11ª Convocatoria: VENGANZA.

Venganza

Ilustración de Jóse Vicente Santamaria

Porque te miré. Porque me miraste y te dejé hacerlo. Porque me acerqué. Porque me dejaste acercarme. Porque confiaste aunque no debías, pero me atrapaste y también te dejé. Porque pensé que quizás me salvarías. Porque te controlaría pero tú te darías cuenta. Porque me hiciste pensar que sería así. Porque te me diste y me quise dar, aunque no del todo, no lo peor, lo que yo sabía que me llevaría aquí, lo que nunca podré controlar. Porque sabía que no lo conseguiría. Porque me quise engañar, pero pensé que funcionaría, que contigo sí ocurriría. Porque no supiste ver más allá en mis ojos claros que siempre tuvieron cieno. Porque te creí superior y además lo eras. Porque permitiste creerte que lo era yo. Porque mi oscuridad siempre dominaría tu luz. Porque nunca me diste razones, pero te hice mi única razón y, en realidad, la única razón era la mía. Porque me la respetaste. Porque eras ingenua e inteligente a la vez, porque no podía creerte tan bella, adorable y entregada. Porque me cegaste aun viviendo en tinieblas. Porque al final sí me descubriste y quisiste salvarme, pero siempre fue demasiado tarde. Si no hubieras querido, si hubieses huido antes… Yo no lo merecía y te habría encontrado de cualquier forma, aunque te hubieses escondido en el fin del mundo. Las alimañas tenemos un olfato infalible y tú dejabas rastro en todas partes. Porque no pude soportar que ni siquiera lo intentaras y te empeñaras en creer en que lo mejor puede con lo peor. Porque tengo que justificar que eso es mentira, que la naturaleza siempre es una y no se puede luchar contra ella. Porque hay un proverbio oriental que dice que es más fácil cambiar el curso de un río que el carácter de un hombre. Porque no lo quisiste ver y tengo que demostrártelo. Porque simplemente tengo que vengarme de mí mismo y condenarme. Porque siempre quise acabar con el mal que nació conmigo, el miedo y horror que ahora veo en tus ojos, y por eso no he hecho más que conjurarlos. Quizás sobrevivas ahora, quizás no, pero de cualquier manera me será indiferente porque siempre me acepté como soy. Así que en cualquier después que tengas, no lo dudes: busca venganza también o ellos seguirán venciendo.

Mariola Díaz-Cano Arévalo

Octubre 2012

He aquí la 11ª Convocatoria de Surcando Ediciona bajo el lema “VENGANZA”.

Esta ilustración pertenece a Jóse Vicente Santamaría y el texto a Mariola Díaz-Cano Arévalo. Todos los derechos reservados.

La venganza de la Sultana.

Autor@: Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Ilustrador@: Raquel Losana Larrazábal

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Relato

Este relato es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque), y su ilustración es propiedad de Raquel Losana Larrazábal. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La venganza de la Sultana. 

En la luminosa oscuridad, rodeada de silencio muchos metros bajo tierra, la Sultana pliega su manto multicolor para cubrir por completo su gran vientre de madre encinta.

Sus hijos, de real estirpe, son  dignos de una Sultana coronada por una tiara de cristales tubulares de perrotita de color verdoso que refulgen junto a cubos maclados de plata y otros dorados de piritas rematados por largos prismas de amatista.

La envuelven sus tornasolados “mantos azules” que resplandecen en la negrura de las profundidades de la tierra, su fortaleza inexpugnable con sus vetas amarillo limonita, negros manganeso, ocres y dorados de cobre, anaranjados de goslarita, irisados de dietrichita, blancos nieve de yesos, todos ellos florecidos y tejidos entre grandes masas de carbonatos que forman un arcoíris de inimaginable belleza y riqueza.

Sujeta con fuerza e ira su enorme vientre para no dejar salir de allí a sus múltiples hijos, que podrían repartir su riqueza mineral sobre aquella tierra seca, desmembrada y solitaria de la montaña que le da cobijo y escondite.

La Sultana está furiosa y clama VENGANZA.

No una venganza de explosiones, como otras veces, para exhibir sus riquezas ante los ojos atónitos e ingratos de los hombres que la han lisonjeado, expoliado y humillado. No. Ahora la venganza de La Sultana se ha hecho fría a lo largo de los años. La va a servir fría y eterna.

¿Qué mejor venganza que la de la propia naturaleza ocultando para siempre sus tesoros de forma irrecuperable?

Ilustración de Raquel Losana Larrazábal

Los ingratos que los explotaron durante siglos, miles de años, desde el Mioceno, no supieron gestionarlos ni agradecerlos.

Desde remotas épocas sus riquezas interiores de galena, plata, zinc  y muchos otros metales deseados, fueron saliendo de la brecha de falla cristalizada de su manto con abundancia generosa.

Siglos y siglos desde el Mioceno, con épocas de grandes extracciones y otras de largos abandonos y olvido.

Su riqueza no ha podido nadie medirla en tantísimos años. Siempre estaba ahí, oculta pero presente.

El paisaje de su entorno ha cambiado mucho a lo largo de los siglos: desde fértiles zonas muy arboladas de tipo mediterráneo, formando grandes manchas tupidas y verdes mezcladas entre las vetas multicolor de sus “mantos azules” en las sierras mineras que dotaron de su enorme riqueza de plata a la Roma clásica, durante cientos de años, hasta el cambio de sus bosques talados desde aquellas lejanas épocas para hacer barcos de guerra o de transporte y después para las propias explotaciones de sus ricas minas, para entibar las largas galerías y reforzar sus terrenos de laboreo.

Poco a poco aquellas sierras frondosas perdieron su encanto y mudaron su vestido por el seco y árido paisaje casi lunar, horadado por miles de pozos acá y allá que semejan ojos al abismo.

El mar allí tan cerca, ha seguido ofreciendo su inmenso azul para recordar que aquello fue un paraíso de climas templados y vegetación mediterránea junto a una de las mayores riquezas minerales imaginadas.

La revolución industrial del siglo XX ha marcado una nueva etapa en su desarrollo, con muy poco control, que ha dejado su huella en el paisaje y la riqueza medioambiental de toda aquella zona de sierras mineras.

En la década de los años 80, en pleno siglo XX, las extracciones de la sierra minera de Cartagena- La unión que tanto progreso y bienestar habían creado en toda la zona, empezó a presentar síntomas de agotamiento.

Aquel paisaje lunar de extraños colores había dado ya todo lo posible y los técnicos, geólogos e ingenieros de minas buscaban afanosos zonas donde los filones y la riqueza mineral permitiesen la continuación de la prosperidad de la zona y de sus muchos trabajadores y empresas allí radicados.

Tras muchas «catas», estudios y análisis de los terrenos cercanos, un proyecto nuevo vio la luz en 1987 para la continuidad de aquellas explotaciones tan ricas. Sería la ampliación de la cantera Los Blancos II, que reuniría conjuntamente Los Blancos III y cantera La Sultana , alargándose hasta el borde cercano al pueblo de Llano del Beal, garantizando un mínimo de 11 años, prolongables, con una explotación valorada y calculada de 26.853.000 toneladas en un yacimiento que contenía 200.000 toneladas de plomo, 600.000 de Zinc y 1.600.000 de azufre, estimando una cantidad de 270.000 kilos de plata.-

Todo un hallazgo.  Un tesoro que duraría muchos años proporcionando riqueza a toda la zona, con trabajo para sus habitantes y gran desarrollo en todos los frentes, directos e indirectos.

La Sultana ocultaba tanta riqueza como jamás se habían imaginado.

Iba a ser una auténtica reina repartiendo sus riquezas minerales a toda la zona.

La que tanto admiraron civilizaciones anteriores que pasaron por allí, por sus colores, su belleza, su paisaje «de otro mundo», y que solo habían arañado un poco sus ocultas riquezas, sin llegar nunca a sus ricos filones y yacimientos ocultos, ahora con aquel nuevo plan de labores podía surgir de las profundidades con todo su esplendor mineral.

Pero, ¿qué pudo pasar para que todo aquello se torciera y La Sultana se cerrase bajo su manto sin permitir que jamás se abriera ni dejara salir de su enorme vientre tanta bonanza?

Decía Edward O. Wilson :

Nuestros gobernantes y líderes políticos tienen una formación basada exclusivamente en las Ciencias Sociales y Humanidades.

Desconocen las Ciencias Naturales o las conocen muy superficialmente.

Igualmente los intelectuales públicos, articulistas y creadores de opinión de los medios y «gurús» de la intelectualidad.

Sus análisis son metódicos, alguna vez correctos, pero la base sustancial de su saber es fragmentada y sesgada.

¡Qué poca Física y cuanta metafísica barata en la enseñanza y en lo gubernamental!

¿Cabe entonces imaginar otro presente distinto al nauseabundo olor que impregna gran parte de nuestra realidad?

Me voy a buscar piedras. Están ahí desde siempre. Algo podrán contarme sobre lo real y, en cualquier caso, pueden servir para armar una honda.

A La Sultana tal vez le hubiese gustado más el sistema de los antiguos tiempos, cuando las minas de interior eran ciudades subterráneas, palacios negros donde se entrecruzaban enormes galerías de cientos de kilómetros sin dar señales al exterior, salvo las escombreras de residuos minerales entre los bosquecillos de pinsapos, con el mar azul al fondo, donde los barcos cargaban tanta plata para Roma que hasta las anclas se fundían en plata para llevar más cantidad..

Distintas épocas que se sucedieron, cada una con sus expolios o abundancias. Muchos siglos sobre aquellos «mantos azules» de las sierras mineras.

A mitad del siglo XIX las minas de de las sierras de Cartagena-La Unión producían dos millones y medio de quintales de plomo al año.

La Sultana ha visto de nuevo florecer épocas llenas de progreso y riqueza, calculadas y evaluadas por métodos modernos y por técnicos modernos….

Pero sus sueños quedarán abortados por unos extraños acontecimientos que nunca ha comprendido.

El pecho de La Sultana se estremece de tristeza, rabia, incomprensión y decepción bajo sus collares y gargantillas de brillantes metales y cuarzos.

Sus manos se cierran con fuerza como si quisiera hundirse aun más bajo la montaña abandonada.

Aquel proyecto- recuerda- se abortó por una guerra absurda, a tres bandas, donde los intereses irreconciliables de los habitantes del pueblo de Llano del Beal se opusieron frontalmente a que las nuevas explotaciones se acercasen al pueblo y pudieran perjudicar alguna de sus casas con las posibles vibraciones del terreno.

Los trabajadores de la empresa encargada del proyecto, que llevaba años trabajando en las otras canteras de la zona con modernas maquinarias, no entendían la razón de tanta oposición y cerrazón y luchaban por sus puestos de trabajo.

Los del pueblo estaban en pie de guerra y asaltaban las maquinarias, cortando las pistas de explotación para evitar los trabajos.

En medio de todo este absurdo caos, la Comunidad Autónoma quería conciliar a ambas partes y dar la razón a todos, sin conseguir nada.

Una guerrilla ruidosa, sin acuerdos, con cada parte encerrada en su razón.

La empresa, que era quien debía llevar la parte más importante del proyecto y su financiación, con nuevas maquinarias y ampliaciones de gran envergadura, estaba en un gran aprieto con la bajada del precio del plomo en la Bolsa de Metales de Londres, que era lo que marcaba la viabilidad de todo el proyecto minero.

Las divisas de metal de plomo, zinc etc. estaban en bajada.  Subirían seguramente en poco tiempo, como siempre había ocurrido, pero de momento lo que menos necesitaban era una guerrilla en una de sus explotaciones españolas.

Aquel absurdo guirigay no presagiaba nada bueno.

La Sultana lo supo. Tapó sus oídos a todo aquel desafuero y permaneció en silencio en  su oscuro reducto.

La sede central de la empresa, desde Paris, ante la falta de acuerdo y soluciones por las partes, optó por la venta y subsiguiente cierre de todas las explotaciones de la Sierra Minera de Cartagena- La unión.

En sucesivas etapas liquidó todas las pertenencias, maquinaria, terrenos y despidió finalmente a todos sus trabajadores, abandonando aquel gran  proyecto que iba a ser el más importante del momento, hundiendo el futuro de La Sultana y de toda la zona minera adyacente en 1991.

150 años de trabajos de minería de la zona se derribaron en un campo de batalla absurdo.

Inversiones millonarias de infraestructuras e industrias derivadas, tráfico mercantil, puestos de trabajo para muchas familias, personas que perdieron todo…. Por una disputa de pueblo.

La Sultana, silenciosa, oscura, en su rico trono, permanece bajo toneladas de tierra, rocas y metales, encerrada en sí misma, sabiendo lo que toda esa riqueza habría significado para la prosperidad de tanta gente.

Ahora, en su fría venganza tras los años, las abraza sin compartirlas con nadie, sabiendo que ya jamás se podrán encontrar ni explotar, abandonadas en el interior de una agreste sierra que las ha ido derrumbando y hundiendo más y más, año tras año.

La noche se cierra sobre las cumbres de la sierra minera de los «mantos azules» de Cartagena-La unión.

No se verá nunca el rictus amargo de La Sultana,  aferrada a su venganza, al saber lo que posee y que nunca compartirá con nadie….

Original de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

¡VEN…GAN…ZA!

Autor@: Olga Besolí

Ilustrador@: Paloma Muñoz

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Terror

Este relato es propiedad de Olga Besolí, y su ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

¡VEN…GAN…ZA! 

Ilustración de Paloma Muñoz

«¡Ven…gan….za!» logró articular ella, con un hilo de voz apenas perceptible. Luego, la última exhalación, en un grito ahogado, que salió de lo más profundo de sus entrañas.

«Aún cuando su cuerpo abandona la vida, esta mujer sigue teniendo un porte altivo» pensó él, desconcertado.

 Los ojos de la mujer se tornaron vidriosos mientras permanecían clavados en el rostro de su asesino. Su luz se extinguió. La vela sobre la mesa se apagó de repente. Una ráfaga del frío viento de octubre vapuleó la cortina que le impedía el paso, arrastrando consigo un susurrante coro de voces de ultratumba. «¡Ven…gan….za!», «¡Ven…gan….za!», «¡Ven…gan….za!», parecía oírse, a golpes de viento.

Él, llevado por un miedo súbito, apretó aún más las manos sobre la frágil garganta, comprimiéndola, estrechándola en un cerco mortal en el que su víctima ya no se debatía. Presionó más y más, fuertemente, hasta que oyó el chasquido del cuello roto.

La cabeza de la vidente cayó hacia atrás de forma grotesca. Los medallones de su turbante tintinearon y unos mechones de pelo quedaron al descubierto. El viento rugió sobre las paredes de la tienda y arrancó de cuajo la cortina. Golpeó con fuerza la lámpara de araña, que se movió como un péndulo sobre sus cabezas, emitiendo extrañas y siniestras sombras. El aire se arremolinó sobre la mesa. La bola de cristal se hizo añicos al chocar contra el suelo. El tapete se levantó y las cartas de la baraja salieron volando en mil direcciones diferentes.

Algo le pasó rozando la mejilla. No tuvo tiempo de ver qué era. El viento amainó súbitamente. Se extinguió sin dejar más rastro que una estela de objetos esparcidos y una calma inquietante.

El frío se apoderó de la estancia. Inmediatamente, notó como la sangre caliente manaba de  su cara, resbalando por su cuello. Se limpió como pudo con el brazo de la chaqueta, sin atreverse a soltar a su víctima, aún caliente bajo sus manos frías. Buscó con la mirada qué le había herido, escudriñando el suelo lleno de despojos y objetos rotos y allí estaba: la carta de la muerte, el arcano más terrible del tarot, con ese horroroso esqueleto dibujado que parecía haber cobrado vida y reírse de él, tintado con su propia sangre.

Entonces se arrepintió. No de haber matado, eso nunca. Al contrario, sentía un placer extremo que lo invadía cada vez que arrancaba una vida de un cuerpo. No. Era otro tipo de arrepentimiento. El que se siente al haber errado en la elección. ¿Por qué había escogido acudir allí cuando lo más sencillo hubiese sido la huída?

Cuando llegaron los rumores de que los gitanos acampaban a las afueras del pueblo y de que traían consigo la maldita bruja, debería haberse largado lejos, allí donde su secreto no pudiera ser desvelado. Pero no lo hizo. No podía. La curiosidad que sentía era demasiado fuerte y tentadora: quería saber si las habladurías eran ciertas; si era, en verdad, tan infalible como decían y representaba un peligro para él, o si era solo una farsante más.

