31ª Convocatoria: El Circo

Con tu vida de circo.

 

Ilustración de Rafa Mir

Se me olvidó que eres salvaje
y me has dado un zarpazo
cuando solo quise darte
mimos y comida.
Por eso he decidido no compadecerte
al verte en tu jaula cansado
con tu vida de circo y bambalinas;
león viejo que saltas el aro de fuego
cuando el domador lo solicita.
Hay heridas que no las justifica
ni la condición salvaje.

Milagros Morales

 

El nombre de la Cosa

Autor@: 

Corrector@: 

Género: Relato corto

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El nombre de la Cosa.

Hace muchos años que vi una película horripilante cuyo título, La Cosa, me produjo una sensación de terror, asco, desasosiego y mal rollo impresionantes.

Nunca antes me había sentido tan mal. Bueno, me ocurrió algo parecido cuando vi Alien, el octavo pasajero, aunque no salí de la sala tan afectada.

Recuerdo que salí con las piernas que no me sostenían como Rambo.

Cuando vi Alien iba con unos amigos.

Durante  la proyección de La Cosa iba acompañada del que hoy es mi marido.

¡Pobre hombre, vaya tardecita que pasó!

Los dos salimos cagándonos en todo lo inimaginable después de asistir a ese espectáculo abominable de efectos especiales a cada cual más grotesco, espantoso, repulsivo y abyecto.

El director de esa “película de culto” según los expertos en la materia,  John Carpenter, dio el do de pecho con esa asquerosa película que copiaba la historia de la célebre El enigma del otro mundo de los años cincuenta.

Para nada se parecía.

Muy al contrario: el terror más deleznable y vomitivo se adueñaba de la historia que no escatimaba en escenas tan sumamente desagradables que herían cada dos por tres la sensibilidad del más pintado.

No voy a entrar en describir tales escenitas, basta con decir que en una ocasión me enviaron por el Facebook una publicación en la que, precisamente, se exhibían escenas de tan horrenda película pero hechas con ¡plastilina!

Pues aunque estuvieran hechas con plastilina seguían produciéndome un mal rollo indescriptible.

Recuerdo al presentador Florencio Solchaga presentando en la tele la película y diciendo muy serio y profesional:

‹‹ Las imágenes que van a presenciar son altamente violentas y terroríficas y pueden herir la sensibilidad de los telespectadores››  o algo así.

El bueno de Florencio Solchaga le hizo un gran favor a La Cosa porque la gente fue a verla a mansalva.

Además se presentó en el Festival de Sitges en el año 1982.

Pero a lo que voy, esta película me produjo mucho miedo y mucho asco.

Recuerdo que hubo gente que se salía de la sala. No me extraña. Yo casi salgo corriendo despavorida y ¡mira que me gustan las películas de terror y ciencia ficción! pero esta espeluznante “Cosa” me hizo odiar a John Carpenter.

No se trataba de lo que me hizo sentir Alien y su claustrofobia de peligrosos giros con esos pasillos y rincones tenebrosos de la nave Nostromo a la espera de que salga el jodido extraterrestre.

Porque  a pesar de lo repelente que era el  bicho, era eso… un bicho.

Pero esta cosa era un ser proteico que adoptaba  forma o formas terroríficas de pesadilla.

Y no quiero seguir dando más explicaciones que mala de la muerte me pongo.

Mucho miedo y mucho asco.

No volví a verla.

Eso me ahorré.

Por cierto, casi me alegro de que mi relato no tenga ilustración.

Gracias.

Paloma Muñoz

Madrid, 4 Octubre 2017

El Señor del Miedo

Autor@: 

Corrector@: 

Género: Melancolía/Microrrelato

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Axel A. Giaroli. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El Señor del Miedo.

Un sol seco y anaranjado recortaba un horizonte lleno de quietud. Bajo este, como si fuera en una pintura de trazo borroso, y desarrollada por la mano de una mente insana, se mecían hectáreas de espigas de maíz amarillentas y enfermizas. Apenas puedo oír unos graznidos en la lejanía, perdiéndose en el maizal, más allá de cualquier tipo de atisbo de humanidad, calor y amor posible. Y eso, cuando tengo suerte. Por norma es el silencio el que es soberano en aquellas tierras que me castigaban con la eterna soledad. Es un cuadro que siempre veo en otoño, condenado a observar, callar, esperar…

Sin duda, soy un maestro en mi arte. Y mi maestría sólo es superada por la pena que me produce el ejercerla. El desprecio que siento ante este, el… odio que termina embargándome.

Nadie merece ser el mejor en lo que más desprecia…

Pero no hay seres a los que culpar, el amo simplemente se limitó a crear un instrumento que pudiera servirle. Y en el proceso, le dio todo lo que era necesario para su ejercicio: tengo piernas largas y grotescas para aparentar una altura amenazante, brazos delgados que apenas pueden sujetar un oxidado tridente para mi ejercicio, un mono viejo, decrépito y desgarrado que simboliza mi condición de espuria y contranatura, y también, un rostro anaranjado y monstruoso con el que siempre consigo cumplir con mi labor.

No soy más que la parodia de un hombre, un monigote clavado eternamente para una única función: el guardián del maizal, el Señor del Miedo…

Es trágico, pues siempre he querido conocer a los pájaros que tanto se afanan a alejarse de mí: «No te acerques a él; es el Señor del Miedo. Si lo haces, tu sangre ayudará a limpiar las capas de oxido que se acumula en las puntas de su fisga».

Eso me convierte en el mejor en lo mío, pero me condena a una soledad eterna…

Axel A. Giaroli

28/10/17

23ª Convocatoria: Vampiros

Vampiros 

Ilustración de Rafa Mir

Caminando entre cuervos (I)

Domingo, Madrid 16 de Abril de 1921.

Han pasado ya cinco años desde el día en que mi madre me habló de mi padre por primera vez. Ese al que, por una maldita enfermedad, decidió abandonar aún sabiendo el gran dolor que le supondría.

—Es mejor que lo dejes pasar hijo, él no sabe de tu existencia —dijo entregándome un diario con fotos de París que él le había regalado.

Quiso el destino, que pocas horas después de aquello, ocurriera algo que marcó mi camino. Justo al anochecer alguien, que no supe quién era, se adentró en nuestra casa y sin mediar palabra nos atacó.

Aquel hombre, si es que se puede llamar así, demostró tener una gran fuerza y rapidez pero, lo que más me llamó la atención, fueron unos colmillos afilados como espadas que pude ver como se clavaban en el cuello de mi madre. Yo, por suerte o por desgracia, conseguí sobrevivir.

Desde aquel día juré venganza, no habría rincón en el mundo donde aquel ser pudiera esconderse. Y, así es como he llegado al lugar donde me encuentro.

Sobre mis brazos descansa uno de esos seres, con el corazón atravesado por una estaca y, en mis manos, una carta que él llevaba. Siento como su sangre se mezcla con mis lágrimas, formando un único sentimiento.

Mi nombre es Esteban Markus Tremayne y quiero compartir con vosotros esa carta. La historia de una maldición que, aunque el destino quiso que no me acompañara, me hizo tener la mía propia.

Jesús Cernuda

Caminando entre cuervos (II)

Autor@: Paloma Muñoz

Ilustrador@: Rafa Mir

Correctora: Elsa Martínez Gómez

Género: Romance gótico

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Caminando entre cuervos (II).

Diario de lord David Alaistair Markus.

Londres, domingo 3 de febrero de 1901, un día después de los funerales de Su Graciosa Majestad, la reina Victoria.

Mi corazón está en tinieblas. Tan solo una luz aparece dentro de ese mar oscuro que es mi alma y los latidos de mi vida resuenan en mis oídos como olas encrespadas y rugientes.

Esa luz es la que me ilumina y, desde hace mucho tiempo, se mantiene encendida dentro de mí. La luz proviene de Paulina, mi amor, mi único motivo para seguir viviendo en este mundo con mis miserias y mis tragedias campando en torno a mí como si estuviera en medio de una lucha sangrienta sin tregua ni cuartel.

La amo tanto que sería capaz de cualquier cosa con tal de que nunca sufriera, que nunca pudiera pasar privaciones, que nunca enfermara.

No, no quiero pensarlo. Aunque llegará el momento en que tenga que confesarle el secreto que trastorna mi vida desde que era un niño.

Ella me ama. Lo sé. Es su corazón lleno de bondad y generosidad el que envuelve el mío en un cálido manto de lana suave que lo hace revivir constantemente cuando está cerca de mí.

Le he pedido que se case conmigo. Y ahora planteo mi vida ―tal vez― con mayor ilusión, sabiendo que ella no me abandonará porque es buena y porque me quiere.

Pero ¿cómo explicarle lo que soy? ¿Por qué padezco la extraña enfermedad que ha arruinado mi vida? ¿Cómo enfrentarme a la reacción de Paulina?

No podría imaginar mi mundo, mi vida, sin ella. Lo es todo para mí desde que éramos unos niños. Entonces ya la amaba y sé que, ella, me amaba también.

Recuerdo las primeras cartas que le escribí. No estaba seguro de querer enviarlas ya que Paulina conocía mi forma de escribir. Sabía que no soy capaz de mantener en línea mis letras, mis frases. Me ocurría desde que era un niño y por más que mi padre me ponía en manos de los expertos, no había forma de que se enderezara mi escritura.

Ahora que ha pasado el tiempo y que voy a estar unos días en ese idílico rincón de la campiña inglesa en el que mi amada prima y su madre, la tía Adelaida, viven largas temporadas, intentaré, estando en su compañía, practicar con tranquilidad unas líneas y tal vez consiga escribir con cierta corrección.

Pero realmente no es eso lo que me preocupa, claro que no. Mi amor por Paulina me llena de ilusión pero al mismo tiempo de temor.

Voy a comenzar una serie de cambios en mi mansión de Londres. Reconozco que para la exquisita sensibilidad de mi hermosa prima puede resultar un lugar lóbrego y deprimente y no puedo permitir que Paulina se sienta incómoda de ninguna manera.

Todo esto me lleva a recordar algunos momentos de mi infancia cuando miss Paulina Tremayne y su madre, mrs Tremeyne nos visitaban en Rive Ravens Mansion.

Le gustaba jugar a esconderse de la familia cuando venía de visita con sus padres y yo por supuesto, acompañaba sus juegos y participaba muy gustoso de ellos.

Sus visitas eran casi siempre al atardecer, mi padre insistía en invitarnos a un delicioso refrigerio que era muy del gusto de Paulina y su madre.

Recuerdo, cuando era un niño, mi fascinación por los cuervos. Por eso rebauticé la oscura mansión de Londres con el nombre de ‹‹La mansión del paseo de los cuervos››.

Mientras mis padres vivieron, la gran casa era conocida como ‹‹La mansión Markus››.

Sus negras alas extendidas se movían mecidas por la suave brisa que provenía del cercano lago mientras contemplaba las últimas luces del atardecer. Ese lago que visitaba cuando iba de vacaciones con mis padres y que se encontraba en el norte, en Escocia.

