Autor: Anna Morgana Alabau
Ilustradores: Benjamín Llanos y Jesús Prieto Revuelta
Corrección: Clara Sánchez
Género: cuento fantástico
Este relato es propiedad de Anna Morgana Alabau y sus ilustraciones pertenecen a Benjamín Llanos y Jesús Prieto Revuelta. Todos los derechos reservados.
Viaje a las Estrellas
Le llamó nada más apagarse las luces. Sabía que, fuera, aún brillaban los últimos rayos de sol, pero las enfermeras habían bajado las persianas para que no les estorbaran en su sueño. Sólo que casi ninguno podía dormir.
Lena había esperado a que las enfermeras de ronda se congregasen en la sala común, para tomarse el primer café de los muchos que desfilaban por sus manos durante el turno de noche, y a que la mayoría de padres bajasen a cenar alguna cosa, o a tomar un poco el aire en el aparcamiento del hospital, donde todos intentaban dar alguna que otra calada a sus respectivos cigarrillos, con más o menos disimulo.
Una de las madres se había quedado a vigilarles y había echado la cortina que separaba las dos mitades de la habitación, pensando que, así, los niños no iban a intentar despertarse los unos a los otros. Pero tan pronto como el padre de Marcos hubo salido para ir al baño, Lena se había levantado furtivamente de su cama y deslizado cual sombra hasta la de Javi, justo en frente de la de ella.
—Psst, psst… —le llamó, zarandeándole por el hombro—. Es hora de irse, Javi.
—De acuerdo —contestó él, con mucho menos aplomo del que su voz dejaba adivinar—. Hay que avisar a Marcos.
—Vale —susurró Lena, decidida, y volvió a deslizarse de la cama hasta la contigua, donde la esperaba Marcos, con oído atento.
Lena era la niña más valiente, decidida, sorprendente y graciosa que Javi había conocido nunca, y también la que llevaba más tiempo en el hospital. Conocía a todas las enfermeras, y se tuteaba con todos los médicos del ala infantil. Incluso los bedeles le daban a escondidas las chocolatinas que se quedaban dentro de las máquinas, y ella las compartía con todos los niños de su habitación. Lena era alguien realmente excepcional, pensaba Javi, grande de espíritu; tan grande, de hecho, que aquel hospital de barrio se le había empezado a quedar pequeño, comparado con todo el mundo de aventuras y emociones que le esperaba fuera. De modo que, aquella mañana, Javi, Marcos y ella habían decidido escabullirse del hospital e irse de viaje bien lejos de allí.
—¿Ya es la hora? —A Marcos le había costado horrores aguantar el secreto hasta que llegara el momento, ¡horrores! Pero la noche había llegado, o al menos lo que las enfermeras consideraban que era la hora de dormir y, por fin, podían empezar su aventura.
Lena asintió, la sonrisa cruzando su cara pecosa y pálida.
—Sí —susurró, a punto de ponerse a gritar de pura excitación, y volvió a escabullirse hasta el suelo, donde la esperaba Javi, con la funda de la almohada llena de provisiones—. ¿Preparado? —le preguntó.
Javi asintió y, juntos, esperaron a que Marcos sacara también la funda de su almohada y la llenara, con sumo silencio, de lo más imprescindible: piezas de Lego, chocolatinas, caramelos, un libro de cuentos, el collar que su madre había dejado en la mesilla…
Una vez estuvieron los tres en el suelo, Lena se ajustó el gorro de algodón y les lanzó aquella mirada que sabían que siempre precedía sus increíbles aventuras.
—¡En marcha! —se esforzó por susurrar, a pesar de su voz chillona.
Los tres amigos se agacharon y anduvieron a hurtadillas hasta la cortina separadora. Lena la separó sólo unos centímetros y echó una ojeada. No tenían que pasar hacia allí, pero no iba a arriesgarse a que la madre, que estaba al otro lado, o el padre de Marcos les sorprendieran en plena huida. Cuando estuvo segura de que no había moros en la costa, les hizo una señal con la cabeza y los tres echaron a correr, tan sigilosamente como su entusiasmo les permitió, hasta la puerta de la habitación.
