aflojándose el alzacuellos) ¿El jueves? ¿Qué jueves? ¿De qué me tengo que acordar?

PAULINO.- ¿No se acuerda de que me pasé a buscar a Margarita? Sí, hombre, que ya se había ido.

PADRE JOSÉ.- Sí, sí, ya me acuerdo. Que pensaba que había sido el miércoles. ¿Pero eso qué tiene que ver?

PAULINO.- Pues eso, padre, que fue la primera vez que me di cuenta de que lo amaba, pero no quise admitirlo.

PADRE JOSÉ.- ¡Explícate, por Dios! Perdón, Señor.

PAULINO.- Pues que ese día estaba en el bar y me dije: «Paulino, ¿por qué no vas a recoger a Margarita a la iglesia?, que está lloviendo y la pobre va a llegar empapada a casa y luego está cansada y se acuesta pronto y nada de nada», ya sabe, padre. Por eso me acuerdo de que era el jueves, que es cuando viene a la iglesia. Vine a buscarla, pero me dijo usted que ya se había ido.

PADRE JOSÉ.- (Mesándose el pelo) Sigue, Paulino, sigue.

PAULINO.- Y entonces lo noté, padre. El olor, fue el olor.

PADRE JOSÉ.- ¿Qué olor?

PAULINO.- El suyo, padre. Un olor, a eso, a deseo, a pasión.

PADRE JOSÉ.- Pero ¿qué dices?

PAULINO.- Pues eso, que al olerle me dieron ganas de… de poseerle, padre.

PADRE JOSÉ.- ¡Qué barbaridad!

PAULINO.- ¡Que me va a decir a mí, padre! Me sentí turbado, que ya le he dicho que a mí los hombres no… Me fui a casa, huyendo de lo que había sentido, diciéndome a mí mismo que no había ocurrido. Cuando llegué a casa, allí estaba Margarita, empapada por la lluvia, agotada. La deseaba. Le hice el amor dos veces, padre, no vea usted, hasta le hice…

PADRE JOSÉ.- (Arrancándose el alzacuellos) Sin detalles, Paulino, sin detalles.

PAULINO.- Perdón, padre. La cosa es que cuando terminé, la abracé. Sí, padre, la abracé. Ya le he dicho que la adoro, y en ese momento la amaba con locura. La besé y olí su cuerpo. Y entonces lo tuve claro. Yo le amaba a usted, padre.

PADRE JOSÉ.- ¡Pero qué tiene que ver una cosa con la otra!

PAULINO.- Pues eso, padre, que cuando la olí, todo enamorado, me vino el mismo olor que cuando había estado con usted en la iglesia. Y la única explicación es que si la amaba a ella por ese olor, también le amaba a usted que me olió igual y deseaba hacerle lo mismo.

PADRE JOSÉ.- (Mesándose el pelo) A ver, Paulino. No ves, tú te estabas confundiendo. Tú amas a Margarita y lo del olor será algo de lo que hay aquí, la vela de un cirio, a lo mejor, que ella había estado aquí y se le habría quedado el olor.

PAULINO.- ¿Usted cree, padre? Que yo creo que no me olía a cirio, que me puse muy cachondo.

PADRE JOSÉ.- ¿Y qué va a ser si no? Mira, Paulino, a la gente la pone cachonda muchas cosas, como tú has dicho. Te lo digo yo, que me han contado de todo aquí. A algunos es un cirio ardiendo, a otros la nata, a otros una cabra.

PAULINO.- (Exaltado) ¡Que ya le dije al Ángel que estaba meando cuando vi que la cabra se había clavado algo y se lo estaba quitando! ¡Cuando salga de aquí le voy a meter una hostia por ir por ahí malhablando!

PADRE JOSÉ.- Que no, Paulino, que solo era un ejemplo. Lo que te quiero decir es que tú no me deseas, Paulino, que cualquier olor te ha confundido.

PAULINO.- ¿Seguro, padre?

PADRE JOSÉ.- Anda, vete con tú mujer. Pobre Margarita, ¡qué bendita!