Era el hogar de mis antepasados. El castillo, la casa solariega cerca del lago que he mencionado con sus hermosos cisnes blancos cuyas fantasmagóricas figuras se reflejaban en las cristalinas y apacibles aguas y la persistente niebla que caía y que los envolvía como en un sueño relajante provocado por el opio. Allí fui feliz hasta que conocí el terrible secreto que ha maldecido a mi linaje desde hace siglos.

En Rive Ravens Mansion viviré con Paulina cuando nos casemos y espero que sea muy pronto. Además me he prometido a mí mismo que la llevaré a París de viaje de novios. De modo que me reuniré con ella en el lindo cotagge de mi tía y allí hablaremos de nuestro futuro enlace mientras paseamos por los verdes caminos bañados por la luz de la luna.

No puedo pasear durante el día. Apenas puedo soportar la luz del sol.

Es una de las consecuencias de mi extraña enfermedad que en realidad no es una enfermedad, sino la más terrible y oscura maldición que un ser humano puede sufrir en este mundo.

Aunque debo empezar desde el principio cuando mi querido padre, unos meses antes de morir, me pidió que leyera su diario en el que explicaba una serie de circunstancias difíciles de comprender.

‹‹El terrible secreto es la maldición que ha llevado mi familia a ocultar su origen durante siglos, durante décadas.

Mis antecesores tuvieron que vivir con el estigma de ser diferentes al resto de los mortales.

“La maldición de la sangre”, lleva consigo que los varones señalados con la marca de La Reina de la Noche, padezcan la terrible enfermedad de los vampiros, esos seres sedientos de sangre que vagan por el mundo trayendo la mayor iniquidad que la Humanidad pueda imaginar.

Para mi desgracia y eterno dolor, mi queridísimo hijo David ha recibido la visita de La Reina de La Noche››.

Del diario personal de Lord Arthur Percival Markus

 

Sí, La Reina de La Noche.

Ella vino a buscarme una noche de luna llena de agosto para darme su beso de sangre.

Era un niño. Un muchacho que solo pensaba en jugar, en vivir aventuras, en conocer, aprender, escuchar y soñar con Paulina.

La Reina de La Noche o La Dama de La Noche, una criatura absolutamente fascinante que despertaba por la noche cuando había luna llena en verano, y desprendía un olor excitante que me atraía a sus labios como el néctar de las hermosas flores atraían a los insectos.

Este nombre tan inquietante lo tomó de una planta que por la noche se abre y su flor expele un olor irresistible. Así me atrajo hacia ella y así bebió de mi joven sangre para que la maldición de mi familia continuara conmigo: yo fui el varón elegido entonces y temo que si me caso y tengo un hijo, él sea su nueva víctima.

He conseguido superar mi sed de sangre humana bebiendo de la sangre de animales muertos que me traen del matadero. Este es mi secreto más horrible y humillante. Pero puedo pasar más desapercibido debido a que mucha gente de la alta sociedad de Londres que padecen tisis, van allí en persona a beber la sangre de las reses sacrificadas o les envían el líquido a sus domicilios, como es mi caso.

Cuando pienso en Paulina e imagino que ella pudiera conocer este hecho tan ominoso, me desespero.

Sin embargo, al leer una de las cartas que me escribió no hace mucho, mi alma se siente más elevada y todo el fango que la cubre a raíz de mi maldición parece disolverse como polvo en el aire.

‹‹Mi querido David, eres ahora mi prometido y yo soy la mujer más feliz del mundo.

Me has hecho hermosos regalos. Pero el más especial es el de tu corazón.

Estoy muy emocionada por nuestra visita al adorable París. Sabes lo mucho que deseo conocer esa gran ciudad. Partiremos después de la ceremonia y del cóctel que ofreceremos en el elegante hotel Russell en el distrito de Bloomsbury.

¡Es todo tan maravilloso! Mamá está muy recuperada y contenta, aunque sigue pensando que eres un caballero muy excéntrico y singular.

Le he dicho que no se preocupe porque yo sé que me amas con todo tu corazón y tu alma como yo te amo››.

Cuando tomo en mis manos sus cartas, acaricio el suave papel y aspiro el tenue pero delicado aroma, y la imagino escribiendo sentada en su escritorio con el hermoso cabello castaño brillando con los rayos de sol del mediodía.

Ahora me viene a la mente una de las cartas que me escribió antes de comprometernos.

Se encontraba un tanto desconcertada por el regalo de un diario que contenía fotografías e ilustraciones de señoritas que actuaban en teatros y cabarés. También había ilustraciones de conocidos monumentos como la Torre Eiffel.

Paulina es muy inocente y eso es uno de los alicientes que me hacen amarla aún más.

‹‹Querido primo David, muchas gracias por tu regalo del precioso diario que has adquirido en París aunque te confieso, que sus fotografías me resultan, cuanto menos, desconcertantes.

Prefiero no enseñárselo a mamá. Supongo que es normal entre caballeros de la alta sociedad, estas excentricidades››.

Hubiera deseado llevarla a mi propiedad en Escocia, a la gran casa solariega, pero me trae amargos y detestables recuerdos de lo ocurrido y deseo estar con Paulina en lugares alegres, llenos de gente, bulliciosos, con luces, grandes lámparas, orquestas, música y bailes, hermosos carruajes. Deseo que experimente la dicha de sentirse viva y a mi lado y yo me contagiaré de su felicidad y de su energía. Dedicaré toda mi vida a amarla, cuidarla y protegerla.

¡Ojala que el destino no se muestre aciago a mis deseos y me permita disfrutar de mi matrimonio! No quiero morir después que ella. Porque aunque sufro esta enfermedad maldita, soy mortal. La Reina de la Noche tuvo compasión de mí y me evitó que vagara por las inmensidades del tiempo en perpetua soledad y búsqueda de vidas de las que alimentarme.

Sé que, Paulina, llegado el momento, podrá ser la que redima mi alma y la atraiga a la luz, apartando para siempre la oscuridad que la ha cubierto desde hace mucho tiempo.

Pero tengo que dejar de escribir. Llega el amanecer y debo recluirme en esta casa. Por la tarde saldré a tomar el aire y pasearé para despejar mi mente y respirar un poco de aire.

Tengo que convertir este caserón en un lugar hermoso como el cottage de la tía Adelaida en los Cotswolds en Bibury, Cirencester. Allí paseé con Paulina bajo la luz de la luna y le declaré mi amor.

Ilustración de Rafa Mir

También he caminado solo durante horas y he encontrado cuervos con los que he compartido mi paseo. He caminado entre ellos. Espero y deseo con toda mi alma que los que se posan en las ramas peladas de los árboles cercanos a mi casa, no vuelvan a posarse nunca más.

No los odio. Han sido y siguen siendo mis compañeros. Pero, me recuerdan que mi naturaleza debe seguir su curso y también me recuerdan que Paulina puede cambiar esa naturaleza con su bondad, su fortaleza y su entregado amor.

Paloma Muñoz

Madrid 27 de Octubre 2014

Caminando entre cuervos (III)

Autor@: Jesús Cernuda

Ilustrador@: Paloma Muñoz

Correctora: Elsa Martínez Gómez

Género: Terror / suspense

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jesús Cernuda. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 

Caminando entre cuervos (lll).

Así fue como descubrí quien era mi padre y la terrible maldición que pesaba sobre su familia desde hacía siglos. Como ya os he dicho, la fortuna hizo que «la maldición de la sangre» como la llamaban, no me afectara. Ahora, con este hombre en mis brazos, sintiendo su sangre resbalar por mis piernas, creo que si no me visitó la Reina de la Noche fue para llenar mis días de algo más terrible aún que esa maldición, algo con lo que no todo ser humano podría convivir. Esta es por tanto mi historia.

…………………………………….

Recuerdo como ya desde que era un niño, fueron muchas las veces que le pregunté a mi madre por mi padre, veía a los demás ir de paseo con los suyos y no entendía por qué él no estaba con nosotros. No fue hasta los quince años cuando ella decidió que era el momento de saber la verdad.

A mis ojos, Paulina, mi madre, era una persona como cualquier otra: cariñosa, siempre atenta a lo que necesitara pero con un aire de tristeza que, por algún motivo, no se separaba de ella. Supongo que para mí esas cicatrices que desfiguraban su cara no eran nada, creo que incluso había dejado de verlas. Lo que era inevitable es que, las pocas veces que salía de casa, viera como la gente se quedaba mirando y la señalaran. Siempre pensé que aquello era por lo que estaba continuamente triste. Ahora sé que fue el amor, ese tan profundo que poca gente llega a conocer, lo que la hizo vivir así.

Fue una noche de invierno, acurrucados al calor de la chimenea, cuando a pesar de no tener más que 9 años, me atreví a preguntarle por aquellas cicatrices. Me contó entonces como poco antes de nacer yo, había pasado la difteria, una enfermedad que en aquella época se había cobrado la vida de muchas personas.

—Supongo que debo decir que yo tuve suerte —me dijo con media sonrisa en la boca —. Esa maldita enfermedad no consiguió acabar conmigo, al menos no del todo, pero sí me dejó marcada de por vida.

Se levantó despacio y se acercó al armario, después de buscar dentro de una carpeta que tenía, sacó una foto y me la enseñó.

Ilustración de Paloma Muñoz

—Esta soy yo de joven.

Me pareció increíble lo guapa que fue. Ahora lo entendía, sufrir aquello a una edad tan temprana no tenía que haber sido fácil.

—Mamá, no estés triste, para mí sigues siendo la más guapa del mundo.

Ella acarició mi cara y me habló del momento en que supo que estaba enferma. Fue la primera vez que nombró a mi padre sin que yo le preguntara nada. Me explicó que él, dos semanas antes de que se casaran, se fue de viaje por negocios y que ella no se atrevió a enfrentarse al momento de tener que decírselo.

Los médicos le dijeron que se preparara para lo peor, como ya he dicho, por aquel entonces la difteria era casi un billete seguro al otro barrio. Ella, sin fuerzas para decirle a su gran amor que la muerte estaba cerca, prefirió marcharse dejándole una nota donde se lo explicaba todo.

Se fue tan lejos como pudo a esperar que la muerte la alcanzara, pero nunca llegó. Consiguió superar la enfermedad, aunque el resultado fuera esa cara irreconocible.

—Puede que sea lo más duro que he hecho en mi vida. Pensé que lo mejor era dejar que él siguiera creyendo que estaba muerta, ¿cómo iba a querer a alguien con esta cara?

Al decir eso rompió a llorar, sus manos temblaban mientras intentaba secar las lágrimas que cubrían su rostro arrugado. Apenas podía respirar y menos aún seguir hablando, de su garganta salió un fino hilo de voz del que pude distinguir un: ¡Dios, cuánto le quiero!

Seis años después, cuando yo no pensaba que me fuera a contar nunca nada más, como si ella supiera que algo iba a suceder, volvió a sacar de nuevo el tema de mi padre.

Me enseñó un diario con unas fotos extrañas de París que él le había regalado, intentó explicarme cuanto se querían desde que eran niños y como ella siempre pensó que estarían toda la vida juntos. Pero lo más importante:

—David Alaistair Markus, así se llama tu padre.

