21ª Convocatoria: Sé lo que hicisteis el último verano

Sé lo que hicisteis el último verano.

 

 

Ilustración de Paloma Muñoz

A Carlos lo llamábamos El Andarica por la facilidad que tenía para correr por las rocas del pedrero cuando pescaba pulpos. Se sabía de memoria todas las cuevas y recovecos, y no conocíamos a nadie más rápido y eficaz con la vara y el gancho. Todos los chicos de la pandilla habíamos crecido juntos a orillas del Cantábrico, pero él pertenecía a una familia de varias generaciones de pescadores y parecía que tuviese agua de mar en vez de sangre corriendo por las venas. Carlos era mi mejor amigo, y también la primera persona que conocí que murió debido al cambio climático.
Hace unos años, comenzaron a aparecer delfines varados en nuestras playas, grupos de ballenas e incluso algún cachalote. Por desgracia eso se hizo tan habitual que dejó ser noticia. Solo apariciones tan exóticas como las de los kraken —así era como llamábamos a los calamares gigantes que ascendían de la fosa de Carrandi para morir en la superficie— merecían un pequeño hueco en la prensa local. Y aún así eso dejó también de sorprendernos.
Tampoco nos pareció demasiado extraño que llegase hasta el Muelle, a los pies de Cimadevilla, algún grupo de focas de vez en cuando. Era muy divertido llevarles algo del pescado que el padre de Carlos no había vendido en la rula. Hasta que, del mismo modo que vinieron, desaparecieron.
Reputados biólogos hablaban en los telediarios regionales del calentamiento global y decían que era el responsable de los cambios que habían sufrido las corrientes cálidas que bañaban las costas de los continentes. Ponían como ejemplo el desplazamiento de las inmensas masas de kril de los mares australes a zonas en las que eran menos habituales, y comentaban que eso con toda seguridad obligaría a desplazarse al resto de la cadena alimentaria. Y con esa afirmación se referían a toda la cadena alimentaria. Desde la base, compuesta por el diminuto kril, hasta la cúspide.
Yo sé lo que vi aquella tarde de verano, el año pasado, en la playa de San Lorenzo.
Era la semana grande de las fiestas de Gijón y había bastante gente paseando por el muro. Esa mañana habíamos conocido a unas chicas que no hablaban casi nada de español y a las que habíamos bautizado como las yankis. Recuerdo que la puesta de sol comenzaba a iluminar la iglesia de San Pedro con tonos anaranjados, y a Carlos gritando que podía llegar sin problema hasta las boyas amarillas que delimitaban el área de seguridad de los bañistas. Miré al horizonte. Las boyas flotaban a no más de trescientos metros de la playa y me costaba distinguirlas con la oscuridad creciente. Nadie intentó disuadirlo. El resto de la pandilla sabíamos cómo era Carlos. Quería impresionar a las chicas y era un buen nadador. Hacía un par de años que había quedado entre los diez primeros en la travesía del Musel, así que lo que proponía para él no era más que un paseo. Me pidió que bajase hasta la orilla del mar para guardarle la ropa. Sólo se fiaba de mí, y no quería que nadie le gastase la típica broma que le obligase a salir de la playa desnudo.
Antes de que nos diésemos cuenta, Carlos se había adentrado unos cien metros en el agua y nadaba de forma vigorosa hacia las boyas. Hacía calor, así que me descalcé y avancé hasta que las olas me bañaron las rodillas. Me di la vuelta un instante para mirar a los chicos que animaban desde el muro y, al volver la vista hacia donde estaba Carlos, el terror se apoderó de mí y comencé a temblar de forma incontrolada. Recuerdo que retrocedí dando traspiés para salir del agua y que la resaca hizo que casi me cayese de espaldas. El mar estaba ligeramente rizado y desde el muro, a un par de metros sobre el nivel del mar y con el sol casi por debajo de la línea del horizonte, mis amigos sólo podían distinguir una sucesión de picos. Por eso nadie más que yo pudo verlo. Entre las crestas de las olas rizadas un triángulo de gran tamaño cortaba el agua de forma decidida hacia Carlos. La primera embestida lo pilló por sorpresa y, al instante, comenzó a luchar con un enemigo invisible. Después gritó un par de veces y desapareció sin más en las oscuras aguas de la bahía.
Cuando el resto de los chicos llegó hasta mí, yo estaba paralizado por el miedo.
Los bomberos y la policía iluminaron la playa y las rocas al pie de la iglesia y se pasaron toda la noche buscando a nuestro amigo. A la mañana siguiente el helicóptero de rescate peinó meticulosamente el litoral, pero no fueron capaces de encontrar su cuerpo.
Nadie me creyó cuando les conté lo que vi. Dicen que es imposible que un pez de un tamaño tan grande como para acabar con una persona pueda acercarse tanto a nuestras playas y que, en el hipotético caso de que así hubiese sido, los servicios de rescate tendrían que haber encontrado algún resto que apoyase mi teoría. Oficialmente, Carlos se ahogó.
Ha pasado casi un año. Ya es primavera y por la prensa me he enterado de que han regresado las focas. En Gijón no se puede vivir de espaldas al mar, así que he vuelto a la playa con los chicos. A veces pienso que también ellos dudan de mi versión de los hechos, porque si hubiesen visto lo que yo vi no se meterían en el agua otra vez. No he vuelto a bañarme en el mar. El terror me paraliza cada vez que pienso en ello. En mis peores pesadillas estoy nadando en las aguas del puerto, como hice en tantas ocasiones cuando era niño, y siento que una corriente poderosa me zarandea. Floto para no llamar la atención y aguanto la respiración mientras rezo para que la bestia pase de largo. No me atrevo a meter la cabeza bajo el agua porque creo que si no miro esos ojos fríos de cristal perderá poder sobre mí. Los demás chicos se zambullen y nadan y ríen a mi alrededor. Y cuando empiezo a pensar que todo es fruto de mi imaginación, la aleta dorsal aparece y comienza a cortar la superficie del agua hacia mí.

Roberto del Sol

Nunca jamás

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Género: Relato Corto

Rating:+13

Este relato es propiedad de Mª Cristina Salvans. La ilustración es propiedad de Verónica López. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Nunca jamás.

Ilustración de Verónica Lopez

Como cada mañana, Clarisse se levantaba temprano y preparaba el desayuno para los tres, el suyo, el de su marido, Mark, y el de su hijo, James.

Se frotaba las manos en el blanco delantal y se recolocaba el escote de su vestido de cuadros rojos y blancos de vichy. Tenía que estar preciosa para su marido.

Él hacía lo mismo todas las mañanas. Se peinaba, se afeitaba y suspiraba justo antes de entrar a la cocina.

–¿Vamos a tener la misma escena todos los días? –Preguntaba Mark, con el semblante asqueado frente a los huevos fritos con beicon–. ¿Cada día lo mismo?

–Querido, tienes que coger fuerzas. Hoy va a ser un duro día en la oficina, tienes que comer bien.

Él volvía a suspirar, boqueaba, intentando decir algo que siempre moría en el camino entre sus pensamientos y sus labios. Cada día lo mismo.

Y como siempre, después de suspirar, cogía las llaves de su flamante automóvil y se marchaba al trabajo.

Mientras canturreaba una canción, Clarisse despertaba al niño.

–Buenos días cielo, ¿cómo has dormido? –le besaba la frente y le ayudaba a incorporarse.

–Hoy he viajado al país de los cuentos otra vez, mamá. Ese que aparece en el libro que me lees antes de ir a dormir; el de los niños perdidos y los piratas.

–¿Nunca Jamás? –preguntó ella, divertida–. Así, ¡has estado con Peter Pan!

–¡Cómo todas las noches, mamá!

Lo ayudaba a vestirse y a acicalarse. Le encantaba sentir como sus tiernos bracitos se escurrían por las mangas de la camiseta interior y ese olor a niño, siempre tan dulce. Le peinaba y fijaba el pelo, le abotonaba la camisa y le ponía los zapatitos.

Cuando el niño llegaba al comedor tenía el aún humeante desayuno servido, y comía con voracidad bajo la atenta mirada de su amante madre.

Después salía a jugar al jardín. Nunca le habían obligado a ir al colegio, por lo que disfrutaba del canto de los pájaros y el olor de las flores bajo la suave brisa estival.

Después que ella acabara sus quehaceres matutinos, salían a comprar al mercado, siempre productos frescos, pues su marido no toleraba otros. El pequeño, siempre atento a los cuchicheos de aburridas amas de casa, era el perfecto confidente con el que tener charlas chismosas de camino de vuelta al hogar.

–He oído que los O’Neil están pasando por una mala situación –comentaba él, esperando la aprobación de su madre.

–Esos siempre están pasando apuros, jamás creas nada de lo que dicen –sonreía ella–. Sin embargo, los Davidson tienen problemas con su asistenta…

Y así discurrían las mañanas, con ambos cuchicheando en la cocina mientras ella preparaba el suculento almuerzo.

La hora de la comida era una delicia, aunque no estaba establecida como un festín, sino más bien un tentempié, ella vivía, a partes iguales, para cocinar y cuidar de su familia.

A su hijo le encantaba el pollo al horno y por eso era lo que cocinaba prácticamente a diario, variando un poco las recetas.

Por la tarde ella le dejaba dormir la siesta y lo observaba embelesada, sintiendo dentro de sí esa mezcla de inocencia y propiedad que le producía un gran sosiego. Su hijo, su pequeño, por tanto tiempo deseado, dormía con la tranquilidad de los ángeles.

En cuanto despertaba merendaban leche con galletas y se preparaban para salir a dar una vuelta por el parque.

El sitio era enorme y contaba con infinidad de distracciones para los pequeños. Siempre se acercaban al lago, donde unos solícitos patos les saludaban cuál perritos, esperando su ración diaria de pan duro. Notaba las miradas de soslayo de los paseantes al escuchar el tintineo de la risa infantil de su pequeño, y ella se erguía con el orgullo que le proporcionaba el ser la mejor madre del mundo.

Pasaban juntos todo el día, era su pequeño, su tesoro, su ángel.

A menudo, al volver a casa y si aún era temprano para el regreso de Mark, preparaban tartas o galletas para el postre. Posteriormente, había que empezar a cocinar la cena, intentaba hacer menús variados y equilibrados, de modo que no repetía casi nunca.

El pequeño no solía estar despierto cuando su padre llegaba, no podía permitir que se acostara tan tarde. Así que sobre las 6 de la tarde, las 7 como muy tarde, le daba la cena y el postre, lo bañaba con agua caliente y le ponía el pijama limpio con sus iniciales. Le abría la cama, siempre con la temperatura perfecta, y le leía un libro para que se durmiera, siempre el mismo; Peter Pan.

–Mamá, ¿dónde está exactamente Nunca Jamás? –preguntaba James, bostezando, justo antes de dormirse.

–La segunda estrella a la derecha, y luego recto hasta el alba.

–¿Podré ir algún día? –murmuraba en sus sueños.

–Ya estás allí.

Le besaba la frente y le acariciaba el pelo, después lo arropaba y bajaba al comedor, oyendo la suave respiración de su hijo aun cuando estaba demasiado lejos para hacerlo.

Cuando su marido llegaba ya le tenía el baño preparado. Él aparcaba el automóvil, entraba en casa suspirando, se quitaba los zapatos y se metía en el cuarto de baño.

Ella aprovechaba ese rato que le quedaba libre para ensimismarse en sus pensamientos mientras arreglaba la colada y planchaba la ropa para el día siguiente.

Cuando él salía del baño cenaban entre suspiros. Él boqueaba, siempre al borde de decir algo, pero ella no le dejaba hablar, concentrada como estaba en contarle su fantástico día con el pequeño, que cada día se parecía más a él.

–Clarisse –decía él de vez en cuando, para pedir turno de palabra.

–¡Deberías haber visto los patos, desesperados por un trozo de pan! –reía ella–. Las carcajadas de James han atraído las miradas de todos los que estaban por allí.

–Clarisse…

–Y después, ese que está más gordo, el marrón, se ha subido encima de uno de los pequeños, ¡y lo ha hundido!

–¡Clarisse! –gritó finalmente.

–¡Dime, Mark! –respondió ella, irritada.

–Ya está bien, Clarisse… Esto que estás haciendo con el niño no es normal.

–¿Por qué no es normal? –estalló – ¿Ya estamos otra vez con que no puede pasar tanto tiempo conmigo? ¿Me vas a decir que tiene que ir a la escuela? ¿Me quieres decir que lo estoy malcriando?

–No es eso…

–Entonces, ¿qué es? ¡Maldita sea! ¿Qué pasa? –lloró.

–Clarisse, tienes que aceptarlo…

–¿Aceptar el qué?

–Ya no está aquí.

El silencio cayó sobre ellos más pesado que una losa. Ya no estaba allí. Su pequeñito ya no estaba con ella.

Lo recordaba. Recordaba que un día habían ido a pasear, que habían estado jugando con los patos y habían estado cocinando. Recordaba que lo había bañado y que lo había acostado, y que después ella y su marido habían cenado. Recordaba que había apagado todas las luces de la casa y se había acercado a la habitación de James a verlo dormir. Recordaba que se había acercado a él y lo había oído respirar. Recordaba que había pensado en la fragilidad de la vida y en cómo de delgado era el hilo del destino. Recordaba que había querido comprobarlo, que, como ya había hecho otras veces, había sentido la necesidad de cuidar de su tesoro más preciado. Recordó cómo le había acercado las manos a la garganta y había apretado, sin ninguna mala intención, solamente para comprobar como de delgados eran esos huesecitos. Y apretó, y oyó que el aire dejaba de salir por la boca y la naricita de su pequeño querubín. Recordó que pensó en dejarlo y notó que el pequeño convulsionaba, pero seguía con las dudas. Ella era la mejor madre del mundo, debía serlo y, por eso, siguió apretando hasta que el pequeño dejó de moverse y la miró, con su profundo azul, que se había ido apagando a medida que dejaba este mundo para viajar, para siempre, a Nunca Jamás.

–¿Por qué, Clarisse? ¿Por qué? –preguntó él, mirándola fijamente por primera vez en mucho tiempo.

–Porque soy la mejor madre del mundo, Mark –sonrió ella, secándose una solitaria lágrima silenciosa que le recorría la mejilla.

Se levantó y recogió la mesa, lavó los platos y fue a acostarse.

Antes de apagar la luz, ambos tumbados en la cama, Clarisse dijo, después de un profundo suspiro:

–James aún está esperando que le des su beso de buenas noches.

María Cristina Salvans

La rebelión de las hadas

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Género: Fantasía urbana

Rating: +13

Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La rebelión de las hadas.

Se lo que hicisteis el último verano, parecía susurrarles el bosque en ruidos apenas perceptibles de ramas y hojas que cedían bajo el peso de sus pies. Lo sé, lo sé, siseaba una serpiente que cruzó por delante y se deslizó bajo una piedra. Todos, todos, parecían repetir las ardillas que vigilaban su avance desde los árboles. Lo vimos, lo vimos, cantaban con sus finas voces los pájaros desde el cielo.

Todo el bosque parecía hacerse eco de lo que allí había ocurrido, delator de lo que nadie más que ellas sabían. Incluso el rumor de las aguas del riachuelo reverberaban insistentemente lo hicisteis, hicisteis.

Aún así, el grupo de mujeres seguía avanzando, internándose en la espesura del bosque, entre canturreos de cancioncillas populares y risitas nerviosas por la cercanía de aquel lugar que algunas pisaron por primera vez hacía exactamente trescientos sesenta y cinco días.

El calor era sofocante. El sudor pegajoso adhería las ropas a esos cuerpos que ya no acostumbraban a ir ceñidos, evidenciando muchas redondeces y michelines, pistoleras, pechos caídos y vientres abultados, mientras que las mochilas cargadas con todo el peso del mundo presionaban unas espaldas aquejadas de rigidez debido a unas vidas demasiado sedentarias para los cuerpos y, a la vez, demasiado ajetreadas para las mentes.

El estrés, las responsabilidades y la tensión acumulada habían ido atenazando, día tras día, año tras año, esas cervicales que, paso a paso, y gracias al excesivo peso de las mochilas, se estaban recolocando y se liberaban de la tensión acumulada: por décadas de vivir enterradas entre papeleo unas; por tener que demostrar cada día sus aptitudes y profesionalidad mientras los compañeros de trabajo ascendían, otras; por estar en constante contacto con los clientes, a veces desagradables y machistas, algunas; por toda una vida intentando ser lo que la gente esperaba de ellas, bastantes; por esforzarse diariamente a ser la hija, la esposa, y luego la madre perfecta, la gran mayoría; por tener que aguantar los comentarios, consejos y órdenes no solicitados de todos aquellos que las consideraban frágiles, débiles e inferiores, muchas; por sentirse frustradas, impotentes y vapuleadas, como peces intentando nadar contra corriente sin conseguirlo, casi todas; por tener que sobrevivir y aguantarse dentro de una sociedad que solamente respeta la juventud y la extrema delgadez, y te bombardea la autoestima hasta que lloras frente al espejo por haber cumplido más de cuarenta y, encima,  aparentarlos, absolutamente todas.

De todos esos años de batallas libradas y perdidas no sólo habían resultado dañadas las cervicales; el sacrificio había obstruido también los corazones. Esas mujeres que habían empezado la vida con la ilusión y la esperanza que dan el futuro incierto y lleno de posibilidades se habían ido sumergiendo en la tristeza y el sopor que te entran cuando dejas de creer en ti misma. Hasta que una de ellas, el año anterior, despertó. Lo hizo y arrastró con ella a unas cuantas. Y esas pocas mujeres cometieron su primer crimen contra la sociedad establecida, contra el orden de todas las cosas, contra el estado de derecho, contra la estructura jerarquizada, contra el sistema patriarcal y contra todo lo que conocían. Esas pocas mujeres mintieron, extorsionaron, robaron, manipularon, chantajearon y utilizaron cualquier treta que tuvieron a mano. Y lejos de sentirse mal por ello, se sintieron mucho mejor, rozando casi la satisfacción.

Una de ellas simuló estar enferma en el trabajo para disponer de unos días sin tener que dar explicaciones; otra reclamó dos de sus días personales en la oficina; otra pegó un cartel de “cerrado por San Juan” en la puerta de su comercio; otra dejó a la enfermera a la cabeza de su consulta; otra le hizo “ojitos” a su jefe hasta que éste asintió y le adelantó las vacaciones; otra le explicó a su marido comprensivo que necesitaba dos días de soledad; otra le comentó al suyo, menos comprensivo, que le importaba un comino que él no estuviese de acuerdo, que se iría de todas maneras con sus amigas y que no pensaba decirle donde; otra envió a la porra a su pareja antes de cerrar la puerta tras de sí; otra desapareció sin más aprovechando que su marido se levantaba más temprano, tras dejarle una nota de “he dejado la nevera llena, que los niños no rompan nada”; otra cogió prestadas la mochila, la linterna, la cantimplora y la brújula de su nieto, por supuesto sin permiso; otra asaltó la bodega de su marido, de donde desaparecieron la botella de su mejor coñac y la de whisky añejo; otra le quitó el preciado mechero, regalo de sus empleados, al suyo; otra se llevó el coche familiar y la tienda de campaña de su hijo; otra robó el gorro de pesca y la nevera de los cebos, que llenó de tápers de comida.

Eso había ocurrido hacía exactamente un año, cuando aquel reducido primer grupo de mujeres, sin desvelar sus intenciones y su destino, se adentraron por la misma senda del bosque en un día soleado y caluroso como ese, con pasos inseguros pero con la frente bien alta. Y lo hicieron. Llegaron al enclave que una de ellas, guarda forestal, conocía a la perfección: un claro en medio de la espesura del bosque de difícil acceso para aquellos que no conozcan su posición exacta, escondido a la vista de los curiosos por árboles, matorrales y arbustos de espeso ramaje y bordeado por las frescas aguas del pequeño riachuelo virgen que baja directamente de la ladera de las montañas. Un espacio coronado por dos grandes rocas grabadas con símbolos: una espiral y un triángulo. Un paraíso terrenal con aires de celestial para ese grupo de trece mujeres que hacía un año llegaron hasta allí y que ahora repetían su hazaña viendo su número multiplicado por diez.