PAULINO. ¿No quiere que probemos, padre? Solo un poco, por si acaso. Que no sabe lo que se pierde.

PADRE JOSÉ.- (Tirando el alzacuellos al suelo) ¡Largo de aquí!

PAULINO. ¿Y no me absuelve, ni me pone penitencia ni nada?

PADRE JOSÉ.- ¿De qué te voy a absolver? Como no sea de ser un alcornoque.

PAULINO.- Bueno, pues adiós, padre.

(Paulino se levanta, sale del confesionario y se va hacia la derecha. El padre José recoge el alzacuellos del suelo. Antes de salir Paulino se para y vuelve hacia el confesionario, poniéndose delante del cura que, al verle, da un salto en su asiento y se le cae el alzacuellos otra vez)

PADRE JOSÉ.- (Asustado, sujetando la puerta) ¿Qué quieres?

PAULINO.- Nada, padre, que quería pedirle a ver si le importaría que me llevase uno de esos cirios.

PADRE JOSÉ.- ¡Llévate lo que quieras, pero vete ya!

PAULINO.- Gracias, padre.

(Paulino coge un cirio, lo huele y se va. Cuando ya se ha ido, el padre José recoge el alzacuellos y se lo pone. Sale del confesionario y se dirige hacia la izquierda. Enciende un cigarrillo con parsimonia. Saca un teléfono y llama)

PADRE JOSÉ.- Margarita, creo que Paulino sospecha.

Jorge Moreno

La Croquette

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Drama cómico gastronómico
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno . La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La Croquette.

—Me vais a perdonar, pero eso no os lo puedo desvelar.

Una vez más la decepción se dibujó en la cara de los comensales, incluida la ministra de Sanidad, que aquella noche estaba en el bar. Bueno, en el restaurante, aunque para mí seguía siendo el bar, mi bar, a pesar de que hacía ya cuatro años que se había convertido en un restaurante, uno de los más cotizados de Madrid, sin lugar a dudas, con una lista de espera de más de un año, ficticia, por supuesto. Solo se reservaban un par de mesas para cada día, y el resto se quedaban para actores, artistas, famosos y políticos que avisaban un día antes o la misma tarde para ir a cenar. Y si por algún motivo algún día no se llenaba, se quitaban las mesas sobrantes de la sala y parecía que estaba lleno. No era algo que a mí me gustara, pero Montse decía que era la mejor manera para que el negocio fuese un éxito. Montse es la mujer que me lleva todo el negocio, y gracias a la que el bar El Gorila se convirtió en el restaurante La Croquette. A mí no me importó que ella se hiciese cargo de todo. Nos conocimos una noche que vino a El Gorila y después de comerse tres raciones del plato estrella de la casa me prometió que me iba a cambiar la vida. Y lo hizo, no solo porque nos casamos unos meses después, sino porque transformó el bar en el restaurante que es hoy, el único de Madrid y seguramente de toda España, en el que la gente se mata por venir para comer el único plato de la carta: croquetas. Sí, croquetas. Solo servimos croquetas. La mejor croqueta del mundo, y no lo digo yo, lo dicen todos: clientes, críticos gastronómicos y hasta mi madre. Las croquetas que hago yo cada día, desde la época de El Gorila, sin desvelar a nadie el ingrediente secreto que las hacen ser una delicia, únicas en el mundo. Montse insiste en que lo deje, que contratemos cocineros, que les dé la receta y que así incluso podríamos abrir más locales por toda España. Pero ahí no he cedido. Las tengo que hacer yo, jamás desvelaría cuál es el ingrediente secreto, el que las hace diferentes a cualquier otras, el que hace que sean las mejores.

Y cada noche siempre hay alguien que me pide que les cuente cuál es ese ingrediente, como aquella noche, pero yo siempre doy la misma respuesta. Ni siquiera Montse lo conoce.

Pero ese día todo cambió. Tras mi excusa para desvelarlo oí una voz femenina procedente de la mesa bajo la fotografía de la apertura de La Croquette: «Quien haya hecho estas croquetas es un dios». Hubiera reconocido esa voz aunque hubiese explotado una bomba nuclear en ese mismo momento. Tantos años escuchándola no me dejaban ninguna duda. Miré para confirmar que no había sufrido una alucinación. Era ella, en mi restaurante, comiendo una de mis croquetas.

