47ª Convocatoria: Error inventado

Error inventado.

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Ilustración de Susana Rosique

No nos gusta errar. Obviamente el error no es deseable, ni ideal y, sin embargo, sucede.  Y desde el inicio de los tiempos, e incluso a los Dioses: Epimeteo y Prometeo y al ángel Luzbel. Así que, si le ocurre a lo divino, ¿cómo no les va a pasar a los humanos?

Pero si algo nos cuesta todavía más que errar, es reconocerlo de forma pública y manifiesta, en cuyo caso tenemos dos opciones: optar por la humildad inmensamente desconcertante y triste, o por otra postura más orgullosa que es disfrazar el error. Es humano también ese instinto de protección.

Esta convocatoria de Surcando Ediciona es altamente inflamable porque hablar de errores «inventados» lleva aparejada la intención de minimización de daños colaterales y ciertas expiaciones propias. O no… Todo es posible. En realidad, ¿qué es correcto, acertado o verdadero si nuestra realidad es la gran falsa del espectáculo?

He encontrado un término en internet que me ha gustado especialmente y que voy a recuperar en esta intro:  El «errorismo» definido como una palabra acción, una filosofía de vida. La experiencia del error es la experiencia del conocimiento. El error educa, transforma y revoluciona.  Escribí esta frase hace años: «Los errores, las mejores flechas del camino» porque, en mi caso, si algo he aprendido es a abrazar el error como un elemento de guía y crecimiento y que tiene que ver, desde esa acción primigenia, con el acto de atreverse a dudar.

Pero inventar el error es otra cosa, es una mentira, una falta de respeto al resto de seres humanos y una forma de burlar al karma. Los errores de un árbitro pueden modificar el resultado de un partido, o los errores de invención en un juicio pueden dejar absuelto a un corrupto, los cuales, aunque se cometerían de forma involuntaria, producen un beneficio o disminuyen un perjuicio. Los errores involuntarios pueden ser causados por distintas razones: ignorancia, confusiones, prejuicios, distracciones, etc. En cualquier caso, un error inventado, para considerarse una mentira piadosa, deberá tener como ingredientes fundamentales, a mi juicio:

  1. Que sea creativo
  2. No dañino
  3. Que esté basado en el amor
  4. Autosuficiente
  5. Mejore o aporte algo beneficioso a la especie
  6. Independiente

Si crees que esto es imposible, date un paseo por los relatos e ilustraciones que han hecho mis compañeros, que son todos unos pedazos de artistas, basados en este tema. Déjate sorprender. Una convocatoria muy reflexiva. Seguro que la disfrutarás.

Por Olga RT, @Principio0

El hombre equivocado

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@:
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Relato
Rating: +14 años
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Susana Rosique. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El hombre equivocado. 

Yo sabía que mi vida iba a cambiar completamente cuando conocí a Val.Era muy consciente del embrujo que ejercía sobre mi voluntad. Lo reconocía, y no me importaba admitirlo.Era tan fascinante. Poseía un magnetismo especial que me hacía olvidar todo lo que había vivido anteriormente.

Para mí, Val era el presente. Ni siquiera pensaba en un futuro. Era el momento. Era el lugar. Era la emoción. Y era el peligro.

Caminaba junto a él en la noche abrazada a su cuerpo. Me sentía protegida, y me sentía por encima del resto de las mujeres que se cruzaban con nosotros en la calle.

Eran calles peligrosas con gentuza indeseable que podía rajarte el cuello en un abrir y cerrar de ojos.

Pero con Val nadie intentaba pasarse de la raya.

Creo que podría caminar sobre la cornisa del edificio más alto de la ciudad y saber con certeza que mi vida no corría ningún peligro porque Val estaba a mi lado para sujetarme entre sus brazos.

Lo conocí una tarde de otoño.

 Las hojas iban cayendo despacio de los árboles, una brisa gratificante traía la humedad del río e impregnaba el ambiente no demasiado frío para ser noviembre.

 Estaba recogiendo los bártulos de pintura. Me disponía a regresar a casa.

Cuando salí a la calle miré hacia las ventanas del estudio de pintura, aún había gente.

 Iba a tomar el autobús, y al caminar unos pasos hacia la parada unos tipos me rodearon y me zarandearon. Apenas pude reaccionar. Me llevaron en volandas a un portal medio oscuro y comenzaron a manosearme.

Conocía ese lugar porque poseía unas galerías subterráneas con alguna cafetería y tiendas de libros y de bisutería.

Me arrancaron con fuerza el bolso. Yo les supliqué, aterrorizada, intentando cubrirme de sus asquerosas y malolientes manazas. Pero no dejaron de empujarme y de tocarme.

Me llevaron a un rincón y me levantaron la falda intentando bajarme los leotardos de lana.

Me hacían daño.  Vi como volcaban todo lo que contenía mi bolso y lo pateaban.

 Chillé, y uno de ellos me tapó la boca. Pude sentir el dolor que me produjo el impacto de un anillo grande sobre los labios. Comencé a sangrar.

Entonces como una ráfaga de algo inesperado sentí que los tipos se alejaban de mí, casi volando.

Lo último que acerté a vislumbrar era una figura alta con una gabardina oscura y los hombres tirados como guiñapos a sus pies.

Se acercó a mí. Me ayudó a levantarme con mucho cuidado. Me apoyó en la pared y me preguntó con una voz increíblemente hermosa si me encontraba bien. Recogió las cosas esparcidas de mala manera y las introdujo en el bolso.

 Yo sangraba por el corte del labio. Me ofreció un delicado pañuelo blanco de hilo de seda.

Aún no había podido ver su cara, pero sí sus ojos muy brillantes como dos ascuas de carbón que resplandecían de una forma extrañamente peculiar.

Me dijo en voz baja que si era necesario me llevaría a un hospital. Yo le contesté que no era necesario. También me propuso denunciar la agresión y el atraco.

Pero yo sólo quería regresar a casa.

Cuando miré por encima de su hombro, los tipos no estaban. Habían salido corriendo despavoridos. Un reguero de sangre se extendía desde la entrada de la galería hasta la calle principal.

Estaba muy nerviosa. Él lo percibió. Era normal. Había sido atacada por unos delincuentes y había sido mi ángel salvador.

Las piernas no me sostenían de lo afectada que estaba.

Me sujetó con firmeza y trató de calmarme.

 Cuando vi a gente caminando por la calle, entrando y saliendo de tiendas y comercios me tranquilicé un poco más.

Estaba muy aturdida y cansada. Casi no tuve tiempo de darle las gracias.

Paró un taxi y me dijo con una suave voz que todo había pasado y que me fuera a casa.

Antes de entrar en el taxi me sonrío y estrechó mi mano helada.

Cuando giré la cabeza para ver a si estaba esperando a que el taxi desapareciera de la vista observé con inquietud que no estaba.

