Autor@: Vicente Mateo Serra
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Negro
Rating: + 18 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Pulp Fogtion.
EL ENCARGO
No fue buena idea hacer caso a aquel fulano. Su olfato de perdedor se lo decía y aun así aceptó el encargo. ¿Qué podía hacer? Llevaba la soga al cuello de por vida debido a diversas deudas, y aquella parecía una buena oportunidad para salir del atolladero. Hacía un año se había involucrado en un asunto feo que resultó ser un fracaso, uno más en su largo expediente. Desde entonces la desesperación le iba consumiendo, y se dejaba caer por los garitos de más baja estofa en busca de trabajillos de poca monta que le permitieran ir saliendo del paso; pero estaba siempre contra las cuerdas y a ese ritmo jamás bajaría del ring. Habituado a perder, siempre puesto hasta las cejas, bien de alcohol, bien de drogas; siempre en estado febril, sudoroso, como si ardiese en el infierno. Ese sería su final si seguía así.
Una noche, en uno de esos locales donde las luces brillan por su ausencia salvo las rojas que alumbran sinuosas curvas bailarinas sobre una barra, un fulano vestido con traje negro barato, corbata estrecha a juego y camisa blanca, se le acercó y le calzó, sin más, un pitillo en uno de los huecos de la nariz. El pobre diablo salió de su trance dando un brinco y no entabló de inmediato una pelea contra aquel tipo porque vio que el pitillo eran mil pavos mal enrollados, cosa que captó su atención más que el cuerpo de la muchacha que andaba (o bailaba) (o se desnudaba) justo a la altura de sus cabezas.
Aquello olía a dinero fácil, así que acabó aceptando el encargo que aquel tipo le propuso en aquel ambiente embriagado de cerveza, entre rayas de coca y rodeado de sensuales mujeres. Pero aquel primer contacto dio pie a todo un embrollo del que Jimmy salió mal parado. Y sabe que actuó mal, que metió la pata, y que se excedió de los límites aunque los límites ya venían sobrepasados, porque aquel asunto olía a mierda de las gordas desde el principio. A pesar de eso Jimmy jamás hubiera pensado que fuese a tomar tales proporciones y es que hay terrenos donde no hay que pisar salvo si eres el Diablo o si has pactado con él, y en todo caso, si se quiere cruzar la delgada línea, hay que hacerlo con cautela, pisando siempre sobre las baldosas amarillas hasta llegar a Oz para pedir, arrepentido, un deseo: abandonar, rechazar aquel encargo (o pacto) maldito. Pero eso ya parecía imposible, aunque él pensó que tendría la última palabra. Y no sólo no pisó sobre las baldosas amarillas, sino que también meó fuera del tiesto. Lo que ocurrió es que él mismo puso un petardo en la mierda y, al explotar, sólo le salpicó a él. Quizá se lo tenía merecido.
Y por esa razón, ahora se encontraba huyendo a toda la velocidad que aquel taxi que había robado le permitía, sin más acompañamiento que los chirridos de la carrocería, el ruido del motor y los remordimientos de su conciencia además del cuerpo que había dejado inconsciente en el maletero junto al maletín que se había agenciado, motivo por el cual se hallaba en esa situación. Su contenido era tan valioso que era un crimen esconderlo allí porque sería el primer sitio donde miraría, pero la huida fue precipitada y no tuvo tiempo de pensar nada mejor. Y no era algo que pudiese llevar puesto porque no le pertenecía, ya no. Así que lo dejó atrás y se puso al volante como un loco.
Usar un taxi para huir no es la mejor idea para salir de la ciudad tras un robo, ya que su típico color amarillo le delataría en cualquier localidad que fuese. Era una más de las calamitosas decisiones de Jimmy, aunque tampoco tuvo muchas más opciones. Ahora mismo no pensaba en eso sino en acelerar.
El calor era sofocante. Era extraño pero siempre le acompañaba ese calor que le empapaba la ropa de sudor y le producía agobios, y esa vez, cómo no, ocurría lo mismo. Eso, junto a las drogas que le consumían por dentro día a día, era una combinación explosiva.
Tenía los ojos desorbitados, puestos más sobre el retrovisor que hacia adelante, y por más que mirase no conseguía alcanzar a ver ningún coche tras él debido al espeso manto de niebla que se había extendido sobre la carretera, pero estaba seguro que aquel tipo no se iba a quedar parado y le perseguiría.