No. No  estaba siendo sincero consigo mismo. No era eso lo que quería en realidad. Necesitaba ver con sus propios ojos si era capaz de descubrir lo que él era. Quería estar presente para saber cómo reaccionaría si lo averiguaba, si lo veía reflejado en su bola de cristal. Anhelaba que fuera así, como sucedió años antes con ese detective menos listo de lo que se creía. A él tuvo que dejarle un par de buenas pistas para que pudiera seguirle el rastro. A ella, a la vidente, le acababa de dejar un billete de diez sobre la mesa y una petición «Adivíneme el futuro pero antes quiero que eche un vistazo a mi pasado».

Había ansiado que ella leyese en sus cartas toda la muerte que había dejado tras de sí y luego lamer el terror de sus ojos antes de estrangularla. Como al detective. Todavía recordaba el esfuerzo que le costó apretar ese cuello inmenso. También la lucha desesperada que mantuvo por permanecer con vida mientras él apretaba su garganta y esas manos grandes y fuertes que le golpeaban y que casi arruinaron el momento.

Después de eso nunca más volvería a ir a por otro hombre. «Las mujeres son más asequibles», pensó mientras se regocijaba observando las facciones sin vida de la adivina. «¿Por qué no fue capaz de ver mi pasado?», se preguntó. No acababa de creer la excusa de la vidente, que las cartas estaban borrosas y no podía leerlas, que esa noche, víspera de todos los santos, los espíritus solían interferir porque eran ellos los que querían hablar; y que, por el mismo precio, podría dejarse poseer por ellos. No le terminó de convencer, pero le fascinó la propuesta.

Poseída por los muertos. El placer que había sentido en el momento en que lo oyó de boca de la vidente fue casi tan intenso como el de matar. Y el ansía de rodear el cuello con sus manos se acrecentó mientras ella entonaba  cánticos incomprensibles y su faz se tornaba de un blanco marmóreo.

Debió abandonar la tienda de la bruja en el mismo instante en que su cuerpo fue tomado por el único espíritu con el que él no quería comunicarse, el de su propia madre: «Eres malo, siempre lo has sido, y tendrás tu merecido. Ya sabía yo, cuando todavía estabas en mi vientre, que eras un demonio. Te pudrirás en el infierno. Ven aquí. Ven aquí ahora mismo. No me hagas esperar. Si tengo que ir a por ti sabrás lo que…»  Él recordaba de sobra esas palabras hirientes. Las rememoraba cada vez que mataba. Y tenía que ahogarlas antes de que crecieran y se volvieran insoportables, aunque fuera dentro del cuello de la vidente.

Recordó ese instante y una oleada de excitación recorrió todo su cuerpo. Quiso mirar por última vez a la cara de la muerte y soltó el cuello de la vidente para sujetarla por los cabellos y alzarle la cabeza. El turbante se desprendió, liberando la ondulante cabellera rojiza. Cayó al suelo y las pequeñas medallas volvieron a tintinear. El tintineo se unió al sonido de unas campanas lejanas, las de la iglesia del pueblo, que marcaban la medianoche.

De pronto, el cuerpo muerto de la vidente pareció insuflarse de vida e, inesperadamente, le miró a los ojos desde los suyos sin luz, atrapando su atención en la negrura profunda de sus retinas. Las manos de la vidente, inesperadamente huesudas y firmes, agarraron con fuerza el cuello del asesino. Él la cogió por las muñecas, soltando la cabeza que cayó inerte hacia atrás, en un intento desesperado por desprender esas manos aferradas a su garganta, pero no podía. No podía. «¡No puede ser! ¡Es imposible! ¿Vive aún?», se preguntó. Pero la cabeza desplazada, zarandeándose sin control alguno cada vez que él intentaba liberarse de sus garras, y ese hueso que sobresalía bajo la piel del cuello, demostraban que estaba muerta.

Sintió como unas largas uñas, que antes no tenían sus manos, le arañaban la nuca y eso le recordó a una antigua conocida, una prostituta, su primera víctima, aquella que le prestó sus servicios antes de morir. Se excitó, pero pronto el tacto cambió y las manos se volvieron inquietas y nerviosas, flexibles alrededor de su cuello, como las de aquella adolescente juguetona a la que sedujo antes de matar. Luego se volvieron rugosas y ásperas como las de la anciana a la que exterminó, más por compasión que por otra cosa, para cambiar a las pequeñas y regordetas manos de un chiquillo sin apenas fuerza. Unas manos inocentes que recordaba con todo detalle y que no podían hacerle daño alguno.

Entonces, el asesino, en un instante de lucidez, supo que ese era su momento para escapar, para librarse del mortal abrazo, pero cuando separó, sin gran esfuerzo, esas manos infantiles de su cuello, se transformaron en otras más fuertes, más grandes, más masculinas. Se atenazaron tan fuertemente sobre su garganta que pronto el aire empezó a faltarle. No podía más. No podía. Estaba a punto de morir y lo sabía.

«¿Detective?» dijo el asesino en un susurro ahogado, usando las fuerzas que empezaban a escasearle.

La cabeza desnucada de la vidente empezó a rodar hasta quedar a un lado mientras acercaba su cuerpo al de él. Clavando sus pupilas muertas sobre los ojos llorosos del asfixiado asesino, ahora convertido en víctima, estrechó el cerco sobre su garganta y le dijo al oído con la voz ronca que el detective había tenido en vida: «¡Ven…gan…za! ».

Olga Besolí

Octubre 2012

 

El lobo azul.

Autor@: David Gambero

Ilustrador@: Paloma Muñoz

Corrector/a: Carme Sanchís

Género: Aventuras

Este relato es propiedad de David Gambero, y su ilustración es propiedad de  Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El lobo azul.

Ilustración de Paloma Muñoz

El Lobo Azul se mecía intranquilo en las revueltas aguas de la pequeña cala donde descansaba. Sus tripulantes hacía mucho que no gozaban de un instante de descanso sereno. El olor a pescado podrido que había era insoportable y no había forma de librarse de él. Allí donde fueran, donde plegaran velas y echaran anclas, todos los peces morían y sus cadáveres se arremolinaban alrededor de la quilla del casco. Hubo quien lo vio como una fuente de alimento fácil. El resto, los que aún seguían vivos, sabían lo que significaba: Mal agüero. Y todos los marinos sabían de dónde provenía aquella mala suerte que les perseguía. La pisaban a diario. Habían sudado y sangrado sobre ella. Era su hogar y ataúd. Era aquel barco. El Lobo Azul.

-No quedan más sacos… -se oyó quejarse a lo lejos a un marino con la nariz picada por la viruela.

Hubo más de una mirada de circunstancia ante aquella aseveración. Miradas que encendieron susurros. Susurros que trajeron maldiciones. Y maldiciones que murieron cuando las botas del capitán retumbaron en cubierta.

-Haced más –fueron sus únicas palabras antes de que su majestuoso albatros bajase de las nubes y se posase con gallardía sobre su hombro-. Somos hombres de mínimos y es lo mínimo que podemos ofrecerle a nuestros muertos y al dios del mar.

A Robert siempre le impresionaba la figura de su capitán. Alto, imponente y conservando casi todos los dientes, Jonathan “El Noble” Ander gobernaba el Lobo Azul desde hacía dos años. Tiempo en el que un joven soñador, imprudente y con poco seso como Robert, había aprendido a ser marino. Casi a ser un hombre y a duras penas, un pirata. Porque eso eran: Piratas. Un oficio mal visto y vilipendiado. Pero poco importaba la mala reputación a los hombres del Noble… Durante toda su vida habían atraído las malas lenguas. La mar era y sería siempre un lugar de una belleza terrorífica, y ellos preferían ser parte del terror que de la belleza. Rostros marcados y corazones podridos no tenían lugar entre las balandras de los comerciantes o entre las flotas reales.

Pero para Ander no era así. Aquel hombre había nacido entre sábanas de algodón y crecido entre las más distinguidas mentes de la vieja Inglaterra. A veces la vida te alza tan alto sólo para poder darse el gusto de ver cuánto gritas al caer. El Noble había dejado por el camino honor, título y un ojo. En su lugar, ganó respeto. Todo el del Lobo Azul. Lástima que el respeto no diese de comer o atrajese el viento.

-¡Contramaestre! –le gritó el capitán a Robert que, nuevamente, se había quedado hipnotizado mirándolo.

-Sí, mi capitán.

En cuanto se acercó el albatros, se le quedó mirando fijamente a los ojos. Un escalofrío encontró hueco en el alma del muchacho y le arrebató el aliento. Había algo en la mirada de aquella ave que le enfermaba. Era demasiado profunda. Demasiado humana. Y lo peor: Demasiado conocida.

-Avisa a los hombres para que tengan la nave dispuesta. Esta noche, en cuanto salga la luna llena, zarpamos.

Robert ya había previsto aquello y el Lobo Azul se encontraba en las mejores condiciones posibles. Había agua y comida para dos semanas, cuatro si empezaban a racionar desde el primer día, y pólvora y balas suficientes como para abastecer a las veinticuatro piezas por banda que guardaba el navío en su interior. El ánimo general era otro cantar, pero no era aquello lo que le habían preguntado.

-¿Rumbo, señor? –preguntó con un nudo en la garganta.

-Seguiremos el ojo de la luna –le contestó con calma al tiempo que varios marineros se arremolinaban a su alrededor-. Habéis oído bien. Esta noche zarpamos. Vamos a cazar a ese hijo de mala madre de una vez por todas.

De pronto, lo que habían sido cinco hombres se tornaron en veinte. Luego en cuarenta. Y luego toda la tripulación. Robert les vio a todos fatigados. Heridos y remendados. Cubiertos por ropas harapientas y hojas con herrumbre por espadas. Pero eran piratas. Y aquellas palabras bastaban para incendiar sus corazones con la misma fuerza que haría el ron… Si este no se agriase en cuanto los barriles tocaban la cubierta del barco.

-¡Venganza! –surgió entonces un  grito espontáneo. Muchos le siguieron-. ¡Venganza!

Sí. Aquella era una noche para saldar cuentas. Para disipar fantasmas. Para ser piratas. Y eso es lo que serían.

Fue noche de grog. El que preparaban con el agua de sentina y no querían saber qué más, los cocineros del navío. Allí estaba toda la tripulación, en la panza del Lobo, bebiendo para olvidar. Para coger fuerzas. Para ahuyentar sus males. Robert se les unió una vez finalizada su labor para con el capitán.

-¿Asustado, Faluka? –le preguntó nada más llegar Hendrik, uno de los artilleros que más dedos conservaba.

Robert sonrió ante su apodo de pirata. Faluka. Unos decían que significaba pequeño barco en árabe. Otros que era ramera en el dialecto de Barbados.

-Dos años de mala suerte es mucho para no andar asustado, Hendrik –le contestó aceptándole una taza de grog-. Pero si le cogemos, todo acabará, ¿verdad?

-¡Si le hundimos y lo mandamos al fondo del infierno, se acabará! –Gritó tras él Guijarro, un español que sabía hablar mejor cualquier idioma que el suyo propio-. Mientras, es sólo un puñetero barco usurpando nuestro nombre.

Robert alzó su bebida mostrándose conforme. Apenas podía creer que todas las desgracias que les habían acaecido, todos sus males y desdichas, se debieran al nombre de su barco. O más bien, al nombre de otro barco. Al de aquel que se hacía llamar el Santo Rojo. Al de Ewan McClane. Ese pirata gordo, borracho y devoto hasta el extremo que había decidido rebautizar su nuevo barco, capturado a la escolta de unos mercantes españoles, como el Lobo Azul. Desde el mismo día que se presentó en la isla de Tortuga alardeando de su captura, a la tripulación del Lobo Azul original todo le había salido mal. El viento les abandonó cuando eran perseguidos por la Royal Navy y hubieron de escapar tras enseñarles a dos barcos ingleses que les iba a costar más hombres hundirlos de los que se podían permitir. O cuando, en pleno asalto, todos los ganchos de abordaje se rompieron al mismo tiempo.

-Luego vinieron los peces y el mar turbio –recordó otro marinero-. Nos falta únicamente que el sol no de calor.

-Dos barcos con el mismo nombre… -susurró Hendrik apurando su bebida-. Ese jodido irlandés loco… Sabe la mala suerte que trae, y aún así, lo hizo. El capitán debió meterle un tiro cuando lo tuvo delante.

Todos recordaban aquel día. Tras una nueva y desastrosa aventura se encontraron con el Lobo Azul de McClane varado en una bahía. Le habían desarbolado el palo mayor y el menor amenazaba con seguir el mismo camino. Había escapado de una escaramuza a fuerza de remo, valor y cañonazos a quemarropa. El daño estaba marcado a rojo en la cubierta, sobre la que una peculiar nube no dejaba de descargar agua sobre ellos. El capitán Ander aprovechó la ocasión para enfrentar al esquivo pirata como caballeros. Usando la fórmula del parlamento en lugar que la de las armas que es la que demandaba su tripulación.

-Los piratas no se asaltan entre sí. No somos coyotes. Somos lobos.

Aquellas palabras le consiguieron el parlamento deseado. Robert, Hendrik y dos marinos más le acompañaron a la orilla de la playa cercana donde el enorme irlandés, con su cabello en bucles llameando al viento, les esperaba rodeado de los suyos. En sus manos sostenía una Biblia con la misma fiereza que lo hacía con el alfanje.

-¿Ves ese lobo tallado en la proa de nuestro barco? –Le dijo Ander al encararle-. Es un lobo. Azul. ¿No te dice eso nada?

-Que tenéis poca imaginación –replicó el irlandés inflando su potente pecho a grandes bocanadas-. Nuestro navío es el auténtico Lobo Azul de los mares. El vuestro es sólo un cascarón que se mantiene a flote únicamente por la gracia de Dios.

-Mira, irlandés… -Ander estuvo a punto de perder la paciencia, pero se contuvo-. No sé qué te ha dado autoridad para saltarte las leyes del mar. Y más importante aún: la de los piratas. Pero uno no toma el nombre de otro barco a menos que esté hundido. Trae mala suerte para ambos.

-La suerte es para los ignorantes y los descreídos. Los hombres de fe creemos en los designios divinos.

-¿Es del agrado de vuestro señor que os hayan desarbolado? –Se mofó Ander afianzando su postura-. ¿O que ataquéis y matéis a personas inocentes y honradas?

-Nosotros sólo cumplimos la voluntad de Dios. Y Dios quiere que libremos estas aguas de herejes ingleses.

-Pero señor, ayer atacamos un convoy español… Y ellos son cristianos –replicó uno de los piratas de McClane.

La tripulación de Ander se echó a reír, mas este no lo hizo. En su lugar se colocó de perfil y dejó paseando su mano peligrosamente sobre su cinto, donde dormía su pistola de chispa lista.

-¡Impuros! –Gritó McClane-. ¡Ignorantes que sólo se acuerdan de San Pedro cuando truena! Yo limpiaré el Caribe de su presencia y usaré el oro para construir una iglesia.

-Creo que ya hay algo parecido en Italia… Se llama Vaticano.

-¡Callad! –Gritó fuera de sí el pirata pelirrojo-. Si no fuera porque el parlamento me impide mataros aquí mismo ya os estaría aplicando la extremaunción.

-Hundid vuestro barco, desbautizadlo o lo que os venga en gana, pero no volváis a abordarlo bajo el nombre de Lobo Azul.

-¿Y si no lo hago?

-Entonces, la próxima vez que nos encontremos me aseguraré de llevar dos monedas en el bolsillo para vos.

Aquel fue el final del parlamento y de toda negociación para conseguir el fin pacífico de la maldición. Y desde ese momento, todo infortunio, todo mal augurio posible se cebó con ambas embarcaciones. Hasta que dejó al Lobo Azul del Noble varado a la espera de conseguir fuerzas para una última travesía salvadora. Una que le librase de cuantos males les azotaban.

-¿Y por qué no cambiamos el nombre nosotros?

Aquella pregunta tornó el aire melancólico de la celebración en hostilidad. Todas las miradas se volvieron hacia un grumete que no llevaba más que seis meses en el barco y que sólo había conocido el infortunio y la derrota.

-¿Qué cojones hay en el mascarón de proa, tonto del culo? –le gritó Hendrik.

-Un… ¿Un lobo?

