Pulp Fogtion

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Corrector@: 

Género: Negro

Rating: + 18 años

Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 

Pulp Fogtion.

EL ENCARGO

No fue buena idea hacer caso a aquel fulano. Su olfato de perdedor se lo decía y aun así aceptó el encargo. ¿Qué podía hacer? Llevaba la soga al cuello de por vida debido a diversas deudas, y aquella parecía una buena oportunidad para salir del atolladero. Hacía un año se había involucrado en un asunto feo que resultó ser un fracaso, uno más en su largo expediente. Desde entonces la desesperación le iba consumiendo, y se dejaba caer por los garitos de más baja estofa en busca de trabajillos de poca monta que le permitieran ir saliendo del paso; pero estaba siempre contra las cuerdas y a ese ritmo jamás bajaría del ring. Habituado a perder, siempre puesto hasta las cejas, bien de alcohol, bien de drogas; siempre en estado febril, sudoroso, como si ardiese en el infierno. Ese sería su final si seguía así.

Una noche, en uno de esos locales donde las luces brillan por su ausencia salvo las rojas que alumbran sinuosas curvas bailarinas sobre una barra, un fulano vestido con traje negro barato, corbata estrecha a juego y camisa blanca, se le acercó y le calzó, sin más, un pitillo en uno de los huecos de la nariz. El pobre diablo salió de su trance dando un brinco y no entabló de inmediato una pelea contra aquel tipo porque vio que el pitillo eran mil pavos mal enrollados, cosa que captó su atención más que el cuerpo de la muchacha que andaba (o bailaba) (o se desnudaba) justo a la altura de sus cabezas.

Aquello olía a dinero fácil, así que acabó aceptando el encargo que aquel tipo le propuso en aquel ambiente embriagado de cerveza, entre rayas de coca y rodeado de sensuales mujeres. Pero aquel primer contacto dio pie a todo un embrollo del que Jimmy salió mal parado. Y sabe que actuó mal, que metió la pata, y que se excedió de los límites aunque los límites ya venían sobrepasados, porque aquel asunto olía a mierda de las gordas desde el principio. A pesar de eso Jimmy jamás hubiera pensado que fuese a tomar tales proporciones y es que hay terrenos donde no hay que pisar salvo si eres el Diablo o si has pactado con él, y en todo caso, si se quiere cruzar la delgada línea, hay que hacerlo con cautela, pisando siempre sobre las baldosas amarillas hasta llegar a Oz para pedir, arrepentido, un deseo: abandonar, rechazar aquel encargo (o pacto) maldito. Pero eso ya parecía imposible, aunque él pensó que tendría la última palabra. Y no sólo no pisó sobre las baldosas amarillas, sino que también meó fuera del tiesto. Lo que ocurrió es que él mismo puso un petardo en la mierda y, al explotar, sólo le salpicó a él. Quizá se lo tenía merecido.

Y por esa razón, ahora se encontraba huyendo a toda la velocidad que aquel taxi que había robado le permitía, sin más acompañamiento que los chirridos de la carrocería, el ruido del motor y los remordimientos de su conciencia además del cuerpo que había dejado inconsciente en el maletero junto al maletín que se había agenciado, motivo por el cual se hallaba en esa situación. Su contenido era tan valioso que era un crimen esconderlo allí porque sería el primer sitio donde miraría, pero la huida fue precipitada y no tuvo tiempo de pensar nada mejor. Y no era algo que pudiese llevar puesto porque no le pertenecía, ya no. Así que lo dejó atrás y se puso al volante como un loco.

Usar un taxi para huir no es la mejor idea para salir de la ciudad tras un robo, ya que su típico color amarillo le delataría en cualquier localidad que fuese. Era una más de las calamitosas decisiones de Jimmy, aunque tampoco tuvo muchas más opciones. Ahora mismo no pensaba en eso sino en acelerar.

El calor era sofocante. Era extraño pero siempre le acompañaba ese calor que le empapaba la ropa de sudor y le producía agobios, y esa vez, cómo no, ocurría lo mismo. Eso, junto a las drogas que le consumían por dentro día a día, era una combinación explosiva.

Tenía los ojos desorbitados, puestos más sobre el retrovisor que hacia adelante, y por más que mirase no conseguía alcanzar a ver ningún coche tras él debido al espeso manto de niebla que se había extendido sobre la carretera, pero estaba seguro que aquel tipo no se iba a quedar parado y le perseguiría.

ESMERALDA

Esmeralda Villalobos salió del taxi por la puerta de atrás, es decir, por el maletero. Le costó lo suyo ya que tenía los huesos entumecidos. Se hallaba desconcertada, en medio del bosque y con un manto de niebla que la rodeaba. Además, hacía frío y para una latina como ella eso era algo que no llevaba nada bien. Se preguntó cómo había llegado hasta allí, y para colmo dentro de un maletero. ¿La habían secuestrado? ¿Por qué a ella si sólo era una humilde taxista que intentaba ganarse la vida honradamente? Bien es cierto que en ocasiones hacía sus triquiñuelas con el taxímetro y en otras servía de plan de escape para boxeadores de tres al cuarto que no cumplían con su parte del trato en combates amañados, pero eso no era motivo suficiente para un secuestro. Eso pensaba.

Pero esa duda se desvaneció en segundos porque sus ideas fueron aclarándose poco a poco y al instante recordó a su agresor, aquel enclenque cabronazo yonki (ahora lo recordaba bien, colocado hasta arriba) que la había golpeado en la cabeza con algo lo suficientemente duro como para dejarla inconsciente. Acertó a pensar que no había sido un secuestro sino una huida; lo dedujo porque recordó también que ya había despertado una primera vez dentro del maletero pero con el coche en marcha, y por el ajetreo y los golpes que iba recibiendo justo donde se encontraba ella, en la parte trasera, recibidos seguramente por otro coche, adivinó que se trataba de una persecución y que viajaban a gran velocidad. Hasta que de repente notó un golpe brusco. Seguramente en ese momento volvió a perder el sentido porque a partir de ahí ya no recordó nada más.

Y ahora veía su taxi, de típico color amarillo, lleno de arañazos y abolladuras; estaba golpeado por todas partes y estampado contra un árbol con una fea cicatriz en el morro. Eso la convenció de que estaba en lo cierto. Por fortuna para ella, debido al accidente y los golpes contra los árboles se abrió una pequeña rendija en la puerta del maletero por la cual pudo hacer palanca y salir.

Vio las huellas de los neumáticos que se perdían en la niebla, si las seguía llegaría a la carretera y sólo sería cuestión de tiempo que pasara alguien que la llevase a algún lugar civilizado, donde pondría una denuncia y volvería a casa dando gracias a Dios por salir airosa de aquel percance. Ahora Esmeralda era una persona creyente y no quería complicaciones. Había tenido un pasado turbulento antes de que el reverendo Samuel la encauzase por “el  camino del hombre recto”. Y cuando vio el reguero de sangre que se adentraba en el bosque se dio cuenta de que pertenecía al cobarde que la había agredido y abandonado en el maletero durante horas, casi a la intemperie, perdida en aquel bosque; así que decidió coger la dirección opuesta: el camino hecho por los neumáticos que la llevaría a la carretera.

Puesto que hacía frío volvió al maletero en busca de su abrigo, donde también vio un maletín que había viajado con ella pero que no le pertenecía. ¿Qué contendría? Trató de abrirlo pero no pudo. No era momento de perder el tiempo con eso, ya lo abriría en otra ocasión. Pensó que a lo mejor, después de todo, iba a salir ganando.

Volvió a la parte delantera del taxi para coger su revólver que guardaba en la guantera. Para abrirla tuvo que extraer las llaves del contacto, y al hacerlo se apagaron las luces del coche. Le costó un rato adaptarse a la oscuridad, pero cuando lo hizo cogió el revólver y comenzó su marcha hacia la carretera.

LA PERSECUCIÓN

La niebla era intensa y no dejaba atisbar más allá de dos o tres metros. Tan sólo árboles y alrededor de ellos sólo el gris en la noche que se confundía con el humo del motor del taxi empotrado contra uno de los árboles del bosque. Aquello no parecía un accidente como otro cualquiera, ya que el vehículo se encontraba a unos cuatrocientos metros de la carretera. Demasiado lejos. Por la ladera que discurría hasta la zona del accidente se apreciaban los surcos dejados por los neumáticos mezclados con los restos de arbustos aplastados, y cortezas arrancadas de los troncos de los árboles.

El olor a gasolina que impregnaba el ambiente le despertó recordando cómo empezó todo, aquella noche en la que el mismísimo Satanás vestido con un arrugado traje negro, corbata a juego y camisa blanca le hizo oler el dinero en un pitillo enrollado. Despertó sumido en esa pesadilla, empapado en sudor  (como era habitual), y también en sangre (no tan habitual). Dedujo que había sufrido un accidente, de ahí la sangre que manaba de su cabeza y que además alcanzaba el volante y había puesto perdido el interior del coche y el parabrisas, que ahora veía también hecho añicos. Poco a poco iba haciéndose cargo de la situación y el tremendo dolor de cabeza se lo confirmó. Pero no sabría decir cuánto tiempo estuvo inconsciente ni cuánto tiempo había estado huyendo, quizá dos o tres horas en total porque ya había anochecido. Le alivió verse en ese estado, ya que peor hubiese sido que le cazase aquel tipo. Aquello no era nada, comparado con lo que podía haber llegado a sufrir. Y es que jamás nadie daría crédito a su historia si conseguía escapar y contársela a alguien.

Consiguió salir del coche tras comprobar que, milagrosamente, no tenía nada roto salvo la brecha en la cabeza de la que manaba sangre sin cesar; quizá Dios se había puesto de su parte por una vez en la vida, justo en el momento más oportuno. Quiso pensar en cómo había ocurrido el accidente. No estaba seguro de si se había salido de la carretera al quedarse inconsciente debido a las drogas que había consumido y que ahora necesitaba más que nunca, o se quedó dormido fruto del cansancio. O quizá fue algo peor. Sí, fue eso, algo peor.

Al ver los faros encendidos le vino a la mente el momento en el que, tras largo tiempo conduciendo por aquella carretera solitaria, vio acercarse, progresivamente, lo que en principio eran dos faros y que conforme iba estando más próximo comprobó que se trataba de un coche tuerto con una sola luz encendida y la otra a medias. ¡Vaya imagen!, como un pirata con parche en el ojo presto al abordaje, o como un sádico en esa noche gris de niebla, guiñándole el ojo con el faro roto mientras decía: “Ya estoy aquí…”.

Desde que salió a la carretera no se había cruzado con ningún alma al volante, cosa que, con el transcurrir de las horas, le había dado cierta tranquilidad. Dejó de pensar que le perseguían, se olvidó, y cayó en cierto sopor, en el que no andaba dormido ni tampoco despierto del todo, sino que se hallaba en un duermevela que absorbía sus pensamientos, de los cuales muchos no quería recordar. Tampoco podía escapar de ellos, ahí estaban, repiqueteando como campanadas a media noche… en la hora de las brujas y también de los fantasmas… como aquel que iba tras él, con un ojo encendido y otro no, a gran velocidad y acercándose cada vez más.

Jimmy se puso en alerta de un brinco, como un resorte se reincorporó en el asiento y apretó el acelerador todo lo que daba de sí aquel trasto.

La carretera atravesaba un frondoso bosque del cual escapaban hileras de árboles de robusta envergadura que escoltaban a la carretera por ambos lados, y era interrumpida de vez en cuando por algún camino secundario que llevaba a granjas abandonadas o semiabandonadas pero ocupadas por gentes fuera de la ley que habían encontrado amparo en aquellos parajes donde nadie los buscaba ni ellos se dejaban encontrar. Vivían de pequeños saqueos y a las autoridades locales les era más fácil tenerlos controlados en esas zonas que ir tras ellos, por lo que hacían la vista gorda. No tenían buena fama, ni unos ni otros, así que lo mejor era ignorarse mutuamente y todos tan felices. O al menos eso es lo que pensaba la gente.

Los dos automóviles cada vez estaban más cerca, el del ojo tuerto acosaba al taxi, y Jimmy apenas podía controlar su coche. Habían alcanzado gran velocidad, los neumáticos echaban chispas y la carretera comenzaba a serpentear, lo cual complicaba la conducción.

El coche fantasma se aproximaba y embestía con su morro contra el parachoques trasero del primero. Las sacudidas eran cada vez más virulentas. A Jimmy le faltaba tiempo para reaccionar con cada golpe, hasta que llegaron a un punto donde la carretera tomaba una curva cerrada y Jimmy no pudo verla debido a la espesa niebla. Quitando los dos escasos metros de claridad delante de él, el resto era noche gris y confusión. La curva llegó de repente y fue como una atracción de feria: el coche salió volando alrededor de cinco metros ladera abajo hasta dar contra el suelo, momento en que Jimmy recuperó la respiración. A partir de ahí fue una carrera frenética sin control por enderezar el rumbo, pero el automóvil había tomado demasiada velocidad y fue misión imposible, se había adentrado en el bosque atravesando arbustos, plantas y cualquier cosa en su camino. Tras chocar lateralmente con varios árboles fue a parar bruscamente contra el que lo frenó frontalmente. Y entonces todo quedó en calma.

EL JUEGO

Los dos hombres viajaban con las luces apagadas, conocían el terreno y no les causaba ningún problema. Sabían muy bien lo que hacían y lo que hacían era un juego perverso del gato y el ratón. Ellos eran el gato, o el lobo en ocasiones, y andaban por la carretera durante kilómetros en busca de caperucitas: otros vehículos que circulaban por la misma carretera. Cuando los veían encendían las luces y los perseguían a gran velocidad. Uno de los faros fallaba, lo cual daba al asunto un punto más aterrador, y eso es lo que pretendían: asustar a los otros conductores, divertirse un rato y después, ya verían.

Algunas noches se reunían para beber y echar unas partidas: la cosa iba a más y cuando eso ocurría, ciegos de alcohol, salían de caza. Primero era el juego: la búsqueda, la persecución… Los acosaban, los embestían, golpeaban sus vehículos y los aterrorizaban. Después, o bien les robaban o bien lo otro.

Aquella noche era propicia ya que la niebla era un ingrediente muy oportuno en su macabro juego, pero no todo había ido bien hasta ese momento: se les había escapado una presa y eso no solía ocurrir y si ocurría era un problema porque estaba la posibilidad de que los denunciasen y eso los pondría en un aprieto.

Entre latas de cerveza y cajas de pizza iban conduciendo mientras discutían, aunque el tarado no hablaba, sólo lloraba bajo la careta de cuero que le escondía la cara. Era Zed quien se cagaba en sus muertos e insistía una y otra vez en que se callase o le dejaría tirado en la cuneta. Se les había complicado la noche, insistieron tanto con aquel taxi que el juego se les fue de las manos.

El tarado no dejaba de llorar y gemir y Zed estaba cada vez más nervioso. La tensión iba en aumento al igual que la velocidad, así que cuando apareció el cuerpo de una mujer en la carretera agitando los brazos pidiendo auxilio a punto estuvo de llevársela por delante. La niebla no le dejaba ver mucho, por eso la mujer apareció de improviso. Esmeralda tuvo que echarse a un lado rápidamente y rodar por el suelo para no ser atropellada.

Cuando se levantó vio cómo el coche frenaba y daba la vuelta. Estaba de suerte, la habían visto y volvían a por ella. Pero se equivocaba, en parte.

Zed estaba como loco: desquiciado por culpa del tarado y fustrado porque se le había escapado una víctima, además de borracho. Así que quiso pagar sus fustraciones con aquella mujer que se le apareció como caída del cielo: dio la vuelta, encendió las luces, aceleró y fue a por ella.

Esmeralda se vio deslumbrada por el único faro del coche tuerto y vio cómo este se abalanzaba sobre ella, pero pasó de largo aunque lo suficientemente cerca como para tirarla al suelo. El coche derrapó detrás de ella mientras rugía el motor y rechinaban las ruedas sobre el asfalto.

De nuevo se repitió la situación, el coche volvió a hacer una pasada veloz muy cerca de Esmeralda, que volvió a caer al suelo. No comprendía la actitud de aquel coche de policía, o mejor dicho, de su conductor. Cuando lo vio se sintió aliviada porque pensó que había encontrado la ayuda que necesitaba, pero aquello se había convertido en una pesadilla. Intentó levantarse como pudo para huir pero el coche patrulla había reaccionado rápidamente y le cortó el paso frenando bruscamente, lo que hizo que el tarado se golpeara la cabeza y quedara inconsciente. Esmeralda se sintió acorralada, Zed salió del coche… Ya sólo quedaban Caperucita y el lobo, pero Caperucita llevaba un revólver y no le tembló el pulso a la hora de usarlo, y con un disparo certero en la cabeza de Zed se acabó la amenaza.

Cuando Esmeralda se recuperó se dio cuenta de lo que había hecho: había disparado a un policía. No les resultaría difícil atar cabos en las investigaciones, con su taxi de por medio y la bala del calibre de su revólver. Y nadie creería su historia porque ella era una chica latina y el otro no dejaba de ser un policía… muerto.

Además, estaba el maletín con el que pensaba huir. No sabía lo que contenía, ya lo averiguaría más tarde, pero algo gordo debía de ser para formarse aquel revuelo. A fin de cuentas puede que hasta saliese ganando… o no.

EL BOSQUE

Y ahora, ¿dónde iría? ¡Qué más daba! Comenzó a caminar alejándose de la claridad que le proporcionaban los faros del coche. La luna poco podía hacer por alumbrarle, ya que era una pequeña grieta blanca en la noche, casi imperceptible debido a la niebla, al igual que los árboles a su alrededor, a los que iba descubriendo conforme caminaba. Además, los encontraba todos iguales, y es que así eran: un bosque de coníferas cortadas por el mismo patrón. Había que ser un experto en el terreno para guiarse por allí y Jimmy no lo era, por lo que el panorama que tenía ante él no era muy alentador, pero menos lo era el que había dejado atrás, así que continuó su marcha pensando en que, tarde o temprano, encontraría algo, no sabía muy bien qué pero le aliviaba pensarlo. Seguro que algo que le ayudaría a salvar esa noche y ponerse a resguardo.

Cuando ya había andado un buen rato se dio cuenta de que los faros encendidos del coche podrían desvelar a su perseguidor el lugar del accidente. No cayó antes en ese detalle ya que estaba bastante alterado debido al impacto, con una brecha que sangraba en la cabeza y sumido bajo los efectos de las drogas. ¡Qué idiota! Aquello le iba a pesar durante la caminata. Aunque a decir verdad, no sabía qué había sido del pirata tuerto, si había corrido la misma suerte y se encontraba accidentado en otra parte del bosque o incluso en la carretera, o si le había perdido la pista y se había largado; pero no pensaba retroceder para comprobarlo ni volver para apagar las luces. Correría ese riesgo.

Del remolino de pensamientos que azotaba su mente el que destacaba entre todos era el de salir de allí y alejarse cuanto más mejor.

Anduvo durante bastante tiempo, no sabría decir cuánto, pero todo le parecía igual: los mismos árboles por todas partes, y esa niebla espesa que los difuminaba. Por fin llegó a un punto en el que los árboles parecían estar más distanciados y donde cambiaba ligeramente la pendiente del terreno. Empezaba a animarse, quizá encontraría algo diferente: un camino, una casa… Pero la ilusión duró poco porque de nuevo los árboles empezaron a rodearle y volvía a estar en la misma situación. Ya no sabía qué hacer más que andar para entrar en calor. Si paraba a descansar sería peor porque la noche era fría y no lo iba a pasar muy bien.

Ya habían pasado al menos dos horas. A esas alturas ya no pensaba en su perseguidor, ahora tenía otro objetivo que era el de salir de ese bosque. Empezó a calmarse pensando en que si no lo hacía pronto siempre podría esperar a que amaneciese y entonces le sería más fácil orientarse.

Pero para eso aún quedaba mucho, así que de momento no le quedaba más remedio que buscar una salida a ese laberinto y para ello no tenía otra más que andar, andar, andar…

De repente tropezó con algo metálico que le hizo perder equilibrio y caer al suelo. Cuando vio el objeto detenidamente un mal presentimiento le abatió… ¡No se lo podía creer! Miró a su alrededor y entre la niebla logró distinguir el color amarillo del taxi con el que había huido empotrado contra un tronco. El objeto metálico era parte del parachoques que se desprendió por los impactos contra los árboles. ¡Había vuelto al punto de partida! La desdicha le perseguía. Había andado desorientado durante horas, soportando el frío y la niebla, para volver al mismo sitio. Cosa inútil. Y para colmo las luces del coche estaban apagadas. Pensó que se habría agotado la batería, pero cuando vio que las llaves tampoco estaban se puso en alerta.

Fue entonces cuando escuchó el disparo que rasgó su alma ya de por sí quebrantada. Inmediatamente le vino a la mente el fulano del traje barato. Probablemente habría estado allí hace poco, habría encontrado el coche y ahora estaría en su búsqueda. Seguramente escuchó el ruido al tropezar con el parachoques, lo cual indicaba que no andaba muy lejos.

Presa del pánico salió corriendo de allí, sin saber hacia dónde. No importaba, todo era lo mismo: niebla y árboles. Corrió todo lo que pudo y más, hasta que el corazón le pidió un respiro. Entonces se apoyó en un árbol, jadeante, esperando no sabía muy bien qué mientras recobraba el aliento: esperando escuchar otro disparo, seguramente. Pero ya no se escuchó nada más.

LA CASA

La noche estaba llegando a su fin y se vislumbraban los primeros albores del amanecer. Había transcurrido una hora desde que se produjo el disparo y ahora parecía como si nada hubiera ocurrido en aquel frondoso bosque.

Aunque la niebla ya no era tan espesa como antes, aquella casa apareció ante él sin previo aviso: ni un vallado, ni una señal de propiedad privada, ni un camino que le llevará hasta allí. Apareció sin más de la nada. Era gris o así la tintaba la niebla, y era una construcción de madera de dos pisos, con porche en la entrada y tejado a dos aguas. Se quedó un rato parado contemplándola. Tenía un aspecto siniestro. Seguro que de día sería otra cosa.

A pesar del aspecto era una buena noticia para Jimmy porque esperaba encontrar alguien dentro que le pudiese ayudar aunque, a decir verdad, no había ni una luz encendida ni se oía nada en el interior. Algo comprensible a esas horas de la noche. Si vivía alguien dentro en esos momentos estaría durmiendo. Jimmy esperaba que quien fuese no se tomase a mal que le despertara tan tarde. No sabía lo que se iba a encontrar, pero seguro no sería tan malo como lo que le perseguía.

Los efectos de las drogas ya se habían evaporado y el pánico que antes le alteraba había desaparecido al ver su posible salvación frente a él.

Pero quien nace perdedor lo es para toda su vida, hasta el final, y Jimmy lo era y su final estaba cerca.

Lo que ocurrió fue que al caminar hacia la casa pisó una de las trampas para osos que los dueños habían colocado estratégicamente para protegerse y no de los osos precisamente, sino de los hombres. Eran marginados, proscritos, gente fuera de la ley y del sistema. Ese era su mundo y renegaban de la sociedad porque la sociedad los había expulsado. Habían formado su propia comunidad y rechazaban las visitas, por eso habían rodeado la casa de trampas como aquella.

A la herida de la cabeza se le unía la herida en la pierna. Si no abría la trampa y conseguía frenar la hemorragia moriría desangrado, pero él era un yonki enclenque y estaba agotado. No tenía fuerzas para abrirla por lo que empezó a dar voces desesperadamente con la idea de que alguien de la casa le escuchase y saliese para ayudarle.

Era imposible que alguien oyera sus gritos en esa casa porque estaban todos muertos. Los había matado el tarado uno a uno, pero con delicadeza, porque eran su familia. Y aun así cuidaba de ellos: los sentaba a la mesa, afeitaba a su padre todas las mañanas, los acostaba a la hora de dormir incluso los aseaba y les lavaba la ropa. Pero esto Jimmy no lo podía imaginar, ni conocía al tarado, hasta que se presentó ante él. Y entonces Jimmy gritó más que nunca. Porque la presencia del tarado imponía: era un gigante de dos metros con mentalidad de un niño de dos años, vestido con traje de servidumbre sadomasoquista y careta de cuero.

Cuando el tarado recobró la consciencia debido al golpe en la cabeza, contempló el panorama que tenía frente a él: el coche de policía atravesado en mitad de la carretera donde se veían las marcas de los neumáticos desgastados por los derrapes, y junto al coche el cuerpo sin vida de Zed, que se desangraba formando un gran charco. Lloró y huyó despavorido de allí en busca de su familia y cuando estaba llegando a su hogar fue cuando escuchó los gritos de auxilio de Jimmy, que estaba tirado en el suelo sin poder moverse, con una pierna inservible.

El tarado se agachó frente a él y lo alzó en el aire como quien levanta una pluma, se lo cargó al hombro, y se dirigió al interior de la casa.

