Autor@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Ilustrador@: David Aguilar Parque
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Negro
Rating: + 15
Este relato es propiedad de Mariola Díaz-Cano Arévalo. La ilustración es propiedad de David Aguilar Parque. Quedan reservados todos los derechos de autor.
La sangre de las hadas.
—Il lupo…
—La fata Morgana…
Mostró una sonrisa que su rostro amoratado convirtió en una mueca deformada. Reprimí la emoción y la furia por verla así. Habían pasado ocho años.
—Non ti mouvere, ti prego —dije cuando quiso incorporarse.
—Sto bene, tranquillo, ma… no tengo el aspecto de un hada.
—Tu sei sempre bella.
—Non ti credo, ma è difficile trovare un lupo buono come te.
—También es difícil que siga hablando en italiano.
—Pues lo recuerdas muy bien.
Otra sonrisa. Dejé de ver el apósito en su cuello, las rozaduras en sus manos, su pelo castaño revuelto. Seguía siendo preciosa y meciéndose dulcemente entre el exquisito acento británico del inglés paterno y la expresiva entonación del italiano materno.
—¿De verdad eres amigo de ese policía?
—Bastante.
—Qué casualidad entonces.
—Y suerte, porque llegué ayer.
—Por favor, siéntate. —Me indicó el borde la cama, pero negué.
—Debes descansar. Él ya te ha estado preguntando y a mí me han dejado entrar solamente porque tú lo has pedido.
—También me ha dicho que te hirieron hace poco. Mi dispiace…
—Yo siento mucho más esto.
Entonces se oyeron unos golpecitos en la puerta, que se abrió despacio. Se asomó una joven y enseguida se colaba una pequeña figura que, sin reparar en mí, fue directa hacia la cama. Era una niña de unos seis años, rubia y de ojos tan profundamente verdes como los de quien la miraron con ternura, y sin contener las lágrimas cogió el brazo que se extendió hacia ella.
—Mamma, mamma!
—È tutto a posto, tesoro. Non piangere.
Entonces la niña me vio y se sorprendió para susurrar cautelosa:
—Chi è? Sembra un lupo…
—Ma non avere paura, non è pericoloso. —Entonces su madre se dirigió a mí—. Lloyd, esta es mi hija Anna. Anna, saluda a mi amigo el señor Lloyd Hunter.
—Ah, certo! Un lupo cacciatore! Mi scusi… Hola, ¿cómo está usted?
—Ciao, Anna, come stai? Encantado de conocerte. —Me incliné y le di la mano, pero procuré no acentuar demasiado mi sonrisa. Lo último que quería era asustar a hijas de hadas que embrujaban igual.
1955 se había ido dejándome un agujero nuevo en el cuerpo y 1956 empezaba agrandándome el primero que me había alcanzado de lleno el corazón. Quien me lo hizo fue aquella reina de Avalon. Antes, en otras camas de hospital militar, nos hechizó a cuantos recibimos sus cuidados porque su belleza y sus maneras nos curaban todo. Yo, además, tuve la fortuna de poseerla.
—Me alegro mucho de verte, Lloyd —dijo desplegando otra vez toda su magia.
—Anche io, Morgan —respondí, otra vez hipnotizado.
***
—Ya me dirás de qué conoces a esa maravilla. —Phil Tucker borró la media sonrisa ante mi cara—. Bien, antes te cuento lo que ha pasado, aunque que conste que iba a hacerlo, pero como has llegado corriendo y…
—Al grano, Phil.
—Sí, pero de camino a comisaría. Mi jefe quiere verte. Me parece que vamos a necesitar tus servicios.
—No me jodas…
—Te aseguro que pedírtelos le va a joder más a él —dijo socarrón—, pero ocurre que tu amiga es la cuarta víctima en apenas dos semanas y la única que ha sobrevivido. Llevamos unos días de locura y ya sabes el pánico que cunde cuando hay más uniformes en la calle y la prensa sensacionalista saca colmillos más afilados que ese cabrón que las ha atacado. Escuchas y vuelves. Además, aquí está ese agente. —Señaló al circunspecto joven que se paseaba por el pasillo y que saludó muy formal.
Resoplé y me giré hacia la chica que había dejado entrar a la pequeña Anna. Parecía preocupada pero tranquila, y me sonrió amable cuando me acerqué.