-¡¿Y de qué color?! –gritaron varios de los piratas.

-A… azul –tartamudeó el chico.

Hendrik tiró su taza a un lado, asió al grumete por la solapa de la andrajosa camisa y lo levantó un palmo del suelo casi sin esfuerzo.

-Uno no arranca el mascarón de proa de su embarcación como no se arranca el corazón –le explicó no sin ganas de romperle el cuello por ignorante-. Este barco nació como el Lobo Azul y morirá como tal. Con la bandera pirata ondeando en su mástil y nuestros cuerpos flotando a su alrededor como esos putos peces muertos ¿Entendido?

Le soltó de golpe y el muchacho dio con sus huesos en el suelo. Gateó hasta ponerse a salvo de las miradas asesinas y las risas hasta que Hendrik volvió a su lugar y tomó una nueva bebida que le ofreció Robert.

-Así que no cambiamos el nombre porque no nos sale de los cojones… -inquirió con una media sonrisa el contramaestre.

-No –le devolvió la sonrisa Hendrik-. Porque eso sí que da mala suerte.

Todos se echaron a reír a pleno pulmón sabiendo que podrían ser las últimas carcajadas que se permitieran. De hecho, lo fueron para cuatro marineros. Dos acabaron intoxicados por el grog; uno salió a tomar el aire y cayó por la borda; y el último, sintió una atracción fatal hacia el fuego, por lo que desde ese día le conocieron como el “Arrugado”.

-Pura mala suerte –dijo Robert al capitán cuando le transmitió las noticias antes de zarpar.

-¿Recuerdas cuando luchábamos contra la mala suerte?

Robert asintió con gravedad. Meses de maldiciones y rituales desperdiciados. Todo chamán o curandero de cada isla en la que recalaban creía tener la solución a los problemas de aquel barco maldito. Todos acabaron con el poco oro de la tripulación y la promesa de que volverían a por sus gaznates cuando se hubiesen librado de ese peso.

-Es extraño vivir con el infortunio –siguió Robert mientras observaba la danza entrenada de la tripulación liberando al Lobo Azul de sus ataduras a tierra.

-El mar es un lugar tan complicado como desconocido, Faluka –le dijo el capitán mientras daba de comer a su albatros-. Aquí gobiernan leyes que no han sido plasmadas en palabras. Por eso muchos sentimos fascinación por él. Por el misterio que emana.

-Y por las oportunidades de negocio.

-Desvalijar a los españoles siempre fue mi medio de vida –le recordó Ander-. Cuando uno acepta ser corsario reniega de su lugar en tierra.

-¿El exilio por la vieja Inglaterra? Dígame capitán, ¿valió la pena?

-¿Servir a la corona inglesa como corsario? No –dijo al tiempo que se colocaba al pie del castillo de popa-. Poder limpiarme el culo con la patente de corso cuando esa vieja gorda nos dio la espalda a mí y a diez capitanes más por firmar esa ridícula paz… Eso sí que valió la pena. Por primera vez me sentí libre. Yo, Hendrik y la mitad de los rufianes que llamas hermanos, Faluka. Y desde entonces peleamos por esa libertad y nos la ganamos con la sangre y el oro de otros.

Robert no dijo nada. Conocía la historia del capitán sin detalles. De corsario afamado a renegado. A paria. A pirata. Decenas de historias similares llenaban casi todos los barcos piratas del mar Caribe. Él, al menos, consiguió recalar en uno que todavía conservaba pizcas de honor y no tenía la barbarie por bandera. La suya era la enseña negra. La calavera con el reloj de arena. Tiempo de piratas. Tiempo de libertad y una vida mejor. Eso fue lo que le dieron en el Lobo Azul y, mataría por conservarlo.

-¡Levad el ancla y arriad la mayor! –Gritó el capitán-. ¡Vamos de caza! ¡El lobo está hambriento!

Los vítores llegaron hasta la mismísima luna llena que se alzaba en el cielo. En su centro, si se tenía buena vista, se podía distinguir un pequeño hueco de negrura. Un ojo. Una señal a seguir. De nuevo el albatros alzó el vuelo y encabezó la navegada. Dejaron atrás la bahía que habían llenado de peces muertos. Quedaba poco para que la tierra de la exigua isla que les servía de escondite desapareciera de su vista, cuando una voz corrió de boca en boca por todo el barco. Ya estaban preparados para ella.

-¡Deriva a babor!

Cuando la voz llegó al timonel, Ander se aferró a un cabo. Robert hizo otro tanto, pues ya sabía lo que sucedía cada vez que no tenían tierra a la vista. El tirón no se hizo esperar y el barco, inexplicablemente, se venció a babor como si le hubiese alcanzado una ola invisible. Gritos y maldiciones recibieron el vapuleo que el timonel trataba de compensar como podía, forzando a un lobo herido que se negaba a navegar en línea recta.

-¡Tenemos capitán, hija de puta! –gritaban siempre los marineros.

Un barco no navega recto sin capitán. Eso decían las leyendas. Y eso parecía creer el océano, pues cada vez que el Lobo perdía de vista la tierra, se escoraba a babor. Sólo había una forma de detener aquello. Ander le dio un toque en el hombro al timonel que soltó la rueda de mando y ocupó su lugar. Aferró con fiereza aquella inexplicable fuerza que hacía girar el timón hacia un lugar antinatural y se mantuvo firme. Robert, por su parte, corrió hasta la bodega de artilleros de babor donde Hendrik tenía un cañón preparado. Le habían quitado las calzas y entre tres lo sujetaban cual perro rabioso.

-¡Listo! –gritó el contramaestre.

No hizo falta más. La chispa prendió el cañón y un ensordecedor trueno liberó una bala que fue a perderse en la noche. De pronto, el barco volvió a su estado natural. Como si aquel manotazo de fuego, aquel grito de atención, hubiese obtenido respuesta. El Lobo tenía capitán y nombre. Y nadie iba a renunciar a ninguno de los dos. Mientras la alegría corría por lo tablones sobre sus cabezas, Hendrik selló la boca del cañón.

-¡Espero que no se os olvide, perros inútiles! –Les gritó al resto de artilleros-. ¡Que nadie se acerque a este cañón pase lo que pase hasta que volvamos a ver tierra!

Todos asintieron. Robert incluido. Aquella señal era para advertir a quien quiera que fuese que el capitán estaba a los mandos y vivo. Repetirla quería decir algo que nadie de los presentes quería siquiera imaginar…

-Vuelvo junto al capitán –les informó Robert-. No sé cuánto navegaremos en la oscuridad, pero dice que para el amanecer le habremos encontrado.

-Si se lo ha dicho el pájaro, entonces confío en él –le contestó Hendrik mientras se limpiaba el sudor-. Dios quiera que no se equivoque…

-¿El pájaro? –Preguntó inquietado Robert-. ¿Te refieres al albatros?

Un silencio sepulcral, que dejó espacio hasta al más leve quejido de la nave, hizo estremecer a Robert.

-¿No sabes lo que les pasa a los que la diñan y quedan flotando para que se los coman las alimañas, verdad?

-No…

-Pues si te caes al mar, procura agarrarte a algo que te lleve al fondo y quédate ahí. Es mejor un alma en el infierno que una eternidad atrapado entre los dos azules –le confesó Hendrik-. O si no, pregúntate por qué nadie quería ser contramaestre hasta que apareciste tú aquí.

Aquello hizo palidecer a Robert. No podía ser. Pero después de todo lo que les estaba pasando, ¿podría ser que un alma a la deriva hubiese recalado en un albatros?

-No pienses en ello –le dijo una voz fría a su espalda-. Concéntrate en el alba. Ahí está nuestra venganza, Faluka. Ahí está nuestro destino, si es que todavía queremos tener uno.

El chico, que había subido a cubierta cargando con aquellas tribulaciones, se volvió para encontrarse con su capitán revisando una de sus dos pistolas de chispa que guardaba en el cinto.

-No puede ser cierto…

-A veces pienso que sí –dijo Ander al tiempo que le ponía la mano en el hombro-. Y a veces le veo meter el pico en mi mierda antes de que pueda lanzarla al mar. Pero por las dudas, haz caso a Hendrik.

Con aquella inquietud y una calma tensa, navegaron a merced de los vientos nocturnos. No hubo marino que no hiciera acopio de todo su material de asalto o rezase al dios en el que creyese. Los pechos estaban llenos de estampas de santos, los filos de las espadas de besos. Los corazones llenos de odio y miedo. Odio contra aquel loco pelirrojo inconsciente. Miedo, porque si le encontraban y acababan con él, aquel infortunio no les abandonara.

-¡Barco a la vista!

Todos corrieron por la cubierta al escuchar la voz de alarma. Apelotonados sin orden, trataban de vislumbrar lo que anunciaba el español, que ocupaba el puesto de vigía. Robert resistió la tentación de unirse a ellos y aguardó junto a su capitán mientras soplaba la punta de su arcabuz y comprobaba que tenía la mecha de su muñeca lista para prender. Descubrió la figura del albatros sobrevolando tras de sí.

-No es él –musitó el capitán-. Eso es una carraca, no un bergantín pirata.

Robert lo confirmó cuando el contorno de la nave fue tomando forma. Tres palos de velamen rectangulares. Dos puentes de mando sobre un inmenso castillo de popa y un calado tan espeso que haría difícil que sus cañones lo horadaran. Era un monstruo lento que, seguramente, cargaría al menos el doble de piezas de artillería que el Lobo Azul. No era su objetivo. Pero era un objetivo y ellos piratas. Así pues, había sólo una única pregunta para el capitán.

-¿Arriamos la bandera, mi capitán?

Venganza o piratería. Pudiera ser que nunca encontraran al Lobo de aquel maldito irlandés. Podría incluso haberse hundido. Ander, en secreto, se había informado de sus rutas de abastecimiento y por eso esperaba encontrarlo en aquellas aguas. Pero su información era vieja y todos querían y necesitaban una victoria. Tal vez la venganza pudiera esperar. La liberación posponerse. Pero el oro no esperaba a nadie. Maldijo al destino y se maldijo a sí mismo antes de gritar la orden que su corazón le dictaba.

-¡Dejadles ver quienes somos! –Gritó mientras desenvainaba-. ¡Arriad la calavera!

El comportamiento perezoso de la carraca cambió al momento que la bandera negra ondeó sobre el pabellón del Lobo Azul. Piratas. Y el Noble conocía su oficio. Quedaba saber si el capitán de aquella enorme nave conocía el suyo.

-¡Quince grados a estribor! –Le gritó al timonel mientras su albatros volaba ligeramente escorado a la derecha-. ¡Está a punto de amanecer y el viento va a cambiar! ¡Aprovechémoslo! ¡A toda vela!

No hizo falta más para que marineros se tornaran en piratas. Hombres malditos a combatir. A robar. Y, aunque era bastante improbable, violar.

-No parece que haya mujeres a bordo –gruñó el timonel escudriñando por encima del timón de espadilla-. Ese tipo de bichos sólo lleva una cosa…

-El oro del rey –susurró codicioso Robert.

Y en cuanto se acercaron un poco más, los colores de un rey en desgracia se hicieron patentes. El rey de España. Sonrisas inglesas corrieron de boca en boca. Los españoles no eran los mejores marinos, ni tenían los mejores barcos o capitanes. Pero tampoco eran los peores, y tenían el defecto de no saber rendirse, por lo que aquello sólo se dirimiría a fuerza de pólvora y sangre.

-¡Timonel, ponnos a navegar de bolina! –ordenó el capitán.

-¿Contra el viento? –Repuso Robert preocupado–. Nuestra mejor virtud es la velocidad…

-Nuestra mejor virtud es ser piratas, Faluka –replicó Ander-. Las carracas son torpes contra el viento. Y si ese tipo es como todos los españoles, confío en que copie cada uno de nuestros movimientos.

Lo hizo. En cuanto el Lobo se puso a crujir tras encarar al viento, la enorme nao hizo otro tanto. Mas la distancia se recortaba y pronto estarían a tiro de la artillería.

-¡Armad las piezas de estribor! –Gritaba Hendrik desde su posición a los hombres-. ¡Preparad las balas de larga distancia! ¡Vamos a arañarle la panza a ese bastardo!

Sabían que sólo conseguirían eso desde lejos. Aquella nave requeriría de mucha más munición de la que el Lobo albergaba para doblegarla. Pero no de hombres. Y con eso contaba toda la tripulación mientras lanzaban miradas de reojo a sus armas.

-Diez minutos para alcance de cañón –indicó Robert a su capitán en cubierta-. Una hora, hora y media a lo sumo para poder verles el blanco de los ojos.

-¿Alguna señal de rendición?

Todos los que estaban al alcance de las palabras de su capitán se echaron a reír. Incluido el propio Ander.

-¡Velas rojas! –Gritó entonces el vigía quebrando el buen humor prematuro-. ¡Son las velas rojas del Lobo Azul!

Al momento todos buscaron lo que había anticipado el español de vista de águila. Y no dieron crédito. En la lejanía, acercándose a la proa de la carraca, el navío del Santo Rojo sobre la cual se cernía una extraña e inmensa nube negra que no dejaba de descargar agua sobre ella. No podían tener más suerte. O menos. Todos sabían que no podrían con dos naves a la vez. Ahora sí que era el botín o la venganza, pues la vida siempre estuvo en juego.

-¿Qué hacemos capitán?

El Noble obvió las palabras acuciantes de Robert y miró al cielo, en busca de consejo y un amigo. Entonces, descubrió que volando sobre la estela del propio barco, el albatros aleteaba portando un pez muerto. Ander tragó saliva al ver su futuro y el de sus hombres tan claramente escrito.

-¡Algún día hay que morir! –Exclamó-. Estoy hasta los cojones de vivir bajo una sombra que no proyecto. Estoy hasta los huevos de perder. ¡Estoy hasta los mismísimos huevos!

Todos le miraron sorprendidos. Aquello no era propio de su capitán. Pero sí de un pirata con sangre en las venas. De un hombre que tiene al mar por patria y a la muerte por bandera.

-¡Estamos hasta los huevos! –gritó entonces alguien a viva voz.

-¡Hasta los huevos! –secundó el grito otro.

El grito se hizo uno y todos los pulmones exhalaron aquella maldición. Aquella intención. Pronto hasta el último de ellos se había desahogado. Les habían dicho al destino como se sentían. Y lo que harían.

-¡Todo a babor! ¡Timonel, coja el viento de través! ¡Vamos a por ellos!

-¿A por quién capitán? –se le ocurrió preguntar al contramaestre.

La mirada gélida y llena de odio de su capitán fue su respuesta. Contra todos. Contra el mundo. Contra el destino.

Fue una carrera frenética. La carraca pareció detenerse al verse acosada por dos frentes. Mientras, los navíos piratas volaban sobre la espuma al encuentro de la presa. Las manos se descarnaron tirando de cabos. De forzar velas y corazones. Pero cuando el sol ya abandonaba el mar, nadie era capaz de discernir quién llegaría antes al encuentro del mercante. Este, viéndose acorralado, hizo lo único posible: giró lentamente y quedó apuntado a estribor al Lobo Azul y a babor al Lobo del Santo Rojo. No se iban a rendir. Iban a morir matando. A las tripulaciones no les impresionó. Ni cuando las primeras andanadas lejanas bañaron la cubierta. Aquello tenía que terminar y la carraca no lo iba a impedir.

-Van a asomarse por babor –adelantó el joven Robert-. Con el sol a sus espaldas y para evitar las andanadas de la carraca. Ese irlandés no es estúpido.

-Entonces es hora de dejar de jugar contra la mala suerte… Y jugar con ella.

Aquellas palabras parecieron despertar algo en el Noble que salió a toda prisa hacia la escalera que llevaba a las bodegas. Robert reaccionó y ordenó mantener el rumbo. Lo sabio era que ellos entraran por estribor y afrontar así sólo una lluvia de proyectiles.

-¡No! –Gritó entonces el capitán volviendo a su puesto-. ¡Seguid de frente!

Aquello no tenía sentido a menos que quisiera estrellarse contra el enorme navío español. Pero nadie discutió. Todos los corazones estaban ciegos por el combate inminente. Robert, sin embargo, mostró cordura.

-¡Vamos a matarnos, capitán! ¡Tenemos que ponernos a distancia de cañón!

-Estaremos a distancia de disparo, Faluka –le contestó con sonrisa diabólica en su rostro-. Si no hay suerte, lo estaremos.

-¿Qué?