Jimmy no daba crédito a lo que estaba ocurriendo: había conseguido engañar al mismísimo Diablo para nada; para terminar víctima de aquel gigante retrasado. Le dolía en el alma cómo su vida había sido una desdicha constante, repleta de infortunios y calamidades: un perdedor.

El tarado cerró la puerta tras él, y durante un rato continuaron escuchándose los gritos desesperados de Jimmy.

Vicente Mateo Serra

Izaskun

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Negro

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jesús Cernuda. La ilustración es propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Izaskun.

El silencio de la noche aún reinaba en el parque tecnológico de Zamudio. Era una pequeña ciudad fantasma cercana  de Bilbao esperando a que los primeros rayos de sol la hicieran ponerse en funcionamiento.

Aquella paz relativa solo se veía rota por un grupo de personas vestidas con la típica bata blanca, que hacían un corrillo en la puerta de uno de los edificios; cada uno de ellos llevaba una chapita en el pecho con su nombre y el extraño logotipo de la empresa donde trabajaban, DNA BLOOD.

Cuchicheaban entre ellos con cara de asombro o, incluso, más bien de miedo.

—Joder, dos infartos en quince días…Vosotros decís que no, pero es para preocuparse.

No hacía ni dos semanas que habían ido al funeral de una de sus compañeras y aquella misma mañana otra había aparecido muerta en su puesto de trabajo. Dos cadáveres en tan poco tiempo habían hecho que se pusieran en contacto con la policía y allí estaban, muertos de frío, esperando.

Justo cuando el sol empezaba a calentar la mañana, un fuerte ruido hizo que todos callaran. Una moto que parecía haber salido de la nada, paró frente a la entrada.

Una enorme Yamaha R6, de un negro mate adornado con letras doradas, apagó el motor. Cuando su dueño bajó de ella, todos quedaron sorprendidos al ver que aquella silueta pertenecía a una mujer.

Se acercó sin quitar el casco, vestida con unos vaqueros ajustados a las piernas, unas enormes botas de cuero y una cazadora de piel. Pasó entre ellos sin decir nada, como si ni siquiera estuvieran ahí y se quitó el casco para dejar ver una enorme melena cobriza y unos ojos verdes que de una pasada miraron a todos por igual.

Se paró un instante, colocó el casco bajo el brazo y se puso unas gafas de sol que sacó de su bolsillo.

—Soy la detective Carlota y no he venido a que me hagáis perder el tiempo.

Siguió caminando como si esperara que todos la siguieran.

—Por un momento pensé que iba a decirnos que buscaba a Jacqs—. Se escuchó entre risas en el grupo de empleados.

Dentro del edificio, un hombre vestido de traje, se acercó a la detective para darle la bienvenida.

—Egunon  —dijo alargando su mano hacia ella—. Siento que haya tenido que venir para nada, pero los jefes de Barcelona lo han creído apropiado, ya les he dicho que ha sido otro infarto. Supongo que son cosas que pasan.

—Si alguien tiene que decir si merece la pena o no, soy yo  —dijo Carlota mientras lo dejaba ahí con el brazo estirado.

—Yo solo quiero ayudar —contestó él con cierto enfado, dándose cuenta de que la atractiva detective desprendía un olor extraño—. Seguro que preferiría usted seguir tomándose un whisky, pero como ya le he dicho, si fuera por mí, ni siquiera tendría que haberla conocido.

Carlota dejó escapar una sonrisa que no parecía ir acorde a lo que su imagen transmitía.

—Pues deje de hacer el gilipollas y empieza por enseñarme el lugar donde ha aparecido el cadáver —hizo una pausa para mirarle directamente a los ojos—. Y sí, preferiría estar tomándome un bourbon, que es lo que estaba haciendo cuando tú decidiste molestarme.

                                           ……………………………………………….

A pesar de estar de vacaciones, Izaskun llevaba un par de horas levantada cuando  sonó el teléfono.

—A ver Patri, son las ocho de la mañana y sabes que estoy de vacaciones, espero que sea para algo importante.

—Ya sé que es temprano Izas, pero no te vas a creer lo que ha pasado. Es Monika —hizo una breve pausa—.  La han encontrado muerta en el laboratorio.

—¡Pero qué dices, no puede ser! —exclamó Izaskun, que parecía no creer lo que le estaba diciendo su amiga.

—Como lo oyes. Dicen que ha sido otro infarto, igual que Ana. He querido ser yo quien te avisara; se lo bien que te llevabas con Monika.

—Joder, Patri, ¿qué cojones está pasando? … ayer mismo hablé con ella.

—Lo sé, es todo muy raro. Incluso han mandado una detective para investigar lo que ha pasado. Deberías de verla, menudo pibón, más bien parece una modelo.

— ¿Una detective? ¿Pero qué quieren investigar si se sabe que fue un infarto?

—Supongo que es solo rutina, no te preocupes, aunque seguro que tendrás que venir, porque al parecer quiere vernos a todos.

— ¿Preocupada? Ni que tuviera que estarlo. Tengo cosas que hacer, cuando acabe me pasaré por ahí. Gracias por avisarme —. Izas colgó sin dar tiempo a que Patricia se despidiera.

                                         …………………………………………………

Hacía más de media hora que Carlota permanecía sentada en la silla en la que habían encontrado a Ana, la primera en sufrir el infarto.

Durante todo ese tiempo, Íñigo, con su traje impoluto y su cara de pocos amigos, había intentado hablar con ella sin encontrar ninguna respuesta, ni una simple mirada que pareciera indicar que la detective estaba escuchándole.

—Me gustaría ver a los trabajadores de la empresa  —dijo Carlota rompiendo el incómodo silencio—. Estaría más que encantada de que me dijeras quiénes estaban aquí cuando ocurrió todo.

Íñigo, al igual que ella, se dio la vuelta sin decir nada, se acercó a su despacho y regresó con una hoja en la mano.

—Aquí tiene el nombre de todos los que trabajan en este departamento, si necesita algo sobre otra gente de la empresa, deberá hablar con mis jefes.

En la parte superior de la hoja se podía leer: Departamento de I+D-Desarrollo de nuevos fármacos a través del estudio genético de grupos sanguíneos.

Durante la siguiente hora, Carlota se paseó por el laboratorio sin hablar con nadie, tan solo hacía alguna anotación en la misma hoja que Íñigo le había dado. Poco después se acercó a su despacho y entró sin llamar.

Carlota se disponía a decir algo justo cuando él la cortó —. Pase. Pase, sin problema.

Ella, por primera vez, se quitó la cazadora dejando al descubierto una camiseta más ceñida aún que el pantalón. Se sentó en la silla que había frente a él y, posando sus manos sobre la mesa, susurró.

—Espero que entiendas que, si alguien puede tener algún problema aquí, eres tú. Y que por llevar un traje más caro aún de lo que puedes pagar, no vas a intimidarme. Dicho esto, me gustaría saber quién encontró los cuerpos, y porque aquí, donde pone Jefe de Departamento, se ha tachado el nombre de Ana para escribir a boli el de Izaskun. Una chica que, además, no he visto por aquí hoy.

—Pues mire. Ana, nuestra anterior jefa de departamento, falleció hace quince días, cosa que usted ya debería saber, e Izaskun fue quien ocupó su lugar y quien casualmente la encontró sin vida. Si no está por aquí es porque pocos días después de aquello y como exigencia de su nuevo puesto, tuvo que irse a Colombia al congreso anual de hematólogos durante una semana. Por detrás de la hoja tiene los datos de ese congreso.

—Entiendo —dijo Carlota—, pero si eso fue hace quince días, ¿por qué Izaskun aún no se ha reincorporado al trabajo?

—No sé si conoce usted el término “vacaciones” —dijo él, guiñándole un ojo—. Quizá debería hacer uso de él, la noto cansada. Y, como ya sabrá, hoy mismo Ainhoa encontró sin vida a Monika. Por extraño que parezca, el segundo infarto en la empresa en quince días.

Carlota hizo alguna anotación en la hoja.

—Y esa tal Izaskun, ¿has sabido algo de ella?

—La verdad  es que no acostumbro a llamar a los trabajadores cuando están de vacaciones. Pero sí le puedo decir que hace unos minutos, una de sus compañeras me comentó que había hablado con ella e Izaskun le ha dicho que vendrá por aquí esta mañana. Supongo que tiene que estar bastante afectada: Monika era una de sus mejores amigas por aquí.

Carlota dio vuelta a la hoja, sacó su teléfono y se dispuso a marcar justo cuando Íñigo le avisó de que Izaskun era la que acababa de entrar al laboratorio. La detective esperó a que sus miradas se cruzasen y le hizo un gesto para que se acercara mientras contestaba al teléfono.

—Joder Íñigo, me ha dicho Patricia lo que ha pasado. He venido en cuanto he podido — dijo Izas al entrar por la puerta.

—Ya, ninguno lo podemos creer. Esta es la detective Carlota, creo que quiere hablar contigo.

Izas se acercó, pero la detective le hizo un gesto con la mano para que se detuviera, se dio la vuelta y se le pudo escuchar:

— ¿Dice que era la misma de siempre? Muchas gracias, si necesito algo más, volveré a llamar.

Carlota guardó su teléfono y se acercó a Izaskun.

—Tengo entendido que está usted de vacaciones. Qué oportuno… justo ahora cuando dos de sus compañeras han fallecido —. La detective parecía querer intimidarla.

—Pues la verdad es que aún no me lo creo, cuando me ha llamado Patricia y me ha dicho que Monika también había muerto, me he quedado de piedra. Pobre, tan joven y que le diera un infarto…

—Eso si es que fue un infarto —insinuó Carlota, pasando su mano por la espalda de la chica.

—Bueno, a mí es lo que me han dicho que, al igual que Ana, había tenido un paro cardiaco. ¿Cree usted que no ha sido así?

—Lo que crea yo no es de su incumbencia. De todos modos, seguramente el forense no tardará en llamar y sacarnos de dudas. Ya me han dicho que ha estado en Colombia por un congreso, ¿qué tal lo ha pasado? —preguntó la detective.

—Hombre, teniendo en cuenta que no he tenido tiempo de nada al estar todos los días en charlas o reuniones, qué quiere que le diga.

—Bueno, algo de tiempo habrá tenido para conocer aquello.

Íñigo se metió en la conversación.

—A ver… era un viaje por trabajo, no de placer. Lo más fácil es que no solo no tuviera tiempo de nada, sino que acabara agotada. No se imagina como son esos congresos.

—Sé perfectamente como son. Yo también he viajado por trabajo y no veas lo bien que me lo he pasado, así que déjate de tonterías. Siempre se encuentra tiempo para ir a tomar algo por ahí. No me diga que no, Izaskun—. Carlota la miró esperando que le dijera que sí.

—¡Qué va! No hice más que dedicarme a cosas de la empresa.

—Seguro que en otros viajes a Colombia sí pudo disfrutar un poco más.

—Ya quisiera, pero era la primera vez que iba.

Carlota volvió a hacer una anotación en la hoja, mientras negaba con la cabeza.

—Supongo que estará usted encantada de haber podido ocupar el puesto de Ana. Ascender en la empresa, mejor sueldo, viajecitos a Colombia… vaya, lo que cualquier empleada hubiera querido.

—¡Pero qué narices está diciendo! —contestó, mirando a su jefe, que agachaba la cabeza mientras negaba, sin dar crédito a lo que la detective podría estar insinuando—. Cualquiera diría que me alegro de la muerte de alguien…

—No solo alguien, una compañera, y por lo que he visto esta mañana parece que todos se llevan muy bien aquí… porque es así, ¿no?

—Pues claro que sí, no tenemos por qué llevarnos mal.

Lo que Izaskun no sabía, era que en el poco tiempo que Carlota había estado en el laboratorio, había podido hablar con los trabajadores, y todos coincidían en que Izaskun y Ana no se llevaban muy bien, que era bastante habitual que discutieran por asuntos de trabajo y que, además, la anterior jefa de departamento siempre se salía con la suya, esgrimiendo que allí era ella la que mandaba.

—Ya , entiendo que diga eso. ¿ Por qué iba a admitir que Ana y usted no se caían bien? Incluso he visto en sus fichas que llevaba mucho más tiempo que ella en la empresa. Seguro que siempre ha creído que era usted la que debería estar en su puesto…  Perdón, ahora ya lo está.

Izaskun se acercó a la detective de forma desafiante.

—No, no lo voy a negar, Ana y yo no se puede decir que fuéramos precisamente amigas. Y que incluso haya pensado siempre que se equivocaba en muchas cosas, pero de ahí a insinuar que me alegré de su muerte…usted está loca, menuda tontería.

—Yo no he insinuado que te alegraras, al menos no solo eso.

—Esto es lo que me faltaba por oír —dijo Izaskun mirando a su jefe—, no voy a consentir que …

—Si necesito algo más la llamaré — le cortó Carlota impidiendo que dijera nada más

—No me queda más remedio, así que cuando quiera, si puedo ayudarle en algo estaré encantada.

Izas se estaba despidiendo ya de Íñigo cuando Carlota volvió a dirigirse a ella.

—Una última cosa, ¿cuándo habló por última vez con Monika?

Ilustración de Carolina Cohen

—Pues la verdad es que ayer me llamó para preguntarme cosas del trabajo y para saber si era ella la que tenía que venir a abrir — contestó—.  Monika y yo sí somos muy buenas amigas, puedo decir que más que compañeras.

— ¿Notó algo raro en ella?

—Que va, estaba igual que siempre.

Izaskun ya se había ido cuando sonó el teléfono de Carlota. Estuvo hablando varios minutos mientras Íñigo esperaba.

—He visto en la entrada del laboratorio un panel en la pared con el horario y los trabajos a realizar esta semana—.  La detective señaló hacia fuera, justo donde se encontraba el panel.

—Sí, siempre tenemos todo muy organizado. Los lunes hacemos una reunión en la que designamos el trabajo que tiene que hacer cada uno esa semana, es el mejor modo de que todo funcione correctamente y todos sepan lo que tienen que hacer.

—Entiendo. De ese modo nadie tiene que preguntar nada ni molestarte por tonterías.

—Sí, más o menos es para eso.

—Si no te importa, antes de irme, voy a echar un vistazo al lugar de trabajo de Izaskun—.

Carlota se puso de nuevo la cazadora.

—No hay ningún problema. He notado que se ha extrañado usted de algo que le han dicho por teléfono, ¿ya sabe algo de Monika?

—Parece ser que su empleada ha muerto de un paro cardiaco — dijo, mientras se ponía de nuevo las gafas de sol.

—Ya se lo decía yo — Íñigo sonrió con cierta ironía.

—Ya, veo que es usted un lumbreras — por primera vez, Carlota, lo había tratado de usted.

La cara de satisfacción de Íñigo mientras la detective salía por la puerta de su despacho, lo decía todo.

Durante poco más de media hora, Carlota estuvo sentada en la mesa de Izaskun. Revisó todos los papeles que había en los cajones y miró el ordenador, pero no hizo ninguna anotación.

Íñigo se acercó cuando vio que la detective se disponía a irse.

—Déjeme que la acompañe a la puerta, al menos que se vaya con una buena imagen de nosotros, ya que ha tenido que venir para nada —sonrió de nuevo, sintiéndose en cierta manera superior a la detective—.  En fin, seguro que nunca ha tenido usted un caso tan fácil de resolver.

—Es curioso, es la única vez en toda la mañana que ha tenido usted razón, puede que haya venido para nada.

Carlota, que estaba considerada una de las mejores detectives del país, parecía no llevar bien todo aquello; el hecho de que alguien pareciera reírse de ella le hacía sentirse inferior, algo que en muy contadas ocasiones le había pasado.

—Aunque supongo que no se puede decir que haya resuelto nada, porque ni siquiera había caso —comentó ella dirigiéndose ya a su moto—. Eso sí, yo que tú, tendría cuidado, no sea que un día de estos le dé un infarto y la nueva jefa de departamento ocupe su puesto.

—No tema por mí, me cuidaré —contestó Íñigo a la vez que ella arrancaba su moto.

Si algo tenía Carlota, era que en poco tiempo se olvidaba de los casos en los que trabajaba. En cuanto a los dos infartos de DNA BLOOD, había necesitado solo de unas horas para quitárselo de la cabeza. Eso y un par de bourbon  mientras se fumaba uno de esos cigarros con mezcla que la ayudaban a dormir.

Dos semanas después de aquello, Carlota entraba en el mismo bar al que iba todas las noches, se sentaba en la misma esquina de la barra que todos los días y le hacía un gesto al camarero para que le sirviera lo de siempre.

— ¿Sabes Carlota? —le dijo el joven camarero mientras llenaba un vaso de Fourour Roses—. No entiendo cómo puedes meterte este veneno todas las noches y seguir igual de guapa.

—Iker—sonrió ella — ¿cuándo dejarás de intentar ligar conmigo? nunca vas a conseguir llevarme a la cama.

—Que equivocada estás, serás tú quien se muera por llevarme a mí — los dos se rieron, mientras él se daba la vuelta para atender a otra persona.

—Además —continuó Carlota—. Esto no es ningún veneno.

Cuando Iker volvió a dirigirse a la detective, tan solo vio su vaso lleno y cómo ella salía por la puerta.

                                             …………………………………………..

Era la una de la mañana: Izaskun cerraba la ventana de su pequeño apartamento con vistas al Guggenheim dispuesta a irse a dormir cuando alguien llamó a la puerta. Se acercó despacio pensando que se habrían equivocado, echó un vistazo por la mirilla y no se creía lo que veía. Enfadada, abrió la puerta.

—Pero qué cojones haces tú aquí, en mi casa. Tengo mejores cosas que hacer que aguantarte a ti. Justo ahora me iba a la cama y no tengo nada que hablar contigo.

Carlota la miró de arriba abajo, hizo un gesto de afirmación con la cabeza y entró en casa de Izas apartándola con la mano.

—Veo que nunca tienes nada que decir, tan callada y modosita ella. La nueva jefa de departamento, ahí es nada. Eso sí, sin lugar a dudas, por méritos propios.

—No creo haberte invitado a entrar — pero la detective no parecía escucharla.

—No te preocupes, voy a ser rápida. Sólo quiero saber por qué mentiste y no dijiste que sí habías estado anteriormente en Colombia, aunque es una pregunta bastante absurda, teniendo en cuenta que de nuevo me volverás a contar alguna milonga extraña, así que te ahorro la tontería. El otro día, cuando llegaste al despacho de Íñigo, justo estaba hablando con el hotel que la empresa había escogido para la conferencia. Hotel que supongo que tú misma recomendarías, algo estúpido por tu parte, sabiendo que allí podrían reconocerte.

—No sé de qué me estás hablando — exclamó Izaskun.

—Ya. Su dueño me dijo algo que, tonta de mí, interpreté mal. Según él, en otros viajes ya habían escogido su hotel. Mi error fue creer que se refería a la empresa, pero esta noche he llamado a Íñigo, que no veas cómo se ha puesto por despertarlo, y me ha dicho que este es el primer año que la empresa asiste a esa conferencia. Es curioso que su dueño me dijera que tenías asignada la misma habitación de siempre.

—A ver… es verdad, ya había estado en Colombia, pero no quería que Íñigo lo supiera. He ido varias veces para estudiar la fauna, por un posible trabajo al que podría acceder. Soy bióloga y estoy ya cansada de estar todo el santo día analizando muestras de sangre; si hay algo que me encanta son los animales y, en concreto, los de esa zona. Tienes que entender que no quisiera que él lo supiera. De todos modos, es una tontería, ¡qué más dará que yo hubiera estado ya o no en Colombia! Yo no pedí que me mandaran. No me quedaba más remedio al ser la nueva jefa de departamento.

—Gracias a la muerte de Ana, no lo olvides —le recordó la detective— y sí, ya comprobé al echar un vistazo a tu ordenador, que te encantan los animalitos raros. En el historial de búsqueda, había varias páginas sobre insectos, arañas… ranas, algo que tampoco tendría importancia siendo bióloga como dices.

—Exacto, si puedo ser culpable de algo es de estudiar esos animalitos raros, como tú los llamas. Nada más.

—Tengo que decir que de tonta no tienes nada, todo lo contrario. Incluso a mí me parecía todo muy lógico, hasta que hoy, mi buen amigo Iker, me sirvió un vaso de ese veneno que él dice que me tomo todos los días. Eso fue lo que me hizo pensar… veneno.

—Y eso qué tiene que ver con que yo sea bióloga o haya estado en Colombia —hizo un gesto como si invitara a la detective a irse de su casa—.  Mira de verdad, no tengo ganas de tonterías. Hace un par de semanas que he enterrado a una de mis mejores amigas, Monika, por si no lo recuerdas. Ya está bien.

— ¿Sabes? Eso me despistó más aún. Podría llegar a pensar que fueras tan ingenua de envenenar a Ana para poder quedarte con su puesto y quitarte de encima a esa jefa que no aguantabas, pero a Monika, que de verdad era tu amiga, no tenía sentido. Recordé entonces ese panel donde dejáis anotado el trabajo que tenéis que realizar toda la semana. Y lo estúpido que sería entonces que tu amiga te llamara para preguntarte algo que estaba allí escrito. Dime una cosa… Monika te había descubierto, ¿verdad?

—No sé qué quieres decir con eso pero, o te vas o acabaré llamando a la policía —Izaskun parecía estar poniéndose nerviosa.

—No mujer, no hace falta. Primero porque yo soy la policía y segundo, porque ya he llamado yo; no creo que tarden en llegar.

—Yo no he hecho nada, no tienes pruebas, así que no intentes tirarte un farol conmigo.

Justo en ese momento, dos policías de uniforme entraron en la casa de Izaskun. Se acercaron a ella y sin mediar palabra le dijeron:

—Señorita Izaskun, queda usted arrestada por el asesinato de Ana y Monika.

—¡Pero qué están diciendo! No le hagan caso a esta loca. La ha tomado conmigo y ahora les hará creer que soy una asesina.

—Más bien lo demostraré. Deberías saber que no existe el crimen perfecto, guapa — dijo la detective guiñando un ojo—. Mejor que estés calladita. Ya sabes eso de que todo lo que digas bla bla bla. No hace falta que diga más.

                                             …………………………………………………………..

A la mañana siguiente, en DNA BLOOD, nadie sabía aún lo que había pasado, cuando pudieron escuchar de nuevo el ruido de la moto de Carlota parándose frente al edificio. Todos vieron como entraba al laboratorio con unas hojas en la mano y, sin decir nada, entraba al despacho de Íñigo.

—Pero bueno… no sé qué hace usted aquí, pero va siendo hora de que aprenda a llamar antes de entrar.

—Así es como se resuelve un asesinato por infarto — dijo irónicamente tirándole unos papeles sobre la mesa.

Durante varios minutos Íñigo miró los papeles sin creerse lo que estaba leyendo. En ellos venían todos los detalles de lo que había ocurrido: los anteriores viajes de Izaskun a Colombia, su llamada a Monika el día antes de su muerte, todo su interés por esos animales exóticos, y una captura de pantalla de una de las búsquedas que ella había hecho en el ordenador. La página de una rana típica de Colombia, la Phyllobates terribilis, más conocida como la rana dardo dorado, de la que se podía extraer un fuerte veneno llamado batracotoxina.

—Como puede leer ahí, esa especie de rana no genera el veneno si es criada en cautividad, y solo se puede conseguir en las que se encuentran en la propia selva. No lo hemos comprobado aún, pero estoy segura de que, en ese viaje a Colombia, cuando investiguemos un poco, veremos que su querida Izaskun hizo algún viajecito a la selva para poder traer más de ese veneno, que como sabrá, ya que es tan listo, puede producir la muerte por paro cardiaco a quien lo ingiera en una mínima dosis.

La cara de Íñigo era todo un poema. Se reclinó en la silla dejando caer las hojas sobre sus piernas, frotándose la cara con las manos antes de mirar a Carlota.

—La verdad,  que no sé qué decir.

—Con esa cara ya lo ha dicho todo — dijo la detective dándose la vuelta y abriendo la puerta de su despacho para irse y asegurándose que todos los que estaban en el laboratorio pudieran escucharla—. Ya puede decirles a todos por qué su gran compañera no ha venido hoy a trabajar, ni lo hará por mucho tiempo.

                                              …………………………………………….

Aquella noche, Carlota se bebió un par de bourbon más de lo habitual, charlando con Iker como solía hacer.

—Hoy pareces más animada que ayer —dijo sirviéndose una copa para él—. Hasta te voy a acompañar tomándome un veneno de estos. De todos modos, ya es tarde y tengo que cerrar , no pasa nada porque me tome uno y le haga compañía a la detective más guapa de la ciudad.

—Iker, Iker. Nunca vas a cambiar.

Carlota bebió lo que le quedaba de un trago, sacó un bolígrafo del bolso y agarró una servilleta de la barra para escribir algo y se fue mirando al camarero a los ojos.

El camarero giro la servilleta justo en el momento que ella salía por la puerta, escrito con una perfecta caligrafía, pudo leer una dirección y dos palabras que jamás pensó que escucharía decir a la detective: “No tardes”.

Al final tenía razón, y sería ella quien lo llevaría a la cama.