Cuando Javi tocó el pomo, sintió su corazón a punto de estallar.
—¿Oís esa música? —preguntó Lena, enseñando dos filas de dientes blancos contenidos en una sonrisa imposible—. ¡Son los tambores de nuestra fiesta de bienvenida!
Javi había pensado que era el sonido de su propio corazón, la sangre y la falta de aire martilleándole en los oídos, pero lo que decía Lena tenía mucho más sentido: hacía un par de semanas, los tres habían visto un documental de viajes sobre los países tropicales. Cuando la gente llegaba a Hawai, la Polinesia o Bali, les recibían poniéndoles collares de flores y haciéndoles fiestas con música, tambores y bailes. Y con comida, ¡un montón de comida riquísima, con salsas oscuras en las que se podía mojar pan hasta quedarse harto!
—¿Vamos a ir a Hawai? —preguntó, casi pudiendo saborear todos aquellos manjares, pero Lena negó con la cabeza.
—Vamos a ir a un sitio mejor —susurró, abriendo una rendija en la puerta de la habitación para mirar afuera—. Nos vamos a ir a las estrellas… —dijo justo antes de salir como una exhalación hacia el pasillo del ala infantil del hospital.
Marcos y Javi se apresuraron a seguirla, cargados con las fundas de almohada cual ladrones de película.
—¿A las estrellas? —jadeó Marcos, intentando seguirle el paso.
Lena se volvió hacia ellos y les arrastró hasta la pared del mostrador de recepción, donde estuvieron escondidos durante un buen rato.
—¿Cómo vamos a ir hasta allí? —preguntó Javi cuando empezó a notar que, a pesar de su excitación, el sueño y el cansancio comenzaban a vencerle.
—Con esto —respondió Lena, sacándose del gorro tres lagartijas de juguete.
Durante un instante, su cabeza quedó al descubierto y Javi se dio cuenta de cuantísimo cambiaba al quitarse el gorro que siempre llevaba puesto. No era que le impresionara, al fin y al cabo, allí casi ninguno conservaba el pelo; lo que le parecía sorprendente era que, aun sin el gorro, Lena seguía pareciéndole la niña más bonita que había visto jamás.
—Cuando salgamos a la calle, la luz de las estrellas las hará crecer —decía, sosteniendo los reptiles de plástico a la altura de sus ojos—, y podremos montar en ellas, ¡y nos llevarán volando hasta la luna!
—Genial… —dijo Marcos entre bostezos, apoyando la cabeza un poco más sobre su incómoda almohada—. ¿Y qué hay allí?
—Pues allí… —comenzó Lena, a quien se le empezaba a pegar también el cansancio— hay… luces muy grandes, y está el señor de la luna… que es… uhmmu… señor… gusta mucho… queso…
—A mí también… —intervino Javi, sin saber muy bien si la Lena que tenía delante era producto de su visión o de su imaginación— mucho… el queso…
Cuando Javi volvió a abrir los ojos, la luz de la luna le iluminaba por completo; a él, a Lena, a Marcos, y a las tres lagartijas voladoras, que trazaban círculos perfectos en torno a la luna.
Fue una noche estupenda: charlaron con las estrellas, hicieron carreras por el cielo y tomaron té y pastel de queso con el hombre de la luna, que les envolvió unos trocitos para que los metieran en las fundas de las almohadas antes de volver al hospital. Todos habrían querido quedarse allí más tiempo, pero la luna tenía que marcharse a iluminar la otra mitad del mundo, y Lena no quería que los mayores se preocuparan. De modo que, tras despedirse educadamente de todos, montaron de nuevo en sus lagartijas mágicas y regresaron a su habitación del hospital, pensando que ninguno de los adultos se había dado cuenta de su ausencia. Silenciosamente, los tres amigos se dieron un abrazo y se metieron cada uno en su respectiva cama.
Había sido un viaje emocionante y, a pesar de las regañinas que recibirían de padres y enfermeras al día siguiente por haber escapado de su habitación en mitad de la noche, estaban absolutamente resueltos a repetir la experiencia.