-Coge a tus arcabuceros y apóstate en la baranda de estribor. Tendrás tu oportunidad…

Obedeció. Contra la razón, lo hizo. Mientras se preguntaba qué oportunidad sería, casi podía oler la orina de los españoles y la sangre de los piratas de las velas rojas. Iban directos contra el casco de la carraca mientras el otro Lobo Azul se abría para poder descargar la fiereza de su artillería contra los españoles. Robert y sus hombres se acurrucaron bajo la baranda buscando protección. Entonces, cuando todo estaba perdido, una sombra de albatros ensombreció el sol un segundo.

-¡Hendrik, ahora! –tronó el Noble.

El sonido de cañón era inconfundible para Robert. De pronto el Lobo, que iba en rumbo de colisión, se escoró hacia babor abruptamente, cambiando de trayectoria. Se colocaron entre la carraca y el pirata de velas rojas ante la sorpresa de todos. El resto fue acallado por un centenar de cañones disparados al unísono. La sangre manchó la cubierta de muerte y el Lobo sangró astillas allí donde la artillería de la carraca le impactaba. Las balas de la nave de McClane ni les rozaron. Pasaron a través de su cubierta dañando doblemente a la carraca española.

-¡Ahora, Faluka! –gritó entonces Ander.

El muchacho y sus hombres se alzaron justo cuando las primeras gotas de lluvia empezaban a bañar su barco y se encontraron casi cara a cara con los arcabuceros del otro Lobo Azul, comandado por McClane, que vestía un hábito negro y sostenía un pequeño cañón entre sus enormes brazos. No daban crédito a la maniobra que acababa de acometer el barco del Noble. Pero la sorpresa había sido general y Robert no estaba preparado. Alzó su arcabuz para al menos poder descargarlo, cuando algo cayó sobre él del cielo. Un rayo plateado. Un albatros. Sus miradas se cruzaron un instante. Un latido. Robert creyó ver lo imposible en ellos justo cuando los arcabuces se aprestaron a cantar. Los del Lobo de velas rojas estaban demasiado mojados para disparar. Los de Robert y los suyos no. Todo pasó en un suspiro. Lo que tardó el viento en alejarles. Lo que tardó el destino en alojar la bala del arcabuz de Robert en el pecho del desconcertado Santo rojo. Le vio caer de espaldas junto a la mayoría de sus hombres. Fue un tiro de suerte. Improbable. Pero le había dado. Entonces el Lobo Azul sin capitán se tambaleó y viró a estribor de manera fortuita e imposible. Ya no tenían capitán. Y así acabó yendo de bruces contra la carraca a la que alanceó con toda su fuerza, y se alojó en su panza mientras que el Lobo Azul de Ander pasaba bajo la última andanada de artillería de la carraca.

Cuando los gritos y cañones dejaron de sonar y el caos dio paso a la cordura, estaban alejados de las dos naves envueltas en un abrazo mortal. El ruido de armas y gritos de dolor sonaba lejano. Ajeno. Ander y sus hombres observaban el espectáculo desde la cubierta. Robert no miraba. Sólo tenía ojos para su mano herida. La que le había dañado el albatros que ahora yacía muerto a sus pies.

-Está… ¿está muerto? –preguntó Hendrik con voz trémula.

-Si no lo está, no tardará en estarlo –contestó Ander mientras se agachaba para recoger el cadáver de su mascota-. Buen trabajo, viejo amigo.

-He… he tenido suerte –fue lo único que Robert pudo balbucear-. Ni siquiera estaba apuntando. Pero entonces el albatros se me echó encima y disparé por reflejo.

-Suerte… Hacía mucho que no teníamos suerte, chico.

De pronto un albatros, como salido de la nada, se posó sobre el timón del Lobo. Su pico era de un rojo intenso y su mirada destilaba un odio infinito.

-Te advertí que no jugaras con la suerte –susurró el Noble mientras sus hombres estallaban en vítores de alegría-. Disfruta de tu suerte, bastardo.

En la distancia, un enorme crujido hizo que unas velas rojas fuesen engullidas por inmenso azul. Muchos de los piratas dijeron que les pareció el gemido lastimero de un lobo. Pero todos sabían que el único lobo que quedaba seguía navegando. Y lo seguiría haciendo hasta que la suerte les abandonase.

                                                                                                                                             David Gambero 2012

Un hombre de familia.

Autor@: Roberto del Sol

Ilustrador@: Marta Herguedas

Corrector/a: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Negro

Este relato es propiedad de Roberto del Sol, y su ilustración es propiedad de Marta Herguedas. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Un hombre de familia.

El viento de principios de otoño agitaba las ramas de los árboles y se llevaba sus hojas en remolinos que cruzaban la estrecha carretera. El cielo estaba cargado de nubes oscuras que prometían tormenta. Martín conducía despacio su viejo Mercedes. No porque no conociese el camino, sino para que le diese tiempo a pensar. En la radio sonaba una canción en cuyo estribillo una mujer repetía con insistencia «¿Quieres casarte conmigo? ¿Quieres casarte conmigo?» Martín apagó la radio y el sonido del viento se hizo más intenso. Los faros del coche iluminaban un pedregoso camino ascendente que se retorcía alrededor de la colina del Cuervo. Arriba, en la cima, estaba la casa de Laura, una de las casas de su familia.

            Laura era la mujer de otro hombre porque lo decían unos papeles, pero en realidad no tenía dueño. Durante los tres últimos meses Laura había sido suya, sólo suya. Ahora todo eso tenía que acabar. Martín no tenía miedo de lo que pudiera pasarle. Si le hubiese importado un ápice su integridad física, jamás hubiese elegido ser investigador privado, la profesión de la que malvivía. Pero la vida casi siempre te atropella, y pocas veces puedes escoger aquello que quieres ser. Además, había sido su profesión la que le había hecho conocer a Laura, aunque de una forma que jamás se podría haber imaginado.

            Martín recordó la primera vez que uno de los lacayos de don Victorio se había puesto en contacto con él. El código ético de Martín era muy estricto y tenía muy claro que no debía trabajar para personas como el «Don», como lo llamaban en los bajos fondos de la ciudad. Pero también tenía letras que pagar, así que aparcó sus reservas para una ocasión en la que pudiera permitírselo y aceptó una reunión en la casa de la playa de don Victorio.

            El día de la reunión lo registraron antes de entrar en la casa. Después le hicieron pasar al salón, en donde le esperaba don Victorio, y cerraron las puertas correderas detrás de él. Martín podía ver las sombras de los esbirros moviéndose a través de los vidrios de las puertas, a una voz de distancia de su amo. El hombre le invitó a sentarse frente a él, en un sillón de cuero que debía de costar más que lo que Martín ganaba en un año, y le dijo sin rodeos lo que pretendía: tenía una mujer, Laura, y necesitaba que la siguiese porque sospechaba que lo engañaba.

            —¿Por qué yo? —preguntó Martín un instante antes de que su cabeza le aconsejase no hacerlo.

            En el silencio incómodo que siguió a su pregunta, uno de los hielos del vaso que sostenía chasqueó y se hundió en el whisky. Don Victorio lo miró a los ojos, se llevó el puro a la boca y chupó con fuerza, después exhaló el humo. Su voz salió entre la bruma.

            —No me fío de mis hombres. Son unos carniceros y esta no es una labor para carniceros. Si he de salir en la página de sucesos, por lo menos que no sea por un asesinato en el que además me llamen cornudo. —El hombre volvió a chupar el puro—. En cuanto a los demás detectives… Esta ciudad está llena de mediocres. Si no fuese así, cómo iba a llegar yo hasta donde he llegado…

            Quizás había sido un chiste, pero Martín pensó que podría ser más peligroso reírse que no hacerlo. Don Victorio continuó hablando:

            —Conozco a toda la carroña que se hace llamar detective de aquí a Madrid. Borrachos, drogadictos, chulos de putas. En el mejor de los casos unos incompetentes. ¿Sabes que conocí a tu padre?

            A Martín esa afirmación no le extrañó en absoluto. Su padre había sido capitán de la policía local, y como tal había tenido relación «profesional» con todos los maleantes de la ciudad. Durante un tiempo incluso se investigó la posibilidad de que hubiese sido don Victorio el que hubiese dado la orden de asesinarlo, pero sólo se había llegado a callejones sin salida. Otro crimen más sin resolver.

            —Pues resulta que le debía varios favores. —El hombre aclaró el término cuando se dio cuenta de que Martín arrugaba el entrecejo—. No de esa clase. Tu padre era un hombre honrado, alguien que no estaba en venta. Puedes estar muy orgulloso de él, chaval.

            Don Victorio se tomó un buen trago de whisky.

            —Y sucede que yo, aunque la gente no lo crea, soy un hombre de palabra. Un hombre no tiene nada si no tiene palabra, ¿entiendes? Ahora que tu padre no está, estoy en deuda contigo, chico.

            Martín seguía callado.

            —Sé que eres un chico listo. Mi gente me lo ha dicho. Tan sólo necesitas un pequeño empujón y rodearte de las personas adecuadas. Arrímate a mí y no te faltará de nada.

            Aquella noche, un chófer lo llevó a su casa. Durante el trayecto, Martín no dejó de pensar en su padre y en qué hubiese dicho del apretón de manos con el que había sellado el acuerdo con aquel hombre. Martín pidió que lo dejasen a un par de manzanas de su casa. No quería que sus vecinos le viesen llegar en un coche tan lujoso, un coche que todo el mundo sabía a quién pertenecía.

            Martín llegó a casa y entregó a Alicia el sobre con el adelanto de un dinero con el que podrían hacer frente a los pagos atrasados de la hipoteca. La sonrisa de su mujer hizo que sus dudas se desvaneciesen por un instante.

            —¿Ves?, te dije que las cosas no tardarían en cambiar ­­—dijo Alicia mientras le abrazaba.

            Martín fue incapaz de decir nada. Lo que su mujer no sabía era lo proféticas que llegarían a ser esas palabras.

            Cuando Martín vio a Laura por primera vez fue como si nunca antes hubiese visto una mujer. La conocía por las fotos en la prensa y en alguna revista, y sabía de ella, porque era su obligación, que era mucho más joven que su marido, pero las fotos no hacían justicia. La imagen de un leopardo decía mucho acerca de la belleza del animal, pero nunca sería lo mismo que verlo en movimiento. Laura era el leopardo, y era mucho más que una cara bonita y un cuerpo de escándalo.

            No hizo falta mucho alarde para certificar lo que don Victorio sospechaba. A Laura le encantaba flirtear con machos con suficiente pedigrí. Un par de veces por semana salía con sus amigas de compras y luego se iban hasta el Casino a perder unos miles de pesetas. Un par de horas y dos Gin Tonics después, se despedían con efusividad y se citaban para una próxima ocasión. Entonces era cuando Laura conducía su deportivo hasta la casa de alguien o a algún hotel en que había quedado previamente.

            Martín se preguntaba muy a menudo por qué le habían contratado para algo tan sencillo de demostrar. Pero los trabajos fáciles tienen de malo que hacen que bajes la guardia. No pasó mucho tiempo hasta que le sucedió lo que casi siempre le pasa al gato, que lo mata la curiosidad.

            Una lluviosa tarde de verano, mientras aguardaba en el coche con la cámara de fotos preparada a que Laura saliese del Casino, se dio cuenta de que una figura borrosa cruzaba la calle y se acercaba corriendo hasta el coche. Martín se quedó paralizado mientras veía cómo la silueta desdibujada por el agua que resbalaba por los cristales rodeaba el coche y abría la puerta del acompañante. Antes de que entrase, Martín ya sabía quién era. Esta vez se había acercado demasiado.

            —Eres otro de los esbirros de mi marido, ¿verdad? —dijo Laura mientras señalaba la cámara de fotos en el regazo.

            La mujer estaba completamente empapada. La camisa blanca se pegaba a su cuerpo y unos pezones oscuros se dibujaban bajo la tela.

            —¿Te gusta mirar? ¿Eres de los que disfruta espiando a la gente? —preguntó divertida.

            Martín era incapaz de pronunciar una palabra. ¿Qué debía hacer? ¿Debía disculparse?, ¿disimular?, ¿negar la evidencia? Estaba hipnotizado por la seguridad y la sexualidad arrolladora de aquella mujer. Laura tomó la cámara. Martín pensó que quizás querría romperla o robarle el carrete, y eso era algo que no podía permitir. No era muy buena, pero en su día le había costado más de lo que se podía permitir y era su herramienta de trabajo. Cuando Martín comenzó a protestar, la mujer arrojó la cámara al asiento de atrás del coche y le puso un dedo en la boca para silenciarlo. Después le bajó la cremallera del pantalón. Afuera seguía lloviendo y, de vez en cuando, alguna silueta borrosa transitaba alrededor del coche. Fue la mejor mamada que le habían hecho nunca.

            Esa fue la primera vez. Después hubo muchas más. A veces en hoteles, a veces en alguna de las casas de Laura, en ocasiones en sucios moteles de carretera.

            Martín se sentía incapaz de resistirse al influjo hipnótico de aquella mujer. Cada vez que regresaba cansado a su casa por la noche, y veía a Alicia y las niñas, se arrepentía de lo que había hecho por el día. Se sentía sucio. Mientras intentaba conciliar el sueño, se obligaba entre lágrimas a repetir una y otra vez que no caería de nuevo en la tentación, que ni Alicia ni las niñas se merecían vivir aquella mentira. Pero al día siguiente aguardaba la llamada de Laura con impaciencia y acudía a la nueva cita ardiendo de deseo.

            Después de tres meses, Martín se dio cuenta de que aquello no podía continuar. Estaban en juego muchas cosas. Durante todo ese tiempo, los informes que le había pasado don Victorio habían sido muy vagos. En ocasiones hasta a él mismo le había costado que las mentiras saliesen de su boca. Y don Victorio no era una persona a la que se pudiese engañar durante mucho tiempo. Pero sobre todo no podía seguir así por Alicia. Quería a su mujer. O más bien quería lo que tenía con su mujer. Laura no era de verdad. Había estado muy bien, pero más temprano que tarde se acabaría. Laura se encapricharía de otro y él se vería obligado a despertar de golpe. Estaba cansado de ver matrimonios rotos en pedazos por culpa de una tercera persona. Era parte de su trabajo. Después, todo el mundo se arrepentía, pero ya era demasiado tarde, nada volvía a ser lo mismo. Y los niños, siempre los niños, eran los que más sufrían. Martín no tenía ganas de convertirse en uno de sus trabajos, en otro asunto más en una de las carpetas de su archivador.

            Cuando Laura le llamó para citarle en la casa de la colina del Cuervo, Martín se dijo que no habría mejor momento que ese para decirle que todo se había acabado. No era algo que se pudiese decir por teléfono, no después de lo que habían compartido. Pero su decisión era firme.

            Martín detuvo el coche en la parte de atrás de la casa. No había un ser vivo en varios kilómetros a la redonda ni la posibilidad de que nadie pasase por allí, pero sentía que no debía tentar a la suerte dejando el coche a la vista. No se sentía cómodo. Salió del coche sujetando el sombrero con una mano y bajando la cabeza para enfrentarse al viento que, como en una premonición, le empujaba para que no se acercase a la casa. La puerta del garaje estaba abierta, tal y como le había dicho Laura, y la casona estaba en penumbra, iluminada sólo por unas velas que le mostraban el camino. A Laura le gustaba jugar, y a él no le había importado ser el juguete. Durante un segundo pasó por su cabeza la idea de continuar con la aventura sólo una vez más, pero pensó en Alicia y en las niñas y se obligó a sí mismo a ser fuerte. Confiaba en mantener esa fortaleza cuando volviese a ver a Laura.

            Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas porque la casa no estaría habitable hasta el invierno. Martín ascendió las escaleras lentamente. Sus dedos acariciaban el pasamanos y dejaban una huella en el polvo que lo cubría. Las velas lo guiaron hasta una de las estancias del piso superior. Martín entró en la habitación. No había rastro de Laura. La cama estaba hecha con sábanas limpias y sobre el dosel había varias docenas de velas que le daban un aspecto de altar. La puerta entreabierta del baño dejaba escapar más luz temblorosa. Laura seguramente estaría dándose un baño. Martín arrojó el sombrero sobre la cama y aflojó el nudo de la corbata. En ese momento ya no estaba tan seguro y su decisión no era tan firme. Temía volver a caer en la tentación si veía de nuevo a Laura.

