La reina del Rock and Roll

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Género: Ciencia Ficción

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de David Gambero. La ilustración es propiedad de Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La reina del Rock and Roll.

Hasta el último ser humano merece ser recordado. No importa lo cruel o ruin que sea en vida. No importa cuánto mal destile o cuán irracional sea. Todos merecen tener un lugar en la eternidad.

—¿Y quién coño os recordará ahora a vosotros? —se preguntó en voz alta Red 08.

Pero no esperaba respuesta, pues los cadáveres entre los que flotaba eran unos seres tremendamente silenciosos. La muerte se había colado como inesperado polizón en aquel carguero y, por lo que podía apreciar Red, había efectuado un trabajo excelente. Por todos lados flotaban silenciosos una docena de cuerpos. Hombres jóvenes en la flor de la vida. Mujeres bellas y vigorosas. Red rió al pasar entre ellos. Polos de carne. Inservibles y estúpidos polos de carne. Un poco de descompresión combinada con una pizca de espacio exterior y en eso se convertían.

Red flotó con maestría por la sala de mandos esquivando cuantos cuerpos se le interponían y se pegó a uno de los paneles maestros de la misma. La nave estaba tan fría y muerta como sus moradores, pero el ordenador era harina de otro costal. Las IAs eran duras. Testarudas. Y, al contrario que aquellos cadáveres, tenían algo que las hacía inmensamente especiales: la voz de los muertos.  Ecos de programación. Trazas de personalidad latentes que tal vez tuviesen aún algo que decir. Pero para ello se necesitaba a alguien capaz de escucharlo. Y ese alguien era Red. Se deshizo del guantelete de presión con el que cubría su mano derecha y se la quedó mirando maravillado. No había ninguna diferencia con aquellas manos que flotaban a su alrededor. Mismo color y pigmentación. Misma sensibilidad. Todo igual y a la vez tan diferente, pues la suya seguía latiendo. La suya no le temía al espacio o a la muerte. La suya incluso podía atravesar el titanio de la consola, que se dobló como una hoja de papel ante la presión aplicada por esta. Una vez dentro Red escarbó en el interior de aquel mar de circuitos como si tuviese ojos en los dedos hasta que encontró un módulo de memoria lo suficientemente sano tanto como charlatán. Le aplicó una leve presión y corriente subatómica y al segundo las holo-pantallas volvieron a brillar con un fulgor verdoso que otorgó sombras fantasmagóricas a los cuerpos que flotaban ingrávidos a su alrededor. Sin embargo, los ojos de Red brillaban con aquel mismo fulgor. Satisfechos. Maliciosos. Y llenos de preguntas.

—Identificación.

—090712 Aterhon —relató con una voz suave y melodiosa la nave moribunda—. Carguero de la Federación Terrana…

Red miró con media sonrisa colgada del rostro al agujero por el que había penetrado. Sobre las capas del blindaje había varias de pintura. Verde militar, añil, negra y, por último, granate. Todas antirradiación. Todas caras. Todas mentiras.

—No soy ninguna IA de Espacio Puerto, cariño —le dedicó Red refrenando las ganas de freír aquel módulo de memoria—. Primer destino y primer capitán. Luego puedes contarme un cuento para dormir si quieres.

Red notó cómo los protocolos de seguridad de la nave se resistían a su requerimiento. Alguien había gastado mucho esfuerzo y bucles de memoria tratando de cubrir la procedencia de aquella nave. Pero también alguien había gastado mucho de muchas cosas en él y no era de los que aceptaba una mentira por respuesta… A menos que eso fuese lo que buscase.

—001001 Thule. Capitán Robert Maydana. Corbeta Interceptora de los Caminantes del Espacio…

Aquello era otra cosa. Además de la verdad era interesante pues, fuese quien fuese, le había cortado las alas a un pájaro muy rápido para convertirlo en una mascota doméstica. Y una mascota nada fiel a sus amos nada menos.

—… Nave asignada al regimiento Kobold para la conquista de Nueva Io en marzo de 2189 y su posterior defensa. Captu… Captu…

Obviamente capturada por alguien durante la “Defensa Imposible”, pensó para sí Red. Conocía aquella campaña. La había vivido en ambos bandos hasta que se hubo quedado sin ninguno. Así pues aquella nave no sólo tenía una historia sino que además era interesante. Bien. El paseo por el momento estaba compensando. Sólo faltaba saber si aquel pedazo de chatarra herido de muerte podría darle una nueva vida a él. Trató de rodear los sectores defectuosos de la memoria de la IA, que eran muchísimos, en busca de algo más que balbuceos.

—… lo siento mucho, señor —dijo de pronto una voz distinta desde el centro de la sala.

De pronto apareció la imagen virtual de un soldado. Sobre sus hombros el rango de teniente. Sobre su rostro unos cuantos más. Red ahondó en aquel mensaje tratando de recuperarlo hasta que consiguió una imagen clara del mismo. Era joven. Treintena pasada. Rostro curtido y lampiño. Nariz aplastada. Cicatriz en mejilla izquierda. Un guerrero. De los que se enfundaban los trajes de asalto y salían a morir en el espacio en soledad y silencio. Red había conocido a demasiados y respetado a muy pocos. Aquel hombre tenía el porte de ser de los segundos.

—… Cuando conocimos las verdaderas órdenes del capitán Andrews nos fue imposible acatarlas. —En ese punto del mensaje el rostro del teniente pasó de tenso a furioso. Su cuerpo se puso rígido. Su voz se agravó. Y su mirada ardió de puro odio—. Nadie tiene derecho a pedirnos eso, señor. Ella fue utilizada al igual que nosotros. Todos fuimos marionetas de sombras que aún nos siguen acechando. Lo sé. Ahora lo sé. Por eso no podemos entregarla a la Federación. No podemos pedirle que pague por los pecados de todos. Eso acallaría las mentiras con más mentiras. Y es hora de que se sepa la verdad…

El mensaje volvió a fallar y la imagen fluctuó. Red apretó los dientes y utilizó todo lo aprendido para rescatar hasta el último segundo de aquel mensaje. Ese “ella” que había mencionado el teniente… No podía ser. El Universo no solía gastar bromas tan pesadas.

—… La Reina del Rock & Roll permanecerá con nosotros y esta nave y toda su tripulación se declara independiente de cualquier facción conocida —volvió el teniente aún más circunspecto—. No puedo decir que ha sido un placer servir bajo su mando, señor… Lo único que puedo decir para finalizar es que vengan a buscarnos si se atreven. Vengan a por nosotros. Les esperaremos agazapados en el olvido…

El hombre holograma fue a despedirse realizando un saludo marcial pero en el último momento cambió de parecer y lo hizo únicamente con el dedo corazón extendido. A Red aquello le hubiese parecido hilarante de no ser porque la transmisión se interrumpió y las luces del puente de mando volvieron a morir.

—Mierda… —gruño entre dientes Red.

Había forzado demasiado aquel eco de los muertos y había frito a la IA más allá de un punto recuperable. Extrajo la mano del panel y volvió a guardarla dentro del guante de presión.

—La Reina del Rock & Roll… —musitó en voz alta casi para poder creerlo—. No puede ser ella. No puede estar en esta nave.

Tantos años vagabundeando. Tantos años rebotando entre las estrellas y justo ahora, en aquel preciso momento, aquella mujer volvía a aparecer. No era posible. Y, sin embargo…

—Temperley —dijo conectándose con un enlace sináptico directo a su propia nave que flotaba dispuesta en el exterior de aquel carguero—. Cifra y envía el mensaje que acabo de ver a todos y diles dónde estamos…

—¿Con “a todos” se refiere usted a todos los habitantes de esta galaxia? —resonó Temperley en su cabeza—. ¿O más bien se refiere a todos… todos?

Su voz, grave y con un punto picante al final, no ocultó la desconfianza y el miedo que sentía ante aquel requerimiento. Red le gruñó como primera respuesta. Había construido aquella nave de la nada. Con sus propias manos y aquel tiempo prestado que vivía. Incluso se había permitido el lujo de crear a una IA como Temperley. Capaz de cuestionar sus órdenes. Capaz de sentir miedo. Capaz de parecerse a él y llenar levemente el vacío de su existencia.

—A todos —sentenció Red mientras escaneaba por sí mismo las entrañas de la nave—. Sé lo que te prometí después de la última vez, pero hay promesas que se pueden mantener y otras que no. La tuya puedo mandarla al infierno. La que les hice a ellos…

—Si tuviese corazón, me lo habrías roto —respondió Temperley—. Y si tuviese con qué, te patearía el culo. A veces odio ser una nave, Red.

—Yo siempre odio ser yo, pero llevo así toda la vida, así que no me toques los cojones. Utiliza todos los medios y energía que necesites. Como si tenemos que quedarnos varados aquí, pero que llegue tan alto y lejos como sea posible; y sugiere a esos desgraciados que reboten el mensaje. Los quiero a todos aquí. Y con cierta prisa. Llevamos una eternidad esperando esto y no quiero pasar otra teniendo que esperarlos a ellos.

El eco de la sonda de la Temperley le sacudió por dentro en cuanto la nave dejó de resistirse y obedeció. Red no podía culparla. Tenía motivos para temer salir de las sombras y formar parte de una reunión como aquella. Red también, pero no por ello podía dejar de faltar a su palabra. Aquella había sido dada en un momento en el que todo lo dicho y pasado se clavaba a fuego en su interior. Tiempos interesantes. Tiempos que los días malos echaba de menos. Sin embargo, ya no podía contener más la urgencia que le acuciaba. Dejó de impulsarse a la antigua y activó los servo motores de aire de su traje espacial para recorrer las entrañas de aquella nave a toda velocidad. Tenía que encontrar algún área que no estuviese tan dañada. Algún lugar donde poder esconder algo tan valioso como aquella mujer. Aquella reina sin reino.

—A la derecha, 08 —dijo una voz de pronto. Su propia voz—. No pensarás que el área más segura de este pedazo de chatarra son los barracones de la tripulación, ¿verdad?

Red se detuvo en seco, activó las botas magnéticas del traje y se posó en el suelo. Iba armado, como siempre, pero contra aquella voz no había defensa posible más allá de sus manos. De pronto una sombra se separó de la penumbra reinante y se interpuso en su camino. Cualquiera le hubiera dicho que le habían colocado un espejo ante sí. Ambos hombres eran exactamente iguales. Altos. Fuertes. Rostros perfectos, bellos y atemporales. Y ojos tan azules como crueles. De mirada vieja. De odios inolvidables.

—02 —susurró Red al hombre que tenía delante, que, a diferencia de él, iba únicamente vestido con un simple mono de piloto—. ¿Cómo diablos has llegado tan rápido?

—Llevo aquí un buen rato —le comunicó este al tiempo que le daba la espalda y comenzaba a caminar por el corredor—. Mientras tú te dedicabas a juguetear en el puente de mando yo he estado haciendo cosas más útiles como rebuscar entre la basura.

—Un momento… ¿Cómo que llevas aquí un buen rato? ¿Cómo has llegado aquí?

Aquel Red no respondido a su pregunta, sino que se perdió en la oscuridad, a lo que este hubo de seguirlo. El eco de sus pasos lo guiaba hasta que al fin pudo volver a enfocarlo con la potente linterna del traje espacial. 02 estaba detenido ante una cámara de seguridad que Red no había visto en su vida. Parecía una esfera de hielo sólo que rodeada por cientos de campos de éxtasis entretejidos cual tela de araña. Una obra de suma complejidad. Tanto que su autoría sólo podía ser atribuida a una única persona.

—El último regalo de un padre amantísimo —declaró 02 extendiendo la mano hacia los múltiples haces de luz que rodeaban aquella esfera que fulguraba con una luz fantasmal—. La caja perfecta para el juguete perfecto.

Red 08 se acercó a su homónimo y se concentró en discernir qué había en el interior de aquel mar de azules caprichosos que no cesaban de bailar de tonalidad en tonalidad. Allí dentro había algo. O más bien alguien. Su figura se podía intuir como una sombra caprichosa detenida en el corazón de aquel engendro. No necesitó cotejar aquella silueta con nada más que sus recuerdos para afirmar que era ella. Al momento quiso abalanzarse contra aquella esfera. Romperla con sus manos desnudas y sacarla de allí a rastras. No sabía siquiera si le permitiría hablar. O si él mismo diría algo. Sólo sabía que quería su sangre. Siempre la había querido. Luego tendría toda la eternidad para saber qué diablos quería de verdad.

—Nos reconoce… —susurró 02 dando un paso lateral y tapando el ángulo de salto que pensaba efectuar Red—. La maldita prisión nos reconoce. ¿Notas eso, Red? Por encima de ese odio que te está gritando que no pienses y actúes hay algo cantando nuestra perdición. ¿Lo oyes?

Red parpadeó un segundo y desvió sus sentidos hacia ese algo. Era una transmisión. Una llamada de auxilio. A gran escala. Una luz en la oscuridad. Miel para atraer a las moscas.

—¡Temperley! —le gritó a su nave a través del enlace sináptico—. ¡Bloquea de inmediato lo que sea que esté transmitiendo esta cosa!

—Red, eso ya…

—Gab y Ton se han encargado de ello —los interrumpió 02 con una enigmática sonrisa en el rostro—. Contactaron con ese pedazo de chatarra que llamas nave nada más bajarte de la misma.

—¿Es eso cierto, Temperley? ¿Por qué diablos no me dijiste que 02 estaba en la zona? Te juro que voy a ir a desmontarte pieza por pieza en cuanto salga de aquí.

—No ha sido culpa de tu IA, Red. De hecho consiguió bloquear a mi Gab cuando la atacó, pero dos cabezas piensan mejor que una y Ton se le coló reprogramando ciertos parámetros insignificantes… como usar tu propia nave de amplificador para tratar de bloquear la señal de esta desgraciada, lo cual ha sido una total pérdida de tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Que no hemos podido parar la señal de auxilio por ningún medio a nuestro alcance, Red —le dijo Temperley a su amo—. Sea lo que sea esa cosa, se ha reído de tres IAs, y permíteme que alardee un poco, jodidamente sofisticadas, y ha lanzado el mensaje hasta el último rincón del espacio conocido. A estas horas debe de haber varias flotas trazando rutas de salto para llegar aquí.