El centenar de mujeres tardó más de dos horas en recorrer el camino que les separaba del enclave: no porque estuviera lejos, sino porque las había de todas las condiciones y edades, algunas de ellas con artritis, otras con sobrepeso, otras con dolorosas varices en las piernas… incluso alguna con asma. Pero todas y cada una de ellas, con más o menos cansancio encima, según cada caso, llegó sonriente hasta el lugar dónde todo había ocurrido el verano anterior.

Todas se quedaron fascinadas ante el encanto del lugar, hasta las que lo habían visitado el año anterior, pues parecía que ese rincón del bosque no se subyugara al paso del tiempo. Estaba exactamente igual que cuando lo vieron por primera vez. Pero la admiración duró tan poco como el tiempo de descanso, porque todas se pusieron manos a la obra.

Como quien sigue un ritual de forma ceremoniosa, y con la calma de quien sabe que no tiene a su espalda a nadie observando dispuesto a evaluar y criticar cada movimiento, las mujeres fueron desplegando su campamento particular, de forma lenta pero armoniosa, arrulladas tan solo por el rumor de las aguas frescas y el eco de sus propias voces.

Los pequeños pajarillos del bosque se acercaban a escuchar la fuente de esas risas como campanillas y de las alegres canciones que surcaban el aire. Hacía un año que no habían vuelto a ver humanos por esa zona y estaban sorprendidos por tanto movimiento.

Unas mujeres se afanaban en allanar el suelo de piedras, otras montaban las tiendas sobre él, otras organizaban un fuego que cuidarían hasta bien entrada la madrugada, otras sacaban manteles, servilletas, cubiertos y platos, otras iban depositando aquí y allá envases repletos de suculenta comida casera, otras sacaban bebidas de mochilas, bolsas y neveras, otras mostraban sus instrumentos musicales y deleitaban al grupo con suaves melodías, otras se dedicaron a cocinar con las brasas del fuego… y todas en plena comunión. Nadie interfería en los asuntos de nadie, atareadas como estaban todas y cada una de ellas.

El día fue pasando y hubo tiempo de sobra para hacer lo que a cada una le vino en gana: leer, descansar, comer, bailar, cantar, hablar, escuchar, alejarse, reír, llorar, quejarse, estirar las piernas, pasear… Cada una tuvo su forma individual y diferenciada de expresarse y de sentir, libremente, sin que nadie se atreviera a juzgar a nadie por ello.

Los pequeños y escurridizos roedores que habitan en los árboles del bosque fueron acercándose, poco a poco, al olor de la comida y a la energía positiva que desprendía el campamento de aquellas mujeres. Algunos pequeños mamíferos también se acercaron a observarlas pero, temerosos de que hubiera depredadores por los alrededores, corrieron de vuelta a sus madrigueras.

Luego llegó el atardecer y, cuando el sol alumbró con su último rayo el día más largo del año y dio paso a la noche más corta, y a la vista de los animales nocturnos que salían de sus guaridas a la caza arropados por la creciente oscuridad, hicieron lo mismo que hicieran aquel primer grupo de mujeres del pueblo el año anterior: iniciaron su rebelión de las hadas.

Sin previo aviso, y sin ceremonias, se despojaron de sus ropas mientras dejaban caer al suelo sus miedos, sus tabús, sus traumas, sus frustraciones y sus complejos. Algunas miraban al suelo, otras elevaban la vista al cielo; todas evitaban mirarse. Fueron unos minutos tensos, de incertidumbre, hasta que se acostumbraron a su propia desnudez y fueron capaces de mirar al frente.

Primero con timidez y luego desterrando para siempre la vergüenza de sus vidas, se observaron unas a otras y se descubrieron como realmente eran: bellas. Los cuerpos por los que antes sentían rechazo, ahora, sin haber cambiado absolutamente en nada, les parecían más hermosos.

Fue su percepción de ellas mismas la que había cambiado, pues la perfección consiste precisamente en cada una de las marcas, señales y surcos que la vida te otorga. Cada arruga es el testigo de una experiencia vivida y el valor de la vida no era más que el valor de las experiencias acumuladas. Y sus cuerpos contaban todas aquellas vivencias como los tatuajes del marinero cuentan sus hazañas. Eso las convertía en mujeres completas. Ellas nunca habían sido los desechos humanos que les habían hecho creer que eran; ni los productos tarados e inútiles de esta gran fábrica de estereotipos imposibles de alcanzar que es este mundo. Ellas eran preciosas, femeninas y sublimes, tal como la naturaleza y la vida misma las había moldeado.

Un enjambre de mariposas nocturnas de fosforescentes alas azuladas alzaron el vuelo en torno a ellas y las rodearon, mientras ellas danzaban bombeando felicidad en sus corazones.

Ilustración de Marta Herguedas

La luna se alzó imponente en el cielo y el aullido de los lobos de las montañas corearon su agitado baile espontaneo. El dolor de las articulaciones ya no existía, el cansancio tampoco, ni la debilidad de los miembros, ni la pesadez, ni los ahogos, ni las taquicardias, si siquiera la sensación de peligro. Estaban acunadas por el bosque y sus habitantes.

Entonces fue cuando se obró el cambio: se sintieron tan fuertes, grandes, libres, poderosas y sabias como sus hermanas ancestrales, aquellas a las que antaño llamaban brujas, y que hacía ya una eternidad que habían bailado desnudas bajo la luz de la misma luna en ese mismo enclave, conjurando a su yo primitivo, ocultas a los amenazantes ojos inquisidores de los supersticiosos habitantes del pueblo.

Hacía demasiado que se había extinguido la memoria de lo que antiguamente solía suceder allí y que había renacido el año anterior. Nadie sabía nada de esas reuniones misteriosas salvo los anillos de los troncos de los árboles, que guardan la historia de los bosques, y las bestias que ahora presenciaban como el corazón del bosque volvía a latir con vida mágica, tras un milenio de silencio.

Sudadas y exhaustas de bailar con las mariposas, las mujeres se adentraron en el pequeño riachuelo a compartir su lecho con los pececillos. En vez de apartarse, estos se acercaban a sus manos, rozaban sus piernas, describían círculos a su alrededor. Ellas dejaron de sentir que nadaban contra corriente, sino que iban a favor de ella, porque la que estaban notando en esos momentos era la corriente verdadera de la vida, la de la naturaleza, y no aquella de la que creían provenir, la falsa corriente del pueblo, la de la sociedad, la de las empresas y productos, la de los anuncios, la del mundo que las instigaba a luchar contra el paso del tiempo, contra la evolución natural de los cuerpos, contra la vejez y contra ellas mismas.

Renunciaron a esa quimera impuesta por los demás cambiando el agua por el fuego purificador mientras, una tras otra, iban tirando a la hoguera su enemigo particular: su crema antiarrugas, su bote de tinte para las canas, su anticelulítico, su maquillaje corrector, su libro de dietas, su libro de ejercicio, su revista de moda, la de cotilleos, el número de teléfono de su dietista, la tarjeta del psicólogo, del gimnasio, del nutricionista, del gabinete de estética, del cirujano… todos aquellos enemigos que nunca las dejarían sentirse orgullosas de sí mismas. Hasta que la salida del sol anunció un nuevo día que inauguraba un nuevo ciclo anual repleto de ilusiones renovadas.

Pactaron no contar a nadie lo que allí había ocurrido, salvo a mujeres de confianza que merecieran beneficiarse del encuentro del año siguiente. El mundo debería seguir permaneciendo ignorante a todo aquello, no estaba preparado todavía para aceptar mujeres que vuelan con las mariposas y danzan con lobos.

Hacía unos pocos cientos de años el mundo todavía perseguía a las mujeres como ellas; hoy en día seguro que encontraría alguna nueva forma de aniquilarlas, pues una mujer satisfecha no es una buena consumidora y la sociedad consumista actual se basa y se abastece mediante la venta masiva de productos que prometen devolver la autoestima a sus clientes, aquella misma autoestima que las mismas empresas, con los medios de comunicación a su servicio, les quitan a las gentes para provocarles la necesidad de sus productos.

Así que el silencio y la complicidad entre ellas serían sus mejores aliados. Porque ahora, a ojos humanos, estas mujeres libres y liberadas se habían convertido en lo más peligroso, en un grupo de brujas desafiantes, que mantenían los ojos abiertos y las mentes despejadas, que se comunicaban con los animales y hablaban la lengua de la vida.

Aunque, a los ojos de los seres que habitan el bosque, ellas solamente eran las hadas que por fin habían regresado al hogar, después de una larga ausencia.

Olga Besolí

Junio 2014

Semillas

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Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Terror

Rating: + 18

Este relato es propiedad de Roberto del Sol. La ilustraciones son propiedad de Sergio «Gan» Retamero. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Semillas.

Stella Dubois aparcó el Aston Martin de forma automática en el garaje de su casa, quitó la llave del contacto y se miró en el espejo retrovisor. Una pequeña sonrisa que no obedecía a ningún motivo concreto se dibujaba en la comisura de sus labios. La sonrisa de la Gioconda, pensó. Su vida no era perfecta, pero no le faltaba mucho para serlo. A los treinta y cinco años había conseguido la mayoría de las metas que ella y sus amigas de Oxford habían propuesto en el «Manifiesto para zorras felices», una declaración de intenciones que habían redactado, borrachas y fumadas hasta casi perder el sentido, en la fiesta de la ceremonia de graduación, en la universidad. Era muy cierto que trabajaba muy duro y de sol a sol pero, a diferencia del resto de los mortales, que sólo lo hacían para intentar sobrevivir, ella estaba destinada a ser una de las elegidas, un miembro de la élite que gobernaría la City. ¿Qué más podía pedir? Su apellido estaba a punto de suceder al de su padre en uno de los más prestigiosos bufetes de abogados de Londres, estaba felizmente casada con un hombre que la adoraba y además tenía un hermoso niño de cuatro años. Por si todo eso fuese poco, hacía un mes que habían vuelto de un maravilloso viaje a Costa Rica y todavía le duraba la euforia. Había mujeres a las que se las conquistaba con pedruscos de muchos quilates, pero Stella no era de esa clase. Para ella la felicidad más absoluta consistía en poner un nuevo sello de visado en el pasaporte. De hecho, a veces pensaba que todo lo que merecía la pena de la vida había sucedido durante las vacaciones, en alguno de los viajes que comenzaba a planificar de forma meticulosa desde el mismo momento en el que acababa el verano. Hasta ella misma se daba cuenta de que cuando facturaba las maletas se convertía en una mujer diferente. Durante ese maravilloso mes permitía que las cosas sucediesen. Así había sido como había conocido a Tony, en una escapada organizada al zoco de Marrakech. Todavía recordaba cómo le había llamado la atención aquel hombre fuerte, de tez curtida y ojos verdes, que destacaba entre la multitud como un diamante sobre terciopelo negro. El destino había querido que conociese a su Lawrence de Arabia en aquel viaje, y Stella no era de las que desaprovechaban las oportunidades. A veces se preguntaba si le hubiese causado la misma impresión de haberlo conocido vestido con un traje, en el bufete en el que trabajaba.

Alma se cruzó con ella en la cocina. La chica de los Barton debía de haber visto las luces del coche al acercarse y se había dado prisa en arreglarse. Era viernes, lo más seguro es que hubiese quedado con su novio.

—¿Te dio mucha guerra el peque?

—No, ninguna —respondió la chica sin detenerse y se fue cerrando la puerta tras ella.

Stella se quedó un rato mirando la puerta cerrada. Alma era una buena chica, de eso no cabía duda, y la conocía desde que reptaba con pañales por el jardín, y sin embargo hacía más o menos un mes que había algo en ella que no acababa de encajar. Algo que era difícil de explicar, y que podría ser nada más que una sensación suya, pero decidió que no sería una mala idea mantener una pequeña conversación con la madre de la chica. No le gustaba meterse donde nadie la llamaba y era consciente de que Alma estaba en una edad complicada, pero a veces los vecinos podían ver cosas que quizás no fuesen tan fáciles de ver en su familia.

Dejó las llaves en la pequeña bandeja de cuero, sobre la cómoda del pasillo y se quitó los zapatos de tacón para subir la escalera sin que el crujido de los peldaños despertase a Alex. El pequeño dormía con placidez, pero completamente destapado, así que lo arropó, apagó la lámpara de Spiderman y cerró la puerta con delicadeza.

Esa misma mañana Tony le había dicho antes de irse al trabajo que le tenía reservada una pequeña sorpresa. Stella calculó que le quedaba el tiempo justo para dejar una botella de vino abierta para que respirase, darse una ducha rápida y ponerse algo sexy, pero descubrió contrariada que no les quedaba ni una triste botella de vino en la bodega. A esas horas tan sólo estaría abierto el Open, así que marcó el número de su marido para ver si podía pasar cuando volviera a casa y comprar algo que se pudiese beber.

—Vamos, cariño, contesta, por favor —masculló por lo bajó mientras contaba el número de tonos, hasta que se dio cuenta de que había otro sonido más en la cocina. Dejó que el móvil siguiese llamando y siguió aquella música que conocía muy bien hasta su origen, detrás del frutero.

—¡Genial! —exclamó a la vez que apagaba su móvil y cogía el de Tony.

Bueno, no se podía luchar contra el destino, esa noche habría sorpresa sin vino.

Stella tomó el móvil de Tony y lo miró con reverencia. Era muy raro que se lo hubiese olvidado en casa. Siempre lo llevaba encima porque era una de esas personas que necesitaba tener cerca una buena cámara de fotos. Tony lo fotografiaba todo, y después disfrutaba como un niño enseñándoselo. De hecho, era muy extraño que todavía no le hubiese enseñado las fotos de Costa Rica. No hizo falta buscar mucho, ahí estaban: fotos de la aproximación del avión, de la llegada al aeropuerto, en los parques nacionales, en el Hilton, con los Bern —un matrimonio muy divertido que habían conocido buscando un poco de marcha por la noche—, fotos un poco subidas de tono en la intimidad de la habitación… Y los videos.

Stella repasó los iconos de forma rápida y los identificó todos, excepto el último, así que se olvidó de que su marido estaba a punto de llegar y pulsó el botón de reproducción de forma distraída. De inmediato los sonidos de la selva inundaron la cocina. Las imágenes, bastante movidas, parecían grabadas desde algún tipo de escondite. A poca distancia, en el centro de un anfiteatro casi oculto por entero por una vegetación exuberante, se alzaba una especie de altar ceremonial en el que reposaba una mujer desnuda y aparentemente inconsciente. Parecía un espectáculo destinado a asustar a turistas aprensivos, sólo que no había público en las gradas. A Stella todo aquello le parecía muy extraño.

Seguramente lo hubiesen grabado aquella noche en la que Tony y Raoul Bern se habían ido de marcha para ver un poco más de cerca la ciudad, y que ella se había quedado con Isabella, tomado un par de cócteles mientras espantaban divertidas a varios lugareños borrachos que revoloteaban a su alrededor.

Stella reconoció la voz de Tony y de Raoul. Hablaban en susurros.

—¿Qué tal se ve? ¿Puedes grabarlo?

—Creo que sí, las antorchas iluminan bastante bien la escena.

—Dios santo. ¿Viste esas convulsiones? ¿Qué crees que van a hacerle ahora?

—No lo sé. Quizás nada más. Eso que la obligaron a comer parece que la dejó inconsciente.

—Puede que esté muerta…

—Creo que con esto hay bastante. Tenemos que ir a la policía con el video.

—¿Tú sabrías cómo regresar a este sitio?

—Shhhhh. Calla. Ahí vuelven.

Una docena hombres rodearon el altar en un amplio círculo y comenzaron a mecer sus cuerpos de izquierda a derecha como si fuesen uno solo. Stella en ese momento cayó en la cuenta de que dentro del círculo había algo más, una hermosa planta de grueso tallo que hasta el momento le había pasado desapercibida. Aún desde la distancia aquellas flores tan peculiares se parecían como dos gotas de agua a las que crecían desde hacía unos días en la esquina más soleada del jardín.

—Mira la tierra, al pie de la planta —se oyó la voz de Raoul—, parece que algo la está removiendo.

—Tiene que ser una broma —dijo su marido—, parecen unas manos.

Stella forzó la vista. No era lo mismo verlo en la pantalla del dispositivo que en directo, y podría ser sólo sugestión, pero daba la impresión de que un par de pálidas y delicadas manos se abrían camino entre la tierra como en las malas películas de zombies. Un instante después una hermosa mujer emergió trabajosamente de la tierra y se puso en pie de forma vacilante, como lo haría un cervatillo recién nacido. Sólo entonces dos de los hombres que componían el círculo se acercaron hasta ella y la cubrieron con una túnica mientras otros arrojaban el cuerpo de la mujer inerte al agujero de la tierra, que comenzó a cerrarse casi de forma inmediata.

Ilustración de Sergio «Gan» Retamero

—¡Dios, mío! ¿Has visto eso? —La voz de Raoul era pura histeria.

—Ahora sí que tenemos bastante…

—¡Nos han visto! —Algunos de los hombres señalaban su posición—. ¡Esconde la cámara y vámonos!

De repente la imagen comenzó a agitarse de forma violenta y después se detuvo.

Stella comprobó los videos. No había más grabaciones. No entendía nada. Tanto si lo que había sucedido era real como si era una broma, ¿por qué Tony no le había contado nada?, ¿y qué pintaba aquella extraña planta en el jardín de su casa? Miró alrededor y comenzó a sentir frío. El mundo parecía desmoronarse bajo sus pies. Todo parecía extraño a sus ojos y empezaba a creer que ya no conocía suficientemente bien al hombre con el que había decidido compartir su vida.

Tony llegaría en unos instantes y ya no se sentía segura en la casa. Tenía que darse prisa. Cogió lo primero que encontró en el armario para abrigarse y se dirigió a la habitación de Alex. El sexto sentido le decía que lo mejor sería dormir por una noche en casa de sus padres, hasta que todo se aclarase. Seguramente habría una explicación lógica para lo que acababa de ver, pero la parte racional de su cerebro no capaz de encontrarla. Las luces de un coche rompieron la oscuridad en el camino de entrada de la casa. Era demasiado tarde para salir por delante. Si se daba prisa, todavía podía coger a Alex y salir por detrás. Con un poco de suerte podría dar la vuelta a la casa antes de que Tony reparase en qué era lo que estaba sucediendo. Alex estaba profundamente dormido, así que Stella no perdió tiempo en explicarle nada y lo cogió en brazos envuelto en el edredón.

—¿Qué es lo que pasa, mami?

—Nada, cariño —respondió ella intentando tranquilizar al niño con su tono de voz—. Sólo nos vamos a casa de los abuelos.

—¿Y papi?

—Papi vendrá mañana, cielo. Ahora duerme.

Los ojos del niño se abrieron por completo. Era evidente que se había desvelado.

—Pero eso no está bien, mami. Papá tenía una sorpresa para ti esta noche.

Stella estaba tan preocupada vigilando los movimientos de Tony que tardó un instante en darse cuenta del significado real de aquella frase. Miró a los ojos de su hijo, que en la penumbra del pasillo parecían haber adquirido un tono verdoso.

—¿Cómo sabes tú eso, Alex? Papá me lo dijo hoy por la mañana, antes de irse al trabajo, y tú ya estabas en el cole…

—Cuando todo acabe, madre, ya no tendrás que ir a trabajar nunca más y por fin estaremos juntos. Para siempre.

Era la voz de Alex, pero no era su hijo el que hablaba. Horrorizada, Stella asistió en silencio a algo que la dejó paralizada. El niño tomó con la mano derecha el índice de la izquierda y se lo arrancó con un crujido seco. Después ofreció el pequeño dedo, que se movía como si tuviese vida propia y de cuya parte cercenada sobresalían unos pequeños zarcillos, a su madre, que asistía al espectáculo horrorizada.

—Come, madre, como lo hice yo la noche en la que papá me hizo su regalo. No te preocupes por esto —y extendió los cuatro dedos de la mano izquierda con total naturalidad—, mañana volverá a estar bien. Todo será muy rápido. Después ya nunca más habrá dolor.