            El baño estaba vacío. La bañera rebosaba de agua que olía a aceite de rosas. Martín comprobó la temperatura con un par de dedos. Estaba fría. Desconcertado, volvió a la habitación. Cuando estaba a punto de llamar a Laura a voces para que dejara de jugar a escondite, reparó en la puerta que conducía a la galería. A Laura le gustaba sentarse a leer con el mar Cantábrico de fondo, y en más de una ocasión habían hecho el amor acompañados por el rugido de las olas. Martín salió a la galería y lo que vio le dejó sin habla.

            En algún sitio detrás de las nubes un sol que hacía días que no se dejaba ver se estaba poniendo, pero la mortecina luz era suficiente para iluminar el corredor. Laura estaba sentada en un sillón de mimbre, completamente desnuda. En su pecho se dibujaban varios círculos rojos y la sangre resbalaba en finos hilos por la piel blanca hasta su sexo. Sus ojos estaban abiertos con el asombro de alguien que no puede creer que su vida pudiese acabar de esa forma, o a manos de semejante verdugo. Martín estaba acostumbrado a encontrarse con escenas como esa, pero nunca antes se había dado el caso de que se hubiese follado a la difunta. Varias arcadas empujaron los restos de su digestión hasta la garganta y tuvo que girar la vista para tranquilizarse.

Ilustración de Marta Herguedas

            Don Victorio. Tenía que haber sido él. Martín reconoció que esta vez había jugado con un fuego demasiado peligroso. Y ahora estaba a punto de quemarse. Una vez que su respiración volvió a la cadencia habitual, se dio cuenta de que sobre una mesita había varias fotos desordenadas. En ellas aparecían Laura y él en alguna de las escasas ocasiones en las que se habían dejado ver juntos en público. Don Victorio los había hecho seguir. Y eso había sido el fin. No tenía escapatoria. Aunque nunca se había podido demostrar nada, todo el mundo sabía que don Victorio era una persona muy afortunada. Todos aquellos que suponían un problema para sus planes fallecían. Siempre. Y nunca por causas naturales, sino todo lo contrario. Sus víctimas siempre encontraban formas horribles de dejar este mundo. A las personas como el «Don» les interesaba dar la mayor publicidad posible a esos «accidentes», para que al resto de los mortales se les quitasen las ganas de hacerse los héroes. Martín no tenía duda alguna acerca de la autoría del asesinato de Laura, y no era tan inocente como para pensar que todo se había acabado ahí. Ahora le tocaría a él. No podía ni imaginar lo que don Victorio sería capaz de hacerle después de haber traicionado su confianza de esa forma.

            La luz de los faros de un coche cortó la oscuridad de la noche. Todavía estaba bastante lejos, pero no había duda alguna de que alguien se acercaba a la casa. Un sudor frío comenzó a mojar la camisa de Martín. Quizás fueran los asesinos, que volvían para rematar la faena. Quienquiera que fuese no debía encontrarle junto al cadáver.

            —Hola, cariño.

            La voz que sonó a sus espaldas era tan familiar como imposible de encajar en la escena. Martín se dio la vuelta. Le habían pillado con la guardia baja, y eso era algo que en su profesión no se podía permitir. Tan ocupado había estado primero en pensar si se follaría o no a Laura, y después en cómo salvar su pellejo, que no había hecho caso de su manual de supervivencia. Tendría que haber registrado el resto de la casa. Alicia había aparecido entre las sombras, probablemente desde otra de las habitaciones que daban al corredor. Su esposa estaba de pie, justo detrás del sillón de mimbre en el que Laura descansaba su sueño eterno.

            —No entiendo nada, Alicia. ¿Qué haces tú aquí? —Martín dio un paso hacia las dos mujeres.

            El haz de luces del coche que se acercaba barrió de nuevo la fachada de la casa. Cuando la oscuridad los envolvió de nuevo, Alicia levantó la mano y un trueno brillante cortó la noche. Martín cayó al suelo con las manos en la rodilla. El dolor era tan intenso que le impedía pensar con claridad.

            —Era yo la que me negaba a creer que esto pudiese estar pasando. Era yo la que confiaba en que todo se acabase y que algún día regresaras a mí para siempre. Era yo la que tenía la esperanza de que hoy no acudieses a esta cita.

            La voz era la de Alicia, pero no era ella la que hablaba. La dulce Alicia se había ido, quizás para siempre. La voz de su mujer estaba cargada de resentimiento y venganza. Martín no podía ver la cara de su Alicia desde el suelo, pero estaba seguro de que lágrimas de rabia acompañaban sus palabras.

            —Lici, por favor, te lo suplico. Puedo explicártelo todo. Todavía podemos empezar de nuevo. Hazlo por Beth y por Isa. No merecen que todo acabe así, con su padre muerto y su madre en la cárcel para siempre.

            —Nada tiene por qué acabar como tú dices…

            —Viene un coche. Todavía podemos salvarnos. Don Victorio tiene muchos enemigos, pudo haber sido cualquiera de ellos…

            —Sé que viene un coche.

            Alicia se movió con rapidez. El dolor nublaba la vista de Martín, pero aún así alcanzó a ver a su mujer mientras dejaba la pistola con la que le había disparado en la rodilla en la mano inerte de Laura. Después se acercó hasta él y le arrojó su revólver, el que guardaba en la caja fuerte para cuando los asuntos del trabajo se ponían feos.

            —No te molestes en intentar usarlo, cielo. Si hubieses quitado tus ojos de sus tetas y hubieses podido contar los agujeros, te habrías dado cuenta de que no quedan balas en el tambor.

            Martín pudo oler el perfume de Alicia cuando se acercó. Su mujer vestía de negro riguroso. Su pelo oscuro estaba recogido en una cola de caballo y sus manos estaban cubiertas con guantes de cuero. ¿Cuánto tiempo llevaba planeando su venganza? ¿Cuánto tiempo llevaban compartiendo cama, él pensando en Laura y ella en cómo deshacerse de ambos?

            —Has llamado a la policía. Estás loca…

            —¿A la policía? El que estás loco eres tú si piensas que soy tan tonta. Tienes demasiados amigos allí. Podrías tener alguna oportunidad. —Alicia se acuclilló ante él—. No, verás, es mucho más sencillo. De alguna forma tú querías dejarlo y ella no, o al revés, poco importa eso ahora. O quizás intentaste chantajearla —dijo mientras señalaba las fotos—. Lo único cierto es el resultado final. Te la cargaste, pero antes ella te hirió a ti. Y no, no fui yo quien llamó, aunque es cierto que tuve que forzar un poco la situación porque la muy zorra se negaba a llamar a sus guardaespaldas para que viniesen a buscarla. ¿La excusa? Algo tan sencillo como que su coche no arrancaba.

            Alicia se levantó.

            —¿Qué pasará cuando esos asesinos te encuentren? —continuó—. Échale imaginación. No sé quién podrá creer tu historia, acusando a una pobre madre que pasa el fin de semana con sus dos hijas de ser una asesina fría y calculadora, pero siempre podrás intentarlo.

            Alicia se volvió y se confundió con las sombras.

            —Ahora me voy. Imagino que lo entenderás. No es bueno para los intereses de lo que queda de mi familia que me encuentren aquí, divagando contigo. Saldré por una de las ventanas de atrás de la planta baja. La lancha del tío Rafael está abajo, en el embarcadero, y ya sabes que soy buena navegando, me viene de familia. ¿Por qué te cuento todo esto? Pues porque no te servirá de nada saberlo y hará que te des cuenta de todo lo que te has perdido…

            —¡Lici!

            Su voz resonó en la estancia, pero la única persona que podía haberle oído estaba muerta. Alicia se había ido. Martín intentó arrastrarse hasta las fotografías, pero el dolor atroz hizo que casi perdiese el conocimiento. Unos pasos pesados comenzaron a sonar en la escalera que conducía al piso superior.

El gato negro.

Autor@: Natalia Belo

Ilustrador@: Miguel Carrasco Cerro

Corrector/a: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Microrrelato

Este relato es propiedad de Natalia Belo, y su ilustración es propiedad de Miguel Carrasco Cerro. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El gato negro.

Aquella mañana Layza se había quedado dormida en el butacón cochambroso que para nada se integraba en el salón ikeniano que su amiga Patricia había decorado con tanto mimo. El olor a café que entraba a la estancia por la ventana abierta de la terraza le hizo pensar si tal vez no necesitaría ella una mezcla suave para empezar un día que ya había abierto los ojos sin ella.

Mientras la cafetera hacía su trabajo, el contestador hacía lo propio, y reproducía los gritos de su jefa, Eve –o “Eve chaqueta metálica”, como habían decidido bautizarla sus subordinados en la oficina-. Hacía ya varios días que Layza no iba al trabajo. Se sirvió el café recién hecho y volvió al butacón para dedicarse una dosis de sinceridad mañanera:

Eras la lista del grupo, la más guapa…y mira en lo que te has quedado.

Con esa afirmación, se abrió una herida que continuaría supurando más reflexiones sobre sí misma a lo largo de la mañana.

Los únicos corazones que había roto eran los que daban forma a unos bombones de chocolate que nadie le había regalado. Disperso, el humo de lo que habían sido sus recuerdos, marchitaba un corazón del que ya no podían hacerse tripas. El viento ya no susurraba dulce en su oído, roncaba como un viejo fumador de tabaco negro. La luna, que ya no la esperaba para irse a dormir, dibujaba media mueca en un cielo que nunca alcanzaría.

Te das cuenta cuando hasta los gatos negros huyen de ti. Ayer vi uno, uno muy negro. Me miró y hasta juraría que quiso decirme algo, pero no se atrevió, huyó despavorido, como todos. Como todos los gatos negros que me cruzo desde hace años. Son horrorosos y tienen pulgas y, aun así, son ellos los que huyen de mí.

Se preguntaba cómo podía su mente haber viajado tan lejos mientras su cuerpo había permanecido anquilosado, estático en un estado de perenne insatisfacción. Le había pasado lo mismo que al agua de un pequeño estanque artificial, que si no se cambia, si no se mueve, se pudre. Su personalidad nunca había experimentado el menor atisbo de cambio, a pesar de los avisos que su vida no había parado de darle. Primero, perdió a su mejor amiga, por delatarla en un examen en la que la vio copiando al compañero de al lado; Lay no hubiese permitido nunca ser la segunda de la clase. Después abandonó a su novio de toda la vida, porque había conseguido un puesto de trabajo que la colocaba, según ella, en una segunda posición en la pareja. A su madre, a la que simplemente perdió porque nunca le

demostró que la quería, si es que la quería, y si es que Layza podía querer a alguien que no fuese ella misma.

Con los años, fue quedando atrás la brillantez de la que presumía un talento ahora venido a muchísimo menos que poco. Era como si el pelo prematuramente cano hubiese vaticinado un apocalipsis que olía a sepulcro, a hollín y a huesos húmedos. Como si las lentes para su miopía hubieran teñido de un gris aciago los vestidos lilas y amarillos que olían a su madre.

Ciertamente, eso era lo único que recordaba de su madre, su olor. Un olor que impregnaba los vestidos que le planchaba de niña. También recordaba esa calidísima sensación al ponérselos, como que el que vuelve a meterse en la cama ya caliente, después de levantarse a la cocina a por un vaso de agua.

Tenía todo lo necesario para alcanzar el éxito. El problema era el peso muerto de su prepotencia, su soberbia y su narcisismo. Había estado tan centrada en sí misma que había olvidado al resto de la gente. Sus amigos, sus amores, su madre, todas sus relaciones con otros seres humanos. Eso no era para ella, desde luego que no. Lay era demasiado buena para todos aquellos mediocres que solo servían para admirar su éxito desde abajo.

Los gatos negros son de mal agüero… Entonces… ¿De qué agüero tenía que ser ella para que hasta los mininos azabaches huyesen al verla? Estaba condenada a sufrir la venganza que la misma vida había planeado para ella. Porque aquello que estaba a punto de ocurrirle ya pasaba de reprimenda, de castigo, ya era una venganza cruel por un egocentrismo exacerbado que la había conducido a las cavernas más profundas de sí misma. A Layza no le podía haber pasado nada peor que quedarse a solas con Layza porque, así, llegó a conocerse. Y no soportó verse tan de cerca. Se vio tal y como era y casi no podía respirar.

Tenía el pecho oprimido lo que, sumado a un asma crónica y su paquete de rubio diario hizo que se asfixiase lentamente.

Antes de culminar la venganza, la vida pensó que sería aún más cruel dejarla vagar eternamente por un mundo que huyese de ella. Por eso, y desde aquel día, es un gato negro el que duerme en el butacón. Un gato condenado a ser mirado con desdén. Si antes había sido ella la que despreciaba al resto del mundo, ahora iba a ser el mundo el que la despreciase a ella.

Ilustración de Miguel Carrasco Cerro

Patricia.

Autor@: Inmaculada Ostos Sobrino

Ilustrador@: Jóse Vicente Santamaría

Corrector/a: Carme Sanchís

Género: Relato

Este relato es propiedad de Inmaculada Ostos Sobrino, y su ilustración es propiedad de  Jóse Vicente Santamaría. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Patricia.

Estaba nervioso, era mi primera práctica en quirófano y además intentaba colar una grabadora, para no perder detalle. Colgué la bata en un momento de distracción del personal en el perchero que estaba justo al lado del médico que intervendría hoy, esta vez, teníamos un parto.

La madre llegó muy  tranquila, era una chica de unos veintiséis años, muy guapa, de pelo castaño y de grandes ojos color miel. No pude mantenerle la mirada porque me ruboricé al instante, la chica debería de estar acostumbrada a este tipo de reacción, pues me sonrío con complicidad.

El doctor entró y empezamos, todo era normal hasta que llegó el momento de sacar al bebé.

La chica dio el último empujón.

¡Dios mío! Jamás pensé que vería tanta fuerza en un parto, era inhumano. Allí estaba ella, respirando aceleradamente y empujando, respirando y empujando. Las contracciones cada vez eran más fuertes y apenas tenía tiempo de tomar aire antes de volver a empujar. El pequeño no salía, seguía dentro poniendo a prueba su resistencia. Al fin en un último esfuerzo sobrehumano, la chica dio a luz y el bebé salió embadurnado de pies a cabeza, y nada más sacarlo se puso a llorar.

La imagen de la madre al verlo con lágrimas en los ojos y una expresión de devoción y serenidad reflejada en su rostro, hizo que ese momento me llegara al alma, hizo que me   estremeciera.

-¿El bebé está bien? -preguntó la chica un tanto agitada al ver que no se lo daban-. ¿Qué está pasando? -siguió preguntando angustiada, pues nadie le contestaba.

Me acerqué a ella y le cogí la mano, la sentí tan desamparada e indefensa que instintivamente me lancé entre mis compañeros, hasta ponerme a su lado para protegerla y hacerle ver que todo iba bien.

-Mis compañeros lo están lavando y valorando para ver sí todo está bien -le dije. El personal  me miró de una forma extraña.

-¿Le pasa algo a mi bebé? -preguntó de nuevo la chica al cabo de unos minutos a la enfermera que la estaba cosiendo.

El bebé seguía berreando, si le pasara algo no lloraría fui a decirle, pero una potente voz ahogó cualquier intento de que aflorara la mía.

-No -le espetó la enfermera de manera tajante.

-Sedadla -le ordenó entonces el médico a su equipo. Me pareció una decisión fuera de lugar, ella estaba perfectamente, solo algo preocupada porque estaban tardando demasiado en darle al bebé. Yo tenía entendido que nada más sacarlo, se lo ponían a la madre en el pecho piel con piel, pero no debía de olvidar que era novato y poner en duda el criterio de un profesional era algo que no me podía permitir.

-¿Cómo? ¿Por qué me sedan? Me encuentro bien, ¿y mi be…?

No le dio tiempo a decir nada más, cayó en un estado soporífero causado por la anestesia. Acto seguido, el doctor me miró y preguntó:

-¿Quién es este? No es de mi equipo.

-Es un estudiante en prácticas, Gómez nos lo envió -le contestó un chico rubio algo mayor que yo.

-Pues la práctica ha terminado, no hace nada aquí -dijo en un tono desagradable y algo molesto.

Tras esa tajante despedida, fui acompañado hasta la salida de quirófano, eso sí, con mi bata a cuestas y la preocupación reflejada en mi rostro por todo lo que había pasado.