Se había esfumado por arte de magia.

Unos meses después caminaba junto a él entre una maraña de gente nocturna como nosotros.

Entramos en un local llamado El Sueño Eterno igual que el título de la película de Bogart.

Nos habíamos enamorado. Y sabía que a su lado nada ni nadie en el mundo podría lastimarme nunca jamás.

Val me hizo su amante, su compañera, su igual.

Y, aunque no caminaba por el borde de las sombras cómo él hacía, era una decisión que debía de tomar por mí misma.

No había ningún hombre como él en el mundo. Bueno, tal vez sí. No descarto esa posibilidad.

Pero a mí me basta y me sobra con alguien como Val.

Puede que mi error haya sido enamorarme como una colegiala de un tipo tan fascinante como él. Pero es mi error. Es mi equivocación. Y Val es todo lo que necesito para vivir la vida al máximo y exprimirla como se exprime un limón con uñas y dientes.

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Ilustración de Susana Rosique

Paloma Muñoz
Madrid, 7 de julio 2021

 

La venganza del bosque

Autora: Anna Morgana Alabau

Ilustradores: Susana Rosique y Jordi Ponce

Género: relato, terror, fantasía (a partir de 16 años)

Este cuento es propiedad de Anna Morgana Alabau, y sus ilustraciones son propiedad de Susana Rosique y Jordi Ponce, respectivamente. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La venganza del Bosque

Desde que volví del bosque, el terror me asalta al paso de cada sombra proyectada en la pared, de cada repentino sonido del día o de la noche, a cada latido de mi corazón. Ellos siguen buscando a mis amigos. Me sonríen con tristeza y me dicen que no me preocupe, que los encontrarán, que entienden que no me atreva a regresar donde nos extraviamos. Pero es más que eso, muchísimo más. Creen que he perdido el juicio y, en realidad, lo único que espero es que ninguno de ellos pierda la vida.

Llevábamos todo el domingo haciendo el ganso. Habíamos salido temprano para llegar con el tiempo suficiente y preparar la parrillada. Sabíamos que esas cosas estaban prohibidas, pero no nos importaba. Lo único que queríamos era aparcar los todoterrenos en el sitio más recóndito que pudiéramos encontrar, hacer un gran fuego, que nos diera buenas brasas donde cocinar la carne que habíamos comprado y, después, emborracharnos a placer sin preocuparnos de nada más. Y así lo hicimos.

Hacia media tarde, cuando empezaba a refrescar pero la luz todavía era clara, a Janet se le ocurrió que podríamos ir a dar un paseo por el bosque, hacer una excursión como cuando íbamos al colegio. Algunos nos reímos de ella pero, tras contar unas cuantas anécdotas divertidas de aquella época y con la falsa promesa de que podíamos incluso encontrar setas, empezamos a caminar sin tener ni idea de dónde poníamos los pies. Lo único en lo que pensamos antes de abandonar el improvisado campamento fue en cerrar los coches, como si alguien pudiera venir a encontrarnos en aquél culo de mundo y robarnos nuestros amados automóviles. De las botellas vacías, los plásticos, la basura y las ascuas sin apagar, no se acordó nadie.

A la hora escasa de andar, noté como, poco a poco, habíamos empezado a separarnos. Primero una parejita, luego dos chicas que hacía bastante que no se veían… no le di importancia porque creí que había sido adrede. Las hojas de los árboles se movían ante mis ojos ebrios por duplicado y, en ese estado, ni yo ni el resto de amigos que aún me acompañaban, fuimos capaces de percibir los ojos que nos escrutaban desde la oscuridad de los árboles. Culpo a la bebida, aunque en el fondo de mi corazón sé que no hay mayor ciego que aquél que se niega a ver.

Cuando reparé en ella, perdí por unos instantes la noción del tiempo. Hacía muchos años de las excursiones por el bosque con la escuela, pero supongo que algunas cosas, como el nombre y las características de las setas, simplemente se me quedaron grabadas. Me agaché a observarla. Estaba junto a un tocón grueso y cubierto de musgo. Alargué la mano y dejé pasar unos minutos para que mi visión de beodo se enfocara. Luego pasé el dedo por sus láminas y comprobé que se trataba, efectivamente, de una de mis setas preferidas. Sin embargo, al levantar la cabeza para contárselo a mis amigos, ellos ya no estaban.

Ilustración de Susana Rosique

Ilustración de Susana Rosique

El pánico me invadió por un momento. Los efectos de la bebida se me habían pasado, aunque solo lo justo para darme cuenta de que estaba anocheciendo, y de que no tenía ni idea de dónde me encontraba. Miré hacia el cielo, miré el musgo que cubría la corteza de los árboles y, de repente, caí en las cosas que no recordaba de aquellas excursiones escolares: cómo moverme por el bosque, cómo orientarme, cómo encontrar el camino a casa. Tampoco recordé que, al perderse, lo mejor es quedarse quieto en un sitio a cubierta de las inclemencias del tiempo y esperar a que te encuentren.

De modo que comencé a caminar. A los diez minutos, cada árbol, cada roca y cada arbusto me parecían familiares. Una parte de mí creía estar andando todo el rato en círculos; la otra, sabía que no tenía siquiera esa certeza.

Me desesperé, grité, vociferé, corrí, me detuve… caminé un rato más. Hasta que, finalmente, el azul brillante de las aguas a la luz de la luna me golpeó como una bofetada. Salí de la frondosidad al claro, donde se extendía un lago que sabía que no podía estar ahí. Yo había sido el copiloto en uno de los coches, había estado mirando el mapa durante todo el camino y hubiera podido jurar, sin miedo a equivocarme, que no había ninguna zona azul de agua en la montaña donde fuimos. No obstante, a pesar de ser consciente de aquella extraña anomalía, avancé hasta situarme junto a la orilla del lago imposible.

Solo entonces pude percibir el brillo de algo presente en un lugar mucho más profundo, dentro de la misma agua. Mis palabras huyeron sobre las alas de una bandada de pájaros, al otro lado del lago, que arrancaron a volar, súbitamente espantados. Las aguas se removieron y, lentamente, una a una, fueron emergiendo de sus profundidades las hermosas mujeres que ahora tenía delante.

Su desnudez me turbó y cohibió un instante, pero la naturalidad de sus gráciles movimientos y la luz de las estrellas, que parecía envolverlas, pronto hicieron que me sintiera cómodo. Se sentaron a mi lado, delicadas, y me susurraron sus nombres en una lengua que, juro, jamás antes escuché. Me contaron cómo los árboles estaban desapareciendo, caídos bajo el cruel peso de la sierra o la llama, cómo todos los seres del bosque sufrían el deterioro del aire, el emponzoñamiento del agua, el retroceso de la flora. Y sobre todo, la creciente escasez de comida.