—Perdone, soy…
—Lo sé. Morgan me ha hablado de usted, señor Hunter. Soy Lucy, hija de Albert Maxwell.
Le devolví la sonrisa y saqué una de las tarjetas de Tucker.
—No tardaré, pero con la más mínima novedad, avíseme aquí.
***
El capitán de Homicidios Sean Carmichael me era tan antipático como yo a él, pero nos tolerábamos por una misma razón: los casos especiales cuya resolución podía beneficiarnos a todos. A ellos, por mi trabajo que les ahorraba personal; a mí, porque me compensaban derivándome potenciales clientes con pedigrí que buscaban máxima discreción, el último, Lavinia Lohr, a quien recordé como en un sueño. Pero esa ensoñación había sido siempre el hechizo de Morgan Violet Rochester sobre mí desde que la conocí. También por eso ni oí el saludo en forma de gruñido de Carmichael cuando entré en su despacho detrás de Tucker, ni vi el gesto de comadreja del teniente Calvin Trass, su mano derecha, que solía acompañarlo hasta para mear mientras le soplaba sobre cualquiera que él considerara que no seguía los procedimientos de actuación supuestamente adecuados.
Carmichael me indicó una silla al otro lado de su mesa, llena de carpetas y periódicos de llamativos titulares, y esbozó una sonrisa torcida.
—Bien, Hunter, siempre encuentra usted algún lío donde sea, pero ya veo que está recuperado y ha pasado unas largas vacaciones en familia. Casi le hemos echado de menos por aquí.
—¿Qué quiere?
—De acuerdo. Era un asunto personal y me alegro sinceramente de que su sobrina y usted estén bien.
—Gracias, pero antes de que siga, debo avisarle de que este también es un asunto personal y actuaré según mi criterio. Solo he venido a informarle.
—Sí, sabemos que conoce a la última víctima, pero por eso mismo lo hemos llamado, para que no se pase en lo personal como hizo en el caso de su sobrina. La oficina del sheriff en un pueblo perdido no es el departamento de policía de esta ciudad para ir imponiendo criterios.
—Entonces ya nos lo hemos dicho todo. —Y me puse de pie.
—Espere, por favor. Dejémonos de tonterías. Siéntese. —Lo hice por Tucker. Carmichael suspiró—. Este caso es insólito ¡y estos imbéciles están arreglándolo! —exclamó cogiendo y agitando un periódico cuyo titular era «¡Toque de queda en Cambridge por el vampiro asesino!»—. Ese cabrón es un psicópata o un loco. Afortunadamente su amiga ha sobrevivido y sus datos nos ayudarán, porque el alcalde ya estaba amenazando con pedir cabezas. No hay nada en común entre las víctimas, salvo que son mujeres, y el criminal está actuando en diversas partes de la ciudad también sin relación. Pero llenar las calles de agentes no funciona. Así que ahora vamos a desaparecer como él. Y ahí es donde debe colaborar usted.
—¿Debo? Carmichael, colaboro con ustedes, pero no por obligación.
—También se mueve peligrosamente por el borde de la ley.
—Que nunca he incumplido.
—Pero interpreta a su modo.
—Sin incumplirla —reiteré y levanté una mano para zanjar aquel diálogo inútil—. Le digo que este caso es personal. Estoy de acuerdo en que desaparezcan y contengan a la prensa con la información justa. Como ya se ha filtrado que la víctima ha sobrevivido —no evité mirar fugazmente al hierático Trass—, lo que podría ponerla en peligro de nuevo si ese cabrón está loco o quiere acabar el trabajo, espero que se pueda mantener oculta su identidad. Y por supuesto no permitiré que se convierta en un cebo, por si ya se les había ocurrido. Yo me ocuparé de su protección.
—¿Va a actuar por su cuenta sin más equipo de apoyo? —murmuró Trass.
—No debería adelantarse a nada sin que lo sepamos —apostilló Carmichael.
—Informaré puntualmente al teniente Tucker. Si doy con esa alimaña, procuraré cazarla viva y entregársela, pero si tengo que matar, no dudaré. Ya saben lo más importante. Y ahora dejemos de perder tiempo. —Me levanté, pero Carmichael quiso sentenciar:
—Hunter, un solo paso en falso y yo mismo lo encerraré y tiraré la llave.
***
Fui a casa por si necesitaba algo más para lo que había pensado. Pero no: refrigerador lleno, comodidad suficiente y, sobre todo, que yo vivía en Revere, un barrio apartado con el océano al lado.