Aquella misma noche, mientras dormíamos, alguien entró en casa y nos atacó. Nunca olvidaré esos pocos minutos, suficientes para acabar con la vida de mi madre. Tenía tan solo 15 años, pero juré que no pararía hasta dar con quien había sido su verdugo, alguien o algo que yo no pensaba que pudiera ser de este mundo.

Durante mucho tiempo, me dediqué a viajar preguntando por esos seres con colmillos y fuerza descomunal, pero nadie sabía nada, hubo quienes se rieron de mí, incluso quienes decían que estaba loco o simplemente quienes no me hacían caso por ver que no era más que un jovencito preguntón. Hasta que, en un pueblo pequeño al norte de España, donde me encontraba, una persona que parecía ajena a mis preguntas llamó mi atención.

—Muchacho, creo que no sabes dónde te estás metiendo. Nadie querrá hablarte de vampiros y menos aún reconocer que existen — dijo aquello poniéndome una nota en las manos. Nunca más volví a ver a aquel hombre, el que sin duda me puso en la pista de lo que ahora sabía que eran vampiros.

En el papel que me dio, pude leer: «Lord Albert Wishaw». No sabía quién era ni donde debía buscar pero, al menos, tenía un nombre.

Durante años viaje por toda Europa preguntando en cada sitio por esa persona. Llegué incluso a pensar que aquel hombre me había engañado y que se había reído de mí haciéndome buscar a alguien que no existía.

Creo que fue pensando en mi madre, a la que alguna vez había escuchado hablar de Escocia, por lo que me fui allí. Ni siquiera lo hice pensando en Lord Albert, cuando una noche, agotado de tanto viajar, decidí parar en un pequeño pueblo a descansar. Fue toda una sorpresa ver que me encontraba en Wishaw, una villa cercana a Glasgow, que había rodeado en otras ocasiones sin ver su nombre. Quizá no tuviera nada que ver, pero me negaba a pensar que solo fuera una casualidad.

No me hizo falta buscar mucho, la segunda persona a la que pregunté ya me dijo que lo conocía, que era bastante popular por la zona, aunque pocos lo habían visto. Según creían, trabajaba en una destilería de whisky y solo algunas noches se acercaba al pueblo a beber algo en la cantina. Me habló de la iglesia de San Nethan donde, tal vez, el párroco pudiera decirme dónde encontrarlo. Estaba ansioso por ir, pero demasiado cansado, con lo que decidí pasar la noche e ir al día siguiente.

Apenas había amanecido cuando llegué al lugar. Comprobé que la puerta estaba abierta así que entré. No se parecía en nada a otras iglesias a las que había ido, estaba todo en penumbra y no veía ninguna estatua o representación religiosa. Lo único que vi fue un mural antiguo en el que se veía un hombre a caballo, al fijarme bien pude ver que tenía colmillos.

Ilustración de Paloma Muñoz

— ¿Quién anda ahí? — Gritaron de repente a mi espalda — ¿puedo ayudarle en algo?

Me di la vuelta y por su vestimenta supe que era el párroco, le hice gestos para que se acercara, pero no lo hizo.

—Hola buen hombre —le dije intentando no parecer una amenaza —estoy buscando a Lord Albert y me han dicho que tal vez usted pueda ayudarme.

Hablamos durante un rato y lo único que conseguí fue que me dijera que en ocasiones iba a Madrid por algo de negocios. Estaba claro que tenía que volver a España, después de tantos años tenía una nueva pista.

Antes de irme le pregunté quién era el hombre del mural. Empezó a reírse de forma estridente.

—Muchacho, ¡qué más quisiera yo que poder verlo!

Fue entonces cuando me di cuenta. Más de media hora hablando con él y no me había fijado.

— ¿Es usted ciego?

— ¿Ciego dices? solo es ciego, aquel que no quiere ver —dicho eso, empezó a caminar entre unas columnas y, no sé cómo, desapareció.

Puse rumbo a Madrid, parando solo lo necesario para descansar. Algo me decía que por fin lo encontraría.

Tras varios días en la ciudad, una mujer me dijo que Lord Albert vivía en una pequeña casa a las afueras. Fui allí pensando que al fin llevaría a cabo mi venganza.

Era una casa vieja, parecía incluso que nadie vivía allí. Entré despacio con la intención de, si se encontraba en la casa, poder sorprenderle. Pronto vi a un hombre, agachado en el suelo con un animal muerto entre sus manos. Me miró, pude ver su boca ensangrentada y esos colmillos que mi mente había grabado en la memoria.

No lo dudé y salté sobre él, pero de un golpe me hizo volar por la habitación cayendo sobre una mesa de madera que se partió en pedazos. Los colmillos, esa fuerza…lo había encontrado. Vi como se abalanzaba sobre mí, conseguí agarrar la pata de la mesa y sujetarla fuerte con mis manos. Él no se dio cuenta hasta que notó como se clavaba en ella.

—Sabía que era solo cuestión de tiempo Albert —le dije —. No pensarías que ibas a escapar.

Me miró a los ojos y su rostro cambió por completo.

—Albert no está, solo soy un amigo al que ha dejado pasar aquí unos días —tragó saliva antes de continuar—. Esos ojos…nunca podré olvidar esos ojos…Paulina…

Esas fueron sus últimas palabras. No entendía nada, como aquel hombre podía haber visto en mis ojos los de mi madre, de que podían conocerse. Busqué entre su ropa y encontré la carta, esa en la que contaba la maldición de su familia y el miedo de tener que contárselo a su futura esposa, Paulina. Empecé a llorar, al darme cuenta de lo que acababa de hacer.

Unida a esa carta había otra hoja, ya arrugada por el tiempo en la que pude leer:

Querido David.

Te quiero tanto. Has sido mi razón de ser, no quiero que me llores porque ahí donde vaya, siempre te esperaré. Ojalá esta enfermedad no hubiera roto nuestros sueños.

Espero que puedas perdonarme y sepas entender que mi amor es demasiado grande para poder mirarte a los ojos sabiendo que voy a morir. Tuya por siempre.

Paulina.

Y así fue como conocí a mi padre, en el momento de verlo morir entre mis brazos. Mi maldición será vivir sabiendo lo que hice. Recordar cada día como aquel hombre mató a mi madre y por ello yo hice lo propio con mi padre. Me levanté lanzando un grito al cielo, maldiciendo a un Dios que no sé si existe, pero seguía teniendo una cosa clara.

Mi nombre es Esteban Markus Tremayne y juro vengar la muerte de mi madre cueste lo que me cueste, dando caza al que me ha llevado a acabar con la vida de mi padre.

 

Jesús Cernuda.

La sangre de las hadas

Autor@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Ilustrador@: David Aguilar Parque

Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Negro

Rating: + 15

Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de David Aguilar Parque. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La sangre de las hadas.

Il lupo

La fata Morgana

Mostró una sonrisa que su rostro amoratado convirtió en una mueca deformada. Reprimí la emoción y la furia por verla así. Habían pasado ocho años.

Non ti mouvere, ti prego —dije cuando quiso incorporarse.

Sto bene, tranquillo, ma… no tengo el aspecto de un hada.

Tu sei sempre bella.

Non ti credo, ma è difficile trovare un lupo buono come te.

—También es difícil que siga hablando en italiano.

—Pues lo recuerdas muy bien.

Otra sonrisa. Dejé de ver el apósito en su cuello, las rozaduras en sus manos, su pelo castaño revuelto. Seguía siendo preciosa y meciéndose dulcemente entre el exquisito acento británico del inglés paterno y la expresiva entonación del italiano materno.

—¿De verdad eres amigo de ese policía?

—Bastante.

—Qué casualidad entonces.

—Y suerte, porque llegué ayer.

—Por favor, siéntate. —Me indicó el borde la cama, pero negué.

—Debes descansar. Él ya te ha estado preguntando y a mí me han dejado entrar solamente porque tú lo has pedido.

—También me ha dicho que te hirieron hace poco. Mi dispiace

—Yo siento mucho más esto.

Entonces se oyeron unos golpecitos en la puerta, que se abrió despacio. Se asomó una joven y enseguida se colaba una pequeña figura que, sin reparar en mí, fue directa hacia la cama. Era una niña de unos seis años, rubia y de ojos tan profundamente verdes como los de quien la miraron con ternura, y sin contener las lágrimas cogió el brazo que se extendió hacia ella.

Mamma, mamma!

È tutto a posto, tesoro. Non piangere.

Entonces la niña me vio y se sorprendió para susurrar cautelosa:

Chi è? Sembra un lupo

Ma non avere paura, non è pericoloso. —Entonces su madre se dirigió a mí—. Lloyd, esta es mi hija Anna. Anna, saluda a mi amigo el señor Lloyd Hunter.

Ah, certo! Un lupo cacciatore! Mi scusi… Hola, ¿cómo está usted?

Ciao, Anna, come stai? Encantado de conocerte. —Me incliné y le di la mano, pero procuré no acentuar demasiado mi sonrisa. Lo último que quería era asustar a hijas de hadas que embrujaban igual.

1955 se había ido dejándome un agujero nuevo en el cuerpo y 1956 empezaba agrandándome el primero que me había alcanzado de lleno el corazón. Quien me lo hizo fue aquella reina de Avalon. Antes, en otras camas de hospital militar, nos hechizó a cuantos recibimos sus cuidados porque su belleza y sus maneras nos curaban todo. Yo, además, tuve la fortuna de poseerla.

—Me alegro mucho de verte, Lloyd —dijo desplegando otra vez toda su magia.

Anche io, Morgan —respondí, otra vez hipnotizado.

 ***

—Ya me dirás de qué conoces a esa maravilla. —Phil Tucker borró la media sonrisa ante mi cara—. Bien, antes te cuento lo que ha pasado, aunque que conste que iba a hacerlo, pero como has llegado corriendo y…

—Al grano, Phil.

—Sí, pero de camino a comisaría. Mi jefe quiere verte. Me parece que vamos a necesitar tus servicios.

—No me jodas…

—Te aseguro que pedírtelos le va a joder más a él —dijo socarrón—, pero ocurre que tu amiga es la cuarta víctima en apenas dos semanas y la única que ha sobrevivido. Llevamos unos días de locura y ya sabes el pánico que cunde cuando hay más uniformes en la calle y la prensa sensacionalista saca colmillos más afilados que ese cabrón que las ha atacado. Escuchas y vuelves. Además, aquí está ese agente. —Señaló al circunspecto joven que se paseaba por el pasillo y que saludó muy formal.

Resoplé y me giré hacia la chica que había dejado entrar a la pequeña Anna. Parecía preocupada pero tranquila, y me sonrió amable cuando me acerqué.

—Perdone, soy…

—Lo sé. Morgan me ha hablado de usted, señor Hunter. Soy Lucy, hija de Albert Maxwell.

Le devolví la sonrisa y saqué una de las tarjetas de Tucker.

—No tardaré, pero con la más mínima novedad, avíseme aquí.