Yo las escuchaba absorto. Sus palabras me conmovían, aunque no por su contenido. Estaba tan hechizado que apenas podía comprender lo que me estaban contando. Su belleza me anonadaba, el brillo de sus ojos me embriagaba, la delicadeza de su piel me alienaba de este mundo, hasta que, hablando ellas de la falta de alimento, una palabra chocó en mi consciente con el distante aullido de lo que creí un lobo.

“Humano” dijo la voz, ya no tan aterciopelada.

Parpadeé un par de veces y, de repente, me di cuenta de que estaba rodeado por ellas. Lo que antes no me había importado, provocaba ahora en mí una sensación angustiosa, sofocante, próxima a la paranoia. Mi mirada recorría sus rostros y, tras cada parpadeo, creía adivinar una horrible realidad sumergida aún en las aguas del lago.

Entonces se escuchó un nuevo aullido, y un grito desgarrador rompió el hechizo que me había mantenido sojuzgado hasta aquél instante. Recorrí con los ojos las orillas del largo, súbitamente alarmado, solo para descubrir, al otro lado, un enjambre de terribles seres dándose un festín con lo que restaba de mis acompañantes. Grité sus nombres, y las criaturas se volvieron, emitiendo siniestras risotadas animales sin dejar de devorar a mis amigos, sus ropas esparcidas por todo el espacio que se extendía entre la tierra y las copas de los árboles.

“¿Qué ocurre?” recuerdo que pregunté con tono histérico, volviéndome de nuevo hacia las damas de agua que me habían estado hablando “¿Qué les habéis hecho a mis amigos?”

Las mujeres se irguieron de repente, sus alas translúcidas batiendo por última vez. De repente, su desnudez se convirtió en algo horripilante. Sus cuerpos se retorcieron, las alas echaron a volar hacia la luna por propia voluntad, dejándolas a ellas a ras del suelo, con sus pechos descolgados, sus pelos emblanquecidos, sus cuellos retorcidos, que se alargaban cada vez más. De sus manos emergieron garras; de sus espaldas, nuevas alas hojiformes que batían con el sonido de la tempestad. Sus piernas se juntaron en una fantasmagórica cola etérea, que les permitía darme alcance con gran rapidez, precedidas por sus demoníacas cabezas de orejas puntiagudas, narices afiladas y bocas plagadas de dientes como estacas. Sus ojos tenían el color del odio y del mal.

Ilustración de Jordi Ponce

Ilustración de Jordi Ponce

Grité. Mis alaridos se dejaron escuchar por todo el bosque mientras mis piernas me conducían, a pesar de los tropiezos y las caídas, velozmente hacia ninguna parte. Seguía perdido, seguía desorientado y ahora, además, estaba completamente muerto de miedo.

Sentía sus cuerpos pasar zumbando por encima de mi cabeza, por mi lado, y sus risas, gorjeantes y crueles, aturdirme mientras intentaba escapar. Los animales del bosque les hacían de eco, interponiéndose en mi camino para intentar detenerme. Juraría incluso que los árboles intentaban atraparme con sus raíces y sus ramas. Pero yo seguía corriendo, seguro como estaba de que me iba la vida en ello. Hasta que una de las veces en que mis incontrolables piernas tropezaron, ya no me pude levantar.

Entonces oí sus risas aún más cerca, noté sus pelos acariciarme el rostro lloroso, sus garras asirme por los brazos y tirar hacia uno y otro lado como a un bebé bíblico que hubiera que despedazar. Solo que, de repente, algo en mis lamentos les hizo cambiar de idea. Su agarre se aflojó, aunque no se apartaron de mi lado. Yo sollozaba incongruencias mezcladas con súplicas por mi vida. El horror de la carnicería que atestigüé seguirá produciéndose ante mis ojos durante el resto de mis días. En ese instante, una de ellas se plantó ante mí y, por un momento, su apariencia volvió a ser la de una hermosa e inocente dama de agua. Sus ojos, sin embargo, eran la viva imagen de la venganza.

Me dijo que me perdonaría la vida, pero solo con una condición. “Vosotros nos habéis obligado a vivir así” recuerdo que pronunció con voz rasposa. “Vosotros y vuestras máquinas, y vuestras hogueras y vuestras fábricas. Vosotros y vuestra ambición y vuestro descuido y vuestra falsa importancia. Lo teníais todo, pero queríais más, y nunca se os ocurrió llenar ese vacío con humildad y respeto, con solidaridad y esperanza. Ahora, no os queda sino sufrir nuestra desgracia. Te dejaremos partir, como última advertencia” señaló. Recuerdo que temblaba como si fuese la última hoja de un árbol con el invierno en ciernes. “Contarás nuestra historia, la de tus amigos y la tuya, y aconsejarás a los de tu especie que respeten y reverencien la tierra bajo sus pies, el agua sobre la tierra, el aire sobre el agua, y la flora y la fauna que las habita. Si fracasas, no habrá otra advertencia: tomaremos vuestras vidas como tributo por nuestros bosques”.

Juré, lloré y recé que lo haría sin fallo ni falta, y por eso ahora escribo nuestra historia, aun con la desazón de saber que todo es en balde, que de nada servirá esta última advertencia que encarno porque en el fondo sé, mal que me pese, que ninguno de mis congéneres la creerá. Porque yo no lo haría de no haberla vivido, aunque cometiera el único error que ningún dios perdonará nunca.

Evolución

Autora: Montse Augé

Ilustradora: Susana Rosique

Correctora: Mary Esther Campusano

Género: microrrelato,ciencia ficción.

Este cuento es propiedad de Montse Augé, y su ilustración es propiedad de Susana Rosique. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EVOLUCIÓN

Noé se despertó. Sus ojos se abrieron con dificultad, atisbando tan sólo a ver visiones borrosas. Blanco. El color blanco. Paredes blancas, sábanas blancas, manos blancas. Sentía náuseas y un extraño sabor en la boca. Intentó moverse pero comprobó que no podía: tenía los brazos atados a ambos lados de la cama. Sí. Estaba en una cama. Poco a poco sus ojos recuperaron la visión: parecía la habitación de un hospital. Pero la percepción inicial del color blanco cambió a un gris azulado. Había ventanas redondas y fuera… agua. Entonces la puerta se abrió: dos personajes vestidos también de blanco (¿o era gris azulado?) entraron. Podría decirse que eran un médico y una enfermera.

Ilustración de Susana Rosique

Ilustración de Susana Rosique

– Buenos días. ¿Cómo está hoy nuestro náufrago?<strong></strong>

Noé intentó responder. No podía. Sentía un dolor espantoso en la garganta.

– No, ya sé que no puedes hablar. Es el primer paso a la adaptación. Todo va bien.