ESMERALDA
Esmeralda Villalobos salió del taxi por la puerta de atrás, es decir, por el maletero. Le costó lo suyo ya que tenía los huesos entumecidos. Se hallaba desconcertada, en medio del bosque y con un manto de niebla que la rodeaba. Además, hacía frío y para una latina como ella eso era algo que no llevaba nada bien. Se preguntó cómo había llegado hasta allí, y para colmo dentro de un maletero. ¿La habían secuestrado? ¿Por qué a ella si sólo era una humilde taxista que intentaba ganarse la vida honradamente? Bien es cierto que en ocasiones hacía sus triquiñuelas con el taxímetro y en otras servía de plan de escape para boxeadores de tres al cuarto que no cumplían con su parte del trato en combates amañados, pero eso no era motivo suficiente para un secuestro. Eso pensaba.
Pero esa duda se desvaneció en segundos porque sus ideas fueron aclarándose poco a poco y al instante recordó a su agresor, aquel enclenque cabronazo yonki (ahora lo recordaba bien, colocado hasta arriba) que la había golpeado en la cabeza con algo lo suficientemente duro como para dejarla inconsciente. Acertó a pensar que no había sido un secuestro sino una huida; lo dedujo porque recordó también que ya había despertado una primera vez dentro del maletero pero con el coche en marcha, y por el ajetreo y los golpes que iba recibiendo justo donde se encontraba ella, en la parte trasera, recibidos seguramente por otro coche, adivinó que se trataba de una persecución y que viajaban a gran velocidad. Hasta que de repente notó un golpe brusco. Seguramente en ese momento volvió a perder el sentido porque a partir de ahí ya no recordó nada más.
Y ahora veía su taxi, de típico color amarillo, lleno de arañazos y abolladuras; estaba golpeado por todas partes y estampado contra un árbol con una fea cicatriz en el morro. Eso la convenció de que estaba en lo cierto. Por fortuna para ella, debido al accidente y los golpes contra los árboles se abrió una pequeña rendija en la puerta del maletero por la cual pudo hacer palanca y salir.
Vio las huellas de los neumáticos que se perdían en la niebla, si las seguía llegaría a la carretera y sólo sería cuestión de tiempo que pasara alguien que la llevase a algún lugar civilizado, donde pondría una denuncia y volvería a casa dando gracias a Dios por salir airosa de aquel percance. Ahora Esmeralda era una persona creyente y no quería complicaciones. Había tenido un pasado turbulento antes de que el reverendo Samuel la encauzase por “el camino del hombre recto”. Y cuando vio el reguero de sangre que se adentraba en el bosque se dio cuenta de que pertenecía al cobarde que la había agredido y abandonado en el maletero durante horas, casi a la intemperie, perdida en aquel bosque; así que decidió coger la dirección opuesta: el camino hecho por los neumáticos que la llevaría a la carretera.
Puesto que hacía frío volvió al maletero en busca de su abrigo, donde también vio un maletín que había viajado con ella pero que no le pertenecía. ¿Qué contendría? Trató de abrirlo pero no pudo. No era momento de perder el tiempo con eso, ya lo abriría en otra ocasión. Pensó que a lo mejor, después de todo, iba a salir ganando.
Volvió a la parte delantera del taxi para coger su revólver que guardaba en la guantera. Para abrirla tuvo que extraer las llaves del contacto, y al hacerlo se apagaron las luces del coche. Le costó un rato adaptarse a la oscuridad, pero cuando lo hizo cogió el revólver y comenzó su marcha hacia la carretera.
LA PERSECUCIÓN
La niebla era intensa y no dejaba atisbar más allá de dos o tres metros. Tan sólo árboles y alrededor de ellos sólo el gris en la noche que se confundía con el humo del motor del taxi empotrado contra uno de los árboles del bosque. Aquello no parecía un accidente como otro cualquiera, ya que el vehículo se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera. Demasiado lejos. Por la ladera que discurría hasta la zona del accidente se apreciaban los surcos dejados por los neumáticos mezclados con los restos de arbustos aplastados, y cortezas arrancadas de los troncos de los árboles.