Había llegado el día anterior después de la convalecencia en Midtown. La alargué por Navidad y Año Nuevo, por descansar de los frenéticos últimos meses y estar con mi familia. Y claro, regresé con pereza en un viaje más tranquilo que el de ida y con intención de no pasarme por el despacho hasta final de semana. Pero Tucker llamaba esa tarde.
«Es inglesa y se aloja con los Maxwell, ya sabes, la familia del famoso profesor universitario de la que por lo visto es amiga. Ha venido a un congreso internacional de enfermería y volvía de la primera jornada al anochecer. Pero lo sorprendente es que ha mencionado tu nombre cuando le hemos preguntado si conocía a más gente aquí».
Yo había colgado y volado al hospital.
Todavía no me había enterado bien de la psicosis desatada por los violentos ataques a tres mujeres a las que alguien había golpeado y matado a causa de lo que los forenses describieron, aparte de estrangulamiento, como heridas en el cuello por un fiero mordisco. Un increíble destino había puesto a Morgan en aquellos sangrientos sucesos. Decidí llevar a cabo mi plan con o sin el acuerdo de los Maxwell y antes de volver al hospital me pasé por su lujosa casa de estilo victoriano en el barrio de Cambridge. El ataque a Morgan había ocurrido en un callejón entre la alta verja del extenso jardín y el edificio colindante, un sitio lo bastante escondido como para que alguien hubiese visto u oído nada, más en una zona residencial como aquella que, aunque no hubiera sido muy tarde, al anochecer aún estaría más desierta.
Albert Maxwell, profesor en Harvard, viudo y con tres hijos, era una autoridad nacional en Literatura Inglesa del siglo XIX. Y a su nivel, pero en Europa y experto en el Medievo, estaba su colega Arthur Rochester. Se habían conocido en el 43, cuando Rochester se había trasladado desde Inglaterra para intentar una nueva vida tras quedar viudo también. Morgan decía que su padre, de nombre y apellido tan literarios y románticos, solo podía ser cómo y lo que era. Pero primero fue corresponsal de prensa en la Gran Guerra, viajó por Europa y recaló en Italia, donde se quedó un tiempo en Milán al ser herido y conocer en el hospital a una bellísima enfermera llamada Marietta. En seis meses se casaba con ella y la llevaba a Inglaterra, donde consiguió un puesto de profesor en la universidad de Londres y ella dejaba su trabajo para criar a la única hija que tuvieron. Y un hombre llamado Arthur y nacido en Glastonbury no dudó en bautizarla como Morgan y coronarla como hada reina de su Avalon particular.
Así que la niña heredó dos idiomas, el amor por los libros y las manos curativas de su madre. Años después también siguió sus pasos y era enfermera junto a ella en Londres durante una segunda guerra mundial, pero la perdía por unas fiebres infecciosas. El padre, devastado, decidía cruzar el Atlántico y establecerse con la hija en Nueva Inglaterra, naturalmente. Y muchos soldados heridos que volvían, sobre todo mutilados o con problemas de movilidad, hacían escala allí en Boston para recuperarse antes de regresar a sus hogares. En otra coincidencia del destino uno de aquellos soldados fui yo, que aunque solo con una rodilla destrozada y la cara salpicada de marcas de metralla, necesité unas semanas para andar otra vez antes de marcharme a casa un poco más tarde que los ataúdes de mis hermanos.
El primer día que vi a Morgan olvidé la tristeza por ellos, la guerra, la rodilla e incluso mi cara. El segundo, olvidé el mundo al escucharla contar historias. El tercero, nos habíamos enamorado todos, particularmente los de sangre italiana. El cuarto, ninguno queríamos irnos, y el quinto, no podía creer que aquella maga viese mi cara pero me mirara como lo hacía. Cuando me marché, caminaba con un bastón en la mano, las suyas por mi cuerpo y las de los demás queriendo matarme de cien maneras. Cuando me despidió la besé seguro de que si había sobrevivido había sido solo por conocerla y tardar apenas un año en volver para querer tenerla ya siempre cerca. Los siguientes dieciocho meses fueron los mejores de mi vida, hasta que su padre quiso regresar a Inglaterra y ella, que lo adoraba y era su única familia, lo acompañó. Yo acepté que también fuese él el único que me la quitara y simplemente me despedí con un «aquí estaré», incapaz de reprocharle nada.