  ***

 El capitán de Homicidios Sean Carmichael me era tan antipático como yo a él, pero nos tolerábamos por una misma razón: los casos especiales cuya resolución podía beneficiarnos a todos. A ellos, por mi trabajo que les ahorraba personal; a mí, porque me compensaban derivándome potenciales clientes con pedigrí que buscaban máxima discreción, el último, Lavinia Lohr, a quien recordé como en un sueño. Pero esa ensoñación había sido siempre el hechizo de Morgan Violet Rochester sobre mí desde que la conocí. También por eso ni oí el saludo en forma de gruñido de Carmichael cuando entré en su despacho detrás de Tucker, ni vi el gesto de comadreja del teniente Calvin Trass, su mano derecha, que solía acompañarlo hasta para mear mientras le soplaba sobre cualquiera que él considerara que no seguía los procedimientos de actuación supuestamente adecuados.

Carmichael me indicó una silla al otro lado de su mesa, llena de carpetas y periódicos de llamativos titulares, y esbozó una sonrisa torcida.

—Bien, Hunter, siempre encuentra usted algún lío donde sea, pero ya veo que está recuperado y ha pasado unas largas vacaciones en familia. Casi le hemos echado de menos por aquí.

—¿Qué quiere?

—De acuerdo. Era un asunto personal y me alegro sinceramente de que su sobrina y usted estén bien.

—Gracias, pero antes de que siga, debo avisarle de que este también es un asunto personal y actuaré según mi criterio. Solo he venido a informarle.

—Sí, sabemos que conoce a la última víctima, pero por eso mismo lo hemos llamado, para que no se pase en lo personal como hizo en el caso de su sobrina. La oficina del sheriff en un pueblo perdido no es el departamento de policía de esta ciudad para ir imponiendo criterios.

—Entonces ya nos lo hemos dicho todo. —Y me puse de pie.

—Espere, por favor. Dejémonos de tonterías. Siéntese. —Lo hice por Tucker. Carmichael suspiró—. Este caso es insólito ¡y estos imbéciles están arreglándolo! —exclamó cogiendo y agitando un periódico cuyo titular era «¡Toque de queda en Cambridge por el vampiro asesino!»—. Ese cabrón es un psicópata o un loco. Afortunadamente su amiga ha sobrevivido y sus datos nos ayudarán, porque el alcalde ya estaba amenazando con pedir cabezas. No hay nada en común entre las víctimas, salvo que son mujeres, y el criminal está actuando en diversas partes de la ciudad también sin relación. Pero llenar las calles de agentes no funciona. Así que ahora vamos a desaparecer como él. Y ahí es donde debe colaborar usted.

—¿Debo? Carmichael, colaboro con ustedes, pero no por obligación.

—También se mueve peligrosamente por el borde de la ley.

—Que nunca he incumplido.

—Pero interpreta a su modo.

—Sin incumplirla —reiteré y levanté una mano para zanjar aquel diálogo inútil—. Le digo que este caso es personal. Estoy de acuerdo en que desaparezcan y contengan a la prensa con la información justa. Como ya se ha filtrado que la víctima ha sobrevivido —no evité mirar fugazmente al hierático Trass—, lo que podría ponerla en peligro de nuevo si ese cabrón está loco o quiere acabar el trabajo, espero que se pueda mantener oculta su identidad. Y por supuesto no permitiré que se convierta en un cebo, por si ya se les había ocurrido. Yo me ocuparé de su protección.

—¿Va a actuar por su cuenta sin más equipo de apoyo? —murmuró Trass.

—No debería adelantarse a nada sin que lo sepamos —apostilló Carmichael.

—Informaré puntualmente al teniente Tucker. Si doy con esa alimaña, procuraré cazarla viva y entregársela, pero si tengo que matar, no dudaré. Ya saben lo más importante. Y ahora dejemos de perder tiempo. —Me levanté, pero Carmichael quiso sentenciar:

—Hunter, un solo paso en falso y yo mismo lo encerraré y tiraré la llave.

***

 Fui a casa por si necesitaba algo más para lo que había pensado. Pero no: refrigerador lleno, comodidad suficiente y, sobre todo, que yo vivía en Revere, un barrio apartado con el océano al lado.

Había llegado el día anterior después de la convalecencia en Midtown. La alargué por Navidad y Año Nuevo, por descansar de los frenéticos últimos meses y estar con mi familia. Y claro, regresé con pereza en un viaje más tranquilo que el de ida y con intención de no pasarme por el despacho hasta final de semana. Pero Tucker llamaba esa tarde.

«Es inglesa y se aloja con los Maxwell, ya sabes, la familia del famoso profesor universitario de la que por lo visto es amiga. Ha venido a un congreso internacional de enfermería y volvía de la primera jornada al anochecer. Pero lo sorprendente es que ha mencionado tu nombre cuando le hemos preguntado si conocía a más gente aquí».

Yo había colgado y volado al hospital.

Todavía no me había enterado bien de la psicosis desatada por los violentos ataques a tres mujeres a las que alguien había golpeado y matado a causa de lo que los forenses describieron, aparte de estrangulamiento, como heridas en el cuello por un fiero mordisco. Un increíble destino había puesto a Morgan en aquellos sangrientos sucesos. Decidí llevar a cabo mi plan con o sin el acuerdo de los Maxwell y antes de volver al hospital me pasé por su lujosa casa de estilo victoriano en el barrio de Cambridge. El ataque a Morgan había ocurrido en un callejón entre la alta verja del extenso jardín y el edificio colindante, un sitio lo bastante escondido como para que alguien hubiese visto u oído nada, más en una zona residencial como aquella que, aunque no hubiera sido muy tarde, al anochecer aún estaría más desierta.

Albert Maxwell, profesor en Harvard, viudo y con tres hijos, era una autoridad nacional en Literatura Inglesa del siglo XIX. Y a su nivel, pero en Europa y experto en el Medievo, estaba su colega Arthur Rochester. Se habían conocido en el 43, cuando Rochester se había trasladado desde Inglaterra para intentar una nueva vida tras quedar viudo también. Morgan decía que su padre, de nombre y apellido tan literarios y románticos, solo podía ser cómo y lo que era. Pero primero fue corresponsal de prensa en la Gran Guerra, viajó por Europa y recaló en Italia, donde se quedó un tiempo en Milán al ser herido y conocer en el hospital a una bellísima enfermera llamada Marietta. En seis meses se casaba con ella y la llevaba a Inglaterra, donde consiguió un puesto de profesor en la universidad de Londres y ella dejaba su trabajo para criar a la única hija que tuvieron. Y un hombre llamado Arthur y nacido en Glastonbury no dudó en bautizarla como Morgan y coronarla como hada reina de su Avalon particular.

Así que la niña heredó dos idiomas, el amor por los libros y las manos curativas de su madre. Años después también siguió sus pasos y era enfermera junto a ella en Londres durante una segunda guerra mundial, pero la perdía por unas fiebres infecciosas. El padre, devastado, decidía cruzar el Atlántico y establecerse con la hija en Nueva Inglaterra, naturalmente. Y muchos soldados heridos que volvían, sobre todo mutilados o con problemas de movilidad, hacían escala allí en Boston para recuperarse antes de regresar a sus hogares. En otra coincidencia del destino uno de aquellos soldados fui yo, que aunque solo con una rodilla destrozada y la cara salpicada de marcas de metralla, necesité unas semanas para andar otra vez antes de marcharme a casa un poco más tarde que los ataúdes de mis hermanos.

El primer día que vi a Morgan olvidé la tristeza por ellos, la guerra, la rodilla e incluso mi cara. El segundo, olvidé el mundo al escucharla contar historias. El tercero, nos habíamos enamorado todos, particularmente los de sangre italiana. El cuarto, ninguno queríamos irnos, y el quinto, no podía creer que aquella maga viese mi cara pero me mirara como lo hacía. Cuando me marché, caminaba con un bastón en la mano, las suyas por mi cuerpo y las de los demás queriendo matarme de cien maneras. Cuando me despidió la besé seguro de que si había sobrevivido había sido solo por conocerla y tardar apenas un año en volver para querer tenerla ya siempre cerca. Los siguientes dieciocho meses fueron los mejores de mi vida, hasta que su padre quiso regresar a Inglaterra y ella, que lo adoraba y era su única familia, lo acompañó. Yo acepté que también fuese él el único que me la quitara y simplemente me despedí con un «aquí estaré», incapaz de reprocharle nada.

De vuelta al hospital el agente me dijo que Lucy Maxwell se había marchado ya con Anna y el médico acababa de entrar a ver a Morgan. Cuando salió, me identifiqué y le pedí permiso para quedarme con ella, pero me dijo que no era necesario. Morgan se había torcido levemente un tobillo, tenía abrasiones en brazos y piernas y la herida en el cuello afortunadamente había sido superficial porque ella se había defendido; pero la mantenían en observación por los golpes en la cara y la cabeza. Estaba asustada pero tranquila, y que fuese enfermera ayudaba mucho. Yo le pedí al médico que le preguntara y después me dejaba entrar.

Morgan estaba mejor.

—Ver a Anna me ha animado mucho —dijo—. Y tú. Pero no tienes que quedarte. Todo el mundo ha querido hacerlo y les he dicho que no.

—Yo no soy todo el mundo.

—Eso es verdad —sonrió.

Entonces sí me acerqué para sentarme en la cama. Ella me cogió la mano entrelazándome los dedos y apretándolos, pero me mostré firme en no caer fulminado.

—¿Y tu padre? —pregunté.

—Le he suplicado a Albert que no lo llame. Estoy bien.

—¡Pero si han podido matarte!

—No te enfades, por favor. Tú no… —Bajó los ojos—. Sé que debería haber tomado un taxi, pero hacía tan buena noche y la boca de metro está cerca. Todo estaba tranquilo.

—Escucha, ahora me voy a quedar quieras o no, y después os vendréis conmigo.

—No, Lloyd, eso…

—Eso tampoco voy a discutirlo.

Parla il lupo cattivo?

—Sí, el peor.

Se rio y yo también tuve que hacerlo para aliviar la tensión.

—¿Y puedo pedirte otro favor?

—Prueba.

—Albert y Lucy están siendo maravillosos, y con lo que ha pasado y cómo se han ocupado de Anna… Pero tienen que trabajar y simplemente te pido que mañana vayas a buscarla. Le he hablado de ti. Me ha costado encontrar un cuento con lobos buenos, pero al final he recordado a Akela y, bueno, ya la tienes en la manada.

Asentí, pero entonces se puso muy seria.

—¿Qué? —Me alarmé.

—Es una sensación solamente y por eso no le dije nada a tu amigo policía. No pude ver a ese hombre porque apareció de la nada y por detrás. Tampoco habló, pero desde luego era muy fuerte y me golpeó para aturdirme y arrastrarme por el callejón, donde me tiró al suelo. No pude ni gritar.

—No es necesario que me cuentes nada. He leído el informe —la interrumpí.