El olor a gasolina que impregnaba el ambiente le despertó recordando cómo empezó todo, aquella noche en la que el mismísimo Satanás vestido con un arrugado traje negro, corbata a juego y camisa blanca le hizo oler el dinero en un pitillo enrollado. Despertó sumido en esa pesadilla, empapado en sudor (como era habitual), y también en sangre (no tan habitual). Dedujo que había sufrido un accidente, de ahí la sangre que manaba de su cabeza y que además alcanzaba el volante y había puesto perdido el interior del coche y el parabrisas, que ahora veía también hecho añicos. Poco a poco iba haciéndose cargo de la situación y el tremendo dolor de cabeza se lo confirmó. Pero no sabría decir cuánto tiempo estuvo inconsciente ni cuánto tiempo había estado huyendo, quizá dos o tres horas en total porque ya había anochecido. Le alivió verse en ese estado, ya que peor hubiese sido que le cazase aquel tipo. Aquello no era nada, comparado con lo que podía haber llegado a sufrir. Y es que jamás nadie daría crédito a su historia si conseguía escapar y contársela a alguien.
Consiguió salir del coche tras comprobar que, milagrosamente, no tenía nada roto salvo la brecha en la cabeza de la que manaba sangre sin cesar; quizá Dios se había puesto de su parte por una vez en la vida, justo en el momento más oportuno. Quiso pensar en cómo había ocurrido el accidente. No estaba seguro de si se había salido de la carretera al quedarse inconsciente debido a las drogas que había consumido y que ahora necesitaba más que nunca, o se quedó dormido fruto del cansancio. O quizá fue algo peor. Sí, fue eso, algo peor.
Al ver los faros encendidos le vino a la mente el momento en el que, tras largo tiempo conduciendo por aquella carretera solitaria, vio acercarse, progresivamente, lo que en principio eran dos faros y que conforme iba estando más próximo comprobó que se trataba de un coche tuerto con una sola luz encendida y la otra a medias. ¡Vaya imagen!, como un pirata con parche en el ojo presto al abordaje, o como un sádico en esa noche gris de niebla, guiñándole el ojo con el faro roto mientras decía: “Ya estoy aquí…”.
Desde que salió a la carretera no se había cruzado con ningún alma al volante, cosa que, con el transcurrir de las horas, le había dado cierta tranquilidad. Dejó de pensar que le perseguían, se olvidó, y cayó en cierto sopor, en el que no andaba dormido ni tampoco despierto del todo, sino que se hallaba en un duermevela que absorbía sus pensamientos, de los cuales muchos no quería recordar. Tampoco podía escapar de ellos, ahí estaban, repiqueteando como campanadas a media noche… en la hora de las brujas y también de los fantasmas… como aquel que iba tras él, con un ojo encendido y otro no, a gran velocidad y acercándose cada vez más.
Jimmy se puso en alerta de un brinco, como un resorte se reincorporó en el asiento y apretó el acelerador todo lo que daba de sí aquel trasto.
La carretera atravesaba un frondoso bosque del cual escapaban hileras de árboles de robusta envergadura que escoltaban a la carretera por ambos lados, y era interrumpida de vez en cuando por algún camino secundario que llevaba a granjas abandonadas o semiabandonadas pero ocupadas por gentes fuera de la ley que habían encontrado amparo en aquellos parajes donde nadie los buscaba ni ellos se dejaban encontrar. Vivían de pequeños saqueos y a las autoridades locales les era más fácil tenerlos controlados en esas zonas que ir tras ellos, por lo que hacían la vista gorda. No tenían buena fama, ni unos ni otros, así que lo mejor era ignorarse mutuamente y todos tan felices. O al menos eso es lo que pensaba la gente.
Los dos automóviles cada vez estaban más cerca, el del ojo tuerto acosaba al taxi, y Jimmy apenas podía controlar su coche. Habían alcanzado gran velocidad, los neumáticos echaban chispas y la carretera comenzaba a serpentear, lo cual complicaba la conducción.
El coche fantasma se aproximaba y embestía con su morro contra el parachoques trasero del primero. Las sacudidas eran cada vez más virulentas. A Jimmy le faltaba tiempo para reaccionar con cada golpe, hasta que llegaron a un punto donde la carretera tomaba una curva cerrada y Jimmy no pudo verla debido a la espesa niebla. Quitando los dos escasos metros de claridad delante de él, el resto era noche gris y confusión. La curva llegó de repente y fue como una atracción de feria: el coche salió volando alrededor de cinco metros ladera abajo hasta dar contra el suelo, momento en que Jimmy recuperó la respiración. A partir de ahí fue una carrera frenética sin control por enderezar el rumbo, pero el automóvil había tomado demasiada velocidad y fue misión imposible, se había adentrado en el bosque atravesando arbustos, plantas y cualquier cosa en su camino. Tras chocar lateralmente con varios árboles fue a parar bruscamente contra el que lo frenó frontalmente. Y entonces todo quedó en calma.