Jesús Cernuda

La amenaza del pasado

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Negro

Rating: Adultos

Este relato es propiedad de Rosy martínez. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La amenaza del pasado.

Observó la pizarra con detenimiento, veintiséis fotos estaban allí colgadas, todas con imágenes exactamente iguales, pero con distintas protagonistas.

No había un patrón declarado en referencia a las víctimas, no tenían nada en común, eran de diferente raza, edad, color de pelo y ojos. Había mujeres de complexión fuerte y delgada.

Tras repasar esas veintiséis fotos, alargó la mano hasta el escritorio y abrió el primer cajón. Sin mirar localizó enseguida lo que buscaba. Sacó una carpeta marrón y lo cerró. Con la carpeta entre las manos volvió a contemplarlas.

Abrió la carpeta, arrancó una foto que se encontraba grapada a un solitario folio y se puso en pie. Tiró con desdén la carpeta sobre el escritorio, sin importarle lo más mínimo dónde caía, y colocó la foto al lado de las anteriores.

El cuerpo estaba situado en la misma posición que los otros, boca abajo, desnudo, con la cabeza apoyada en el asfalto y el pelo completamente retirado del rostro, que dejaba ver perfectamente su expresión de horror. La forense había sido muy clara. Todas las víctimas seguían vivas cuando él o la asesina las habían abandonado, los labios estaban pintados con la sangre de sus propias heridas. La única diferencia entre las víctimas era la situación de la firma.

Ilustración de Rosa García

Lo habían apodado el Asesino del Abecedario, porque en cada una de sus víctimas había dejado como firma una letra del mismo, pero en dieciséis cuerpos había colocado las letras en la espalda, no en el rostro. Además, había repetido letras. Habían buscado conexiones entre las víctimas que contaban con las mismas letras, pero había sido en vano.

Eran cincuenta años arrastrando aquel caso y veintiséis cuerpos a sus espaldas que la estaban volviendo loca. Hacía apenas tres días se había descubierto el número veintisiete, que en realidad era el primero, algo que no encajaba, pues la fecha límite se suponía que era ese mismo día.

Los crímenes se habían sucedido cada dos años en la misma fecha, como si quisieran impedir que llegase a olvidar ese caso. Algo innecesario, porque ella jamás podría olvidarlo.

Lo más extraño del cuerpo recién encontrado era que, pese a la descomposición, la letra en el cuerpo estaba escrita con sangre fresca y, según el informe que le habían dejado encima de la mesa unas horas antes, la sangre pertenecía a la víctima. Algo incomprensible, pues tras cincuenta años era imposible que existiera una gota de sangre del cuerpo. Entonces ¿cómo?

—¡Maldita sea! —Lanzó furiosa la foto al suelo y se giró mientras se tiraba del pelo frustrada.

Aquello no tenía ningún sentido. Sabía que ese primer crimen no había sido cometido por la misma persona que había llevado a cabo los veintiséis siguientes. También sabía que esa letra jamás había sido escrita en la espalda. Entonces ¿por qué sacar ese cuerpo a relucir ahora? Habían pasado cincuenta malditos años. ¿Cómo había podido burlarse de ella durante tanto tiempo?

Ilustración de Rosa García

Recogió el condenado informe de la forense y repasó lo escrito. Otra vez la letra “E” grabada. Alargó la mano hacia las quince carpetas apiladas en la derecha, el montón que se centraba en las víctimas que tenían la firma en la espalda.

Se sentó en la silla y volvió a repasarlas una por una. Cogió un trozo de papel y apuntó las letras sueltas. O, P, V, E, T, Y, É, R, I, O, M, A, R, S, P, E. Con paciencia se dispuso a ordenarlas de diferentes formas. Estaba segura de que tenían que tener un significado. Su instinto se lo decía a gritos.

Y había algo más que le gritaba con fuerza desde que apareció el primer cuerpo, pero había preferido ignorarlo. Sin embargo, ante ese hallazgo ya no podía seguir acallándolo por más tiempo.

Durante tres horas de reloj se pasó intentando encontrar algo coherente. En el último intento consiguió algo. Al escribir la última letra observó lo que decía y se quedó helada.

Una sacudida la obligó a levantarse con rapidez y observó a su alrededor. Estaba completamente sola en la comisaría. Buscó el reloj de la pared y descubrió que eran las cuatro y media de la noche.

Se sentó en la silla y se aferró a los apoyabrazos, tratando de decidir qué hacer. Tenía que buscar una maldita solución cuanto antes. No abandonaría la comisaría en todo el día y cuando tuviera que marcharse tendría que buscar la forma de ganar esa maldita partida.

—¿Quién? —susurró acercándose al ordenador y encendiéndolo.

Con prisa buscó un archivo que mantenía oculto y lo abrió. En la pantalla apareció una foto de un cuerpo en la misma posición que el resto, con una equis grabada en la mejilla derecha. Pasó de la foto y revisó todo lo escrito en ese informe, buscando algo, una mínima pista que se le hubiera pasado por alto. Pero no había nada, no existía ni un pequeño resquicio que quedara fuera de la ecuación. La víctima no tenía hijos, no tenía familiares, no había relación alguna, había sido escogida al puñetero azar. No había huellas, ADN, pelo, nada.

Todo parecía estudiado al dedillo, con una pulcritud exquisita, incluso hasta el lugar donde ocultar el cuerpo. Tanto era así que si no lo hubiesen desenterrado, posiblemente no lo habrían encontrado. Golpeó con el puño el escritorio y durante el resto del día permaneció en el despacho pensando.

Ilustración de Rosa García

Cuando el reloj dio las diez de la noche, recogió sus cosas y revisó su arma, comprobó su cargador y salió. Era hora de atar los cabos sueltos. Existía un testigo del crimen, que lo convertía en imperfecto, además de ser la causante de crear a un asesino en serie, y ahora era su deber subsanar ese error. Al cerrar la puerta, el pequeño trozo de papel voló cayendo al suelo, cerca de la foto de la primera víctima. En él rezaba el siguiente mensaje:

“Voy a por ti, espérame.”

Rosy Martínez

La sangre de las hadas

Autor@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustrador@: David Aguilar Parque

Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Negro

Rating: + 15

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de David Aguilar Parque. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La sangre de las hadas.

Il lupo

La fata Morgana

Mostró una sonrisa que su rostro amoratado convirtió en una mueca deformada. Reprimí la emoción y la furia por verla así. Habían pasado ocho años.

Non ti mouvere, ti prego —dije cuando quiso incorporarse.

Sto bene, tranquillo, ma… no tengo el aspecto de un hada.

Tu sei sempre bella.

Non ti credo, ma è difficile trovare un lupo buono come te.

—También es difícil que siga hablando en italiano.

—Pues lo recuerdas muy bien.

Otra sonrisa. Dejé de ver el apósito en su cuello, las rozaduras en sus manos, su pelo castaño revuelto. Seguía siendo preciosa y meciéndose dulcemente entre el exquisito acento británico del inglés paterno y la expresiva entonación del italiano materno.

—¿De verdad eres amigo de ese policía?

—Bastante.

—Qué casualidad entonces.

—Y suerte, porque llegué ayer.

—Por favor, siéntate. —Me indicó el borde la cama, pero negué.

—Debes descansar. Él ya te ha estado preguntando y a mí me han dejado entrar solamente porque tú lo has pedido.

—También me ha dicho que te hirieron hace poco. Mi dispiace

—Yo siento mucho más esto.

Entonces se oyeron unos golpecitos en la puerta, que se abrió despacio. Se asomó una joven y enseguida se colaba una pequeña figura que, sin reparar en mí, fue directa hacia la cama. Era una niña de unos seis años, rubia y de ojos tan profundamente verdes como los de quien la miraron con ternura, y sin contener las lágrimas cogió el brazo que se extendió hacia ella.

Mamma, mamma!

È tutto a posto, tesoro. Non piangere.

Entonces la niña me vio y se sorprendió para susurrar cautelosa:

Chi è? Sembra un lupo

Ma non avere paura, non è pericoloso. —Entonces su madre se dirigió a mí—. Lloyd, esta es mi hija Anna. Anna, saluda a mi amigo el señor Lloyd Hunter.

Ah, certo! Un lupo cacciatore! Mi scusi… Hola, ¿cómo está usted?

Ciao, Anna, come stai? Encantado de conocerte. —Me incliné y le di la mano, pero procuré no acentuar demasiado mi sonrisa. Lo último que quería era asustar a hijas de hadas que embrujaban igual.

1955 se había ido dejándome un agujero nuevo en el cuerpo y 1956 empezaba agrandándome el primero que me había alcanzado de lleno el corazón. Quien me lo hizo fue aquella reina de Avalon. Antes, en otras camas de hospital militar, nos hechizó a cuantos recibimos sus cuidados porque su belleza y sus maneras nos curaban todo. Yo, además, tuve la fortuna de poseerla.

—Me alegro mucho de verte, Lloyd —dijo desplegando otra vez toda su magia.

Anche io, Morgan —respondí, otra vez hipnotizado.

 ***

—Ya me dirás de qué conoces a esa maravilla. —Phil Tucker borró la media sonrisa ante mi cara—. Bien, antes te cuento lo que ha pasado, aunque que conste que iba a hacerlo, pero como has llegado corriendo y…

—Al grano, Phil.

—Sí, pero de camino a comisaría. Mi jefe quiere verte. Me parece que vamos a necesitar tus servicios.

—No me jodas…

—Te aseguro que pedírtelos le va a joder más a él —dijo socarrón—, pero ocurre que tu amiga es la cuarta víctima en apenas dos semanas y la única que ha sobrevivido. Llevamos unos días de locura y ya sabes el pánico que cunde cuando hay más uniformes en la calle y la prensa sensacionalista saca colmillos más afilados que ese cabrón que las ha atacado. Escuchas y vuelves. Además, aquí está ese agente. —Señaló al circunspecto joven que se paseaba por el pasillo y que saludó muy formal.

Resoplé y me giré hacia la chica que había dejado entrar a la pequeña Anna. Parecía preocupada pero tranquila, y me sonrió amable cuando me acerqué.

—Perdone, soy…

—Lo sé. Morgan me ha hablado de usted, señor Hunter. Soy Lucy, hija de Albert Maxwell.

Le devolví la sonrisa y saqué una de las tarjetas de Tucker.

—No tardaré, pero con la más mínima novedad, avíseme aquí.

  ***

 El capitán de Homicidios Sean Carmichael me era tan antipático como yo a él, pero nos tolerábamos por una misma razón: los casos especiales cuya resolución podía beneficiarnos a todos. A ellos, por mi trabajo que les ahorraba personal; a mí, porque me compensaban derivándome potenciales clientes con pedigrí que buscaban máxima discreción, el último, Lavinia Lohr, a quien recordé como en un sueño. Pero esa ensoñación había sido siempre el hechizo de Morgan Violet Rochester sobre mí desde que la conocí. También por eso ni oí el saludo en forma de gruñido de Carmichael cuando entré en su despacho detrás de Tucker, ni vi el gesto de comadreja del teniente Calvin Trass, su mano derecha, que solía acompañarlo hasta para mear mientras le soplaba sobre cualquiera que él considerara que no seguía los procedimientos de actuación supuestamente adecuados.

Carmichael me indicó una silla al otro lado de su mesa, llena de carpetas y periódicos de llamativos titulares, y esbozó una sonrisa torcida.

—Bien, Hunter, siempre encuentra usted algún lío donde sea, pero ya veo que está recuperado y ha pasado unas largas vacaciones en familia. Casi le hemos echado de menos por aquí.

—¿Qué quiere?

—De acuerdo. Era un asunto personal y me alegro sinceramente de que su sobrina y usted estén bien.

—Gracias, pero antes de que siga, debo avisarle de que este también es un asunto personal y actuaré según mi criterio. Solo he venido a informarle.

—Sí, sabemos que conoce a la última víctima, pero por eso mismo lo hemos llamado, para que no se pase en lo personal como hizo en el caso de su sobrina. La oficina del sheriff en un pueblo perdido no es el departamento de policía de esta ciudad para ir imponiendo criterios.

—Entonces ya nos lo hemos dicho todo. —Y me puse de pie.

—Espere, por favor. Dejémonos de tonterías. Siéntese. —Lo hice por Tucker. Carmichael suspiró—. Este caso es insólito ¡y estos imbéciles están arreglándolo! —exclamó cogiendo y agitando un periódico cuyo titular era «¡Toque de queda en Cambridge por el vampiro asesino!»—. Ese cabrón es un psicópata o un loco. Afortunadamente su amiga ha sobrevivido y sus datos nos ayudarán, porque el alcalde ya estaba amenazando con pedir cabezas. No hay nada en común entre las víctimas, salvo que son mujeres, y el criminal está actuando en diversas partes de la ciudad también sin relación. Pero llenar las calles de agentes no funciona. Así que ahora vamos a desaparecer como él. Y ahí es donde debe colaborar usted.

—¿Debo? Carmichael, colaboro con ustedes, pero no por obligación.

—También se mueve peligrosamente por el borde de la ley.

—Que nunca he incumplido.

—Pero interpreta a su modo.

—Sin incumplirla —reiteré y levanté una mano para zanjar aquel diálogo inútil—. Le digo que este caso es personal. Estoy de acuerdo en que desaparezcan y contengan a la prensa con la información justa. Como ya se ha filtrado que la víctima ha sobrevivido —no evité mirar fugazmente al hierático Trass—, lo que podría ponerla en peligro de nuevo si ese cabrón está loco o quiere acabar el trabajo, espero que se pueda mantener oculta su identidad. Y por supuesto no permitiré que se convierta en un cebo, por si ya se les había ocurrido. Yo me ocuparé de su protección.

—¿Va a actuar por su cuenta sin más equipo de apoyo? —murmuró Trass.

—No debería adelantarse a nada sin que lo sepamos —apostilló Carmichael.

—Informaré puntualmente al teniente Tucker. Si doy con esa alimaña, procuraré cazarla viva y entregársela, pero si tengo que matar, no dudaré. Ya saben lo más importante. Y ahora dejemos de perder tiempo. —Me levanté, pero Carmichael quiso sentenciar:

—Hunter, un solo paso en falso y yo mismo lo encerraré y tiraré la llave.

***

 Fui a casa por si necesitaba algo más para lo que había pensado. Pero no: refrigerador lleno, comodidad suficiente y, sobre todo, que yo vivía en Revere, un barrio apartado con el océano al lado.

Había llegado el día anterior después de la convalecencia en Midtown. La alargué por Navidad y Año Nuevo, por descansar de los frenéticos últimos meses y estar con mi familia. Y claro, regresé con pereza en un viaje más tranquilo que el de ida y con intención de no pasarme por el despacho hasta final de semana. Pero Tucker llamaba esa tarde.

«Es inglesa y se aloja con los Maxwell, ya sabes, la familia del famoso profesor universitario de la que por lo visto es amiga. Ha venido a un congreso internacional de enfermería y volvía de la primera jornada al anochecer. Pero lo sorprendente es que ha mencionado tu nombre cuando le hemos preguntado si conocía a más gente aquí».

Yo había colgado y volado al hospital.

Todavía no me había enterado bien de la psicosis desatada por los violentos ataques a tres mujeres a las que alguien había golpeado y matado a causa de lo que los forenses describieron, aparte de estrangulamiento, como heridas en el cuello por un fiero mordisco. Un increíble destino había puesto a Morgan en aquellos sangrientos sucesos. Decidí llevar a cabo mi plan con o sin el acuerdo de los Maxwell y antes de volver al hospital me pasé por su lujosa casa de estilo victoriano en el barrio de Cambridge. El ataque a Morgan había ocurrido en un callejón entre la alta verja del extenso jardín y el edificio colindante, un sitio lo bastante escondido como para que alguien hubiese visto u oído nada, más en una zona residencial como aquella que, aunque no hubiera sido muy tarde, al anochecer aún estaría más desierta.

Albert Maxwell, profesor en Harvard, viudo y con tres hijos, era una autoridad nacional en Literatura Inglesa del siglo XIX. Y a su nivel, pero en Europa y experto en el Medievo, estaba su colega Arthur Rochester. Se habían conocido en el 43, cuando Rochester se había trasladado desde Inglaterra para intentar una nueva vida tras quedar viudo también. Morgan decía que su padre, de nombre y apellido tan literarios y románticos, solo podía ser cómo y lo que era. Pero primero fue corresponsal de prensa en la Gran Guerra, viajó por Europa y recaló en Italia, donde se quedó un tiempo en Milán al ser herido y conocer en el hospital a una bellísima enfermera llamada Marietta. En seis meses se casaba con ella y la llevaba a Inglaterra, donde consiguió un puesto de profesor en la universidad de Londres y ella dejaba su trabajo para criar a la única hija que tuvieron. Y un hombre llamado Arthur y nacido en Glastonbury no dudó en bautizarla como Morgan y coronarla como hada reina de su Avalon particular.

Así que la niña heredó dos idiomas, el amor por los libros y las manos curativas de su madre. Años después también siguió sus pasos y era enfermera junto a ella en Londres durante una segunda guerra mundial, pero la perdía por unas fiebres infecciosas. El padre, devastado, decidía cruzar el Atlántico y establecerse con la hija en Nueva Inglaterra, naturalmente. Y muchos soldados heridos que volvían, sobre todo mutilados o con problemas de movilidad, hacían escala allí en Boston para recuperarse antes de regresar a sus hogares. En otra coincidencia del destino uno de aquellos soldados fui yo, que aunque solo con una rodilla destrozada y la cara salpicada de marcas de metralla, necesité unas semanas para andar otra vez antes de marcharme a casa un poco más tarde que los ataúdes de mis hermanos.

El primer día que vi a Morgan olvidé la tristeza por ellos, la guerra, la rodilla e incluso mi cara. El segundo, olvidé el mundo al escucharla contar historias. El tercero, nos habíamos enamorado todos, particularmente los de sangre italiana. El cuarto, ninguno queríamos irnos, y el quinto, no podía creer que aquella maga viese mi cara pero me mirara como lo hacía. Cuando me marché, caminaba con un bastón en la mano, las suyas por mi cuerpo y las de los demás queriendo matarme de cien maneras. Cuando me despidió la besé seguro de que si había sobrevivido había sido solo por conocerla y tardar apenas un año en volver para querer tenerla ya siempre cerca. Los siguientes dieciocho meses fueron los mejores de mi vida, hasta que su padre quiso regresar a Inglaterra y ella, que lo adoraba y era su única familia, lo acompañó. Yo acepté que también fuese él el único que me la quitara y simplemente me despedí con un «aquí estaré», incapaz de reprocharle nada.

De vuelta al hospital el agente me dijo que Lucy Maxwell se había marchado ya con Anna y el médico acababa de entrar a ver a Morgan. Cuando salió, me identifiqué y le pedí permiso para quedarme con ella, pero me dijo que no era necesario. Morgan se había torcido levemente un tobillo, tenía abrasiones en brazos y piernas y la herida en el cuello afortunadamente había sido superficial porque ella se había defendido; pero la mantenían en observación por los golpes en la cara y la cabeza. Estaba asustada pero tranquila, y que fuese enfermera ayudaba mucho. Yo le pedí al médico que le preguntara y después me dejaba entrar.

Morgan estaba mejor.

—Ver a Anna me ha animado mucho —dijo—. Y tú. Pero no tienes que quedarte. Todo el mundo ha querido hacerlo y les he dicho que no.

—Yo no soy todo el mundo.

—Eso es verdad —sonrió.

Entonces sí me acerqué para sentarme en la cama. Ella me cogió la mano entrelazándome los dedos y apretándolos, pero me mostré firme en no caer fulminado.

—¿Y tu padre? —pregunté.

—Le he suplicado a Albert que no lo llame. Estoy bien.

—¡Pero si han podido matarte!

—No te enfades, por favor. Tú no… —Bajó los ojos—. Sé que debería haber tomado un taxi, pero hacía tan buena noche y la boca de metro está cerca. Todo estaba tranquilo.

—Escucha, ahora me voy a quedar quieras o no, y después os vendréis conmigo.

—No, Lloyd, eso…

—Eso tampoco voy a discutirlo.

Parla il lupo cattivo?

—Sí, el peor.

Se rio y yo también tuve que hacerlo para aliviar la tensión.

—¿Y puedo pedirte otro favor?

—Prueba.

—Albert y Lucy están siendo maravillosos, y con lo que ha pasado y cómo se han ocupado de Anna… Pero tienen que trabajar y simplemente te pido que mañana vayas a buscarla. Le he hablado de ti. Me ha costado encontrar un cuento con lobos buenos, pero al final he recordado a Akela y, bueno, ya la tienes en la manada.

Asentí, pero entonces se puso muy seria.

—¿Qué? —Me alarmé.

—Es una sensación solamente y por eso no le dije nada a tu amigo policía. No pude ver a ese hombre porque apareció de la nada y por detrás. Tampoco habló, pero desde luego era muy fuerte y me golpeó para aturdirme y arrastrarme por el callejón, donde me tiró al suelo. No pude ni gritar.

—No es necesario que me cuentes nada. He leído el informe —la interrumpí.

—Espera. Déjame recordar. Creo que iba embozado o con sombrero, y llevaba guantes, pero pude agarrarle las muñecas y el tacto de la piel era rugoso, como de quemaduras cicatrizadas. Fue cuando quiso morderme, pero al sentirle ya los dientes en el cuello, le arañé y él aflojó la presión. Entonces pataleé como me enseñaste una vez y pude girarme un poco, pero de pronto él me soltó y huyó corriendo.

—¿Pudiste verlo entonces?

—No, y, por suerte, pude llegar por mi propio pie y enseguida Albert llamó a la policía y me trajo aquí. Pero con lo que me quedé fue con esas marcas, su comportamiento y reacciones. Quizás sea un loco, pero también podría sufrir porfiria.

—¿Porfiria? ¿Esa no es la enfermedad de…?

—De los vampiros, sí, así se la conoce —dijo—. Es rara y suele ser hereditaria, pero puede producir hipersensibilidad a la luz que causa esos daños en la piel, y también trastornos de personalidad según el tipo, o si hay factores externos como abuso de alcohol. Hay un tipo especialmente grave donde los daños cutáneos pueden deformar terriblemente los rasgos faciales. Si ese hombre la padece, podría haberse trastornado mucho, pero ya te digo que son solo impresiones. —Entonces suavizó la expresión para medio bromear—. Sabes también que los vampiros se llevan mal con los hombres lobo.

—Ya, pero los vampiros también se convierten en lobos, ¿no? —La imité—. Venga, será mejor que te duermas ya. Voy a telefonear a mi amigo. —Me quise levantar, pero Morgan no me soltó.

—No avises a mi padre, por favor.

—Debería saberlo.

—Yo lo haré. De verdad. —Asentí y ella apartó la mirada—. Quería llamarte después del congreso. Es el primer viaje de Anna y…

Entonces se le humedecieron los ojos, me cogió la mano con las suyas y noté su temblor antes de inclinarme para abrazarla y verme con la cara hundida entre su pelo y el cuello herido que tantas veces le había besado. El mismo olor y suavidad, mi mismo deseo. Volver a verla era lo último que hubiese imaginado. Hablé para no asfixiarme:

—Tranquila… Siente el miedo, es bueno. Y lo que me enseñaste tú a mí es que solo existe el momento, y ahora el momento es este.

—Debí haberte llamado antes, pero temía que no quisieras verme ni…

—Te dije que estaría aquí y aquí sigo.

Se apartó y me miró llorosa.

—Perdóname, Lloyd. Sé el daño que te hice al marcharme y aún lo he lamentado más.

—Morgan, el momento es lo que importa.

Entonces sus labios me callaron y me rendí a aquel suave beso. Después seguí abrazándola hasta que la sentí relajarse. El cansancio, la tensión y la medicación terminaron venciéndola y se dejaba echar para quedarse profundamente dormida. Yo ardía y, al levantarme, las piernas me temblaron igual que el corazón y salí con paso vacilante, le pedí al agente que no se moviera de la puerta y fui a llamar a Tucker. Después, me marché y conduje por los lugares donde habían matado a las otras mujeres: dos eran también callejones y casas con patios traseros y uno estaba cerca de un parque que permitía una huida rápida. Dos horas más tarde regresaba al hospital y mandaba al agente a casa bajo mi responsabilidad. El incómodo sillón junto a Morgan me pareció el Paraíso.

***

Me desperté al amanecer. Morgan dormía y la hinchazón de su cara había disminuido. Me quedé mirándola. El tiempo suele tamizar la efervescencia de la juventud, su ímpetu y creencia de que el amor es eterno. En aquel instante no había tiempo porque yo siempre había querido pararlo cuando la miraba. Con veinticinco años lo había creído cada vez que estuve entre sus brazos, sus pechos y sus piernas. Ahora me dolió demasiado contemplarlos tan lejos y tan cerca de nuevo, pero supe que, ocurriese lo que ocurriese, querría volver a detenerlo.