—Espera. Déjame recordar. Creo que iba embozado o con sombrero, y llevaba guantes, pero pude agarrarle las muñecas y el tacto de la piel era rugoso, como de quemaduras cicatrizadas. Fue cuando quiso morderme, pero al sentirle ya los dientes en el cuello, le arañé y él aflojó la presión. Entonces pataleé como me enseñaste una vez y pude girarme un poco, pero de pronto él me soltó y huyó corriendo.

—¿Pudiste verlo entonces?

—No, y, por suerte, pude llegar por mi propio pie y enseguida Albert llamó a la policía y me trajo aquí. Pero con lo que me quedé fue con esas marcas, su comportamiento y reacciones. Quizás sea un loco, pero también podría sufrir porfiria.

—¿Porfiria? ¿Esa no es la enfermedad de…?

—De los vampiros, sí, así se la conoce —dijo—. Es rara y suele ser hereditaria, pero puede producir hipersensibilidad a la luz que causa esos daños en la piel, y también trastornos de personalidad según el tipo, o si hay factores externos como abuso de alcohol. Hay un tipo especialmente grave donde los daños cutáneos pueden deformar terriblemente los rasgos faciales. Si ese hombre la padece, podría haberse trastornado mucho, pero ya te digo que son solo impresiones. —Entonces suavizó la expresión para medio bromear—. Sabes también que los vampiros se llevan mal con los hombres lobo.

—Ya, pero los vampiros también se convierten en lobos, ¿no? —La imité—. Venga, será mejor que te duermas ya. Voy a telefonear a mi amigo. —Me quise levantar, pero Morgan no me soltó.

—No avises a mi padre, por favor.

—Debería saberlo.

—Yo lo haré. De verdad. —Asentí y ella apartó la mirada—. Quería llamarte después del congreso. Es el primer viaje de Anna y…

Entonces se le humedecieron los ojos, me cogió la mano con las suyas y noté su temblor antes de inclinarme para abrazarla y verme con la cara hundida entre su pelo y el cuello herido que tantas veces le había besado. El mismo olor y suavidad, mi mismo deseo. Volver a verla era lo último que hubiese imaginado. Hablé para no asfixiarme:

—Tranquila… Siente el miedo, es bueno. Y lo que me enseñaste tú a mí es que solo existe el momento, y ahora el momento es este.

—Debí haberte llamado antes, pero temía que no quisieras verme ni…

—Te dije que estaría aquí y aquí sigo.

Se apartó y me miró llorosa.

—Perdóname, Lloyd. Sé el daño que te hice al marcharme y aún lo he lamentado más.

—Morgan, el momento es lo que importa.

Entonces sus labios me callaron y me rendí a aquel suave beso. Después seguí abrazándola hasta que la sentí relajarse. El cansancio, la tensión y la medicación terminaron venciéndola y se dejaba echar para quedarse profundamente dormida. Yo ardía y, al levantarme, las piernas me temblaron igual que el corazón y salí con paso vacilante, le pedí al agente que no se moviera de la puerta y fui a llamar a Tucker. Después, me marché y conduje por los lugares donde habían matado a las otras mujeres: dos eran también callejones y casas con patios traseros y uno estaba cerca de un parque que permitía una huida rápida. Dos horas más tarde regresaba al hospital y mandaba al agente a casa bajo mi responsabilidad. El incómodo sillón junto a Morgan me pareció el Paraíso.

***

Me desperté al amanecer. Morgan dormía y la hinchazón de su cara había disminuido. Me quedé mirándola. El tiempo suele tamizar la efervescencia de la juventud, su ímpetu y creencia de que el amor es eterno. En aquel instante no había tiempo porque yo siempre había querido pararlo cuando la miraba. Con veinticinco años lo había creído cada vez que estuve entre sus brazos, sus pechos y sus piernas. Ahora me dolió demasiado contemplarlos tan lejos y tan cerca de nuevo, pero supe que, ocurriese lo que ocurriese, querría volver a detenerlo.

 

Ilustración de David Aguilar

 

Entonces mi estómago se quejó. Estaba hambriento, aunque me sentía descansado. Salí. Debía de tener un aspecto deplorable porque el agente de guardia, que había llegado ya, me miró compasivo. Desayuné en una cafetería frente al hospital y luego fui a casa para darme una ducha, afeitarme y cambiarme de ropa. Más tarde aparcaba frente a la verja de la casa de los Maxwell y me sorprendió que me abriera el propio Albert Maxwell, pero me sorprendió más ver a Anna que, sentada en una silla del vestíbulo, se levantaba y venía casi corriendo para ponerse a mi lado con el gesto inquieto.

—Vaya, esta señorita estaba muy impaciente —sonrió cordialmente Albert Maxwell. Era alto, de pelo entrecano, rostro alargado y ojos muy azules y brillantes. Mediaba los sesenta y derrochaba clase y atractivo que le intensificaban sus muy caros zapatos negros y elegante traje marrón de tweed. Me estrechó una mano firme—. El señor Hunter, ¿verdad? No sabíamos que Morgan tuviera aquí un amigo tan bueno como nos ha dicho que es usted. Es terrible lo que ha sucedido. Por favor, entre.

—Buenos días. Ciao, Anna. Gracias, pero no quisiera entretenerle. —Di dos pasos y él cerró la puerta.

—En absoluto. Mis clases son más tarde y a mis alumnos no les importará si me retraso. —Se rio y aún sonó más encantador, pero a la vez Anna me cogía la mano sin decir nada.

—Aun así probablemente Morgan nos esté esperando ya.

—¿Cómo está? ¿La ha visto?

—Sí. Ha pasado buena noche.

—Bien. Seguro que enseguida podrá salir.

—A propósito de eso, ya le he dicho a ella que quiero que se vengan conmigo.

—Oh, ¿por qué? —El encanto se le esfumó.

—Por favor, tómelo como una medida de seguridad. Por supuesto que aquí…

En ese momento se oyeron unos crujidos muy por encima de nosotros, como pasos por un suelo de madera. Anna me apretó la mano y Maxwell recuperó la sonrisa mirando también hacia arriba.

—Esta casa necesita un buen arreglo que quiero hacer en primavera. Desde 1897 ya ha pasado tiempo, así que han venido a echarle un vistazo. Pero dígame, ¿Morgan quiere marcharse con usted? Este es un barrio tranquilo y tienen toda la seguridad. Los policías que vinieron lo comprobaron. No podría abusar de sus servicios de vigilancia exclusivamente, claro, pero pagaré la seguridad privada necesaria —dijo aquello mirándome fijamente. Yo sonreí pero no con los ojos.

—No lo dudo, pero se trata de discreción. La prensa sabe que Morgan sobrevivió, aunque no su identidad, pero han publicado fotografías del lugar del ataque y podrían enterarse de todo en cualquier momento, y Morgan volvería a estar en peligro. Alejarla solo significa precaución. En cuanto a mí, además de buen amigo, colaboro con la policía. Puede consultarles.

—No me convence mucho, la verdad. Preferiría que nos lo confirmase ella, ya que además se empeña en no avisar a su padre.

—Lo sé, pero por supuesto pregúntele. Y ahora, si me disculpa, nos marchamos ya.

Y sin darle tiempo a más, abrí la puerta haciendo salir a Anna. Nada más arrancar el coche, la niña me miró:

—Mi madre dice que eres como Akela.

—No, él es más sabio y valiente. —Sonreí.

—Pues sí pareces valiente.

—Muchas gracias.

—¿Y alguna vez has tenido sueños sin estar dormido?

La miré brevemente y seguí viendo inquietud.

—Creo que no. ¿Por qué?

—Es que yo he tenido uno y no estaba dormida. No, no estaba… —reiteró compungida.

 ***

Morgan miraba por el ventanal apoyada en una muleta. Anna se abrazó a ella con más emoción que el día anterior y yo fui claro:

—Bien, si te encuentras con fuerzas, nos vamos.

—¿Por qué? Tesoro, ¿qué ha pasado?

Anna se había mantenido serena antes al contármelo, pero ahora no evitó unas lágrimas más de alivio por que yo la había creído que de temor. Morgan la calmó sentándola en su regazo y abrazándola. Yo aproveché para llamar a Tucker, que aparecía veinte minutos después.

Anna se había acostado pronto la noche anterior tras cenar muy poco, aunque Morgan le había pedido que comiese y continuara obedeciendo a Lucy y Albert. Seguía muy asustada y estar sola en esa enorme habitación que compartía con su madre en aquella casa tan grande aún la había atemorizado más. Lucy era muy simpática y se había quedado con ella para asegurarse de que se dormía en esas dos noches. La primera, Anna había caído rendida por el miedo y el llanto, pero esa segunda noche la despertaron unos pasos por el pasillo. Sería Lucy, o el señor Albert, y por eso volvió a cerrar los ojos. También estaba cansada, pero haber pasado la tarde con su madre y saber que tenía más amigos la habían tranquilizado. Entonces oyó que abrían la puerta muy despacio, pensó que Lucy quería comprobar si se había dormido y asomó un poco la cara por encima de la sábana. Entró una rendija de luz y también una figura sigilosa que no era Lucy.

Anna sabía que en la casa trabajaban una cocinera y un jardinero, pero no vivían allí. También había conocido a Madeline, la hermana pequeña de Lucy, que había venido el día que llegaron para saludar a su madre, pero Madeline no vivía allí tampoco. La figura se quedó parada un momento y Anna distinguió entonces que llevaba algo que le ocultaba parte de la cara, como una bufanda o un pañuelo grande, y decididamente era un hombre, pero no el señor Albert. Cerró los ojos cuando la figura se giró hacia ella, y luego sintió que se acercaba despacio hasta los pies de la cama, donde se detuvo otra vez. Anna pudo oírle la respiración y supo que la estaba observando. Permaneció inmóvil y la figura siguió observándola unos segundos más, luego se movió igual de silenciosa para marcharse. Anna ni siquiera oyó cerrarse la puerta y no se atrevió a moverse hasta que la tensión la venció. Por la mañana se levantaba muy temprano, pero no quiso decir nada cuando Albert le preguntó por la cara tan seria que tenía.

—No sé. Los niños son muy impresionables. Quizás vio una sombra o la imaginó —dudó Tucker cuando salimos fuera tras escucharla.

—¿Y coincidir en la descripción con su madre si ella no le había contado ningún detalle así? Ni siquiera os lo había contado a vosotros. Y me han mentido muchas veces mejor que Maxwell hace un rato —dije.

—Entonces…

—Entonces tenemos dos opciones: o ese tipo huyó pero se escondió para saber qué pasaba con Morgan y ver que en realidad iba a aquella casa, con lo cual se encontró con la suerte de localizarla, o tiene que ver con los Maxwell. Y siento que eso me parezca lo más probable, aunque no sé de qué manera.

—Si es así, habría que estar muy seguros. Maxwell es un pez muy gordo en los círculos académicos de medio país y sabes que Carmichael está esperando ese paso en falso.

—¿Qué tenéis de él?

—Nada, ni una multa de tráfico, y el resto de la información es pública, al menos en su profesión.