Red gritó de rabia y golpeó el suelo con el puño, horadándolo. Sintió todo el golpe bajo el guante de presión pero aún así no le pareció suficiente. Quería romper algo más que el suelo. Quería romperle el alma a esa maldita reina que se escondía tras aquella maldita esfera rutilante.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Esperar —susurró 02 mientras se cruzaba de brazos—. Lo mismo que hemos estado haciendo todos estos años. Esperamos a que lleguen los demás y decidiremos entre todos cómo actuar.

—¿Y qué hacemos con los miles de destructores que tienen que estar a punto de llegar?

—Nada. Absolutamente nada… —le dijo 02 mientras le mostraba una sonrisa de lobo—. He enviado nuestra propia señal indicándoles a todos que también nos encontrábamos aquí y que cualquiera que se atreva a fisgonear se tendrá que enfrentar a todos nosotros. A todos nosotros…

—¡Estás loco de remate! —le gritó Red—. ¿Crees que no vendrán? ¿Crees que seguimos siendo una amenaza tal que no van a querer reclamar el premio definitivo? Todo el mundo sabe lo que les pasó a 05 y 06…

—Que eran unos imbéciles egoístas que se van a perder este momento.

Una nueva voz, idéntica a las de Red y 02, irrumpió en el lugar con fuerza. Al igual que su portador. Este no se parecía tanto a 02 o a Red. Su rostro mostraba sutiles diferencias como el color del pelo o de los ojos.  Pero era sobre todo una sonrisa torva, demente, lo que le caracterizaba.

—Hola, John —le dijo 02 con hostilidad—. ¿O prefieres que te llame 03? Sigo sin entender por qué quisisteis tener nombres, la verdad…

—No se te ocurra llamarme jamás por un número o te juro que te arrancaré tus maldita tripas sintéticas y se las meteré a Red por el culo para que cada vez que se ventosee parezca que está tirando confeti —le dijo este al tiempo que sacaba una pistola de plasma de su cinto y apuntaba a la esfera—. ¡Quitaos de en medio!

A Red le dio el tiempo justo de apartarse antes de que un haz de luz violeta impactara de lleno contra la esfera. 02, por su parte, se quedó muy quieto y aquel disparo le pasó a escasos centímetros del rostro. Sin embargo, no ocurrió nada. No hubo ni una detonación ni nada. El rayo se estrelló contra la superficie azul y desapareció. Como si no hubiese existido jamás. Aquel que se hacía llamar John no cejó en su empeño y disparó hasta que su pistola no tuvo nada que arrojar. Y cada uno de los disparos se disipó al igual que le primero.

—¡Hija de puta! —gritó este lanzando la propia pistola que se desintegró igual que los disparos—. ¡Sal de ahí y da la cara! ¡Sal para que pueda arrancártela y llevarla puesta como una máscara de aquí hasta el final del Universo!

—¿Quieres calmarte, John, maldito loco? —le espetó Red alzando las manos—. ¿Acaso no te das cuenta de dónde está?

—¡Me la suda! —le gritó John apartando de un empujón a Red, que no pudo evitar caer de bruces rodando varios metros por lo inesperado y fuerte del golpe—. ¡Medea, cañones de fusión a toda potencia! ¡Vuela esta puta nave!

Red fue a lanzar una orden telepática para que Temperley tratara de abortar aquello cuando se dio cuenta de que 02 estaba totalmente tranquilo respecto a las amenazas de John. Este se quedó mirando hacia todos lados, con los ojos muy abiertos y babeando. Ansioso por que llegara la destrucción que había pedido. Una destrucción que nunca llegó.

—¿Qué cojones te pasa, Medea? —le preguntó por su enlace sináptico a la que era su nave—. ¡Te ordeno que nos vueles a todos ya!

—La Medea a la que llama está desconectada o fuera de cobertura. Por favor, trate de contactar con ella más tarde —fue la única respuesta que recibió con la voz de la Temperley—. ¿Desea que le trate de poner en contacto con otro número?

Red sonrió. Temperley se había adelantado, probablemente con la ayuda de las IAs de 02. Aquello no hizo que se le pasara el enfado pero sí que diera gracias por haberle concedido una libertad a su propia creación mucho mayor que la que se le había dado a él. Como un resorte se levantó, activó los servos de su traje espacial y propinó un puñetazo a toda potencia a John. Este se dobló como una hoja hacia atrás pero no cayó. Solamente se quedó en un ángulo de 90 grados con los ojos en blanco. En aquella postura imposible Red esperó a que 02 se acercara a paso lento y medido y le susurrara al oído.

—Todos queremos a la reina, John. Con la misma intensidad. Con el mismo odio. Sólo que no todos queremos matarla del mismo modo, así que por una vez en tu vida cálmate, guárdate los cojones en los pantalones y espera. Tan sólo espera. Luego tendrás tu oportunidad de exponer tus deseos tanto como los demás. Pero si Red aquí presente tiene que volver a alzar la mano contra ti, ten por seguro que le seguirá la mía. Y nunca has tenido el valor de enfrentarte a dos de nosotros a la vez.

—Nunca he querido tanto algo como a esta zorra, así que tal vez hoy sea el día de los nunca —repuso este aún en aquella posición—.Pero si quieres que espere, esperaré. Tengo ganas de verle el careto a 04. Si es que se ha procurado uno desde la última vez.

—No lo he hecho —musitó un recién llegado con voz mecánica—.Prefiero ver la realidad en el espejo siempre que la miro.

Red admiró la figura inconfundible de 04. Allí, de pie a escasos metros del grupo, había un hombre sin rostro. Sin ojos, nariz, orejas o boca. Era como la faz de un maniquí. Como si a alguien se le hubiese olvidado que la gente debe tener una cara que amar u odiar. Este, enfundado en una suerte de túnica parda cuyos hilos se iluminaban con haces verdes cada vez que hacía el más mínimo movimiento, caminó lentamente hasta situarse frente a la esfera. La observó unos segundos en completo silencio con las manos ocultas dentro de la túnica.

—La cámara del infinito… —expresó sin un atisbo de emoción el sin rostro—.Al final la construyó… Al final demostró que lo imposible no era más que una palabra para él…

—Me alegra verte, Null —le dijo 02, que mostró algo parecido a alegría al dirigirse a este—.No estaba seguro de que recibieras el mensaje.

—Eran palabras que hasta los sordos pueden escuchar, 02 —contestó este girándose—.Hacía mucho que había perdido la esperanza de encontrarla. Incluso llegué a pensar que era un fantasma que yo mismo había creado en mi mente. Pero ahora me doy cuenta de que he estado esperando con ansia este momento. Son muchas las preguntas que he estado guardando. Y mucho el odio también. No es bueno vivir tanto tiempo con eso dentro. Aunque tampoco es bueno vivir tanto tiempo como lo hemos hecho nosotros.

—Bueno, al final ha valido la pena, ¿no? —preguntó Red.

—Como casi siempre, mi querido Red, será ella la que decida eso.

—¿Y cómo la sacamos de ahí?

La pregunta de John vino a ser la de todos. Conocían la teoría de la cámara de infinito. De hecho, sus esencias mismas eran la base con la que se había creado ese engendro. Pero no sabían cómo abrir la prisión perfecta. El escudo impenetrable. La última maravilla de su creador.

—Tengo un plan —dijo de pronto 02 con la seguridad colgada por sonrisa—.Probablemente acabemos creando un agujero negro en el proceso, pero tampoco es que tengamos mucho que perder, ¿no?

—Un momento… —alzó mano y voz Red al tiempo que atraía todas las miradas—. ¿Qué pasa con Alpha? ¿Acaso no vamos a esperar a 01? La promesa valía para todos.

Un silencio pesado se apoderó de la estancia. La mera mención de 01, del primer modelo de los Red, casi siempre provocaba aquel efecto en ellos. Era mucho lo que le debían a su hermano mayor. Su libertad, para empezar, y Red no tenía intención de arrebatar una oportunidad como aquella a aquel hombre.

—No va a venir —dijo de pronto Null dándoles la espalda—.Hace décadas que renunció a ella.

—¿De qué cojones estás hablando, cara de huevo? ¡Alpha era el que más motivos tenía para cargarse a esta puta! ¡Ni de coña dejaría pasar esta oportunidad!

Los gritos de John hicieron pensar a 02 y a Red que este estaba a punto de descontrolarse de nuevo, pero Null se le encaró, o más bien se puso frente a él con el consiguiente desconcierto para John de no tener un rostro al que gritar, y de pronto unos pequeños hilos blancos nacieron en el rostro de Null. Se enroscaron sobre sí mismos formando algo en aquella tabla rasa que era su rostro. Y ese otro no era otra cosa que una cara. Una imposible de olvidar. La de Alpha.

—He aprendido a lidiar con la Reina del Rock & Roll a mi manera, Null —dijo aquel rostro—. Sé lo que nos quitó a todos ese día. El día que destruyó aquel nodo de salto, que abrió un agujero negro que engulló toda la vía láctea. Pero no fuimos nosotros los que más perdimos ese día. Fue el Universo entero. Esa mujer robó un tiempo que no era suyo a tantos millones de vidas que lo único que merece es el olvido. Merece que viva una vida lejos de todo donde resuene su nombre. Donde nadie conozca quién es y que ha hecho. Así es el lugar donde quiero morar. Donde quiero permanecer hasta el final de mis días. Y así habremos ganado. Así nos habremos vengado. No dándole muerte o sufrimiento, sino viviendo lejos de su memoria, viviendo lejos de su música infernal.

Dicho esto, el rostro de Null volvió a estremecerse y se borró para quedar tan plano y liso como había estado. John no podía ocultar su estupor y desconcierto ante aquellas palabras. 02 y Red tampoco.

—Fue la última conversación que tuve con él antes de que desapareciera —les comunicó Null—. Y os aseguro que desapareció de verdad. Por lo que al universo concierne no está vivo ni muerto. Simplemente no está. Y este era su deseo para lo concerniente a ella. Por ello creo que tenemos todo el derecho a decidir qué vamos a hacer al respecto con esta criatura que se mofa de nosotros por última vez tras esos vastos muros azules.

—¿Y qué hay de ti, Null? —preguntó 02 al momento—. Siempre fuiste el más parecido a Alpha. ¿Por qué tú sí quieres venganza?

—La venganza es un sentimiento complejo, 02. O se tiene o no se tiene. Alpha tenía muchas cosas. Tantas que le envidiaba por ello. Por ser un reflejo tan claro de nuestro creador… Pero no soy Alpha. Ninguno somos Alpha. Y si estamos aquí es porque no hemos olvidado.

—Pues que no se nos olvide a lo que hemos venido. 02, ¿cómo propones abrir esta cosa para sacar a esa zorra de ahí dentro?

La pregunta estaba en el aire. Y el tiempo comenzaba a acabárseles a unos seres que tenían todo el del universo para ellos. Pronto flotas enteras se pelearían por un trozo de estrellas. Pronto habría hombres que no les tendrían miedo. Pronto los tratarían de borrar del cielo por conseguir el arma más poderosa del cosmos: una mujer.

—Esta cosa resuena con la misma esencia que nos impulsa —comenzó a explicar 02—. Canta la misma canción que nuestras almas y eso nos da una ligera ventaja con respecto al resto del Universo, ya que cada uno de nosotros somos llaves vivientes de esta caja…

—Seguís siendo cachorros —dijo de pronto una voz potente e indeterminada que provenía de la esfera.

Todos se volvieron hacia un fulgor cegador que parecía preceder a cada una de aquellas inesperadas palabras que salían de la esfera. Red compartió una mirada de incredulidad con 02. Con Null habría hecho otro tanto, pero no había nada que compartir. Y John seguía inmerso en su locura ahora mezclada con una furia sin par.

—Padre no os creó para la venganza —continuó la voz al tiempo que la silueta en su interior bailaba al son de aquella luz azul—. Íbais a ser ocho faros que guiaran a una humanidad herida por sí misma hacia un futuro mejor. Íbais a ser mejores que ellos. ¿Y en esto os habéis convertido? ¿En perros en pos de una presa eterna? Sois patéticos. No me extraña que Padre acabara creándome cuando vio en qué os convertisteis. Cuando le fallasteis tan estrepitosamente. Cuando necesitó que se os detuviese.

—No debió tratar de quitarnos la libertad. Debió saber que lucharíamos por conservarla.

—No debió dárosla en primer lugar —le respondió la voz a 02, que era el que había hablado—. Os creó. Os educó. Os dio el propósito más noble que se puede otorgar a nadie… ¿Y qué hicisteis vosotros? Huir. Luchar. Matar… Debíais ser mejores que los humanos y conseguisteis ser peor que el más bajo de ellos. Os faltó humildad. Os falto comprender el poder que se os había otorgado. Os faltó querer ayudar a alguien que no fueseis vosotros mismos. Y ahora os veis reducidos a meros perros vagabundos que le ladran a la eternidad unas desdichas que vosotros mismos os habéis buscado. ¿Y queréis hacerme a mí responsable de ello?

—¡Cállate ya! —no aguantó más John—. Ese cabrón al que llamas padre nos utilizó como a meras herramientas. Durante años hicimos cosas horribles por él en nombre de la lealtad… e incluso del amor. ¡Yo quería a ese cabrón! ¡Era mi padre! Cuando Null se metía conmigo… Cuando Alpha no quería compartir sus juguetes , él siempre estaba ahí para mí. Pero cuando llegó el momento no dudó en enviarme a matar por él, a impartir una justicia que sabía que estaba mal… Pero lo hice igualmente. Quería honrar a mi padre, no a mi creador. ¡Quería ser como él! Hasta que mis manos estuvieron tan manchadas de sangre que no había forma de limpiarlas…

—¿Sabes cuán patéticos suenan tus lloros para alguien que se vio forzada a acabar con la Vía Láctea? ¿O cuán vacías suenan vuestras palabras cuando disfrutáis de una libertad que no os merecéis? ¿Que Padre os utilizó? Y qué. A mí me creó para ser utilizada. Para ser un arma. Me dio lo mismo que os dio a vosotros, sólo que se le olvidó añadir una pizca de amor al asunto. Yo no vi la luz del sol hasta que no fue para engullirlo.