Stella comenzó a retroceder lentamente hasta que su espalda tocó la pared. Era demasiado tarde. No se trataba de una pesadilla de la que pudiese despertar, el monstruo con la forma de su hijo seguía allí, de pie, ofreciéndole el pequeño dedo en la palma de la mano abierta como si fuese un caramelo.

Ilustración de Sergio «Gan» Retamero

—¿Qué sois? —logró articular entre sollozos.

—¿Qué somos, madre? —El pequeño arqueó las cejas y ladeó la cabeza ligeramente, como si la pregunta lo hubiese cogido por sorpresa—. Lo mismo que vosotros, sólo semillas.

Stella se derrumbó de rodillas, derrotada. No le quedaba nada por lo que luchar, y no tenía fuerzas para escapar. Además, ¿hacia dónde huiría? Le habían arrebatado lo que más quería. La vida ya no tenía sentido. Impotente, escuchó los crujidos en la escalera que anunciaban la llegada del hombre que antes había sido su marido.

Roberto del Sol

La morada de los Dioses

Autor@: Jesús Rodríguez

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato de aventuras

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Jesús Rodríguez. Las ilustraciones son propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La morada de los Dioses.

¡Vamos, que llegamos tarde!

La madre de Rosa siempre se ponía nerviosa cuando se iban de vacaciones.

¿Qué, otra vez perdiendo el tiempo con el puñetero móvil? preguntó tras abrir la puerta de su habitación.

—¿Que otra vez perdiendo el tiempo con el puñetero móvil? respondió Rosa con la insolencia que caracteriza a las niñas de su edad.

¡No me contestes y haz el favor de salir inmediatamente! ¡Tu padre ya está sacando el coche del garaje y no quiero comenzar las vacaciones riñendo!

«Menos mal que no quieres comenzar las vacaciones riñendo», pensaba Rosa mientras salía de la habitación con gesto apático y sin apartar la vista ni por un instante de su flamante móvil.

La situación se fue relajando paulatinamente hasta que, una vez  sentados en el coche, a Pura, la madre de Rosa y esposa de Charly, se le ocurrió decir que no estaba muy segura de haber cerrado el gas. Charly salió del coche y tras un fuerte portazo se dirigió hacia la casa. Pura, Puri para las amigas, no hizo el más mínimo comentario y Rosa, Rosa estaba ocupada guasapeando con sus amigas, no tenía tiempo para ocuparse de tales trivialidades.

Charly, de regresó al coche, farfullaba entre dientes dejando escapar los más animosos improperios. Se subió, cerró la puerta, arrancó el coche y salió como llevado por el diablo sin ni siquiera poner el intermitente. Estaba tan nervioso y enfadado que no se percató del vehículo que se acercaba peligrosamente por… ¡¡CHOFFF!!

Si el rechinar de los dientes se pudiera medir en decibelios y la presión de estos en newtons, Charly tendría que pagar más de una multa.

En el coche siniestrado, dos, no en el de Charly, en el otro, se podía ver a un matrimonio de unos cincuenta años, obesos y rojos como un semáforo, sin duda como consecuencia de la impresión del accidente.   

Rosa, que había vivido aquel momento muy lejos de la realidad física, levantó la vista un instante de su móvil, giró la cabeza y por la ventanilla pudo ver el careto de un pavo de su edad, que la miraba sonriente desde el interior del coche siniestrado. El chico bajó la ventanilla que no distaba más de diez centímetros de la de Rosa. Rosa hizo lo mismo y también le sonrió. Mientras sus padres discutían en medio de la calle sobre quién tenía la culpa de tal accidente, desde un mundo paralelo los dos muchachos los observaban. Al instante todo aquel follón, rollos de adultos, les dejó de interesar.

Ilustración de Rosa García

¿Cómo te llamas? preguntó Rosa.

Rafa, me llamo Rafa, ¿y tú?

Rosa.

Parece que lleváis el coche bastante cargado. ¿Os vais de vacaciones? preguntó Rafa.

Hasta hace un momento creo que esa era la idea, pero ahora… no lo sé. ¿Y vosotros?

Nosotros vamos a un hotel rural que hay en un pueblo de Asturias que se llama Bedriñana.

¿Bedriñana?

Sí.

¿Cómo se llama el hotel?

La Espadaña, creo respondió sorprendido, ¿Por qué me lo preguntas?

Porque si no me equivoco, nosotros tenemos reservado un apartamento en ese hotel…

Bueno, pues la verdad es que es una putada comento Rafa apenado.

¡Gracias, hombre! respondió Rosa mientras subía la ventanilla.

¡No, no espera! la detuvo, lo digo porque yo estoy castigado todas las vacaciones y aunque estemos en el mismo hotel posiblemente no te podré ver.

¿Qué sucede? ¿Has suspendido?

Sí, tres asignaturas, pero eso no es lo más grave.

¿Entonces? le preguntó Rosa intrigada mientras volvía a bajar la ventanilla.

El caso es que al salir del colegio, con las notas, en vez de ir a mi casa me fui a casa de mi abuela. Ella me entiende y siempre me sabe aconsejar cuando estoy en un apuro.

¿Y qué pasó?

Pues que debía de tener el día un poco torcido ya que el consejo me salió caro. Pienso que más que ayudarme en esta ocasión pensó que me merecía un castigo y gordo.

¡Vamos, que te armó una buena!

Me dijo que los llamara por teléfono y que les dijera que había decidido irme a vivir con mi novia. El caso es que yo no tengo novia, pero no importaba, me dijo que me inventara una de la que aún no les había hablado.

¿Y al final qué hiciste?

Pues llamar por teléfono, ¿qué podía hacer? ¿Quieres que te cuente la conversación?

Sí, claro, cuenta.

Rosa estaba tan intrigada que no quería perderse detalle. Le pidió que le reprodujera la conversación tal y como había sido.

Hola, papa, soy Rafa.

Ya, ya me he dado cuenta ¿Dónde estás?

Verás, papa, es que he decidido que no voy a ir a casa.

¿Cómo?

No os he hablado de ella, pero hace más o menos un mes he comenzado a salir con una chica y estamos muy enamorados. No os he hablado de ella porque pensé que seguramente no os gustaría. El caso es que me voy a vivir con ella.

¡Haz el favor de dejar de decir tonterías y ya puedes venir inmediatamente!

No, papa, ya está decidido. Me ha ofrecido irme con ella a su casa.

¿A su casa? ¿Y dónde vive?

»Mi padre estaba flipando y decidí rematar la jugada.

Aunque es veinte años mayor que yo lo tengo muy claro. Estamos esperando un niño. Siempre pensé que te gustaría ser abuelo y además es mejor ahora, ya que su enfermedad todavía no está muy avanzada y no afectará en absoluto al pequeño. Tendrás un nieto sanísimo.

¿Tú qué quieres, matarnos a tu madre y a mí?

»Lo cierto es que le notaba un tanto preocupadillo, pero ¡qué demonios!, una vez que empiezas hay que rematar.

Si te preocupa de qué vamos a vivir, tranquilo. Aunque ella ya ha dejado la prostitución, que era realmente una buena fuente de ingresos, se le ha ocurrido plantar mariguana en la parcela del camping. Ah, claro, no te lo había dicho, nos vamos a vivir a una caravana que heredó de sus abuelos y la tiene en un camping. Como ves, lo tenemos todo muy bien planeado. En ese camping, según parece, viven un montón de drogatas que nos comprarán la hierba… y a vivir.

»Mi padre parecía haberse desmayado. No le sentía ni respirar.

Papa, ¿estás ahí?

»Le llamé durante un buen rato, pero no me contestaba.

Hijo, no nos puedes hacer esto me dijo. ¿Cómo se lo cuento a tu madre?

»Entonces pensé que ya había sido suficiente.

Papa, tranquilo, es todo mentira, estoy en casa de la abuela. Lo he hecho para que te dieras cuenta de que pueden pasar cosas, mucho peores, que el recibir la noticia de que tu hijo ha suspendido tres asignaturas.

»Al instante sentí un fuerte golpe en el oído: mi padre había colgado el teléfono.

¿Y ya está? preguntó Rosa.

¡Qué va!, lo peor viene ahora. A los diez minutos sonó el teléfono, lo cogió mi abuela y me dijo que era mi padre, que me pusiera. Yo no quería cogerlo, pero me animó diciendo que estaba muy tranquilo.

Hijo, me has enfadado tanto que he ido a tu habitación, he roto  la pantalla de tu ordenador, lo he tirado por la ventana, te he pisado y aplastado todas los pendrive donde tenías tus archivos y tu música y, con los nervios, me han entrado ganas de cagar y lo he hecho encima de tu ropa. Antes de romper tu ordenador, he mandado aquellas fotos que tanto te gustan, de cuando eras pequeño, a todos los contactos de la plataforma de tu colegio.

¿Cómo me has podido hacer esto papa? le pregunté rabioso. En ese momento le odiaba como nunca hubiera creído que pudiera llegar a odiar. ¿No te había dicho que era todo una broma?

No te preocupes, hijo, es todo mentira, es para que te des cuenta de que hay cosas  mucho peores que la hostia que te voy a arrear en cuanto llegues a casa.

»Colgó el teléfono tras decirme que tenía cinco minutos para presentarme en casa. Lo cierto es que la hostia aún no me la ha dado, pero sin duda me tendrá castigado todas las vacaciones.

¡Ja, ja, ja! Te has pasado tres pueblos, tío.

Lo sé. Nunca más me fiaré de la abuela.

Al tiempo que Rosa y Rafa hablaban, los padres se ponían de acuerdo y resolvían los pormenores del siniestro. Los dos coches tenían un buen golpe, pero no les impediría seguir ruta. Ninguna de las dos familias estaba dispuesta a que se vieran frustradas sus vacaciones por tal incidente. En muy poco tiempo, pensaban, se habrían olvidado los unos de los otros.

Rosa, sube la ventanilla, nos vamos ordenó su padre.

Rosa subió la ventanilla y, con un gesto de complicidad, se despidió de Rafa. Ninguno de los dos comentaría con sus padres el destino de la otra familia.

Las dos familias salían de Madrid a las once de la mañana. Era muy tarde, pero al menos les quedaba el consuelo de pensar que no encontrarían tráfico de salida.

Seamos positivos —comentó Julián, el padre de Rafa—. Seguro que no tendremos más problemas. Intentemos olvidarnos de esa gente y disfrutemos de las vacaciones.

Claro que sí, cariño respondió Gracita, su oronda mujer.

Estos dos pintorescos personajes todo lo que tenían de obesos lo tenían de pacientes y bonachones.

Aparta un poco la pierna, cariño, que tengo que meter la quinta le indicó Julián a su amada esposa.

Cada vez que tenía que cambiar de marchas tenía que indicárselo a su mujer. En ocasiones, en los semáforos, las personas que cruzaban la calle se quedaban mirando hacia el coche y se reían. Ellos nunca entendieron muy bien el por qué.

Dos personas de tal volumen, metidas en aquel pequeño utilitario, para colmo de formas redondas… Hacía pensar que habían sido ellos los que le habían dado forma presionando con sus carnes los laterales. Sus caras regordetas y aquellos mofletes enrojecidos remataban la escena. Por el contrario, Rafa era un chico delgado e incluso guapo. Quién sabe, posiblemente había sido adoptado.

Papá.

Dime, Rosa.

¿Cuándo vamos a parar?

No lo sé, hija, en principio pensábamos llegar a comer a Asturias, pero después de todo lo sucedido tendremos que picar algo en una gasolinera o… ya veremos.

Lo cierto es que yo también necesito parar comentó Pura.

«Mujeres, no se puede ir con ellas de viaje», pensó Charly.

Al instante se desviaban saliendo de la autopista tras ver un cartel anunciador de un área de servicio. El área tenía, al fondo del aparcamiento, un pequeño restaurante. Se acercaban hacia él cuando de pronto…

¿Ese no es el coche de…?

Sí, papa, ese es el coche que has abollado.

¡Niña, tengamos la fiesta en paz, eh!

Rosa, haz el favor de no provocar a tu padre.

Yo no provoco a nadie. ¿No fue él el que preguntó?

Nos vamos de aquí aseguró Charly.

De eso nada respondió su mujer. Yo no aguanto en este coche ni un segundo más.

Eso, mamá, Yo tampoco.

Tú calla ordenó la madre no la vayamos a tener todavía.

El restaurante era estrecho,  casi como un pasillo que llevaba hacia la zona del fondo, donde parecía estar el comedor. A lo largo de este pasillo estaba la barra y delante de ella, una fila de taburetes donde podías sentarte a tomar algo si tu intención no era sentarte formalmente a comer. Al abrir la puerta del restaurante, justo delante de sus narices, Charly pudo ver dos inmensos culos sentados sobre dos diminutos taburetes. «Sin duda son los del siniestro, pensó, y encima voy a tener que pedirles permiso para poder pasar al restaurante. ¡Ni de coña! Yo me largo».

¿Por qué das la vuelta? ¿A dónde vas, papá? Rosa preguntó en voz alta para que los padres de Rafa los vieran.

El matrimonio, que sentado en sus taburetes estaba dando buena cuenta de un bocadillo de tortilla acompañado de una fría jarra de cerveza, se percató de la situación.

Perdone, no se marche, hombre le dijo la mujer, que nos apartamos para que puedan pasar.

Mira qué amables, Charly indicó su mujer en aquel tono que todos conocemos de «o pasas y les das las gracias, o la tenemos».

Lo que sí era muy cierto en aquel instante era que, si las miradas matasen, Rosa habría sido fulminada por su furioso padre.

Muchas gracias dijo Charly sonriendo “amablemente”. ¿Van también hacia Asturias? Casi se mordió la lengua mientras pronunciaba la pregunta. Charly no tenía el más mínimo interés en entablar una conversación con aquellos sujetos y no entendía cómo se le había ocurrido plantear tal pregunta. Los padres de Rafa eran de esas personas “súperamable-mentepreguntonas” que todos hemos tenido que soportar alguna vez.

Una mesa para ocho fue ocupada por las dos familias que “amablemente» compartieron” en aquel pequeño restaurante de carretera.

Curiosamente los dos matrimonios evitaron hacer comentario alguno sobre el lugar concreto hacia el que se dirigían. Rafa y Rosa se situaron en uno de los extremos de la mesa, sus móviles en la mano y de vez en cuando alguna miradita cómplice les recordaba que seguían siendo los únicos que sabían hacia dónde se dirigían las dos familias.

Al despedirse amablemente se desearon unas felices vacaciones.

De aquí, directos al hotel sentenció Charly, a ver si nos los vamos a encontrar otra vez y nos acaban amargando las vacaciones.

Pues han sido muy amables comentó Pura, y Gracita es una mujer encantadora.

«¿Encantadora…?», pensó Charly.

No me negaréis que Julián es un pelmazo.

Bueno, papá, no te pases intervino Rosa.

No te pases, no te pases… respondió su padre en tono de burla al tiempo que se incorporaba a la autopista.

Rafa volvió a sentarse en el asiento trasero del coche antes de que sus padres se acercasen. Sin duda sabían que su hijo estaba allí, pero estaban tan enfadados con él que le ignoraban totalmente. Una vez en Asturias, Rafa ya no pudo más. Le hubiera gustado comentar con sus padres el paisaje que apareció ante sus ojos al cruzar el puerto: las montañas, los campos verdes, los riachuelos que inundaban todo de vida. Tenía que comentar algo con ellos, pero no sabía cómo hacer. De pronto se decidió a preguntar:

En Asturias hay muchas moscas, ¿verdad?

Sus padres no le hicieron el más mínimo caso. Este hecho preocupó más a Rafa hasta que su madre hizo el comentario:

Mira, Julián, ha entrado en el coche un mosco de esos.

A lo que este contestó con la paciencia que caracteriza al sabio:

No, cariño, no es un mosco, es una mosca.

Gracita giró la cabeza para mirar a Julián que tenía su vista fija en la carretera. Con cara de sorpresa le dijo:

Caramba, Julián, pues qué vista tienes.

Este tipo de chistosas respuestas eran muy frecuentes entre el matrimonio. Los tres pasaban ratos muy agradables riéndose de estas ocurrencias. Rafa pudo ver por el espejo retrovisor que los dos estaban conteniendo la risa. Había esperanza, era posible que le perdonasen la vida.

Buenas tardes, ¿es usted Enrique?

Sí. Ustedes supongo que serán Charly y Pura, ¿verdad?

No, no dijo Julián sonriendo. Somos Julián y Gracita y este es nuestro hijo Rafa.

Ah, sí, disculpen, también los esperaba.

Rafa se quedó expectante. Sus padres no parecían haberse dado cuenta de la coincidencia.

Acompáñenme, por favor, les enseñaré su apartamento.

¿Falta mucho para llegar? preguntó Rosa.

No, hija, mira el cartel respondió su padre. La salida está a un kilómetro.

Las dos familias se alojaron esa misma tarde en los dos apartamentos del primer piso. Estos se encontraban en los dos extremos de la planta, separados por dos habitaciones que completaban el conjunto de la edificación. Mientras sus padres deshacían las maletas, Rosa y Rafa salían a las terrazas de sus correspondientes apartamentos.

     

***

Ante sus ojos, allá, al fondo, se podían ver entre dos montañas cercanas, alumbradas por el sol, las cimas de los picos de Europa. Bajando la vista se divisaban campos de cultivo, fincas de hierba verde donde pastaban los animales de las granjas. Abajo, en el valle, la ría de Villaviciosa remataba la escena reflejando en sus aguas las verdes y caprichosas formas de los frondosos árboles.

***

Dos familias tan diferentes. Dos jóvenes que jamás hubieran pensado llegar a conocerse, coincidían en un lugar mágico donde, sin saberlo, sus vidas cambiarían para siempre.

A partir de este momento solamente ellos y yo sabemos lo que sucedió este verano.

Rafa y Rosa, al mismo tiempo, entraron en sus respectivos apartamentos. Dejaron sus móviles sobre la mesa de las salas de estar y se dirigieron hacia la puerta. Sus padres, asombrados al ver aquellos tesoros allí depositados, se quedaron sin habla. Los dos cerraron la puerta tras de sí. Las entradas de los apartamentos estaban una frente a otra, en los dos extremos del pasillo que conducía a la escalera por la cual se accedía a la planta baja y al jardín.

¿Qué te ha parecido el apartamento? —preguntó Rosa, no porque le importara la respuesta, si no por iniciar conversación.

Bien respondió Rafa sin mostrar tampoco mucho interés. ¿Damos una vuelta por el jardín?

Vale aceptó Rosa en tono apático.

En un lado de la finca un hombre de no menos de sesenta años limpiaba hierbajos de alrededor de un árbol. Resultó ser Enrique, el padre de Enrique, sí, el que les recibió al llegar. Estuvieron hablando con él un largo rato al tiempo que este les enseñó toda la propiedad. En una zona de la finca las rocas emergen de la tierra y entre dos de estas Rafa vio lo que parecía un profundo agujero. La curiosidad le hizo preguntar si este conducía a alguna parte. Enrique, que ya esperaba tal pregunta, le respondió:

Hay una leyenda sobre este hoyo que se ha trasmitido entre generaciones durante muchos  años. Ahora es simplemente un hoyo que parece no conducir a ninguna parte, pero hubo un tiempo en que… Bueno, esto es un poco largo de contar y… mejor lo dejamos para esta noche. Si queréis conocer la historia os espero aquí a las once y media, nos sentaremos alrededor del hoyo y os la contaré. Hoy es el día indicado, hay luna llena y… si todo se cumple, el paso se abrirá.

¿Qué paso? preguntó Rafa alarmado.

Ya lo sabréis. Todo a su tiempo le respondió Enrique que continuó: Solamente os puedo decir que para que el paso se habrá tendréis que escuchar la historia con mucha atención. Vosotros habéis llegado en el momento oportuno, en el día elegido.