—Yo no sé mucho más, pero hablaré con Morgan, y también de los otros casos. Quizás pueda ver algo que no se nos ocurre.

Entonces Tucker recuperó su tono socarrón.

—Sí, ver sí que parece haber visto cosas ocultas de ti, o no tan ocultas, más que nada porque te estás comportando como un…

—Ya lo sé.

—O sea, que ¿hablamos de lejanos y reencontrados asuntos de entrepierna o es que en realidad somos unos sentimentales?

—¿Tú qué crees?

—Me parece que los dos porque no me has mandado a la mierda todavía. Vaya, vaya… Y deduzco también que debiste de pasarlo tan bien como mal por esos ojos verdes.

—Por eso es evidente por qué tú eres poli y yo no.

—Vale. Ya me callo.

***

 Morgan habló por teléfono con Albert. No pudo pensar que existiera la posibilidad de que aquel intruso tuviera que ver con él o su familia, pero había creído a Anna y se había asustado tanto que no dudó en alegar la mentira —o media verdad— sobre una nueva pista descubierta que daba más razón a su traslado conmigo. Esa misma tarde, y aunque con cierto desacuerdo, el médico la dejaba marcharse. Morgan podía andar despacio, sujeta a mi brazo y con Anna de la otra mano. Las ayudé a subir al coche y fuimos a casa de los Maxwell.

Albert estaba disgustado, pero Lucy, más comprensiva aunque también con menos amabilidad, lo entendió y pronto tuvo dispuesto el equipaje que metí en el maletero. Morgan se disculpó muy abatida, les reiteró su confianza en mí y les aseguró que la policía estaba detrás de aquel movimiento. Albert lo había comprobado al hablar directamente con el capitán Carmichael. Este, informado por Tucker, por una vez y aunque nada conforme con que ahora una niña hubiera visto un fantasma, decidió seguir dando carrete, ya que no había habido más ataques. Pero también porque pensamos que vio unos titulares mucho más impactantes y beneficiosos para él si el supuesto vampiro resultaba ser alguien de renombre.

Cuando llegamos a mi apartamento ya había anochecido. Las instalé en mi habitación, donde la cama era lo suficientemente grande para las dos. El cuarto de baño estaba dentro, así que también sería más cómodo para ellas. Yo tenía de sobra con el sofá cama del salón que había comprado cuando me mudé allí y por mis sobrinos, que, con la interminable playa de Revere a un paso, habían disfrutado mucho en sus visitas. Después salí para traer comida italiana de Cecchini’s y comprobaba también que Tucker había enviado al agente del hospital para darse una vuelta.

No pude recordar la última vez que me había sentido como esa noche. Comimos, hablamos, reímos y olvidamos. También desaparecieron vampiros, fantasmas, sombras y oscuridad, dolor o recuerdos, y únicamente existieron las dos hechiceras. Las mandé a dormir pronto, pero antes hice prometer a Morgan que llamaría a su padre al día siguiente. Al quedarme solo, me desplomé en el sofá y quise permitirme un whisky. No sé en qué momento Morgan me despertó y pensé, como Anna, que estaba soñando con los ojos abiertos, sobre todo cuando se sentó sobre mis piernas y me tocó la cara.

Grazie mille.

Perchè?

Per te.

 

 

Continúa en la página de Lloyd Hunter, en el Rincón Literario de mi web, INGLÉS A TU AIRE.

  Dedicado a mis amigas y compañeras de colegio y, particularmente, a Mari Mateos, milanesa de adopción y mi segundo «hermano» de la infancia. Gracias por revisarme mi penoso italiano.

 

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Noviembre, 2014.

Reencarnación

Autor@: Olga Besolí

Ilustrador@: Marta Herguedas

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Rating: +13

Género: Fantasía urbana

Este relato es propiedad de Olga Besolí. Las ilustraciones son propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Reencarnación.

Yo fui aquel en cuyos dominios ningún invasor pudo nunca llegar a poner su pie. Aquel, cuyo ejército supo sofocar el terrible avance del imperio otomano sobre Europa. Aquel, bajo cuyo reinado nunca nadie osó sublevarse y cuya autoridad fue temida y respetada, tanto por la plebe como por la nobleza.

El cáliz de oro que deposité en medio de la plaza siguió allí, sobre la fuente, en los años que duró mi existencia terrenal. Todos pudieron utilizarlo para beber. Todos, sin excepción. Hasta yo lo hice. Nadie intentó nunca robarlo.

El respeto y el miedo al dolor que infundí sobre mi propio pueblo ante la mentira y la traición es el mismo que infligí sobre el enemigo sin piedad ni compasión. Utilice el empalamiento como medida redentora de las almas y disuasoria de las maldades. Ladrones, infieles y usureros se mantuvieron inactivos mientras viví. Ejércitos enteros de enemigos fueron clavados en estacas anunciando la espantosa muerte que les aguardaba a los que pretendieran entrar en mis tierras. Desayune más de una vez frente al bosque de estacas sangrantes y cuerpos agonizantes para que todos fueran testigos de que no había flaqueza alguna en mí. La debilidad es el cebo con el que se alimenta el espíritu del enemigo. Yo miné ese espíritu hasta convertir a los turcos en roedores asustados ante mis muros de despojos humanos. Yo salvé los tres reinos de ser tomados por los infieles; a los pueblos de los Cárpatos de ser destruidos, a todas sus gentes de perder todas sus posesiones para luego ser quemadas vivas. Y lo hice instaurando el terror y la justicia como nunca antes se había hecho, pero con todo el dolor del alma.

Mi espíritu no era tan oscuro como todos creían. No obtuve placer ninguno en torturar y matar. Contaran lo que contaran las leyendas sobre mí, hubo un tiempo en que mi corazón latía y mi sangre no estaba maldita. El corazón está hecho para el amor y no para el odio. Y yo amé mucho más de lo que llegué a odiar. Aunque fuera mi propia sangre la que me traicionara. La sangre… es tan fuerte, tan poderosa… No, no soy el monstruo despiadado que todos pensaban que fui. Hice lo necesario para salvar al pueblo del enemigo invasor; lo imprescindible para salvar a las gentes de su propia maldad. Yo fui el salvador de mi pueblo y en mi región me siguen recordando como un héroe. Yo fui Vlad Draculea, príncipe de Valaquia, señor de Transilvania y liberador de Moldavia.

Y para Cnaejna, mi princesa esposa, lo fui todo: señor, marido, amante, amigo y confidente. Nos amamos en lo bueno y en lo malo y no perdió la esperanza hasta el día en que mi hermano Radu, vil marioneta de los turcos, llevó mediante engaños a una avanzadilla de infieles a las puertas mismas de mi castillo en Transilvania. Mi querida princesa no pudo más que arrojarse al afluente que, desde entonces, es llamado Râul Doamnei, el río de la dama.

Mi alma lloró tan amargamente su pérdida que sólo pude arrancar el dolor de mi pecho vengando su muerte allí mismo, en medio de la plaza. Alcé con mis propias manos ese mismo cáliz de oro que había depositado sobre la fuente hacía tantísimos años, pero esta vez no estaba lleno de pura agua fresca de la fuente, sino de la negra sangre de la traición, la sangre todavía caliente de mi hermano, cuyo cuerpo yacía decapitado bajo mis pies.

Bebí y todo el pueblo fue testigo de cómo renuncié a Dios y a la fe católica que había adoptado y que me había acompañado en infinidad de batallas y victorias. Y con ello me desprendí también de la vida mortal y de la muerte. Cerré mis puertas al cielo y al infierno, pues me había sido arrebatado todo aquello que me importaba, y me juré a mi mismo que vagaría por este mundo hasta recuperarla, a mi princesa, a mi corazón.

Cuando se produjo el cambio, murió el hombre en mí y nació el monstruo. Mi corazón dejó de palpitar y la sangre se detuvo en mis venas. El color desapareció de mi rostro, el dolor abandonó mi cuerpo y mi mente se liberó del cansancio. Mi vista se agudizó. Mis oídos se afinaron. Mis dientes se afilaron y una sed, antes desconocida para mí, se apoderó de mi voluntad. Fuera de mí, ataqué a cuantos se hallaban presentes y con ello expandí mi maldición a través de las mordeduras que les causé y la sangre que de ellos bebí. La sangre, es tan dulce… Ellos fueron mi primera legión contra el mundo, contra el Dios que me lo quitó todo. Pero aún con el sabor de la sangre en mi boca, mi piel empezó a abrasarse bajo la luz del amanecer. Tuve que huir y ocultarme entre las sombras. En ellas me he refugiado desde entonces.

En estos ochocientos años he visto de todo. Se ha hablado mucho de mí, pero casi nada de lo que se ha contado es cierto. Algunos me pintaron como un ser deforme, una especie de engendro que se transforma en un animal, en un murciélago. Eso no es cierto. Mi porte es el mismo que tuve cuando fui un gran guerrero. Como ves, mi nariz es aguileña, mis ojos grandes y oscuros, mi cabello largo y ondulado. Soy el hombre que fui, pero también soy un ser inmortal, un demonio que domina los elementos y las bestias que acompañan a la noche. Mi carne se desgarra cuando la cortas y mis huesos se fracturan cuando los golpeas. Pero mis miembros cortados crecen de nuevo, las heridas se cierran y los huesos se recomponen durante mi sueño diurno. Hay una única forma de matarme y es atacando al corazón muerto que anida en mi pecho. Ese que dejó de latir la noche en que te perdí, en que la perdí a ella.

Por eso te explico lo que soy. No estoy vivo y, sin embargo, no muero. Soy un no-muerto que infecta con su sangre maldita a sus víctimas. Soy un criminal. Ahora mato y siento placer con ello. Y mi odio supera con creces lo que nunca sentí. Siglos enteros de rencor pudren todo lo que tocan.

Pero una luz se abrió en mi camino, cuando te vi. La vi y te reconocí a ti en ella. El siglo XIX trajo ante mí a la esposa que me fue arrebatada hacia cuatrocientos años. Respondía al nombre de Mina. Mi esposa guerrera y fuerte era ahora una joven londinense, frágil y pálida, pero sus ojos encerraban toda la pasión dentro de ellos. Con tan sólo tocarla nos recordó, y también a las frías aguas del rio en el que se ahogó.

No llegué a desposarla pues la maldad del hombre volvió a interferir y el destino quiso separarnos de nuevo. Ellos la mataron. Ese maldito Van Helsing le clavó una estaca en su corazón cálido y separó su preciosa cabeza de su cuerpo.

Perderla de nuevo me volvió loco. Aquella misma noche salí, acompañado de lobos y ratas, a masacrar a los habitantes de Londres, a destripar prostitutas, a arrasar con familias enteras. Pero terminé sentado, exhausto y derrotado, en la taberna The Angel & Crown, para contarle la terrible historia de mi vida a un escritor fracasado llamado Stoker, que solía acudir allí todas las noches en busca de inspiración y bebía hasta la madrugada. Hice mal al revelarle quién y qué era. Publicó mi vida de forma distorsionada y ese libro me persiguió a partir de entonces.