Noé se miró las cuerdas que le impedían moverse. Los miró a ellos, interrogándoles con la mirada.

– Es por tú bien. Cuando llegáis aquí estáis desorientados. Hay que volver a empezar, a reinventarse. Pero al final todos acabáis aceptándolo.

La enfermera y el doctor cruzaron una forzada sonrisa entre ellos y miraron hacia las ventanas. Acercaron una silla y se sentaron a su lado. La proximidad de aquellos cuerpos hizo que Noé empezará a sentir una oleada de olores imposible de asimilar por su olfato.

– Ya ha empezado-dijo el doctor dirigiéndose a la enfermera-.Al principio molesta, ¿verdad? Es tu sentido del olfato, cada vez más agudo. Empezaré… por contestar todas las preguntas que me estás haciendo con tus ojos. El cambio climático ha cumplido con sus amenazas y ha hecho imposible la vida fuera del mar. Los últimos supervivientes tuvisteis, tuvimos, que huir en barcos, buscando un nuevo futuro, un nuevo mundo que nos perpetuase. La única salida era el mar. Pero pronto nos dimos cuenta de que la superficie se había convertido también en un medio hostil para el hombre. Nuestra última esperanza era la vida bajo el mar. La historia nos ha demostrado que el hombre adapta su cuerpo a los cambios: la teoría de la evolución.

El doctor desató las cuerdas de sus brazos y le ayudó a incorporarse.

– Mira por la ventana. No hace falta que te levantes.

Noé observó a través de una ventana justo al lado de la cama. Estaban bajo el mar. Peces enormes surcaban el mar. Peces… observó detenidamente, abriendo la boca en señal de asombro y con el pánico dibujado en su rostro: ¡eran humanos convertidos en peces! ¿Qué era aquella aberración? Los miró a ellos, moviendo la cabeza de un lado a otro, queriendo negar la evidencia de aquel horror al que estaba asistiendo.

– ¿Te preguntas por qué nosotros seguimos siendo totalmente humanos? Somos los encargados de empezar y acabar con el proceso de transformación. Nosotros seremos los últimos. Cuando la nueva especie empieza a reproducirse entonces todo sucederá de forma natural… no harán falta más manipulaciones genéticas ni experimentos.

Noé entonces, con las manos libres, levantó poco a poco la sábana que le cubría las piernas. Ahogó un grito silencioso.

– Tranquilízate, tu proceso ha empezado. La pérdida de tu voz, tus piernas…pronto estarás ahí fuera, con los demás, en tu nuevo mundo.

La puerta se abrió y apareció una enfermera con una bandeja.

– Tu primera comida. Deliciosa…

Antes de saber qué había en aquella bandeja, su olfato hizo que las náuseas se volvieran a apoderar de él. Aquello era… repugnante: una mezcla de sangre, carne, restos de peces…Lo apartó violentamente haciendo caer la bandeja al suelo.

– Bueno, nadie te ha dicho que vaya a ser fácil. Pronto te parecerá un manjar suculento. Lo devorarás, ni tan solo lo masticarás. ¿Te fijaste en el color de tu cola? Ese gris azulado tan hermoso. Has tenido suerte. Serás uno de los más temidos del mar: un tiburón. Hasta mañana. Que sueñes con las sirenas.

Tres miradas nocturnas

Autora: Chus Díaz

Ilustradores: Susana Rosique y Rafa Mir

Corrector: Federico G. Witt

Género: microrrelatos, fantasía, intriga, humor

Estos cuentos son propiedad de Chus Díaz, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Susana Rosique y Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

TRES MIRADAS NOCTURNAS

 Luna

Cuando Luna sale a escena, blanca y pletórica, todos se fijan en ella. Unos la admiran y lanzan suspiros poéticos, inspirados por su belleza. Otros la envidian y urden terroríficas leyendas a su costa. Se diría que a Luna, radiante en su teatro nocturno, le halaga tanta atención. Pocos conocen la verdad; a casi nadie ha dejado ver su cara oculta. Luna detesta el protagonismo: prefiere pasar desapercibida y ser ella quien observe a su público.

La cara oculta de Luna es tímida y un tanto voyeur. Le gusta espiar el mundo a través de una mirilla secreta abierta en medio del cielo. Desde su escondite, sigue los pasos de los seres que habitan la noche. Astrónomos curiosos, búhos sabiondos, juerguistas noctámbulos, niños insomnes, lobos transformistas, amantes cariñosos…; todos, tan pequeñitos ahí abajo, tienen encanto para ella. A veces, algún soñador desvelado sale a la terraza para observar el cielo con su telescopio. Si, por casualidad, localiza la mirilla y sorprende a Luna espiándole, ella le guiña un ojo cómplice y sonríe con travesura.

Luna juega a descubrir la vida de esos seres pequeñitos. Trata de imaginar su destino y su procedencia. Intenta adivinar cómo se llaman, qué libros leen o cuál es el sabor de su helado favorito. Algunas noches, si se siente creativa, inventa historias mágicas sobre ellos.

Hoy, por ejemplo, se fija en una mujer que camina sola en plena ciudad. Luna deduce que los dedos fríos del otoño le hacen cosquillas en la nuca, porque acaba de subirse el cuello de la chaqueta. Se dirige con paso decidido a un callejón oscuro. Si avanza con tanta prisa, no hay duda: seguro que acude al encuentro de su amor.

Desde su escondite, hoy es Luna quien lanza suspiros poéticos presintiendo escenas de lo más bellas. Y es que su cara oculta es una romántica sin remedio.

Ilustración Rafael Mir

Ilustración Rafael Mir

Ella

Un callejón solitario. Noche sin luna a finales de octubre. Ella avanza con paso apresurado, ignorando el frío que le araña las mejillas. Sus manos, en los bolsillos. Las llaves, en su mano izquierda, preparadas para abrir en cuanto llegue al portal.

Nunca ha temido volver sola a casa. Esta noche, sin embargo, algo le hace estar alerta. Cree que la observan. Aprieta las llaves dentro del bolsillo: se siente más segura así. Como si ellas pudieran protegerla de cualquier peligro.

Un cosquilleo en su nuca. No sabe si lo causa el frío o esa extraña sensación que la persigue. Recorre el callejón atenta a cualquier movimiento. Le parece oír un sonido ajeno, pero descubre que no es más que el eco de sus propios pasos.

Aun así, está intranquila. Agudiza sus sentidos mientras sigue caminando. Detecta otro ruido, y entonces comprende que no es su andar lo que oye ahora. Es algo más ligero, que se mueve con sigilo entre las sombras. Su corazón se acelera.

Un movimiento rápido, casi imperceptible. Cuando quiere darse cuenta, se ha plantado frente a ella: es un gato negro, negrísimo como la noche. Sus miradas se cruzan. El gato la observa, desafiante. Ella se pone en guardia, precavida. Instantes interminables. Entonces el gato pierde interés y sigue su camino. Ella respira hondo, pero su corazón late a mil.