Rosa no necesitó permiso para acudir a la cita y Rafa tampoco. Sus padres se habían encontrado, como era de esperar y, durante el transcurso del día, se habían hecho amigos. Los dos matrimonios, sentados en la solana del hotel y acompañados por unas botellas de sidra, parecían dispuestos a divertirse hasta altas horas de la madrugada.

Enrique les indicó dónde se deberían sentar y, sin perder tiempo, les comenzó a relatar:

—La historia comienza hace muchos pero que muchos años en un poblado, un asentamiento de los primeros astures que había muy cerca de aquí. Sus chozas habían sido construidas en lo alto del acantilado, en la desembocadura de la ría. En el poblado, cuando un muchacho llegaba a ver catorce primaveras, se celebraba una ceremonia en su honor. A partir de ese momento se iniciaría en las artes de la caza o la pesca. Su padre, como era tradición, le hacía entrega de sus primeras armas: un cuchillo y una lanza, o un cuchillo y un arpón. Tras esta ceremonia ya se le consideraba preparado para ir de caza con los mayores de la tribu. Si en su clan eran pescadores, desde ese día faenaría en el barco de su familia.

Aquella mañana las condiciones del tiempo no permitían hacerse a la mar. En esos días los iniciados acompañaban a los más pequeños y les enseñaban a recolectar frutos y raíces.

Brayan, el mayor de los cuatro, ya tenía su cuchillo y su arpón. Su padre se los había entregado hacía unos días.

Brayan pudo ver cómo Wendy tropezaba y se caía a la orilla del camino. Asustado corrió hacia ella y preguntó:

—¿Qué te ha pasado, Wendy? ¿Te has hecho daño?

—Creo que no —respondió la muchacha—. No he visto el hoyo y he metido el pie en él.

Kendra, que venía tras ellos, se acercó y mientras Brayan ayudaba a Wendy a sacar el pie que se había quedado atrapado, apartaba el rastrojal. Kendra pudo descubrir que aquel pozo era muy profundo. En el fondo había una losa de piedra perfectamente pulida que proyectaba una extraña luz. En su centro un dibujo mostraba la figura de una bella mujer que con la mano extendida parecía indicar un camino. Cuando Alanna, que venía más rezagada, se acercó, Kendra ya se disponía a bajar.   

¿Qué hacéis? preguntó Alanna.

Kendra ha descubierto algo y ha bajado al hoyo para ver de qué se trata respondió Brayan.

***

Brayan, apodado “el fuerte”, era un idealista, muy querido por su especial forma de ser, emotivo y sensible. Tenía tres amigos que le seguían y por quienes sería capaz de dar su vida.

Wendy, “la de las blancas pestañas”, era una muchacha albina que seguiría a Brayan hasta el confín de los mundos. Su tierno gesto reflejaba la pureza y la inocencia de las más jóvenes mujeres.

Kendra, “el más grande campeón”, era el más pequeño de los cuatro, un niño vivaracho y un gran observador. Brayan para él era su líder, un ejemplo a seguir.

Alanna, “bella brillante”, era una niña un tanto bohemia, enamorada de la música, el arte y la literatura. Pintaba escenas de caza y escribía jeroglíficos en las paredes  de las cuevas y en las rocas de la playa. Tenía un don muy especial, gracias al cual era capaz de descifrar cualquier enigma o interpretar cualquier imagen.

Ilustración de Rosa García

¡Alana! gritó Kendra. Tienes que bajar aquí a ver esto. «¿Qué significado puede tener esta imagen?», pensó.

La niña bajó al pozo y Brayan y Wendy quedaron a la espera asomados a la boca del hoyo.

La mano revela claramente esa dirección afirmó Alanna indicando con la mano la misma que mostraba aquella imagen.

Al apartar un poco de tierra y más rastrojos, descubrieron que tras ellos se habría un estrecho túnel semicircular. Al fondo de este una intensa luz les mostraba una gran cavidad.

Alanna, cautelosa, comenzó a avanzar por el túnel. Kendra, sin pararse a pensar, la siguió.

—¿Dónde estáis que no os vemos? —gritó Brayan que se encontraba echado en el suelo al lado de Wendy y con las cabezas metidas en el hoyo.

—¡Bajad! ¡Hay un pasadizo! —gritó Kendra.

—¡Quietos donde estáis! —ordenó Brayan—. ¡Esperad a que lleguemos, puede ser peligroso!

Los cuatro se encaminaron hacia la cavidad por aquel pasadizo construido con piedras talladas y perfectamente pulidas. Brillaban como si alguien las hubiera estado limpiando esa misma mañana. Al llegar al final del túnel Brayan iba delante y con la mano indicaba cautela a los demás. Se asomó y vio que en la estancia no había nadie. Los cuatro entraron y sin separar las espaldas de la pared se situaron uno al lado del otro muy cerca de la entrada.

La cavidad tenía forma circular. Su techo en bóveda se alzaba hasta alcanzar la altura de la montaña que la ocultaba. Toda la estancia, desde el suelo hasta el punto más alto, había sido construida con la misma piedra perfectamente pulida y brillante. En toda esta no se veía ni la más insignificante grieta por la que se pudiera colar el más mínimo rayo de luz. No obstante, el brillo de aquella piedra iluminaba el espacio como si los rayos del sol penetraran a través de su inexistente transparencia. En el centro, una gran mesa redonda de piedra negra presidía el lugar. Sobre esta se dibujaban infinidad de jeroglíficos. Los grabados hechos con incrustaciones de hilos de plata tallando la misma piedra no sobresalían de esta. La superficie se mostraba perfectamente pulida y brillante. Alrededor de la mesa estaban dispuestos cuatro tronos construidos con la misma piedra de azabache.

Alanna, que tenía el don de descifrar todos los signos ya fueran escritos por los hombres o por los dioses, se acercó a la mesa mientras los demás, enmudecidos, no separaban las espaldas de la fría piedra. Tras observar los tronos y estudiar minuciosamente los grabados dijo:

En estos tronos se sientan los dioses y sobre esta mesa escriben nuestros destinos. Este trono que mira al norte es el de Taranus, “señor del cielo”, el que gobierna las tormentas. Esta rueda de rayos grabada en el respaldo representa al sol y este es su símbolo. En el que mira al sur se sienta Cernunnos, “señor de la caza”, guardián del bosque y la naturaleza. En el que anuncia el alba se sienta Deva, “señora del agua”, que gobierna la mar, los ríos y los manantiales que brotan de la tierra. Esta diosa se enamoró de un humano pero este amor duró solamente un día.  Desde entonces llora recluida en su morada y por esto el agua de la mar es salada. En el cuarto trono, el del atardecer, se sienta Donn, “el Oscuro”, el dios de los muertos.

¡Sentémonos en ellos e invoquemos a los dioses! ¯ordenó Brayan sentándose al tiempo en el trono de Taranus—. Todos sabemos lo que están haciendo con nuestro pueblo. Ya que hemos encontrado su morada, aprovechemos para preguntar por qué lo hacen.

Y… ¿quién se sentará en el trono de Donn? pregunto Kendra al tiempo que se daba cuenta de que sería él.

Los otros dos tronos deberían ser ocupados por las mujeres. Brayan lo había decidido así y Kendra, como fiel seguidor, no dudaría. El trono de Deva fue ocupado por Wendy y el de Cernunnos por Alanna.

Ocupados los cuatros tronos el círculo se cerraría y los dioses acudirían a su llamada. Los cuatro, sentados, esperaban una señal. La cavidad se encontraba en absoluto silencio. Brayan, Wendy y Kendra miraban a Alanna, que se mostraba tan perpleja como ellos. No sucedía nada. Brayan se levantó y se dirigió hacia Kendra. Este se encontraba delante del trono, pero aunque parecía sentado, con las piernas y brazos apoyados en la mesa, hacía fuerza para que sus partes nobles no tocaran la fría piedra. Brayan se rio y comentó en voz alta lo que sucedía.

Has de hacerlo le explicó Alanna. Si tus posaderas no descansan en el trono, no se cerrará el círculo y los dioses no acudirán.

Kendra se dejó caer sobre la fría piedra y Brayan se dirigió de nuevo a su sitio. Al sentarse, un haz de luz que procedía de lo más alto de la cúpula iluminó el centro de la mesa. Cuatro rayos salieron reflejados de esta y proyectaron su luz sobre ellos. Pudieron sentir la presencia de los dioses que, curiosos, les observaban.

¿Qué queréis de nosotros? preguntó Taranus al tiempo que se mostraba de pie sobre el centro de la mesa.

Su apariencia humana mostraba a un hombre fuerte de largas melenas. Sus barbas tupidas y oscuras dejaban ver solamente su boca y sus grandes ojos. Sus cejas pobladas y juntas le cubrían la frente. Vestía como un guerrero y en la mano portaba un disco del que salían rayos de luz que iluminaban toda la bóveda.

Brayan, decidido, se puso en pie para hablar:

Estamos aquí para preguntaros por qué mandáis tantas desgracias sobre nuestro pueblo. La diosa Deva ha inundado nuestras tierras de cultivo con la sal de sus lágrimas y ha destrozado nuestras cosechas. Cernunnos nos ha retirado la caza y tú mismo nos mandas sequías que dejan sin agua los manantiales y traen enfermedades y desolación. La muerte acecha nuestras casas y siembra el dolor entre nuestras familias.

Brayan se dio cuenta de lo que acababa de hacer: se había enfrentado a los dioses acusándolos de su desgracia. Todos se quedaron en silencio. Los cuatro inclinaron las cabezas en señal de respeto. Esperaban no haber desatado la ira de los dioses tras su impertinente osadía.

Una suave voz procedente de donde nace el día les dijo:

Yo no he cubierto con mis lágrimas vuestros huertos. No os deseo ningún mal, ya que no os considero responsables de mi mal de amores.

Otra voz fría como el viento del norte expresó su enfado y sorpresa ante aquella acusación:

No os he retirado la caza, ¿por qué habría de hacerlo? Si los animales se han ido, o tras vuestras continuas batidas los habéis exterminado, ¿cómo osáis culparme?

Taranus cogió la palabra y en un tono más conciliador les dijo:

No deberías presentaros ante nosotros para acusarnos de nada. Deberíais hacerlo para pedir consejo.

Unas risas malévolas  llegaban del oeste por donde comienza la noche y todo se vuelve oscuridad. Tras ellas, una voz ronca y entrecortada les decía a los dioses:

Son tan estúpidos que nunca serán capaces de ver ni sus propias miserias. ¿Cómo podéis pretender que estén capacitados para resolver tales problemas? Yo soy paciente —continuó diciendo—, esperaré, pero no creo que lo haga durante mucho tiempo. Me llevaré con tal facilidad a todo vuestro pueblo que no precisare para ello de ningún esfuerzo.

Todo volvió a quedar en silencio. La luz que procedía del centro de la cúpula se fue disipando llevándose consigo los rayos que los iluminaban y la imagen del dios de las tormentas que les había hablado.

¿Qué ha sucedido? preguntó Wendy, que se sentía desconcertada. Se han ido y no nos han solucionado nada.

¡Lo que han hecho ha sido quitarse culpas y dejarnos igual que estábamos al principio! afirmó Kendra enojado.

Yo creo que nos han querido dar alguna pista de cómo debemos de actuar razonó Brayan al tiempo que miraba hacia Alanna en busca de respuesta.

¡Lo único que han hecho es culparnos a nosotros mismos de lo que está sucediendo! reafirmó Kendra.

Yo opino concluyó Alanna que lo que quieren es castigarnos por nuestra impertinencia y someternos a una dura prueba.

Una voz que procedía de todas partes y retumbaba en sus oídos les dijo:

¡Alanna está en lo cierto! ¡Habéis irrumpido en su morada, habéis posado vuestros traseros mortales en sus tronos, profanándolos, y habéis osado insultarlos con vuestros reproches! ¿Decís que se han ido sin daros respuesta? —Aquella voz pareció calmarse al continuar diciendo—: Deva os ha aclarado que no tiene motivos para causaros mal. Los campos de cultivo están en el llano y al nivel del mar. Las grandes mareas del año llegan solas a ellos. Cernunnos os ha explicado con claridad lo sucedido con la caza y Taranus no tiene la culpa de que no seáis previsores. Con vuestra conducta habéis despertado la ira de los dioses y tendréis que pagar por ello.

Los cuatro estaban juntos a un lado de la mesa cuando la voz les dijo que se fijaran en la entrada por la que habían accedido a la sala. Al instante las paredes comenzaron a dar vueltas y vueltas. A cada momento alcanzaban más velocidad. Los cuatro muchachos intentaban seguir con la vista el hueco del pasadizo. Era imposible. La velocidad a la que giraban las paredes les hacía ver cientos de entradas iguales. Tras unos interminables minutos las paredes dejaron de moverse. Detrás de cada uno de los tronos, en la pared, pudieron ver cuatro salidas exactamente iguales. Era imposible averiguar por cuál de ellas habían accedido.

De nuevo, la voz les dijo:

Pensad bien por cuál de ellas decidiréis salir. Habéis entrado por la del dios Taranus que estaba justo detrás de su trono. Si salís por ella todo estará igual que antes. Si salís por la de la diosa Deva, solamente seréis castigados con la destrucción de las cosechas. Si optáis por la de Cernunnos no habrá caza para vuestro pueblo, y si accedéis al exterior por la de Donn, solamente encontraréis muerte y destrucción. Los habéis enojado, pero aun así han decidido daros una oportunidad. Si al salir os encontráis con uno de los castigos impuestos, lo tendréis que aceptar. Solamente os podrán librar de él dos jóvenes de vuestra edad. Los dos han de creer la historia que en un tiempo futuro un hombre de avanzada edad les contará. Será la noche de la primera luna llena del verano, pero habrán de pasar antes quinientas primaveras. Los dos se sentarán alrededor del hoyo por el que habéis entrado. El hombre les contará vuestra historia, el paso se abrirá y ellos podrán pedir clemencia. Tras esto, y si ellos os saben disculpar, los dioses os perdonarán.

La voz se enmudeció dejando paso nuevamente a un absoluto silencio.

¡Es fácil! ¡Salimos por la que está detrás del trono de Taranus y todo seguirá igual! aventuró Kendra convencido de tener la solución. Cambiaremos los campos a tierras más altas, regularemos la caza y construiremos una presa para retener el agua y poder regar en tiempos de sequía. ¡Es cierto! ¡Nos han dado la solución! —exclamó victorioso.

Eso sería lo más acertado afirmó Brayan, pero ¿cómo podemos saber, tras los giros, que la salida que quedó tras el trono de Taranus es la suya?

Eso es imposible de averiguar aseguró Alanna. Todos los túneles son exactamente iguales.

Salgamos por la de Taranus, quizá no las han cambiado aventuró Wendy.

Yo estoy de acuerdo afirmó Kendra.

Si a ti te parece bien, salgamos dijo Alanna dirigiendo su consulta hacia Brayan.

Los cuatro se dirigieron hacia el pasadizo y, una vez en el exterior, fueron hacia su poblado. Las tierras de cultivo estaban en tierras bajas protegidas del viento por el acantilado sobre el que se asentaba el poblado. Las grandes mareas habían destruido por completo las cosechas y a su llegada al pueblo pudieron ver las enfermedades que sufrían por no tener para llevarse a la boca ni un solo brote verde. Todos los campos de alrededor del poblado y hasta donde alcanzaba la vista estaban desolados. En ellos no nacía ni una sola mala hierba. Habían salido por el pasadizo de la diosa Deva y esta había cumplido su amenaza.

Debemos regresar dijo Kendra, preocupado por las enfermedades que asolaban a su pueblo.

Brayan y Wendy se mostraron de acuerdo con él. Sin pensarlo, se encaminaron hacia la montaña cuando fueron detenidos por Alanna:

Esperad. ¿A dónde vais? les dijo. Tenemos las tierras totalmente desoladas y ha sido por nuestra culpa, pero no es nuestra la elección de otra puerta. Podemos vivir de la pesca y tener cuidado con la caza. Cazaremos menos y dejaremos con ello que las especies se reproduzcan. Si tenemos cuidado, en poco tiempo la caza volverá a ser fuente de alimento.

¿Y las enfermedades causadas por la falta del maíz y demás frutos del cultivo cómo las evitaremos? preguntó Wendy.

Podríamos comerciar con los pueblos del interior que son agricultores. Les podemos cambiar sus productos por pescado aseguró Alanna.

Los tres se quedaron pensativos ante la propuesta y se sentaron a deliberar. A Wendy le daba igual hacer una cosa que otra. Era la viva imagen de la apatía, mostraba la indiferencia que no ve las consecuencias de las decisiones. A Kendra le podía su juventud alocada. Era un gran amigo del riesgo y la aventura que anteponía a los posibles resultados de sus acciones. Brayan, el cabecilla del grupo y sobre el que recaía la responsabilidad de las acciones de los cuatro, no dudó:

Estoy seguro de que si volvemos a la morada de los dioses nos escucharán y sabrán perdonarnos.

Esta afirmación convenció a los tres que caminaron tras él. Los cuatro se dirigieron de nuevo hacia la morada de los dioses para pedir consejo. Al llegar a la entrada del túnel vieron que no existía. Solamente encontraron este hoyo, en el que Wendy había metido el pie.

Eran exactamente las doce de la noche. Era la primera luna llena del verano y habían pasado quinientas primaveras cuando… Ante los ojos de Rosa y Rafa el hoyo alrededor del cual se hallaban se comenzó a ensanchar y a coger profundidad. La piedra con la imagen que indicaba el camino volvió a brillar. Los dos miraron a Enrique. Este, tras una breve pausa, les indicó:

Sin duda sois vosotros los elegidos por los dioses. Debéis bajar al pozo y dirigiros hacia su morada, pero cuidado, sed respetuosos y no cometáis los mismos errores que cometieron aquellos chicos. Si lo hacéis bien, los dioses concederán el perdón y habréis librado a estas tierras de la maldición. Si falláis, al salir todos estos campos verdes habrán desaparecido. Las fuentes y los riachuelos se habrán secado. Todo el paisaje será un desierto, todo lo que ahora es un vergel.

YO SÉ LO QUE HAN HECHO ESTE VERANO.  ¿Vosotros queréis saberlo? (Continuará).

Jesús Rodríguez

Sé lo que hicisteis el último verano

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato corto

Rating: Todos los públicos.

Este relato es propiedad de Carme Sanchis. La ilustración es propiedad de Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Sé lo que hicisteis el último verano.

Con el ánimo bajo, después de unas semanas de inactividad que le habían dejado demasiado tiempo para pensar, Vincent intentaba hacer frente a un nuevo día de papeleo. Desde que el comisario le había informado del retraso de los informes, había destinado a dos de los agentes más veteranos a realizar los trámites más simples, a cambio de la comodidad de no tener que salir a vigilar las calles. Por eso motivo, pasaba el día corrigiendo y confirmando datos, y grabando su firma en cientos de hojas mecanografiadas.

Dormía poco, pues al permanecer todo el día sentado en su cómoda butaca, apenas tenía sueño cuando llegaba a la cama. Se acarició su corta barba con la mano derecha, notando como ya raspaba un poco.

–Ha llegado un hombre bastante inquieto que pide ayuda –indicó Javier abriendo la puerta del despacho–. Tartamudeaba tanto que el pobre Ramón me ha llamado desesperado. –El inspector trazó en su rostro una risa torcida, por fin había llegado la acción–. Creo que debería hablar directamente contigo. Parece que está un poco trastornado.

–¿Has conseguido entenderle algo?

–Habla de una sombra que lo observa. En serio, ve con cuidado que está muy alterado.

–Venga, no te preocupes tanto. Hazle pasar y sigue con tus cosas. Ya me encargo yo.

Retiró los documentos ya terminados, listos para viajar hasta otras manos. Los depositó dentro de una caja y le dio permiso para entrar a su visitante, que golpeaba levemente la puerta entreabierta. El aspecto de aquel hombre era deplorable. Se veía a simple vista que llevaba la misma ropa desde hacía tiempo, que no se había aseado desde el mismo y que necesitaba muchas horas de sueño. Un olor intenso, mezcla de colonia fresca y sudor, inundó la habitación.