—Tú fuiste la que escogiste hacer eso… —replicó Red.

—Escogí acabar con una guerra, maldito desagradecido. ¿O acaso no sabes lo que iba a pasar? ¿Lo que hubiese sucedido si no hubiese colapsado ese quasar y provocado aquel agujero negro?

—Las tensiones entre las federaciones coloniales y el propio imperio terráqueo estaban tan tensas que una guerra planetaria era inevitable —musitó Null—. No habría habido confín humano al que no hubiese afectado. Alpha y yo tratamos de impedirlo, de influir en los dirigentes. Pero no había nada que hacer. Fuimos hechos para cimentar una paz donde siempre hubo tensión, miedo y envidias. Padre nos lo explicó y nos dio a cada uno una misión. Quería pacificar un futuro imposible. Que predicáramos con el ejemplo. Pero no nos hizo con voces lo suficientemente potentes para ello… Por eso fallamos. Éramos perfectos. Los humanos definitivos. Pero la humanidad no busca evolucionar más. No busca ocho seres perfectos. Busca ser ella misma.

—Red –interrumpió la voz de Temperley a su amo de manera telepática— .Acaban de abrirse doce nodos de salto. Varias facciones se acercan a toda potencia hasta nuestra posición. Y el número de naves es alarmante.

—02…

—Lo sé –le dijo este a Red pues estaba claro que conocía lo que le acababa de comunicar su IA —.Mira niña, no me importa nada de lo que digas. Todos los de esta sala salimos del mismo laboratorio. Las mismas máquinas nos dieron a luz y el mismo hombre nos dio un propósito.  El nuestro crear. El tuyo destruir. Y por lo que se únicamente tú has cumplido con tu propósito. Cuando naciste nos separaste. Destrozaste nuestra familia. Y luego destrozaste el universo. Y por lo que se ve has seguido destruyendo todo a tu paso. ¿O acaso niegas que fuiste tú la que convenciste a la tripulación de esta nave de que era inocente?

—Soy inocente. Ellos lo sabían. 02 lo sabe. Y cuando la venganza deje de cegaros lo sabréis también.

—¿De qué diablos está hablando 02?

Por primera vez desde que se lo encontraron en aquella nave, el semblante de 02 cambió radicalmente. Ya no había tranquilidad ni seguridad. Ahora había dudas. Y horror.

—Fui yo el que derribó esta nave un segundo antes de que alguien la hiciera saltar… —dijo este a Red—. Por eso llegué antes que tú. No sé qué diablos hizo que apareciera en tu sector…

—Fui yo, Red. Aquí tu buen 02 quería la venganza para sí mismo —contestó la voz de la esfera—. En ningún momento pensó en llamaros. A ninguno. Ser el segundo en todo tiende a crear seres envidiosos, ¿no es así, 02? Nunca fuiste Alpha y siempre quisiste serlo. Por eso me perseguiste cuando todos dejaron de hacerlo. Para conseguir lo que el resto no pudo. Por eso arrasaste Universos enteros buscándome, siguiendo mi canción. Bien, pues ya me tienes. Y vosotros una verdad más.

—Me da lo mismo lo que quisiera 02 —terció John mirando con desprecio a su hermano—. Yo habría hecho lo mismo. Y el resto igual. No somos buenas personas. De hecho, somos las peores.

L os sensores de proximidad de Red comenzaron a vibrar en su muñeca. Las naves estaban cerca, pronto lo suficiente como para que escapar fuese una utopía.

—Hemos de hacer algo ya…

—Claro —medió la mujer de la esfera—. Matadme ya. Lo merezco. Pero decidme: ¿cuál de vosotros se sacrificará para que el resto tenga su venganza?

Miradas de circunstancia se compartieron en ese momento. Todos sabían que querían aquello con la misma intensidad. Y qué estaban dispuestos a hacer para conseguirla. Por eso el silencio fue la única respuesta que consiguieron.

—Lo sabía. Sabía que ninguno sería capaz de dar su vida por sacarme de aquí. ¿Y sabéis por qué? Porque mi canción fue lo único que os llevó a seguir viviendo después de matar a Padre. Me convertí en vuestra razón de ser, de seguir matando, explorando… viviendo. Por eso ahora todos dudáis. Por eso os atraje hasta aquí. Quería que uno de vosotros me liberase para siempre. Pero me equivoqué. Pensé que seríais más valientes. Y únicamente sois unos cobardes. Tal vez no obtenga mi libertad, pero al menos obtendré mi venganza.

—Mierda…

El gruñido de Null iba por todos. Los habían cogido. Como a idiotas. No era momento de buscar culpables. Eran momentos de soluciones. Y ninguno las tenía.

—¡Alguien tiene que morir! —gritó 02 fuera de sí—. ¿Null? ¿Red?

Pero estos habían bajado las miradas ya. Eran demasiado humanos para el suicidio. Demasiado cobardes. Mientras que John… John únicamente maldecía mesándose los cabellos.

“¡Ataque inminente!”, gritó para todos la Temperley. Aquello se acababa y todos acabarían sepultados por las dudas y el miedo.

—No pienso morir aquí —dijo John abandonando la nave—. No pienso morir por ella. Quédate con tus humanos, zorra. Quédate con ellos y hazlos bailar a tu son. Llegará un momento en el que no lo hagan más, y entonces ten por seguro que estaré riéndome de ti desde mi tumba.

Null fue el siguiente. Sin decir nada se marchó. No miró a nadie ni dijo nada. Una derrota sin rostro. Una derrota para todos.

—¿Y vosotros? —preguntó la reina—. Aún podéis salir de aquí con vida…

—No —dijo Red de pronto—. No volveré a dejar que hagas lo que se te venga en gana. Ya destruiste una galaxia. Ya tuviste a un Universo en jaque. Ya nos tuviste bailando a tu son. No. Nunca más. Alpha tenía razón. No debimos perseguirte. Debimos buscar una vida y no venganza…

Entonces se introdujo la mano en el pecho, destrozándoselo. Hurgó en su interior mientras un dolor indescriptible le atenazaba y encontró lo que andaba buscando. Su corazón. Su alma. Su núcleo de energía. Lo extrajo de un tirón y este, una esfera palpitante del mismo azul que la enorme prisión que tenía delante, comenzó a resonar con esta.

—02… -susurró Red antes de aplastar su corazón.

Ilustración de Jordi Ponce

Un fulgor azul inundó la sala. Cuando este se apagó lo único que quedaban eran el cuerpo sin vida de Red, un 02 lleno de preguntas y una mujer bellísima en el centro de la estancia. Su larga melena brillaba con el mismo azul que la había servido de prisión y todo su cuerpo era pura energía. Su sonrisa, maliciosa, chisporroteaba de felicidad.

—Al final lo hizo… —dijo esta acercándose a 02 a paso lento y medido—. Al final uno fue lo suficientemente humano como para sacrificarse por los demás. Tiene sentido que fuese Red. Tiene sentido que fuese el último…

02 trató de arremeter contra la mujer pero cuando se hubo percatado, esta se movió en un parpadeo y pasó de estar en su rango de ataque a tenerla justo delante, aferrándolo del cuello y levantándolo del suelo.

—Libertad por fin… —le dijo a 02—. Gracias ,02. Gracias por sacarme de aquí.

—Pero… La flota…

—¿No lo entiendes? Fui yo la que los llamó. Fui la que os obligó a tomar decisiones apresuradas. Fui la que os provocó para que uno, al final, se sacrificara. Siempre fui yo, 02. Siempre. ¿O acaso crees que Padre me creó para tener otra función que rectificar su trabajo?

02 lo entendió todo. Ella no quería seguir huyendo. Quería su venganza a toda costa, igual que ellos. Y la consiguió. Lo que fuese a hacer para seguir libre ya no era su problema, pues en un segundo ella lo extinguió. Absorbió su vida y refulgió con ella.

Cuando los comandos tomaron la nave sólo encontraron a una niña asustada en un rincón de la nave. Su pelo azul no les llamó la atención, pues ellos esperaban encontrar a la Reina del Rock and Roll y no aquella criatura rodeada de los dos seres más peligrosos del universo muertos a sus pies. Su error les costó muchos Universos. Su error les costó demasiadas canciones de muerte. Su error sigue, a día de hoy, oculto entre las estrellas consumiéndolas poco a poco.

David Gambero 2013

Sentir la venganza.

Autor@: Raquel Bonilla Santander

Ilustrador@: Jordi Ponce Perez

Corrector/a: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: Microrrelato

Este relato es propiedad de Raquel Bonilla Santander, y su ilustración es propiedad de Jordi Ponce Perez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Sentir la venganza.

Venganza, es una palabra que no estaba en mi diccionario emocional. No aparecía hasta este verano.  Fecha en la que de golpe y porrazo tuve que introducirla e incluso resaltarla en  negrita.

Todo marchaba bien,  las ansiadas vacaciones habían llegado. Mi despacho y yo nos merecíamos un descanso antes de que el estrés nos enfrentara.  Ser el ayudante de un buen abogado es lo que tiene, que nunca sabes que sorprendente caso vas a tener que defender, a veces pensamos que hay cosas que solo se ven en la tele pero no, la verdad de todas, todas supera a la ficción.

Mas que el ayudante se puede decir que era el chico para todo, para llevarle el café al jefe, para coger el teléfono del jefe, para hacerle la compra al jefe, en fin lo que como mis amigos solían decir “ el pringado de la oficina”, eso quieras o no quema, quema muchísimo.

Estudié derecho, me forme con empeño pero no logro subir el escalerón necesario para poder tener mi propio despacho. Siempre que lo intento algo sale mal.

Pero , por fin ahí estaba mi monovolumen cargada hasta las trancas, mi mujer  entrando y saliendo de casa sin parar y cada vez con una maleta en la mano, parecía que íbamos a ir a la guerra dos años por lo menos. Las niñas peleaban en la parte trasera. Bueno supongo que eran las niñas porque con tanto tarro era imposible verlas.

                Levantarse tarde, pasear por la arena, tomar una caña mientras lees el periódico, desconectar… en fin el paraíso.

Ana estaba demasiado ocupada con las niñas, con su bronce amiento al sol, con sus comprar, su móvil. Nunca habíamos estado tan juntos y tan separados. El paraíso empezó a volverse soso, aburrido… ¡preocupante¡.

                Las noches de hotel son monótonas , música, coctel una charradita, un bingo, si monótonas pero nos las noches del descanso. Pero esta vez todo estaba cambiando, eran las noches de la soledad. Las niñas en el parque, yo y mi coctel y…. mi mujer y el wassap. Si el wassap la nueva dorma de comunicarnos. Estuve a punto de comunicarme con ella por esa via. No llegue hacerlo porque al ir  a coger su móvil para hacerle una pequeña broma su wassap parpadeo.

¡Pedro¡, ¿mi jefe?, ¿Ana y Pedro? ¿De qué se conocen? Si tuviera 18 años pensaría, ¡que pillines¡, me estarán preparando una fiesta sorpresa, pero … seamos realistas a mis 40 añazos dudo que estos dos se pongan a prepararme una sorpresilla.

Aunque estaba equivocado, si me estaban preparando una sorpresa, una sorpresa de las grandes.

Al preguntarle a Ana por Pedro cuando volvió del servicio fue todo un poema. Cambió tantas veces de color que parecía un semáforo.

La verdad es que no había tenido el gusto de presentarlos por lo que la cosa pintaba bastante mal.

Ese fue el instante en el que mi particular paraíso empezó a convertirse en un autentico infierno. Solo pensar que la persona más importante en mi vida ocultaba algo relacionado con la persona  por la que me llaman “El pringado de la oficina”, me enervaba hasta la histeria.

No soltaba prenda, nada quedaba claro solo oía ¡tranquilízate ¡. ¿Tranquilizarme? , quería saberlo todo ya.

No soy el mejor de los amantes, tampoco soy detallista ni puedo competir con Richard Gere, pero bueno, no estoy del todo mal. Mi jefe tiene mucha pasta pero es un traje andante, un caro traje pero un traje al fin y al cabo. Un hombre altivo, vacio por dentro. Vamos a decirlo un hombre bajito, calvo, feo e irritantemente rico. No entendía como Ana podía haberse fijado en el , no me cuadraba. Ana nunca había sido ambiciosa, no le gusta derrochar.

La conversación subió de tono, estábamos acalorados, no escuchábamos , no oíamos. Solo había gritos, reproches estúpidos insultos quinceañeros. Acuando la palabra “cuernos” apareció en escena nuestras bocas callaron radicalmente, se hizo el silencio. Ana me miraba muy raro, yo esperaba una respuesta.

-¿Cuernos?, ¿de que estamos hablando?. Ana hacia preguntas que yo no entendía.

Claro que cuernos, tenia que ser eso ¿no? , la verdad es que ni siquiera pregunte.  Ese fue mi gran error. Di por echo la que mujer  a la que amo y que siemrpe me ha demostrado lo mismo, me había puesto los cuernos con mi jefe.

Evidentemente la oofensa fue muy dolorosa. Un error que estoy pagando con creces.

No, no eran cuernos era algo muchísimo peor. Aquel tipo tan altivo al que yo subestimaba tenia amenazada a Ana. No era el pringado de al oficina porque era peor abogado. Era el pringado de la oficina porque me robaba los clientes, los casos y siemrpe estaba a mano para ponerme la zancadilla. Todo ayudado por una asustada mujer, una asustada esposa  que tenia que traicionar a su marido por salvaguardar sus vidas.

¿Cómo no me había dado cuenta? , sus nervios, sus lagrimas en la noche. ¡cosas de mujeres¡, pensaba. ¡estúpido¡, deje escapar en un segundo no solo mi paraíso, si no todo mi mundo. Quiso arruinar mi vida laborar pero consiguió muchísimo más. Un tipo sin escrúpulos que acabó pagando una cuantiosa multa y por supuesto dejo de ejercer. Cosa que no le importó mucho, tenía dinero suficiente como para pudrirse en las Maldivas.