 

Ilustración de David Aguilar

 

Entonces mi estómago se quejó. Estaba hambriento, aunque me sentía descansado. Salí. Debía de tener un aspecto deplorable porque el agente de guardia, que había llegado ya, me miró compasivo. Desayuné en una cafetería frente al hospital y luego fui a casa para darme una ducha, afeitarme y cambiarme de ropa. Más tarde aparcaba frente a la verja de la casa de los Maxwell y me sorprendió que me abriera el propio Albert Maxwell, pero me sorprendió más ver a Anna que, sentada en una silla del vestíbulo, se levantaba y venía casi corriendo para ponerse a mi lado con el gesto inquieto.

—Vaya, esta señorita estaba muy impaciente —sonrió cordialmente Albert Maxwell. Era alto, de pelo entrecano, rostro alargado y ojos muy azules y brillantes. Mediaba los sesenta y derrochaba clase y atractivo que le intensificaban sus muy caros zapatos negros y elegante traje marrón de tweed. Me estrechó una mano firme—. El señor Hunter, ¿verdad? No sabíamos que Morgan tuviera aquí un amigo tan bueno como nos ha dicho que es usted. Es terrible lo que ha sucedido. Por favor, entre.

—Buenos días. Ciao, Anna. Gracias, pero no quisiera entretenerle. —Di dos pasos y él cerró la puerta.

—En absoluto. Mis clases son más tarde y a mis alumnos no les importará si me retraso. —Se rio y aún sonó más encantador, pero a la vez Anna me cogía la mano sin decir nada.

—Aun así probablemente Morgan nos esté esperando ya.

—¿Cómo está? ¿La ha visto?

—Sí. Ha pasado buena noche.

—Bien. Seguro que enseguida podrá salir.

—A propósito de eso, ya le he dicho a ella que quiero que se vengan conmigo.

—Oh, ¿por qué? —El encanto se le esfumó.

—Por favor, tómelo como una medida de seguridad. Por supuesto que aquí…

En ese momento se oyeron unos crujidos muy por encima de nosotros, como pasos por un suelo de madera. Anna me apretó la mano y Maxwell recuperó la sonrisa mirando también hacia arriba.

—Esta casa necesita un buen arreglo que quiero hacer en primavera. Desde 1897 ya ha pasado tiempo, así que han venido a echarle un vistazo. Pero dígame, ¿Morgan quiere marcharse con usted? Este es un barrio tranquilo y tienen toda la seguridad. Los policías que vinieron lo comprobaron. No podría abusar de sus servicios de vigilancia exclusivamente, claro, pero pagaré la seguridad privada necesaria —dijo aquello mirándome fijamente. Yo sonreí pero no con los ojos.

—No lo dudo, pero se trata de discreción. La prensa sabe que Morgan sobrevivió, aunque no su identidad, pero han publicado fotografías del lugar del ataque y podrían enterarse de todo en cualquier momento, y Morgan volvería a estar en peligro. Alejarla solo significa precaución. En cuanto a mí, además de buen amigo, colaboro con la policía. Puede consultarles.

—No me convence mucho, la verdad. Preferiría que nos lo confirmase ella, ya que además se empeña en no avisar a su padre.

—Lo sé, pero por supuesto pregúntele. Y ahora, si me disculpa, nos marchamos ya.

Y sin darle tiempo a más, abrí la puerta haciendo salir a Anna. Nada más arrancar el coche, la niña me miró:

—Mi madre dice que eres como Akela.

—No, él es más sabio y valiente. —Sonreí.

—Pues sí pareces valiente.

—Muchas gracias.

—¿Y alguna vez has tenido sueños sin estar dormido?

La miré brevemente y seguí viendo inquietud.

—Creo que no. ¿Por qué?

—Es que yo he tenido uno y no estaba dormida. No, no estaba… —reiteró compungida.

 ***

Morgan miraba por el ventanal apoyada en una muleta. Anna se abrazó a ella con más emoción que el día anterior y yo fui claro:

—Bien, si te encuentras con fuerzas, nos vamos.

—¿Por qué? Tesoro, ¿qué ha pasado?

Anna se había mantenido serena antes al contármelo, pero ahora no evitó unas lágrimas más de alivio por que yo la había creído que de temor. Morgan la calmó sentándola en su regazo y abrazándola. Yo aproveché para llamar a Tucker, que aparecía veinte minutos después.

Anna se había acostado pronto la noche anterior tras cenar muy poco, aunque Morgan le había pedido que comiese y continuara obedeciendo a Lucy y Albert. Seguía muy asustada y estar sola en esa enorme habitación que compartía con su madre en aquella casa tan grande aún la había atemorizado más. Lucy era muy simpática y se había quedado con ella para asegurarse de que se dormía en esas dos noches. La primera, Anna había caído rendida por el miedo y el llanto, pero esa segunda noche la despertaron unos pasos por el pasillo. Sería Lucy, o el señor Albert, y por eso volvió a cerrar los ojos. También estaba cansada, pero haber pasado la tarde con su madre y saber que tenía más amigos la habían tranquilizado. Entonces oyó que abrían la puerta muy despacio, pensó que Lucy quería comprobar si se había dormido y asomó un poco la cara por encima de la sábana. Entró una rendija de luz y también una figura sigilosa que no era Lucy.

Anna sabía que en la casa trabajaban una cocinera y un jardinero, pero no vivían allí. También había conocido a Madeline, la hermana pequeña de Lucy, que había venido el día que llegaron para saludar a su madre, pero Madeline no vivía allí tampoco. La figura se quedó parada un momento y Anna distinguió entonces que llevaba algo que le ocultaba parte de la cara, como una bufanda o un pañuelo grande, y decididamente era un hombre, pero no el señor Albert. Cerró los ojos cuando la figura se giró hacia ella, y luego sintió que se acercaba despacio hasta los pies de la cama, donde se detuvo otra vez. Anna pudo oírle la respiración y supo que la estaba observando. Permaneció inmóvil y la figura siguió observándola unos segundos más, luego se movió igual de silenciosa para marcharse. Anna ni siquiera oyó cerrarse la puerta y no se atrevió a moverse hasta que la tensión la venció. Por la mañana se levantaba muy temprano, pero no quiso decir nada cuando Albert le preguntó por la cara tan seria que tenía.

—No sé. Los niños son muy impresionables. Quizás vio una sombra o la imaginó —dudó Tucker cuando salimos fuera tras escucharla.

—¿Y coincidir en la descripción con su madre si ella no le había contado ningún detalle así? Ni siquiera os lo había contado a vosotros. Y me han mentido muchas veces mejor que Maxwell hace un rato —dije.

—Entonces…

—Entonces tenemos dos opciones: o ese tipo huyó pero se escondió para saber qué pasaba con Morgan y ver que en realidad iba a aquella casa, con lo cual se encontró con la suerte de localizarla, o tiene que ver con los Maxwell. Y siento que eso me parezca lo más probable, aunque no sé de qué manera.

—Si es así, habría que estar muy seguros. Maxwell es un pez muy gordo en los círculos académicos de medio país y sabes que Carmichael está esperando ese paso en falso.

—¿Qué tenéis de él?

—Nada, ni una multa de tráfico, y el resto de la información es pública, al menos en su profesión.

—Yo no sé mucho más, pero hablaré con Morgan, y también de los otros casos. Quizás pueda ver algo que no se nos ocurre.

Entonces Tucker recuperó su tono socarrón.

—Sí, ver sí que parece haber visto cosas ocultas de ti, o no tan ocultas, más que nada porque te estás comportando como un…

—Ya lo sé.

—O sea, que ¿hablamos de lejanos y reencontrados asuntos de entrepierna o es que en realidad somos unos sentimentales?

—¿Tú qué crees?

—Me parece que los dos porque no me has mandado a la mierda todavía. Vaya, vaya… Y deduzco también que debiste de pasarlo tan bien como mal por esos ojos verdes.

—Por eso es evidente por qué tú eres poli y yo no.

—Vale. Ya me callo.

***

 Morgan habló por teléfono con Albert. No pudo pensar que existiera la posibilidad de que aquel intruso tuviera que ver con él o su familia, pero había creído a Anna y se había asustado tanto que no dudó en alegar la mentira —o media verdad— sobre una nueva pista descubierta que daba más razón a su traslado conmigo. Esa misma tarde, y aunque con cierto desacuerdo, el médico la dejaba marcharse. Morgan podía andar despacio, sujeta a mi brazo y con Anna de la otra mano. Las ayudé a subir al coche y fuimos a casa de los Maxwell.

Albert estaba disgustado, pero Lucy, más comprensiva aunque también con menos amabilidad, lo entendió y pronto tuvo dispuesto el equipaje que metí en el maletero. Morgan se disculpó muy abatida, les reiteró su confianza en mí y les aseguró que la policía estaba detrás de aquel movimiento. Albert lo había comprobado al hablar directamente con el capitán Carmichael. Este, informado por Tucker, por una vez y aunque nada conforme con que ahora una niña hubiera visto un fantasma, decidió seguir dando carrete, ya que no había habido más ataques. Pero también porque pensamos que vio unos titulares mucho más impactantes y beneficiosos para él si el supuesto vampiro resultaba ser alguien de renombre.

Cuando llegamos a mi apartamento ya había anochecido. Las instalé en mi habitación, donde la cama era lo suficientemente grande para las dos. El cuarto de baño estaba dentro, así que también sería más cómodo para ellas. Yo tenía de sobra con el sofá cama del salón que había comprado cuando me mudé allí y por mis sobrinos, que, con la interminable playa de Revere a un paso, habían disfrutado mucho en sus visitas. Después salí para traer comida italiana de Cecchini’s y comprobaba también que Tucker había enviado al agente del hospital para darse una vuelta.

No pude recordar la última vez que me había sentido como esa noche. Comimos, hablamos, reímos y olvidamos. También desaparecieron vampiros, fantasmas, sombras y oscuridad, dolor o recuerdos, y únicamente existieron las dos hechiceras. Las mandé a dormir pronto, pero antes hice prometer a Morgan que llamaría a su padre al día siguiente. Al quedarme solo, me desplomé en el sofá y quise permitirme un whisky. No sé en qué momento Morgan me despertó y pensé, como Anna, que estaba soñando con los ojos abiertos, sobre todo cuando se sentó sobre mis piernas y me tocó la cara.

Grazie mille.

Perchè?

Per te.

 

 

Continúa en la página de Lloyd Hunter, en el Rincón Literario de mi web, INGLÉS A TU AIRE.

  Dedicado a mis amigas y compañeras de colegio y, particularmente, a Mari Mateos, milanesa de adopción y mi segundo «hermano» de la infancia. Gracias por revisarme mi penoso italiano.

 

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Noviembre, 2014.

Chicas, sangre y dulce de membrillo

Autor@: Juan Ramón Lorenzana

Ilustrador@: Verónica López

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: Negro

Rating: +18

Este relato es propiedad de Jesús Cernuda. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 Chicas, sangre y dulce de membrillo.

¡Estoy harta, muy harta! El espantoso frío parece pretender colarse en mis huesos y masticarlos como si estos fueran de madera y aquel, maldita carcoma. La impenitente lluvia no cesa de mojar las ya encharcadas aceras. El impertinente viento intenta permanentemente levantarme la falda. Y no hay nadie en la calle a quién poder hincarle el diente. ¡Estoy harta, muy harta!

Había salido a la calle a primera hora de la mañana con la mayor de las ilusiones. El día amanecía espléndido, el sol de otoño acariciaba cuanto tocaba cubriéndolo con un liviano y dorado resplandor que presagiaba un precioso día, quizá el último, antes del largo invierno. Me puse un monísimo vestido de Desigual que me había comprado en las rebajas de agosto y que, no sé por qué, no me había puesto todavía, lo que supuse que significaba que se había estado reservando para este día, que yo presumía especial, como si el vestido poseyera conciencia de sí mismo y yo no tuviera voluntad ni control sobre él. Una fina chaqueta negra con una enorme flor roja en el costado izquierdo fue lo único que pensé que podía hacerme falta por si al atardecer le daba al tiempo por refrescar. Para terminar la visión ideal que me devolvía el espejo, me puse en los pies unas preciosas sabrinas plateadas con la lengüeta en color rosa coral.

No refrescó, creo que eso ya está claro, simplemente llegó el desagradable y odioso invierno en el intervalo de tiempo que transcurrió entre que crucé la puerta de la confitería de Manuel, (si algún día se me pasan las ganas de mujer, al primero que me tiraré será a Manuel; tiene unas manos bonitas y huele a dulce de membrillo) y me tomé un café con leche y una tostada con mermelada de mandarina. Al salir estaba cayendo el diluvio universal. La temperatura había caído…, se había suicidado, y un viento huracanado procedente, seguramente, de las estepas siberianas hacía que la lluvia no cayera, como presupone el verbo, verticalmente, sino que era cruelmente paralela al suelo con el peligro que suponía de ahogamiento si se te ocurría caminar con la boca abierta. Llegué a mi casa empapada, helada y muy muy cabreada, lo que, aunque no justifique lo que hice a continuación, sí que hace más comprensible, al menos ante mis ojos, lo cruel y desagradable de mi comportamiento con Raquel. Y es que soy una vampira, y no existe en el mundo nada más peligroso que una vampira cabreada.

Me gustan las chicas delgadas y deportista de esas que la piel cubre unos torneados músculos alimentados por grandes y elásticas venas. También me gustan las escuálidas esas que ya sea por aflicción o por afición, no se echan bocado a la boca y sus finas y delicadas pieles parecen quedar holgadas con lo poco que tienen que tapar, tan poco que se puede ver a través de ellas unas finas y azuladas venillas que parecen suplicar que alguien les quite un mucho del amor que a raudales recorre su cuerpo llenando de pasión su corazón.

Me gustan las chicas gorditas y graciosas porque es una dulzura arrancarles la ropa y retozar entre sus adorables carnes en busca del tesoro que esconden entre sus rechonchos brazos y piernas, entre pliegues y blandas redondeces que beso y aprieto, que palpo y lamo hasta encontrar ese lugar perfecto donde clavar los incisivos y extraer la savia de su vida que me da la mía.

Me gustan las chicas tristes porque se entregan sin reparos esperando una muerte rápida que yo no les doy porque prefiero jugar con ellas hasta que una luz de esperanza aparece en su mirada y, entonces, no dudo en robarles hasta la última gota de su nueva y dulce sangre, dejándolas después adormecidas para siempre como a melancólicas hojas secas.

Me gustan las chicas malas porque creen que me pueden ganar, que están de vuelta de todo, que nadie ni nada las va a sorprender y que pueden pasar por encima de cualquiera. Qué gusto me da morderles la lengua justo en ese momento en que su soberbia y engreimiento se encuentran y se saludan en la cumbre de su ignorancia. Cuando su boca se llena de sangre, algunas intentan clavar uñas, intentan dar patadas, intentan resistirse, pero eso solo dura unos segundos; después, como todas, se entregan sin más señales de su miedo y desconcierto que las lágrimas y los mocos que también me como, pues son el mejor final para una noche de amor y sangre.

Me gustan las morenas y las pelirrojas, las rubias me gustan también. Me gustan las bajitas y las universitarias o amas de casa. Me gustan las dependientas de mis tiendas favoritas, las maestras de escuela y las que conducen autobuses. Me gustan mis vecinas, sobre todo la zorra del tercero B, que va por su quinto novio en los tres meses que lleva viviendo aquí. Me gustan las Frikis, las Góticas, las Hipsters, las Pijas, las Mods y las Canis. Me gustan las tontas del culo, las solamente tontas y sobre todo, las tontas que se creen listas. Me gustan las chicas que llevan sus libros apretados contra el pecho camino de la biblioteca, las que con la tabla de surf bajo el brazo avanzan en dirección al mar por el paseo de la playa de San Lorenzo; las que patinan, las que comen helados y las que subidas en impresionantes zapatos de tacón y embutidas en elegantes y ajustados trajes llaman un taxi levantando enérgicamente la mano. Me gustan las chicas de pechos inabarcables para mis pequeñas manos y las que tienen los ojos verdes, o azules, o de color como la miel. Me gustan las chicas y por eso todavía no me he tirado a Manuel, que es muy simpático, tiene el culo prieto, huele a dulce de membrillo y tiene unos ojos donde una podría perderse para siempre olvidando lo que de verdad le gusta.

Me gustan todas las chicas… Todas menos Raquel. Por eso, cuando llegué a casa tan empapada, tan cabreada y con tanta hambre, no pude evitar tirar mi otrora bonito vestido a la basura, y como me conozco y no quiero hacer una locura que haga sospechar a nadie lo que soy en realidad, intenté calmar mi rabia con una ducha caliente y luego con un ardiente chocolate con magdalenas. Pero nada conseguía calmarme los nervios ni la insoportable sed de sangre, una sed incomprensible para las personas normales porque no nace del estómago o de alguna específica zona del cerebro que te indica que debes beber algo para no deshidratarte y morir, sino de un lugar oscuro y ya muerto que reclama inmediata y vorazmente un sacrificio de sangre, un lugar al que es mejor escuchar y hacer caso si una no quiere convertirse en un ridículo montoncito de polvo.

No podía más, así que subí saltando de terraza en terraza hasta la casa de Raquel, situada en el último piso del edificio de siete plantas contiguo al mío. La muy puta no era muy precavida o no tenía la más mínima sospecha de que una vampira tuviera tantas ganas de romperle el cuello y saciar su rabia chupando hasta la última gota de su sangre. Probablemente eran ambas cosas y por eso le agradecí en silencio que tuviera abierta la puerta corredera que daba al salón. Pude perfectamente oír su estúpida risa, sus espantosos ruidos guturales, sus obscenas súplicas y el rítmico golpeteo de dos cuerpos fornicando como vulgares perros.

Yo ya sabía lo que me iba a encontrar cuando cruzara el dintel de la puerta del dormitorio de Raquel, la única duda era si vería primero la cara de esa zorra o el culo del jefe de Manuel. No lo he dicho antes, pero Manuel tiene un contrato de media jornada en la confitería, aunque es él el que sube la persiana a primera hora de la mañana y es él el que la baja no antes de las once o doce de la noche. Su jefe es un degenerado que tiene varios negocios de hostelería por toda la ciudad, un tipo grandote, grosero y sucio cuya única habilidad en la vida es saber ganar dinero, que al parecer es también la única destreza digna de admiración para mucha gente, incluida Raquel. Manuel, sin embargo, es educado, amable y culto, todas ellas cualidades absurdas según Raquel, que no duda en echarle en cara su manía de leer poesía y de cuidar los geranios y sus peces de colores.

Fue el peludo culo del jefe de Manuel lo primero que vi. Y él fue su corazón lo último que vio porque se lo enseñé antes de aplastarlo contra su asombrada cara. La puta de Raquel seguía fingiendo y gemía como si estuviera sumida en un permanente orgasmo, aunque hacía ya varios segundos que el jefe de Manuel había dejado de moverse y su flácido pene había eyaculado sobre el colchón. Pero la muy guarra parecía no percatarse de nada, quizá porque el jefe de Manuel permanecía de rodillas tras ella sin caerse debido a que su abultada barriga reposaba sobre la espalda de ella logrando con ello un equilibrio raramente estable. Pero la muy guarra seguía moviendo el culo y gimiendo, lo que provocó un corrimiento catastrófico de masa abdominal y, por ende, que el jefe de Manuel se cayera sobre la cama y después rodara hasta estrellarse contra el suelo. Ahora sí la puta de Raquel despertó de su trance y, justo antes de empezar a gritar, la agarré por la garganta y la aplasté contra la pared.

Tengo que reconocer que, al final, la vida de Raquel tuvo algún sentido, al menos para mí. La hice sufrir mucho, lo reconozco, pero era necesario, no porque además de vampira sea una sádica y me guste torturar a la gente, pero es que, de vez en cuando, es muy agradable beber sangre amarga, sangre que solo se consigue si el portador de la misma padece durante horas los más insoportables sufrimientos. Raquel los padeció durante tres largas horas, y su sangre me gustó y me sació.

Fue Manuel el que descubrió la dantesca escena cuando llegó a su casa, y fue Manuel al que detuvo la policía como sospechoso del brutal asesinato de su mujer y del amante de esta. Pero eso no me preocupó. Yo sabía que la policía, por norma, es tonta del culo y van a lo fácil. Pronto lo dejarían en libertad porque multitud de personas declararían que lo vieron trabajando en la confitería en el momento que se cometían los crímenes.

Pronto Manuel estaría en libertad, sin la zorra de su mujer y sin el degenerado cabrón de su jefe.

Pronto me tiraré a Manuel, que tiene los ojos del color de la miel, el culo prieto, las manos pequeñas y huele a dulce de membrillo.

Ilustración de Verónica R. López

Juan Ramón Lorenzana

Ciprianillo

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Lado oscuro

Rating: +14

Este relato es propiedad de Jesús Rodríguez Redondo. Las ilustraciones son propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Ciprianillo.

Búhos, lechuzas, sapos y brujas…

Demonios, trasgos y diablos, espíritus de las nebulosas sendas.

Cuervos, salamandras y hechiceras: hechizos de las curanderas.

Podridos tallos agujereados, hogar de los gusanos y alimañas.

Fuego de las Santas Compañas, mal de ojo, negros hechizos, olor de los muertos, truenos y rayos.

Aullido del perro, pregón de la muerte; hocico del sátiro y pie del conejo.

Pecadora lengua de la mala mujer casada con un hombre viejo.

Infierno de Satán y Belcebú, fuego de los cadáveres ardientes, cuerpos mutilados de los indecentes, pedos de los infernales culos, mugido de la mar embravecida.

Vientre inútil de la mujer soltera, maullar de los gatos que andan en celo, greña sucia de la cabra mal parida.

Con este cazo levantaré las llamas de este fuego que se asemeja al del infierno, y huirán las brujas a caballo de sus escobas, yéndose a bañar en la playa de las arenas gordas.

¡Oíd, oíd! los rugidos que dan las que no pueden dejar de quemarse en el aguardiente quedando así purificadas.

Y cuando este brebaje baje por nuestras gargantas, quedaremos libres de los males de nuestra alma y de todo embrujo.

Fuerzas del aire, tierra, mar y fuego, a vosotros hago esta llamada: si es verdad que tenéis más poder que la humana gente, aquí y ahora, haced que los espíritus de los amigos que están fuera, participen con nosotros de esta Queimada.

***

Durante toda su corta vida guardó los secretos. Toda su vida sin poder compartir con nadie las cosas que iba descubriendo. Lo que aquel niño había llegado a averiguar, no se podía relatar. El simple hecho de hacerlo; traería, a quien osara, todos los males, males inimaginables. Toda su vida sufrió el acecho de las maldiciones de los diablos y fue perseguido por los conjuros de las brujas.

—Los diablos y las brujas custodian los conjuros y las más secretas pócimas, los guardan con celo en las entrañas de la tierra y nadie, tiene ni tendrá nunca acceso a ellas—Dijo aquel hombre mientras llenaba las tazas de barro con el aún ardiente orujo que a borbotones manaba de aquella queimada.

«¿Por qué habré espiado tras la puerta? —Se preguntaba Ciprianillo— me habían advertido de que no lo hiciera. Maldigo el día en que escuche aquel conjuro».

***

Ciprianillo y su familia vivían en un pueblecito muy cercano a Santiago de Compostela. Su casa era una de las que salpicaban los coches que, en los días lluviosos, transitaban por aquella pequeña carretera. En la parte trasera de la casa, una pequeña huerta abastecía de verduras y otras hortalizas a esta humilde familia. En una esquina, una pequeña caseta de maderas viejas servía de cobijo al cochino que todos los años se criaba, para a continuación, servir de alimento en los fríos días de invierno. Tras la huerta, la vía del tren, y a continuación; campos de cultivo, bosques y praderas. Varias casas iguales se extendían a lo largo de la angosta carretera. Eran las casas que, en su día, había construido la empresa ferroviaria para albergar a las familias de sus trabajadores.

Ciprianillo siempre había sentido mucha curiosidad por las historias que contaban los mayores y en especial, si se trababa de relatos sobre hechizos, o brujerías. Había oído hablar de la Santa Compaña, de la Reyna Lupa y de muchas más cosas que habían ocurrido en el monte que se elevaba a muy pocos kilómetros de su casa. El Pico Sacro era el lugar más misterioso para Ciprianillo y al que iba siempre que le era posible.

Aquella noche comenzó todo.

El muchacho, tras cenar, se retiró a su habitación. Era una fría moche de invierno, en la que el cielo, se mostraba totalmente despejado. La luna llena alumbraba los campos y bosques que se podían ver tras la ventana de su habitación. El viento estaba en calma y a sus oídos no llegaba el más mínimo sonido. El muchacho apagó la luz de su cuarto y se dispuso a dormir. Echado en su cama y mirando a la ventana podía ver las copas de los árboles de una finca cercana. La luz de la luna, las alumbraba…

«¡No mires, no mires! —Pensaba Ciprianillo mientras tras la ventana de su cuarto tañía una pequeña campana, a sus oídos llegaban canticos fúnebres y murmullos de oraciones—»

Echado en la cama continuaba mirando hacia la ventana. Solamente podía ver las copas de los árboles de la finca cercana. Sabía que no se debía de incorporar para ver más abajo, para poder ver lo que sucedía en la carretera delante de su casa. La campana seguía sonando y tanto esta como los canticos y oraciones llegaban a sus oídos con más claridad. Hubo algo que se dejó de oír; el sonido de las cadenas que arrastraban en su caminar. La Santa Compaña, se había parado.