–Siéntese, por favor –ordenó, una vez el señor cerró la puerta–. Soy el inspector Vincent Barrett. Mi compañero me ha comentado que solicita nuestra ayuda. Así que, me gustaría que se calmase, respirase hondo y me explicase todo lo que usted crea necesario.

–Muchas gracias por atenderme, inspector –respondió precipitadamente, sentándose en la silla vacía, mirando fijamente al sombrero que llevaba en la mano–. Yo, yo no quiero molestar a nadie, a nadie, pero ya, ya no soporto más está situación.

–Bueno, haga lo que le pido. Cuanto antes empiece antes terminará. Preséntese, explíqueme qué le ha pasado y cómo puedo ayudarle.

–Está bien –afirmó, levantando la vista–. Me llamo Iván Saldaña, tengo ya cuarenta y siete años y trabajo en la misma fábrica desde los treinta. Vivo solo, en el bloque de pisos de la calle de la Cruz, en el 4º A. –Guardó silencio por unos segundos, intentando organizar sus ideas antes de seguir–. Sé que lo que le explicaré le resultará… bueno, difícil de creer. Pero le aseguro, le juro, que todo es cierto –inspiró profundamente, y continuó–. Hace un par de semanas, me levanté por la noche a beber un vaso de agua, hacía mucho calor. Cuando entré en la cocina, lo hice a oscuras, nunca enciendo la luz por la noche, para no desvelarme. Cogí la botella fría del frigorífico, un vaso del fregadero y… allí estaba él…

–¿Quién? –preguntó Vincent, intrigado.

–Una sombra, justo en la ventana de delante, inmóvil, observándome. –La voz le volvió a titubear, pero se recuperó para lanzar su acusación–. El señor Julio Moran, mi vecino de enfrente, más conocido como el vigilante. Esa fue la primera vez que lo vi, pero no ha sido la única. Desde entonces, cada vez que paso por la cocina allí está él, su sombra inerte mirándome fijamente, esperando… ¡pero no sé qué quiere de mí!

–¿Está seguro que es su vecino? Si se trata de una sombra, ¿cómo sabe que le está mirando?

Iván empezó a temblar. Sentía la mirada acusadora del inspector, que le observaba juzgando su historia, como si no creyese lo que le estaba contando. Tenía que demostrar que lo que decía era verdad, que estaba viviendo en una pesadilla.

–Ese hombre está loco, lo juro. Antes, ¡antes gritaba continuamente! –exclamó, y cambió el tono de voz para imitarle, gesticulando estrambóticamente–: ¡Niños! ¡Ya está bien, niños! ¡Callaos ya! ¡Me estáis volviendo loco! –Los gritos llamaron la atención de los agentes de la comisaria. Siguió imitándole y, cuando terminó, permaneció en silencio, a la espera de una réplica.

–Me ha parecido escuchar que su vecino gritaba… En pasado. Es decir, que ya no lo hace –señaló Vincent.

–¡Exacto! Ya no grita, ya no se le oye nunca. Excesivamente silencioso…

–Y, ¿qué podemos hacer por usted?

–Investigar la verdad.

–Entiendo… –Parpadeó un par de veces, mientras intentaba comprender el motivo por el que aquel hombre estaba en su despacho–. A ver si me ha quedado claro. Su vecino le molestaba con los gritos, pero ya no lo hace y, usted, quiere que investigue por qué ya no grita y, por qué se queda parado delante de la ventana.

–Sí, por favor. Tiene que ayudarme.

El silencio invadió de nuevo la habitación, hasta que el inspector se echó a reír.

–Lo siento, señor Saldaña, pero su vecino no está haciendo nada malo. No puedo entrar en su casa porque esté todo el día en silencio. ¿Qué hago? ¿Abro su puerta y le acuso de ser demasiado silencioso? –Abrió su pitillera y se puso un cigarrillo entre los labios–. Y en cuanto a la sombra, seguramente tiene una buena explicación.

–¡Usted no lo entiende! ¡Él me observa desde su casa, inmóvil, en silencio, juzgando cada uno de mis actos! ¡Él! –Las palabras se le amontonaban en la garganta, pero el recuerdo de aquella figura lo enmudeció. Empalideció en el acto, segregando aquel sudor frío que Vincent observaba tanto en su despacho. Todo su cuerpo temblaba, y solo podía repetir una y otra vez aquella palabra: ¡Él!

El inspector Barrett se levantó después de un largo suspiro. Dejó el cigarro sobre la mesa, se acercó al pequeño mueble que había tras él y sacó dos vasos y una jarra de agua. Si aquel hombre seguía por aquel camino terminaría sufriendo un infarto. Resultaba evidente que algo le perturbaba, una idea iba creciendo en su interior, y su obligación, en cierto modo, era ayudarle.

Le ofreció el vaso repleto de agua a su visitante y se bebió el suyo de un trago.

–Sus luces están siempre apagadas. Menos cuando aparece esa figura. Sé que lo hace para asustarme, me observa desde su casa –hablaba sin apenas mover los labios, como delirante, con los ojos cerrados–. Se queda mirándome, en silencio, esperando que lo admita. Lo sabe, él lo sabe todo. Por eso está allí. ¡Quiere que me vuelva loco!

–Está bien, cálmese. Le diré lo que vamos a hacer –empezó, dejándose caer en su butaca. Apoyó los codos en la mesa y entrelazó sus manos. Iván levantó la mirada y selló sus labios–. Mi compañero y yo nos pasaremos por su bloque de pisos. Visitaremos a su vecino con alguna excusa relacionada con la nueva ley ciudadana, y después le visitaremos a usted, para explicarle lo que hayamos podido averiguar. –Cogió una hoja de su bloc de notas y se la entregó al señor, junto con un lápiz–. Aunque le advierto que si no está haciendo nada malo, daremos el misterio por finalizado, ¿está claro?

–Muchas gracias, inspector –respondió, mientras escribía con una letra cursiva, producida por su temblores–. De verdad, gracias por ayudarme, me siento tan desesperado…

–Espérenos en su casa, pasaremos esta tarde. Y no haga ninguna tontería –advirtió Vincent, levantándose de su butaca, invitando a su visitante a que hiciese lo mismo–. Gracias por su visita.

–Gracias, gracias a usted por su atención. Buenos días.

El hombre menudo salió del despacho después de hacer una corta reverencia, con el sombrero en la mano. Parecía satisfecho con la propuesta de Vincent pero, ¿cuánto le duraría la tranquilidad? El inspector se encendió el cigarrillo mientras su compañero regresaba a la habitación con ojos curiosos.

–¿Qué? ¿Has conseguido entender algo? –preguntó Javier, de pie frente a la mesa.

–Pues sí, hombre; si no, no se hubiese ido con esa sonrisa en la cara –respondió entre risas. Expulsó el humo despacio, observando cómo se expandía por toda la habitación, matando el olor de sudor de aquel hombre angustiado–. Al parecer se ha obsesionado con su vecino, dice que le observa. No sé si tendrá motivos para hacerlo o si sufre algún tipo de delirio, pero le he dicho que pasaremos esta tarde.

–¿En serio? Y, ¿qué se supone que vamos a hacer?

–Visitamos al vecino, vemos si es un tipo normal, y si no vemos nada sospechoso, nos vamos de allí. No nos cuesta nada, Javi.

–Está bien, pero hoy invitas tú a comer.

–Espero que este caso valga la pena –bromeó el inspector–, no quiero haberte invitado por las alucinaciones de un chiflado.

Los dos compañeros se echaron a reír, mientras la comisaria seguía su curso, llena de agentes asistiendo a ciudadanos, acusados y culpables. El verano avanzaba sin llamar demasiado la atención, pero pronto llegarían las altas temperaturas.

~***~

La calle de la Cruz estaba repleta de edificios altos, todos con tonos entre el blanco y el crudo. Era una de las zonas más ricas de la ciudad. Un hombre pasó por el lado de los dos agentes y los observó con asombro, saludándoles cortésmente. Justo al lado del edificio que deberían visitar, encontraron un pequeño jardín coronado con una diminuta cruz, aquella que le daba nombre a la calle.

Vincent se acercó hasta el portal y golpeó la puerta, a la que acudió inmediatamente un hombre curvado con la barba blanquecina y los ojos grisáceos. Sonrió con el encanto de un chiquillo, y les dio pasó con palabras de admiración:

–Estoy a su servicio, mis señores. Es un honor recibir una visita tan memorable. Sus hazañas son bien conocidas, señor Barrett.

–Encantado de conocerle, señor –respondió Vincent, con alegría. Era difícil encontrar a personas tan amables por el mundo, y había que aprovechar aquellos encuentros–. Somos nosotros los que estamos al servicio de los ciudadanos. Venimos a visitar al señor Moran.

–Oh, por supuesto. Está ahora mismo en su casa. Les acompañaré hasta su puerta.

–No, no será necesario. Quédese usted en el portal, continúe con su trabajo –añadió el inspector.

–Como guste, señor.

El hombre agachó la cabeza con gesto obediente y se dirigió hacía su silla de madera, encendiendo antes de sentarse la radio que tenía a su lado. La música viajó por las ondas hertzianas hasta aquel edificio, invadiendo la habitación con el sonido de un saxofón. Subieron hasta el cuarto piso acompañados por los jadeos de Javier, que sentía sus piernas temblar con cada nuevo peldaño de madera.

Vincent golpeó la puerta con los nudillos y esperó una respuesta. Pasados unos minutos, insistió. A pesar de que el portero había afirmado que debía estar en casa, nadie les abría la puerta.

–Puede que esté en el baño –resopló Javier–. Quizá no nos puede atender en este momento.

–Tal vez… Visitaremos primero a nuestro amigo…

El señor Iván Saldaña abrió inmediatamente la puerta, asomando la cabeza primero para confirmar que no había nadie más en el rellano esperando para poder colarse en su hogar. Parecía tan nervioso como cuando acudió a la comisaria, pero al ver cómo tenía la casa, se incrementó la preocupación de los agentes.

El olor a comida en mal estado y basura en general penetró en los poros de los dos hombres, que se llevaron la mano a la nariz, al borde de las náuseas. Desde la puerta se podía ver una pequeña parte del salón, gracias a la poca luz que se adentraba en la oscuridad de aquella casa. Algo iba mal, no esperaban una situación como aquella.

–Pasen, pasen, ¡rápido! –Tenía un tic en el ojo que hacía que le temblase cada pocos segundos–. Debo cerrar la puerta, él está ahí…

Cuando la cerró tras ellos, la oscuridad absoluta les rodeó. Javier llevó una mano a la pistola mientras buscaba a Vincent con la izquierda, apretando con fuerza su brazo al encontrarlo. El inspector siguió caminando, en busca de un interruptor, mientras sentía temblar a su compañero asustado. Bajo sus pies crujían a cada paso lo que parecían montones de papeles. Escuchaba la respiración entrecortada de su compañero, y el respiro profundo de Iván.

–Encienda la luz –ordenó el inspector, con un tono brusco. Pero nadie cumplió su petición.

–Él está ahí, ahí, mirándome, ahí…

–Señor Saldaña, si no hace lo que le pido tendré que detenerle, y no creo que quiera pasar la noche en una celda.

–Él me verá. Quiere que le mire a los ojos, ¡quiere que lo cuente! –gritó, junto a Javier. Cuando esté intentó atraparle, ya no estaba allí–. ¡Yo no he hecho nada! ¡Nada!

Tenían que ser más rápidos que él, la situación era peligrosa. Si aquel hombre sentía que podían ser una amenaza, ¿quién sabe cómo reaccionaría? Vincent sacó su pitillera del bolsillo y encendió su mechero, llenando de luz la estancia. Al principio solo veía sombras, pero rápidamente comprobó que Iván no estaba allí. Saltó para cubrir a Javier y sacó su arma con agilidad.

–Intenta abrir la puerta, Javi. Tenemos que salir de aquí.

–Está cerrada, ¡no consigo abrirla! –chilló con nerviosismo, después de probarlo varias veces–. Tampoco se enciende la luz, Vincent.

–Tranquilo, compañero. Podemos hacerlo, lo hemos hecho otras veces. Saca tu arma y sígueme.

Sobre uno de los muebles encontraron velas medio consumidas. Vincent encendió una de ellas con su mechero y permaneció en silencio, a la espera del mínimo sonido que revelase la posición de aquel hombre. Recordó la historia que le había contado, la silueta en la ventana de la cocina, y decidió buscarla. Tal vez estaría allí, mirándola.

Avanzaron con cuidado por el corto pasillo, con la vela en una mano y la pistola en la otra, directos hasta la única habitación que albergaba un poco de luz. Y allí estaba aquella sombra, parada en la ventana del vecino.

–¡Se lo dije! –gritó Iván–. ¡Le dije, le dije que la sombra me observaba! Ahí la tienen…

Señaló a la figura inmóvil, que seguía impasible en su sitio habitual. Resultaba absurdo que no se moviese a pesar de los gritos, a pesar de haber llamado a su puerta minutos antes. Era imposible ver más que una mancha negra, una forma humana rígida, pero nada más. Las dos pistolas señalaban al señor Saldaña, iluminado por la tenue luz que desprendía la vela. Las gotas de cera resbalaban por ella hasta la mano de Vincent, derritiéndose precipitadamente, quemando levemente su piel.

–No es más que una sombra, ¿acaso no lo ve? No tiene ojos que le observen ni dedos que le señalen –espetó el inspector, intentando hacer entrar en razón al hombre delirante–. Debe entenderlo, esto es obra de su imaginación.

–¡No! Sé perfectamente lo que quiere. Quiere, quiere, quiere que admita la verdad.

–¿Qué verdad? –preguntó Vincent, siguiendo su juego.

–Él sabe lo que hice, lo que quise hacer. En realidad no llegué a hacerlo, pero –Miraba hacia los agentes un segundo y redirigía la mirada hacia la sombra, continuamente, con el tic en su ojo–, pero lo iba a hacer. Pensarlo es igual que hacerlo, eso dicen. Soy igual de culpable.

Ilustración de Daniel Camargo

Se acercó hacia la ventana y estiró en brazo, como si pudiese llegar hasta la casa del vecino. Algunas personas asomaban su cabeza por la galería, que daba a las cocinas de todo el edificio. Los gritos habían llamado la atención de unos pocos, que susurraban de una parte a otra preguntas sin respuesta.

–Si es usted culpable –expuso Javier–, declare como un hombre, exponga los hechos.

–¿Hechos? Todos conocen los hechos. El hecho es, es que ese hombre nos vuelve a todos locos. Siempre con gritos, siempre con los niños correteando por la casa. Tengo suerte de no vivir bajo su piso, me volvería loco.

–El señor Moran gritaba, pero, ¿por qué le hace eso culpable? –preguntó Vincent.

–Llevaba días sin poder dormir… Trabajo por la noche, empiezo, empezaba a trabajar a las once y, cuando llegaba a las siete de la mañana me acostaba. Pero esos niños, ese desgraciado, empezaban a gritar de inmediato. –Agitaba las manos erráticamente, como si no controlase los movimientos–. Aquel día no había podido dormir. Después de horas dando vueltas en la cama, me levanté. Los niños jugaban aquí mismo, donde está la sombra. Les grité, llamé su atención, les enseñé unos caramelos… y vinieron corriendo a mi casa. Pensé en secuestrarles, envenenarles, matarles, hacerlos desaparecer, venderlos… Pensé cientos de manera de deshacerme de ellos para conseguir el silencio, pero eran, eran niños. Solo eran niños que querían jugar.

La galería estaba repleta de cabezas que intentaban escuchar la historia, con medio cuerpo asomado por la ventana.

–¿Qué les hizo? –exigió el inspector, enfurecido–. ¿Qué les hizo a esos niños?

–Yo, yo… No les hice nada, no, no pude hacerles nada –respondió entre lágrimas–. Ellos me, me miraban con esos ojos tan grandes, tan oscuros. Y yo, les di los caramelos y les dejé marchar. No puede hacerles daño pero, pero lo tenía planeado, lo había pensado tantas veces. Y él lo sabe, por eso me observa cada segundo, ahí, desde la ventana donde les llamé.

–Nadie le observa, Iván. Es usted quien juzga sus actos, nadie más. Si ese señor conociese esa historia, hubiese venido directamente a la comisaria, le hubiese denunciado y le hubiésemos encerrado por secuestro.

–¡Prefiere torturarme! Y, ¡me lo merezco! –sollozó, apoyándose sobre el marco de la ventana, dándoles la espalda.

Vincent aprovechó el momento para lazarse sobre él e inmovilizarle, colocando los brazos del hombre en la espalda para ponerle las esposas. Opuso resistencia entre gritos de socorro, pero estaba tan débil que no hizo falta mucho esfuerzo para bloquearlo.

Con la vela todavía en la mano, a punto de consumirse, Vincent observó que uno de los cerrojos de la puerta estaba cerrado, por eso su compañero no había podido abrirla antes, en la oscuridad. Una vez fuera, con la luz de las ventanas de la escalera iluminando de nuevo sus vidas, el inspector sopló la vela y la dejó caer al suelo.

–Llévale al portal, Javi. Llama a la comisaria y que vengan dos agentes para tomarle declaración a los vecinos que puedan decirnos algo. Este hombre necesitará estar en observación hasta que deje de ser un peligro. Yo intentaré de nuevo entrar en casa del señor Moran, debemos saber qué sabe él de todo esto.

–Sí, señor –respondió, empujando al detenido hacia las escaleras.

~***~

Nadie sabía nada del horrible plan de aquel hombre. Todos coincidían en que habían escuchado los gritos de los niños, incluso de su abuelo, sus juegos se expandían por todo el edificio, pero eran buenos y muy educados.

El señor Moran no podía creer lo que Vincent le explicaba. No tenía ni idea de que Iván había tenido a sus nietos encerrados en casa, ni mucho menos con la intención de hacerles nada malo. Lo único que él hacía era pasar las horas escuchando la radio, esperando que pasasen los días para que sus nietos volviesen del campamento de verano, para volver a alegrar la casa con sus sonrisas.

–Permanecía allí sentado –le explicó a Javier, mientras conducía–, justo bajo la ventana por la que le entraba un poco de fresco, para luchar contra el calor del verano. Llevaba puesto unos auriculares, un aparato que se pone en la cabeza para escuchar la radio… Por eso no nos escuchaba.

–Lo que hay que ver. Este hombre se ha vuelto loco porque unos niños gritaban, es absurdo.

–Bueno, dicen que todos necesitamos dormir unas horas mínimas al día, y si no cumplimos con esas condiciones, las consecuencias son evidentes. Pasará una temporada encerrado, hasta que recupere la cordura.

–Gracias, Vincent –susurró el agente, mirando el perfil de su compañero. Su nariz estilizada, sus labios carnosos, su barba incipiente–. Si no hubiese sido por ti, quién sabe qué hubiese pasado allí dentro.

–Venga, amigo. No le des más vueltas. Ahora relájate, iremos al bar La Morena a tomar algo. Hace tiempo que no paso por allí.

Carme Sanchis

Otro verano, y van cinco

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Desengaño

Rating: Todos los devotos de la tristeza

Este relato es propiedad de Juan Ramón Lorenzana. Las ilustraciones son propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Otro verano, y van cinco.

Recojo pedacitos. Es difícil, la explosión fue tan sorpresiva y la onda expansiva alcanzó tales dimensiones que se quedó destruido en incontables pedazos que fueron lanzados a los más lejanos e inimaginables lugares. Quizá si hubiera empezado a recogerlos en cuanto sucedió, hubiese podido encontrarlos con más facilidad y no me llevaría tanto tiempo y esfuerzo, pero en aquel momento no estaba yo para nada y, además, creía que ya no lo volvería a necesitar, y entonces, para qué molestarme en buscar.