Los días siguientes pasaron rápido, tan rápido que pronto olvidé mi extraño episodio en quirófano y la cinta que guardé en mi cajón, para escucharla cuando tuviese algo de tiempo, también quedó olvidada. Después llegaron los exámenes, las prácticas y las colaboraciones. Sorprendentemente, en las semanas y meses siguientes se requirió mucho mi presencia en quirófanos, no sé si fue por el doctor Gómez, amigo de mi padre, o porque mis elevadas notas hablaban por mí. No paré hasta graduarme, claro está, nada más hacerlo, empecé a trabajar. Colaboré con algunas ONG, incluso estuve un tiempo realizando visitas a domicilio, fuera de mi horario y desinteresadamente. La verdad es que hice muchísimas cosas que enriquecieron tanto mi profesionalidad, como mi persona.

Al cabo de un año, volví al hospital donde hice mi primera práctica. Gómez se jubilaba y era de lógica que asistiera y me acercara a darle las gracias por encaminar mi carrera. Entré en su despacho, estaba recogiendo sus cosas antes de ir a la comida de despedida que le habían organizado sus compañeros.

-Ferrán, chico, ¡qué sorpresa! -dijo alzando los ojos hacia mí-. ¿Vienes a la comida?

-No, prefería despedirme de forma más íntima, sabe que no me van mucho éstas cosas.

-Sea como sea, me alegro mucho de verte.

-Yo también me alegro, realmente venía a darle las gracias por su apoyo y la forma en que me promocionó como estudiante.

-Yo no hice nada, te lo ganaste a pulso tú solito. Además, en la primera práctica que te di el doctor Hernández me habló muy bien de ti, de hecho fue él quien te consiguió el resto de prácticas. Ya con tu primer trabajo, sí hablé por ti, pero nada más.

Me despedí y salí del despacho sumido en mis pensamientos, me sorprendió que aquel médico desagradable que me echó del quirófano prácticamente a patadas se hubiese convertido en mi mentor.

Pero cuando llegué a la puerta del hospital, el hilo de pensamientos se cortó y me quedé petrificado al ver la manifestación que allí se había convocado.

Había un gran número de personas con pancartas que decían cosas como: devuélvanme a mi hijo; ladrones, quiero volver a ver a mi hermana; farsantes, embusteros, me hicisteis pasar un infierno, mi niña vive.

Ilustración de Jóse Vicente Santamaría

Desde luego que había oído hablar de casos de robo de niños en hospitales en la época de mi abuela, incluso se habían reabierto casos cuando yo era un chaval. Me sorprendió que estos robos de niños se dieran en la actualidad y, más aún que fuese en mi hospital. Aunque lo que más me sorprendió fue verla a ella entré las madres indignadas.

El mismo pelo castaño, corto, indomable; los mismos ojos color miel, grandes, seguros; el mismo atuendo alternativo con el que entró al hospital aquel día. Era ella, la atractiva chica a la que asistí. Por primera vez, desde aquel fatídico día de mi primera práctica, no parecía haber pasado el tiempo.

El destino pareció aliarse conmigo, pues por alguna extraña razón ella se giró en mi dirección y me reconoció. Me hizo un saludo aprobatorio con la cabeza, me acerqué a ella, no llevaba pancartas. Estaba junto a una mujer que no paraba de llorar, consolándola, tal vez una amiga, tal vez su madre o su tía. Parecía la típica chica que luchaba por sus derechos y los de los demás, la verdad era que no parecía desentonar en aquel tipo de eventos.

-Hola, ¿te acuerdas de mí? -le dije una vez a su lado. La chica sonrió.

-¿Cómo olvidar la poca humanidad que recibí? -me contestó.

-¿Qué haces aquí?

-Apoyar la causa, me gusta estar en todos los follones, y acompaño a una amiga.

Entonces fui yo el que sonreí, pues acababa de confirmar mis sospechas.

-¿Qué tal el pequeño? -le pregunté, y su expresión cambió radicalmente y se tornó seria, triste, angustiada.

-El pequeño… – susurró. Un silencio incómodo reinó al instante, mientras la chica, cabizbaja, se perdía en sus propios pensamientos. Al cabo de un minuto eterno, ella reaccionó.

–  ¿No te enteraste? Me dijeron que había muerto.

-¿Cómo? No es posible -exclamé-. Yo le oí llorar.

La cara de la chica se tornó lívida y las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras se tapaba la cara con las manos sin saber si reír o llorar. Se quedó un momento sentada en el suelo, asida a mi brazo, pues por un momento creí que se iba a desplomar y la cogí como pude acompañándola hasta el frío asfalto.

-Acompáñame, por favor -me dijo cuando se recompuso un poco, y yo la seguí fuera de la multitud, fuera de la calle, fuera de aquel barrio.

-He estado un año creyéndome loca -me dijo una vez sentados en la cafetería de la manzana de al lado-. ¿Sabes ese momento, después de repetir una cosa mil veces mentalmente, en el que todo se vuelve borroso y llegas a dudar de todo lo que recuerdas? Es ese momento en el piensas, que todo te lo has inventado solo para no sentirte culpable por lo que pasó, te sientes impotente y al final te vuelves loca.

Asentí, y la compadecí profundamente. No podía ni imaginar lo que suponía para una madre perder a su hijo.

-Pues así me he sentido yo, y ahora… -la chica hizo una  pausa y las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas. Estaba muy emocionada-. Y ahora llegas tú y me devuelves la cordura, ahora encaja todo, ¿no te das cuenta? Tuve mil discusiones en las que les repetía que yo le oí llorar antes de que me sedaran. E incluso les dije que me habían sedado sin necesidad porque yo me encontraba bien, el parto fue rápido, ni siquiera me debilité. Pero era su palabra contra la mía. Inventaban cualquier excusa clínica que escapaba a mi conocimiento para hacerme callar, y al final hasta lograron convencerme.

-Yo también le oí llorar, al menos la media hora que me dejaron permanecer en quirófano, porque luego me echaron sin más.

-¿Y no te resultó raro?

-El caso es que sí, pero en ese momento lo achaqué al mal genio de un médico prepotente, ¿qué es lo que insinúas? -le pregunté. Pero al hacerse el silencio comprendí, sin que ella tuviera que contestar, y mi mente empezó a dar vueltas vertiginosamente alrededor de los acontecimientos que siguieron a aquel extraño hecho.

En aquel momento, empezamos a interactuar pensando como una misma cabeza, y acabamos la tarde sentados en el mismo bar, tomando un café tras otro y charlando sobre todo lo que recordábamos de aquel día, cada punto, cada detalle. En un intento de reconstruir o averiguar si nuestra tesis encajaba.

Cuando llegué a casa, mi cabeza no paraba de dar vueltas, colgué la chaqueta del perchero y de repente este cayó estruendosamente. Le había puesto demasiado peso. Cuando recogí toda lo ropa que allí había colgada descubrí una bata y de repente algo se iluminó en mi cabeza. Corrí al cajón de mi escritorio donde guardaba viejas cintas de grabación y encontré justo la del día del parto de Patricia.

Era increíble, durante un año la había tenido allí recogiendo polvo y no la había escuchado, siempre tenía algo más importante que hacer.

Cuando la escuché me quedé petrificado, en ella se podía escuchar además de que el niño estaba vivo, pues no paraba de llorar, cómo el médico había ordenado entregar al bebé a una familia que conocía. Era una confesión en toda regla. El médico había robado ese niño, había cometido perjurio y lo había dado en adopción, incluso puede que hubiese sido vendido.

Llamé inmediatamente a Patricia, y al día siguiente le entregué la cinta. Sabía que me jugaba mucho con aquello, teniendo en cuenta que el médico era bastante poderoso dentro del sector y podía destrozar mi carrera. Pero mi sentido ético y moral eran lo primero, además, no podía dejar colgada a mi nueva amiga. Me ofrecí a ayudarle a investigar más a fondo, a denunciarlo, pero ella me despachó diciendo que aquello era problema suyo y que yo ya había hecho bastante. Y tras un enorme abrazo y un beso en la mejilla, se despidió.

El primer mes lo pasé un poco mal, he de reconocerlo, tenía el alma en vilo pues  cualquier día el doctor Hernández vendría a pedirme explicaciones o lo que es peor, me amenazaría y haría de mi vida un infierno, pero yo estaba decidido a aguantar.

De momento solo podía seguir fingiendo que no sabía nada, lo peor de todo fue que lo trasladaron al hospital donde yo trabajaba. Se convirtió en mi superior, así que tenía que verlo día tras día.

No sabía nada de Patricia, y eso me preocupaba sobremanera. No contestaba a mis llamadas y en su casa incluso vivían otras personas, no entendía qué podía estar pasando, ¿y si no le hubiesen salido bien, cualquiera que fuera sus planes? No, no me podía permitir flaquear, debía seguir como si nada, paciente. Porque tal vez contaba con este comportamiento para llevar a buen fin lo que quiera que quisiese hacer.

Pasaron un par de meses más mientras mi angustia crecía, las manifestaciones sobre el robo de bebés que tanto auge habían tenido en los medios se  calmaban, y la normalidad volvía para todos, cuando de repente un buen día algo cambió.

El doctor Hernández se convirtió en la comidilla del hospital. Tenía un nieto que padecía una rara enfermedad en la sangre que le producía anemias muy severas, por lo que tenía que estar con continuas transfusiones. Un colega suyo, experto en genética, le había comentado que si conseguían por medio de la genética un embrión totalmente compatible con ese niño, podrían, una vez nacido, trasplantar sangre del cordón umbilical y así erradicar la enfermedad. Pero, debían hacerlo en un margen de tiempo estipulado, si no esas células madre morirían y no se podrían trasplantar. El plan era congelar el cordón umbilical hasta que su compañero, que vivía en Estados Unidos, viniera y pudiese operar. Y justo en el momento en el que se había planificado la operación, el cordón desapareció. Ningún interno se explicaba cómo podían haber sacado aquello sin que nadie se enterase.

Yo no pude evitar pensar en Patricia. La verdad es que no había pasado ni un solo día sin que pensara en ella, y aunque esté feo decirlo, una agradable satisfacción recorrió mi cuerpo al pensar que pudiera ser ella la que estuviera provocando todo aquello.

La historia terminó bien, pues al cabo de unos días el embrión regresó misteriosamente a la cámara frigorífica de donde había sido sustraído, y de nuevo sin dejar rastro. Así que el niño se pudo operar.

Eso sí, regresó después de que se desatara un escándalo en el que el doctor Hernández y su equipo fueron juzgados por contrabando de bebés, tras una confesión de este. Y seguro que mi famosa cinta tenía algo que ver.

Fueron encarcelados, juzgados e investigados. La idea era, recuperar la mayor cantidad de niños posibles y devolvérselos a sus padres. Cosa, muy difícil teniendo en cuenta los años transcurridos entre las desapariciones de unos y otros. E incluso advertían que muchos de ellos tal vez ya no se pudieran recuperar, por lo difícil que era seguirles la pista. Recé para que Patricia también hubiese sacado algo de aquella su vendetta, sería muy triste que solo se hubiesen beneficiado los demás, pero siendo ella como era, el simple hecho de que esto no se volviera a repetir la haría feliz.

Pasó otra semana, bastante dura en mi trabajo. Habíamos tenido un accidente de  avión con un gran número de heridos. Ya ni siquiera pensaba en ella cuando un buen día mi teléfono sonó y al descolgar me encontré con aquella voz dulce, que me dijo:

-Hola Ferrán, ¿te apetece un café? Tengo mucho que contarte.

-Por supuesto, yo también tenía muchas ganas de verte -le dije increíblemente feliz, mientras mi corazón saltaba alocado en mi pecho. Tras el auricular se oyó una tímida risilla.

– La verdad es que te he echado de menos. Espera, hay alguien que quiero presentarte… Pau, saluda al tío Ferrán.

Mi nombre es Némesis.

Autor@: Paloma Muñoz

Ilustrador@: Verónica Mercader

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Drama

Este relato es propiedad de Paloma Muñoz, y su ilustración es propiedad de Verónica Mercader. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mi nombre es Némesis.

PRÓLOGO

Majestuosamente bella, recorría el mundo viajando sobre un carro dorado tirado por grifos, blandiendo un látigo con el que azotaba y una vara de medir. A veces portaba una hermosa espada de oro y se mostraba implacable. Solía ir ataviada con un velo que envolvía su voluptuoso cuerpo y su linda cabeza estaba coronada por una impresionante diadema dorada cubierta de piedras preciosas.

Su nombre era Némesis.

UNO

Hace mucho tiempo se cometió un asesinato. Pero entonces yo era muy joven para darme cuenta de lo sucedido a Aletheia, mi compañera de clase.

Aletheia era para mi algo mas que una simple colega de instituto o amiga con la que salir a divertirme e ir al cine con el grupo de chicos y chicas los fines de semana. Era huérfana y estaba viviendo en una residencia de estudiantes, becada por sus estupendos resultados académicos.

La señora Richardson que era una de nuestras mas eminentes profesoras del instituto, había recibido el encargo por parte de un juez de familia y asuntos sociales de ejercer como tutora legal de Aletheia y atender a sus intereses, debía velar por su bienestar y seguridad por lo que mi amiga dejo la residencia y se fue a vivir a su casa, una antigua mansión rodeada por un bonito y frondoso jardín.

Aletheia era brillante. Guapa, ocurrente, inteligente, voluntariosa y caritativa, ya que ayudaba a todo el mundo. Siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien se lo solicitase.

A mi me ayudaba y, con la mejor de sus sonrisas, se ponia conmigo para sacarme en mas de una ocasión, las castañas del fuego ante la inminencia de los exámenes.

Solía visitarla en la mansión de la señora Richardson y estudiábamos juntas preparando los exámenes y trabajos, pero después de un tiempo, Aletheia comenzó a cambiar. No en sus notas, ni en su amistad conmigo, claro que no. El cambio lo percibía como algo ajeno a nuestra relación. Algún tiempo después supe el por que: Aletheia se había enamorado.

Ahora lo recuerdo todo como una sucesión de fotogramas en mi mente.

La veo y la contemplo y no puedo evitar sentir que en cualquier momento pueda

aparecer para decirme que decidió marcharse para emprender una nueva vida.

Pero no fue así. Aletheia nunca apareció porque alguien se encargo de truncar sus

esperanzas, sus aspiraciones y su vida por algún motivo que entonces yo desconocía.

No, eso no es del todo cierto. Nunca me convencí de que Aletheia se había fugado con el hombre al que amaba aunque todo apuntara a ello.

Se interrogo a la profesora Richardson y a todos cuantos tuvimos relación con ella y no se pudo dar con el hombre con el que ─supuestamente─ Aletheia iba a encontrarse.

Su tutora estaba destrozada y colaboro en todo lo que pudo.

Aletheia siempre había sido muy discreta y yo realmente sabia muy poco de ese

hombre. Solo que era mayor que ella, que lo había conocido accidentalmente mientras paseaba sola a las afueras del pueblo y que era muy guapo. No se las citas que tuvo ni lo que se proponía hacer. Intente que me contara mas detalles pero lo único que saque en limpio es que deseaba marcharse para empezar una nueva vida lejos de todo lo que conocía a excepción de su amistad conmigo.

En realidad, en el fondo de mi corazón, siempre tuve el convencimiento de que tenia miedo o se sentía atemorizada por algo.

Esto lo dije cuando me preguntaron sobre el estado anímico de mi amiga.

Intuía que no era feliz en esa casona y que su tutora no la dejaba tranquila, siempre preocupándose de sus idas y venidas, de su rendimiento, de su salud de forma casi obsesiva.

Imagino la actitud de la profesora Richardson cuando Aletheia le confeso ─si es que lo hizo─ que amaba a alguien y que pensaba marcharse de la casa para siempre.

Y si mis sospechas acerca de la suerte de Aletheia no las comunique a los detectives encargados del caso, fue debido a que no tenia pruebas o no encontré nada extraño o anormal excepto su comportamiento, pero eran apreciaciones mías y los responsables del caso alegaron, que si se había escapado con alguien, era probable que algún día aparecería cuando menos lo esperásemos.

Pero Aletheia nunca apareció y yo siempre conserve en mi interior ese desasosiego que no me dejaba tranquila, pensando que estaba muerta y enterrada en algún lugar no muy lejos de los rincones que ambas conocíamos y recorríamos cuando estábamos juntas.

!Añoro a Aletheia! !La echo de menos! Desde el día en que desapareció y nadie pudo dar razón de su paradero, no he dejado de pensar en ella y en todo lo concerniente a su infructuosa búsqueda.