Ana juro no perdonarme y hasta el momento lo está cumpliendo. Cada día sufro un rechazo de llamada . He perdido a la mujer que quiero, la compañía de mis hijas, el calor de mi hogar.

¿Cómo alguien puede dormir con la conciencia tranquila, arruinando vidas ajenas?.

Supongo que entendéis porque la palabra “Venganza” está incluida en mi diccionario emocional. La venganza es lo único que me hace echar el pie derecho al suelo cada mañana. Soy inexperto en ello pero… ¡soy abogado¡ y por cierto un buen abogado. Se me ocurrirá algo para hacerle pagar aunque solo sea una décima parte de mi dolor, una centésima, una micra …

Ilustración de Jordi Ponce Perez

Tú dices sueño … yo digo mentira.

Autor@:  Juan Ramón Lorenzana Fernández

Ilustrador@:  Jordi Ponce

Corrector/a:  Mariola Díaz Cano

Género: Epistolar

Este relato es propiedad de Juan Ramón Lorenzana Fernández, y su ilustración es propiedad de  Jordi Ponce. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Tú dices sueño … yo digo mentira.

Mentira. Tú dices sueño y yo digo mentira. Mentira los besos, los te quieros, y tus ojos que sonreían también mentían. Toda tú eres una gran mentira.

Cuando caminas mientes porque sólo aparentas ir a alguna parte, cuando lo cierto es que tú eres tu principio y tu fin. Tu único interés y destino… Tú. Eres primitiva, básicamente cruel: no te cebas con tu víctima, tan solo disfrutas con la captura y su muerte. Después dejas sus despojos secándose al sol, y sigues caminando como si te interesara llegar a algún lugar, pero ese lugar no existe nada más que dentro de ti, y es un espacio tan inmenso y vacío que, pronto tendrás que llenarlo con otra vidas que sacrificarás sin el menor remordimiento.

Cuánto me gustaría decir que no me hiciste daño, que ya todo lo olvidé, que no queda en mí nada de ti, que no pasa un solo día que no repase con los dedos cada llaga y cada herida, que ya casi nunca sangran cuando pienso en ti. Casi nunca.

Cómo me gustaría mentir para poder decir que con tu traición tan sólo tú te engañas. Que te inventas amores, cuando en verdad los compras o quizá los vendes, que nunca se sabe quién compra a quién y qué es exactamente lo que se vende. Lo que para uno es sólo vender tiempo, para otro es comprar deseo, cuando no dominación o empleo. Aunque hay también quien dice que vendes el corazón, pero yo no lo creo, pues para hacer eso, es necesario tenerlo; y el que mediando engaño quiera comprártelo, no sabe que en verdad sólo vende su aliento para que tú puedas seguir viviendo y… mintiendo .

¡Qué fácil fue para ti engañarme! Te lo puse en la que creía que era amorosa palma, para luego descubrir, muy tarde, que sólo era cruel zarpa.

Te tomaste tu tiempo para descubrir mis debilidades, miedos y obsesiones; tampoco mucho. Me abrí a ti entero, no dejé nada escondido que pudiera perturbar nuestros encuentros… Y todo fue perfecto. Al menos mientras todo era fácil y sin ningún riesgo: tan sólo tenías que dejarte llevar por mis dedos, que tan pronto te escribían versos que mi boca, aún llena de tu aroma, te recitaba al oído mientras tú decías <<me tienes loca>>, como luego buscaban, sigilosos, secretos tesoros en cercanos territorios bañados por mares a veces tranquilos y otras de improviso tormentosos. Te fuiste llenando de orgullo y… quiero pensar que también de miedo, <<mira que si me enamoro y tengo que entregar algo más que mi cuerpo>>.

Me dejaste tú. Podría decir que fui yo porque fui el primero que dijo adiós, pero mentiría. Tú y yo sabemos que para ti fue una liberación, que tu quejido fue más un suspiro de alivio que el crujido de un corazón herido. Y me engañé durante tanto tiempo… tanto tiempo.

Me gustaría decir que no me duele verte sonreír, no porque no quiera verte feliz, sólo es que parece que te ríes de mí. Y quizá sea normal que te comportes así. ¡Resulta tan gracioso que me haya enamorado de ti! ¿Verdad que sí? Pero entonces, por qué ayer, cuando tus ojos, que hacía meses que no se fijaban en mí, se detuvieron un instante a mirar los míos, no vi más que rencor, cuando no odio y profundo resentimiento. ¿Acaso te debo algo? ¿Acaso no te has llevado suficiente?

Cómo me gustaría decir que te odio, que te he olvidado, que ya no me puedes hacer daño… Y tú decías que esto nuestro era como un sueño, que sería eterno, que jamás jamás te cansarías de mis besos… Mentiras y más mentiras. Mierda de sueño.

Creí vivir en un sueño, y desperté en una pesadilla que nunca termina. Y en los dos eres tú la protagonista.

REAL, REAL, REAL. Dices real, y como me conozco, y soy medio idiota en los días buenos, busco en el diccionario su significado…

  1. Que tiene existencia verdadera y efectiva.

¿Crees necesario convencerme de que mis recuerdos no son fruto de una imaginación desbocada o de algún trastorno mental?

  1.  Perteneciente o relativo al rey o a la realeza.

Éste me lo salto, no creo que tenga nada que ver conmigo.

  1. Muy bueno.

¿Qué fue bueno? Dejarme, engañarme, conocerme… ¡Te fue tan fácil olvidarme!

  1.  Moneda de plata, del valor de 34 maravedís, equivalente a 25 céntimos de peseta.

Prefiero no contestar, sólo se me ocurren monstruosidades.

Dices REAL, pero ni un te quiero, ni siquiera al menos un <<te quise>> que me permita pensar que aquello que me arrebató la razón fue amor, fue verdad… Tampoco escogiste la palabra verdad, supongo que porque eres incapaz de articularla sin que te den arcadas, pero te aseguro que sólo es cuestión de práctica. Igual que para empezar a andar es necesario dar siempre un tembloroso primer paso, para decir la verdad sólo hace falta intentarlo una vez, y después tan solo perseverar en el intento. ¡Quizá sea demasiado pedir! Quizá.

No te odio, aunque me gustaría, quizá así sería más fácil. No te desprecio, aunque me has dado motivos para hacerlo, pero no puedo; sería como traicionar mi amor, que ese sí que era «REAL, REAL, REAL», aunque lo haya desperdiciado dándote besos, inventando caricias, escribiéndote versos. Estaba tan enamorado que creí que sólo era miedo, timidez, o la última barrera para proteger un corazón maltrecho, que no me dijeras <<amor, amor, te quiero>>. Escogiste con calculada racionalidad tus palabras: REAL, REAL, REAL. Reales tus mentiras, tus labios, tus ojos que reían, tus piernas que como un lazo me retenían, tus manos que me descubrían. Todo REAL, REAL, REAL. Todo MENTIRA.

Ilustración de Jordi Ponce

FIN


EL hombre de Tollund.

Autora: Olga Besolí

Ilustradores:  Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez

Género: Relato

Este relato es propiedad de  Olga Besolí, y su ilustraciónes son propiedad de Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL hombre de Tollund.


Ilustración de Verónica López

Los trabajos proseguían. El ruido ensordecedor de la excavadora retumbaba en la cercanía, pero perdía fuerza en la inmensidad amortiguadora del pantano. Una gran mano metálica se introducía en las sucias aguas para sacar paletadas malolientes de material putrefacto del fondo. El paisaje era desolador, o al menos eso le parecía a Svenson. Con los pies hundidos hasta las rodillas en el lodo, removía con su pala de mano la superficie de aquella tonelada recién depositada de fango, tierra y despojos, intentando apartar del resto todos aquellos fragmentos de troncos u otros objetos inservibles y demasiado grandes que, por su gran tamaño, podrían entorpecer la labor del filtrado y extracción de la turba.

Luego, con todos esos desechos, se llenaban grandes sacos que un camión de la empresa transportaba semanalmente al vertedero. Con eso, la compañía aseguraba a la opinión pública que mientras explotaba los recursos naturales del lago se encargaba a su vez de limpiarlo de basura. Con eso, se aseguraba también que se prolongara el contrato y licencia de extracción.

Pero no sólo había despojos, turba y lodo en las profundidades del lago. A veces, paleando sobre aquella informe masa cenagosa, Svenson había encontrado algún fragmento de un material mucho más preciado que la turba, mucho más escaso, y con mucho más valor en el mercado, la hulla.

Cada vez que Svenson daba con un trozo de hulla, se sentía un hombre afortunado. Pero hoy no era uno de esos días. Bajo el cielo gris y calmo del atardecer, la superficie de las aguas yacían inertes y tenebrosas. Svenson las contemplaba, como solía hacer, consciente que llevaban milenios atrapando en su fondo de barro negro las deposiciones y restos de plantas putrefactas que, aprisionadas durante siglos se convertían en turba y que tras un par de milenios se petrificaban en la hulla con la que acostumbraba a llenarse los bolsillos. “Todo esto es un gran cementerio” pensaba para sí mismo, mientras permanecía semiinconsciente con sus botas de goma embarradas. “Y nosotros, los turberos, somos los desenterradores de muertos”. La voz del capataz lo sacó de su ensimismamiento:

-¡Svenson, holgazán!, ¡mueve tu culo y tu pala que no tenemos todo el día!

Reaccionó al instante y tiró con sus manos enguantadas de un pedazo enorme de tela embarrada, gruesa y de gran calibre, que pesaba una barbaridad empapada como estaba y con todas sus fibras untadas de barro espeso. Con pesadez la arrastró hasta meterla dentro del saco. A veces la gente, normalmente los jóvenes descuidados o que acampaban por las cercanías, tiraban despojos a las aguas, por lo que no era raro encontrarse latas de bebida u otros objetos similares a diario. “Un gran cementerio, eso es” seguía pensando Svenson. Y estaba en lo cierto. Los vegetales carbonizados a los que llamaban turba estuvieron una vez vivos. Pero era ahora, cuando yacían muertos en el fondo, que servían a los hombres por su gran inflamabilidad, para mantener las chimeneas y los fuegos de los hogares encendidos durante el duro invierno danés.

Hacía años, cuando inspeccionaron a fondo el lago y encontraron que debajo de las aguas turbias se escondía un completo yacimiento, la empresa minera local se hizo pronto con la exclusiva en su explotación. Día tras día, mientras su propietario iba amasando una pequeña fortuna, las excavadoras arrancaban de las entrañas del lago sus sedimentos, escarbando cada vez más profundo, hurgando cada vez más adentro. Pero la capa de turba parecía no acabar nunca. Apuntaba tener grosor suficiente como para asegurarles a todos trabajo suficiente hasta la llegada de su jubilación. Aunque esa idea no le gustara demasiado a Svenson.

Él solía mirar con desagrado las malolientes aguas, preguntándose qué más podría ocultarse bajo sus profundidades, pero esta vez, a diferencia las anteriores, sintió como un escalofrío le recorría por entero la espalda. La temperatura descendía rápidamente mientras la noche se avecinaba.  Pero no fue el frío lo que le hizo tiritar, al que, como buen danés, estaba más que acostumbrado. Era algo más profundo y enigmático, algo inexplicable. Acababa de presentir lo que él mismo averiguaría a la mañana siguiente: que la turba y la hulla no era lo único muerto que yacía en el fondo del lago.

Pero, de momento, el grito del capataz, hizo parar las máquinas:

-¡Ya está bien por hoy, chicos! Dejadlo todo como está. Seguiremos mañana. No olvidéis recoger todas las herramientas, que ayer alguien no lo hizo y por su culpa hemos perdido un mazo de los buenos. Así que dejadlo todo bien limpio y en su lugar.

La enorme excavadora sacó por última ocasión su enorme brazo del interior del lago. Una tonelada de lodo negro se elevó por encima de las cabezas y, chorreando agua por todos los lados, recorrió balanceándose la distancia que le llevaba hasta el depósito de filtrado. Nadie se fijó en ello, atareados como estaban en recoger sus bártulos y despojarse de sus impermeables, pero de la gran pala llena de barro pendía el cabo de una cuerda, sucia y oscura. Era una gran soga que todavía colgaba alrededor de un cuello.

El material extraído cayo en el depósito y el cordaje fue engullido bajo los demás residuos, mientras el último destello de luz mortecina y grisácea desaparecía por el horizonte, anunciando que caerían la noche y las temperaturas.

Y, por fin, lo esperado: el arropo al calor de la chimenea, la comida caliente de Anika y el descanso reparador tras una jornada más.

La escasa luz de la mañana se filtraba por entre las nubes y se perdía en la tenebrosidad del terreno pantanoso. El frío y la humedad se colaban entre los pliegues del impermeable, traspasando los jerséis de lana. Pronto sería invierno y la superficie del lago se cubriría con una espesa capa de hielo. Entonces se retirarían las máquinas y los hombres. Los primeros hasta que llegaran tiempos más cálidos y los segundos hasta que un nuevo aviso de la compañía terminara con unas obligadas vacaciones invernales. Había sido así durante los seis años que Svenson llevaba trabajando en la compañía y nada apuntaba a que esta vez fuera diferente. Pero esta vez sí sería diferente porque la pala de Svenson tocó algo duro y arrastró con su golpe lo que parecía un cabo suelto.

“Cada día me encuentro con más basura” pensaba para sus adentros. Con las manos heladas bajo los guantes y sin tacto alguno, intentó agarrar la punta de la cuerda y tirar de ella. Pero no pudo. Lo que estaba en el otro extremo yacía sepultado bajo demasiada cantidad fango y tierra.

Svenson cogió su pala y empezó a excavar alrededor de la soga, apartando todo el barro que pudo. Estuvo tratando de desenterrar el cordaje durante más de una hora, esfuerzo que parecía no dar ningún fruto. La maldita cuerda seguía sujeta a algo que impedía que la sacara. Movido por la curiosidad, decidió que no escatimaría esfuerzos para liberarla. Paleo insistentemente hasta que la herramienta dio con algo duro. Entonces la dejó a un lado y empezó a escarbar a dos manos.

-Svenson, eso sí que es trabajar, si señor- dijo el capataz que pasaba por atrás- No sé que demonios te ha dado hoy Anika para desayunar, pero dile de mi parte que por mi ya puede cocinártelo todos los días. ¡Menuda energía!