Me acerqué como si viajase a través de un túnel hasta su mesa, como si no existiese nadie más que nosotros dos en ese momento y en aquel lugar.

Me miró con sus ojos marrones, sosteniendo una croqueta en la mano y sonriendo.

—Me… Me… Melody… Es… es…  es… un honor verte comiendo mi…

—Chiquillo, ¿tú has hecho esto? —dijo dando otro mordisco.

—Sí… Esto… Yo… Sí, he sido yo.

—Pues habría que hacerte un monumento.

Me sonrojé. ¿Cómo no hacerlo? Estaba con Melody, en mi restaurante, comiéndose mis croquetas. Yo que la seguía, desde que era pequeña. Si por ella le puse El Gorila a mi bar. Sin ella yo no me hubiese convertido en lo que era entonces. ¡Cuántas veces había imaginado ese momento, estar frente a ella!, y ahora que lo conseguía, parecía imbécil.

—Te prometo que todas las veces que he hablado contigo en mi cabeza era mucho más gracioso.

—¡Qué salao! —se rio. ¡Se rio!—. Y tú, de estas, no compartes la receta, ni al oído, muy bajito.

El mundo se paró, el tiempo se detuvo. Incluso me pareció que mi corazón había dado su último latido.

—Si quieres, mañana te invito a que veas cómo las hago. Solo a ti.

Al día siguiente por la mañana ella vino a mi restaurante. La pasé directamente a la cocina sin intercambiar palabra. La indiqué que se sentara enfrente de mí.

—Melody, ahora vas a presenciar algo que nadie ha visto en este mundo.

Comprobé que los ingredientes estaban listos. El aceite, la harina, la leche, el jamón cortado en trozos pequeños.

Cogí la pequeña llave que guardaba en el fondo del bolsillo, abrí el cajón que estaba bajo la encimera. Saqué el walkman, me puse los cascos y le di al play.

Manos a la obra.

Puse a calentar el aceite, eché la harina, removí, eché la leche, removí y removí. Miraba a Melody, que me observaba curiosa intentando descubrir el ingrediente secreto.

Al poco rato noté que perdía el interés, empezó a hablar por el móvil, a hacerse algún selfi y pulsar algo en la pantalla. Luego empezó a revisarse las uñas.

Después de una hora removiendo, cuando la masa empezaba a tener consistencia, cogí los tacos de jamón. Ese gesto le devolvió el interés y me miró con atención.

Eché el jamón y seguí removiendo y removiendo. Removí y removí.

Media hora después apagué el fuego y pasé la masa a un recipiente para enfriar.

—¿Quieres probar? —le dije enseñándole una cuchara repleta de masa.

La cogió y se la llevó a los labios. Cerró los ojos.

—¡Ay, Dios mío! Esto es divino.

Sonreí.

—¡Pero si no has echado ningún ingrediente más, si lo has hecho como las croquetas de toda la vida! ¿No hay ingrediente secreto?

—Sí lo hay.

—¿Cuál?

Me quité los cascos y se los acerqué.

—Este.

Los cogió y se los puso.

—¡Pero si soy yo!

—Sí, son los casetes de tus primeros discos. Los escucho mientras hago la masa y luego cuando las empano y las frío.

—Me tomas el pelo.

—No, de verdad, jamás haría algo así. Hace muchos años empecé a oírlo mientras las hacía y me salieron estas croquetas. Probé a hacerlas sin escucharlo y me salían croquetas mediocres. Melody, el ingrediente secreto eres tú.

—Me encantaba esta canción. Uy, ¿qué pasa?

Empalidecí. El walkman empezó a escupir la cinta del casete. Lo cogí, lo abrí e intenté sacarlo con delicadeza, pero la cinta se había enganchado y estaba destrozada.

Todo estaba perdido.

—Era la última cinta que me quedaba. —Me eché hacia atrás.

—Pero hay DVD, Spotify, YouTube.