Avanza rápido. Quiere llegar a casa cuanto antes. Saca las llaves del bolsillo, decidida a utilizarlas como arma si alguien la ataca.

Un último paso hasta el portal. Lanza miradas de reojo a ambos lados. Sigue con esa incómoda sensación de estar siendo observada. Ahora es incluso más intensa. Le tiembla la mano. Casi no atina con las llaves, pero al fin logra introducir la correcta en la cerradura.

Le sorprende un nuevo ruido justo cuando empieza a abrir la puerta. Algo golpea el suelo. Se asusta. Entra en casa tan rápido como puede. Cierra de un golpe. Se lanza a toda prisa escaleras arriba.

Su carrera precipitada le impide escuchar un maullido.

Ilustración Susana Rosique

Ilustración Susana Rosique

Gato

«¿Cómo puede un gato llevar una vida de perros? Paradojas del destino», reflexiona el minino mientras camina. No aguanta más al viejo hechicero para el que trabaja. Horas extra a manta, reproches expresados a gritos y un sueldo con el que apenas alimenta a su familia. Le gustaría cantarle las cuarenta bien cantadas, pero no está la situación como para ir perdiendo empleos. La crisis también afecta al negocio de la hechicería.

Arrastra las patas con cansancio. No ve el momento de llegar a casa y dar un lametón a su mujer. «Los pequeños ya deben de estar durmiendo. Me estoy perdiendo cómo crecen», se lamenta el gato. Está tan sumido en sus pensamientos que no ha visto a una mujer acercarse por el callejón. Cuando repara en ella, es demasiado tarde para reaccionar.

Los gatos negros suelen esconderse para evitar enfrentamientos con los humanos. Existe un acuerdo formal entre los miembros oscuros de la comunidad felina. Reconocen que son mágicos, y de ahí que trabajen con hechiceros; pero en ningún caso provocan mala suerte. Les gustaría explicarlo, aunque no saben cómo justificarse sin que los humanos descubran que saben hablar y que son muchísimo más inteligentes que ellos. Discuten en asambleas la mejor forma de organizar una campaña para limpiar su imagen. Por ahora, las autoridades gatunas recomiendan esquivar situaciones conflictivas.

En un acto de rebeldía felina, el minino decide ejercer su derecho a moverse libremente por una ciudad que también es suya. No es cierto que cause mala suerte, así que no tiene nada de lo que avergonzarse.

Cuando gato y mujer se encuentran, se produce un duelo de miradas. Él puede leer el terror en los ojos de ella, y eso le satisface. «No es nada personal, bonita, pero te ha tocado», se dice, sin dejar de observarla con aire desafiante. Está harto de que le acusen de cuentos de viejas. Está harto de que le discriminen por ser oscuro y nocturno.

Tras unos segundos, el gato cede. Deja de torturar a su víctima. La mujer se aleja con paso rápido; él sonríe, malicioso, y sigue su camino en sentido contrario. Entonces, sin saber cómo, tropieza y se da de bruces contra un contenedor. Una caja de cartón se cae y rebota en su cabeza antes de llegar al suelo. «Para que luego digan de los gatos negros», se queja, dolorido. «¿No serán los humanos quienes traen mal agüero?».

Ese dolor agudo es la chispa que enciende la mecha. La tensión acumulada durante la jornada no tarda en estallar. El minino se gira para mirar a la mujer, que desaparece ya en uno de los portales. Con toda la rabia posible, grita: «¡¡¡BRUJA!!!».

Un dragón con miedo al fuego

Autora: Ester Salguero Amaya
Ilustrador: Susana Rosique
Corrector: Federico G. Witt
Género: Relato fantástico
Este relato es propiedad de Ester Salguero y su ilustración pertenece a Susana Rosique. Todos los derechos reservados.
UN DRAGÓN CON MIEDO AL FUEGO
La madre dragón lanzó una llamarada de ardiente fuego que envolvió al huevo en un abrazo cálido y acogedor. De esta forma se aseguraba de que su pequeño se sintiera protegido y reconfortado por las llamas, el elemento natural de los dragones. En el nido se encontraban, además de Esmeralda, la hermosa madre dragón de brillantes escamas verdes, sus otros dos vástagos, Vulcano y Bestor, reunidos en su lugar de nacimiento, para presenciar el momento en el que el pequeño dragón comenzaría a resquebrajar el huevo y abrirse  paso hacia el mundo exterior. El nacimiento de un dragón siempre era un gran acontecimiento.
Mientras, en el interior del huevo, ajeno a lo que pasaba fuera, la criatura se movía inquieta. El fuego que calentaba el huevo le reconfortaba, pero por alguna razón perturbaba su sueño. Con pequeños movimientos, perezoso, intentaba acomodarse de nuevo. Esmeralda lanzó una nueva bocanada de fuego para reavivar las llamas y recordar al pequeño dragón que le esperaban en el exterior. El infante se asustó de este incremento de la temperatura, y en su nerviosismo comenzó a romper el huevo desde dentro.—¡Oh!, mira, madre, ya empieza a intentar salir —señaló Vulcano, impaciente.

—Quizá necesite ayuda. Podríamos… —empezó a comentar Bestor, que fue rápidamente interrumpido por su madre:

—No. Debe salir por sí solo. Esta es la primera de las pruebas que tiene que superar para llegar a ser un gran dragón, como vosotros hicisteis en su momento.

Dicho esto, la dragona volvió a avivar el fuego por tercera vez, justo en el momento en que el pequeño conseguía por fin desprender una parte de la cáscara lo suficientemente grande para poder avistar el exterior. Y lo primero que vio fue… fuego. Una inmensa llamarada dirigiéndose hacia él.

—Vamos, pequeño. Ven con nosotros —le animaba Esmeralda, deseando conocer a su nuevo hijo.

—Parece que es algo tímido —se burló Bestor, observando cómo el dragón los miraba desde el interior del huevo por la abertura que acababa de hacer en la cáscara—. Y está temblando.

—Qué dragón más raro. ¿No será que tienes miedo del fuego? —insinuó despectivamente Vulcano.

—Vamos, muchachos, dejadle en paz. Solo necesita un poco más de tiempo para salir —intentó apaciguarles su madre, aunque también estaba algo decepcionada con el pequeño, tímido y asustadizo dragón.

Lo cierto es que todos ellos tenían razón. El pequeño estaba aterrorizado. Un dragón que tenía miedo del fuego. Era algo impensable, inaudito, y sin embargo había ocurrido y les había tocado a ellos. Los dragones eran criaturas asombrosas, poderosas, orgullosas de ellas mismas y del temor que infundían en los otros seres. ¿Cómo podría sobrevivir un dragón con miedo al fuego? ¿Qué imagen daría mostrando semejante debilidad nunca antes vista?