Me gustaría decir otra cosa, pero digo que el primer trozo lo encontré, por casualidad, entre los geranios de mi jardín, cinco tristes veranos después de aquel traumático suceso que desbarató mi vida y deshizo todos los principios y convicciones en las que se sustentaba mi personalidad. Podría pensarse de forma optimista y considerar positivo desprenderse de todas esas normas, creencias y prejuicios en los que nos basamos para tomar nuestras decisiones y nos permiten ser capaces de situarnos en el mundo con unas coordenadas claramente definidas; pero eso a mí no me ocurrió. Yo necesitaba saber dónde estaba, tener unas pocas cosas en las que creer y tener a alguien a quien querer. Lo curioso fue que al fallarme esa última necesidad, todas las demás, incomprensiblemente, también fallaron, y entonces me quedé completamente liberado, tanto como lo puede ser una marioneta a la que de repente le cortan todos los hilos que la sustentan. Y digo cinco años por ser concreto y no escribir la cifra exacta de días, aunque podría decirlo porque conté cada uno de ellos con sus agotadoras horas e inacabables y atormentados minutos y segundos. Y digo triste porque podría escribir más de dos docenas de palabras que explicaran exactamente mis emociones, pero no creo que ahora venga al caso porque no tengo ninguna gana de dar pena y eso es lo que sucedería si en vez de decir solo triste, dijera… Pero eso ya pasó, y ahora quiero contar que entre los geranios encontré uno de los pedacitos.

Ilustración de Rafa Mir

No era mucho mayor que la tercera falange de mi dedo meñique y, cuando lo vi, no lo reconocí como algo mío sino como un objeto extraño que perturbaba con su ocre color el monocromo blanco de las piedras del jardín. Todo fue tocarlo para quitar aquella inoportuna cosa, y sentir: sentir por primera vez, sentir otra vez desde aquel lejano día en el que me despedazó el corazón. Y no fue felicidad infinita ni nada parecido, sino un dolor que recordaba mucho al que sentí cuando desapareció de mi vida, y de igual manera que antaño, se me doblaron las rodillas y comencé a llorar. Solo fueron unos minutos, dos o tres, y no consiguió el dolor ni esos minutos que abriera la mano para dejar caer el pedacito que había encontrado entre los geranios. La recompensa llegó de inmediato, y algo parecido a… la paz inundó mis pulmones y desde allí se propagó rápidamente por todo el cuerpo.

¿Por qué fue precisamente entre los geranios? No lo sé, pero después de haber deseado que hubiera sido en otra parte —entre las toallas de baño, en el cajón de los calcetines, sobre la meseta de la cocina, en la alfombrilla del coche o en el lavavajillas— comprendí que no hubiera sido más fácil ni menos doloroso encontrar ese primer pedacito en ninguno de esos sitios porque todos ellos me hubieran contado algo de ella, algo de mí, algo de lo que hubo entre ella y yo. Y al final no me quedó más remedio que dar las gracias a la providencia o al destino o a mi esquiva suerte, de que no encontrara ese primer pedacito entre las sábanas de la cama en la que tantas veces respiré su olor y tantas veces me llamó “Amor”. Entre los geranios estuvo bien, a pesar de que allí, también arrodillado, la besé por primera vez.

Cinco largos años con sus cinco calurosos y febriles veranos.

Leí en una revista una entrevista a un afamado psicólogo que hablaba de las consecuencias emocionales de las rupturas de pareja y, entre otras muchas cosas, decía que en la mayoría de los casos estas no requieren ningún tratamiento psicológico ni por supuesto farmacológico y que en un tiempo prudencial aquello que parecía algo dramático e insuperable se desvanece poco a poco sin apenas dejar huella. Pero a continuación añadía que, en algunas ocasiones, estas rupturas dejan muy dañada a la persona, tanto que es incapaz por sí misma de salir de un pernicioso círculo de tristeza y autocompasión. El periodista entonces le preguntó por cuánto tiempo era el habitual para superar esas circunstancias, a lo que el psicólogo le contestó: “Tres años. Si en este tiempo no ha conseguido sobreponerse a la ruptura, debería pedir ayuda a un profesional”.

Cinco largos años con sus cinco tórridos veranos llenos de atormentados recuerdos.

Quizá nunca hubiera pensado en la necesidad de pedir ayuda si no hubiera leído aquella entrevista mientras estaba en la sala de espera de la consulta de mi osteópata. Seguramente, yo solo no hubiera sido capaz de darme cuenta de la necesidad de liberarme de la tristeza que tanta compañía me había hecho durante estos últimos cinco años. Probablemente nunca se me habría ocurrido pensar que la pena que me embargaba pudiera tener otra solución que las miles que intenté durante aquellos cinco largos años con sus cinco otoños, sus cinco inviernos, sus cinco primaveras, y sobre todo, sus cinco ardientes veranos.

Miles, sí, fueron miles los versos que escribí y que fui dejando por aquí y por allá convencido de que, tarde o temprano, ella los leería y… Pero eso no ocurrió, ya fuera porque nunca llegaron a sus ojos o porque, si así lo hicieron, ya no significaban nada para ella. Ahora me doy cuenta de lo absurdo de mi comportamiento, pero en aquellos momentos me pareció perfecto ir dejando por toda la ciudad pequeños poemas, versos sueltos y papelitos donde dibujaba besos debajo de esbozos de torres de hierro, arquerías de pétreos acueductos, fachadas de iglesias renacentistas protagonistas de literarios desmayos, espigones salpicados por olas de mares cantábricos, puentes de dramáticos suspiros que cruzan románticos canales, y señoras regordetas que portan muy alto luces de libertad. En todos esos lugares estuvimos juntos, o al menos soñamos juntos con estar, que es casi lo mismo o mejor, y que yo dibujaba torpemente para después dejarlos olvidados en la cafetería donde ella y yo alguna vez tomamos un café, o en un taxi, o en la biblioteca, o en el despacho del pan, o en un banco del parque o… Estaba convencido de que el destino llevaría sus pasos hasta aquella mesa, hasta aquel papel y entonces… Hubiera sido mucho más fácil llamar a su puerta (sabía dónde vivía), o llamarla por teléfono (conocía su número de teléfono), o hacerme el encontradizo con ella (estaba al corriente de sus horarios de trabajo), pero todo ello me parecía grosero y falso, como obligarla a tomar una decisión que yo quería, necesitaba, que fuera inevitable para ella.

Ya sé que nada de lo que he dicho tiene sentido, lo sé ahora y lo supo y así me lo dijo el primer psicólogo al que fui al día siguiente de leer el artículo en aquella revista.

“¡Cinco años!”, dijo mientras se frotaba la barbilla y yo trataba de descifrar el mar de gestos que emergían, cruzaban y luego desaparecían inmediatamente de su arrugada cara. Me dijo después muchas cosas, pero salí de su consulta convencido de ser un psicópata. Tuvieron que pasar varios días para que me diera cuenta de que no iba a salir a la calle cuchillo en mano dispuesto a matar a cuantas personas se cruzaran en mi camino. Decidí no volver a ver a ese psicólogo y ponerme en manos de un terapeuta que no fuera tan brutalmente pampero. No tuve que buscar mucho para encontrar a Teresa, que era mujer y porteña, pero eso no lo supe hasta que crucé la puerta de su consulta donde solo había una placa que decía “Clínica psicológica Anchorena”, y entonces me pareció de mala educación dar media vuelta y salir corriendo.

Teresa me escuchó atentamente mientras le contaba las penas que me atormentaban desde hacía tanto tiempo, y, ni primero en sus gestos ni después en sus palabras, detecté que me estuviera juzgando o criticando, simplemente me escuchaba con aplicación, como si de verdad le importaran mis circunstancias y quisiera ayudarme a superarlas. De todas maneras, después de la primera visita, dudé en volver a la siguiente cita porque, aunque era muy liberador poder contarle a alguien los pensamientos y sentimientos que me atormentaban, no me parecía que a la larga fuera a dar más resultado que un provisional desahogo. Cambié de opinión cuando, a los dos días de ese primer encuentro con la doctora Anchorena, encontré aquel primer pedacito entre los florecidos geranios de mi jardín.

Tuve que esperar tres sesiones más para encontrar el segundo pedazo, y si el lugar donde apareció el primero fue para mí objeto de multitud de especulaciones y análisis, con el segundo no ocurrió lo mismo porque no tenía ningún sentido que apareciera allí, en aquel momento y en aquellas circunstancias.

Soy profesor de matemáticas en un instituto de enseñanza secundaria. Estaba a punto de terminarse el curso, momento complicado porque los alumnos están muy excitados por la proximidad de un inminente verano que imaginan lleno de posibilidades, por los exámenes finales, la selectividad que puede determinar sus opciones para elegir los estudios universitarios que anhelan y, cómo no, la gigantesca cantidad de hormonas que sus recién estrenadas glándulas segregan sin control por todo su cuerpo. En estas circunstancias dar clase resulta en muchas ocasiones un trabajo que está entre domador de fieras y encantador de serpientes, por lo que decidí, en mi última clase lectiva, hablarles de la “Identidad de Euler”, que aunque no estaba en el temario oficial, o precisamente por eso, supuse que les podría relajar y llamar su atención sobre la belleza de las matemáticas.

Lo primero que hice fue decirles: “Os voy a hablar de la Identidad de Euler, que para muchos matemáticos, incluido yo, es la fórmula más bonita de la historia. Y lo es porque en su sencillez conjuga de forma magistral los cinco números más trascendentales y poéticos”. Después, me di media vuelta y comencé a escribir:  + 1 = 0. Fue en ese momento, justo cuando perfilaba el cero, que me di cuenta. Sujeto entre los dedos índice y pulgar estaba uno de los pedazos y su arrastrar por la pizarra fue como arañar mi alma con las uñas afiladas de mil recuerdos. Una opresión en el pecho me impedía respirar y tuve que apoyarme con ambas manos para no caer y poder así llorar. Cabía esperar, quizá, las burlas de los más gamberros de la clase o al menos algunas disimuladas risas, pero no ocurrió nada de eso. Fueron saliendo todos los alumnos de la clase sin decir nada, incluso oí cómo algunas narices se sonaban antes de que se cerrara la puerta del aula y yo me quedara solo.

No le he encontrado ningún sentido, porque no lo tiene, a que fuera explicando una hermosa ecuación que hallara ese segundo pedazo. Y no la tiene porque nunca hablé con ella de Euler, ni de Tales de Mileto, Pitágoras, Kepler o George Cantor. Y nunca hicimos el amor apartando de un manotazo los papeles llenos de ecuaciones de mi mesa de trabajo; de hecho, a ella nunca le interesaron lo más mínimo las matemáticas más allá de los números naturales necesarios para conocer el saldo de la cuenta corriente. Sin embargo, así sucedió y así se lo conté a Teresa, que me escuchaba, como siempre, atentamente.

A Teresa le gusta la pesca, lo sé porque tiene en la consulta varias fotografías donde aparece ella con un gran pez en los brazos, ella con unas botas de goma y una caña junto a un señor con bigote, ella riendo mientras intenta pescar al vuelo un pez con una especie de cazamariposas. También tiene un pez disecado sobre una balda de la pared, y algunos trofeos dorados y plateados con peces, troquelados unos y otros grabados a bajo relieve; además de que le gusta dar explicaciones en las que no es raro que aparezcan peces, redes, cebos o cañas, y aunque a mí me cuesta un poco entender lo que me quiere decir, como solo en esas contadas ocasiones asoma a su habitual impávida cara una breve y coqueta sonrisa, yo, por no contrariarla, me río también, brevemente. Ahora que lo pienso, creo que yo para ella soy como un pez al que observa deambular en una minúscula pecera, casi tan pequeña como yo mismo, y todos sus pensamientos durante la hora de la consulta los dedica a planificar un procedimiento para pasarme a otra pecera más grande sin que perezca en el intento. Pero yo no sé nada de peces, así que quizá esté equivocado y simplemente me mira así porque no es ciega y es de mala educación no mirar a la persona que te está hablando. Pero yo no contaba esto de los peces porque no se me ocurriera nada más que decir o porque me pareciera muy original sino porque fue por su culpa que encontré el último pedazo.

Sí, fue por culpa de los peces. Y sí, fue el último pedazo. Y aunque a estas dos afirmaciones se le pueden poner todas las pegas del mundo porque están llenas de imprecisiones, prejuicios y dudas, puedo demostrar, con tan solo unos centenares de desequilibradas y emotivas palabra, que fue así y que tuvo que ser así y no de ninguna otra manera.

Estos cinco largos años no fueron un continuo desear volver a verla, un continuo esperar anhelante su regreso. Algunas veces la odié, muy intensamente pero por muy poco tiempo. Otras veces le deseé la muerte, pero solo para poder llevarle flores en secreto. Otras muchas la imaginé suplicante pidiéndome perdón, y yo entonces la consolaba y la perdonaba, o la despreciaba y le daba la espalda o le escupía a la cara mi resentimiento, según los casos y mi estado de ánimo en esos breves minutos de ensoñación y tormento. En estos cinco años la amé con más intensidad, la odié sin remedio, maldije su nombre, la besé como nunca y la ahogué con lágrimas abrazado a la almohada. Le hice multitud de preguntas y en mi cabeza ella las contestaba. Me la imaginaba donde fuera y con quien estuviera; siempre perfecta. Sufría, porque quizá ella pensaba en mí con tanto dolor como yo en ella, y entonces deseaba que me olvidara y que la muerte me llegara.

Se me ocurrió solo. No fue Teresa la que me incitó a comprarme una caña y un bote de gusanos vivos e irme a pescar a las cinco de la madrugada a un rincón apartado de la costa. Eran las diez y media de la mañana cuando terminé el paquete de tabaco y las doce latas de cerveza que me había llevado para amenizar la espera, y fue justo entonces cuando me di cuenta de que la caña había desaparecido del lugar donde la había dejado apoyada. Sin duda, pensé, un pez había picado y la había arrastrado al mar sin yo darme cuenta. No me preocupé mucho porque ya tenía claro que esa afición no estaba hecha para mí, aunque sí me alarmé un poco más cuando llegué al coche y encontré la dichosa caña en el maletero. Consideré oportuno, en aquellas circunstancias, tomarme un café y quizá comerme algo con mucho azúcar, por lo que paré en la primera cafetería que encontré abierta en mi camino de regreso después de la malograda excursión. ¡Maldito café con leche! ¡Maldito cruasán relleno de chocolate! ¡Maldita cafetería! ¡Maldito precioso día de primavera y maldita terraza junto al mar! Y sobre todo: ¡Malditos peces! ¡Malditos putos y asquerosos peces!

Ilustración de Rafa Mir

Había bebido demasiado y me había fumado todo lo que tenía. El primer trago de café después de un generoso mordisco al cruasán relleno fue un bálsamo para el estómago y también para mi estado de ánimo. Por eso los maldigo, porque me sentí bien, me sentí tan bien que casi… fui feliz, y entonces… me morí.

Antes de verla la oí reír, y sé que no debería haber mirado, que en ese momento tendría que haberme levantado y salido corriendo, pero no lo hice así y me di la vuelta para verla a ella. A ella que le hacía cucamonas a un niño de unos tres o cuatro años y, a un tipo que se sujetaba la corbata para agacharse y darle un beso a ella y que luego se sentaba, alzaba el brazo y chasqueaba los dedos para advertir de su presencia al camarero. Yo tenía la cabeza girada en una posición casi imposible, y permanecí así una incontable cantidad de tiempo, el suficiente como para que el camarero les atendiera y les trajera lo que habían pedido. El suficiente para ver cómo su pelo se movía igual que entonces y que igual que entonces acariciaba su cuello. El suficiente para oír su voz y verla mover las manos, y hacer gestos, reírse de nuevo, tocarse ahora una oreja, luego la nariz, después darle un beso a un niño de rizados cabellos, y un poco más tarde, cuando creí que ya estaba del todo muerto, ver caer de la comisura de su boca el último de los pedacitos. Cayó sobre la mesa metálica e hizo una parábola perfecta hasta chocar con el entarimado y luego rodar hasta detenerse mansamente junto a mi pie derecho. Lo cogí, y desaparecí.

Para ella no había sido nada. Nada. Todos aquellos momentos que yo había repasado miles de veces en mi cabeza, todos aquellos instantes que yo había idealizado, todos aquellos besos y caricias, todas las confidencias abrazados en la cama, todas aquellas palabras, todo lo que yo creía irrepetible, único y perfecto, digno de ser una y otra vez rememorado, para ella no había significado nada, nada de nada, solamente había sido un suceso que ya pasado, no merecía perder más tiempo pensando en él. Ella había seguido con su vida. Tenía una vida. Y yo me había quedado parado hacía cinco años porque no quería moverme por si ella regresaba y no me encontraba en el mismo lugar donde me había dejado. Pero ahora tenía algo más, tenía también el último pedacito y una angustia que me ahogaba y que me llevó a la consulta de la doctora Anchorena.

No tenía cita con ella, pero al ver mi estado de angustia me hizo pasar. Fue empezar a contarle que me había ido de pesca porque había visto las fotografías donde aparecía ella tan feliz que… había pensado que quizá yo podría tener un poco de esa felicidad si conseguía un pez como ese que tenía disecado sobre la estantería y… empezar a llorar. Luego le conté que me había comprado la mejor caña que tenían en la tienda y un bote de asquerosos gusanos y que a la cinco de la mañana estaba sentado mirando el mar, pero cuando se me acabó la cerveza y el tabaco me había dado cuenta de que la caña había desaparecido y pensé que se la había llevado consigo algún pez, pero que no era verdad porque la encontré en el coche cuando regresé… No me había sentado en el sillón de piel, permanecía de pie junto a Teresa contándole entre lágrimas mis hazañas y, no sé en qué momento besé su boca o si fue ella quien besó la mía, pero sí sé que le decía que ella nunca me había amado, nunca, nunca me había amado de verdad. Teresa también lloraba, y entre lágrimas y mocos me quitó la ropa y no nos dejamos de comer la boca ni un solo instante mientras sobre el sillón donde me había escuchado tantas veces, esta vez, hacíamos el amor, o lo buscábamos,  eso tampoco lo sé.

Tengo cuarenta y cinco años, un corazón torpemente cosido con los pedazos que he ido encontrando por aquí y por allá, una psiquiatra porteña que visito dos veces por semana y a la que le gusta ir de pesca con un señor con bigote y que me ha dicho que me vendría bien escribir lo que pienso y lo que siento, que sería algo así como liberar del anzuelo a ese gigantesco pez con el que llevo luchando durante mucho tiempo, y aunque esta alegoría no la acabo de entender, le he hecho caso y por eso escribo esto. Pero, sobre todo, tengo un miedo horroroso a que todavía quede por ahí algún otro pedacito de mi mutilado corazón; el quinto verano tan solo acaba de comenzar.

FIN

Juan Ramón Lorenzana

La costa del amor

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Relato

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de David Aguilar. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La costa del amor.

Estaba escuchando una canción que siempre me ha gustado mucho: The cost of loving de The Style Council y, sin darme apenas cuenta, asocié el título de la canción a unas vacaciones veraniegas de hace muchos años cuando me enamoré por primera vez de un chico inglés que pasaba unos días con sus padres en el mismo pueblo al que mi familia y yo íbamos en el mes de julio.

El calor, el agua calentorra del mar, el olor a sardinas asadas muy cerca de la lonja de pescado, los helados y batidos que nos tomábamos por las tardes mis padres y mi hermano pequeño cuando salíamos a dar una vuelta por el paseo marítimo, las chorradas y chucherías que nos comprábamos todo el grupo de chicos y chicas que nos juntábamos para ir al cine de verano los viernes por la noche después de la cena; los bocatas, las pipas, los cigarrillos encendidos cuyas brasas brillaban en la oscuridad al aire libre que se llenaba de los miles de olores de la noche de verano. Todas y cada una de esas sensaciones las conservo muy dentro de mí y, por supuesto, la imagen de mi primer gran amor: el muchacho inglés de inmensos y luminosos ojos azules que se azoraba cuando intentaba entablar una conversación conmigo sobre cualquier cosa, motivo o detalle que nos había llamado la atención en la playa mientras nos bañábamos.

Se llamaba Reginald. Sí, un hombre muy sajón. Sus padres lo llamaban “Reg” y a mí, que me gustaba tomarle el pelo de vez en cuando, lo llamaba “Reginaldo”. Así, tal cual, en castellano.