Ilustración de Paloma Muñoz

«Se han parado delante de la casa ¿Qué quieren? ¿Estarán justo delante, o habrán parado en la del vecino?»

La curiosidad pudo con Ciprianillo que, de un salto, salió de la cama acercándose a la ventana. La Santa Compaña se había parado ante la casa de su vecino, «Pobre hombre —pensó— muy pronto le visitará la muerte».

En ese momento, el muchacho no sabía por qué, él, era capaz de ver a la Santa Compaña. Se decía que muy pocos la podían ver. Sus padres le prohibían desde muy pequeño estar presente cuando pronunciaban el conjuro de la queimada, o asistían a reuniones en las que se pronunciaban otros, o eran presididas por alguna de las brujas de la zona que invocaban a los espíritus de los muertos. Sus padres le intentaban proteger. Sabían que Ciprianillo podría ver a la Santa Compaña y que también podría descubrir los misterios escondidos en los hechizos de las brujas y en las maldiciones de los demonios. Ciprianillo había sido bautizado, por error del cura del pueblo, con el óleo de los difuntos.

«¿Me habrán visto? —se preguntó a continuación».

Tras este pensamiento, y para aclarar su duda, abrió la ventana y se asomó. Pudo percibir el olor a cera de los cirios que portaban y pudo ver cómo quien portaba una cruz y un caldero con agua, le miraba. Era el mortal que presidía el cortejo. Ciprianillo le pudo reconocer, era su vecino.

Hacía tiempo que se comentaba en el pueblo. Roberto, su vecino, llevaba un tiempo en el que se le veía desmejorado, como si una extraña enfermedad le estuviera consumiendo. El médico del pueblo ya le había mandado a varios especialistas de Santiago, pero ninguno supo decir el mal que le aquejaba.

***

Los elegidos para ir delante de la Santa Compaña son mortales que no recuerdan durante el día lo ocurrido en el transcurso de la noche. Únicamente se podrá reconocer a las personas penadas con este castigo por su extremada delgadez y palidez. Cada noche su luz será más intensa y cada día su palidez irá en aumento. No les permiten descansar ninguna noche, por lo que su salud se va debilitando hasta enfermar sin que nadie sepa las causas de tan misterioso mal. Condenados a vagar noche tras noche hasta que mueran u otro incauto sea sorprendido (al cual el que encabeza la procesión le deberá pasar la cruz que porta).

***

Roberto miraba a Cipianillo y con su gesto le ofrecía la cruz que portaba. Al instante se dio cuenta de que todas las ánimas, todas las almas en pena que formaban aquella procesión de difuntos, le miraban e invitaban a que se uniera a ellos. Ciprianillo no iba a ser el incauto que portara la cruz. No estaba dispuesto a cumplir la pena impuesta por alguna autoridad del más allá a su vecino Roberto. Cerro la ventana retirando la mirada antes de que fuera demasiado tarde y su embrujo le hiciera perder la razón accediendo a aquella macabra petición.

Ciprianillo sabía que tenía que apartarse de su camino si se la encontraba, también sabía que se podría librar de ella tirándose boca abajo y esperando sin moverse, aunque la compaña le pasara por encima. Sabía que nunca debería de tomar una vela que le tendiera algún difunto de la procesión, pues este gesto le condenaría a formar parte de ella. Lo que no sabía era cómo librarse una vez que sabían que los había visto y le habían ofrecido la cruz. Cogió una tiza de la pizarra que tenía en su habitación donde apuntaba y hacía sus dibujos. Pintó un círculo en el suelo y dentro de este dibujó una cruz; se postro en el suelo dentro del círculo, se tapó los oídos para no escuchar la voz ni el sonido de la compaña y se puso a rezar.

No sabía si esto serviría para que la procesión siguiera su camino pero… Pasados cinco minutos se atrevió a separar las manos que tapaban sus oídos. No se oían los rezos ni los cantos funerarios, ya no olía a cera de los cirios y la carretera, una vez que se atrevió a incorporarse y asomarse de nuevo a la ventana, estaba despejada. La Santa Compaña había continuado en busca de otro incauto.

—Padre, padre, despierte.

Ciprianillo había ido a la habitación de sus padres, no podía dormir y necesitaba contarle lo que había sucedido.

—¿Qué sucede hijo, por qué me despiertas a estas horas?

—Ya sé cuál es la enfermedad que consume a nuestro vecino Roberto.

—¿Y para eso me despiertas? ¿Cómo puedes saberlo?

—he visto la Santa Compaña y él presidía el cortejo.

Su padre salió de un salto de la cama, sabía que tarde o temprano iba a suceder pero no pudo evitar la sorpresa.

—Vamos a la cocina no despertemos a tu madre —le dijo mientras lo cogía del brazo y lo sacaba de la habitación.

Ciprianillo se sentó en una banqueta y mirando hacia su padre, que daba vueltas de un lado a otro de la cocina, esperaba que le tranquilizara.

—Ya sabía yo que esto iba a suceder —dijo su padre en voz muy baja mientras apretaba con rabia los dientes.

—¿Qué iba a suceder qué? —Preguntó Ciprianillo aún más asustado.

Su padre dejó de dar vueltas por la cocina y se sentó a su lado, apoyó los codos sobre la mesa y con las manos en la frente y la mirada depositada en la mesa le dijo:

—No quería que sucediera tan pronto, eres demasiado joven todavía para comprenderlo.

—¿Para comprender qué? No me asustes más por favor.

—Solamente tienes quince años y no estás preparado. Has visto a la Santa Compaña, has identificado al mortal que porta la cruz y no te han llevado. Sin duda eres el elegido. Lo supe cuando hace quince años don Román te bautizó utilizando por equivocación el óleo de los muertos.

—¿De qué estás Hablando? ¿Cómo que me ha bautizado con el óleo de los muertos? ¿Qué significa todo esto?

Ciprianillo, al no poder dormir por los nervios y el susto había ido a buscar consuelo en su padre, ahora; no solo no dormiría esa noche, no dormiría el resto de su vida.

Aquel hombre levantó la cabeza y miro directamente a los ojos de su hijo. Su mirada expresaba un profundo desasosiego.

—Hijo, si la Santa Compaña no te ha llevado, es porque eres sin duda el elegido. A partir de ahora los demonios y las brujas, los espíritus del mal y las almas que no encuentran el camino te seguirán. Tú serás el encargado de recoger todas sus súplicas, de manejar sus conjuros y maldiciones y de ser el custodio de tanto conocimiento. Por las noches recibirás la visita de las almas en pena que te pedirán consejo, las brujas intentarán maldecirte con sus hechizos y los demonios lucharán por adueñarse de tu alma. Cada vez que consigas hacer que un alma en pena encuentre el camino hacia la luz, te adueñaras de un conjuro de bruja y con este ya nunca te podrán hacer daño. Los demonios perderán fuerzas y estarás más protegido contra ellos. Cuantas más ánimas liberes y más conjuros poseas, más fuerte serás y llegará el día en que podrás descansar pero este no llegará hasta que hallas recopilado todos los conjuros de las brujas y hallas dominado con tu fuerza a los mismísimos demonios.

—¿Y qué puedo hacer? —Preguntó ciprianillo— ¿No sé por dónde he de empezar?

—No tienes que hacer nada, solamente tienes que liberar las almas de los que te lo soliciten y esto sucederá por las noches, ellas te visitarán en tu habitación y te contarán lo que les atormenta. Si solucionas sus pesares podrán pasar al otro lado y descansar en el mundo de los muertos. Cada noche vendrá una, y cada noche de luna llena tendrás que ir al Pico Sacro y en el momento en que esta alumbre el paso de la Reina Lupa podrás reclamar para ti los conjuros de las brujas. Podrás reclamar tantos conjuros como almas hayan cruzado el paso desde la anterior luna llena. No puedes hablar de esto con nadie, si lo haces, las brujas prepararán un festín ante la capilla del pico y saciarán su hambre con el caldo de tus propias entrañas. Los demonios se llevarán tu alma y esta tierra quedará para siempre en las sombras. Las brujas y los demonios la poseerán y los humanos vagaremos como almas en pena durante toda la eternidad.

Ciprianillo se quedó callado. Había comprendió la importancia de su misión. Su padre, con lágrimas en los ojos, le dijo:

—Hijo, a partir de ahora nunca más podremos hablar sobre esto. Esta conversación, piensa, no ha tenido lugar.

Su padre salió de la cocina y a paso lento se dirigió a su habitación, tras él, la puerta se cerró…

Todos los días sentía la campana, todas las noches olía a cera quemada de los cirios y todas, entraba un espíritu errante en su habitación. Unos querían dejar mensajes a sus seres queridos antes de pasar al otro lado. Otros daban datos sobre lugares o fechas. Los más no se querían ir, habían muerto demasiado pronto y no entendían el por qué. Durante el día Ciprianillo se ocupaba en cumplir las peticiones y al ir llegando la noche, sentía la presencia de los demonios que acechaban a la espera de que no lo consiguiera. El día de la luna llena del mes de diciembre de aquel año, Ciprianillo había liberado veintitrés almas. Por primera vez subió al Pico Sacro con la intención de reclamar para sí los veintitrés conjuros de bruja. La luna se ocultaba tras las nubes y no podía saber en qué preciso momento estaría alineada con el paso de la Reyna Lupa. La cima del monte Sacro estaba partida en dos, como si con un hacha Los dioses le hubieran abierto una hendidura. En el fondo de esta se había formado un camino y este paso, que transcurría entre las dos paredes de piedra, se dio en llamar así.

Ilustración de Paloma Muñoz

La capilla del pico no tenía cruz. En repetidas ocasiones se había puesto y otras tantas había desaparecido. Tras muchas intentonas, tanto el párroco como los vecinos del pueblo habían desistido y ya hacía años que estaba así. Ciprianillo entendió el por qué sucedía. Delante de la pequeña capilla se reunían las brujas con los demonios, allí se elaboraban nuevas pócimas y se pronunciaban los más diabólicos conjuros.

Al llegar a lo alto del pico, Ciprianillo pudo ver, delante de la capilla, la silueta de una mujer encorvada y cubierta con un sayón negro, en su cabeza, un sombrero de mucho vuelo y en su mano derecha, un retorcido bastón. Se acercó a ella y dijo:

—Vengo a reclamar para mí los conjuros que me pertenecen.

—Je,je,je… ¿Los conjuros que te pertenecen? y ¿por qué crees que te pertenecen? —Le preguntó la bruja. Su voz era ronca y siniestra. Parecía disfrutar con la, para ella, absurda petición de aquel muchacho—. ¿No ves que hoy la luna no alumbrará el paso? Si esto sucede y no puedes reclamarlos, estos ya nunca los podrás tener. Todos caerán sobre ti y los demonios te destruirán. Ja,ja,ja…

Ciprianillo se dirigió hacia el paso y colocándose ante él, miró al cielo hacia el lugar donde debería de aparecer la luna. Pidió ayuda a los dioses del viento.

—¡TARANUS! —imploró— Te pido que apartes la tormenta, que soples con fuerza apartando las nubes para que la luna ilumine el paso y pueda reclamar lo que por derecho ya me pertenece.

La bruja seguía delante de la capilla, miraba al cielo y reía. Los demonios comenzaron a llegar formando remolinos de viento y parando al lado de la bruja, no querían perderse su victoria. El viento comenzó a soplar con fuerza por el paso de la Reyna Lupa. Ciprianillo podía sentir como le empujaba con fuerza haciéndole avanzar hacia el centro del paso. La fuerte corriente empujó las nubes y la luna pudo alumbrar durante un instante el paso. Coprianillo reclamo para sí los conjuros que por derecho le pertenecían. Los demonios desaparecieron y la bruja se acercó a él.

—Toma este libro, te lo has ganado, en él se recogen los primeros veintitrés conjuros que has reclamado, verás que son muchas las hojas en blanco, todas las deberás de rellenar con los conjuros, cuando lo consigas, podrás ir a descansar.

Ciprianillo tomó el libro y se dirigió hacia su casa. El día de la luna llena del siguiente mes y de los venideros, debería de llevarlo al pico para que la bruja apuntara en él los conjuros. Los demonios seguirían acosándole y las brujas cada vez serían más. Una solamente era la encargada de apuntar los hechizos, pero todas las demás harían lo posible para que Ciprianillo no lo consiguiera.

Según pasaban los meses Ciprianillo se hacía más sabio y los demonios perdían su fuerza. Las brujas ya no le podían sorprender, sabía quiénes eran. Por las noches sus casas se iluminaban, de ellas salían los destellos producidos por la cólera de los demonios que todas las noches las visitaban para reprocharles que no pudieran vencer a aquel insignificante mortal.

Ciprianillo sabía que mientras consiguiera que todas las ánimas que le visitaban pasaran a descansar al mundo de los muertos, ni las brujas ni los demonios le podrían hacer daño.

Una noche, un ánima de mujer se acercó a él, era joven y muy bella, le susurró al oído:

—Yo ya estaba muerta en vida, al casarme me enterraron y tras una larga enfermedad de la que no podría salir, me dieron la extremaunción. Seguí viviendo pero muerta estaba. Aquel cura que me casó, al darme la extremaunción mi alma separó. Por seguir en esta tierra las brujas y los demonios me persiguieron. Los demonios me hicieron pecar con la mirada y la Santa compaña me dio la cruz y un caldero con agua. Me fui debilitando hasta morir mi cuerpo y tras morir vago por esta tierra en busca de quien nos libere de las brujas y demonios. De los demonios no te puedo defender aunque tú, ya lo haces bien. De las brujas traicioneras, sí te puedo proteger. En la cueva grande del pico Sacro he dejado en vida mi amuleto y solamente podré pasar al lado de los muertos y descansar, conociendo que tú lo has cogido y que con él te protegerás. Está dentro de una pequeña caja de madera que fácilmente encontrarás. Es una figa, una mano de azabache que colgada de tu pecho brillará.

El alma de esta hermosa joven al fin pudo descansar.

El amuleto le protegía, las brujas no sabían que era lo que las mantenía alejadas de él y ni los mismísimos demonios lo podían comprender.

Llegó el día en que el libro se completó. Solamente quedaba el espacio justo para un solo conjuro y este no lo podía encontrar porque ya no quedaban ánimas que le pudieran visitar y con ellas se lo pudiera ganar.

En este libro ya se recogía toda la sabiduría acumulada por la hechicería desde la época medieval, se había recogido la forma de encontrar tesoros, la forma de componer la vara fulminante, con la cual se podía hacer llover y alejar las tormentas. Todo estaba dentro de él.

Ciprianillo comprendió lo que sucedía. Lo que faltaba era el conjuro que protegiera este libro de las manos tanto de los humanos como de los diablos y las brujas. La luna llena de agosto de aquel año brillaba con especial resplandor. Ciprianillo subió hasta el Pico Sacro y se sentó con el libro entre los brazos delante de la capilla. Estuvo solo hasta que comenzó a notar la presencia de los demonios que giraban como torbellinos a su alrededor. Centenares de brujas comenzaron a llegar unas montadas en sus escobas, otras a pie y otras aparecían surgidas de la tierra. Todas comenzaron a formar un círculo alrededor de la capilla, se fueron formando círculos hasta llegar a cubrir toda la cima del monte. La bruja que había ido anotando todos los conjuros en el libro se puso delante de Ciprianillo, se sentó en el suelo a su lado, extendió la mano y le pidió el libro.

—Muchacho, dame el libro que al tiempo en que pronunciemos el último conjuro lo anotaré.

El muchacho se lo entregó. La bruja le dijo que ya había cumplido su parte, que lo único que faltaba era el conjuro que protegería al libro y a su guardián. Ciprianillo estaba en lo cierto, eso era lo que faltaba pero… “¿y su guardián?”.

Las más de mil brujas que se habían reunido en el pico se unieron en una sola voz. Los demonios formaban remolinos que hacían temblar la tierra mientras las brujas pronunciaban su conjuro:

Hijos de la noche. Perros sarnosos que fornicáis gatas negras.

Búhos y culebras, maldición de la placenta podrida que parió la cabra negra.

Torbellino de demonios, revolved las entrañas de quien ha osado reclamar.

Que la tierra aprese el saber de burlar a los demonios y el poder de todos los conjuros.

Tenga como custodio al mortal que se ha elegido y las rocas de este pico sean para siempre su infranqueable escondrijo.

Este conjuro no podía habérselo ofrecido ningún ánima porque nunca se había pronunciado. Con él, Ciprianillo quedó condenado a custodiar el libro que guardan los demonios y las brujas en las entrañas de la tierra.

Las brujas y los demonios celebraron un gran festín. El mortal había sido vencido. Al liberar las ánimas se libraba de los conjuros, estos no le podían afectar. Al mismo tiempo recibía la fuerza para vencer a los demonios pero… al no haber más ánimas a las que liberar, este último conjuro, sí le pudo afectar.

Los demonios, las brujas y todos los señores del mal, campan a sus anchas por este mundo infernal.

Ciprianillo y el libro descansan en las entrañas del Pico Sacro. Hay quien dice que se esconde en una de las grietas del pozo que comunica la cima con las aguas del rio Ulla.

Jesús Rodríguez.

Asesino vacante

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Ilustrador@: 

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Género: Negro

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Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Asesino vacante.

–¿Qué pasaría si el principal sospechoso de un asesinato sufriese un terror patológico que le impidiese cometerlo? –preguntó Vincent, cuando su ayudante entró en el despacho.

–¿Te refieres al caso del asesino vacante?

–Precisamente. No puedo quitármelo de la cabeza.

–Otra comisaria se encarga de resolverlo, nosotros tenemos otros casos en marcha.

–Lo sé, Javi. Pero creo que conseguiría descifrarlo si pudiese hablar con ese hombre, él es la clave de todo el misterio.

–Olvídalo, Vincent. Te traigo un caso interesante. Una mujer ha disparado a su marido con su rifle de caza…

–Seguro que se trata de alguna infidelidad, envía al agente González y algún otro compañero –se levantó de la silla estirando los brazos  hacia los lados, desperezándose después de horas de trabajo–. Aquel hombre no pudo salir de su casa. Hace un par de días concerté una cita con su terapeuta…

–¿Qué? El comisario se pondrá furioso si se entera de que volvemos a investigar por nuestra cuenta.

–No sabía que resolver un crimen fuese un crimen, señor Tejeda –respondió, arqueando una de sus cejas.

–Está bien, Vincent. Solo para que puedas explicarme lo que sabes y te quedes tranquilo, pero nada más. Refréscame la memoria.

–¡Eso quería oír! Encontraron a la víctima en el parque de las flores, muy cerca del lago, completamente desnudo. Tardaron casi dos semanas en descubrir quién era, pero finalmente la empresa para la que trabajaba denunció su desaparición. Adrián Gómez, un asistente domiciliario que iba de casa en casa ayudando a ancianos y personas enfermas. Solo tenía veinticinco años.

–¿Qué relación tenía con el principal sospechoso?

–Acudía tres veces por semana a la casa de Joaquín Viera,  un hombre que padece agorafobia, trastorno obsesivo compulsivo, misofobia y trastorno disocial.

–¿Puede alguien estar tan loco?

–Tuve la suerte de caerle bien a su terapeuta, y aunque al principio se mostró bastante reacio a explicarme el caso de su paciente, terminó soltándolo todo. Su patología principal era la agorafobia, miedo patológico a los espacios abiertos, pero a pesar de los años de tratamiento,  fue adquiriendo el resto de trastornos.

–Nuestro principal sospechoso tiene miedo a los espacios abiertos, y se supone que dejó el cadáver en medio de un parque, muy lógico.

–Mientras cursaba mis estudios universitarios, me gustaba acercarme a la facultad de psicología de vez en cuando, sé de qué van estas cosas –se encendió un cigarrillo y acercó su pitillera a Javier, que negó con la cabeza–. En el caso se presentaron dos testimonios. Las dos mujeres coincidían en que habían visto una sombra desgarbada, con el cabello largo y alborotado, que cargaba con un bulto pesado a su espalda. Ninguna de las dos supo describir con más detalle al supuesto culpable, pero remarcaron que era alto y rechoncho, y no parecía tener mucha fuerza.

–Y, ¿esa descripción puede encajar con nuestro sospechoso?

–Ahí llega el misterio. No he podido verlo con mis propios ojos, de hecho, ningún agente lo ha conseguido. Se niega totalmente a abrir las puertas de su casa, y es imposible que venga a la comisaria.

 –No sería la primera vez que un policía echa la puerta de una casa abajo, ¿por qué no lo obligan?

–Declaró desde el otro lado de la puerta. Después de hablar con su terapeuta, dieron órdenes de no molestarle innecesariamente.

–Y tú no quieres hacer otra cosa –su ayudante soltó una carcajada–. ¿Cómo piensas hablar con él?

–El hombre vive con una enfermera interna, pasan las veinticuatro horas del día juntos. Si salió en algún momento de esa casa, ella lo sabrá. Una vez esté dentro, tal vez no sea tan difícil hacerme con su confianza.

–Ten cuidado, Vincent. Si no encuentras lo que buscas, da marcha atrás, no te busques más problemas.

–No soy idiota, sé que puedo conseguirlo. Solo es cuestión de esforzarse un poco.

~***~

La casa de Joaquín Viera estaba en un barrio residencial muy tranquilo. En aquella zona, parecía que los años pasaban más rápido y que la decadencia de la dictadura que inundaba sus vidas, apretaba menos sus correas. Los niños iban limpios, las mujeres elegantes y los hombres impecables.

Cuando llegó al número veintidós de la avenida, observó la belleza del jardín del principal sospechoso, aquel que aunque quisiera, no podría salir de su casa para disfrutar de aquel día medio soleado del inicio del invierno. Todas las ventanas estaban cerradas, todas las persianas bajadas. Pero había un pequeño tragaluz abierto en la parte más alta de la casa, la única luz natural que bañaría aquel hogar.

Se había vestido con su mejor traje, aquel totalmente negro que parecía brillar con luz propia. Se presentaría como un inspector, lo que era, pero no con la intención de resolver un crimen, sino de ayudar a ese pobre hombre con problemas. Si se ganaba la confianza de la enfermera, pronto estaría hablando cara a cara con el señor Viera.

Golpeó la puerta con la aldaba de hierro con forma de mano que la adornaba, y poco después apareció una mujer tras ella.

–Bienvenido a la residencia Viera, soy la señora Silvia Martí ¿en qué puedo ayudarle?

–Buenos días, ¿podría hablar con el señor Joaquín Viera?

–Lo lamento, pero el señor no atiende visitas –respondió, por el pequeño espacio que permitía abrir el cerrojo con cadena de la puerta.

–¿Podría hablar entonces con usted?

–Yo únicamente soy su enfermera, no tomo decisiones de ningún tipo. ¿Quién es usted?

–Soy el inspector Vincent Barrett –se presentó, con el sombrero entre sus manos.

–Lo siento, pero si viene por el asesinato del pobre Adrián, no tenemos nada más que decir. Aquello fue horrible, y mi señor está intentando superarlo. Es una persona muy inestable, no puedo permitir que sufra más.

–Precisamente por eso estoy aquí. Mi intención es cerrar este caso para que puedan descansar tranquilos. Pero para conseguirlo necesito su colaboración.

–Y, ¿por qué debería fiarme de usted?

–Porque conozco el caso clínico del señor Viera, y sé que él no podría haber hecho nada fuera de estas paredes. Sé que él no dejó el cuerpo de ese chaval en el parque. Sé que es inocente, pero necesito más datos para poder demostrarlo –la mujer lo miró de arriba abajo, apretó los labios, y finalmente, abrió la puerta.

–Acompáñeme, le serviré un té.

Ilustración de Veronica Lopez

~***~

La luz amarillenta que iluminaba las habitaciones de la casa les daba un aspecto enfermizo. Todo parecía ser más antiguo de lo que era, visto a través de aquel filtro color sepia. Vincent observó con asombro la simetría de los objetos, cada uno situado en un lugar estratégico. Libros ordenados por colores y tamaños, fotografías siguiendo una jerarquía temporal, y un jarrón en el centro de cada mesa, con una rosa fresca en su interior. No había papeles sueltos, ni periódicos, nada parecía romper aquel orden tan abusivo.

Cuando llegaron a la cocina, su atención se centró en la puerta de madera cerrada que, sin duda, comunicaba con el jardín. «¿Por qué una persona tendría miedo de contemplar las flores, las nubes o la luna y sus estrellas?» pensó el inspector, mientras se sentaba en la pequeña mesa de la cocina.

–Sé lo que está pensando, esa puerta desmorona a cualquier persona. Pero con el tiempo te acostumbras a vivir así. Los familiares siempre vienen a tu casa, alguien te trae la compra semanalmente… Estás aislado del mundo, pero creas tu propia historia dentro de estas paredes.