Vieka, que así fue llamado el pequeño e inusual dragón, salió finalmente del huevo cuando las llamas se hubieron extinguido. Fue recibido en una familia que se avergonzaba de él. Esmeralda, quien a pesar de todo quería a su hijo como a los demás, lo protegió de los comentarios y le hacía esforzarse para superar el miedo que sentía a lo que debería ser su principal arma. Sin embargo, Vieka creció junto a las burlas de sus hermanos, que, orgullosos de sí mismos, no podían aceptar a un dragón temeroso del fuego y evidentemente incapaz de escupir violentas llamaradas como ellos.

En sus incesantes juegos los tres hermanos desarrollaban todas sus habilidades de dragón. Hacían carreras volando, para ejercitar sus vigorosas alas; luchaban entre sí, para entrenar las fuerzas de sus garras y colmillos; resolvían juegos de ingenio que ellos mismos inventaban, para agudizar su inteligencia. En todo esto, Vieka era comparable a sus hermanos, aunque siempre inferior. Demostraba grandes aptitudes de velocidad, fuerza, resistencia y agudeza, no obstante haber tenido que esforzarse el doble que ellos le hizo estar a su altura y que le permitieran participar en sus prácticas. Sin embargo, siempre quedaba rezagado y era menospreciado por su insuperable temor al fuego. De hecho, él mismo era consciente de esto y se avergonzaba por ser como era. Pero por mucho que lo intentara no podía hacer nada para cambiar y ser como el resto de los admirables dragones. No podía luchar contra el fuego.

Una tarde soleada, en uno de sus juegos, Vieka intentaba ganar una pelea contra sus hermanos. Por primera vez estaba logrando alcanzar el ritmo de Bestor, pero Vulcano lanzó pequeñas llamaradas para despistar a Vieka y hacerle perder la competición.

—Sois unos tramposos —les reprendió, cuando las llamas se hubieron extinguido al cabo de un rato.

—Vamos, ¿quién dice que un dragón no puede usar fuego para obtener ventaja? No seas mal perdedor.

—Anda, no te enfades. Hagamos ahora una carrera. El primero que llegue al nido gana.

Los tres hermanos dragones desplegaron sus hermosas alas y levantaron rápidamente el vuelo. A pesar de lo que pueda parecer, los dragones son criaturas ágiles y veloces. No obstante, no pudieron esquivar la trampa en la que Bestor quedó atrapado. Vieka trató de romperla con sus garras, pero fue totalmente inútil. Vulcano no dudó en lanzar fuego para quemarla, consciente de que este elemento no haría daño a su hermano, como tampoco logró hacérselo a la red que lo tenía apresado. Bestor les gritó que se marcharan:

—¡Marchaos! Es una trampa fabricada por cazadores de dragones y no podremos destruirla. Estos hombres nos han estudiado durante mucho tiempo y, aunque no saldrían victoriosos enfrentándose a nosotros directamente, si caemos en una trampa estamos perdidos. Avisad a madre; ella sabrá qué hacer.

Los dos dragones se elevaron en el cielo siguiendo las indicaciones de su hermano preso. Pero tras un instante, Vieka se detuvo de golpe llamando la atención de Vulcano.

—¿Qué haces? ¡Tenemos que avisar a nuestra madre!, ¡rápido!

—¿Pero no te das cuenta? Tenemos que seguir a esos hombres.

—Aún no estamos preparados para luchar contra ellos. Somos demasiado jóvenes, podrían capturarnos a todos. ¿Es eso lo que quieres, Vieka?

—Claro que no. No soy estúpido. Pero tenemos que saber a dónde se lo llevan, para poder rescatarle cuando sepamos qué hacer.

—Está bien. Síguelos, pero no dejes que te vean. Yo, avisaré a madre. Nos reuniremos en el claro al que vamos a jugar por la noche.

Vulcano siguió volando raudo hacia el nido. Mientras, por su parte, Vieka emprendió su camino con una ligera sonrisa en su rostro, pues aunque Vulcano no lo había reconocido de ese modo, no había tenido más remedio que darle la razón en su planteamiento. Se le presentaba una gran ocasión para demostrar que también era digno de ser un dragón. No les defraudaría.

Al sobrevolar la zona donde habían capturado a Bestor tuvo un mal presentimiento que se confirmó al no encontrarle. Sin duda los hombres se habían dado prisa en llevarse su presa a su refugio. Un tanto alarmado, Vieka sobrevoló en círculos la zona, escudriñando todos los rincones en busca de alguna pista que indicara el paradero de su alado hermano. Al cabo de unos instantes, se percató de unas marcas de rueda en el suelo. Muy alerta, siguió su trayectoria con la esperanza de estar siguiendo la pista correcta, aunque no tardó mucho tiempo en pasar volando sobre los hombres que transportaban a Bestor en una carreta.

—Este dragón nos va a dejar una fortuna. Tiene unos colmillos magníficos.

—Y fijaos en estas escamas tan brillantes. Se nota que es un dragón muy sano. Y joven.

—Llevamos tiempo observando a esos estúpidos dragones. Al menos hemos podido capturar a uno de ellos. Será suficiente.

Los hombres caminaban lentamente, ralentizados por la carga que transportaban. A pesar de que Bestor no era un dragón adulto ya había desarrollado un considerable peso y tamaño. A intervalos constantes, forcejeaba contra sus ataduras, incapaz de romperlas. Con cada sacudida, los hombres se mostraban inquietos. Habían logrado anular sus habilidades de dragón con las trampas que habían desarrollado, habían fabricado materiales inmunes al fuego, con los que se cubrían; sin embargo, un dragón nunca podía tomarse a la ligera: si conseguía liberarse podían darse todos por perdidos aunque se tratara de un dragón adolescente, como era el caso de Bestor.

Tras varias horas de pesado avance, consiguieron llegar a una cueva semioculta en la ladera de una montaña. Penetraron en ella en sumo silencio. Bestor estaba agotado y aterrorizado, todos sus esfuerzos y prácticas para desarrollarse como un temible dragón se habían visto truncados por estos insignificantes hombres, ante los que se encontraba a su total merced. Vieka entró discretamente, caminando por el techo de la cueva, camuflándose con su superficie para no ser visto. Observando con atención la estancia, uno podía darse cuenta de que lo que pretendían hacer con su hermano no podía ser nada bueno.

En un lugar algo más alejado, Vulcano había encontrado a Esmeralda y le había informado de todo lo ocurrido. Ambos habían iniciado juntos el viaje de regreso hasta el lugar donde debían reunirse con Vieka para ir a rescatar al aterrorizado Bestor. Sin embargo, el joven Vieka tenía otros planes. No podía abandonar a su hermano a su suerte, debía actuar. Y pronto.