A Reginald le parecía bien. En realidad le parecía bien todo lo que yo hacía o decía porque a decir verdad era tan encantador y caballeroso que aunque hubiera miles de Reginalds iría directamente a por él. Además estaba muy enamorado de mí y yo de él. Para qué me voy a engañar, tanto era así que nos regalamos como prenda de amor unas caracolitas en las que  grabamos las iniciales de nuestros nombres con cierto esfuerzo.

La pandilla que nos juntábamos en la playa recibió bien a Reg, entre otras cosas, porque como era un “guiri”, y muy guapo además, a las niñas les encantaba que participara en el grupo y los chicos se acercaban a él con una curiosidad bienintencionada porque lo consideraban uno más de los muchachos que pasaban las vacaciones con los padres y que deseaba escaquearse de su control.

La primera vez que nos miramos a los ojos supimos que nos amaríamos siempre. Y así fue, al menos durante esas vacaciones que para mí fueron las más maravillosas de mi vida.

Había una casa antigua muy cerca del paseo marítimo rodeada por árboles muy altos, palmeras y mucha vegetación desordenada que daba la sensación de estar abandonada por completo a no ser por la tenue luz que, por las noches, iluminaba una de las ventanas que daba al paseo.

Un muro de cemento coronado por cráteras con flores secas plantadas, le daba a la casona la imagen de un lugar siniestro, sobre todo cuando iba atardeciendo y el sol se escapaba entre  las nubes violetas.

Entonces toda la pandilla se acercaba con cierto sigilo a la vieja casa y lanzábamos piedras que resonaban con chasquidos mientras los gatos que dormitaban en el descuidado jardín emitían quejidos histéricos.

El viejo se asomó en más de una ocasión con un puño cerrado de forma amenazadora y los chicos se reían mientras el anciano nos insultaba y afirmaba que se lo iba a decir a nuestros padres.

Reginald y yo nos manteníamos en un  segundo plano. Yo creo que a Reginald no le hacía mucha gracia que nos metiéramos con ese viejo y mucho menos con los gatos que por cierto eran bastante antipáticos. A fin de cuentas era inglés y ya se sabe que, para ellos, con los animales domésticos había que tener cuidado y no asustarlos ni inquietarlos por nada.

Una noche de viernes después del cine de verano, quedamos en vernos frente a «la casa siniestra´´, que, así la habíamos apodado para darle un buen susto al anciano.

Yo les dije que lo dejaran en paz, a ver si le iba a dar un infarto o algo así, pero los chicos y algunas de las chicas estaban tan empeñados en darle la brasa al viejo que no me hicieron mucho caso, así que se dedicaron a preparar una bromita pesada. Y la bromita pesada consistía en ponerle unos petardos de los gordos y sonoros cuando saliera al caótico jardín.

Mi hermano pequeño estaba loco por participar en la aventura pero yo no quería que tuviera problemas, así que decidí que nos siguiera «de carabina´´ a Reginald y a mí.

Pero fue inútil porque mi hermanito se escabulló y se largó con el resto del grupo a montar el número frente a la casona.

Reginald y yo no queríamos distanciarnos mucho porque nuestros padres nos habían  dejado muy clarito que no querían líos. Así que con «la paguita´´ nos compramos unos helados y nos fuimos  pasear junto a la orilla sin quitar la vista de mi hermano.

Lo hicieron ¡vaya que si lo hicieron! El dueño de la casa se llevó un susto de muerte y por lo que sucedió después ( fué al hostal en dónde nos alojábamos la mayoría de los chicos y chicas de la panda) y habló con el encargado para que le comunicara a nuestros padres que lo habíamos asustado de tal manera con los petardos que estuvo a punto de morirse.

Reginald no quería malos rollos con sus padres  y era pragmático, así que aseguró a mis padres que mi hermano sólo estaba de «comparsa´´ de los muchachos y que no le quitamos la vista de encima para que no ocurriera ningún contratiempo. Pero lo cierto es que mi hermanito deseaba participar en la movida y lanzó un petardillo dentro del jardín con una agilidad pasmosa para lo joven que era, por lo tanto también había  contribuido al «jamacuco´´ de vejete.

A parte de los jaleos que se traían en el grupo de colegas, nuestro amor seguía adelante  apurando el tiempo de las vacaciones.

Reginald me prometió que volvería al año siguiente. Nos dimos nuestras direcciones de correo. Había conseguido que Reginald hablara un poquito castellano y yo darle al inglés.

Nunca olvidaré la expresión de sus ojos azules cuando nos despedimos. Me dijo que me quería y me lo dijo en inglés. También le dije yo en castellano que lo quería. Acordamos escribirnos y guardar las caracolitas con nuestras iniciales apenas dibujadas en el caparazón.

Ilustración de David Aguilar

Las cartas fueron llegando al principio y nos contábamos nuestras cosas con el diccionario al lado sobre la mesa.

Tenía la seguridad de que volvería a verlo. No me había sido posible ir a Londres ni él ir a Madrid, pero teníamos el pueblecito costero de playa de suaves arenas y mar azul con el calor tórrido del mes de julio en la ribera mediterránea y esa caracolita que mirábamos siempre por las tardes mientras contemplábamos las últimas luces en el cielo.

Pero aquel último verano Reginald no apareció. Lo busqué en el hotel en el que se alojó el verano anterior y pregunté. No. No habían venido. Estaba muy triste porque deseaba verlo con toda mi alma. Él me había asegurado que volvería por vacaciones. Pero no fue así.

Escribí muchas cartas y no recibí ninguna respuesta. Estuve algunos veranos más con mi familia en el pueblecito ribereño pero ya no era lo mismo.

La casona siniestra y el desagradable viejo seguían en pie y el mar tan calmo y azul seguía reflejaba el color del cielo.

Algo cambió dentro de mí. El recuerdo de Reginald nunca lo perdí. Y deseé con todas mis fuerzas que estuviera bien y que nada malo le hubiera ocurrido.

Mi hermano alguna vez me habla de él y sabía que nos íbamos paseando de la mano entre los palmerales y que nos sentábamos sobre el pequeño embarcadero de madera para contemplar el movimiento del agua.

He ido a Londres varias veces y pregunté por la dirección que tenía de Reginald, pero nadie supo darme razón de  la familia.

Un amor de verano que lo sentía tan auténtico y que llenaba mi corazón más que cualquier otra cosa en el mundo.  Y una casona que en la noche daba escalofríos y que volví a contemplar al cabo de los años aún en pie pero completamente vacía.

23 de junio 2014

Paloma Muñoz

La reina del terror underground

Autor@: 

Ilustrador@: 

Corrector@: 

Género: Terror/Thriller

Rating: +18

Este relato es propiedad de Axel A. Giaroli. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La reina del terror underground.

Ella estaba muy sorprendida. No podía creerse la acogida que había conseguido. En medio de aquella sala de conferencias pudo observar una multitud de fanáticos que, seguramente, habían decidido venir desde más allá del estado, algunos incluso, del país, tan sólo para poder verla a ella. Como ameritaba este tipo de reuniones organizadas, muchos estaban disfrazados representando a sus monstruos favoritos del mundo del terror, sean estos del cine, del cómic o incluso, representaciones de algunas de sus novelas. Había unos cuantos que habían decidido disfrazarse de aquellos que le habían atemorizado cuando sólo era una adolescente. Allí, a lo lejos, había como quince Freddy Krueger’s, unos pocos Jason Voorhees, otros Hannibal Lecters e incluso, algunos cuantos zombies o monstruos de la época clásica como momias, vampiros u hombres lobo. Jamás se habría esperado que tantas personas hubiesen querido acudir a escucharla a ella. Si bien sabía que con los años había conseguido adquirir cierto éxito como una especie de autora de culto, jamás podría haber creído que tendría semejante capacidad de convocatoria. Lo cierto era que se sentía muy abrumada, estaba nerviosa porque no quería defraudarlos.

Su viejo amigo amigo Mike Wallace le estaba presentando. Para no desentonar, había decidido vestir como su asesino en serie cinematográfico favorito: Benjamin Willis, el villano principal de la película ‘Sé lo que hicisteis el último verano’. Aquel impermeable de pescador le quedaba como un guante.

Una elección muy adecuada teniendo en cuenta la situación en la que actualmente se encontraban.

—Para mayor deleite de todos ustedes, aquí la tenéis: Esther Morales, más conocida por el sinónimo literario de L.H. Shelley. Identificada mundialmente con el título de ‘La Reina del Terror Underground’. ¡Un fuerte aplauso para ella!

La aclamación general se extendió como una ola a través de las paredes. Morales se acercó al atril y no dejó de sonreír mientras saludaba al gentío que la vitoreaba tan acaloradamente. Convencida de que si se esperaba demasiado iba a quedarse totalmente muda, decidió darle un par de toques al micrófono con el fin de comprobar el volumen, para después hablar directamente.

—No me esperaba semejante participación —introdujo—. Estaba convencida de que era la única friki a la que le gustaba lo que yo escribía.

Las risas de la sala fueron un aliciente para relajarse poco a poco. Sin embargo, ella comenzó a analizar lo que acababa de decir casi sin pensar. Aquello había sonado bastante presuntuoso, como si mirase por encima del hombro a sus seguidores. Esa no había sido su intención, los nervios comenzaban a manifestarse de nuevo. Buscó entre sus tarjetas y la leyó en silencio. Sonrió, lo que acaba de encontrar era perfecto para recuperar su seguridad.

—A mí me gusta comenzar este tipo de charlas con un chiste. Quise guardar algo entre mi repertorio para poder… romper el hielo. En este caso he conseguido unos pocos que se relacionan con la temática que estamos tratando —contestó. Luego se dirigió hacia su tarjeta y volvió a acercarse al micrófono—. ¿Qué hace un asesino en serie para poder entretenerse?: Matar el tiempo.

Continuó una retaila de carcajadas y una serie de nuevos aplausos que propiciaron que por fin se tranquilizara del todo. El chiste había sido malísimo. Estaba segura de que casi todos se habían reído por mero compromiso, pero aquello había sido suficiente como para comprobar que tenía al público de su parte. Por fin podía empezar a entrar en materia.

—Aunque no lo parezca en eso consiste la labor de escribir una buena historia de terror: en matar el tiempo. Siempre creí que lo importante era lograr que, desde la primera hasta la última línea, se sepa administrar muy bien el tiempo del lector. Para ello no sólo es necesario disponer de un control perfecto del ritmo, si no que también hay que conseguir que estos tengan interés en ponerse en el lugar de las víctimas y en aquello a lo que se tienen que enfrentar. En la ponencia de hoy os voy a explicar las fórmulas que utilizo para escribir no solamente mis obras terror en general, sino también, como sé que muchos de ustedes esperan, bien porque sean fanáticos de mi particular estilo o aspirantes a escritor en ciernes, la manera en que elaboro mis historias más leídas y aceptadas: los thrillers protagonizados por asesinos en serie.

Inmediatamente después, Esther se agachó hacia una pequeña bolsa colocada justo detrás del atril. De allí retiró un volumen de tapa dura con una asombrosa portada en la que una figura con traje de pescador era reflejada por un rayo que impactaba a sus espaldas. Su rostro estaba tapado por las sombras que generaba el ala ancha de su sombrero. El amarillo ceniciento de su traje contrastaba con las manchas de sangre que violentamente habían impactado en su impermeable. En su mano derecha, el gancho brillaba bajo la luz de ese momento que había querido ser capturado en aquella ilustración. Sin duda, un personaje que se había basado en aquel del que había decidido disfrazarse su anfitrión.

—Para ello utilizaré como ejemplo la nueva novela que he publicado a partir de la semana pasada: ‘La sangre más allá de la bruma’, la séptima novela de la saga del Sr. Garfio, mi particular asesino en serie ficticio —exclamó—. Ruego que me disculpéis por el hecho de que aproveche para hacerme algo de publicidad, pero ya sabéis… tengo muchas facturas que pagar.

El público se rió una tercera vez, aunque en esa ocasión lo habían hecho de forma más suave. Esperaba que aquello fuera porque le prestaban tanta atención que habían decidido dejar de adularla y no por una repentina pérdida de interés. Tras una breve pausa, sonrió y continuó con presentación:

—En cualquier caso, quiero que sepáis que sois libres de interrumpirme cuando así lo dispongáis. Prefiero que vosotros conduzcáis la charla hacia donde queráis. Si tenéis una duda o deseáis que repita algo, levantad la mano y pedídmelo. De todas formas os aviso de que, cuando terminemos, dejaré algo de tiempo para que todos podáis hacerme preguntas y que, finalmente, realizaré una firma de libros para todos ustedes. ¡Esta noche promete ser muy completa!

***

—¡Mike! —exclamó Esther sorprendida—. ¡No te había visto desde la universidad! ¿Qué tal estás? ¿Qué te ha traído hasta Los Ángeles?

—Principalmente trabajo, pero después me dije: ¡qué demonios! ¿Por qué no aprovecho para ir a visitar a una vieja amiga?

Desde la entrada de su casa Morales pudo ver la figura de su antiguo camarada. No sólo había cambiado físicamente, sino también el carácter que reflejaba y su porte. Y lo había hecho para mejor. Iba vestido como un auténtico triunfador. Un estilo clásico que sin embargo, también se adaptaba muy bien a los tiempos actuales. Corbata roja, traje gris, un sombrero tipo fedora bajo el brazo derecho, maletín en el izquierdo y una sonrisa en sus labios. Sin duda, se había transformado en todo un galán.

—¿Te importa si paso? —inquirió Mike timidamente.

—¡Oh, claro! ¿Dónde están mis modales? —preguntó—. ¿Te apetece un vaso de…? ¡Creo que tenemos zumos!

—No, gracias. Estoy bien —contestó. Echó un vistazo a lo largo de las paredes del salón. Estaban decoradas con una modesta estantería de libros de artistas muy dispares y tomos de psicología y filosofía. También había unos pocos cuadros al estilo naíf y algunas cortinas de colores claros—. Tienes una casa preciosa. ¿La has decorado tú?

—Bueno, sí. Me gusta tener un ambiente relajado para cuando me pongo a escribir. La principal ventaja de mi oficio es que puedo llevarlo a cabo desde la calidez de mi hogar.

Ambos se sentaron en un sillón frente a frente. Morales dio un pequeño sorbo a su zumo de piña y luego miró a los ojos de su interlocutor.

—¿Qué hay de ti? ¿A qué te dedicas hoy en día? —inquirió.

—Poca cosa, en general viajo de un lado a otro y organizo eventos que requieren una alta suma de dinero. Soy lo que se dice un… promotor de grandes acontecimientos.

—Oh, eso suena interesante. Y dime, ¿tienes familia?

Wallace se encogió de hombros y, sin perder la sonrisa, contestó.

—A parte de mis padres, nada. Tengo que confesar que mi profesión es demasiado inquieta como para poder permitirme el lujo de compartir mi vida con otra persona. Ninguna mujer sería capaz de aguantar el que estuviera viajando constantemente, eso genera demasiadas preguntas: a dónde fuiste con aquel cliente, quien es esa fulana… —contestó. Luego volvió a mirarla a los ojos—. ¿Y tú qué? ¿Estás casada?

La mirada de la escritora se tornó nostálgica, dirigiéndose directamente en el contenido de su vaso.

—No… bueno, sí. Lo estuve pero aquello no funcionó —respondió—. A pesar de que no me obligan a ir a ningún sitio, mi trabajo no tenía un horario fijo y me absorbía demasiado. Al final nos separamos, pero nos llevamos estupendamente.

—Cielos, siento haber sacado eso…

—No te preocupes, es agua pasada —dijo—. Por lo menos conseguí algo bueno de esa unión. A parte de mi trabajo mi segundo gran amor son mis dos hijos.

El rostro del viejo compañero de facultad se iluminó de repente.

—¿Niños? ¡Jamás lo habría creído de ti! ¿Te gustaría presentármelos?

Esther contestó con una sonrisa, si había algo por lo que ella se sentía orgullosa era por sus hijos.

—¡Por supuesto que sí! —afirmó. Luego se dirigió hacia la escaleras de su casa y colocó una de sus manos en el lateral de sus labios para poder proyectar mejor la voz—. ¡Eva! ¡Jan! ¿Podéis bajar un momento? ¡Quiero presentaros a un viejo amigo mío!

La respuesta devino en un vago «ya voy», junto con unos pasos rápidos que se dirigía hacia las escaleras. De repente se manifestó una joven de once años que llevaba el pelo largo y unas pocas pecas en sus mejillas. Para Wallace era la viva imagen de su madre.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Morales—. También le he llamado a él.

La niña contestó rápidamente.

—Creo que se ha ido con sus amigos a jugar al béisbol.

—¡Creí haberle dicho que primero tenía que terminar con los deberes! En fin, estos niños… —se acercó junto con la pequeña hacia el hombre trajeado—. Este de aquí es Mike Wallace, un amigo de tu madre de la época de la universidad. Consiguió aprobar la carrera de psicología gracias a los apuntes que yo le pasaba. Sé buena y salúdalo.

—Hola señor. ¿Es usted escritor como mi madre?

—No pequeña, sólo un gran admirador de su trabajo —contestó—. ¿Has leído algo de lo que ella ha hecho?

Eva lo miró muy seriamente. Luego, comenzó a negar con su cabeza poco a poco.

—No, dice que todavía soy demasiado pequeña para poder leer lo que escribe. De todas formas no me importa, tampoco me llama mucho la atención.

—Pues eso es una pena, porque es una de las mejores artistas de su tiempo.

La niña perdió repentino interés en aquel hombre. Se giró hacia su madre y le replicó:

—Mamá, ¿puedo irme arriba y seguir hablando por teléfono con mis amigas? Sophie me quería contar una cosa que sucedió ayer en el colegio.

—Puedes ir tranquila —respondió.

Tras marcharse, ella volvió a colocarse en el puesto que estaba. Mike Wallace volvía a estar frente a ella.

—Es muy simpática, estoy seguro de que eres una madre formidable. —dijo él.

—Gracias —contestó—. Lo cierto es que es muy difícil educarlos estando yo sola. Por suerte, siempre consigo hacer malabares con mi trabajo y logro algo de tiempo para estar con ellos.

—Aunque lo cierto es que jamás habría pensado que tu vida se hubiera desarrollado así. Creía que una famosa escritora de suspense y terror tendría las paredes forradas de periódicos con los artículos de Sucesos y las Esquelas de los muertos. Sobre todo, un tono un poco más tétrico en la decoración.

Morales comenzó a reír. Después, sonrió de nuevo a su amigo.

—Prefiero reservar todo eso para la ficción. En cualquier caso, se supone que un buen asesino en serie se guarda su parte más pérfida en el interior de su mente. Siempre parece que su vida es perfecta para poder integrarse como uno más de la sociedad y así, cazar con mucha más facilidad a sus víctima.

—En eso estamos de acuerdo, por eso es difícil pillar esos tipos —secundó.

—No te creas —reclamó la escritora—. Lo cierto es que de forma frecuente sus impulsos y su vanidad los traicionan. En general, son personas que a pesar de que suelen tener un coeficiente mental bastante alto, suelen creerse que están por encima del resto de los mortales. Normalmente piensan que son más inteligentes e, irónicamente, eso los lleva a hacer cosas muy estúpidas. Pienso que por esa razón ocurre lo contrario: siempre terminan siendo cazados.

—¿Eso crees?

—Eso creo.

El hombre la señaló con cierto deje jactancioso.

—¿Y qué me dices de ‘Jack El Destripador’? ¿Y ‘Zodiac’?

—Bueno… en aquellos momentos no existían los recursos con los que hoy en día contamos. Quizás por eso ellos tuvieron la oportunidad y el lujo de que, a pesar de que cometían errores, pudieran evitar ser capturados.

Repentinamente, Wallace extrajó de su maleta un libro bastante nuevo. Ella lo reconoció al instante. Era un volumen de ‘El pescador silencioso’, la primera novela de la saga del Sr. Garfio. Fijándose un poco más se dio cuenta de que se trataba de una de las primeras ediciones sin corregir. Aquella que realizó sin apenas experiencia. En la actualidad, ese tomo debía valer una fortuna.