—Nada, no funciona. Lo he intentado, pero solo me salen así si escucho esas cintas, pero ya no quedan más. Es el fin de La Croquette, y lo que es peor, de las croquetas.

—Yo… Lo siento. Si pudiera ayudarte en algo…

No, no podía. Era el fin.

—Para mí ha sido un honor que probaras las croquetas y desvelarte el ingrediente secreto.

—Espera. Habías dicho que el ingrediente secreto era yo.

—Sí, ya lo has visto.

En ese momento ella se levantó, se estiró, hizo algo con la garganta y empezó a cantar.

Corrí a la nevera a por la masa que se estaba enfriando desde el día anterior para las croquetas de esa noche. Cogí huevos y pan rallado. Batí los huevos, corté la masa, la amasé formando cilindros, los pasé por huevo, luego por pan rallado. ¡Qué voz¡ ¡Estaba extasiado! Volví a batir huevos, unté de nuevo las croquetas que había hecho y volví a pasarlas por el pan. Calenté aceite abundante y las freí.

Ilustración de Paloma Muñoz

Las coloqué en un plato, Melody se calló y nos sentamos frente a frente.

Di un mordisco.

Perdí el sentido.

Jorge Moreno

Dos es singular

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Suspense
Rating: + 12 años
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor

Dos es singular.

—¿Por qué le has matado? —me pregunta el policía que se ha sentado delante de mí.

—Nací el 15 de abril de 1993. Hacía un poco de frío y llovía. No, no es que lo recuerde, pero tuvo que ser así, porque a mí me gustan los días de abril en los que llueve y hace fresco. Esos días la gente no sale a la calle y los que lo hacen van deprisa y no te molestan, ¿sabe a lo que me refiero? Seguro que sí, tiene pinta de también gustarle los días de lluvia.

»Tuve una infancia normal. Mis padres nos querían y todo eso. Nos daban casi todo lo que deseábamos, aunque nunca nos dejaban estar solos. Yo lo detestaba. Siempre con alguien, siempre vigilado, siempre sujeto a las normas de los demás. A veces me despertaba de madrugada y me iba al salón. Me ponía los cascos y encendía la tele, cambiaba de un canal a otro, en especial a aquellos que no me dejaban ver. Así estaba durante horas y al día siguiente, cuando estaba muerto de sueño, le echaba la culpa a mi hermano. Decía que había estado roncando, hablando o moviéndose dormido y no me había dejado descansar.

»Mi hermano era muy bueno, creo que me podría haber llevado bien con él si no hubiese sido mi hermano. Siempre se preocupaba por mí, me dejaba sus cosas, me defendía y no le importaba que siempre soplase yo primero la vela de la tarta. Ya le digo, un buenazo. Demasiado. Era el niño ideal, siempre obediente, siempre haciendo lo que le decían, siempre siguiendo las reglas.

Ilustración de Rafa Mir

»Una vez me escapé. Fue en El Corte Inglés. Tendría ocho o nueve años. Estábamos los cuatro. Mis padres estaban mirando unas sábanas y no se ponían de acuerdo. Aproveché y me fui a una escalera mecánica. Todavía recuerdo cómo me latía el corazón cuando empecé a bajar y a perderlos de vista. En el último instante mi hermano se giró y me miró. Puse el dedo índice en los labios, mirándole. Bajé todas las escaleras mecánicas y fui hacia la salida a la calle. Iba a salir, solo, sin nadie. No recuerdo haber tenido una mayor excitación en mi vida, ni siquiera bastantes años después, cuando me tiré a su novia. Bueno, quizá entonces sí.

»Mi hermano no se chivó. No. Cuando iba a salir a la calle, noté una mano en mi hombro. Era él. Me había seguido para que no me pasara nada. Me zafé, enfadado por su interrupción y por su presencia. En ese momento nos llamaron por los altavoces por nuestros nombres y un guardia de seguridad se acercó a nosotros.

»Esa vez sí nos castigaron. Una semana sin salir a jugar. Yo confesé que mi hermano no había tenido nada que ver. No me importaba no poder salir, pero no quería pasarme todo el rato juntos.