Observó con atención los preparativos de los hombres. Desconocía por completo qué estaban organizando y no quería averiguar cuál era el papel de Bestor en esos trámites en los que se encontraban tan ocupados. El asustado dragón, ahora encadenado en una tarima de extraño material oscuro, lanzó bocanadas de fuego y humo para asustar y alejar a los hombres, consciente de que no podía hacerles daño usando su elemento. Lo que nunca hubiera pensado es que ese mismo fuego le haría daño a él.

—El material sobre el que te encuentras absorbe tus llamas y las transforma en energía capaz de dañar tu dura piel —explicó uno de los hombres, observando divertido al dragón dolorido—. Ahora ya no pareces tan valiente, dragoncito.

Bestor gruñó violentamente, lo cual hizo retumbar las paredes de la cueva y cogió a todos los hombres desprevenidos. No esperaban que el dragón hiciera algo así, no lo tenían todo tan bien previsto. Vieka puso su mente a trabajar, analizando todo lo que veía para elaborar una estrategia de rescate. Aun siendo cazadores de dragones, temían a estas criaturas y, como todos los hombres, desconfiaban de aquello que no podían ver y desconocían. Esa sería su gran arma. No usaría el fuego, esta vez un dragón usaría armas no previsibles.

Durante unos instantes recordó con añoranza los juegos con sus hermanos, especialmente aquellos en los que frecuentemente le lanzaban pequeños brotes de fuego para asustarlo y reírse de él, gracias a los cuales había desarrollado una gran capacidad pulmonar que le permitía apagarlos con rapidez para protegerse. Esta habilidad, nada propia de los dragones, sería de especial utilidad ahora para dejar a esos detestables hombres a oscuras.

Una a una, fue apagando las antorchas que iluminaban la estancia. Al principio los hombres lo asociaban a una ráfaga de viento, pero pronto descubrieron el motivo.

—¡Hay otro dragón! —gritaron unos.

—¿Dónde está? —preguntaron otros, con los arcos preparados.

—Arriba, en el techo. Camuflado entre las sombras y la piedra. ¡Disparad!

El caos reinante en aquellos momentos era notable. Los hombres estaban nerviosos, disparaban afiladas flechas de acero hacia el techo, pero Vieka se movía con agilidad esquivándolas y apagando a su vez más antorchas. Mientras recuperaba el aliento, uno de los cazadores más fieros apuntó certeramente su flecha y disparó, hiriendo al dragón en su ala derecha. Vieka perdió el equilibrio y cayó dando vueltas, impactando con fuerza en el suelo. Bestor, que lo había visto todo atónito, aprovechó la confusión para recobrarse de sus heridas y volver a gruñir de forma violenta, lo cual produjo un fuerte estremecimiento en las paredes seguido de un repentino desprendimiento de algunas piedras.

Algunos de los hombres huyeron despavoridos, incapaces de enfrentarse a la vez a dos dragones y a la montaña. Vieka, algo aturdido por el reciente golpe, unió sus fuerzas a las de su hermano, y ambos bramaron de tal manera que la montaña entera tembló, sacudiendo a los asustados cazadores, que salieron corriendo horrorizados y temerosos de perder la vida en el inminente derrumbe de la cueva.

—Tranquilo, hermano, te sacaré de aquí. —Vieka mordía insistentemente las ataduras que tenían aún inmovilizado a Bestor. El dolor del ala y de los golpes recibidos por las piedras que ellos mismos habían desprendido no importaba ahora. Tenía que liberar a su hermano y salir de allí rápido.

—Vieka, tienes que usar esa palanca para liberarme. Antes vi cómo me ataban; no podemos romper estas ataduras antidragones.

Vieka miró unos instantes extrañado, sin comprender lo que tenía que hacer. Bestor le explicó el funcionamiento del mecanismo que lo liberaría, tras lo cual Vieka entendió y procedió a ponerlo en marcha torpemente con sus robustas garras.

Al cabo de un rato los dos hermanos abandonaron la peligrosa cueva. Una vez en el exterior unieron de nuevo sus rugidos para provocar el derrumbamiento. Esos hombres no volverían a usar aquellas viles herramientas con ningún otro dragón.

Pausadamente, puesto que a Vieka le costaba volar con el ala herida, llegaron al encuentro de Esmeralda y Vulcano, que les esperaban preocupados. La dragona inspeccionó a los dos dragones recién llegados y prestó especial interés a la curación del ala dañada.

—Has conseguido escapar, Bestor. No podía ser de otra forma —comentó Vulcano, satisfecho de su hermano.

—Sí. Gracias a la ayuda de Vieka. Sin él no lo habría conseguido. —Bestor se mostraba ahora realmente orgulloso e impresionado por su hermano Vieka, y transmitió a los demás estas sensaciones.

Vieka y Bestor relataron lo que habían vivido en el interior de la cueva de los humanos, haciendo especial hincapié en cómo lograron salir victoriosos sin necesidad de usar ninguna de las técnicas características de los dragones.

—No hemos usado fuego, no hemos volado, ni peleado con nuestras garras, colmillos y cola —repetían una y otra vez a lo largo del relato.

Al finalizar su historia, Vulcano estaba sorprendido, orgulloso de sus dos hermanos. Esmeralda, igualmente impresionada y satisfecha de sus vástagos, se dirigió a ellos:

—Habéis empleado la mejor de las habilidades que posee todo dragón, vuestra inteligencia, demostrando que sois dignos de ser llamados dragones. Todos. Vulcano, has buscado ayuda cuando la situación te superaba; Bestor, no te has rendido en ningún momento y has seguido luchando por tu libertad; y en especial tú, Vieka, quien a pesar de tus limitaciones has sido capaz de encontrar una solución, y no como necesidad de salvarte a ti mismo, sino para conseguir salvar a tu hermano.

Los cuatro dragones volvieron a su nido, donde crecieron y siguieron defendiéndose los unos a los otros. Ya nadie se avergonzó del dragón con miedo al fuego, sino que lo aceptaron tal como era. Se dice que siglos más tarde, cuando los dragones se hubieron extinguido, aún perduraban ciertos reptiles con temor al fuego, o ¿de dónde creéis que vienen las lagartijas?

Un Avión y un Gallego Bueniño

Autor: Ana Marí Madrid

Ilustradores: Susana Rosique y Rosa García

Corrección: Elsa Martínez Gómez

Género: relato

Este relato es propiedad de Ana Marí Madrid y sus ilustraciones pertenecen a  Susana Rosique y Rosa García. Todos los derechos reservados.