—Me gustaría que me lo firmaras —comentó—. Me encantó, y también la posterior actualización que hiciste. Aquella que te granjeó la fama en aquello que hacías. Leyendo ambas obras, se nota que quien las escribió, era en realidad dos mujeres muy distintas.

—No me esperaba nada de esto…

—Esta es la versión que tú redactaste antes de visitar la prisión de Sing Sing, ¿no? —interrumpió—. Antes de aquella que realizaste tras aprovecharte de lo que aprendiste al ir a hablar con Robert Hamiltton, el famoso ‘Destripador de Kentucky’. ¿Cómo fue aquella experiencia?

Morales estaba asombrada, no se había esperado nada de eso.

—¿A qué has venido realmente, Mike? ¿Qué es lo que buscas?

Wallace guardó el libro y, con el rostro algo más serio, sacó del bolsillo interior de su americana un pequeño folleto que entregó inmediatamente a la escritora. A primera vista, se podía leer con letras gigantes la palabra ‘HorrorCon’.

—Lo cierto es que no te mentí, no del todo al menos —confesó—. Sí es verdad que he venido por razones de trabajo. En estos momentos estoy representando a la HorrorCon, la más famosa Convención de Fantasía y Terror de toda América. Quería conseguir un puntazo logrando que tú presentaras una conferencia y, quizás, publicitaras la nueva novela escrita por ti que salió hace un par de días.

Esther miró hacia otro lado, siempre le costaba dar negativas pero aquella idea no le hacía mucha gracia.

—No me gusta mucho las aglomeraciones de gente, por eso decidí dedicarme a la escritura…

—¡Vamos, será sensacional! ¡Podrás conocer de cerca a todos aquellos hombres y mujeres que admiran tu trabajo! ¡Influirás a muchos jóvenes para que sigan tus pasos! ¡Conseguirás ver lo alto que has llegado! —exclamó—. Y lo más importante: ¡Posiblemente puedas aprender algo destacable de la experiencia!

Ella fue moviendo de izquierda a derecha su cabeza en señal de negativa.

—No creo que haya tanta gente tan interesada en mi trabajo. Además, no sabría que decir…

Mike agarró los hombros de su interlocutora y observó directamente hacia sus retinas. Luego, lentamente, fue pronunciando las siguientes palabras:

—Escúchame bien, Esther. Porque esto es importante —comenzó—. Soy un gran fanático de tu obra. Y esto es así porque conozco la calidad de tus textos. Cuando escribes, parece que te metes perfectamente en la cabeza de uno de esos tipos. Si no estuviera seguro de tus aptitudes no me habría molestado en venir desde tan lejos. Créeme, habrá mucha gente interesada en escucharte, que querrá conocer tus opiniones y aprender de ti. Un grupo dispuesto a recibir el apoyo de una magnífica escritora como tú y también de expresar el eterno agradecimiento por haber metido en sus vidas tus increíbles obras. Y entre ellos, estoy yo. Ya lo he preparado porque creía,… no, sabía de antemano que ibas a decir sí. No rechaces esta oportunidad, puede venirte muy bien en el futuro. Piensa en mí, tu viejo amigo. Piensa en tus hijos. Después de esa noche, te juró que tendrás mucho más tiempo para ellos. ¡Venga! ¿Qué me dices a eso?

Durante unos instantes no sabía que contestar. Empezaba a sentirse culpable ante la idea de negarse. También sentía un enorme agradecimiento por poder publicitar más su trabajo. Ser algo más que ‘La Reina del Terror Underground’.

¿Cómo negarse ante semejante experiencia?

***

Morales acercó el vaso de agua hacia sus labios y bebió tranquilamente. El miedo y la inseguridad que había sufrido en los primeros minutos había desaparecido totalmente. En su lugar, se sentía satisfecha y muy segura de sí misma. Los aplausos de los oyentes eran una muestra de esa respuesta positiva ante la lección que había impartido aquel día. Hasta esa noche, ella no había creído que pudiera ser capaz de dar clases o enseñar, pero ahora se estaba planteando incluso si dedicar parte de su tiempo a  crear cursos de escritura creativa o especializaciones basadas en la literatura fantástica y de terror. Por no hablar, por supuesto, de la publicidad que aquello iba a traer a su trabajo. Y se sentía eternamente agradecida a su viejo camarada. Tuvo el impulso de mirarlo de reojo.

«Quizás debería invitarlo a cenar después de la charla —pensó—. O, tal vez, la semana que viene.»

Cuando, poco a poco, el auditorio se tornó en silencio, ella aprovechó para acercarse una vez más al micrófono.

—Bueno, supongo que con esto que hemos finalizado podríamos comenzar a abrir el turno de preguntas y respuestas. ¿Alguien quiere comenzar?

De entre la multitud surgió repentinamente un brazo que se alzó sobre el resto.

—¿Srta. Shelley? —exclamó una voz algo rasgada.

Cuando Esther se fijó vio que se trataba de un fanático disfrazado de «Maniac Cop». Con una sonrisa en los labios lo señaló y dijo:

—¿Sí? ¿Cuál es tu duda?

—¿Me das fuego, por favor? Me gustaría poder fumarme un buen cigarrillo.

Al oír aquella frase poco a poco la sonrisa de la escritora fue decayendo. Su iris se contrajo a causa del terror. Su piel se volvió blanquecina como el papel. El miedo comenzó a hacerse dueño de ella…

***

Las paredes de la famosa prisión se veían gruesas. A causa de la humedad estaban llenas de moho, por no hablar de lo insípidas que parecían. No creía que aquel sitio pudiera considerarse un lugar que conllevará a mantener el estado de salud tanto de sus residentes como de todos sus trabajadores. El ambiente parecía un infierno incluso para los vigilantes, pues las normas estrictas que tenían que acatar, casi los mantenía en la misma situación en la que estaban los prisioneros. Esto desembocaba en que llevaran una actitud muy malhumorada casi todo el tiempo. De todas formas, aquel entorno depresivo no fue tan contagioso para Esther. En su lugar estaba emocionada, pues aquellas paredes habían hecho historia. Fueron testigo directo de la ejecución de Albert Fish, el asesino en serie conocido por muchos como ‘El Vampiro de Brooklyn’. También fue donde encerraron a la mano derecha de Al Capone, Lucky Luciano. Y ella, formaría parte de esa historia entrevistando al ‘Destripador de Kentucky’.

No había sido sencillo conseguir tan ansiado privilegio. Lo primero que tuvo que hacer fue, durante la época en la que estuvo escribiendo la primera versión de su ópera prima, intentar cartearse con el homicida. Una labor complicada teniendo en cuenta que ella estaba segura de que recibiría muchísimas cartas de amor de otras fanáticas desesperadas y algunas de odio de los familiares de sus víctimas. Destacar entre toda esa marea de correspondencia no era fácil. Sin embargo, algo de ella debió atraerle, pues cuando le envió un volumen gratuito de su primer escrito, él le respondió dándole muchas sugerencias para que lo corrigiera. Después de aquello, siguió manteniendo el contacto. A lo largo de los meses se dio una sucesión de envíos que fue confirmada con multitud de respuestas. Su siguiente movimiento fue contactar con su editor y arreglar con él la posibilidad de poder ir en persona para poder entrevistarlo. El tirón comercial de una obra de esas características era tal, que no dudó en tirar de sus contactos para conseguir que aquel encuentro se produjese.

Y ahora estaba ahí, esperando en una sala silenciosa en la que un cristal blindado aguardaba, como si de un acuario se trataba, a que trajeran a aquel espécimen tan peligroso desde más allá de la locura.

Sobre su mesa descansaba un ficha con una foto del asesino. Junto a ella, una breve biografía de su vida y los detalles técnicos de los asesinatos que había cometido. Sin embargo, el individuo en sí, todavía resultaba ser un misterio.

¿Con qué clase de persona iba a encontrarse? ¿Sería acaso un bruto despiadado tal y como lo había descrito la prensa? ¿O en su lugar se encontraría con una persona encantadora y atrayente tal y como solían mostrarse ese tipo de personalidades?

De repente, la puerta se abrió.

Encadenado de pies y manos, un hombre con un mono anaranjado se fue acercando hasta el asiento contiguo a la vitrina de cristal. Era delgado y algo escuchimizado, casi con la cabeza agachada, parecía más bien un ser inofensivo. Pero al fijarse bien, notó que en realidad tenía una musculatura elástica con la que podía moverse, aún a pesar de que los grilletes limitaban su movilidad, con bastante agilidad. Era un lobo con piel de oveja. Su rostro se veía muy humano, incluso diríase civilizado. Unas gafas delataban una posible hipermetropía y la limpieza de sus mejillas un cuidado, hasta cierto punto, envidiable. Lo único que lo delataba como un residente de la prisión —a parte de las cadenas y el uniforme— era que venía despeinado, y unos ojos que brillaban tan faltos de empatía emocional como los de un tiburón blanco.

Durante unos instantes estuvieron viéndose cara a cara. Hasta que finalmente, él mismo decidió romper el silencio.

—Hola, pelirroja ¿eres la Srta. Shilley? ¿la que escribió el libro y las cartas?

Lentamente ella fue afirmando con su cabeza. El homicida le contestó con una sonrisa que no sabía como catalogar: macabra o cordial.

—¡Estupendo! —exclamó—. Dime una cosa, ¿habías entrado alguna vez en algún sitio como este? Es guay, ¿verdad? ¡Aquí tú y yo sentados y hablando como si fuéramos amigos de toda la vida! ¿Qué tal si le pides a los guardias que me traigan un vaso de agua? Así podré contarte cómodamente todo lo que necesitas saber.

—No he venido aquí para socializar —respondió—. Se suponía que me ibas a dar unos cuantos consejos para mejorar mi novela y, a cambio, yo trataría de contar tu historia de la forma más fiel posible.

—¡Oh! Veo que hablas —contestó—. ¿Alguna vez te han dicho que tenías una voz preciosa?

Morales se levantó furiosa.

—Creo que esto ha sido un error.

Justo cuando iba a marcharse, Robert Hamiltton levantó un brazo en señal de espera.

—Aguarda, pelirroja. No tienes porque enfadarte. ¡Vamos, por favor, siéntate! —reclamó.

La escritora se quedó durante unos minutos en pie. Finalmente, decidió hacer caso.

—Dime —comenzó el asesino—, ¿qué es lo qué quieres saber?

—Todo —contestó la mujer—. Quiero que me diga lo que significa para usted cada vez que realiza un asesinato. Por qué el hacerlo de esa manera, lo que siente cuando rasga la carne, cuando oye los gritos de sus víctimas. Quiero saberlo todo.

Poco a poco su interlocutor comenzó a reírse. La risa fue evolucionando hasta una carcajada y, al final, dicha carcajada lo llevó a que se inclinara hacia adelante. Tras unos minutos incómodos, se colocó bien las gafas y volvió a recuperar la compostura.

—¡Eso es algo que puedes preguntarle a los psicólogos que me han atendido! Pídeles mis fichas y ellos te las darán.

—No he venido hasta aquí para leer unas cuantas hojas.

—Entonces, ¿a qué has venido? ¿quieres jugar, pelirroja? ¿es eso lo que deseas? —inquirió—. ¿Has venido pensado que yo era Hannibal Lecter y tú Clarice Starling? Porque en ese caso puedo complacerte muy fácilmente: dejaré pasar mi polla a través de los barrotes y tú me la chuparás ¿estamos?

Ilustración de Jordi Ponce

Morales observó directamente a los ojos del asesino. El brillo con el que lo observaba era muy significativo. Se estaba burlando de ella, pensaba que era una chica fácil y estúpida que había ido hasta allí por simple ambición. Qué equivocado estaba. Tras haber visto todo lo que necesitaba, se levantó y comenzó a marcharse.

—¿Ya te vas? —preguntó— ¿tanto te he ofendido?

Ella se detuvo durante unos instantes y, sin girarse siquiera, le contestó.

—No. Lo que pasa es que ya no te necesito.

El asesino se quedó extrañado. La mujer se giró y lo vio una vez más a los ojos.

—Ya sé quién eres, hijo de puta —continuó la mujer—, sé lo que te motiva a hacer lo que haces: lo realmente patético que eres.

Poco a poco Hamiltton comenzó a sentir como su ira crecía.

—No deberías enfurecerme, pelirroja.

Fue el turno de la escritora de carcajear.

—¿O si no qué? ¿qué vas a hacer desde ahí? —inquirió— ¿insultarme?

Durante unos instantes el hombre se quedó rígido y en silencio.

—Te voy a decir lo que va a pasar: tú vas a estar encerrado durante quizás, otros veinte años. A lo largo de ese tiempo te irás pudriendo hasta que en algún momento, llegue la hora de tu ejecución. Me han dicho que piensan encender la silla eléctrica de nuevo sólo para ti. Ese día, cuando llegue, yo seré la primera que irá a observar, en primera fila, como te fríes. Mientras tanto, publicaré la versión de un libro con la nueva información que adquirido simplemente al mirarte. Porque no sé si tú lo sabes, eres todo un libro abierto. Pero de todas formas, no importa qué es lo que haga, simplemente con decir que vine a hablar contigo será suficiente como para que venda todas las copias como si fueran churros. Irónicamente, yo sí habré cumplido mi parte del trato. Crearé un personaje mítico y muy icónico basado en ti.

El asesino sonrió.

—Me has intrigado, así que vamos a hacer un trato: cuando reescribas la novela, me las arreglaré para hacerme con un volumen y comprobaré si realmente me has comprendido. En cualquier caso, te juro que si un día consigo salir de aquí, iré a buscarte —contestó. Luego, le lanzó un beso desde el cristal.

Morales se giró y volvió a dirigirse hacia la puerta.

—Espera, pelirroja —llamó—, sólo una cosa más.

Ella se volteó una última vez.

—¿Me das fuego, por favor? —pidió—. Me gustaría poder fumarme un buen cigarrillo.

***

La escritora estaba paralizada por el terror. Tenía frente a ella al rostro de la muerte. Comenzó a balbucear sin saber que decir…

—Te dije que iría a buscarte, pelirroja —contestó el maníaco—. Te lo había jurado.

En ese momento, ella reaccionó.

—¡Detengan a ese hombre! —exclamó mientras lo señalaba—. ¡Es un psicópata y un asesino!

Pero para su sorpresa ninguno de los presentes en la conferencia movió un sólo músculo. Simplemente se quedaron allí, mirándola en silencio. Poco a poco comenzaron a reír, a aplaudir.

—¡Hablo en serio! —gritó— ¡detenedlo! ¡es peligroso!

Desesperada, y viendo como todos reían, se acercó a Wallace y lo abrazó desesperada.

—¡Por favor, Mike! ¡sácame de aquí! ¡ese hombre ha venido a matarme!

Por desgracia para ella, nada hizo en el momento. Ni siquiera hubo un afán de devolverle el abrazo. Poco a poco separó la distancia que tenían entre los dos y esbozó una perversa sonrisa blanquecina.

—Lo sé, Esther —contestó fríamente—, fui yo quien le invitó.

La revelación era un jarro de agua fría, ¿qué podría haberle llevado a su viejo amigo a realizar un acto tan atroz? Antes de que ella pudiera reaccionar, su antiguo compañero de la universidad desenfundó una pistola y la apuntó. No había forma de escapar.

—¿Por qué no te fijas un poco mejor en el público? —le ofreció—. ¡te darás cuenta de que esta noche va a llenarse de sorpresas!

Morales se apoyó en el atril para evitar que el shock la desequilibrara. Obedeció más por miedo al arma que por una auténtica curiosidad. En el escenario estaban los mismos monstruos disfrazados que continuaban vitoreándole a ella y a Robert Hamiltton. Al prestar más atención, se dio cuenta de una horrible realidad. Si su mente no la engañaba, aquel hombre disfrazado de Freddie Krueger no era otro que Dash García, el ‘Violador de Bostón’. Y el que llevaba el gracioso traje de la versión zombie de Bob Esponja no era otro que Joe Glatman, ‘El Carnicero de Texas’. Más al fondo podía ver un Candyman que se parecía muy sospechosamente a Oliver Freeman, el ‘Pirómano de Nueva Orleáns’. No había duda: el público, todos ellos eran…

—No puede ser, esto no está pasando —lamentó—. Todos ellos son…

—Sí —interrumpió su ex-camarada—, tus mayores fans. Y están aquí para honrarte como lo mereces.

El éxtasis de la sala se tradujo en una agonía para Esther Morales. Lo único que deseaba era estar fuera de allí, en cualquier otro sitio. Bajo los gritos de júbilo de todo el escenario, Robert Hamiltton se acercó hasta el atril y, levantando las manos, indicó a todo el mundo que estuviera en silencio. Después, acercó su rostro al micrófono.

—Hace unos cuantos años tuve el placer inesperado de leer la obra de una auténtica artista. En el momento que la vi, me di cuenta de algo maravilloso. Aquella escritura estaba en realidad muy verde, pero detrás de esas líneas había una mente maravillosa que era muy capaz de comprenderme. Sentí curiosidad al pensar que quien iba a venir a verme era una auténtica idiota que no sabía donde se metía. No sabéis como me alegro de haber estado equivocado.

El público gritó y aplaudió ante tan cortés halago. El destripador se dio la vuelta y, con sus penetrantes y alegres ojos, observó directamente a la mujer.

—Recuerdo muy bien esa noche, pelirroja. Temerosa pero decidida, tuviste los ovarios suficientes como para enfrentarme. Pero además, vi algo más que me atrajo inmediatamente —aclaró—: tú y yo no somos tan distintos. Lo supe cuando me miraste a los ojos y me dijiste que estarías en primera fila cuando fueran a freírme en la silla… lo disfrutabas de verdad, porque, en el fondo eres como todos nosotros. Eso fue lo que vi, nena. Y posteriormente, en la saga que estuviste escribiendo a lo largo de los años, se confirmaron mis sospechas. Es por eso que no te vamos a hacer daño. En su lugar, te dejaremos ir por donde has venido para que sigas escribiendo esa magnífica saga.

El público volvió a aplaudir, para alivio de ella, todos parecían compartir el mismo parecer que aquel maníaco. Una sala entera llena de asesinos la alababan por el trabajo que hacía. De todas formas, ¿sería buena idea acudir a las autoridades para informar de…? ¡¿una convención llena de asesinos?! ¿Quién la iba a creer?

—Mu-muchas… gracias, chicos —respondió temblequeante—. Os prometo que después de esta experiencia no voy a llamar a la policía. De todas formas sería muy estúpido, ¿no? Me comprometo a que seguiré escribiendo para todos vosotros.

A su espalda su amigo comenzó a reír. Dicha risa contagió a Hamiltton y al resto del auditorio.

—Estoy seguro de ello —exclamó el asesino—. Sin embargo tampoco te he dicho que iba a ser así de fácil. Comprenderás que tenemos que asegurarnos de que realmente eres uno de los nuestros.

Uno de los asistentes trajo repentinamente a dos chicos hacia la tribuna. Al principio estaba demasiado asustada como para darse cuenta de quienes eran, pero cuando les quitaron los sacos de la cabeza, la escritora se horrorizó al comprobar de que se trataban de sus queridos Eva y Jan. El corazón le dio un vuelco.

—¡No les hagáis nada! —exclamó—. ¡Ellos no tienen nada que ver!

—Ninguno de nosotros los va a tocar —contestó Robert—. ¡Michael!

Mike Wallace respondió a la llamada quitándose el traje de Benjamin Willis y colocándoselo a Esther. Cuando estuvo del todo vestida, le entregó un garfio en sus manos.

—Tú mueves, pelirroja —declaró el destripador—. Tú fuiste la creadora del Sr. Garfio. Por tanto, tú decides: te conviertes en él y eliminas con tus propias manos a tus hijos, o por el contrario, os mataremos a todos vosotros. Pocas veces la vida nos da este tipo de oportunidades. Es tu elección.

Morales observó en sus manos el garfio. Vio el rostro de terror de sus queridos hijos.

—En cualquier caso —afirmó Wallace mientras la apuntaba—, quiero que sepas que, escojas lo que escojas, siempre seremos tus mayores admiradores.

Axel A. Giaroli