EL JUEGO
Los dos hombres viajaban con las luces apagadas, conocían el terreno y no les causaba ningún problema. Sabían muy bien lo que hacían y lo que hacían era un juego perverso del gato y el ratón. Ellos eran el gato, o el lobo en ocasiones, y andaban por la carretera durante kilómetros en busca de caperucitas: otros vehículos que circulaban por la misma carretera. Cuando los veían encendían las luces y los perseguían a gran velocidad. Uno de los faros fallaba, lo cual daba al asunto un punto más aterrador, y eso es lo que pretendían: asustar a los otros conductores, divertirse un rato y después, ya verían.
Algunas noches se reunían para beber y echar unas partidas: la cosa iba a más y cuando eso ocurría, ciegos de alcohol, salían de caza. Primero era el juego: la búsqueda, la persecución… Los acosaban, los embestían, golpeaban sus vehículos y los aterrorizaban. Después, o bien les robaban o bien lo otro.
Aquella noche era propicia ya que la niebla era un ingrediente muy oportuno en su macabro juego, pero no todo había ido bien hasta ese momento: se les había escapado una presa y eso no solía ocurrir y si ocurría era un problema porque estaba la posibilidad de que los denunciasen y eso los pondría en un aprieto.
Entre latas de cerveza y cajas de pizza iban conduciendo mientras discutían, aunque el tarado no hablaba, sólo lloraba bajo la careta de cuero que le escondía la cara. Era Zed quien se cagaba en sus muertos e insistía una y otra vez en que se callase o le dejaría tirado en la cuneta. Se les había complicado la noche, insistieron tanto con aquel taxi que el juego se les fue de las manos.
El tarado no dejaba de llorar y gemir y Zed estaba cada vez más nervioso. La tensión iba en aumento al igual que la velocidad, así que cuando apareció el cuerpo de una mujer en la carretera agitando los brazos pidiendo auxilio a punto estuvo de llevársela por delante. La niebla no le dejaba ver mucho, por eso la mujer apareció de improviso. Esmeralda tuvo que echarse a un lado rápidamente y rodar por el suelo para no ser atropellada.
Cuando se levantó vio cómo el coche frenaba y daba la vuelta. Estaba de suerte, la habían visto y volvían a por ella. Pero se equivocaba, en parte.
Zed estaba como loco: desquiciado por culpa del tarado y fustrado porque se le había escapado una víctima, además de borracho. Así que quiso pagar sus fustraciones con aquella mujer que se le apareció como caída del cielo: dio la vuelta, encendió las luces, aceleró y fue a por ella.
Esmeralda se vio deslumbrada por el único faro del coche tuerto y vio cómo este se abalanzaba sobre ella, pero pasó de largo aunque lo suficientemente cerca como para tirarla al suelo. El coche derrapó detrás de ella mientras rugía el motor y rechinaban las ruedas sobre el asfalto.
De nuevo se repitió la situación, el coche volvió a hacer una pasada veloz muy cerca de Esmeralda, que volvió a caer al suelo. No comprendía la actitud de aquel coche de policía, o mejor dicho, de su conductor. Cuando lo vio se sintió aliviada porque pensó que había encontrado la ayuda que necesitaba, pero aquello se había convertido en una pesadilla. Intentó levantarse como pudo para huir pero el coche patrulla había reaccionado rápidamente y le cortó el paso frenando bruscamente, lo que hizo que el tarado se golpeara la cabeza y quedara inconsciente. Esmeralda se sintió acorralada, Zed salió del coche… Ya sólo quedaban Caperucita y el lobo, pero Caperucita llevaba un revólver y no le tembló el pulso a la hora de usarlo, y con un disparo certero en la cabeza de Zed se acabó la amenaza.
Cuando Esmeralda se recuperó se dio cuenta de lo que había hecho: había disparado a un policía. No les resultaría difícil atar cabos en las investigaciones, con su taxi de por medio y la bala del calibre de su revólver. Y nadie creería su historia porque ella era una chica latina y el otro no dejaba de ser un policía… muerto.