»En fin, lo que le he dicho, que mi hermano era muy buena persona.

»Crecimos y cuando comenzamos la Universidad nos distanciamos. Él estudió Biología. A mí también me hubiese gustado hacer Biología, pero estudié Derecho. Me matriculé en el turno de tarde y apenas coincidíamos en casa. A veces me saltaba algunas clases cuando sabía que su novia iba a venir a casa. La que le he contado que me tiré. Era una chica encantadora, no es que fuese muy guapa, pero siempre sonreía y era muy dulce: eran la pareja perfecta, desde luego.

»A los veinte años me fui de casa. Alquilé una habitación y busqué un trabajo haciendo hamburguesas. Tendría que probarlas, me salían riquísimas. —No puedo evitar una carcajada—. Recuerdo que mi madre no paraba de llorar cuando me fui y mi padre… mi padre la consolaba.

»El Derecho no me importaba lo más mínimo, pero sí que vi una oportunidad de aprender cómo evitar cumplir la ley, así que lo seguí estudiando, aunque en el turno de mañana.

»Cuando terminé la carrera, entré en un bufete. Querían que trabajara gratis, así que cogí el listado de parte de sus clientes y les ofrecí mis servicios a mitad de precio. Me demandaron ante el colegio de abogados, aunque lo retiraron en cuanto supieron todo lo que me había conseguido saber sobre ellos el poco tiempo que estuve allí.

»Poco a poco fui ganando clientes y más dinero. No eran los más selectos ni los de mejor reputación, pero su dinero valía igual que el de cualquier otro.

»Tuve poco contacto con mi familia, lo normal, alguna reunión familiar y poco más. Evitaba las comidas navideñas con cualquier excusa. Me inventé una novia que me venía muy bien para librarme de ellas. Aparte de eso, la boda de mi hermano con su novia de siempre. Reconozco que mientras se besaban en el altar disfruté recordando lo que hice.

»La última vez que coincidimos todos fue el año pasado, si se puede decir que estábamos todos. Fue cuando mi madre murió. Mi padre, sentado en una silla, no paraba de llorar. Mi hermano recibía y saludaba a todos los que se habían acercado allí. Algún imbécil intentaba darme un abrazo y cuando me apartaba y se daba cuenta de que era yo, decía que me había confundido con mi hermano. También estaba mi cuñada, tan dulce como siempre, a pesar de las ojeras. En un cochecito de bebé estaba mi sobrino. Había evitado ir a verle cuando nació porque tenía un viaje con otra novia imaginaria, pero allí no pude hacerlo. Se parecía mucho a mí. —Se me escapa otra carcajada—. ¿Podía ser de otra manera?

»Fue allí también donde descubrí lo de la vacuna, la que ha hecho mi hermano, lo habrá visto en las noticias.

»Otro gilipollas vino a darme el pésame pronunciando su nombre. Le dije, que no, que yo era el otro hermano, el que no inventaba vacunas, pero libraba de la cárcel a delincuentes por defectos formales o con pruebas falsas, y me fui de allí.

»Y poco más. Eso es todo.

 Nos quedamos un momento en silencio. Las esposas empiezan a molestarme. Por suerte, tengo contactos en la cárcel. Algún cliente al que conseguí rebajar la condena. No será tan malo como dicen.

—Te lo repito, y déjate de gilipolleces. ¿Por qué has matado a tu hermano?

—Creo que no me he expresado bien. Mi hermano y yo nacimos el 15 de abril de 1993. Éramos gemelos idénticos. —Le miro directamente a los ojos—. Ya no.

Jorge Moreno

Distancia

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@:
Género: Drama
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Distancia.

No recuerdo qué día empezó, solo estoy seguro de que fue en marzo, eso no se nos olvida.

Ese día, abrir la ventana fue un alivio. Asomarnos y oír a nuestros vecinos aplaudir en la oscuridad de la noche, aunque no los viésemos. Saber que no estábamos solos, uniéndonos en un gesto sin intereses, cargado de emoción, con gritos de agradecimiento, con vivas sin colores ni enfrentamientos.