El guerrero que fui se convirtió para las gentes, de la mañana al día, en un conde con capa negra, capaz de convertirse en murciélago y con una incomprensible aversión a los ajos. Pero eso sólo fue el principio de la pesadilla que estaba por venir. La banalidad de la diversión se apoderó de las gentes del siglo xx y mi persona pasó a ser un disfraz de Halloween, un muñeco de la casa del terror, un monstruo más del panteón de la literatura siniestra, algo grotesco de lo que reírse y con lo que asustar a los niños.

Después de la novela de Stoker se escribieron otras muchas historias sobre mi vida, a cual peor, y todas ellas fueron maltratando mi imagen. Todo aquello que he sido y representado terminó convertido en un chiste de mal gusto. Me describieron como un monstruo deforme con colmillos, como un conde con capa negra, como un vampiro roquero que buscaba fama, como el hermano de un hombre lobo y, el peor de todos los casos, como un tonto y flacucho llamado Edward, al que le brillaba la piel al sol, que se enamoró de una humana insignificante e inadaptada. Con esa espeluznante caricatura de mí mismo inauguré el nuevo milenio.

Han pasado cien años desde entonces, un siglo entero en el que la estupidez se ha apoderado finalmente de la razón humana y los pocos dueños de este mundo os llevan a todos al matadero como si fuerais borregos. Ya no tembláis como hojas ante mi presencia, ni tampoco sois capaces de reíros como hacían vuestros abuelos.

Ahora, en vuestros textos holográficos, solamente soy una pobre víctima anónima más de una antigua enfermedad de la sangre incurable. En eso me han convertido los artistas de tu época, con el afán de seguir esa ley que os manda a todos y que no permite que nada altere el equilibrio y la paz reinantes.

Vivís en la falsa nube de felicidad que os proporcionan las drogas estatales que os suministra el Ministerio de Sanidad Pública, y aceptáis alegremente que os sometan y os utilicen como mano de obra gratis. Trabajáis sin daros cuenta hasta reventar porque esas drogas os insensibilizan. Y, cuando retiran a vuestros muertos de en medio de la calle, os olvidáis inmediatamente de que alguna vez existieron.

En vuestro mundo no existe la amistad, ni el enemigo. No sentís dolor, ni miedo, ni amor, ni odio, ni nada que se le parezca. Pero esos sentimientos pueden volverse a despertar. Volverán a despertar en ti. Y recordarás.

Porque te veo a ti, con la cabeza rapada igual que los demás y con el mismo mono plateado de los Trabajadores del Estado y veo una cáscara vacía, un monstruo despojado de corazón y alma. Pero te miro a los ojos y, bajo las pupilas dilatadas que acompañan a esa sonrisa estúpida y grotesca que siempre muestras, la veo a ella, mi princesa guerrera, que el destino ha traído ante mí de nuevo.

Ilustración de Marta Herguedas

Sé que piensas que no me conoces de nada, que altero tu paz y que quieres que desaparezca de tu vida. Sé que no entiendes prácticamente nada de lo que te he contado ni por qué te he alejado de tu gente y te he traído a este paraje remoto, a esta construcción antigua y medio en ruinas, y mucho menos por qué te mantengo encerrada y te he quitado tus drogas diarias.

Y la respuesta es que lo he hecho por ti. En cuanto el efecto de las drogas se pase, en cuanto tu sangre vuelva a estar limpia, volverás a ser tú. La sangre… es tan importante… Volverás a recordar. Volverás a sentir. Todo lo que te he contado sobre mí, sobre nosotros, adquirirá sentido. La confusión de tu mente se desvanecerá como la niebla que cubre el río Râul Doamnei. Y entenderás. Sabrás por qué yo he vagado por los mares del tiempo hasta que la sangre humana se ha vuelto imbebible. Hasta que el espíritu del hombre se ha destruido. Hasta que las guerras y la pasión han desaparecido de la faz de la tierra y solo quedan el hastío y la soledad. Entonces me pedirás, me suplicarás que unamos nuestras sangres y volvamos a ser uno, como hace siglos, pero esta vez para siempre.

Y aunque carezcas de nombre porque el Estado Mundial prohíbe su uso, yo te devuelvo el que siempre te ha pertenecido, Cnaejna.

Estás en nuestro castillo de Transilvania, tu hogar. Estas tierras que contemplas desde la ventana de tu alcoba son todas tuyas y esas chimeneas que ves en la lejanía corresponden a las últimas aldeas libres que quedan en toda la tierra, los pueblos de los Cárpatos, acogidos bajo mi protección a cambio de cederme una parte insignificante de su sangre pura para mi sustento. Porque yo fui, soy y seguiré siendo por toda la eternidad, Vlad Draculea, Príncipe de Valaquia y máximo defensor de estas tierras.

Olga Besolí

Octubre de 2014

La terrible historia del vampiro anónimo

Autor@: 

Ilustrador@: Jordi Ponce

Corrector@: 

Género: Horror

Rating:+13

Este relato es propiedad de Mª Cristina Salvans. Las ilustraciones son propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La terrible historia del vampiro anónimo.

 

Ilustración de Jordi Ponce

Había dos cosas que odiaba en el mundo: el aire fresco y la risa de los niños.

Vivía en una pequeña urbanización plácida y tranquila a las afueras de una gran urbe, en la que los pájaros cantaban y los coches circulaban con máximo cuidado para no molestar.

Los días soleados, los niños salían de la monotonía de sus hogares y llenaban las calles con sus estridentes voces agudas, que le martilleaban el cerebro y le aturdían los sentidos.

A veces, esos mocosos apestosos y quejumbrosos, se acercaban a la puerta de su casa y canturreaban absurdas canciones infantiles y, cuando no eran ellos, los hijos crecidos de sus vecinos se acercaban a la soledad eterna de su jardín y contaban estúpidas historias sobre no-muertos y chupasangres.

Contaban, prometían y juraban que lo que se decía era cierto, que lo habían visto con sus propios ojos. En esa casa vivía un anciano decrépito, con las manos largas y huesudas, pálido y de ojos saltones, con los labios siempre sangrientos, de los que asomaban unos colmillos largos y amarillentos, a través de los cuales se alimentaba. Afirmaban que lo habían visto por la noche alimentarse de cadáveres de pequeños inocentes a los que había engañado mediante artes sombrías. Y no se cansaban nunca de asegurar que sus abuelos les habían contado que el sujeto que habitaba en esa casa había estado casado una vez, y que había asesinado a su mujer estando ella embarazada.

Adoraba esas historias. En cierto modo, él mismo se había encargado de azuzarlas, pues amante de la tranquilidad como era, odiaba las visitas y las miradas fisgonas. Era algo que había hecho desde joven.

Nunca se había casado y jamás se le había pasado por la cabeza tal barbaridad. Tener hijos era el mayor absurdo jamás contado y le repugnaba la sola idea de pasar su vida pendiente de las necesidades de alguien que no fuera él mismo.

Así que cuando cumplió la mayoría de edad se mudó y empezó a vivir una vida ermitaña y solitaria, en la que disfrutaba de la soledad absoluta de una casa pequeña con un gran jardín.

El mundo era distinto cuando era joven. La gran ciudad no ocupaba ni un cuarto del terreno de la actualidad, y no había ningún pueblo a kilómetros a la redonda. Lo más cercano eran las cabañas de pastores, en lo que estos se acostaban en invierno mientras dejaban pastar a sus bichejos pulgosos.

La población local vivía y moría sin molestar, tranquilos en sus casas o berreando en las calles, pero nunca nadie le molestó. Hasta que la urbe se fue expandiendo.

En cuestión de pocos años, la ciudad creció a marchas forzadas y los campos fueron desapareciendo. El verde se convirtió en gris y la hierba en asfalto. El aire puro se convirtió en horrible aroma insalubre, contaminado y apestoso, y perdió todo mérito de ser aspirado. En ese momento, decidió que no iba a salir a respirar nunca más, que aunque el aire fuera fresco, ya no era puro.

Con el asfalto y la contaminación llegaron las casitas. Esas estúpidas construcciones adosadas llenas de matrimonios felices y críos escandalosos. Con ellos llegaron los jardines floreados y los arbustos recortados, y esa naturaleza artificial que caracterizaba las urbanizaciones familiares.

También aparecieron los especuladores inmobiliarios y los políticos que querían echarle de su antigua casa para reubicarle en un mohoso edificio céntrico llamado de alquiler social, habitado por familias problemáticas, jóvenes sin oficio ni beneficio y viejas asmáticas. Cuando no en algún lugar peor, como esos asquerosos asilos, que apestaban a muerto a cientos de kilómetros a la redonda.

Por más que lo habían intentado nadie había conseguido echarle de su casa. Ni lo iban a conseguir. Lo que sí habían logrado era que se encargara de perpetuar esas historias y fomentarlas, dejándose ver de vez en cuando bebiendo un vaso de tinto al lado de la ventana, o chupándose los dedos mientras observaba a algún niño despistado.

Disfrutaba sobremanera al ver esas caras horrorizadas de padres escandalizados y de niños asustados, cuando los veía pasear por la acera frente a su desastrado jardín delantero. Les veía apresurarse y les saludaba con sus largas manos, incluso permitiéndose una risa siniestra que los acompañaba hasta que se alejaban.

***

Una noche de luna nueva no muy distinta a las demás, mientras estaba acostado en su antigua cama de madera, oyó como una olla caía al suelo, y como alguien susurraba con nerviosismo, invitando a una segunda voz a no armar tanto escándalo.

Se acercaban unos pasos por el pasillo, y con ellos, unas voces juveniles riendo quedamente.

Con dificultad se incorporó en la cama y se calzó unas viejas zapatillas, se apoyó en su bastón y se levantó, al tiempo que la puerta se abría de golpe.

En el quicio, unos adolescentes lo miraban con los ojos brillantes del que está embriagado. Uno de ellos llevaba un gran crucifijo en brazos; robado, sin duda alguna.

-¡Acabaremos contigo, vampiro! -gritó una rubia estúpida, señalándolo con un dedo acusador.

Sabía que esos engendros borrachos eran capaces de cualquier cosa, lo había oído en el transistor y siempre eran ellos los que traían problemas.

Lo empujaron a la cama y lo ataron. Le obligaron a comer ajo y a rezar, y le pusieron el crucifijo sobre el pecho mientras entonaban cánticos con voces ebrias y turbias. Pensó que iba a morir, y por una vez, sintió el terror que suponía había infligido él en los demás.

Lloró quedamente, algo que nunca antes había hecho, e incluso suplicó por su vida. No había nada que hacer, era inútil luchar, era inútil resistirse.

***

Despertó sobresaltado y gruñó al sentir una fuerte opresión en el pecho, abrió los ojos e intentó incorporarse. Su frente golpeó contra una fría superficie metálica y solo sintió frío a su alrededor.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad se dio cuenta de que estaba encerrado en un cubículo metálico y que se encontraba desnudo y dolorido, tumbado en una fría cama de hierro. Le dolían los huesos y sentía como se le congelaba la respiración antes de salir de la boca. Oía su corazón bombear a medida que su terror incrementaba y, al chillar, un eco mortal le devolvió su voz aumentada y distorsionada.