De vuelta al hospital el agente me dijo que Lucy Maxwell se había marchado ya con Anna y el médico acababa de entrar a ver a Morgan. Cuando salió, me identifiqué y le pedí permiso para quedarme con ella, pero me dijo que no era necesario. Morgan se había torcido levemente un tobillo, tenía abrasiones en brazos y piernas y la herida en el cuello afortunadamente había sido superficial porque ella se había defendido; pero la mantenían en observación por los golpes en la cara y la cabeza. Estaba asustada pero tranquila, y que fuese enfermera ayudaba mucho. Yo le pedí al médico que le preguntara y después me dejaba entrar.
Morgan estaba mejor.
—Ver a Anna me ha animado mucho —dijo—. Y tú. Pero no tienes que quedarte. Todo el mundo ha querido hacerlo y les he dicho que no.
—Yo no soy todo el mundo.
—Eso es verdad —sonrió.
Entonces sí me acerqué para sentarme en la cama. Ella me cogió la mano entrelazándome los dedos y apretándolos, pero me mostré firme en no caer fulminado.
—¿Y tu padre? —pregunté.
—Le he suplicado a Albert que no lo llame. Estoy bien.
—¡Pero si han podido matarte!
—No te enfades, por favor. Tú no… —Bajó los ojos—. Sé que debería haber tomado un taxi, pero hacía tan buena noche y la boca de metro está cerca. Todo estaba tranquilo.
—Escucha, ahora me voy a quedar quieras o no, y después os vendréis conmigo.
—No, Lloyd, eso…
—Eso tampoco voy a discutirlo.
—Parla il lupo cattivo?
—Sí, el peor.
Se rio y yo también tuve que hacerlo para aliviar la tensión.
—¿Y puedo pedirte otro favor?
—Prueba.
—Albert y Lucy están siendo maravillosos, y con lo que ha pasado y cómo se han ocupado de Anna… Pero tienen que trabajar y simplemente te pido que mañana vayas a buscarla. Le he hablado de ti. Me ha costado encontrar un cuento con lobos buenos, pero al final he recordado a Akela y, bueno, ya la tienes en la manada.
Asentí, pero entonces se puso muy seria.
—¿Qué? —Me alarmé.
—Es una sensación solamente y por eso no le dije nada a tu amigo policía. No pude ver a ese hombre porque apareció de la nada y por detrás. Tampoco habló, pero desde luego era muy fuerte y me golpeó para aturdirme y arrastrarme por el callejón, donde me tiró al suelo. No pude ni gritar.
—No es necesario que me cuentes nada. He leído el informe —la interrumpí.
—Espera. Déjame recordar. Creo que iba embozado o con sombrero, y llevaba guantes, pero pude agarrarle las muñecas y el tacto de la piel era rugoso, como de quemaduras cicatrizadas. Fue cuando quiso morderme, pero al sentirle ya los dientes en el cuello, le arañé y él aflojó la presión. Entonces pataleé como me enseñaste una vez y pude girarme un poco, pero de pronto él me soltó y huyó corriendo.
—¿Pudiste verlo entonces?
—No, y, por suerte, pude llegar por mi propio pie y enseguida Albert llamó a la policía y me trajo aquí. Pero con lo que me quedé fue con esas marcas, su comportamiento y reacciones. Quizás sea un loco, pero también podría sufrir porfiria.
—¿Porfiria? ¿Esa no es la enfermedad de…?
—De los vampiros, sí, así se la conoce —dijo—. Es rara y suele ser hereditaria, pero puede producir hipersensibilidad a la luz que causa esos daños en la piel, y también trastornos de personalidad según el tipo, o si hay factores externos como abuso de alcohol. Hay un tipo especialmente grave donde los daños cutáneos pueden deformar terriblemente los rasgos faciales. Si ese hombre la padece, podría haberse trastornado mucho, pero ya te digo que son solo impresiones. —Entonces suavizó la expresión para medio bromear—. Sabes también que los vampiros se llevan mal con los hombres lobo.
—Ya, pero los vampiros también se convierten en lobos, ¿no? —La imité—. Venga, será mejor que te duermas ya. Voy a telefonear a mi amigo. —Me quise levantar, pero Morgan no me soltó.
—No avises a mi padre, por favor.
—Debería saberlo.