Entonces, Svenson, por primera vez en su vida, dejó que el pánico se apoderara de el y sintió náuseas. Frente a sus ojos yacía un cadáver, un espantoso cadáver aplastado y ennegrecido, seguramente por haber pasado días hundido entre la turba y el fango. No pudo contener las arcadas y empezó a vomitar. El horrendo cuerpo estaba totalmente desnudo salvo el hecho que llevaba un gorro en la cabeza. Pero lo peor residía en el hecho que todavía llevaba la cuerda con la que había sido estrangulado alrededor del cuello. Svenson reunió el aire suficiente para gritar, llamando desesperadamente al capataz.


Ilustración de Jordi Ponce Pérez

En seguida se pararon todos los trabajos. Vino la policía y el médico forense, y con su habitual lentitud hicieron el levantamiento del cadáver. El primer diagnóstico fue simple: crimen por asfixia y perpetrado muy recientemente, tal como se adivinaba por el buen estado de conservación del cuerpo.

Las malas noticias se extienden tan rápidamente como los virus y la alarma se apoderó de Tollund. Al rumor de que andaba un asesino suelto se juntaron los vientos gélidos del nordeste, que helaron el lago, y se sumaron los intensos interrogatorios policiales a los que sometieron a los habitantes del pueblo, inquietos desde aquel día: si alguien había cometido ese crimen, lo había hecho de forma perfecta, pues las aguas del lago habían borrado toda huella posible de analizar. Tampoco se conocía la identidad del muerto, pues su ficha dental no coincidía con la base de datos de las autoridades. Además, en los últimos meses no se había denunciado desaparición alguna por la zona de ningún hombre de esas características: bajo, de unos cuarenta años de edad y de poco peso, cuarenta y cinco kilos a lo sumo.

La policía supuso enseguida que podía tratarse de un extranjero o un mendigo, lo cual dificultaría la investigación sobremanera. Por otro lado, nadie vio ni sintió nada extraño, ni fue testigo de ningún suceso sospechoso, ni en el pueblo ni en las inmediaciones del lago. Con toda esa suma de desatinos y una absoluta falta de pruebas, la investigación avanzaba lentamente y en ningún sentido, mientras los vientos amainaban y los hielos se derretían.

Con la llegada de las primeras oleadas de buen tiempo, las máquinas que deberían haber reemprendido su labor, seguían paradas bajo el cerco policial. Toda la orilla del lago estaba señalizada como escena del crimen, con las usuales cintas amarillas de “prohibido pasar”. Si la investigación no se cerraba pronto, la empresa extractora perdería un montón de dinero que podrían repercutir en futuros despidos.  Pero ¿Cómo clausurar una investigación si lo único que tenían era un cuerpo? ¿Se habían encontrado con un crimen perfecto? Algún agente empezaba a sospechar que sí, pero solo con la ayuda de Svenson lo averiguaría.

Sucedió que una tarde, cuando parecía que el archivo del asesinato de Tollund iba a engrosar la temida carpeta de “casos sin resolver”, Svenson se dirigió al bar de Moth, donde todas las tardes que siguieron a esa horrible mañana iba a tomar la copa que le hacía olvidar que añoraba extrañamente volver al trabajo, ese que antes tanto aborrecía. Allí se encontró a Erik Dansen, el agente de policía, que de tantos meses de andar preguntando por ahí ya era considerado uno más del pueblo, sentado en la barra tomando su acostumbrado vaso de vodka. Entonces a Svenson se le ocurrió. Quizás ese pedazo de manta que encontró tuviera relación con el asesinato; quizás fuera donde el criminal envolvió el cuerpo. Y así mismo se lo comentó al agente.

Cuando llegaron a las orillas del lago, este se escondía bajo una espesa capa de niebla que no dejaba ver el sol en el cielo. Sin separarse unos de otros, pasaron por debajo de las cintas policiales que acordonaban la zona y Svenson guió a Erik y los demás agentes hacia donde descansaban los sacos de residuos que llevaban seis meses esperando a que el camión los llevara al vertedero.

Tras tres horas de ardua búsqueda uno de los agentes gritó:

– ¡Señor, creo que la he encontrado!

– ¿Es esta la pieza de la que hablaba? – le preguntó Erik acercándole la tela.

– Creo recordar que sí- respondió Svenson-. Bueno, estonces estaba mojada y tenía más peso. Pero sí. Es esa misma.

– Bien, agente Borj, traiga aquí una bolsa de plástico y llévela corriendo a los analistas. A ver si esto nos da por fin una pista y acabamos con esto.

La mañana del jueves de la tercera semana después de aquello, unos hombres bien vestidos se presentaron ante la puerta de Svenson. Preguntaban por el hombre que había encontrado al muerto del lago. Svenson los hizo pasar y escuchó atentamente todo lo que le tenían que contarle aunque, realmente, no podía dar crédito a lo que escuchaba. Se había analizado la tela y era muy vieja, tan vieja como el pueblo. Le habían practicado no sé que prueba del carbono para la datación y su edad era de dos mil cien años. Parecía increíble pero era cierto. Viendo los sorprendentes resultados analizaron del mismo modo el cuerpo, y encontraron que era del periodo de la edad del hierro. Concretamente tenía una antigüedad de dos mil cuatrocientos años. Aún así, la tela y el cuerpo se llevaban tres siglos de diferencia, lo que les daba por pensar que todo el fondo del lago estaría infestado de otros ropajes y otros muertos.

Svenson no entendió aquello, ni porqué ese cadáver se había mantenido perfecto.

– Eso es por la composición ácida de las aguas del lago, donde la reacción química del musgo esphagnum al descomponerse hace que actúe como un conservante, -le dijo uno de esos señores impecablemente vestidos de negro-. De la misma forma que ha estado convirtiendo los restos vegetales en turba y hulla, han mantenido el cadáver incorrupto, aunque aplastado, por el peso del lodo del lago. Este, en su momento actuó como arenas movedizas que engulleron el cuerpo y lo conservaron a través del tiempo. ¿Lo entiende ahora, señor Svenson?

– Así que ¿han venido ustedes de la capital para contarme solo eso?

– No exactamente –le respondió el mismo- Venimos a comunicarle tres cosas. La primera es que todas las gentes de Tollund pueden estar tranquilas de nuevo, porque no hay ningún asesino suelto. Al menos en el tiempo actual. Si lo hubo, hace miles de años que anda muerto. Las autoridades ya están cerrando el caso, aunque este sea el más extraño en el que la policía danesa haya intervenido, porque aunque exista el cuerpo de un ahorcado, y haya constancia de que ha habido un delito de asesinato, no se puede llevar a juicio.

– ¿Y las otras?

– La segunda es que ya podrán todos ustedes a volver a sus trabajos en cuanto la empresa de extracción se ponga en marcha de nuevo, aunque tendrán que hacerlo con una condición que les marcará su capataz pero que yo le adelanto: deberán fijarse y tener cuidado por si encuentran otros cuerpos y, en ese caso, comunicárnoslo directa e inmediatamente.

– ¿Y ustedes son?

– El centro de recuperación y clasificación histórica. Pero no se preocupe, que ya le hemos dado todas las instrucciones a su superior.

– ¿Y entonces, porqué hablan conmigo?

– Porque usted, amigo mío, y esta es la tercera noticia, ha dado sin querer con un descubrimiento arqueológico de vital importancia. Así que, como manda la tradición, tiene usted el derecho de ponerle un nombre a su hallazgo. Piense que por ese nombre se le conocerá para toda la posteridad y, tan pronto como acabemos con todos los análisis que precisamos para nuestro estudio, el cuerpo permanecerá expuesto en el museo Silkeborg.

– Pues entonces, que se llame el hombre de Tollund, por toda la revuelta que ha armado en el pueblo durante los últimos meses.

– Si ese es el nombre escogido, de acuerdo.

En ese preciso día de verano del año 1957, el pequeño pueblo de Tollund ganó dos habitantes. Uno de ellos llegó a ser tan famoso que su nombre recorrería los dos hemisferios, aunque su cuerpo muerto permanecería por siempre bajo una urna de cristal en la sala de un museo. Era “El hombre de Tollund” una momia de los pantanos daneses descubierta por un turbero.

Y el otro, mucho más anónimo, sería el agente Erik Dansen, que se quedaría a pasar el resto de sus días en aquel pueblo.

El villancico antiguo

Autora: Conchita Ferrando de la Lama

Ilustrador: Jordi Ponce Pérez

Género: Cuento

Este cuento es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama, y su ilustración es propiedad de Jordi Ponce Pérez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El Villancico antiguo

Manuel, el pastorcillo,  cuidaba sus ovejas en un cerro cercano a un pueblo pequeño de la sierra. La tarde era fría, pero el sol todavía alumbraba los campos.

Manu era un chico muy alegre y se entretenía jugando con su perro de raza ovejera, de pelo brillante muy negro y pecho muy blanco, puro nervio, observador y saltarín. Le tiraba palitos para que Boro corriese a cogerlos.  Con él se encontraba muy bien acompañado en aquel paraje solitario.

El cielo se iba poniendo rojizo, luego morado y, en pocos minutos, la luz desapareció como si un lobo se la hubiese tragado.

El perro fue a acurrucarse cerca del chico y le miró con sus ojos húmedos, cálidos y profundamente oscuros que indicaban absoluta nobleza hacia su amo: amor sin fronteras de un “Collie de la Frontera” (Border Collie)

El frío era ya intenso. Manu puso en marcha el rebaño, con la ayuda de Boro, que ladraba y corría en círculos, controlando a las ovejas para conducirlas al redil, situado junto a la pequeña cabaña que dominaba el cerrillo.

Soplaba, frío y oscuro el viento Norte, profundo y desolado como el páramo castellano.

Envolvía con su mano de cristal añil toda la pureza del vacío, al filo de la noche, y traspasaba el alma.

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Mientras caminaban hacia allí se oyeron, lejanas pero muy claras a través del aire limpio y transparente, las notas del carillón de campanas del pueblecito cercano. Era la melodía de un viejo Villancico castellano…..

         “Ya se van los pastores a la Extremadura,

          Ya se queda la sierra triste y oscura

          Ya se queda la sierra triste y oscura.”……

 

Mensaje directo al corazón  de pastores castellanos.

Gentes del invierno, unidas al paisaje, que aun guardaban restos de polvo del camino trashumante, llevando sus rebaños en busca de pastos, a través de la muy ancha Castilla.

Tiempo frío en que se añoraban los afectos.

Tiempo en el que el clima adverso aislaba en un paisaje duro y solitario, privado de luces y festejos.

Silencio….

Sin saber por qué, Manu pensó en aquellos pastores.

–          La Navidad se acerca- pensó en voz alta el pastorcillo- y ese Villancico dice que ellos se marchaban lejos de sus casas, en esas fechas…

–         ¿Tal vez yo tendré que marcharme cuando sea algo más mayor?

El tañido de campanas del reloj carillón seguía desgranando las notas de aquel desolado y antiguo Villancico.

Manu sintió un escalofrío.

El contraste de los símbolos reavivaba el rescoldo.

Era la llamada a los seres queridos que el pastor dejó atrás, a resguardo durante sus marchas invernales, para poder volver con provisiones que aliviasen sus carencias.

Para ellos era el acorde, oscuro como la noche, frente al chisporroteo de la hoguera, para espantar el frío de la sierra.

Un poco de calor humano junto al fuego, evocando el olor y el sabor de los dulces caseros o el gozo de la infancia lejana.

No hay sentimiento de unión más antiguo y más fuerte que el de encontrar unas manos que coger en medio de la soledad.

Poder llevar el muérdago de bienvenida, la leña del hogar, los cantos del aguinaldo o la luz de la Navidad, ocultos, muy apretados contra el pecho, como una candela bajo el fanal, haciendo de ellos un tesoro único y personal.

El sonido de un canto popular vibrando en el carillón, hundiendo sus raíces en lo más profundo del alma, abrazando lo que de eterno tiene el hombre.

Silencio….

El perro inclinó la cabeza hacia un lado y levantó un poco una de sus orejas sin perder de vista a su amo que se había puesto serio de pronto.

Intentó darle con la patita en la pierna para llamar su atención.

Ya había dejado las ovejas bien guardadas en el redil, y esperaba una caricia de aprobación junto a la hoguera que Manu había encendido en una esquina de la cabaña, sobre una piedra grande y plana, para calentar la cena.

–         ¡No pasa nada, Boro! – reaccionó animoso Manu al ver la expresión del perro- ¡Tranquilo!  Nosotros estamos bien, cerca de nuestro pueblo, aunque no podamos ir a comprar turrones ni a cantar con los otros chicos por las calles en Nochebuena.

El perro movió la cola con gran fuerza y velocidad. Sabía que su amo no se encontraba solo estando con él. Algo se le ocurriría para pasarlo bien los dos juntos en Navidad.

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

–         Mira- le explicó Manu- Esta cajita que me trajo mi hermano Toño cuando vino con permiso de la mili, es un teléfono móvil, por si me ocurriese alguna emergencia.

Boro miró aquella “cosa oscura”, olfateándola sin comprender qué interés podía tener algo que no se comía.

¿Sabes lo que vamos a hacer?- preguntó el chico mientras Boro inclinaba más y más su cabeza de lado, concentrado en su gesto interrogante- ¡Mira!

Manu tecleó algunos números en el aparatito.

Unos sonidos misteriosos acompañaban cada cifra que pulsaba.

Aquello tenía un aspecto extraordinario porque a su amo se le habían puesto los ojos chispeantes, y el perro le imitó de inmediato.

Su mirada cálida y húmeda se iluminó.

¡Oiga! – habló  Manu por el aparatito- ¿Es la emisora de radio? Soy Manu, el pastor. Tengo 10 años y estoy en mi cabaña con mi perro, al cuidado de las ovejas. Me gustaría que, en Nochebuena, dijeran ustedes por la radio que me llamen otros chicos a mi móvil, para contarnos cosas divertidas. Así me sentiré más acompañado… ¡Vale, muchas gracias!

Boro movió el rabo con fuerza.