No hace mucho cayo en mis manos un libro sobre invocaciones a los dioses y encontré una muy interesante: una invocación a la diosa Némesis, la diosa de la venganza retributiva que castigaba los delitos y los crímenes que habían quedado impunes.

Debía preparar un trabajo, concretamente para la asignatura de Iconografía Antigua dentro del programa del curso de Estudios Superiores de Literatura Comparada de la Universidad. Era una evaluación trimestral.

El trabajo trataba de dioses menos conocidos pero no por ello menos trascendentes. Y uno de los dioses era Némesis.

Una noche de luna llena comencé a leer el himno a Némesis, y encendí unas velas, queme incienso y prepare el escenario propio de una suplicante.

No se porque lo hacia. Si Némesis podía escucharme, ella se encargaría de sacar a la luz lo que realmente ocurrió con Aletheia.

A fin de cuentas Aletheia significa ‹‹verdad›› en griego.

-‹‹! Te invoco, oh Némesis! Diosa augusta, soberana, omnividente, espectadora de los mortales, eterna, venerada, a la que todos temen, pues todo lo ves, todo lo oyes y todo lo riges. Diosa vengadora.››-

Al poco tiempo encontraron muerta a la señora Richardson. Se había suicidado

envenenándose y hallaron una carta escrita y firmada por propia mano en la que exponía que Aletheia había decidido abandonarla y que no podía soportarlo ni permitirlo. La abandonaba por un hombre y antes de que eso sucediera era capaz de cualquier cosa, incluso de matarla. Y eso fue lo que hizo. Le dio un bebedizo y la durmió para siempre.

Después enterró su cuerpo en un bonito e idílico rincón del jardín de la casa. Pasado algún tiempo, los remordimientos no la dejaban vivir.

Pero hubo algo mas: alguien muy poderoso le había ordenado quitarse la vida.

Las ultimas palabras de la señora Richardson fueron: -‹‹Le pregunte quien era y ella me contesto: Mi nombre es Némesis››.

Ilustración de Verónica Mercader

DOS

No podía creer lo que veía. Su hombre, el amor de su vida, lo que mas amaba en el mundo salía de ese lujoso restaurante abrazado a una mujer.

El corazón le latía frenéticamente. El sudor empapo su cuerpo y se enfrió dejándole una sensación desagradable de humedad mientras el corazón estallaba y las lagrimas corrían a borbotones por las mejillas.

‹‹-! Como has sido capaz de hacerme esto!››- Murmuro mientras las lagrimas se

Congelaban sobre el rostro.

Apretando los dientes sentencio: ‹‹-! Te arrepentirás!››-

Espero a que entraran en el coche y les siguió con cautela, a pesar de que no era nada fácil dominar los nervios en esas condiciones de amargura, dolor y decepción.

Supo donde vivía ella, su odiada rival. Sabía que tenia que vengarse. Pero debía

planearlo todo con cuidado. Su venganza implacable no iba a golpearla sino que iba a dirigirse al traidor, al hombre que tanto había amado y que la había engañado después de hacerla sentir la mujer mas feliz del mundo.

Se hizo miles de preguntas y solo encontraba una sola respuesta: traición. Traición y venganza.

Debía calmarse y procurar por todos los medios que el no supiera lo ocurrido. Que no sospechara nada, era primordial. Después planear la venganza podría ser coser y cantar para una mujer con paciencia.

Lo ideal era esperar a que saliera de la visita a esa zorra que lo había enredado y que antes de que entrara en su coche, atropellarlo y salir pitando del lugar. Eso es lo que iba a hacer. Pero antes de nada, las cosas debían ser como antes. Como deberían haber sido siempre. El no debía sospechar en absoluto y eso no iba a resultar tan sencillo.

Cuando recordaba como lo conoció intentaba no llorar. No lo merecía.

Ese cerdo no merecía ni una sola de las lagrimas que vertía, pero la congoja era tan grande y el dolor del corazón tan punzante que lloraba desconsoladamente.

Se habían acabado los lloros y los lamentos. Había que pasar a la acción y la venganza estaba muy próxima. La sola idea de hacerle pagar con creces su traición le hacia sentir que la vida no acababa con el corazón destrozado, sino que tenia que resurgir de sus cenizas y emplearse a fondo para que la gratificación fuera de igual proporción que el deseo de vengarse.

La calle estaba desierta. Una fría noche de noviembre. Ya habían pasado las fiestas de Halloween y existía una quietud que aprisionaba los sentidos.

Él estaba en esa casa, con ella. El automóvil lo había aparcado frente al edificio, el

inconfundible Audi plateado. El suyo estaba convenientemente camuflado en un rincón ─ para que no pudiera divisarlo desde ningún Angulo cuando saliera a la calle.

! Todo lo que había hecho por el y así se lo pagaba el muy cabrón! Ella que se sentía la mujer mas afortunada que pisaba la tierra teniendo a su lado a un hombre tan atractivo, inteligente, divertido, complaciente y apasionado.

La seguridad de su existencia se tambaleaba por momentos.

De repente lo vio salir subiéndose el cuello de la gabardina. Iba hacia el coche. Se giro hacia el edificio y tiro un beso en dirección a la ventana del quinto piso en la que una silueta delgada le devolvía exactamente el mismo gesto.

─! Hijo de puta!─ Exclamo. Se preparo para poner en marcha el motor justo en el

momento en el que la mujer de la ventana desparecía y el cruzaba la calle.

Pero en ese mismo instante un coche pasó a la velocidad de la luz.

Un golpe seco. Un cuerpo volteado en el aire cayendo inerte sobre el húmedo

pavimento de cemento y el automóvil perdiéndose a toda velocidad engullido por la oscuridad de la noche.

Ella quedo petrificada, pegada al asiento. Lo había visto todo y entonces reacciono: no podía quedarse allí, de modo que arranco y dio la vuelta a la manzana para largarse lo antes posible.

El corazón le latía a doscientos por hora. Alguien había hecho el trabajo. Por una parte lo agradecía pero por otra…

Todo había acabado. Un tipo atropellado y muerto en el acto. Ningún testigo.

Después la noticia en la prensa y ella hablando con los policías encargados del asunto.

─ ¿No sabe lo que hacia su novio en esa dirección a esas horas de la noche, señorita?-

─No tengo la menor idea, señor inspector.-

Poco tiempo después se concluyo que había muerto atropellado por un desconocido o desconocidos que se dieron a la fuga. El tiempo pasó y nada pudo aclararse.

La amante no apareció por ninguna parte. Debió mudarse de barrio.

Los policías barajaron la hipótesis de que se veía con alguien de la zona, pero era un edificio de gente que solía entrar y salir con asiduidad y nadie se fijaba en nadie.

Una tarde, ella estaba tomándose una copa de vino, leyendo una historia acerca de la venganza por amor y leyó algo sobre Némesis, la diosa que vengaba los ultrajes amorosos.

Contemplo un cuadro en el que la diosa aparecía volando sobre el mundo con unas impresionantes alas blancas, con una espada en la mano y, sujetando una rueda con la otra.

Era una inquietante ilustración, pues los colores predominantes eran los rojos oscuros.

Suspiro y leyó mas cosas a cerca de Némesis.

La diosa había hecho el trabajo por ella.

Levanto la copa e hizo el gesto de brindis. Un brindis imaginario.

─Gracias, Némesis.-

Ilustración de Verónica Mercader

TRES

Trabajaba de camarera. Tenía el turno de tarde y siempre salía a las tantas.

Aquella noche había resultado especial en cuanto a los clientes de la cafetería. Un grupo de amigos celebraba algo y se gastaban bromas mutuamente.

Ella sabia que la observaban. Era una chica bastante guapa y estaban bastantes bebidos.

Lo cierto es que entraron ya ‹‹cocidos›› en la cafetería.

Normalmente, los tipos que se le acercaban eran inofensivos. Pero esta vez percibió que algo no andaba como debería. No le gustaba nada la forma que tenían de mirarla. Estaba deseando que se largaran y continuaran la juerga en otra parte.

Él estaba sentado al fondo del pasillo observando con desgana el jaleo que se traía el grupito y el molesto ruido que hacían. Contemplo a la camarera y sonrió. Realmente era una muchacha bonita. Conocía a muchas mujeres guapas. En el mundo en el que había vivido, las había por doquier.

Estaba acostumbrado a las fiestas y juergas de las que nadie sale a pie. A fiestorros en los que abundaban el alcohol, las drogas y los encuentros sexuales a tope.

Ahora eso quedaba en un segundo término para una superestrella de rock que había decidido dejarlo todo y vivir una vida mas tranquila, lejos del ambiente del “star system” y las “celebrities”.

Había abusado de todo tipo de sustancias y los médicos le advirtieron que si seguía por ese camino, se convertiría en otro ‹‹bonito cadáver›› antes de llegar a los cuarenta. Así que con algo de la lucidez que le quedaba, decidió tirarlo todo por la borda y replegarse a su cuartel de invierno que era una lujosa mansión situada en lo alto de una imponente colina, desde la que dominaba la luminosa ciudad por la noche.

Iba vestido de negro, su atuendo habitual. Aborrecía el blanco. En realidad era una

manía suya debido a que llevaba mucho tiempo enfundado en trajes negros, por cuestión de imagen. Pero el blanco podía sentarle de maravilla por el tono bronceado de su piel, el intenso color oscuro de los ojos y del cabello.

Era alto, espigado, de porte elegante y las mujeres lo miraban. Pero ella no.

La joven camarera estaba trabajando para ganarse un jornal de mierda ─seguramente─ después de haber estado horas trabajando, yendo y viniendo con la bandejita a cuestas y esa absurda vestimenta que le apretaba la cintura y remarcaba los pechos mientras que la faldita le dejaba al descubierto algo mas que unas rodillas preciosas.

Se fijo en las rodillas y en el conjunto del sensual cuerpo de la chica, pero lo que mas le llamó la atención fue la sonrisa con la que obsequiaba a los clientes y la forma que tenia de esquivar a esos payasos que le estaban estorbando.

Decidió pedir un batido de chocolate, algo ridículo para un tipo que habría sido capaz hasta de beberse un litro entero de colonia si fuera necesario.

Cuando la camarera atendió a la llamada, miro a un lado y a otro y al no tener una

compañera cerca para servir al tipo de negro del fondo del pasillo, fue hacia él y

sonriendo encantadoramente, le pregunto lo que deseaba tomar y espero a que hablara.

La chica anoto el pedido y antes de darse la vuelta, él le interrogo sobre los niñatos que

le molestaban.

─No se preocupe. Estoy acostumbrada, pero lo cierto es que tengo ganas de que se vayan. Son bastante inaguantables.-

Sin pensárselo dos veces, le pregunto por la hora de salida.

─ ¿A que hora terminas el turno? ─

Ahí comenzó todo. La historia de amor entre la ex estrella de rock y la guapa camarera.

La colmo de amor, de pasión, de regalos. Todo era poco para ella.

Había encontrado una verdadera razón para seguir adelante. La adoraba. Con ella vivió los momentos mas mágicos de su vida.

Continuamente le confesaba: ─! Ojala te hubiera conocido mucho antes!-

A lo que ella le contestaba: ─Creo que he llegado a tu vida en el momento justo.-

Le encantaba la parafernalia gótica de la mansión y los trajes negros vampíricos que guardaba en uno de los muchos armarios.

Aunque no vestía así, le gustaba que lo hiciera para ella.

La puesta en escena antes de hacer el amor era digna de una película de la Hammer, con los candelabros, las cortinas de color purpura, la cama con sabanas de satén rojas como la sangre. A él no le importaba y le resultaba divertido. El final era apoteósico.

Cuando terminaban, estaban rendidos, pero el deseaba tenerla a su lado como si su cuerpo estuviera adherido al suyo por una lazada invisible.

Le dio carta blanca para gastar cuanto quisiera. Ella había vivido siempre con penuria económica y se iba a desquitar con el amante tan generoso que tanto le prodigaba en amor y en obsequios. No podía pedir mas.

Se zambullo en un mar de excesos y el empezó a preocuparse. Se había fundido un monton de dinero: compro casas, propiedades, joyas, objetos de arte. Hizo inversiones.

Todo le salía bien. Parecía que la chica le traía suerte, pero no quería seguir por ese camino. No era lo que deseaba.

El cambio en su vida no era lo que comenzaba a odiar de esa situación.

La amaba con locura, pero ella cada vez le resultaba más lejana y mas vulgar y eso era lo que no podía soportar: la vulgaridad en la mujer que mas amaba en el mundo.

Comenzaron las discusiones y los malos rollos.

Había conocido a muchas otras que lo único que querían era sacarle la pasta o

encumbrarse a su costa para saltar al mundo de la fama.

Sin embargo, ella no era así. No. No podía ser como las demás. Se negaba a

reconocerlo. Así que decidió hablar con ella y planear un largo viaje, a una isla desierta lejos de las boutiques de moda, de las fiestas, del glamour que el tanto había llegado a odiar. Pero no entraba en razón y no deseaba abandonar esa vida.

Aguanto lo indecible. Parecía curioso que un tipo que había tenido a las mujeres mas impresionantes e imponentes del mundo hubiera puesto su vida en manos de una chica a la que había conocido en una cafetería.

Los pocos amigos que le quedaban sabían lo mucho que la quería y lo ciego que estaba.

No podían comprenderlo.

─ ! L´amour est fou!─ Exclamaban.

Una tarde fueron a la exposición de un nuevo genio, Milton-Saint Claire, y ella se

encapricho de un inquietante cuadro. Era el retrato de una mujer velada con una espada en la mano y un látigo en la otra. Se trataba de Némesis, la implacable. Así se titulaba el cuadro.

Lo compro para ella.

─ ¿Sabes quien es Némesis?─ Le pregunto con la sonrisa en los labios. Esa sonrisa que lo había conquistado tiempo atrás.

El echo un vistazo al catalogo de la exposición y leyó en alto.

─ “‹‹Retrato de Némesis, la implacable››, la diosa vengadora de los amores traicionados y del excesivo orgullo”.-

Un halo de tristeza le cubrió los ojos. No tenia constancia de que lo engañara con otro.

Solo lo engañaba con el dinero, con las joyas, con su afán de acaparar todo lo que

consideraba valioso. Se había olvidado de él. La había perdido y tal vez para siempre.

─ ! Némesis! Donde quiera que estés, ¿Que puedo hacer?─ Pregunto mirando el hermoso rostro severo de la diosa que se adivinaba tras el velo.

Aquella noche, ella vio relucir algo muy brillante sobre la balaustrada de mármol de la terraza. Estaba segura de que era un nuevo regalo de su entristecido amante. El corazón comenzó a acelerar el ritmo hasta que la sangre le golpeo en las sienes.

De repente, se levanto un fuerte viento.

El contemplaba el cuadro de Némesis y se volvió justo cuando ella se acercaba a la joya. No tenia ni idea de lo que estaba haciendo. Solo la veía a través de los visillos y parecía encaramarse sobre la balaustrada como si estuviera intentando coger algo.

En un abrir y cerrar de ojos escucho un grito desgarrador y vio horrorizado como la

túnica que llevaba puesta flotaba en el aire y desaparecía en el cielo nocturno.

Corrió hacia la gran terraza y miro abajo. La vio estrellada sobre el Lamborghini

Murciélago amarillo, un nombre muy apropiado para un superestrella de rock gótico.

Había quedado con los brazos en forma de cruz y las piernas abiertas.

Una gran mancha de sangre cubría el techo del superdeportivo.

Grito desesperado y corrió como si huyera de las mismas fauces del infierno.

Estaba muerta. Nada podía hacer.

La policía lo interrogo. Él les conto una y mil veces lo que había ocurrido y algunos

detalles de su comportamiento en las ultimas semanas, como las discusiones que tenían.

¿Accidente? ¿Suicidio? ¿Homicidio?

─ Fue un accidente. Iba a coger algo que brillaba sobre el mármol de la cornisa. No se lo que era. Puede que una joya. A ella le volvían locas las joyas.-

─Usted tenía fuertes discusiones con ella. Puso algo allí que reclamara su atención.

Quería dejarle, no lo soportaba y la empujo.-

Negaba desesperado.: ─! No puse nada! !No sé que era! !No, no! Yo la amaba.

! Nunca le haría daño, a pesar de que me lo hacia!-

Indagaron sobre la supuesta joya. La policía no encontró nada.