Un Avión y un Gallego Bueniño


Llovía a mares en la pequeña aldea, de un simple chirimiri se desató una verdadera tempestad. A través de su ventana, Cristian, veía la sacudida de los árboles, por unos segundos se asustó, pero al momento infló su pequeño pecho abrochándose el último botón de su camisa nueva. Sus amigos le llamaban EL GUERRERO DE LA PANTALLA, estaba preparado y dispuesto a completar su examen cardiológico enfrentándose a la ira de la naturaleza, si era preciso. Sus válvulas, demasiado pequeñas para su edad, debían ser operadas cuanto antes. A veces las soñaba como estrechos túneles que le absorbían atrapándolo en su interior, no podía escapar, le comprimían hasta hacerle chiquitito y… desaparecer devorado por sus débiles anticuerpos como una minúscula bacteria. Cuando le entraban los ahogos del asma, imaginaba estar buceando con una botella de oxigeno casi acabada, relajaba su mente con su respiración para que le durase hasta salir a la superficie, siempre conseguía llegar a tiempo, solo tenía que sacar de su bolsillo el inhalador, pero, disfrutaba asustando a sus compañeros mientras se retaba apurando el tiempo. El pequeño guerrero ya no le temía a los viajes que le daban su salud. Se dejaba llevar de la mano de mamá, mentalizado de que no debía alterar los pronósticos del destino, aunque jugara con ellos no los podía cambiar, no podía escapar a la intervención quirúrgica que llevaban meses preparando. El viaje no podía aplazarse.

El camión del primo Suso les acercó a la entrada de la ciudad de los peregrinos, la odisea del gallego bueniño comenzó en el mismo momento en que subió su gran peldaño, enganchándose con el freno de mano. El gran armatoste corrió unos metros derribando el único árbol que había frente a su casa. No hubo daños personales, pero si materiales y un gran susto con algún que otro coscorrón. Nada más llegar ya le esperaban en el taller de reparaciones. Cristian y su madre tenían el tiempo justo, no les quedó más remedio que buscar un taxi que les llevase al aeropuerto de Lavacoa. No fue nada fácil. Era año santo, los peregrinos invadían la ciudad complicando la circulación y el encuentro de taxis, las paradas estaban vacías, no había ninguno disponible. Pero Suso no dejaría a su prima Maruchi y a su pequeño diablillo a las buenas de Dios, con semejante monstruito corrían el riesgo de que el gran ser supremo se lavase las manos.

Al técnico del camión no le importó dejarle las llaves de su pequeña chatarrilla maqueada con piezas sueltas de lo que pillaba. Lo que había sido un Clío parecía un puzzle remendado. Los recogió, desesperados ya, en la acera de la parada de taxis.  Nada más llegar, daban por el interfono, el último aviso a los pasajeros. Empapados de agua, resbalando en su carrera y al borde de la asfixia, Maruchi entregó las reservas y corrieron a la puerta de embarque. La mala suerte no había terminado. Maruchi pasó la puerta de seguridad sin problemas pero Cristian… el escándalo fue total. Se negaba a darle al guardia su navaja de empuñadura de hueso. Desde que se la trajeran los reyes magos para talar sus figurillas de las ramas caídas de los árboles… nunca se separaba de ella. Mamá Maruchi no tuvo más remedio que meterla en su mochila y bajar a facturarla. Casi despegan sin ellos. Por fin subieron al avión, destino Santiago de Compostela-Madrid. Era la primera vez, lo más cerca que había estado de uno de esos bichos con alas fue… cuando un helicóptero aterrizó en el campo de Suso para transportar a una accidentada que sacaron los bomberos del amasijo de hierros del coche que se empotró con la vaca que se le cruzó, contra el muro de la tapia de la finca de Ceferino. No, no pudo despegar por más que se escondió en la pequeña cabina, lo sacaron de los pelos arrastrándolo a su casa. La abuela Blandigna a veces se pasaba al no quitarle los ojos de encima y pillarle en el último momento, ¿qué rabia le daba!  Esta vez era distinto, tenía su asiento reservado; fila C asiento 13. Quién piensa en la mala suerte si ya nació con ella. Era sietemesino en un embarazo tan sorprendente que su madre no se dio cuenta hasta que lo parió. Y es que la menopausia puede llegar a dar sus sorpresas. Cris era… como el gran quijote, con espada en alto para luchar contra… esta vez…los rayos. Nada más sentarse la cortina de agua de su ventanilla y el ligero barullo, casi un susurro convertido en silencio al iniciar el vuelo… lo adormeció, por más que batalló por tener los ojos muy abiertos y sentir esa emoción que le subía como un gusanillo por el estomago, provocándole… la sensación de volar sobre un avión de papel, tan frágil y a la vez… apasionante. Pero su cansancio y el vaivén semejado a una cuna de bebé, le dejaron KO. No habían salido del espacio aéreo gallego cuando unas fuertes turbulencias y el estruendo de un rayo, partió, el cielo en dos. Ni la borrachera de sueño impidió su sobresalto, disparándole el corazón; Estaba solo, al final del pasillo su madre desaparecía con el último pasajero, absorbidos por un remolino de espeso humo. El ala que veía desde su ventana, iluminaba la oscuridad que les envolvía, con su escandaloso fuego. Cristian corrió a engancharse a la saya de su madre. Al instante todo desapareció, cayendo en una dimensión de carreras donde eran dirigidos por mandos. Estaba dentro de uno de sus juegos de la playstation. El era ese guerrero de la pantalla de que tanto presumía. El máximo ganador debía combatir por regresar a la vida. Corría, saltaba, combatía, volaba, conducía, navegaba, siendo perseguido y atacado sin descanso. Esquivaba Balas, monstruos, lanzas, espadas, saltaba de una partida a otra, de un juego a otro, ganando piedras de colores, rubíes, esmeraldas, zafiros, corales, con el oro del ámbar liberaba su propia batalla. Allí no habían desmayos, dolores, ni ataques de asma, era libre, pero como cualquier ser o guerrero espacial, notaba el cansancio. Agotado se dejó caer en cama placentera, sin intuir su peligro. Se sintió sumergido en una nube de algodón de azúcar; -¡que bueno, además de cómoda, dulce y sabrosa. Me protege, me esconde y me acurruca para echar una cabezadilla! …OHOH… ¿y eso que es…?-  Una enorme boca llena de dientes se acercaba a toda velocidad y… se lo zampó sin darle tiempo a ninguna reacción. En su lucha por escapar… un manotazo un saltó y… golpeó la cabeza de una azafata, desparramando la bolsita de nubes de gominolas. Sus esmeraldas, zafiros, rubíes, corales y demás piedrecillas rodaban por el estrecho pasillo. Era el regalo de la compañía a todos los niños por tener un feliz aterrizaje, la joven azafata se  la daba con una de sus más amplias sonrisas y…

Despertó de su pesadilla.

Cristian aterrizó pero su viaje… no terminó. Las aventuras de un gallego bueniño empezaron en cuanto puso un pie en tierra.