—Yo lo haré. De verdad. —Asentí y ella apartó la mirada—. Quería llamarte después del congreso. Es el primer viaje de Anna y…
Entonces se le humedecieron los ojos, me cogió la mano con las suyas y noté su temblor antes de inclinarme para abrazarla y verme con la cara hundida entre su pelo y el cuello herido que tantas veces le había besado. El mismo olor y suavidad, mi mismo deseo. Volver a verla era lo último que hubiese imaginado. Hablé para no asfixiarme:
—Tranquila… Siente el miedo, es bueno. Y lo que me enseñaste tú a mí es que solo existe el momento, y ahora el momento es este.
—Debí haberte llamado antes, pero temía que no quisieras verme ni…
—Te dije que estaría aquí y aquí sigo.
Se apartó y me miró llorosa.
—Perdóname, Lloyd. Sé el daño que te hice al marcharme y aún lo he lamentado más.
—Morgan, el momento es lo que importa.
Entonces sus labios me callaron y me rendí a aquel suave beso. Después seguí abrazándola hasta que la sentí relajarse. El cansancio, la tensión y la medicación terminaron venciéndola y se dejaba echar para quedarse profundamente dormida. Yo ardía y, al levantarme, las piernas me temblaron igual que el corazón y salí con paso vacilante, le pedí al agente que no se moviera de la puerta y fui a llamar a Tucker. Después, me marché y conduje por los lugares donde habían matado a las otras mujeres: dos eran también callejones y casas con patios traseros y uno estaba cerca de un parque que permitía una huida rápida. Dos horas más tarde regresaba al hospital y mandaba al agente a casa bajo mi responsabilidad. El incómodo sillón junto a Morgan me pareció el Paraíso.
***
Me desperté al amanecer. Morgan dormía y la hinchazón de su cara había disminuido. Me quedé mirándola. El tiempo suele tamizar la efervescencia de la juventud, su ímpetu y creencia de que el amor es eterno. En aquel instante no había tiempo porque yo siempre había querido pararlo cuando la miraba. Con veinticinco años lo había creído cada vez que estuve entre sus brazos, sus pechos y sus piernas. Ahora me dolió demasiado contemplarlos tan lejos y tan cerca de nuevo, pero supe que, ocurriese lo que ocurriese, querría volver a detenerlo.
Ilustración de David Aguilar
Entonces mi estómago se quejó. Estaba hambriento, aunque me sentía descansado. Salí. Debía de tener un aspecto deplorable porque el agente de guardia, que había llegado ya, me miró compasivo. Desayuné en una cafetería frente al hospital y luego fui a casa para darme una ducha, afeitarme y cambiarme de ropa. Más tarde aparcaba frente a la verja de la casa de los Maxwell y me sorprendió que me abriera el propio Albert Maxwell, pero me sorprendió más ver a Anna que, sentada en una silla del vestíbulo, se levantaba y venía casi corriendo para ponerse a mi lado con el gesto inquieto.
—Vaya, esta señorita estaba muy impaciente —sonrió cordialmente Albert Maxwell. Era alto, de pelo entrecano, rostro alargado y ojos muy azules y brillantes. Mediaba los sesenta y derrochaba clase y atractivo que le intensificaban sus muy caros zapatos negros y elegante traje marrón de tweed. Me estrechó una mano firme—. El señor Hunter, ¿verdad? No sabíamos que Morgan tuviera aquí un amigo tan bueno como nos ha dicho que es usted. Es terrible lo que ha sucedido. Por favor, entre.
—Buenos días. Ciao, Anna. Gracias, pero no quisiera entretenerle. —Di dos pasos y él cerró la puerta.
—En absoluto. Mis clases son más tarde y a mis alumnos no les importará si me retraso. —Se rio y aún sonó más encantador, pero a la vez Anna me cogía la mano sin decir nada.
—Aun así probablemente Morgan nos esté esperando ya.
—¿Cómo está? ¿La ha visto?
—Sí. Ha pasado buena noche.
—Bien. Seguro que enseguida podrá salir.
—A propósito de eso, ya le he dicho a ella que quiero que se vengan conmigo.
—Oh, ¿por qué? —El encanto se le esfumó.
—Por favor, tómelo como una medida de seguridad. Por supuesto que aquí…
En ese momento se oyeron unos crujidos muy por encima de nosotros, como pasos por un suelo de madera. Anna me apretó la mano y Maxwell recuperó la sonrisa mirando también hacia arriba.