Además, estaba el maletín con el que pensaba huir. No sabía lo que contenía, ya lo averiguaría más tarde, pero algo gordo debía de ser para formarse aquel revuelo. A fin de cuentas puede que hasta saliese ganando… o no.
EL BOSQUE
Y ahora, ¿dónde iría? ¡Qué más daba! Comenzó a caminar alejándose de la claridad que le proporcionaban los faros del coche. La luna poco podía hacer por alumbrarle, ya que era una pequeña grieta blanca en la noche, casi imperceptible debido a la niebla, al igual que los árboles a su alrededor, a los que iba descubriendo conforme caminaba. Además, los encontraba todos iguales, y es que así eran: un bosque de coníferas cortadas por el mismo patrón. Había que ser un experto en el terreno para guiarse por allí y Jimmy no lo era, por lo que el panorama que tenía ante él no era muy alentador, pero menos lo era el que había dejado atrás, así que continuó su marcha pensando en que, tarde o temprano, encontraría algo, no sabía muy bien qué pero le aliviaba pensarlo. Seguro que algo que le ayudaría a salvar esa noche y ponerse a resguardo.
Cuando ya había andado un buen rato se dio cuenta de que los faros encendidos del coche podrían desvelar a su perseguidor el lugar del accidente. No cayó antes en ese detalle ya que estaba bastante alterado debido al impacto, con una brecha que sangraba en la cabeza y sumido bajo los efectos de las drogas. ¡Qué idiota! Aquello le iba a pesar durante la caminata. Aunque a decir verdad, no sabía qué había sido del pirata tuerto, si había corrido la misma suerte y se encontraba accidentado en otra parte del bosque o incluso en la carretera, o si le había perdido la pista y se había largado; pero no pensaba retroceder para comprobarlo ni volver para apagar las luces. Correría ese riesgo.
Del remolino de pensamientos que azotaba su mente el que destacaba entre todos era el de salir de allí y alejarse cuanto más mejor.
Anduvo durante bastante tiempo, no sabría decir cuánto, pero todo le parecía igual: los mismos árboles por todas partes, y esa niebla espesa que los difuminaba. Por fin llegó a un punto en el que los árboles parecían estar más distanciados y donde cambiaba ligeramente la pendiente del terreno. Empezaba a animarse, quizá encontraría algo diferente: un camino, una casa… Pero la ilusión duró poco porque de nuevo los árboles empezaron a rodearle y volvía a estar en la misma situación. Ya no sabía qué hacer más que andar para entrar en calor. Si paraba a descansar sería peor porque la noche era fría y no lo iba a pasar muy bien.
Ya habían pasado al menos dos horas. A esas alturas ya no pensaba en su perseguidor, ahora tenía otro objetivo que era el de salir de ese bosque. Empezó a calmarse pensando en que si no lo hacía pronto siempre podría esperar a que amaneciese y entonces le sería más fácil orientarse.
Pero para eso aún quedaba mucho, así que de momento no le quedaba más remedio que buscar una salida a ese laberinto y para ello no tenía otra más que andar, andar, andar…
De repente tropezó con algo metálico que le hizo perder equilibrio y caer al suelo. Cuando vio el objeto detenidamente un mal presentimiento le abatió… ¡No se lo podía creer! Miró a su alrededor y entre la niebla logró distinguir el color amarillo del taxi con el que había huido empotrado contra un tronco. El objeto metálico era parte del parachoques que se desprendió por los impactos contra los árboles. ¡Había vuelto al punto de partida! La desdicha le perseguía. Había andado desorientado durante horas, soportando el frío y la niebla, para volver al mismo sitio. Cosa inútil. Y para colmo las luces del coche estaban apagadas. Pensó que se habría agotado la batería, pero cuando vio que las llaves tampoco estaban se puso en alerta.
Fue entonces cuando escuchó el disparo que rasgó su alma ya de por sí quebrantada. Inmediatamente le vino a la mente el fulano del traje barato. Probablemente habría estado allí hace poco, habría encontrado el coche y ahora estaría en su búsqueda. Seguramente escuchó el ruido al tropezar con el parachoques, lo cual indicaba que no andaba muy lejos.