–¿Usted tampoco sale a la calle? –preguntó Vincent con un atisbo de horror en la mirada.

–No, el señor no soporta el contacto con las personas de fuera, por los gérmenes y ese tipo de cosas. Hace años que no salgo, pero tampoco lo necesito. Estoy aquí, cuido de él, hago todo lo que me pide y soy feliz. Creo que ese es mi destino.

–Y, ¿cuándo fue la última vez que el señor Viera salió de esta casa?

–Uff, déjeme pensar –meditó, mientras llenaba las dos tazas con un té con aroma a vainilla–. Creo que hará más de seis años que fue por última vez a la consulta del doctor. Cuidado, no se queme, está muy caliente –dejó la tetera sobre la mesa y se sentó frente a él–. Desde ese momento siempre hemos establecido visitas domiciliarias.

–Pero, por lo que me ha comentado, el doctor Santana no podía ponerse en contacto directo con él, ¿verdad?

–No, yo hablaba en su nombre. Hacía todo lo que él pedía, rellenaba los cuestionarios, hacíamos juntos los test… Después el doctor lo miraba todo y me especificaba cómo seguir con el tratamiento. Venía una vez al mes o siempre que se lo pedíamos.

–¿Cuándo fue la última vez que el doctor habló personalmente con el señor Viera?

–Su fobia hacia los gérmenes empezó hace más de tres años, pero se incrementó a principios del año pasado.

–Cuando hablé con el doctor Santana me comentó que su misofobia había evolucionado rápidamente, y que de un día para otro se negó a seguir recibiéndole.

–Sí, fueron tiempos difíciles. Desde ese momento no sale jamás de su habitación. Se lava las manos en su baño cientos de veces, y cuando hace cualquier cosa, utiliza guantes. Cada vez que entro debo vestir mi uniforme saneado. Es complicado, pero ya estoy acostumbrada.

–¿Cómo es el señor Viera? –preguntó Vincent, mientras relacionaba todo lo que iba descubriendo con los datos anteriores.

–Es una persona especial, con sus muchas desventajas, pero con grandes cosas positivas que equilibran la balanza.

–Y, ¿físicamente?

–Es bastante alto, no come mucho, pero como no hace ejercicio… Bueno, de hecho no hace nada, así que tiene bastante sobrepeso.

–¿Más o menos de su misma altura?

–Sí, tenemos una talla parecida –el inspector la observó con detalle. Era una mujer de unos cincuenta años, bastante alta, muy delgada, y con el pelo corto.

–Y, ¿cómo lleva el cabello?

–Lleva el pelo largo, no quiere que nadie se lo corte. Pero se lo lava dos veces al día –se levantó y cogió una caja con pastas–. Coja una. ¿Por qué me hace esas preguntas?

–Los dos testigos vieron a una persona alta y rechoncha, con el pelo alborotado, así que la descripción concuerda bastante bien con la del señor Viera. Pero eso no significa que sea necesariamente él.

–Por supuesto que no, él sería incapaz de hacer algo así.

–Estamos de acuerdo –tenía la respuesta a todas sus dudas. Sabía que solo era una teoría, pero por algo se empezaba–. Necesito hablar con el señor Viera –soltó, y acto seguido mordió una de las galletas.

–Eso será imposible, inspector.

–No necesito verle, solo quiero hablar con él. Prometo que no hablaré sobre el joven asistente. Me haré pasar por un terapeuta, y le haré unas preguntas muy simples que me ayuden a demostrar que es inocente.

–¡No podemos engañarle!

–Es por su bien, créame.

–No puede hablar con él, olvídelo.

–Sé que no puedo hablar con él, señora Martí. Sé que sería totalmente imposible que hablase con él.

–¿A qué se refiere? –preguntó, poniéndose de pie, mientras recogía las tazas, dispuesta a lavarlas.

–Lo primero que he pensado cuando he entrado en esta casa ha sido lo curioso que era, que un hombre encerrado en una habitación se preocupase por el orden del resto de la casa…

–El señor Viera quiere tenerlo todo ordenado.

–No he terminado. Su paciente quiere tenerlo todo ordenado, pero en la entrada hay restos de barro del jardín. Qué descuido, señora, debería limpiarlo.

–Eso es imposible, nadie entra ni sale de esta casa.

–No, nadie lo hace cuando hay peligro de ser visto. No creerá que he venido hasta aquí sin haberme informado un poco de lo que estaba pasando, ¿verdad? –sacó su pequeña libreta y buscó algunas anotaciones–. He vigilado varios días esta casa, sé perfectamente que sale usted todas las noches. No era necesario ocultar algo tan simple.

–El señor no debe enterarse de eso.

–Estoy seguro de que no lo hará. Cuando encontraron el cuerpo del joven Adrián Gómez, tardaron bastante en descubrir quién era, y se consiguió gracias a la denuncia de la empresa donde trabajaba, y las reclamaciones de los clientes a los que no había visitado durante aquel tiempo. El señor Viera fue el único que no hizo ningún tipo de reclamación y, además, el último cliente que visitó. Por eso se convirtió en el principal sospechoso de este crimen.

–Pero eso no son más que simples suposiciones, no es suficiente para culparlo.

–Por supuesto que no. Pero, ¿por qué no informó usted a la empresa?

–No quería meter en líos a ese joven, supuse que tendría otros planes.

–Claro –cogió otra de las galletas y la mordisqueó, saboreando los trozos de chocolate–. Por otra parte, la descripción que dieron los testigos es muy parecida a la de Joaquín, y su incapacidad para prestar declaración mosquea a los policías. Nadie puede negarse durante mucho tiempo a la justicia.

–¿Para eso ha venido? ¿Para obligarlo a salir?

–No. He venido para conocer la verdad –pasó las páginas de la libreta–. El doctor Santana diagnosticó la misofobia del señor Viera sin verle, teniendo en cuenta lo que usted le contaba.

–El señor rellenaba todos los test, yo solo era el medio de comunicación.

–Todos los datos pasaban siempre por sus manos. Cada explicación, cada decisión. ¿Sabe por dónde voy, señora Martí?

–No, inspector, no entiendo nada de lo que sugiere.

–La primera vez que entré la decoración era diferente. Había fotos de los padres del señor Viera, los cuadros eran otros y no había ni un solo jarrón –la cara de la enfermera empalideció–. Sí, es muy diferente a como la recordaba.

–Usted nunca ha estado en esta casa, no sea mentiroso.

–No personalmente, pero alguien me lo explicó con todo lujo de detalles. Lo he estado hablado con el doctor Santana, y coincidimos bastante con la resolución del misterio. Su paciente mostró indicios de recuperación durante unos meses, y poco después recayó, sumergiéndose en un abismo absoluto.

–Fue horrible ver como cambiaba tan rápido.

–Por supuesto, para usted fue horrible ver como Joaquín Viera se recuperaba. Poco a poco empezaba a salir al jardín, pero usted no lo podía permitir. Si él recuperaba su vida, usted perdía la suya. ¿Dónde iría con su edad? ¿Quién la querría como enfermera teniendo la posibilidad de escoger a gente más joven? No le quedaba ninguna otra opción, ¿verdad? Eso es lo que pensaba. Si perdía al señor Viera, lo perdía todo. Y, ¿cuál era la manera de no perderlo jamás? Deshaciéndose de él, fingiendo que sus progresos habían fracasado, y había desarrollado nuevas fobias que le impedirían volver a comunicarse con nadie más que usted. Un plan demasiado  ambicioso. Tan cínico que suponía un riesgo desmesurado. Pero aun así lo llevó a cabo. ¿Cómo, señora Martí? ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se deshizo de él?

–Todo lo que dice son mentiras, el señor Viera está en su habitación –la mujer rompió a llorar, emitiendo un llanto desgarrador–. Váyase de aquí –gritó–. ¡Fuera de esta casa!

–Sabe mejor que yo todo lo que hizo. No se engañe a sí misma, jamás recuperará a su paciente. ¿Cómo lo hizo?

–Yo no hice nada. Yo le ayudo en todo lo que puedo y me amoldo a sus necesidades.

–El doctor Santana afirma que usted se niega siempre a intentar verle, que muestra un comportamiento atípico y que no se fía de usted.

–No puede ser, ¡está mintiendo!

–Sabemos que espantó a todos los asistentes que llegaban, hasta que ya no supo cómo controlarlo. Adrián sabía demasiado, había llegado a la misma conclusión a la que hemos llegado nosotros y, tuvo que deshacerse de él.

–No, no fue así, lo juro. No fue así.

–¿Cómo fue? –gritó Vincent, golpeando la mesa con el puño–. ¡Explíquese, señora!

–Yo no quería hacerle daño –gimoteó–. Siempre había estado a su lado, fiel ante las adversidades. Había cambiado todo mi vestuario, me había mudado a esta casa, incluso había renunciado a mi prometido por él. Y, de un día para otro, me dice que ya no le hago falta. Que avanza rápido y que pronto podrá volver a salir, en busca de alguien con quien vivir una aventura, casarse y tener hijos. Me dijo que la esperanza de encontrar el amor era más fuerte que su horror a salir, y que por eso luchaba.

–Usted quería ocupar ese lugar en su vida, ¿verdad?

–Creí haberlo ocupado –las lágrimas resbalaban por sus mejillas, cayendo sobre su uniforme blanco–. Pero aquel día me di cuenta de que todo el esfuerzo, todo el tiempo que había invertido en él, había sido en vano. No podía permitir que aquello que yo había conseguido fuese para otra. O mío o de nadie –lanzó una de las tazas al suelo–.

–¿Qué pasó, entonces?

–Preparé una cena especial poniendo como excusa que había aprobado unas oposiciones. Le dije que había encontrado otro trabajo, para ver cómo reaccionaba, pero simplemente se alegró por mí. Así que le asfixié con una almohada. Después de años encerrado, no tenía mucha fuerza, no opuso resistencia.

–¿Cuánto tiempo hace de eso?

–Seis meses y  cuatro días.

–Y, ¿dónde está el cuerpo? –preguntó Vincent, impaciente.

–Allí donde nunca quiso estar. El lugar que más lo inquietaba.

–El jardín…

–Exactamente, ese precioso jardín. Al principio pensé que los vecinos se darían cuenta, pero, ¿quién iba a interesarse por el jardín de un lunático? Fingí que construía un huerto, y planté unas cuantas verduras. De noche, por supuesto, tenía que guardar las apariencias. Por el día no salgo jamás, pero por la noche, no puedo evitarlo. Por el tragaluz del desván a penas se ve una parte del cielo, y me gusta ver la luz de la luna.

–Y, ¿por qué mató al joven asistente?

–Como bien ha dicho, sabía demasiado. Como usted.

Vincent abrió su americana negra y mostró la pistola a la mujer.

–No haga tonterías, señora, no le saldrán bien.

–¿Cree que después de contarle todo esto voy a dejar que vaya a la comisaría a soltarlo todo? No soy ninguna idiota, inspector –abrió uno de los cajones y sacó un cuquillo.

–No me gustaría hacerle daño, así que será mejor que se tranquilice. Ha asesinado usted a dos personas, no se perjudique más. Nadie ha notado la ausencia del pobre señor Viera, y tardaron en echar de menos al joven Adrián. Pero, en menos de una hora, mi ayudante saldrá a buscarme.

–No es usted tan importante.

–Nadie lo es. Por eso debemos aprender a ser sustituidos, sin por ello arrebatar la vida a nadie. Un consejo que le llega un poco tarde –se levantó con las esposas en la mano–. Haga el favor de dejar ese cuchillo sobre la mesa y después levante las manos.

–De eso nada, ¡soy más rápida que usted! –gritó, mientras lanzaba una estocada hacia el cuerpo de Vincent. Con un sencillo movimiento, el inspector esquivó el golpe y empujó a la mujer al suelo. No fue nada complicado mantenerla inmóvil, y una vez esposada solo tuvo que ponerse en contacto con la comisaria.

~***~

Como era de esperar, al comisario no le hizo ninguna gracia que el inspector Barrett hubiese investigado sin su consentimiento el caso de otra comisaria. Pero, el periódico anunciaría en portada el gran descubrimiento tras meses de arduo trabajo que los policías habían hecho, todo por el bienestar de la población.

–¿Te ha gritado mucho? –preguntó Javier, sentado en la butaca de Vincent, con una copa en su mano.

–Bah, como siempre. Ya sabes que ese tío no tiene ni idea de lo que quiere –lo observó con asombro–. ¿Se puede saber qué haces ahí sentado, bebiéndote mi licor?

–Me estaba preparando por si te echaban del cuerpo, no está nada mal este lugar –los dos rieron juntos–. Cuéntame, ¿cómo sabías que había sido ella?

–El doctor me dio todas las claves cuando hablamos en su consulta. Me dijo que ella se comportaba de una manera extraña desde que él empeoró, y que le parecía ridículo no poder ni hablar con su paciente. Evidentemente no recelaba hasta el punto de culparla de asesinato, pero yo enlacé los datos y pensé que era una buena teoría.

–Y tan buena. Pero podría haberte hecho daño, Vincent.

–Sabía que atacaría, así que estaba preparado.

–Y, ¿quién llevó el cuerpo del joven al parque? La descripción no concuerda en absoluto con la de esa mujer.

–Pues, fue ella… Encontramos en la casa una peluca y sospechamos que utilizó un relleno para parecer más gruesa. Es increíble, la enfermera matando a su paciente porque mejoraba… El mundo está loco, ¿verdad?

–Bueno, al menos la parte con la que nosotros tratamos.

–Será mejor que retomemos nuestros casos, Javi. ¿Qué ha pasado con la mujer que disparó a su marido?

–Tenías razón, fue una infidelidad. Nada más por el momento.

–En ese caso, me tomaré un trago contigo –sacó un vaso y lo lleno con el mismo licor que su compañero–. Ya era hora de tener un respiro.

–Y bien merecido, Vincent.

Carme Sanchis

Mensajes en el viento

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Negro

Rating: + 14

Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mensajes en el viento.

El verano se alejaba y daba paso a un viento frío, que azotaba los árboles intentando robarles las hojas, insistiendo en romper sus ramas. Aquel día amaneció nublado, con un cielo encapotado que amenazaba con tormenta.

Lluís Gregal llevaba bien abrochado su uniforme, cubría su cuello con un pañuelo azul marino. Estaba acostumbrado a caminar bajo la lluvia y el viento, bajo el sol caluroso e incluso en la oscuridad previa al amanecer.

Le gustaba hacer la ronda, llevaba casi cuarenta años repartiendo buenas y malas noticias por el barrio. Celebraba junto a destinatarios buenas nuevas de familiares lejanos, y se quedaba consolando a los que leían contrariedades. Le gustaba ser cartero, trabajar para sus vecinos le hacía feliz.

–Buenas días, señora María –saludó con cortesía–. ¿Estirando las piernas como cada mañana?

–No hay más remedio, señor Gregal, mis niños se levantan muy pronto. Que tenga un buen día –La mujer siguió su camino, con sus cuatro perros caminando al unísono. La veía todas las mañanas, pero aquellas eran siempre las palabras que cruzaban.

Llevaba su cartera de piel al hombro, entusiasmado, ignorando la lluvia que empezaba a caer. Cargaba los paquetes en el fondo, acompañados por cartas de todo tipo, tarjetas postales e incluso correo internacional. Pero era demasiado pronto para llamar a la puerta de nadie. A esa hora, repartía algunos productos a los negocios del centro. Un paquete con botones para la mercería, unos cuadernos de caligrafía para la imprenta. Con ese tipo de trabajos ganaba dinero extra, que mandaba a su hijo para ayudarle.

En otros tiempos, había sido muy feliz con su mujer y su pequeño; pero la poliomielitis se la llevó de su lado, e inundó el sistema nervioso central de su chiquillo, paralizando sus extremidades para siempre. Por suerte, el joven se casó años después, y su mujer lo cuidaba y amaba incondicionalmente. Pero, sin ingresos por su parte, necesitaba la ayuda de su padre, que trabajaba de sol a sol.

Lluís vivía solo, el amor no llamó a su puerta una segunda vez. Algunas noches se sentía desolado en aquella casa tan repleta de recuerdos casi olvidados; pero la gente del pueblo lo apreciaba, y siempre contaba con una mano amiga dispuesta a ayudar.

Cuando sintió la fuerte punzada en su espalda, un dolor incontrolable recorrió su interior. Sintió un cosquilleo en la punta de los dedos y un sudor frío brotó de su frente. El instrumento afilado atravesó la piel y salió de su cuerpo. Las fuerzas le abandonaron y la cartera cayó de su hombro, volcando su contenido sobre el asfalto.

Unas manos frías taparon su rostro con un pañuelo mojado, y la poca luz del amanecer se fue alejando rápidamente de sus ojos. Las piernas le fallaron, se derrumbó de rodillas en el suelo.

La lluvia caía ya con fuerza, mojando las cartas que habían escapado de la cartera a su caída. El agresor presionó con fuerza la herida de Lluís, que dejó escapar un último suspiro antes de perder la conciencia.

La sangre y el agua se unieron formando un riachuelo rosado. Las cartas mojadas se tiñeron de color carmesí, y el resto, jamás llegaría a su destino, pues se las llevó el viento, viajando por el cielo gris.

Ilustración de Jordi Ponce

~***~

El teléfono de la comisaria sonaba una y otra vez. La tormenta había dejado desperfectos en los alrededores y, muchos vecinos necesitaban ayuda para quitar un árbol caído de la carretera, reparar alguna zona inundada o mover un coche volcado por el viento. Un anciano desorientado por los truenos había entrado en casa de sus vecinos, y el propietario había golpeado al intruso, pensando que era un ladrón.

Los agentes de policía estaban ya en marcha, la mayoría distribuidos por toda la zona ayudando a los ciudadanos. Pero el verdadero caso era la desaparición del cartero Lluís Gregal.

–Todavía no me lo puedo creer –expresó el agente Tejeda, después de un largo sorbo de café–. El señor Gregal es un hombre encantador, y ha pasado por innumerables desgracias. ¿Quién podría hacer algo así?

–Nadie merece ser la víctima de ningún crimen, Javi. Pero, es cierto que todo esto es un poco extraño. Encontramos una mancha de sangre en el suelo, cartas volando sin rumbo, y ni rastro del cuerpo herido. No tenemos ningún testigo, ninguna prueba, ninguna pista…

–La mujer que encontró la sangre, testificó que minutos antes habían estado hablando.

–Pero no vio nada, de nada sirve su declaración –señaló Vincent–. Sin cuerpo no podemos hacer gran cosa.

–Y, ¿qué hacemos, Inspector?

–Le pediremos ayuda a nuestros compañeros de la prensa. Que difundan el suceso por la radio y lo describan como una desaparición relacionada con un posible crimen. Recibiremos muchas llamadas, la mayoría no tendrán ningún valor. Pero puede que alguien sepa algo.

Vincent sacó de uno de los cajones del escritorio una pequeña agenda, con las páginas amarillentas, y repleta de hojas sueltas. Acarició con los dedos el teléfono negro e introdujo el índice en el dial, marcando los números que conocía de memoria. Esta vez se presentaría como el Inspector Vincent Barrett, pero llamaba a la misma agencia a la que enviaba con regularidad los soplos de los casos más famosos. No podía saberlo nadie, ni siquiera Javier, su fiel compañero; debía interpretar su papel.

–Prepara a un par de agentes para que se hagan cargo. Y, mantenme informado de todas las novedades.

~***~

La habitación estaba fría y repleta de humedades. Hacía mucho tiempo que nadie la limpiaba, estaba cubierta de polvo y suciedad. La mala ventilación de aquel sitio hacía que oliese a cerrado, un hedor tan intenso que mareaba. Un gran número de cajas se amontonaba en el suelo de la estancia, y en el centro, un hombre atado a una silla.

Intentaba liberarse, pero cada movimiento era insufrible. La cabeza todavía le daba vueltas por el cloroformo, y aunque quería gritar, una mordaza se lo impedía. Recordaba apenas un par de imágenes de lo ocurrido. La señora María paseando a sus perros, una sombra sobre su rostro, y unas cartas volando. Lo que sí recordaba era la amargura palpitante de su herida, que todavía lanzaba punzadas de dolor por su cuerpo.

No había visto la cara de su agresor, pero sabía que era un hombre. Mientras le ataba a la silla, los efectos de la droga empezaron a esfumarse, y pudo ver las grandes manos de su agresor. La cuerda de cáñamo gastada le desgarraba la piel de los brazos, pero el dolor de aquellas heridas no significaba nada comparado con la incisión de su espalda. No tenía manera de saber cuánto tiempo llevaba allí, pero no podía haber pasado mucho inconsciente. Escuchaba a lo lejos los truenos de la tormenta, el viento que se colaba por debajo de la puerta, en aquella habitación sin ventanas.

«¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Me golpearon por la espalda cuando iba de camino a la mercería… ¿Quién me ha hecho esto?». Cientos de pensamientos se apelotonaban en la cabeza de Lluís, que no entendía por qué estaba allí. «Yo solo hacía la ronda, como cada día. Nunca le he hecho daño a nadie. ¿Por qué me hacen esto?».

La puerta se abrió inesperadamente, golpeando la manilla contra la pared despintada.  Un hombre de espalda ancha entró en la habitación, con un objeto punzante en una mano y una carta en la otra. Vestía con una camisa de tela fina, con los tres primeros botones desabrochados,  y un paquete de tabaco asomaba en el bolsillo del pecho.  Sus pantalones de pana color chocolate estaban mojados, seguramente de caminar bajo la lluvia.

–¿Ya te has despertado? –preguntó en un grito de histeria–. Llevas más de media hora durmiendo, y tenemos que hablar de muchas cosas.

Las manos le temblaban ligeramente, se mordía ansioso el labio inferior, mostrando un destello de sangre cada vez que movía los labios. Permaneció de pie mirando al cartero y depositó la carta sobre una de las cajas. Le desató la mordaza para poder hablar con él, pero el cartero permaneció a la espera.

–Esto es culpa tuya, ¡sabes que eres culpable! –señalaba al hombre con el abrecartas, lanzando estocadas al aire–. ¿Por qué lo hiciste? ¡Confiésalo!

–No sé de qué habla. Déjeme ir, por favor. Esto es un malentendido –imploraba el pobre cartero–. Lléveme al hospital para que me curen la herida, diré que fue un accidente. Nadie tiene porque enterarse de esto.

–¡Cállate! –lo abofeteó repetidas veces con la mano del puñal, haciendo pequeños cortes en su rostro–. ¡Eres culpable y mereces ser castigado!

Se alejó del hombre atado, sacó una silla vieja del fondo de la estancia y, antes de sentarse a su lado, recogió la carta que había dejado sobre la caja. La abrió con sus manos temblorosas y empezó a leer en voz alta:

–“Amada mía, necesito tenerte conmigo de nuevo. Sentir tus suaves manos acariciando mi cuello, tus labios besando mis labios” –la voz se le quebraba de rabia–. “No puedo ofrecerte mucho, pero todas las palabras que tengo para ti son de amor, vida mía. Dime cuándo podré verte, dime dónde y allí estaré. Todo lo que tengo son estas cartas, no dejes de escribir. Te amo”.

Se quedó en silencio, con lágrimas en los ojos y rabia en los dientes chirriantes. Pinchaba la palma de su mano con el puñal, dándole vueltas, retorciendo su propia piel. Se levantó, se acercó hacía el cartero inmovilizado y lo golpeó con fuerza en el estómago.

–¡No! –gritó, sintiendo el sabor de la sangre en su boca.

–¡Confiésalo! ¡Confiésalo ya! –continuó golpeándole con sus puños entumecidos. La rabia cegaba su dolor–. ¡Te mataré si no lo confiesas, cabrón!

–No he hecho nada, lo juro. Por favor, no sé nada sobre esa carta. Soy viudo, hace años que perdí a mi mujer. No he tenido otra amada que ella. Déjeme ir, se lo suplico.

–¡Mentiroso! ¡Confiésalo o morirás!

Se alejó del secuestrado, y se encendió un cigarrillo. La primera calada fue larga, y el humo inundó todo la habitación cuando salió de su boca entreabierta. Se mordía las uñas de la mano izquierda con desesperación, y una idea absurda llenó su mente. Tenía que hacerle confesar, si no quería hacerlo por las buenas, lo haría por las malas. Se acercó de nuevo a Lluís Gregal, con los ojos casi en blanco.

–¡No os volveréis a reír de Francisco Mistral! –gritó encolerizado, y clavó el cigarrillo en la pierna del cartero, atravesando el pantalón azul marino, quemando su piel clara. Los gritos ensordecedores del pobre hombre, quedaban amortiguados en el sótano de aquella casa abandonada. Nadie lo oiría, pues se encontraban muy lejos del resto de la población.

Carme Sanchis

La cerillera

Autor@: Carme Sanchis

Ilustrador@: 

Corrector@: Carme Sanchis

Género: Negro

Rating: + 14

Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración con propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La cerillera.

El calor era asfixiante en el centro de la ciudad. Los vecinos habían iniciado un progresivo cambio de sus ropas de invierno por las ligeras ropas de verano. Cada vez se veía menos gente por la calle, lo que era bastante irónico, porque las fábricas habían cerrado por vacaciones y la gente tenía más tiempo libre.