Le gustaba ver a Manu tan animado, aunque no entendiese muy bien qué geniecillo del bosque encerraba aquella cajita oscura y alargada.

El asunto era que su dueño estuviese feliz, porque de ese modo él también lo estaba, y no había que buscar más explicaciones.

–         ¡Ven aquí Boro!- llamó el pastorcillo, acariciando la cabeza de suave pelo del perro- Vamos a tomar un poco de sopa caliente, que mañana con el alba tenemos que salir con las ovejas.

La noche era fría, oscura y desapacible presagiando la nevada.

Al fondo se oía balar a las ovejas en el redil.

El viento soplaba fuera racheado, pero en la cabaña calentaba el fuego.

Manu compartía con su perro un jarrillo de caldo caliente y espeso, una buena porción de pan de hogaza y unos trozos de queso fresco. La vida era maravillosa para los dos amigos.

 

La Nochebuena traería muchas, muchas voces de aliento, risas, sorpresas y compañía. De eso estaban seguros Manu, el pastor, y su perro Boro.

A las doce de la noche, cuando el silencio cubría los campos y caían los primeros copos de nieve, el carillón volvió a tintinear en la torre de la iglesia del pueblo las notas del viejo Villancico.

……” Ya se queda la sierra triste y oscura,

         Ya se queda la sierra

         triste y oscura…….”

Ahora, sin saber por qué, el eco de aquella música traía unos sonidos muy dulces.

Reflejaban en el canto navideño toda una carga de promesas para aquel niño que dormía, sonriendo, en la cabaña de piedra cubierta por el manto de la nieve, mientras su perro ovejero vigilaba en su puerta, atento a cualquier peligro que pudiera acechar a su dueño y sus ovejas.

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Original de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Sensaciones bajo el mar

Autora: Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

Ilustraciones: Jordi Ponce  y  Daniel Camargo

Correctora : Elsa Martínez

Género: Relato

Este cuento es propiedad de Conchita Ferrando de la Lama, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Jordi Ponce y Daniel Camargo. Quedan reservados todos los derechos de autor.

SENSACIONES  BAJO  EL  MAR

Mucho tiempo ha pasado desde que descubrí el hechizo de aquel mar azul, sereno en apariencia, cálido y repleto de sensaciones para mí.

Aquello pertenece a una época que, en sí misma, está siempre cubierta por un manto irisado de reflejos de mil colores, como es la primera juventud.

Después, tal vez por las circunstancias en que todo aquello parecía quedarse pequeño, arrinconado en la sencillez de “vivencias y descubrimientos”, mantuve ese recuerdo como muy especial, pero alejado de la actividad que fui desarrollando, a la que siempre denominé “subirme al tigre” y que no  me tirase.

Me alejé de lo calmado y sencillo, como era aquel mar de mi recuerdo.

Inicié proyectos, singladuras, iniciativas que me situaron en lugares y mares mucho más “bravos” y peligrosos, con tonos más intensos, azules índigo, grises plomizos, con  tempestades, oleajes y  faros que avisaban los peligros o que acogían en su paz de refugio.

Siempre la mar fue una atracción irresistible para mí, en todo lo que he hecho.

Desde aquel último faro, donde pasé una temporada de tranquilidad azul Atlántico, con sus “dos cortos, dos largos, dos cortos”, repitiendo mi secreto de la felicidad, he sabido que bajo el mar estaba mi “iniciación” a todo lo que más he querido en la vida.

Cada mañana, a las 8, bajábamos a desayunar al cafetín que había en la base del faro.

Me acompañaba un antiguo marino, curtido “lobo de mar”, con su pipa, su gorra desgastada en mil tempestades y unos ojos rasgados, negros, llenos de chispas de la galerna, que habían visto el mundo entero y todos sus mares a bordo de todo tipo de buques.

Él accedió a contarme sus mil travesías, allí, en aquel cafetín del faro, para que no se perdiesen, y cada mañana a las 8 bajábamos a desayunar, sentados en unas sencillas mesas cuadradas, frente a las grandes cristaleras que ponían ante nuestros ojos la inmensidad del Atlántico.

 Ilustración Daniel Camargo

Ilustración Daniel Camargo

Aprendí de él todos los vientos, los misterios de sus furias, el espanto de las “calmas” en alta mar, pero a pesar de todo eso, él siempre me repetía que no había mejor secreto que el que regala el mar a sus elegidos, cuando se entregan a sus brazos y sus caricias, bajo el agua, sin temor, con pleno dominio, pero en silencio de complicidad.

Él, que había arrostrado peligros y vencido tempestades, me confesó que siempre tenía un terrible temor: “Las calmas”. Siempre temía que en la peor “calma” de su navegar, el viento no soplara las velas de su navío…. Que “se muriesen las calmas” y quedase en medio de la nada del mar, perdido, inmóvil para siempre.

Por eso, al terminar nuestras charlas pausadas y llenas de sorpresas marítimas para mí, él repetía que nunca olvidase ese “secreto del mar”, porque toda la vida está en él.

Creo que aquellos ojos que tanto habían visto de horizontes azules, grises, negros y hasta plateados, me querían recordar ese territorio exclusivo que el mar reserva para algunas ocasiones, y que yo le había confiado en alguna de nuestras charlas que formó parte de mis vivencias en tiempo muy lejano, cuando no era más que una aprendiz de adolescente.

Como por arte de la magia de la naturaleza, aquel recuerdo se fue haciendo más y más presente, y el contraste de colores y de fuerza de aquellos dos mares tan distintos, me fue inspirando el repetir lo que entonces escribí, y que tuvo tanta repercusión para mí, a pesar de mi corta edad.

Y por eso lo reviví con gusto para aquel buen marino, capitán del Sea Wolf, que tantas historias compartió conmigo en el cafetín del faro, que cada noche nos saludaba: “Dos cortos, dos largos, dos cortos”.

Y esto es lo que escribí para él:

“Habíamos quedado, como cada día de aquel  verano, al borde la playa de “Las Acacias”, para reunirnos el grupito de amigos y adentrarnos un poco en el mar, tranquilo, azul y atractivo, con una barca, para bañarnos en una zona donde la arena fina formaba un banco estupendo donde poder nadar a nuestras anchas, alejados de la zona pedregosa de primera línea de  la playa.

Nunca había sentido ese atractivo de adentrarnos algo más de lo normal, bajo el sol de verano, para tiranos desde la barca y nadar en esas aguas tan limpias, puras y llenas de distintos tonos de azules y de verdes.

Yo era tan joven que aún sentía el vértigo de ver bajo mis pies la profundidad del mar, pero todos los demás nadaban de maravilla y buceaban aún mejor, y por eso tomé confianza de inmediato para hacer yo lo mismo, y bucear bajo aquellas aguas tan transparentes, mucho más debajo de lo que alcanzaba mi vista bajo mis pies.

Aquello se repitió día a día, y cada vez llevábamos la barca más adentro, hasta donde el color del agua cambiaba a mucho más oscuro, y su temperatura cambiaba de fresca a muy fría.

Aquel día me sentí como si todo aquel enorme mar fuese algo mío, como si en eso días hubiésemos hecho una gran amistad.

Nadé un rato y luego cogí mis gafas de bucear para volver a ver todos aquellos tonos imposibles de encontrar fuera de allí: Azules suaves, cristal mateado con chispas de luz, verdes claros mezclados con blancos y grises…. Niebla y resplandor bajo el agua….

Seguí bajando sin demasiado esfuerzo, sintiendo que mi piel se refrescaba y se hacía más suave, para penetrar más y más bajo aquel enorme castillo de agua.

Me maravillaba ver tantos peces nadando alrededor de mí, sin asustarse. Sus movimientos eran como un ballet, rápido o suave, con ritmo de una música invisible…. Las rocas se perfilaban frente a mí y bajo mi cuerpo que flotaba sin esfuerzo.

Probé a dar vueltas allí abajo, bailando con los peces de colores dorados, naranjas, grises y marrones…. Di fuerza a mis brazadas y aquel baile se hizo mucho más suave y amplio…

 Ilustración Jordi Ponce

Ilustración Jordi Ponce

De pronto, aquella música que me parecía escuchar dentro de mi cabeza, se hizo real.

¿Cómo podía ser que oyese un tintinear como de campanillas?

Subí un poco, por si  fuesen mis oídos…. Paré suavemente de dar brazadas y la música se dejó de oír..

Volví a mi baile con los peces y entonces el tintineo de campanillas se hizo intenso, intenso y claro, como si tuviese cerca un instrumento que me acompañaba en mi baile con los peces.

Me quedé hechizada por aquel sonido, y apenas me daba cuenta del tiempo que pasaba, deseando oír de nuevo aquella misteriosa música que me hacía latir más fuerte el corazón.

Sentía que el mar me estaba abrazando, que me cantaba con aquel tintineo de campanitas de plata, junto a aquella bandada de peces de colores.

¿Tintineo de plata???

¿Campanitas de música??

De pronto miré mis brazos, que casi había olvidado que colaboraban a que yo bailase y bracease bajo el agua…. Y descubrí el motivo de aquella maravillosa música de campanitas que tintineaban: Eran mis pulseritas de plata. Unas sencillas pulseritas de aros de plata que siempre llevaba, labradas a mano y llenas de símbolos, que me habían regalado en uno de mis cumpleaños y que jamás me quitaba.

Al subir a la superficie todos los del grupo estaban preocupados, buceando en los alrededores para localizarme, por el tiempo que yo había estado bajo el agua.

Cuando me vieron, tan sonriente y tranquila, las cosas se calmaron.

Para que comprendieran por qué me había quedado tanto tiempo disfrutando allá abajo, comencé a contar todo aquel maravilloso baile con los peces, entre las rocas, y mi descubrimiento de aquella música de campanillas que me acompañaban…

Creo que pensaron que tenía demasiada imaginación y que tal vez había profundizado más de la cuenta buceando…. Pero yo sabía cómo se escuchaba bajo el agua aquel  sonido tintineante y plateado, como si fuese música, con una especial intensidad, y aquello nunca se me olvidó, porque yo sabía que era un pacto de amistad entre el mar y yo que duraría toda la vida.”-

En efecto, así es.

Ha durado toda la vida, y ha sido para mí uno de mis “tótems” favoritos, al que debo muchos secretos.

Cuando dije que el descubrimiento, aquel verano, de “mi amigo el mar”, había marcado mi vida de un modo muy especial, me refería a la primera vez que escribí estas sensaciones que descubrí bajo el mar, unidas a la música de campanitas tintineando en mi baile bajo el agua, que sirvió para que nunca olvidase la amistad que, desde entonces, me ha unido al mar, y que fue la primera vez que algo escrito por mí, con muy poquitos años, lograba que se leyese ante otras personas, y que alguien pronosticase que aquello que había escrito estaba anunciando que ese sería mi camino,  años después.

Dicen que tener un amigo es un tesoro, y que solo la amistad enriquece y guarda lealtad inquebrantable en la vida.

Debe ser verdad, porque bajo el mar descubrí esa sensación, y casualmente ha continuado rodeando de modo misterioso mi vida de otros amigos relacionados con el mar, dejando siempre dentro de mí la sensación de que puedo acudir a ese territorio vedado que es la profundidad del mar y sus misterios siempre que lo desee, con total confianza y complicidad.-

(Original de Conchita Ferrando de la Lama (Jaloque)

(Todos los derechos reservados)

La metamorfosis de Quito

Autor: Irene Moreno Jara

IlustradoresJordi Ponce y Pilar Puyana

Corrector: Federico G. Witt
Género: Relato fantástico (a partir de 7 años)
Este relato es propiedad de Irene Moreno Jara y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Pilar Puyana y Jordi Ponce, respectivamente. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La metamorfosis de Quito

 

Érase una vez, en un charquito sucio y pequeño, un mosquito inconformista que soñaba con convertirse en no sabía bien quién.

Quito, pues ese era su nombre, nació queriendo ser un león, creció esperando ser un elefante y ahora, casi en los últimos días de su vida, envejecía añorando ser un humano. Su madre, Moscaela, siempre le había reñido por querer ir a contracorriente, pero él había hecho trompetillas sordas y, aunque nada le había salido como había deseado, aún tenía esperanzas de hacer realidad su sueño.

Una noche, desobedeció las señales del destino y desplegó sus pequeñas alitas rumbo a lo desconocido. Lo importante para Quito no era el fin, sino el propio camino. Siempre le habían dicho que las encargadas de chupar la sangre eran las hembras, pero él se había negado a aceptar tal restricción. Tal vez su pincho no fuera lo suficientemente fuerte como para atravesar la piel, pero nunca subestimó sus poderes.

Así, con las ideas fijas y sus ansias de morder, se propuso demostrar al mundo que podría conseguir lo que se propusiera.

Su primera presa fue la más difícil. Quito sabía que para poder convertirse en vampiro lo primero que tenía que hacer era picotear el cuello de alguien que ya lo fuera. Pensó que nadie podría tener una sangre tan pura y sana como la de la bella Kita, una mosquita a la que sorprendió en el cristal de una ventana y pinchó casi sin que ella se enterara. Fue un mosquibeso, una muestra de pasión interesada propia de damas y dráculas y que hasta un minúsculo ser sabe realizar sin tener experiencia.

Quito ya tenía el poder.

Con un gatito negro topó nada más alejarse del charco. Como Quito apenas podía ver, no le asustaron los ojos amarillos del minino, que apenas se inmutó cuando el mosquito se posó en su oreja.

Con la suavidad propia de un inexperto, introdujo su pincho sin que el felino se inmutara.

Quito ya podía ver.

En su deambular volador por las calles oscuras, el mosquito se aburrió. Decidió alejarse al bosque, donde tuvo que elegir entre dos presas: un búho y un lobo. Fue este último el que ganó. A Quito le costó clavar su pincho en la piel peluda del lobo, pero con agresividad y coraje pronto lo consiguió. El lobo apenas sintió el bocado, aunque se mostró incómodo cuando al mosquito le crecieron, como por arte de magia, unos colmillos gigantes que desprendían un desagradable olor a hocico de perro.

Quito ya podía morder.