Ilustración de Rosa García

Las ocho se convirtieron en un sinónimo de “ventana”, en un ritual, en darnos cuenta de que no era nuestra película, sino la de todos.

Pasaron unas cuantas “ventanas” cuando cambiaron el horario y se transformó el escenario, como en una obra de teatro cuando tiran de la cuerda y aparece otro fondo. A las ocho de la tarde era de día. Veíamos y nos veían. Nos llenamos de pudor, e incluso algunos nos peinamos.

Fue una explosión de alegría. Oírnos y vernos. Era como decirnos: Era yo, estoy aquí y siempre he estado. Revisaba el edificio de enfrente, recorriendo terraza por terraza, ventana por ventana, como nunca lo había hecho. Hasta entonces, delante de mi casa solo había un edificio. Ahora eran personas. Me sorprendía descubriendo dónde vivía gente que conocía de la calle, y otros a los que no recordaba haber visto nunca.

Enfrente de mi ventana había una familia, una pareja y un niño pequeño. Aplaudían y se movían saludando. ¿A mí? No lo sabía. Eso parecía, pero nos separaban unos cincuenta metros y a esa distancia mi vista no me lo podía asegurar. La cara de él me sonaba, imagino que al igual que la de mucha gente que estuviese tan lejos.

Los días pasaron, asomándome a la ventana a las ocho, recorriendo el edificio de enfrente, encontrando los aplausos de esa familia y… ¿su mirada?

Con los días los aplausos bajaban. La gente ya no se apretujaba en las ventanas, algunas ni siquiera se abrían. Mis vecinos de enfrente estaban siempre, aunque no todos. A veces ella y él, otras, ella y el niño, y otras veces ella sola.

Yo seguía saliendo. Esperaba a las ocho con ilusión, deslizando la ventana para encontrarme con el resto de la gente que salíamos en ese momento.

Un día, la ventana de mis vecinos de enfrente no se abrió. Sentí… ¿pena?, ¿tristeza? Algo así. No sabía por qué todo eso había perdido de repente cualquier sentido.

Pero a las ocho y un minuto, la ventana se deslizó y apareció la mujer, sola, aplaudiendo y mirando hacia mí.

Los siguientes días los aplausos bajaron cada vez más, pero durante cinco minutos, ella y yo aplaudíamos, mirándonos a los ojos. Hubiese deseado que en vez de cincuenta metros hubieran sido dos, para saber si me miraba a mí, o era solo mi imaginación la que lo hacía. Algunos días, aparecía unos momentos el hombre, y otros el niño, pero ella seguía aplaudiendo, con la vista fija… digamos que en mi edificio.

Llegó el calor, cambiaron las ropas. Ya se oía a la gente por las calles, gritando, riendo, y a las ocho de la tarde, al menos dos ventanas se abrían, y aparecían los aplausos y miradas.

No recuerdo cuantos días fueron los que ya solo salíamos los dos, pero sí recuerdo el día de junio en que solo yo abrí la ventana. Aplaudí cinco minutos seguidos, en soledad, con una lágrima que puso fin a la imaginación.

Al día siguiente salí por la tarde a comprar, ya no tenía sentido esperar en casa a las ocho para abrir mi ventana.

Paré en un semáforo, uno de esos en los que ya había que esperar porque habían vuelto los coches. Al otro lado, a unos cinco metros, una pareja y un niño también esperaban.

Si no fuese por la mascarilla, él se podría parecer al vecino de enfrente, aunque al igual que se parecería otra mucha gente que llevase mascarilla.

¿Y ella? ¿Sería ella?
Con la mascarilla no podía saberlo. Incluso, aunque no la llevase, tampoco sabría si era la mujer de la ventana.
La miré a los ojos, con la ingenua esperanza de obtener una respuesta.
Ella me miró.
¿Sería ella? Nunca podría saberlo.
El semáforo se puso verde, pero al contrario del hombre y el niño, ella no se movió. Siguió mirando al frente.

Ilustración de Rosa García

Entonces empezó a aplaudir.
Yo también.
Nadie lo vio, pero los dos sonreíamos.

Jorge Moreno.