Paseando por las calles, se podían ver las puertas abiertas de las casas, implorando una brisa que entrase con su caricia fresca en el hogar. Y a pesar de ello, los hurtos y los allanamientos no habían aumentado. Al parecer, los ladrones también pasaban calor.

En la comisaria apenas había trabajo. La mayoría de los agentes tenían vacaciones, y los que se habían quedado se apelotonaba en la sala de estar, frente a un ventilador. Vincent estaba en su despacho, junto a la ventana, como era típico en él. Había aprovechado la inactividad delictiva para poner en orden todos los casos anteriores. El comisario estaba que echaba humo, desconfiaba de todo el mundo; sabía que había un topo cerca de él, y se sentía acorralado.

–Ese maldito lunático desconfía hasta de su reflejo en el espejo –murmuró Vincent. Sobre la mesa tenía una jarra repleta de agua con hielo, hacía tanto calor que necesitaba hidratarse constantemente–. Agente Tejeda –convocó desde el marco de la puerta.

Al instante, Javier apareció con un montón de carpetas marchando hacia su despacho. Llevaba la camisa manchada, y por la frente le desfilaban ríos de sudor. Depositó las carpetas sobre la mesa, y se dejó caer en una de las sillas.

–Estoy muy cansado, señor –susurró, mientras Vincent cerraba la puerta.

–No deberías trabajar tanto. En verano apenas hay crímenes por esta zona, y las pocas investigaciones que hay abiertas no parecen llevar a ningún sitio.

–Quiero dejarlo todo listo, para que no se amontonen con los próximos casos.

Vincent soltó un bufido, dio un trago a su bebida y mordisqueó uno de los cubitos de su vaso.

–Como quieras, pero te aseguro que en una comisaría siempre hay papeles –se acercó hasta el ventilador, para sentir las ráfagas de viento golpeándole la piel–. ¿Algún caso nuevo? Me han dicho que ha desaparecido un niño cerca del río, supongo que los padres estarían distraídos y les cayó al agua… Estoy harto de ese tipo de descuidos.

–Sí, señor. Mandó unos agentes a buscar por la orilla, río abajo, pero de momento no han encontrado nada.

–Sí, espero que esté a salvo cerca de allí. ¿Se sabe algo más de la disputa del edificio de la calle de los robles? Vi llegar ayer por la noche a una mujer con el ojo hinchado, un hombre con el labio partido y otro con la ceja abierta.

–Han estado interrogando a todos los vecinos, y al parecer todo empezó en una reunión. Estaban organizándose para preparar una barbacoa, pero no se ponían de acuerdo en qué carne llevar.

–Disputas vecinales por comida, lo que me faltaba por oír.

–Al menos el resto los paró a tiempo.

–Sí, ¿algo más? –pregunto Vincent.

–Bueno, han encontrado el cuerpo de Nacho “El Seco”.

–¿Qué? ¡Maldita sea! –Golpeó la mesa con su mano, produciendo un violento estruendo– ¿Cuándo lo han encontrado?

–Justo antes de que me llamara, acababan de enviarnos la noticia. Estaba en uno de los almacenes del área industrial. Todavía no se ha confirmado si es él, no lleva ningún tipo de identificación. Pero bueno, esa cara es inconfundible.

–¿Por qué los contrabandistas aparecen muertos justo cuando estás a punto de cogerlos?

–Buena pregunta. Han encontrado junto al cuerpo una especie de maletín, repleto de documentos. Si quieres podemos acercarnos hasta allí.

–¿Para ver su careto por última vez? No, prefiero investigar esos papeles. Que los manden inmediatamente a mi despacho.

–Sí, Inspector.

Javier salió atropelladamente del despacho y gritó un par de órdenes a los agentes que charlaban en la sala de estar. Cuatro de ellos partieron de inmediato hacia su destino, y media hora más tarde, dos llegaron con todo lo que Vincent había pedido. El maletín estaba totalmente deshilachado, parecía estar cubierto de mugre, y a aquello olía. En cambio, los papeles de su interior estaban totalmente impolutos, y ni tan solo mostraban dobleces.

–Resulta difícil creer que estos papeles sean de “El Seco”. ¿Por qué guardaría pruebas de su culpabilidad?

–Puede que los llevase encima para esconderlos.

–Y justo se golpeó la cabeza de camino a su escondite… Demasiadas coincidencias.

–Tampoco podemos descartarlo. Pero de todos modos, dos de los agentes se han quedado allí, para mantenernos informados.

–Está bien, veamos estos papeles qué nos cuentan. He leído en uno de ellos una dirección, la plaza de la Natividad. Allí está una de sus clientas, una tal María Luisa Poveda. Deberíamos ir a hablar con ella.

–Juraría que en esa plaza solo hay un estanco, el del señor José Miguel Habano.

–No lo conozco. Yo siempre voy al mismo estanco.

–Deben alegrarse mucho al verlo –bromeó Javi.

–Qué graciosillo…

~***~

La plaza de la Natividad, rodeada por arcadas que ofrecían un respiro con su sombra, estaba llena de vecinos sentados en las terrazas de los diferentes establecimientos; todos sacaban un par de sillas, incluso la pequeña mercería.

El Inspector y su ayudante sentían los fuertes guantazos del sol. Vincent había decidido vestir camisas blancas de manga corta, con pantalones de traje color gris claro y corbatas a juego, para evitar el calor de la ropa negra. Algunos dirían que no era la ropa más apropiada para un Inspector, pero él tenía calor y más inapropiado le parecía el sudor.

–Hace demasiado calor para estar en la calle –gruñó Javier, secándose la frente con su pañuelo.

–Cada año es peor, dentro de poco no se podrá ni respirar.

–Seguro que en el estanco hay un ventilador, vayamos para allá, no quiero derretirme.

Caminaron junto a la gente, entre los arcos. La mayoría les miraba, les saludaba o les daba las gracias por su trabajo. A Vincent no le gustaba todo aquello, le hacía sentir extraño, no conocía a casi ninguna de las personas que le saludaban, pero todos parecían saber de él. Observó a la multitud que lo rodeaba, gente de calle que parecía estar de vacaciones, intentando desesperadamente encontrar un poco de frescor. Bebían limonadas, jugaban al cinquillo, al dominó, al parchís…

«¿Por qué no va más gente a pasear junto al río? –Pensaba el Inspector–. Tal vez porque hace poco más de un mes, apareció el cadáver de la pobre Lucía Vera».

–¿Será posible? –Exclamó Vincent– ¡Esa mujer lleva un maldito abrigo encima!

Cerca de la puerta del estanco, una mujer de unos 70 años esperaba sentada frente a una mesa repleta de cajitas de cartón. Ir abrigada no era algo muy frecuente en pleno agosto, pero la gente pasaba por su lado sin hacerle el menor caso.

»Será mejor que nos acerquemos, puede que necesite atención médica.

La mujer les ofreció una sonrisa en cuanto se percató de que iban hacia ella. Le caían goteras de sudor por la frente y el cuello, y se le perdían poco después por el pecho. Desprendía un olor tan cargado que el agente Tejeda no pudo evitar una mueca de aversión.

–Acercaos, preciosos, compradme una cajita de cerillas, por favor –cogió una de las cajas y se la acercó–. Ayudad a una pobre cerillera…

–Bueno días, soy el Inspector Vincent Barrett, y este es mi ayudante, el agente Tejeda.

–Encantada, mis adorados guardianes.

–¿No estaría mejor sin ese abrigo, señora?

–Señorita, si no le importa, caballero –desabrochó uno de los botones y abrió un poco la prenda–. ¿No será usted uno de esos descarados libertinos de hoy en día?

Vincent arqueó una ceja y observó a la señora. Desde luego no era una anciana corriente. A simple vista tenía esa presencia suave y delicada, de una mujer de su edad; pero tenía fuego en sus ojos, rebosaba energía y desparpajo.

–¿Es consciente de que puede usted sufrir un golpe de calor? Podría enfermar o incluso ser hospitalizada…

–Tonterías, yo estoy bien así. ¿Acaso pretende quitarle el abrigo a un pobre anciana desamparada? ¿Para eso sirve la policía? –subió el tono de voz.

–Está bien, como usted quiera. Pero, espero que le sirva la advertencia.

–Que dios se lo pague con hijos, yo se lo pago con una cajetilla gratis –depositó una en su mano–. Ya puede decirle a sus amigos que la pobrecilla Luisilla es una buena niña.

Aquello ya no tenía sentido, aquella señora tenía edad para tener nietos, no podía describirse como una chiquilla.

–¿Es usted María Luisa Poveda? –apuntó Javier con incredulidad. Aquella trastornada mujer, era la compradora de “El Seco”, uno de los mayores contrabandista de tabaco de los últimos años.

–Así es, señor agente. Soy la pequeña cerillera que intenta sacar un poco de dinero vendiendo cerillitas para ayudar a mi familia. Pero todos pasan de largo, todos me ignoran. Caminan felices sin ver a la pobre cerillera… Es muy triste.

–¿Acaso no es ese uno de los cuento de Andersen? –añadió Vincent– ¿La pequeña cerillera?

–Pues claro, señor. Narró mi vida, y ahora todos los niños conocen mi historia. Fue toda una sorpresa descubrir que hablaba de mí, me siento orgullosa.

–Esa historia pasa en navidad, y la cerillera lleva un abrigo por el frío… ¿Por eso lo lleva usted? –preguntó el Inspector, alarmado.

–No debo correr riesgos. La historia dice que moriré de frío, por eso siempre llevo este cálido abrigo.

–Pero podría morir de calor. Póngaselo únicamente cuando haga frío.

–No, señor. No me encontraran congeladita en una esquina. No, no.

–Inspector, deberíamos seguir con la investigación… No sé si me entiende.

–Un segundo, cerillera –Vincent colocó su mano sobre el hombro de Javier y lo llevó unos pasos más allá.

»Sé perfectamente que es la mujer que buscamos –susurró el Inspector–, pero no está bien de la cabeza. Debemos seguirle el juego, y así conseguiremos sacarle toda la información. Si cree que es la maldita cerillera, la trataremos como tal.

–Bien pensado señor, lo dejo en sus manos. Seguro que sale mejor si habla usted solo.

Regresaron a la mesa, pero el agente Tejeda siguió su camino hacia el estanco. Vincent se despidió de él frente a la mujer y reanudaron la conversación.

–En fin, señorita, cuénteme más. ¿Desde cuándo vende cerillas?

–Oh, caballero, de toda la vida. Es la única manera que tengo de ayudar a mi familia. Vendo las cajitas junto al estanco, por si algún señor quiere encenderse su cigarro.

–Qué buena idea. A mí siempre me pasa lo mismo, odio perder el encendedor. En cambio, las cerillas, nunca fallan.

–¿Fuma usted, señor? Tan bien perfumado que se muestra.

–Todos tenemos algún mal hábito, y yo escogí el tabaco. Al menos, los cigarrillos no son tan malos como las apuestas o el alcohol… O eso me gusta pensar.

–Di que sí, caballero, que se merece sus pequeños placeres, los tiene bien merecidos. Lucha por todos los vecinos, para que nadie incumpla las normas.

–Exactamente. Pero es una lástima, he mandado a mi ayudante a comprarme una cajetilla nueva. Se me ha terminado, y ardo en deseo de fumarme un cigarro.

La mujer, abrió de improvisto su abrigo, extendiendo sus brazos hasta dejarlos uno a cada lado de su cuerpo. Además de mostrar su delgado torso cubierto por una camiseta sudada, dejó ver un sinfín de paquetes de tabaco de todas las marcas que había en el mercado.

–No hay problema, señor mío. Yo le invito a un dulce cigarrillo. Escoja, escoja el que más le guste.

Y ahí tenía la prueba que necesitaba, María Luisa “la Cerillera”, traficante tabacalera.

–Es usted muy amable, Luisilla. Me gustaría uno de los más rubios que tenga –la señora le tendió uno, y acto seguido raspó una cerilla contra la cajetilla para crear una pequeña llama. Vincent dio una larga calada inicial, y lanzó el humo hacia el cielo, sabía a triunfo.

–Siempre es un placer ayudar a un agente de la Ley.

–Y dígame, ¿cómo es que tiene usted todos esos cigarrillos?

–Los vendo para ganar un poco más de dinero, señor. La gente a penas compra cerillas, ya son muchos los que poseen encendedores. En cambio, los cigarrillos, cada vez más costos, son fáciles de vender a un precio tan bajo. Un señor muy amable me los trae de otros sitios, y yo los vendo por el pueblo, a gente que no puede pagar lo que piden en el estanco.

–Y, ¿por qué ese hombre se los vende más baratos?

–Los hace él, o algo parecido. Tampoco creo que sea relevante, lo importante es que él me los trae baratos y yo hago feliz a la gente.

–Es una manera de verlo, pero siento decirle que Nacho “El Seco” ha aparecido muerto en el almacén de una fábrica –confió Vincent a la anciana. Esta se quedó paralizada unos segundos, para momentos después romper a llorar sin control–. Tranquilícese, por favor, señora.

–¿A quién llamas señora, estúpido? No entiendes nada, no tienes ni idea. ¿Cómo pretendes que me gane la vida? ¿Vendiendo cerillas de mierda? No me digas que me tranquilice, chiquillo, no entiendes nada.

Lanzó la mesita por los aires mientras se levantaba de la silla, y las cajitas de cerillas cayeron al suelo. Chafó algunos mientras intentaba escapar, pero evidentemente las piernas no le respondían lo suficiente como para correr más que Vincent o Javier. La cogieron de los brazos y la llevaron hasta el coche, no sin antes recoger todas las cajitas caídas.

~***~

Ilustración de Marta Herguedas

El interrogatorio fue largo y repleto de bipolaridad. Aunque solo estaban la señora y Vincent dentro de la sala, tan pronto era una pobre niña cerillera, como una anciana afligida o una traficante de paquetes de tabaco robados.

–¿Es un delito comprar tabaco a un traficante y venderlo por las calles a precio mínimo? ¡Pues perdona por querer ganar dinero! ¡Perdona!

–Evidentemente, es un delito penado por la ley, y tendrá que pagar por su estafa.

–¿Pretendes encerrarme en un cuchitril hasta que me pudra?

–Tendrá un techo y comida caliente cada día, es más de lo que una pobre cerillera tiene, ¿no es cierto?

–No vayas de listo, muchacho. No soy ninguna niñita estúpida a la que puedas engañar. Tengo mis derechos.

–Tiene derecho a confesar su delito antes de que sea demasiado tarde. Se le condenará por el asesinato de Nacho Sanjosé, el contrabandista conocido como “El Seco”. ¿No piensa admitirlo?

–No tengo nada que admitir, estúpido. Yo no he matado a nadie. Estoy lo suficientemente loca como para vender cigarrillos ilegalmente, pero no soy ninguna asesina. Búscate a otra a quien echar las culpas.

–Si se encuentran pruebas que le incriminen, caerá sobre usted la pena máxima. Si no es culpable, más vale que empiece a contar todo lo que sabe del tema.

La conversación duró varias horas, y pocas cosas salieron en claro de allí. La anciana no parecía saber nada del asesinato, y de hecho, era difícil creer que tuviese la fuerza suficiente para golpear violentamente a aquel hombre en la cabeza hasta matarlo. Tampoco sacaba ningún beneficio de su muerte, sino más bien, la contrariedad de tener que dejar el tráfico ilegal o buscarse otro proveedor.

Vincent salió de la sala de interrogatorios, y se fue directo a su despacho releyendo las anotaciones de su libreta. Javier corría tras él haciendo preguntas, pero ninguna obtenía respuesta.

–Señor, no ha confesado el crimen. ¿Cree que realmente esa anciana asesinó a “El Seco”? No entiendo como una persona de esa edad se metió en todo este lío.

Al llegar al despacho, cerraron la puerta y se sentaron cada uno a un lado del escritorio. Llenaron dos tazas de té helado, y pusieron sus ideas en común.

–No creo que esa mujer, por muy trastornada que esté, haya asesinado a nadie. Y desde el principio toda la historia del maletín me pareció una burda estafa. Así que, creo que deberíamos buscar a otro posible culpable.

–Y, ¿quién podría ser?

–Pues, ¿a quién molestaría que una anciana vendiese tabaco de forma ilegal?

–¡A los fabricantes de tabaco!

–No creo que esto sea ningún complot de empresas multinacionales. Más bien, algo más pequeño… Un propietario de estanco, tal vez.

–¿El señor Habano? ¿Cree que él puede ser el culpable?

–Creo que es mucho más probable que sea él que esta señora.

–No sé, Vincent. José Miguel es un hombre honrado, no me lo imagino haciendo algo tan despiadado.

–Hasta los hombres más decentes pueden perder el norte en un momento de tensión. Deberíamos llamarlo, una buena entrevista hará brotar todos sus secretos.

~***~

El vendedor llegó rápidamente, y confesó el crimen incluso antes de entrar en la sala donde Vincent le esperaba. Se sentó frente a él en silencio. Le temblaban las manos, se mordía el labio con nerviosismo, quería explicarlo todo, quería decir la verdad.

–No quería hacerlo, pero lo hice –le dijo tapándose el rostro con las manos–. Soy un monstruo, merezco mi condena.

–Es posible que el juez quiera condenarlo a la pena máxima, ¿es consciente?

–Sí, señor.

–¿Por qué lo hizo?

–La gente dejó de comprarme al enterarse de aquellos precios, ¿cómo podía competir con mercancía robada? Mis hijas necesitan comer y, me sentía tan desesperado…

–Aquel hombre no era el ciudadano ejemplar, eso es cierto. Entiendo que con sus estafas estuviese afectando la vida de muchas personas, no solo de su estanco. Si lo hubiésemos cogido, ahora mismo estaría entre rejas.

–Pero no lo hicieron, y yo seguía perdiendo dinero. Me veía al borde de la mendicidad.

–No creo que la pena máxima sea mejor que eso.

–Mis hijas podrán seguir en la tienda, podrán seguir su vida, eso es lo único que me importa.

–Espero que el juez escuche sus razones, y que le juzgue correctamente.

–Salude a la anciana de mi parte, es una mujer honrada, no creo que supiese dónde se metía. Siento que la hayan creído culpable.

«Pobre iluso –pensó Vincent mientras salía de la sala–. Sabía dónde se metía perfectamente, aunque es posible que en algún momento se viese tan perdida como él».

~***~

La señora Poveda preparó todas sus cosas junto a la mesa del agente Tejeda. Vincent quería hablar con ella antes de que se fuera, para darle unos últimos consejos. No podía permitir que esa señora siguiese aquella vida.

–Luisa, ¿puedo hablar un momento con usted?

–Por supuesto, muchacho. Me gustaría disculparme.

–Venga a mi despacho.

La anciana le siguió despacio, a su ritmo, a través de las mesas de los agentes. Al llegar, se lanzó sobre el sofá para sentarse como pudo.

–¿Quiere un café o alguna bebida fresca?

–No, Inspector. Lo que quiero es disculparme. No quise en ningún momento importunarle con mis tejemanejes, pero debo ganarme la vida de alguna manera.

–Pero podría hacerlo de una manera más honrada, ¿no cree?

–¿Cómo? Soy una anciana, no puedo trabajar ya en ningún sitio. No tengo familia, y no poseo nada más que la pequeña casa donde resido. ¿De qué quiere que viva?

–Nosotros podríamos ofrecerle un empleo. Seguro que conoce a mucha gente, y nos puede ser de mucha utilidad a la hora de hacer algunos recados. Puede ser nuestros ojos en la calle, o infiltrarse cuando no queramos ser vistos. ¿Qué le parece?

–¿De verdad haría eso?

–Si usted se limita a vender cerillas y ayudarnos a nosotros. No puede volver a infringir la ley.

–Acepto, señor. Será un honor trabajar con ustedes.

–Perfecto entonces, nos vemos señora Poveda, agente secreto.

María Luisa salió de la comisaría con su abrigo en la mano, y en una bolsita de tela, un montón de cajitas de cerillas. Andaría por las calles en busca de alguien a quien vender alguna cajetilla para poder cenar aquella noche. Ya no le haría falta el abrigo, hasta el invierno siguiente, cuando las bajas temperaturas regresasen y necesitase de nuevo protegerse del frío, como la pequeña cerillera.

Carme Sanchis

Las tres almas

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Ilustrador@:  

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Género: Negro

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Este relato es propiedad de Carme Sanchis y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Sonia del Sol. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Las tres almas.

El agua fresca que viajaba por el río salpicaba la hierba que rodeaba su ribera. Las nubes jugaban con el sol, ocultando sus rayos calurosos. Los pájaros rozaban con sus alas el agua, volando de un lado a otro, robando gotas al río.

En la orilla, una tela a cuadros rojos y blancos cubría un trocito de tierra. Sobre ella había un par de vasos, una botella de vino y platos con restos de comida. Las hormigas ya formaban una fila para poder conseguir su diminuto banquete.

Una joven sentada en la hierba apoyaba su espalda en un árbol en flor. Su largo cabello mojado cubría sus pechos desnudos, que se movían con la música de su corta respiración. En unos segundos dejaría de ver el agua, dejaría de escuchar el canto de los pájaros. En unos segundos dejaría de sentir en su cuello los latidos incontrolables de su corazón y los dedos acusadores que lo rodeaban, apretándolo con fuerza para estrangularla.

Ilustración de Sonia del Sol

***

Cuando Javier entró en el despacho del Inspector, lo encontró sentado en su sofá con un frasco de perfume en sus manos. La pequeña botella tenía perfilada una mariposa de tonos carmesí, Vincent la acariciaba con los dedos.

–Disculpe, señor –expresó desde la puerta. El ayudante se inquietó al no recibir respuesta–. ¿Le ha pasado algo?

–El tiempo… –susurró– El tiempo pasa sin informar a nadie, sin pedir permiso. La mayor parte de tu vida no eres consciente de que se escapa. Pero, cuando te paras a comprobarlo, cae sobre ti, con fuerza.

–Lo siento, Vincent. Sé que se acerca el aniversario de la muerte de tus padres, pero debes animarte. Ya han pasado muchos años.

–Esta mañana he ido hasta su antigua tienda de manualidades. Recuerdo haber pasado toda mi infancia en ella. Ahora está gris, cubierta de polvo. He podido ver su interior a través de los viejos periódicos rotos que cubren los cristales. Nunca he sido capaz de entrar, a pesar de que tengo las llaves, porque todavía los puedo ver sonriéndome desde detrás del mostrador.

Los recuerdos llegaban a su mente uno seguido de otro: su décimo cumpleaños, el día en que se graduó, una excursión por la montaña, y aquel instante en que le dijeron que habían sufrido un accidente, su respiración bloqueada, su corazón paralizado y sus lágrimas contenidas a punto de saltar al vacío.

»No puedo fallarles, debo seguir investigando, debo encontrarles.

–En todos estos años no hemos conseguido ninguna prueba. Recuerdo aquel día tan bien como tú, sé que la información es inconsistente, pero, sino hemos encontrado nada hasta ahora, no creo que lo encontremos. Lo sabes tan bien como yo –por primera vez desde que Vincent fue ascendido a Inspector, Javier le tuteaba. Se sentía extraño, pero le conocía desde el primer día en el cuerpo, desde que un joven estudiante de sociología repartía el correo y preparaba cafés para los verdaderos policías. Le había cogido cariño y, a pesar de que la diferencia de edad era de unos 15 años, para él Vincent era como un hijo.

»No hay indicios de que no fuese un trágico accidente. De verdad lo siento, pero creo que deberías seguir adelante. Así lo querrían ellos.

Compartieron unos minutos de silencio, tiempo suficiente para calmar los nervios y dejar paso de nuevo a la cordura. El Inspector depositó el frasco de perfume sobre la mesita y se acercó a su escritorio. Tenían mucho trabajo por delante.

–Tienes razón, Javi. Pero seguiré investigando –sacó su libreta negra y preparó su estilográfica–. Adelante, sé que hay un nuevo caso, la comisaría está alborotada.

–Por supuesto, usted nunca descansa. Un hombre ha encontrado el cuerpo de una joven junto al río. Paseaba con su hijo cuando lo encontraron, pero no han sabido darnos más información, no vieron nada.

–¿Identificación?

–Su descripción concuerda con una de las fichas de desaparecidos. Concretamente con Lucía Vera, de 36 años. Su marido, Marcos Lobera, informó de su desaparición hace cuatro días.

–¿Posible causa de la muerte?

–El primer informe detalla que la víctima presenta equimosis y estigmas ungueales en el cuello, así como cianosis facial.

–Vamos, que tenía la cara azul –sintió los ojos de incredulidad de su ayudante–. Entiendo… Asfixia, una muerte lenta. El asesino debía sentir un profundo odio hacia esa mujer. De todos modos, la autopsia nos dará más información, así como el día exacto en que falleció.

–Por los detalles de la escena del crimen, parece que forcejearon. Los agentes han hecho un buen trabajo de investigación, pero si quiere, podemos ir hasta allí para seguir buscando pruebas. El juez todavía no ha ordenado el levantamiento del cadáver.