—Esta casa necesita un buen arreglo que quiero hacer en primavera. Desde 1897 ya ha pasado tiempo, así que han venido a echarle un vistazo. Pero dígame, ¿Morgan quiere marcharse con usted? Este es un barrio tranquilo y tienen toda la seguridad. Los policías que vinieron lo comprobaron. No podría abusar de sus servicios de vigilancia exclusivamente, claro, pero pagaré la seguridad privada necesaria —dijo aquello mirándome fijamente. Yo sonreí pero no con los ojos.
—No lo dudo, pero se trata de discreción. La prensa sabe que Morgan sobrevivió, aunque no su identidad, pero han publicado fotografías del lugar del ataque y podrían enterarse de todo en cualquier momento, y Morgan volvería a estar en peligro. Alejarla solo significa precaución. En cuanto a mí, además de buen amigo, colaboro con la policía. Puede consultarles.
—No me convence mucho, la verdad. Preferiría que nos lo confirmase ella, ya que además se empeña en no avisar a su padre.
—Lo sé, pero por supuesto pregúntele. Y ahora, si me disculpa, nos marchamos ya.
Y sin darle tiempo a más, abrí la puerta haciendo salir a Anna. Nada más arrancar el coche, la niña me miró:
—Mi madre dice que eres como Akela.
—No, él es más sabio y valiente. —Sonreí.
—Pues sí pareces valiente.
—Muchas gracias.
—¿Y alguna vez has tenido sueños sin estar dormido?
La miré brevemente y seguí viendo inquietud.
—Creo que no. ¿Por qué?
—Es que yo he tenido uno y no estaba dormida. No, no estaba… —reiteró compungida.
***
Morgan miraba por el ventanal apoyada en una muleta. Anna se abrazó a ella con más emoción que el día anterior y yo fui claro:
—Bien, si te encuentras con fuerzas, nos vamos.
—¿Por qué? Tesoro, ¿qué ha pasado?
Anna se había mantenido serena antes al contármelo, pero ahora no evitó unas lágrimas más de alivio por que yo la había creído que de temor. Morgan la calmó sentándola en su regazo y abrazándola. Yo aproveché para llamar a Tucker, que aparecía veinte minutos después.
Anna se había acostado pronto la noche anterior tras cenar muy poco, aunque Morgan le había pedido que comiese y continuara obedeciendo a Lucy y Albert. Seguía muy asustada y estar sola en esa enorme habitación que compartía con su madre en aquella casa tan grande aún la había atemorizado más. Lucy era muy simpática y se había quedado con ella para asegurarse de que se dormía en esas dos noches. La primera, Anna había caído rendida por el miedo y el llanto, pero esa segunda noche la despertaron unos pasos por el pasillo. Sería Lucy, o el señor Albert, y por eso volvió a cerrar los ojos. También estaba cansada, pero haber pasado la tarde con su madre y saber que tenía más amigos la habían tranquilizado. Entonces oyó que abrían la puerta muy despacio, pensó que Lucy quería comprobar si se había dormido y asomó un poco la cara por encima de la sábana. Entró una rendija de luz y también una figura sigilosa que no era Lucy.
Anna sabía que en la casa trabajaban una cocinera y un jardinero, pero no vivían allí. También había conocido a Madeline, la hermana pequeña de Lucy, que había venido el día que llegaron para saludar a su madre, pero Madeline no vivía allí tampoco. La figura se quedó parada un momento y Anna distinguió entonces que llevaba algo que le ocultaba parte de la cara, como una bufanda o un pañuelo grande, y decididamente era un hombre, pero no el señor Albert. Cerró los ojos cuando la figura se giró hacia ella, y luego sintió que se acercaba despacio hasta los pies de la cama, donde se detuvo otra vez. Anna pudo oírle la respiración y supo que la estaba observando. Permaneció inmóvil y la figura siguió observándola unos segundos más, luego se movió igual de silenciosa para marcharse. Anna ni siquiera oyó cerrarse la puerta y no se atrevió a moverse hasta que la tensión la venció. Por la mañana se levantaba muy temprano, pero no quiso decir nada cuando Albert le preguntó por la cara tan seria que tenía.
—No sé. Los niños son muy impresionables. Quizás vio una sombra o la imaginó —dudó Tucker cuando salimos fuera tras escucharla.