Ahora, con su nuevo estado, al mosquito le costaba más volar. Su peso había aumentado y, aunque ya casi tenía inutilizado su pincho, mover sus alitas se convertía en una tarea difícil de desempeñar. Sin embargo, y haciendo un gran esfuerzo, consiguió llegar a un gran lago. Allí, decenas de pájaros con patas gigantes mojaban su pico y se dormían a la luz de la luna.

Unas patas largas y fuertes eran lo que necesitaba Quito para poder continuar con su metamorfosis. Por eso, casi arrastrándose por la hierba, ocultando su dentadura y plegando sus alitas, llegó a los pies de uno de los flamencos y le hincó uno de sus colmillos. Rápidamente, el mosquito creció.

Quito ya podía correr.

Ilustración de Pilar Puyana

Ilustración de Pilar Puyana

Y como ya podía correr le pareció oportuno regresar a su lugar de origen, a la ciudad, para estrenar su nueva condición. Ahora, nada ni nadie se le resistiría.

Lo que más le extrañó es que, a pesar de su extraña apariencia, nadie le prestaba atención. Andaba por la acera con sus largas y flacas patas y nadie lo miraba. Se chocaban con sus alas y nadie se volvía. Encandilaba con su mirada amarillenta y nadie se tapaba. Chirriaban sus colmillos con el asfalto y nadie se sorprendía.

Por la cabeza de Quito rondó la posibilidad de haberse vuelto invisible, pero aquello era imposible. El cristal de los escaparates le iba proyectando la realidad, su nueva realidad. Poco a poco iba adquiriendo lo que él quería ser, algo aún sin calificación, pero que le fascinaba.

La autoestima del mosquito creció. Quería más: presas más difíciles, desconocidas, poderosas… Peligrosas.

De repente, se cruzó con alguien que llamó su atención. No por sus gafas oscuras en la mitad de la noche, sino por su olor a ira. Tampoco llamó la atención de Quito el gesto enfadado del puño de aquel hombre. Él fijó su mirada felina en los movimientos. Nunca había visto un cuerpo moverse en búsqueda del desastre, de la destrucción.

Aquel hombre fue una tentación para el insecto mutante. Temía los efectos de la sangre que pudiera correr por sus venas, pero sentía una llamada extraña hacia lo que sabía que estaba prohibido para él. Una vez más, iba a contracorriente y hacía trompetillas sordas a su conciencia.

Ilustración de Jordi Ponce

Ilustración de Jordi Ponce

Así, sin pensárselo más porque los nuevos pensamientos lo alejaban de su objetivo, Quito quiso demostrar que era un mosquito valiente, que nadie ni nada podían pararlo. Para él no había un NO. Tampoco existía el miedo.

Con la cordura propia de un mosquito y los autoconvencimientos propios de un insecto, Quito apuñaló con sus colmillos a aquel hombre a la altura del pecho.

Ahora sí, ahora había conseguido el festín sangriento con el que tanto había soñado. Nunca pensó que tanta sangre junta supiera a vinagre y doliera al tragar, pero de lo que verdaderamente se extrañó fue que sus alitas, sus colmillos, sus largas y estrechas patas y sus ojos desaparecieran.

Quito no sabía qué había ocurrido. Se sentía extraño, inquieto. Algo en él le recordaba a aquel hombre que yacía en el suelo, pero no sabía el qué. La gente seguía paseando por la calle sin inmutarse. Todo seguía sucediendo con una rutina impropia. ¿O tal vez propia? Para Quito todo era un desconcierto.

Con una frialdad ajena a su ser original, el mosquito continuó su camino hasta que se topó con un charquito sucio y pequeño. A pesar del color marrón del agua, pudo ver su reflejo en él.

Por fin.

Por fin Quito era un monstruo.

Un monstruo humano más.

Segunda Era

Autora: Olga Besolí

Ilustradores: Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez

Correctora: Elsa Martínez

Género: ciencia-ficción (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Olga Besolí, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Verónica del Rocío López Pachón y Jordi Ponce Pérez. Quedan reservados todos los derechos de autor.
A Verónica del Rocío López y Jordi Ponce Pérez,

sin cuyas aportaciones e ideas

este relato nunca hubiera existido.

SEGUNDA ERA

La guerra entre los dragones y los hombres está tocando a su fin. Está noche se librará la última batalla, la nuestra, pues ya no quedan más reinos por destruir. Nuestras murallas ofrecen la última resistencia por franquear. Nuestro bastión es el único que todavía permanece en pie. Nuestro ejercito, la última formación militar armada que queda con posibilidad de afrontar la lucha cuerpo a cuerpo, cosa que temo no vaya a suceder. En cuanto oscurezca, seremos aniquilados por el fuego devastador de las bestias. Nuestras esperanzas de sobrevivir bajo sus llamas son nulas. No queda ni un álito de vida tras un ataque suyo. Y estan cerca, demasiado. Anoche nuestros vigías descubrieron movimientos en la lejanía, luces sobre las cumbres nevadas que bordean este valle. Y el día de hoy ha traído consigo el olor acre a carne abrasada. Eso solo puede significar que los habitantes de la costa han perecido, pues las bestias han logrado penetrar hasta el interior. Han llegado hasta los poblados nómadas que vivian al otro lado de las montañas. Y ocultos en ellas, en esas montañas, estarán ahora nuestros verdugos. Y serán cientos de ellos, quizás miles, los que aguardarán escondidos; usando las formaciones cavernosas de la misma roca como guarida; esperando a que el sol descienda; impacientes por caer sobre nosotros como si de un enjambre de abejas se tratara. Y nos aniquilarán. Por completo. No existirá un nuevo amanecer para nosotros. Así es como ha ocurrido en todas y cada una de las partes del mundo. De esa forma perecieron las tribus de america durante la primera oleada de ataques.  Así fuimos todos testigos de la desaparición de los pieles rojas, y de nuevas oleadas de ataques que se expandían por todo el hemisferio norte, convirtiendo el dominio de los blancos en una masa de tierra negruzca y humeante. Luego fue cayendo todo el sur, hasta que también la raza negra fue extinguida por completo. Y ahora es el continente asiático el que ha sido enteramente reducido a cenizas. Ya solo quedamos nosotros. Solo queda nuestra isla. De nada sirvió la cumbre y el pacto de razas por la conservación. De nada sirvió el esfuerzo invertido; en aunar nuestras potencias; en ignorar nuestras diferencias políticas, sociales, religiosas; en unir nuestras banderas, nuestras armas, nuestros intereses. De nada. Las bestias arrasan con todo en todos los rincones del mundo. Y en consecuencia, nuestra civilización, tal y como la hemos conocido hasta ahora, está a punto de perecer. Las grandes capitales han sido reducidas a escombros. Los pueblos y villas han desaparecido pasto de las llamas. Los habitantes de todo el planeta han sido masacrados. Las bestias son muchas, demasiadas. Son una plaga. Procrean como ratas y, al igual que ellas, sobreviven escondiéndose en cuevas y viviendo bajo tierra. Llevan varios milenios haciéndolo. Por eso la luz del sol les daña las pupilas; les quema la piel. Por esta razón se ocultan en las sombras y atacan siempre de noche. Surgen de las entrañas de la tierra, del horizonte celeste, de las profundidades marinas. Y en esas salidas destruyen todo a su paso. Son animales salvajes y sangrientos que se comen a nuestros muertos y a los suyos, sin distinción; con los que no puede haber parlamento posible, ni tregua, ni rendición. Y esta guerra no terminarà hasta que nos hayan exterminado a todos. Y hoy, por fin, lo conseguirán. En cuando anochezca. Moriremos todos. O casi todos. Vosotros no lo haréis. Por eso os he mandado llamar. A vosotros nueve. Os he elegido por que sois los individuos más sanos y fuertes de nuestra comunidad. Esa es la razón por la que os obligo a abandonar vuestros puestos en la lucha y os doy la orden de huir. Vais a formar parte de un plan de emergencia. Aquí, dentro de este sobre que os entrego, escritos del puño y letra del mismísimo emperador de Asia, están tres de los cinco destinos escogidos por los evacuados de los otros continentes, lugares que no debéis revelar a nadie y adonde debéis dirigiros de inmediato. A vosotros os hago entrega de nueve huevos de dragón. Ese será vuestro éxodo y vuestra carga. Y este será vuestro cometido: intentad sobrevivir a toda costa, ocultaros de las bestias, id cambiando de destino continuamente, hasta alcanzar los mismísimos confines de la Tierra si hace falta. El mundo nunca debe saber de vuestra existencia. Mientras tanto, perpetuad el conocimiento del que sois testigos, de cómo caímos víctimas de las bestias, pero también de cómo fuimos responsables de su proliferación. Haced sabed que nuestro mayor error fue recuperar su especie. Debimos abortar todos los ensayos, los proyectos, las investigaciones en cuanto tuvimos la posibilidad. Debimos cerrar los laboratorios, sacrificar a los científicos implicados en los experimentos. Debimos hacerlo cuando todavía estábamos a tiempo ¿Una especie que llevaba extinguida millones de años? No. Eso no. Nunca. No siendo la única del planeta que se autodestruyó a si misma. Nunca debimos reimplantar a los humanos dentro del ecosistema. Debimos haber prestado más atención a las leyendas sobre la antediluviana Era de los hombres. Debimos haber aprendido de ellos, de sus fósiles, de los síntomas bélicos que prescribían y de los cráteres que habían dejado sus armas explosivas. Debimos mirar con más atención a aquellos paleógrafos que defendían el haber hallado antiguos escritos y que aseguraban haber descifrado fragmentos de relatos sobre la posible existencia de humanos parlantes que daban muerte a nuestros ancestros primigenios, los dragónidos, de forma indiscriminada. Ahora estoy seguro de que los mitos son ciertos. ¡Estuvimos ciegos tanto tiempo! Pero aún así debimos haber escuchado a nuestros sabios. No lo hicimos. Queríamos progreso. Pues aquí lo tenemos. ¿Y qué hemos conseguido con ello? Ponerle fecha al fin de nuestra Era. Porque la Era de los Dragones sobre la Tierra termina en cuanto acabe este día de hoy. Mañana será el primer día de la Segunda Era de la bestia humana.


¿Tomas nota de todo lo que digo,  buen escriba? Pues redacta también que en estos momentos yo, Gorg Draken, último rey descendiente de la orden de Draculea, alto mandatario de la raza de los dragones verdes, doy por terminada esta asamblea general, la última celebrada en la Sala de plenos del Castillo Real, en la capital de los Emiratos Unidos de la isla de Draconia. Y lo hago organizando la partida de estos jóvenes dragones en un intento desesperado por evitar que las bestias nos borren por completo de la faz de la tierra. Y escribe también que, tras despedirme de ellos, me dirijo a Lilith, mi pequeña mascota humana única de entre los de su especie, para encomendarle la custodia del libro del escriba, al que estoy a punto de dar por terminado, y que contiene los anales de esta guerra con todos sus entresijos, así como también desvela los secretos del poder destructor que han adquirido las bestias humanas. Esas armas que vienen desarrollando desde hace más de un milenio, y que elaboran con ese material que extraen de las entrañas de la propia tierra y que, al contacto con el aire, producen un fuego que quema la tierra, y mata y enferma a todo ser viviente.

A ti, pequeña Lilith, te cargo con la responsabilidad de buscarle un lugar seguro, porque este libro contiene toda la verdad. Y la verdad siempre debe de ser preservada. Dreyne, nuestro sumo sacerdote, te llevará en volandas hasta donde desees, y una vez ocultado este tesoro, deberás volver a convivir con tus congéneres, como las bestias, despojándote de todo lo que te hace civilizada, olvidándote de la lengua que te he enseñado y de todos los demás conocimientos que hayas adquirido. Pero tu labor no acaba aquí. Quiero que transmitas la ubicación exacta del escondrijo de este libro a tus descendientes, cuando los tengas. Porque a partir de mañana, ésta será la única prueba escrita existente de lo que una vez fuimos, pues generaciones de humanos venideras se encargarán de borrar nuestro rastro. Bien es sabido que son los vencedores quienes relatan la história a su antojo. Escriba, pon por último que así he dicho, firmo y rubrico yo, el último rey dragón con vida, cuando ya solo faltan tres horas para la última puesta de sol del mundo civilizado.

Olga Besolí

Una Cruz en el Camino

Autor: Raquel Bonilla

Ilustradores: Jordi Ponce Pérez , Ana Menéndez y Eider Agüero

Corrección: Federico G Witt

Género: relato

Este relato es propiedad de Raquel Bonilla y sus ilustraciones pertenecen a  Jordi Ponce Pérez, Ana Menéndez y Eider Agüero. Todos los derechos reservados.

Una Cruz en el Camino

Cada día vemos millones de cosas, unas nos llaman la atención y otras pasan por delante de nuestros ojos sin apenas inmutarnos, igual que con las personas, cada día vemos a mucha gente, gente que quizás viva toda nuestra vida a dos manzanas o incluso en la puerta de al lado y nunca sepamos ni su nombre. Cuando vamos a un centro comercial, a un concierto, mucha gente pasa por delante de nuestros ojos, gente con historia, con presente y futuro de las cuales jamás sepamos nadadero hay veces que el destino hace que las personas se encuentren y enlacen momentos de sus vidas.

Este es mi caso, desde que tengo uso de razón y debido a que de muy pequeña fui internada  en un colegio, hice un mismo recorrido dos veces cada semana. El recorrido que separaba mi casa del internado, que hacia los viernes para estar con mi familia y que volvía a hacer los lunes de vuelta a la vida de aquella cárcel adornada. ¿El motivo?, siempre pensé que era porque tenía una familia muy ocupada, pero  con 18 años quizás ya se vean las cosas algo distintas. El recorrido era de una hora en autobús, durante la que contemplaba el mismo paisaje por aquellas cristaleras. Momentos en los que pensaba, reflexionaba o dormida si estaba cansada.

Pero había algo que cada vez que pasaba llamaba mi atención, jamás pasó desapercibido, es una de esas cosas que tenemos delante de nuestras narices y tenemos dos opciones: pasar o detenernos. Mis ojos se detenían cada vez que pasaba.