–No, que hagan su trabajo. Prefiero ir a hablar con su marido, puede que tenga algunas pistas que darnos.

–De hecho, cuando el marido informó de su desaparición, expresó repetidas veces que su mujer nunca se alejaba de casa y, que se temía lo peor.

–Recuerdo a aquel hombre, el agente Matías me pidió ayuda porque no podía controlarlo. Tenía una barba espesa y olía bastante raro, como a bosque –el Inspector hizo una mueca, y Javi soltó una carcajada.

–Marcos Lobera tiene un pequeño herbolario en la calle de las Flores. Todavía no le hemos informado del descubrimiento.

–Perfecto, así podré observar su reacción, me encanta hacerlo. Y de paso, que me de algún remedio para está maldita jaqueca –sacó de su pitillera un cigarrillo y lo encendió con una larga calada.

–Estoy seguro de que el tabaco no ayuda, Vincent.

–Bah, tendremos que arriesgarnos. Venga, prepárate, te vienes conmigo.

***

A unos pasos de la puerta del herbolario, el fuerte olor de la mezcla de cientos de hierbas llegó hasta el Inspector y su ayudante. Era un aroma salvaje, como si la ciudad se convirtiese, en aquel pequeño lugar, en el centro de una frondosa selva, naturaleza en estado puro. Vincent nunca había entrado en un herbolario, así que no podía imaginar lo que encontraría. Siempre había pensado que las plantas solo servían para decorar macetas, para hacer más bonita una habitación vacía.

Al abrir la puerta, un carillón de viento con hojas y mariposas de aluminio emitió un sonido agradable, avisando al propietario de que entraban nuevos clientes. Vincent observó con asombro el establecimiento. Los estantes estaban repletos de pequeñas bolsas con hojas secas, semillas y raíces, de toda clase de plantas diferentes. Había botellines con aceites, tarros de miel, pastillas de jabón de colores y frascos de colonias naturales. Y, para acompañar el fuerte olor, una barrita de incienso se consumía sobre una mesa en el centro de la estancia.

Mientras observaban la habitación, apareció el hombre con la barba espesa. Marcos tenía 42 años, y era tan corpulento que su espalda era casi tan grande como la de Vincent y Javier juntos. Tenía el pelo rizado de color azabache, unido a la barba por unas grandes patillas.

–¿En qué puedo ayudarles?

–¿Señor Lobera? Soy el Inspector Vincent Barrett.

–No me lo diga, lo sé… Lucía se ha ido.

–Hemos encontrado su cuerpo sin vida junto al río –confirmó Javier.

–Se fue hace varios días, lo sentí. Sentí que se escapaba de nuevo –agachó la cabeza y dio media vuelta. Se sentó en una silla que tenía al otro lado del mostrador–. Mi pobre Luci, cada vez se va más pronto.

–¿Disculpe? ¿Qué quiere decir? –preguntó el Inspector.

–Recuerdo haber sentido escaparse de mis manos a mi querida compañera de vida decenas de veces. ¿Usted sabe lo difícil que es vivir sabiendo que se va a ir?

–¿Estaba enferma? Cuando informó de la desaparición no nos dio esa información.

–No, maldita sea. Su alma está enlazada con la mía. Hemos viajado durante cientos de años de cuerpo en cuerpo, de país en país, a través del tiempo. Viviendo siempre juntos, uniéndonos una y otra vez a pesar de las diferentes circunstancias.

–Me parece que no entiendo lo que quiere decir, señor –más bien, Vincent no creía en historias de almas ni destinos.

–Nadie lo entiende. Pero, sé que en nuestro último encuentro fui su hija, lo he soñado miles de veces. Sé que ella era mi madre y la asesinó su segundo marido. Entiendo que algunas personas no lo comprendan, que no sean capaces de entender cómo funciona todo esto, pero yo sé que es real.

–A ver, ¿quiere decir que en otra vida usted fue su hija? ¿Cómo es posible?

–No somos más que simples almas viajeras, cambiando de cuerpo y morada de forma aleatoria. Nuestras almas tienen el destino de estar siempre juntas, de unir nuestras vidas una y otra vez. Y aunque sé que ese mismo destino nos separa cada una de las veces, sigo intentando salvarla. No puedo dejar de intentarlo.

–Perdóneme, señor. Pero supongo que no tengo los conocimientos necesarios para entenderle. Siento su pérdida, en eso sí tengo experiencia –añadió con tono solemne.

–Bah, ahora solo cabe esperar que mi cuerpo perezca y volvernos a encontrar en otro lugar –se levantó con la intención de ir a la parte trasera de la tienda, detrás de una cortina hecha con semillas de colores.

–Un momento, Marcos –apuró Vincent–. ¿Conoce algún posible culpable?

–No, señor. Sé quién es el culpable, siempre lo ha sido. En este caso, podéis encontrarla por el nombre de Julia Pradell. Ella es quien siempre separa nuestras almas. Ha trabajado en esta tienda hasta el día en que desapareció mi Luci, desde entonces, no la he vuelto a ver.

–En ese caso, ¿cree que su empleada ha asesinado a su mujer? –Preguntó agitado Javier.

–Esa maldita enferma molestaba constantemente a Lucia. Siempre que tenía tiempo libre iba a mi casa para ver a mi mujer. Creo que la envidiaba, por estar casada, tener una casa bonita, no tener que trabajar. Ya saben, una solterona como ella necesita ese tipo de cosas, y un hombre, por supuesto.

–¿Era su amante? –lanzó Vincent sin contemplaciones.

–Por el amor de dios, ¿cómo se atreve? Yo adoro a mi Luci, jamás podría engañarla. Pero, Julia se me insinuaba constantemente. Pensé en echarla varias veces, pero mi mujer me suplicaba paciencia.

–Y, ¿por qué cree que es culpable?

–Supongo que al final no ha podido controlar los celos. Ella es el alma oscura que nos sigue vida tras vida, la que nos condena a separarnos.

–Entonces, ¿por qué permitió que trabajase aquí? –preguntó Javier sorprendido.

–Porque así es esta historia, por mucho que quiera deshacerme de ella, nos hubiese encontrado de otro modo –Vincent anotó aquella acusación en su libreta.

–A ver. Dice usted, que sabe que ha sido ella. ¿Acaso tiene pruebas que lo confirmen? –preguntó el Inspector, incrédulo.

–No me hacen falta para saberlo. Pero tranquilos, no habrá ido muy lejos. Estará refugiada en su bosque, calmando su rabia con la naturaleza. Maldita bruja.

–Estaremos en contacto con usted, señor Lobera.

–Una última información, Inspector. Desde aquí puedo oler el hedor del perverso tabaco –le acercó una bolsita, mientras Vincent lo observaba con las cejas arqueadas–. Le aconsejo que mastique raíz de jengibre, estoy seguro de que le calmará la ansiedad por un nuevo cigarrillo.

–Es curioso que pueda oler nada con ese maldito incienso acompañando al resto de plantas, pero gracias por el obsequio. Puede que lo pruebe más tarde. Buenos días.

Se guardó el paquete en el bolsillo y salieron del herbolario. El contraste con el olor de la calle era extraño, los dos se sentían un poco mareados.

–¿Qué opinas, Javi?

–Parece que necesita unas vacaciones.

–O un corazón. Por mucho que crea en esa historia de las almas, debería mostrar al menos algún signo de dolor por la muerte de su mujer. No entiendo cómo puede mostrarse tan sereno, tan cínico culpando a su empleada sin pruebas.

–Señor, yo no creo en esas cosas de almas, pero mi mujer sí. Ella siempre dice que el alma te permite vivir aventuras, viajar por el tiempo, estar presente en cada acontecimiento. Supongo que si tuviese que creer en algo, sería en eso. Al menos parece un destino agradable.

–Entiendo, es una creencia como cualquier otra. Pero, ¿es posible que sepa que en una vida pasada estuvieron juntos? –preguntó con escepticismo el Inspector.

–¿Es posible que todos los dioses a los que adoran en el mundo existan al mismo tiempo y se pongan de acuerdo sobre cuál es el verdadero? –Vincent se acercó a él y se llevó el dedo índice a los labios.

–Será mejor que bajes la voz y cambiemos de tema. No tengo ganas de terminar en el calabozo de nuestra comisaria. He odio que se duerme muy mal.

–Perdone, señor. Hablar de política y religión siempre es de mala educación –respondió Javier como si fuese una canción.

–Deberíamos volver y buscar la dirección de esa mujer. Esperemos que no esté en el bosque como dice Marcos, no tengo ganas de buscarla entre los árboles.

***

La casa de Julia Pradell estaba situada en el bosque. Era una pequeña cabaña de madera, rodeada por un amplio jardín con infinidad de plantas diferentes, y un huerto en la parte trasera. En la parte derecha había un pequeño vallado interior con animales.

Cuando Vincent llegó, un labrador con el pelo dorado se acercó hasta él y lo olisqueó. Acarició su hocico y le dio unas palmaditas en la cabeza. Más tarde maldeciría su muestra de cariño, porque desde ese momento no pudo quitárselo de encima.

Encontró a la mujer en el huerto, rodeada de hortalizas brillantes y hojas verdes bañadas por el agua. La mujer vestía unos pantalones anchos y una camiseta manchada de pintura. Su largo pelo dorado, encrespado por los rizos, estaba recogido en el lado izquierdo por una gran trenza desgreñada, acompañada por una pluma negra a su fin; mientras el resto del cabello permanecía suelto,  decorado con algunas cuentas púrpuras. Su piel era de un tono muy claro, y cientos de pecas cubrían su cuerpo. Pero sin duda, lo que más llamaba la atención eran sus ojos verdosos, rodeados por unas intensas ojeras que masacraban su imagen. Era más bien baja y le sobraban demasiados quilos. Se acercó hasta él con una sonrisa desganada, mientras se frotaba la nuca con la mano derecha.

–Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo ayudarle?

–Buenas tardes. Soy el Inspector Vincent Barrett. Espero no molestarle con mi visita.

–Adelante, acérquese. ¿Le gustan los tomates? Puede coger unos cuantos.

–Gracias, tiene un huerto muy bonito. Estoy seguro de que debe ser un lugar de relajación magnífico. Pero, debo darle una mala noticia.

–Han encontrado a Lucía, ¿verdad?

«Parece que todo el mundo está informado, no sé para qué demonios trabajo –pensó Vincent»

–Así es, hemos encontrado su cuerpo sin vida junto al río –la mujer cayó de rodillas, las lágrimas se agolparon en sus ojos verdosos–. Lamento la pérdida, señorita Pradell. Sé que eran buenas amigas.

–Pobre Luci, era un encanto, siempre atenta con todo el mundo.

–Verá, me gustaría ser sincero. Alguien nos ha asegurado que usted es la culpable del asesinato de Lucía, por eso estoy aquí.

–¿Alguien? No se ande con enigmas. El chiflado de mi jefe cree que he sido yo. Estoy harta de sus locuras.

–¿Ha tenido problemas con él?

–Siempre me está explicando su maravillosa historia. Cree que Lucía es el amor de su vida, que su destino es estar con ella para siempre, a través del tiempo. Mil veces ha jurado que la seguiría al fin del mundo, pero ni siquiera era capaz de saber lo que ella deseaba.

–¿Cree que tenían problemas en su relación? –preguntó el Inspector.

–Creo que pasaban demasiado tiempo pensando en sus almas, en sus vidas pasadas, en viajar por el tiempo, en que algo malo iba a llegar. Luci me explicaba muchas veces que tenía miedo, que sabía que le iba a pasar algo. De hecho, ni siquiera quería salir de casa.

–Pero aquel día salió. ¿Con quién cree que podía estar junto al río, Julia? –La mujer parpadeó repetidas veces. Unas gotas de sudor aparecieron en su frente y su respiración se aceleró– Por favor, necesitamos toda la información que pueda darnos.

Permanecía arrodillada en el suelo, manchando su ropa con el barro del huerto. Todavía temblaba por los nervios.

–Le juro que yo no la maté. Habíamos salido aquel día. Hacía tiempo que íbamos a comer al río, lejos de la ciudad y sus líos. Allí podíamos hablar tranquilamente, y Lucía se sentía segura. Pero, yo no la maté.

–Encontramos señales de una discusión.

–Cuando me fui, ella estaba acostada junto a un árbol. Tenía que irme a trabajar, pero me dijo que prefería quedarse un poco más. Me fui con mi bicicleta al herbolario, y al día siguiente, Marcos informó de la desaparición. No volví a acercarme a esa tienda.

Vincent no sabía qué pensar. Por una parte, Julia parecía mucho más afectada por la muerte de Lucia que su propio marido, pero había estado con ella justo antes de la muerte. Y, el marido parecía muy convencido de que era culpable, más allá de su historia de las almas, odiaba a su empleada.

–¿Por qué se llevan tan mal usted y el señor Lobera? –observó la duda durante unos segundos en el resto de la mujer, mientras se ponía en pie con su ayuda.

–Él no quería que me acercase a Lucia. Era muy acaparador, no soportaba que ella pudiese compartir nada conmigo. Trabajaba allí porque necesito el dinero y, como ve, me encantan los remedios naturales. Poco después de empezar a trabajar, Marcos me presentó a Lucia. Nos hicimos amigas de inmediato, y al él no le gustó en absoluto.

–Pero usted y la señora Vera se veían regularmente. Supongo que a escondidas de su marido, puede que eso lo cabrease.

–No, no sospechaba nada. Luci le decía que iba a casa de su tía a darle de comer, pero hacía años que su tía había muerto. Y, por otra parte. No sé muy bien cómo explicarlo… –la mujer agachó la mirada y se limpió un poco la suciedad de los pantalones– Marcos me propuso un par de veces mantener relaciones carnales, pero jamás accedí. Tenía que soportar sus miradas, sus desprecios cuando me llamaba solterona.

–¿Lo sabía Lucia? –maldito mentiroso, dijo que jamás la engañaría; recordó el Inspector.

–Tuve que decírselo, sabía que algo me pasaba, y a ella no le pude mentir. Le molestaba que me hiciese daño, pero no le importaba en absoluto el engaño. A partir de ese momento se sentía menos culpable por vernos a escondidas en el río.

Vincent repasó su libreta. El marido había informado de la desaparición, al parecer, poco después de la muerte de Lucia. A partir de ese día, Julia había dejado de ir a trabajar; así que Marcos y ella no se habían vuelto a ver. Además, el día del asesinato las dos mujeres estaban comiendo juntas, y el marido no tenía ni idea de que fuese así, o al menos, eso suponían ellas. En ese caso, la última persona que había estado con la mujer asesinada había sido Julia.

–Señorita Pradell, me gustaría ser sincero con usted. El día en que asesinaron a Lucia estaban comiendo juntas, justo en la escena del crimen. Afirma que Marcos no sabía nada de sus encuentros, por tanto, usted se convierte en la sospechosa principal. ¿Lo entiende?

Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas y su piel empalideció, a pesar de lo blancuzca que ya era. Debía llevarla a la comisaria, detenerla para evitar una posible fuga, pero no tenía muy claro si era culpable. No había pruebas sólidas en aquel caso, y todos parecían esconder más de lo que mostraban.

»Acompáñeme, por favor. No hará falta enmanillarla, seguro que cooperará.

–Por supuesto, soy inocente. Iré donde usted me pida, pero prométame que buscará al verdadero culpable.

–Haremos justicia.

***

 Vincent fumaba un cigarrillo junto a la ventana de su despacho cuando Javier llamó a su puerta. Ya habían pasado varios días desde que encontraron el cuerpo de Lucia Vera, y la autopsia había confirmado lo evidente: había sido asesinada por asfixia. El asesino había golpeado repetidas veces a la víctima, antes de empezar a estrangularla. Una vez aturdida por los golpes y tumbada en el suelo, rodeó su cuello con las manos, presionando con sus pulgares su delicada tráquea. La uñas se habían clavado en su piel, creando estigmas ungueales. La presión ejercida por sus manos comprimió las arterías carótidas, impidiendo al cerebro abastecerse de sangre. Finalmente, su tráquea cedió, y el aire dejó de llegar a los pulmones. Su rostro se tiñó de un tono azulado. Y quedó tendida junto al árbol, totalmente desnuda, esperando a que alguien fuese a buscarla.

Ilustración de Sonia del Sol

«Tanto Marcos como Julia podrían haber ejercido toda la fuerza necesaria para golpear a Lucía y estrangularla. Pero, ¿quién de los dos fue? Uno de ellos miente…», pensaba el Inspector mientras le daba más vuelta a las pocas pruebas que tenía. Habían interrogado a los dos sospechosos, pero no había sacado más información. El comisario había ordenado que se juzgase a Julia con las pruebas que tenían, para él eran más que suficientes: estaba en el lugar del suceso, tenía un móvil y todas las pruebas la incriminaban. Pero Vincent no estaba de acuerdo, no tenía nada clara su culpabilidad.

–Disculpe, Inspector. El señor Lobera pide hablar con usted, quiere proponerle una cosa.

–Que pase, por favor.

Marcos parecía un hombre totalmente diferente. Se había peinado elegantemente, y vestía un traje oscuro, con una corbata de color escarlata. La espesa barba que tanto le caracterizaba, había sido afeitada, junto a las espesas patillas. Incluso olía diferente. Se acercó hasta el escritorio de Vincent y se sentó frente a él.

–Buenos días –le tendió la mano.

–¿A qué se debe su visita, señor?

–Quiero hablar con Julia, antes de que la juzguen. Quiero hacerle algunas preguntas, saber por qué lo hizo –a Vincent no le gustó nada aquella afirmación. No podía parar de pensar que todo estaba siendo muy precipitado, y su apremio le recordó que no quedaba tiempo.

–No estoy seguro de que sea una buena idea. Pero, si quiere hacerlo, deberá permitir que esté presente en todo momento.

–No me importa, así escuchará su declaración.

–Está bien, sígame.

Julia estaba en el calabozo de la comisaria, en aquel sitio frío con lechos duros e higiene inexistente. Su cabello permanecía igual que el día en que la llevó allí, pero estaba sucio y daba un toque grasiento a su rostro. El barro de sus pantalones, aquel que había aplastado al caer de rodillas, estaba seco y se desprendía de ellos a cada pequeño movimiento, cubriendo el suelo de arenilla. Sus ojos estaban rojos, y el hedor del sudor la envolvía.

–Señorita Pradell, el señor Lobera ha venido a visitarla. Le gustaría hablar con usted un par de minutos –la mujer arrugó la nariz y echó una mirada de rabia hacia el herbolario.

–No tengo nada que hablar con ese desgraciado.

–Puede que esta sea su oportunidad de hacer justicia –susurró Vincent.

–Está bien, acepto.

–Pues, ya puede empezar con sus preguntas, señor.

–¿Ni tan solo va a salir de su celda? ¿Tampoco puedo entrar yo?

–Lo toma o lo deja, el tiempo corre, y no puede estar aquí más de cinco minutos.

–Está bien. Seré claro. Pronto se sabrá toda la verdad y pasarás el resto de tu vida sufriendo por remordimientos, Julia –la mujer observaba con curiosidad su ropa, su rostro. Seguramente pensaba lo mismo el Inspector, ¿por qué demonios ha cambiado tanto?

–No tengo nada por lo que arrepentirme. Yo siempre estuve al lado de Lucía, en las buenas y en las malas. Jamás le mentí, jamás le fallé. ¿Puedes decir lo mismo?

–Luci solo estaba contigo por pena, asúmelo. Pobre solterona, me decía siempre, jamás encontrará a nadie que la quiera.

Vincent podía sentir la tensión entre las dos partes, cada uno mantenía su versión dela historia. Pero, ¿cuál era la cierta?

–Acéptalo, estúpido. Ya te lo dije una vez y te lo repito ahora, aunque sea lo último que diga. Lucía me eligió a mí, me prefería a mí, por eso te engañaba. Por eso salía de casa para estar conmigo.

–Maldita zorra. Espero que te acuerdes de mi cara cuando te den garrote.

Marcos dio media vuelta y se fue directo a la puerta del calabozo, que guardaba un agente, decidido a terminar de ese modo el diálogo. No podía creer que hubiese pronunciado aquellas palabras, no creía que un alma tan pura como la que él decía tener pudiese hablar así.

–Discúlpeme, señorita. Volveré más tarde. Siento haberla hecho pasar por esto.

Vincent salió tras él, esperando que siguiese en la comisaria para poder hablar. Y así era. Le esperaba en su despacho, sentado de nuevo en la silla. Tamborileaba con sus dedos sobre la mesa, emitiendo una música rápida.

–¿Podría traerme una taza de café? Necesito beber algo.

–Por supuesto –El Inspector preparó dos tazas, y las llenó del café que le quedaba. No estaba recién hecho, pero tampoco estaba frío–. ¿Le gusta con azúcar?

–Utilizo un edulcorante natural –sacó un frasquito de su chaqueta y precipitó un chorro largo en el café–. Es mucho más bueno así. ¿Ha probado ya lo que le di?

–Pues no, la verdad. Seguiré fumando por un tiempo…

–Sé que no ha estado bien decirle lo del garrote a Julia, pero quiero que tenga miedo, el mismo miedo que sintió mi Luci antes de morir –dio un gran sorbo de café e hizo una mueca, como si siguiese agrio–. Usted no entendió nuestra historia de las almas, pero quiero que intente entender. Somos tres almas unidas por el destino. Hemos viajado por el tiempo, por el mundo y siempre ha terminado todo igual. Dos almas unidas por amor, y una tercera que termina con todo. Durante mucho tiempo advertí a Lucía de que algo malo pasaría, y así fue –soltó un nuevo chorro del líquido edulcorante y dio un nuevo sorbo–. Cuando conocí a Julia me gustó su entusiasmo, siempre quería aprender cosas nuevas, y me enseñaba otras que yo desconocía. Pero, pronto descubrí que ella nos separaría, que nos alejaría. Nuestras almas están destinadas a estar juntas, me decía a mí mismo. Entonces, ¿cómo es posible que las cosas no vayan bien? –las manos le empezaron a temblar fuertemente– Sabía que Lucia me estaba engañando, pero no podía imaginar que se iba con ella. Su maldita tía estaba muerta, ¡muerta! ¿Cuánto tiempo me engañó? ¿Cuántos años llevaba escabulléndose para verla? –Empezó a sudar, tenía la frente brillante y un par de gotas resbalaban por su cuello– Pero yo no lo sospechaba, solo fui capaz de verlo cuando Julia me gritó: ¡Su alma es mía, mi alma es suya! ¡Tú eres la tercera alma, el alma negra! –sus pupilas estaban muy dilatadas, y su respiración se aceleraba cada segundo un poco más– Entonces me di cuenta, Lucía la había elegido a ella. Su alma pura había elegido a Julia, y así habría sido en otras vidas, y así sería en las siguientes. Yo era el alma oscura –se terminó el café, y lanzó un poco más de líquido en la taza. Tenía un color oscuro, lo bebió de un trago–. El alma oscura debe terminar con todo, y así lo hice. Fui hasta el río, las encontré. Esperé escondido, escuchando su conversación. No podía soportar verlas allí, traicionándome. Cuando estaba a punto de salir de mi escondite, Julia cogió su bicicleta y se marchó. Entonces lo vi… –la voz le dio un salto, por un momento parecía que se hubiese quedado mudo– Entonces lo vi claro, debía acabar con ella, allí, justo en su lugar secreto. La sorprendí, la golpeé. La desnudé, la tiré al río. Se resistió, mucho más de lo que pensaba que se resistiría. Cuando su espalda chocó contra el tronco del árbol, pareció desmayarse –sus manos se movían con golpes, agitadas por espasmos–. La tumbé en el suelo, apoyada en el tronco. Rodeé su cuello, aquel que tantas veces había besado, y apreté. Apreté hasta que empezó a darme patadas. Apreté hasta que vi que se le ponía la cara azulada. Apreté hasta que dejó de respirar –Vincent le miraba con espanto, por su relato y por las convulsiones que recorrían su cuerpo–. ¿Sabe lo último que hice? La besé, le robé el último de sus besos.

Marcos Lobera se quedó en silencio. Movía los labios, abría y cerraba la boca pero no podía hablar. De sus ojos salían lágrimas, y su rostro estaba lleno de sudor. A penas podía respirar y su último aliento lo utilizó para sacar de su bolsillo una carta. Golpeó su cabeza en el escritorio y quedó inmóvil para siempre. El frasco que guardaba en su chaqueta estaba lleno de Belladona, y la dosis que había tomado era suficiente para provocarle todos aquellos síntomas, y el último, la muerte.

En aquella nota, se declaraba culpable y narraba la historia tal y como lo acababa de hacer. Julia sería declarada inocente, pero como Marcos le había dicho, sufriría toda la vida por el remordimiento. Cada vez que recordase su lugar secreto, cada vez que recordase aquel momento en que orgullosa le confesó que Lucía y ella se veían a escondidas. Pero, creyese o no en almas, lo cierto es que en aquella vida ella era inocente, y él, culpable.

Carme Sanchis