Presa del pánico salió corriendo de allí, sin saber hacia dónde. No importaba, todo era lo mismo: niebla y árboles. Corrió todo lo que pudo y más, hasta que el corazón le pidió un respiro. Entonces se apoyó en un árbol, jadeante, esperando no sabía muy bien qué mientras recobraba el aliento: esperando escuchar otro disparo, seguramente. Pero ya no se escuchó nada más.
LA CASA
La noche estaba llegando a su fin y se vislumbraban los primeros albores del amanecer. Había transcurrido una hora desde que se produjo el disparo y ahora parecía como si nada hubiera ocurrido en aquel frondoso bosque.
Aunque la niebla ya no era tan espesa como antes, aquella casa apareció ante él sin previo aviso: ni un vallado, ni una señal de propiedad privada, ni un camino que le llevará hasta allí. Apareció sin más de la nada. Era gris o así la tintaba la niebla, y era una construcción de madera de dos pisos, con porche en la entrada y tejado a dos aguas. Se quedó un rato parado contemplándola. Tenía un aspecto siniestro. Seguro que de día sería otra cosa.
A pesar del aspecto era una buena noticia para Jimmy porque esperaba encontrar alguien dentro que le pudiese ayudar aunque, a decir verdad, no había ni una luz encendida ni se oía nada en el interior. Algo comprensible a esas horas de la noche. Si vivía alguien dentro en esos momentos estaría durmiendo. Jimmy esperaba que quien fuese no se tomase a mal que le despertara tan tarde. No sabía lo que se iba a encontrar, pero seguro no sería tan malo como lo que le perseguía.
Los efectos de las drogas ya se habían evaporado y el pánico que antes le alteraba había desaparecido al ver su posible salvación frente a él.
Pero quien nace perdedor lo es para toda su vida, hasta el final, y Jimmy lo era y su final estaba cerca.
Lo que ocurrió fue que al caminar hacia la casa pisó una de las trampas para osos que los dueños habían colocado estratégicamente para protegerse y no de los osos precisamente, sino de los hombres. Eran marginados, proscritos, gente fuera de la ley y del sistema. Ese era su mundo y renegaban de la sociedad porque la sociedad los había expulsado. Habían formado su propia comunidad y rechazaban las visitas, por eso habían rodeado la casa de trampas como aquella.
A la herida de la cabeza se le unía la herida en la pierna. Si no abría la trampa y conseguía frenar la hemorragia moriría desangrado, pero él era un yonki enclenque y estaba agotado. No tenía fuerzas para abrirla por lo que empezó a dar voces desesperadamente con la idea de que alguien de la casa le escuchase y saliese para ayudarle.
Era imposible que alguien oyera sus gritos en esa casa porque estaban todos muertos. Los había matado el tarado uno a uno, pero con delicadeza, porque eran su familia. Y aun así cuidaba de ellos: los sentaba a la mesa, afeitaba a su padre todas las mañanas, los acostaba a la hora de dormir incluso los aseaba y les lavaba la ropa. Pero esto Jimmy no lo podía imaginar, ni conocía al tarado, hasta que se presentó ante él. Y entonces Jimmy gritó más que nunca. Porque la presencia del tarado imponía: era un gigante de dos metros con mentalidad de un niño de dos años, vestido con traje de servidumbre sadomasoquista y careta de cuero.
Cuando el tarado recobró la consciencia debido al golpe en la cabeza, contempló el panorama que tenía frente a él: el coche de policía atravesado en mitad de la carretera donde se veían las marcas de los neumáticos desgastados por los derrapes, y junto al coche el cuerpo sin vida de Zed, que se desangraba formando un gran charco. Lloró y huyó despavorido de allí en busca de su familia y cuando estaba llegando a su hogar fue cuando escuchó los gritos de auxilio de Jimmy, que estaba tirado en el suelo sin poder moverse, con una pierna inservible.
El tarado se agachó frente a él y lo alzó en el aire como quien levanta una pluma, se lo cargó al hombro, y se dirigió al interior de la casa.
Jimmy no daba crédito a lo que estaba ocurriendo: había conseguido engañar al mismísimo Diablo para nada; para terminar víctima de aquel gigante retrasado. Le dolía en el alma cómo su vida había sido una desdicha constante, repleta de infortunios y calamidades: un perdedor.
El tarado cerró la puerta tras él, y durante un rato continuaron escuchándose los gritos desesperados de Jimmy.
Vicente Mateo Serra