—¿Y coincidir en la descripción con su madre si ella no le había contado ningún detalle así? Ni siquiera os lo había contado a vosotros. Y me han mentido muchas veces mejor que Maxwell hace un rato —dije.
—Entonces…
—Entonces tenemos dos opciones: o ese tipo huyó pero se escondió para saber qué pasaba con Morgan y ver que en realidad iba a aquella casa, con lo cual se encontró con la suerte de localizarla, o tiene que ver con los Maxwell. Y siento que eso me parezca lo más probable, aunque no sé de qué manera.
—Si es así, habría que estar muy seguros. Maxwell es un pez muy gordo en los círculos académicos de medio país y sabes que Carmichael está esperando ese paso en falso.
—¿Qué tenéis de él?
—Nada, ni una multa de tráfico, y el resto de la información es pública, al menos en su profesión.
—Yo no sé mucho más, pero hablaré con Morgan, y también de los otros casos. Quizás pueda ver algo que no se nos ocurre.
Entonces Tucker recuperó su tono socarrón.
—Sí, ver sí que parece haber visto cosas ocultas de ti, o no tan ocultas, más que nada porque te estás comportando como un…
—Ya lo sé.
—O sea, que ¿hablamos de lejanos y reencontrados asuntos de entrepierna o es que en realidad somos unos sentimentales?
—¿Tú qué crees?
—Me parece que los dos porque no me has mandado a la mierda todavía. Vaya, vaya… Y deduzco también que debiste de pasarlo tan bien como mal por esos ojos verdes.
—Por eso es evidente por qué tú eres poli y yo no.
—Vale. Ya me callo.
***
Morgan habló por teléfono con Albert. No pudo pensar que existiera la posibilidad de que aquel intruso tuviera que ver con él o su familia, pero había creído a Anna y se había asustado tanto que no dudó en alegar la mentira —o media verdad— sobre una nueva pista descubierta que daba más razón a su traslado conmigo. Esa misma tarde, y aunque con cierto desacuerdo, el médico la dejaba marcharse. Morgan podía andar despacio, sujeta a mi brazo y con Anna de la otra mano. Las ayudé a subir al coche y fuimos a casa de los Maxwell.
Albert estaba disgustado, pero Lucy, más comprensiva aunque también con menos amabilidad, lo entendió y pronto tuvo dispuesto el equipaje que metí en el maletero. Morgan se disculpó muy abatida, les reiteró su confianza en mí y les aseguró que la policía estaba detrás de aquel movimiento. Albert lo había comprobado al hablar directamente con el capitán Carmichael. Este, informado por Tucker, por una vez y aunque nada conforme con que ahora una niña hubiera visto un fantasma, decidió seguir dando carrete, ya que no había habido más ataques. Pero también porque pensamos que vio unos titulares mucho más impactantes y beneficiosos para él si el supuesto vampiro resultaba ser alguien de renombre.
Cuando llegamos a mi apartamento ya había anochecido. Las instalé en mi habitación, donde la cama era lo suficientemente grande para las dos. El cuarto de baño estaba dentro, así que también sería más cómodo para ellas. Yo tenía de sobra con el sofá cama del salón que había comprado cuando me mudé allí y por mis sobrinos, que, con la interminable playa de Revere a un paso, habían disfrutado mucho en sus visitas. Después salí para traer comida italiana de Cecchini’s y comprobaba también que Tucker había enviado al agente del hospital para darse una vuelta.
No pude recordar la última vez que me había sentido como esa noche. Comimos, hablamos, reímos y olvidamos. También desaparecieron vampiros, fantasmas, sombras y oscuridad, dolor o recuerdos, y únicamente existieron las dos hechiceras. Las mandé a dormir pronto, pero antes hice prometer a Morgan que llamaría a su padre al día siguiente. Al quedarme solo, me desplomé en el sofá y quise permitirme un whisky. No sé en qué momento Morgan me despertó y pensé, como Anna, que estaba soñando con los ojos abiertos, sobre todo cuando se sentó sobre mis piernas y me tocó la cara.
—Grazie mille.
—Perchè?
—Per te.
Continúa en la página de Lloyd Hunter, en el Rincón Literario de mi web, INGLÉS A TU AIRE.
Dedicado a mis amigas y compañeras de colegio y, particularmente, a Mari Mateos, milanesa de adopción y mi segundo «hermano» de la infancia. Gracias por revisarme mi penoso italiano.
Mariola Díaz-Cano Arévalo
Noviembre, 2014.