Le preguntaron sobre la posibilidad de que se suicidase. Volvió a negarlo.

─ ¿Suicidio? Es totalmente imposible. Parecía disfrutar de la vida minuto a minuto.-

No entendía lo que sucedía. La cabeza le daba vueltas y estaba a punto de derrumbarse, abrumado por el dolor y la confusión.

─Puede que hubiera alguien con ella en esa terraza. Tal vez la empujaron. ¿Tiene idea de quien podría haberlo hecho? ¿Tenia enemigos? ¿Un amante?-

Los polis con las preguntas de rigor y la sutileza de siempre.

De nuevo lo negó todo.

─ La posibilidad del accidente es remota, señor. La balaustrada es ancha. Había

suficiente iluminación. Tenia que haberse subido encima y usted asegura que no lo hizo y que la vio abalanzarse sobre ese objeto. La noche era muy tranquila, a pesar de que insiste en ese fuerte viento que se levanto.-

El abogado estaba con el y le aconsejo que no contestase a ninguna pregunta mas.

─ Persiste en su declaración del principio: no estaba con ella en el momento de la caída.

Dice que contemplaba el cuadro que tiene en el salón, el de la mujer con la espada. Dice que es una diosa, una tal Nem… no se, un nombre muy raro.-

Los detectives intercambiaban sus comentarios.

─Si no ha sido un accidente, ni un suicidio, la tercera posibilidad es el asesinato.-

─ ¿Quien dices que lo hizo?─ Pregunto el abogado mientras le rodeaba el hombro con el brazo, mostrándole todo su apoyo en esos terribles momentos.

Los policías se acercaron mientras lo contemplaban. Con la mirada perdida y los ojos llenos de lagrimas dijo entre susurros:

─Némesis. Ha sido Némesis.─

Ilustración de Verónica Mercader

Paloma Muñoz

Madrid, 16 de octubre de 2012

Sentir la venganza.

Autor@: Raquel Bonilla Santander

Ilustrador@: Jordi Ponce Perez

Corrector/a: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Microrrelato

Este relato es propiedad de Raquel Bonilla Santander, y su ilustración es propiedad de Jordi Ponce Perez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Sentir la venganza.

Venganza, es una palabra que no estaba en mi diccionario emocional. No aparecía hasta este verano.  Fecha en la que de golpe y porrazo tuve que introducirla e incluso resaltarla en  negrita.

Todo marchaba bien,  las ansiadas vacaciones habían llegado. Mi despacho y yo nos merecíamos un descanso antes de que el estrés nos enfrentara.  Ser el ayudante de un buen abogado es lo que tiene, que nunca sabes que sorprendente caso vas a tener que defender, a veces pensamos que hay cosas que solo se ven en la tele pero no, la verdad de todas, todas supera a la ficción.

Mas que el ayudante se puede decir que era el chico para todo, para llevarle el café al jefe, para coger el teléfono del jefe, para hacerle la compra al jefe, en fin lo que como mis amigos solían decir “ el pringado de la oficina”, eso quieras o no quema, quema muchísimo.

Estudié derecho, me forme con empeño pero no logro subir el escalerón necesario para poder tener mi propio despacho. Siempre que lo intento algo sale mal.

Pero , por fin ahí estaba mi monovolumen cargada hasta las trancas, mi mujer  entrando y saliendo de casa sin parar y cada vez con una maleta en la mano, parecía que íbamos a ir a la guerra dos años por lo menos. Las niñas peleaban en la parte trasera. Bueno supongo que eran las niñas porque con tanto tarro era imposible verlas.

                Levantarse tarde, pasear por la arena, tomar una caña mientras lees el periódico, desconectar… en fin el paraíso.

Ana estaba demasiado ocupada con las niñas, con su bronce amiento al sol, con sus comprar, su móvil. Nunca habíamos estado tan juntos y tan separados. El paraíso empezó a volverse soso, aburrido… ¡preocupante¡.

                Las noches de hotel son monótonas , música, coctel una charradita, un bingo, si monótonas pero nos las noches del descanso. Pero esta vez todo estaba cambiando, eran las noches de la soledad. Las niñas en el parque, yo y mi coctel y…. mi mujer y el wassap. Si el wassap la nueva dorma de comunicarnos. Estuve a punto de comunicarme con ella por esa via. No llegue hacerlo porque al ir  a coger su móvil para hacerle una pequeña broma su wassap parpadeo.

¡Pedro¡, ¿mi jefe?, ¿Ana y Pedro? ¿De qué se conocen? Si tuviera 18 años pensaría, ¡que pillines¡, me estarán preparando una fiesta sorpresa, pero … seamos realistas a mis 40 añazos dudo que estos dos se pongan a prepararme una sorpresilla.

Aunque estaba equivocado, si me estaban preparando una sorpresa, una sorpresa de las grandes.

Al preguntarle a Ana por Pedro cuando volvió del servicio fue todo un poema. Cambió tantas veces de color que parecía un semáforo.

La verdad es que no había tenido el gusto de presentarlos por lo que la cosa pintaba bastante mal.

Ese fue el instante en el que mi particular paraíso empezó a convertirse en un autentico infierno. Solo pensar que la persona más importante en mi vida ocultaba algo relacionado con la persona  por la que me llaman “El pringado de la oficina”, me enervaba hasta la histeria.

No soltaba prenda, nada quedaba claro solo oía ¡tranquilízate ¡. ¿Tranquilizarme? , quería saberlo todo ya.

No soy el mejor de los amantes, tampoco soy detallista ni puedo competir con Richard Gere, pero bueno, no estoy del todo mal. Mi jefe tiene mucha pasta pero es un traje andante, un caro traje pero un traje al fin y al cabo. Un hombre altivo, vacio por dentro. Vamos a decirlo un hombre bajito, calvo, feo e irritantemente rico. No entendía como Ana podía haberse fijado en el , no me cuadraba. Ana nunca había sido ambiciosa, no le gusta derrochar.

La conversación subió de tono, estábamos acalorados, no escuchábamos , no oíamos. Solo había gritos, reproches estúpidos insultos quinceañeros. Acuando la palabra “cuernos” apareció en escena nuestras bocas callaron radicalmente, se hizo el silencio. Ana me miraba muy raro, yo esperaba una respuesta.

-¿Cuernos?, ¿de que estamos hablando?. Ana hacia preguntas que yo no entendía.

Claro que cuernos, tenia que ser eso ¿no? , la verdad es que ni siquiera pregunte.  Ese fue mi gran error. Di por echo la que mujer  a la que amo y que siemrpe me ha demostrado lo mismo, me había puesto los cuernos con mi jefe.

Evidentemente la oofensa fue muy dolorosa. Un error que estoy pagando con creces.

No, no eran cuernos era algo muchísimo peor. Aquel tipo tan altivo al que yo subestimaba tenia amenazada a Ana. No era el pringado de al oficina porque era peor abogado. Era el pringado de la oficina porque me robaba los clientes, los casos y siemrpe estaba a mano para ponerme la zancadilla. Todo ayudado por una asustada mujer, una asustada esposa  que tenia que traicionar a su marido por salvaguardar sus vidas.

¿Cómo no me había dado cuenta? , sus nervios, sus lagrimas en la noche. ¡cosas de mujeres¡, pensaba. ¡estúpido¡, deje escapar en un segundo no solo mi paraíso, si no todo mi mundo. Quiso arruinar mi vida laborar pero consiguió muchísimo más. Un tipo sin escrúpulos que acabó pagando una cuantiosa multa y por supuesto dejo de ejercer. Cosa que no le importó mucho, tenía dinero suficiente como para pudrirse en las Maldivas.

Ana juro no perdonarme y hasta el momento lo está cumpliendo. Cada día sufro un rechazo de llamada . He perdido a la mujer que quiero, la compañía de mis hijas, el calor de mi hogar.

¿Cómo alguien puede dormir con la conciencia tranquila, arruinando vidas ajenas?.

Supongo que entendéis porque la palabra “Venganza” está incluida en mi diccionario emocional. La venganza es lo único que me hace echar el pie derecho al suelo cada mañana. Soy inexperto en ello pero… ¡soy abogado¡ y por cierto un buen abogado. Se me ocurrirá algo para hacerle pagar aunque solo sea una décima parte de mi dolor, una centésima, una micra …

Ilustración de Jordi Ponce Perez

Zaratustra Dogs.

Autor@: Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Ilustrador@: Rafa Mir

Corrector/a: Elsa Martínez Gómez

Género: Relato

Este relato es propiedad de Miguel Ángel Rodrigo Jiménez, y su ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Zaratustra Dogs.

«Los buenos, ¿son buenos porque tienen las garras tullidas, o a Nietzsche hay que escucharlo como se mira a Tarantino?» dijo su padre hace mucho tiempo, citando sin recitar un poema de Riechmann.

Max conduce despacio y piensa. Tanto piensa y tan despacio conduce que los peatones lo rebasan a él y a sus lentas cavilaciones de cuatro ruedas. No le importa. Va a lo suyo. De su expresión poco puede deducirse, pues algoritmos del tipo cara de póker la cifran: párpados levemente entornados, la vista extraviada en algún lugar de la calzada, una breve mordida sobre el labio inferior. Y es que, además de tener claro hacia dónde se dirige, Max va preparando su espíritu para lo que tiene que hacer allí: justicia. En realidad, se trata de una forma muy particular y subjetiva de justicia. De escuchar a Nietzsche del mismo modo en que se mira a Tarantino, se dice sin saber muy bien qué significa eso. Y es que Max no tiene la menor idea de quién narices es Nietzsche, sólo está seguro de que, con semejante apellido, no puede ser italiano. De Tarantino sabe que es director de cine y que ha visto nada más unos pocos minutos de Reservoir Dogs en Internet.  Suficiente para hacerse una idea, viene pensando desde entonces. Fue Gino quien le contó que aquella cinta tenía el récord de tiros pegados en una peli. «Ven, tienes que ver esto». Y Max prestó atención, pero no se impresionó demasiado. A ambos, a Gino y a Max, les parecía que Tarantino bien podría ser italiano.

Ilustración de Rafa Mir

Pero de aquel tiempo, de aquellas tardes fraternas, hace ya mucho. Gino, en aquel entonces, no lo había traicionado y Max no se planteaba, ni remotamente, tener que hacer lo que está a punto de hacer hoy. También ha pasado mucho tiempo, siglos, desde que su padre pronunciara aquella frase que, a pesar de no haber terminado de comprender jamás, le resulta tan inspiradora. Fue una tarde tras una comida de negocios entre ambas familias.

—Nápoles, Tulio, ¿Acaso no ves lo que está pasando con Nápoles? Y tú, aquí, llorando de resentimiento —había dicho el padre de Gino.

—¡Ah! Toni, Toni, Toni… Nihilismo. ¿Sabes qué es? —fue la respuesta de Tulio, el padre de Max.

Y Toni dio un trago de vino y negó con gesto agobiado. Gino y Max cruzaron una mirada. Sería mejor continuar callados.

—Comprendo. Entonces de Nietzsche ni hablamos, ¿verdad? A ver, cómo te lo explico. ¿Te gusta Tarantino?

Y Toni asintió sin mayor entusiasmo, torciendo la boca  y ladeando la cabeza. Tulio entonces endureció su voz hasta volverla acero. Se expresaba con una seguridad corrosiva, enfatizando el tono e intercalando en su discurso versos de un poema en prosa de Riechmann. Sólo hablaba él. Toni escuchaba con atención, asentía y parecía no atreverse a pestañear. Mientras tanto, Max y Gino no comprendían nada en absoluto; todas aquellas exclamaciones y aforismos les resultaban inconexos. «Tú, que vienes a mi casa, aceptas mi comida y me acusas. ¿De qué me acusas? ¿De llorar resentimiento?»; «No te equivoques. Nihilismo no es resentimiento»; «Ni te confundas o disimules. Nihilismo no es mirar hacia otro lado y no sentir nada, o sentirlo al ver que también sangran las heridas cerradas»; «Tampoco es una cuestión teórica que trate sólo de renovar los valores caducos o de ponerle bolitas de naftalina a la cretona de los espíritus»; «A ti y a todos os digo: esperad. La virtud del superhombre no es el resentimiento, es la venganza. Entonces habrá acabado este tiempo»; «Como se pregunta el poeta, te pregunto: “Los buenos, ¿son buenos porque tiene las garras tullidas, o a Nietzsche hay que escucharlo como se mira a Tarantino?”».

Max conduce con una sola mano, la izquierda, que es ahora una mano tensa. Insistentemente,  lleva la otra hasta la lúgubre presencia de una cajita de cartón. Dominado por una oscura pulsión, a cada minuto comprueba que sigue ahí. La siente y siente el frío de lo que guarda su interior. Ese frío es para Gino.

Siguen adelantándole los que caminan y a él sigue sin importarle. Piensa y recuerda. Gino hizo mal. Muy mal. Y  ahora Max no puede ignorar algo así y dejarlo pasar. Gino tuvo alternativas antes de ensuciarse las manos, sin duda. Pudo, sin ir más lejos, no haber cedido a la provocación, pasar de largo. Pero no, ¡maldito Gino!, tuviste que hacerlo, pincharlo, retorcerle dentro la muñeca y reventarlo hasta el vacío. Robarle el aliento. Y piensa y recuerda y se enfurece: Nietzsche, Tarantino, los buenos que podrían serlo sólo por sus garras tullidas, la venganza, el final de este tiempo. Cuando ya ve la casa.

Entra hasta el jardín y aparca allí mismo, sobre el césped. No vendrá de cuatro flores. Aferra con fuerza la caja y se dirige calmado hacia el porche. Allí, respira profundamente, se mira las manos; sus garras están afiladas. Toca el timbre.

Ilustración de Rafa Mir

—Hola, Max —lo saluda Miliota, la madre de Gino—. Cuántos días sin verte. ¿Buscas a Gino?

—Sí.

—Sube, está en la sala de billar.

Y Max se acerca peldaño a peldaño a su destino. Adviene en él el superhombre. Entra sin cuidado en la habitación del billar y allí encuentra a su amigo.

—Hola.

—Ey.

—¿Qué pasa?

—Mira.

Se hace un silencio que conmueve a Max. ¿Cómo puede ser? Gino está tranquilo, ausente de su propia culpa. Entonces, Max siente que en la venganza no hay lugar para la misericordia. Ha llegado la hora.

—Gino.

—¿Qué?

—¿Tú sabías que hay que achuchar al niche en las zarpas para ser bueno…? No espera… ¿sabías que hay que hablar del niche como si tuvieras las uñas del tantolino…? No, no era así tampoco. ¿Te acuerdas de la peli aquélla del record de tiros?

—¡Sí! ¿Quieres verla?

—No.

—¡Ah! Bueno.

—¿Y te acuerdas del sábado en mi fiesta  de cumple?

—Uy, sí. Hace tiempo ya.

—Ya. ¿Y te acuerdas de que me pinchaste la pelota de fútbol con unas tijeras?

Y Gino ríe entonces con la maldad propia de la indolencia. Se acuerda.

—Pues mira: —y Max abre la cajita de cartón y le muestra el interior— la cabeza de tu Gi&Joe.

Gino llora con el arrepentimiento esperable del cándido y Max rompe también en lágrimas porque le duele ver a su amigo sufrir tanto. Chillan y balbucean, sollozan y se atropellan sus respiraciones, moquean por la nariz y hacen burbujitas con algo viscoso y heterogéneo que nace en la tráquea, se ponen colorados y hasta emiten un calor insólito.  De repente, irrumpe en la sala de billar Miliota, que hecha una fiera exclama:

—¡Gino y Max!, el que me vuelva a dejar la bici en el jardín, se va a enterar de quién soy yo, ¿capite?… Y no me vengáis con lloriqueos ninguno de los dos. ¡Ah! Max, ha llamado tu madre, quiere que vayas a casa inmediatamente. Y pedaleando deprisita, ¿eh?, no remolonees que solo vives a dos calles.

La venganza a los seis años, cuando todavía se llevan las ruedecitas de apoyo en la bici, la percepción del paso del tiempo es tan lenta como el crecer de las uñas y el origen genético de las afrentas radica en un juguete, resulta deliciosamente cruel. En el pensamiento de Max ahora existe sólo una frase: «¡Ah, la familia!».

«Yo no soy un hombre, soy dinamita», (F. Nietzsche, Ecce Homo).

Miguel Ángel Rodrigo Jiménez

Octubre de 2012