Era una cruz de piedra a pocos metros de la carretera. Hay cruces de las que sabes el significado, tal vez porque hubo un trágico  accidente o porque es homenaje a alguien. Pero aquella cruz, aquella no era como las demás, siempre que pasaba por ella, no sentía pena si no  una extraña sensación que me producía una gran intriga. Siempre estaba cubierta de flores naturales, lloviese o nevase, hiciese frió o calor, hiciese viento o no y mis ojos siempre se clavaban en esos intensos colores. Y venían a mi cabeza millones de preguntas, ¿que significará?, ¿quien las pondrá?, ¿que habrá detrás de esa cruz? Y cada vez tenía la tentación de parar el autobús y bajar, pero eso era imposible. Uno de esos días en los que pase por allí, me hice una promesa, “cuando sea mayor de edad iré hasta esa cruz y sabré su historia”.

Ilustración de Ana Menendez

Llegue a los 18 años, tome la decisión de independizarme, ya que deje por fin el internado y mis padres seguían tan ocupados como siempre, para ellos soy prácticamente una desconocida, les daría igual que estudiase o me hiciese equilibrista y me fuera de gira con el circo de la ciudad. Eso si de dinero no tengo preocupación pero también he decido independizarme en ese aspecto, no quiero convertirme en gente como mis padres, todo el día preocupados por el dinero los coches y demás lujos, dejando a un lado lo importante. He encontrado un puesto como aprendiz en una oficina donde se dedican ha hacer rótulos y esas cosas que es lo que a mi me gusta. ¿Vivir?, una amiga mía también  decidió independizarse aunque por motivos muy distintos a los míos, y la verdad bastante trágicos que son preferibles no recordar, así que hemos alquilado un piso y vamos a empezar juntas esta aventura. Mi amiga se llama Susana, su novio Javi viene a visitarnos con frecuencia, vemos pelis y comemos palomitas, se han convertido en mi familia. Yo no tengo novio, la vida en el internado la verdad es que me ha reducido a un escaso 0% la posibilidad de encontrarlo. Así que como dice Susana, ya llegará cuando tenga que llegar. La verdad es que mi vida ahora no está nada mal, mi trabajo me gusta mucho, tengo compañeros muy divertidos con los que suelo salir los viernes a tomar unas copas y reírnos un buen rato, y en casa Susana es un gran apoyo y Javi se ha convertido en mi hermano mayor. Mis padres, pues ahí están donde siempre, de vez en cuando nos llamamos para asegurarnos de que sobrevivimos y ya esta, todos tan contentos, o eso parece.

Una de esas noches en las que Susana y yo nos sentamos junto al televisor con nuestro pijama y nos atiborramos a gusanitos, le conté lo de mi promesa con la cruz. La verdad es que no la veo desde que dejé el internado pero nunca he dejado de pensar en ella. A Susana le fascinó y la verdad es que cada día me anima a que cumpla mi promesa, suele decirme que los 18 años tienen un limite y que las promesas hay que cumplirlas, aunque sean con nosotras mismas y tiene razón, las promesas hay que cumplirlas que para eso son promesas, aunque la verdad es que ahora la idea de descubrir la historia de la cruz me asusta un poco, ¿y si encuentro algo que no me gusta? Y ¿si molesto a alguien?, no se.

Javi me dice que no pierdo nada y que ellos están dispuestos a ayudarme.

Por fin decidí cumplir mi promesa, Susana y Javi parecían más ilusionados que yo, pero la verdad es que a mi me temblaba todo el cuerpo.

Llegó el momento y  nos montamos en el Ford Fiesta azul de Javi y rumbo a mi “cruz en el camino”, como suelo llamarla.

Todo seguía como siempre no había cambiado nada del paisaje que yo tanto había observado, llevábamos media hora de camino y ¡ahí estaba ¡seguía como siempre rodeada por hermosas flores frescas. Pero no había ninguna inscripción, nada que pediera decirme la historia de  esa cruz. Decidimos esperar allí un rato para ver si alguien iba a poner esas flores frescas que día tras día adornan la cruz. Javi fue mientras al pueblo cercano a por merienda porque nos crujían las tripas mientras Susana y yo esperábamos sentadas en una enorme piedra cerca de la cruz.

La tarde pasaba y las posibilidades se iban reduciendo, casi caía la noche y hacia un frió que pelaba, era imposible pensar que a esas horas alguien recorriera esa solitaria carretera para poner unas flores. El tiempo nos daba desesperanza pero también incrementaba nuestra intriga. ¿Cuando ponían las flores? Llegadas las once, dejamos el trabajo de investigación y  volvimos para casa, durante el viaje nadie hablamos, cada uno pensaba en lo que podía haber sido y no fue.

Pasaron unos días en los que atareada en mi nuevo trabajo casi olvide mi cruz, pero una de las tantas mañanas en las que llegaba a trabajar, entre en el despacho de Pedro, mi jefe, un chico muy simpático, apenas tiene 25 años y es muy agradable, de esos jefes con los que te gusta trabajar y no pone cara de pimiento cada vez que pides un día de fiesta. Todos los días a primera hora me da un papel con los diseños en los que tengo que trabajar ese día.

Me senté en mi silla y con mi capuchino en la mano empecé a ojear una a una las fotos de las que tenía que hacer diseños. La mayoría son de paisajes o de personas que quieren hacer retoques en sus fotos, pero de repente. ¡ no podía ser¡, ¡ una foto de “mi cruz en el camino ¡ era ella, no había lugar a dudas, la había visto tantas veces que la distinguiría entre un millón.

Corrí hacia la mesa de Pedro.

–          ¿Quien ha traído esta foto?

–          Que te ocurre, Lucia, parece que has visto un fantasma.

–          No, solo es que tengo interés en algo de esta foto. ¿sabes quien la trajo y para que fin?

–          Pues no, lo siento. Cuando llegue esta mañana estaban en un sobre, las habían dejado debajo de la puerta con una nota.

–          ¿Que decía la nota?

–          Nada del otro mundo. La foto sale oscura y quieren que le des un poco de luz. ¿por qué tanto interés?

–          OH ¡nada, nada simple curiosidad.

Pasaron los días y no había noticias de la persona que trajo aquella foto, yo le di luz y la metí en un sobre en el que puse “cruz en el camino”.

Llegó la primavera, y sorprendentemente uno de esos días soleados en los que aunque los pajarillos canten no sobra la chaqueta, recibí una llamada de teléfono de mis padres, era un poco extraño pero me invitaban a comer. Accedí porque no tenía nada que perder y en fin son mis padres.

Sabía que aquella comida tenía algo de interés pero no podía imaginar de qué se trataba hasta que no llegue y la vi.,  Sentada junto a mis padres, su cara me resultaba tan familiar como lejana. Mi cara resultaba fría pero mis ojos querían llorar, en realidad la alegría me embriagaba por dentro, mi familia también tenía cosas buenas.

–          Prima, cuanto tiempo sin verte.

–          ¿De veras eres tú, Telma?

–          Si Lucia soy yo. ¿Han pasado 9 años no?

Me alegre mucho de ver a mi prima y más cuando supe que el motivo de su visita era decirme que venia a estudiar a la ciudad.

Telma, tenia la misma edad que yo, de pequeñas vivíamos juntas y lo compartíamos todo, yo creo que incluso hasta los novios, pero el destino, que en este caso fue la separación de mis tíos, hizo que Telma fuera a ir a parar nada más y nada menos que a Londres. Se fue allí con su madre que rehizo su vida. Su padre, hermano del mío cogió su parte de la herencia y desapareció para siempre.

Desde ese día Telma y yo no volvimos a separarnos, vino a vivir con migo y con Susana y empezó y comenzó su carrera de derecho. Una carrera difícil pero a Telma eso de las leyes le va que ni pintado porque no sabéis lo que le gusta mandar.

Una de las calurosas mañanas de verano en las que fui a trabajar con mucha pereza, porque salir a la calle,  con ese sol pegándote en el rostro, hizo que lo que mas me apeteciese fuese  enfundarme en mi bañador y toalla en mano irme a la piscina, pero las cosas son así, el deber me llamaba como todos los días de lunes a viernes. Al cruzar  una calle vi como una anciana de pintas desaliñadas y con un pañuelo en la cabeza nada apropiada para un día tan caluroso, caía al suelo tras tropezarse con una piedra. Corrí hacia ella y la levante, al darle la mano para ayudarla sentí un escalofrío que nunca antes había sentido, algo me recorrió de punta  a punta de mi cuerpo. Al levantarse y amarrándome la mano con tanta fuerza que creí que acabaría amoratada, fijo sus increíbles ojos negros en mi y con una mirada tan penetrante que casi no me dejaba respirar, me dijo “El camino nunca es fácil, quizás dejes cosas en el y cosas  que te sea difícil olvidar, aunque también deberías saber que hay cosas importantes que recordar. Tienes una meta a la que debes llegar, tortuosa, eso si pero el amor esta cruzando esa meta, no lo olvides. No hay victoria sin lucha”.

Me quedé tan pasmada que no supe reaccionar, me quede ahí paralizada pensando en aquella mujer que soltándome la mano se alejo, sin más palabra. Pensé que estaba loca, evidentemente yo siempre he sido reacia creer en videntes, brujería y todo lo relacionadas con lo que mis incrédulos ojos no puedan ver ni tocar. Pero no me dejó indiferente, estuve todo el día con la mirada de esa anciana clavada en mi mente, recordaba cada una de las palabras que me había dicho y evidentemente no me hacían mucha ilusión porque hablaba de caminos tortuosos y cosas difíciles y…. la vida ya es lo bastante complicada como para complicármela con cuentos e historias. Pero me hablo de lucha y de no darme por vencida y eso me hacia pensar en mi cruz en el camino.

Cuando entre por la puerta de la oficina mire hacia mi mesa y pude comprobar como el sobre no estaba.

–          ¿Pedro, alguien ha cogido un sobre de  mi mesa?

–          Si te refieres a uno que ponía algo de una cruz, si, una anciana que por cierto iba demasiado abrigada ha venido a recogerlo hace tan solo unos instantes.

No podía creerlo tanto tiempo esperando a que alguien entrase por la puerta y me revelase el significado de aquella cruz y se me había esfumado. Por mi cabeza paso el pensamiento de que quizás la anciana que me dijo aquellas enredadas palabras tuviera algo que ver con todo ese asunto.

El reloj parecía haberse parado, la mañana se estaba haciendo tan eterna que casi me faltaba el aliento, pero cuando mi reloj pitó como de costumbre a las 14:00 h, Salí disparada para casa y pidiendo prestadas las llaves de su coche a Telma, me dirigí hacia mi cruz con el propósito de no moverme de allí hasta conocer quien estaba detrás. Porque nunca he pensado en las casualidades y pienso que por algo esa foto llegó a parar a mis manos, quizá estuviese detrás el destino.

Aparque el coche en un lateral de la carretera y al mirar al frente mis ojos quedaron atónitos, allí junto a la cruz se distinguía una silueta, no podía verlo bien por lo que no dude en acercarme, era la silueta de alguien vestido de negro, solo podía verle las espaldas, y el movimiento de sus manos, al acercarme pude comprobar que se trataba de una señora mayor cubierta con un pañuelo que tranquilamente tricotaba junto a la cruz. Al posar mi mano en su hombro no se sobresaltó, dio la sensación de que me esperaba.

–          sabia que vendrías, llevó viendo como tu mirada se clava en la cruz durante muchos años.

–          ¿En serio? Yo nunca la vi. ¿y que significa esa cruz que cuidas con tanto anhelo?

–          Aquí, justo aquí fue la última vez que vi. a Alejandro, era el amor de mi vida y tan solo con 13 años tuvo que marcharse en busca de trabajo para cuidar a su familia. No se a donde, solo que me hizo la promesa de que un día volvería. De eso hace ya más de 70 años pero nunca he dejado de venir y puse la cruz para guiarle y que recordase en que lugar lo esperaría.

Ilustración de Jordi Ponce Pérez

Mi piel se erizó hasta el extremo y mis lágrimas empezaron a recorrerme la cara, aquella mujer anhelaba un amor que ya nunca recobrara y yo había sido testigo, aquella mujer no había dejado de esperar ni un solo día hiciese frío o calor. Durante los dos años siguientes cada vez que tenia fiesta en el trabajo fui a visitar a aquella anciana para que la espera se le hiciese más amena.

Fue un 23 de enero cuando la vida de mi anciana amiga llegó a su fin y dio su último aliento sin perder la esperanza de encontrarse con Alejandro. Le prometí que no dejaría aquella cruz sin flores y eso hice cada vez que pude.

Una de las tardes llegué con mi ramo y sorprendentemente había un chico guapísimo, sentado junto a la cruz, mi corazón empezó a bombear la sangre tan rápido que creí desvanecer.

–          ¿quien eres?

–          OH, perdón, soy Hugo, he venido aquí desde muy lejos para buscar a una señora, quizá tu me puedas ayudar. Se llama Alicia y tendrá unos 80 años. Mi abuelo Alejandro me dio está carta y me dijo que la abriera a su muerte. Murió el pasado 23 de enero. En su interior me indica que venga aquí, que busque a Alicia y que le diga que fue el amor de su vida, que jamás le olvidara y que le disculpe por no poder cumplir su promesa.

Tuve la tranquilidad de que por fin Alicia iba a encontrarse con su amor verdadero Alejandro allí donde quiera que estuviesen. El destino había escrito que los dos se marchasen el mismo día para poder cumplir su promesa.

Todo aquello me sobrepasó, la tristeza se apoderó de mi y tras comunicarle a Hugo, para mi un desconocido, que Alicia también había muerto nos fundimos en un profundo abrazo, lloré sobre su hombro y suspire junto a su oído. Nos despedimos y partimos para nuestro lado, no lo conocía pero tuve la sensación de estar despidiéndome de una parte de mí.

Al llegar a casa Susana y Telma me esperaban con caras muy sonrientes cosa que no entendí hasta entrar al salón y ver a Hugo sentado en el sillón esperando mi llegada. Debió sentir lo mismo que yo porque no dudó en encontrarme y desde ese mismo instante no hemos vuelto a separarnos.

Ilustración de Eider Agüero

Tengo la sensación de por lo menos haber recuperado un trocito de amor que Alicia Anhelo durante tantos y tantos años.