Golpeó una pequeña puerta metálica con los pies, luchando por abrirla, y volvió a chillar horrorizado, mientras aporreaba las paredes con desespero. Hasta que se dio por vencido, las fuerzas le fallaron y supo que no podría continuar, que ya estaba muerto, que su vida había terminado tal y como había empezado; con una desenfrenada lucha para salir al mundo.

Y de pronto, oyó a sus pies los goznes metálicos de una puerta que se abría y su mortal ataúd metálico se vio inundado por una fría y blanquecina luz. La que le devolvía la vida, la que le empujaba a la muerte.

Ilustración de Jordi Ponce

María Cristina Salvans

Chicas, sangre y dulce de membrillo

Autor@: Juan Ramón Lorenzana

Ilustrador@: Verónica López

Correctora: Mariola Díaz-Cano

Género: Negro

Rating: +18

Este relato es propiedad de Jesús Cernuda. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

 Chicas, sangre y dulce de membrillo.

¡Estoy harta, muy harta! El espantoso frío parece pretender colarse en mis huesos y masticarlos como si estos fueran de madera y aquel, maldita carcoma. La impenitente lluvia no cesa de mojar las ya encharcadas aceras. El impertinente viento intenta permanentemente levantarme la falda. Y no hay nadie en la calle a quién poder hincarle el diente. ¡Estoy harta, muy harta!

Había salido a la calle a primera hora de la mañana con la mayor de las ilusiones. El día amanecía espléndido, el sol de otoño acariciaba cuanto tocaba cubriéndolo con un liviano y dorado resplandor que presagiaba un precioso día, quizá el último, antes del largo invierno. Me puse un monísimo vestido de Desigual que me había comprado en las rebajas de agosto y que, no sé por qué, no me había puesto todavía, lo que supuse que significaba que se había estado reservando para este día, que yo presumía especial, como si el vestido poseyera conciencia de sí mismo y yo no tuviera voluntad ni control sobre él. Una fina chaqueta negra con una enorme flor roja en el costado izquierdo fue lo único que pensé que podía hacerme falta por si al atardecer le daba al tiempo por refrescar. Para terminar la visión ideal que me devolvía el espejo, me puse en los pies unas preciosas sabrinas plateadas con la lengüeta en color rosa coral.

No refrescó, creo que eso ya está claro, simplemente llegó el desagradable y odioso invierno en el intervalo de tiempo que transcurrió entre que crucé la puerta de la confitería de Manuel, (si algún día se me pasan las ganas de mujer, al primero que me tiraré será a Manuel; tiene unas manos bonitas y huele a dulce de membrillo) y me tomé un café con leche y una tostada con mermelada de mandarina. Al salir estaba cayendo el diluvio universal. La temperatura había caído…, se había suicidado, y un viento huracanado procedente, seguramente, de las estepas siberianas hacía que la lluvia no cayera, como presupone el verbo, verticalmente, sino que era cruelmente paralela al suelo con el peligro que suponía de ahogamiento si se te ocurría caminar con la boca abierta. Llegué a mi casa empapada, helada y muy muy cabreada, lo que, aunque no justifique lo que hice a continuación, sí que hace más comprensible, al menos ante mis ojos, lo cruel y desagradable de mi comportamiento con Raquel. Y es que soy una vampira, y no existe en el mundo nada más peligroso que una vampira cabreada.

Me gustan las chicas delgadas y deportista de esas que la piel cubre unos torneados músculos alimentados por grandes y elásticas venas. También me gustan las escuálidas esas que ya sea por aflicción o por afición, no se echan bocado a la boca y sus finas y delicadas pieles parecen quedar holgadas con lo poco que tienen que tapar, tan poco que se puede ver a través de ellas unas finas y azuladas venillas que parecen suplicar que alguien les quite un mucho del amor que a raudales recorre su cuerpo llenando de pasión su corazón.

Me gustan las chicas gorditas y graciosas porque es una dulzura arrancarles la ropa y retozar entre sus adorables carnes en busca del tesoro que esconden entre sus rechonchos brazos y piernas, entre pliegues y blandas redondeces que beso y aprieto, que palpo y lamo hasta encontrar ese lugar perfecto donde clavar los incisivos y extraer la savia de su vida que me da la mía.

Me gustan las chicas tristes porque se entregan sin reparos esperando una muerte rápida que yo no les doy porque prefiero jugar con ellas hasta que una luz de esperanza aparece en su mirada y, entonces, no dudo en robarles hasta la última gota de su nueva y dulce sangre, dejándolas después adormecidas para siempre como a melancólicas hojas secas.

Me gustan las chicas malas porque creen que me pueden ganar, que están de vuelta de todo, que nadie ni nada las va a sorprender y que pueden pasar por encima de cualquiera. Qué gusto me da morderles la lengua justo en ese momento en que su soberbia y engreimiento se encuentran y se saludan en la cumbre de su ignorancia. Cuando su boca se llena de sangre, algunas intentan clavar uñas, intentan dar patadas, intentan resistirse, pero eso solo dura unos segundos; después, como todas, se entregan sin más señales de su miedo y desconcierto que las lágrimas y los mocos que también me como, pues son el mejor final para una noche de amor y sangre.

Me gustan las morenas y las pelirrojas, las rubias me gustan también. Me gustan las bajitas y las universitarias o amas de casa. Me gustan las dependientas de mis tiendas favoritas, las maestras de escuela y las que conducen autobuses. Me gustan mis vecinas, sobre todo la zorra del tercero B, que va por su quinto novio en los tres meses que lleva viviendo aquí. Me gustan las Frikis, las Góticas, las Hipsters, las Pijas, las Mods y las Canis. Me gustan las tontas del culo, las solamente tontas y sobre todo, las tontas que se creen listas. Me gustan las chicas que llevan sus libros apretados contra el pecho camino de la biblioteca, las que con la tabla de surf bajo el brazo avanzan en dirección al mar por el paseo de la playa de San Lorenzo; las que patinan, las que comen helados y las que subidas en impresionantes zapatos de tacón y embutidas en elegantes y ajustados trajes llaman un taxi levantando enérgicamente la mano. Me gustan las chicas de pechos inabarcables para mis pequeñas manos y las que tienen los ojos verdes, o azules, o de color como la miel. Me gustan las chicas y por eso todavía no me he tirado a Manuel, que es muy simpático, tiene el culo prieto, huele a dulce de membrillo y tiene unos ojos donde una podría perderse para siempre olvidando lo que de verdad le gusta.

Me gustan todas las chicas… Todas menos Raquel. Por eso, cuando llegué a casa tan empapada, tan cabreada y con tanta hambre, no pude evitar tirar mi otrora bonito vestido a la basura, y como me conozco y no quiero hacer una locura que haga sospechar a nadie lo que soy en realidad, intenté calmar mi rabia con una ducha caliente y luego con un ardiente chocolate con magdalenas. Pero nada conseguía calmarme los nervios ni la insoportable sed de sangre, una sed incomprensible para las personas normales porque no nace del estómago o de alguna específica zona del cerebro que te indica que debes beber algo para no deshidratarte y morir, sino de un lugar oscuro y ya muerto que reclama inmediata y vorazmente un sacrificio de sangre, un lugar al que es mejor escuchar y hacer caso si una no quiere convertirse en un ridículo montoncito de polvo.

No podía más, así que subí saltando de terraza en terraza hasta la casa de Raquel, situada en el último piso del edificio de siete plantas contiguo al mío. La muy puta no era muy precavida o no tenía la más mínima sospecha de que una vampira tuviera tantas ganas de romperle el cuello y saciar su rabia chupando hasta la última gota de su sangre. Probablemente eran ambas cosas y por eso le agradecí en silencio que tuviera abierta la puerta corredera que daba al salón. Pude perfectamente oír su estúpida risa, sus espantosos ruidos guturales, sus obscenas súplicas y el rítmico golpeteo de dos cuerpos fornicando como vulgares perros.

Yo ya sabía lo que me iba a encontrar cuando cruzara el dintel de la puerta del dormitorio de Raquel, la única duda era si vería primero la cara de esa zorra o el culo del jefe de Manuel. No lo he dicho antes, pero Manuel tiene un contrato de media jornada en la confitería, aunque es él el que sube la persiana a primera hora de la mañana y es él el que la baja no antes de las once o doce de la noche. Su jefe es un degenerado que tiene varios negocios de hostelería por toda la ciudad, un tipo grandote, grosero y sucio cuya única habilidad en la vida es saber ganar dinero, que al parecer es también la única destreza digna de admiración para mucha gente, incluida Raquel. Manuel, sin embargo, es educado, amable y culto, todas ellas cualidades absurdas según Raquel, que no duda en echarle en cara su manía de leer poesía y de cuidar los geranios y sus peces de colores.

Fue el peludo culo del jefe de Manuel lo primero que vi. Y él fue su corazón lo último que vio porque se lo enseñé antes de aplastarlo contra su asombrada cara. La puta de Raquel seguía fingiendo y gemía como si estuviera sumida en un permanente orgasmo, aunque hacía ya varios segundos que el jefe de Manuel había dejado de moverse y su flácido pene había eyaculado sobre el colchón. Pero la muy guarra parecía no percatarse de nada, quizá porque el jefe de Manuel permanecía de rodillas tras ella sin caerse debido a que su abultada barriga reposaba sobre la espalda de ella logrando con ello un equilibrio raramente estable. Pero la muy guarra seguía moviendo el culo y gimiendo, lo que provocó un corrimiento catastrófico de masa abdominal y, por ende, que el jefe de Manuel se cayera sobre la cama y después rodara hasta estrellarse contra el suelo. Ahora sí la puta de Raquel despertó de su trance y, justo antes de empezar a gritar, la agarré por la garganta y la aplasté contra la pared.

Tengo que reconocer que, al final, la vida de Raquel tuvo algún sentido, al menos para mí. La hice sufrir mucho, lo reconozco, pero era necesario, no porque además de vampira sea una sádica y me guste torturar a la gente, pero es que, de vez en cuando, es muy agradable beber sangre amarga, sangre que solo se consigue si el portador de la misma padece durante horas los más insoportables sufrimientos. Raquel los padeció durante tres largas horas, y su sangre me gustó y me sació.

Fue Manuel el que descubrió la dantesca escena cuando llegó a su casa, y fue Manuel al que detuvo la policía como sospechoso del brutal asesinato de su mujer y del amante de esta. Pero eso no me preocupó. Yo sabía que la policía, por norma, es tonta del culo y van a lo fácil. Pronto lo dejarían en libertad porque multitud de personas declararían que lo vieron trabajando en la confitería en el momento que se cometían los crímenes.

Pronto Manuel estaría en libertad, sin la zorra de su mujer y sin el degenerado cabrón de su jefe.

Pronto me tiraré a Manuel, que tiene los ojos del color de la miel, el culo prieto, las manos pequeñas y huele a dulce de membrillo.

Ilustración de Verónica R. López

Juan Ramón Lorenzana