El propósito del comer

Autor@:
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: + 18 años
Este relato es propiedad de José Oberto. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El propósito del comer.

Hace ya cinco años, contando yo con treinta y tres, un extraño evento marcó mi vida totalmente.

Los médicos lo llamaron ACV isquémico transitorio.

Para entonces, mi vida estaba hecha un asco a consecuencia de mi divorcio. Mi estilo de vida cambió negativamente y los malos hábitos entraron en juego: noches sin dormir, ingesta de licor diaria, fiestas, bares y cosas que es mejor no mencionar. Todo descarriló mi desempeño laboral y me separó de familiares y amigos.

Fueron veinte años de matrimonio, y a pesar de que habían transcurrido ya más de dos, mi capacidad para superar la frustración y el dolor por la separación iba a menos hasta ese día, cuando mi cuerpo pasó factura.

No recuerdo cómo paso, ni el momento exacto, tampoco el lugar ni quien estaba a mi lado, si es que había alguien. Hacía ya tiempo que me encontraba inmerso en la decisión de estar solo, lo había destrozado todo, pero lo que sucedió después de aquella súbita parada es lo que pintó mi existencia con un matiz muy diferente, y realmente lo que deseo escribir. Por esto ahora mismo me encuentro frente al teclado dándole forma a mi mensaje, que aún estoy comprendiendo e internalizando. Tampoco estoy seguro de si alguien lo leerá.

Después de tres días inconsciente a causa del ACV, abrí los ojos en cuidados intensivos del hospital Torrecárdenas. Fue extraño despertar en ese lugar. También recuerdo que tenía muchísima hambre y esa sensación ya casi me era desconocida debido a mi preferencia por el alcohol. Cuando estuve más consciente, me explicaron el diagnóstico y las limitaciones, o sea, las secuelas que había dejado esa lesión cerebral entre las que se encontraba la más difícil de aceptar: una parálisis en la mitad izquierda del cuerpo: hemiplejia lo llamaron. Mi hambre aumentaba entre frase y frase y eso parecía quitarle importancia a lo que me explicaba el doctor que me trataba, o quizás, yo no quería darme por enterado, o como solemos decir, quería hacerme el loco. Le dije lo de mi creciente apetito y el doctor me miró con extrañeza, como quien mira a alguien que no entiende la gravedad de los hechos. Después respondió solemne:

—Esperaremos veinticuatro horas más para decidir con qué alimentarte, porque, a consecuencia del desordenado régimen de vida que has tenido, necesitamos saber cómo se encuentra el resto de tu organismo.

Le miré y asentí sin decir palabra, a pesar de lo desesperante que comenzaba a ser la sensación en mi estómago. Pensé que un día más sin comer sería peor que todo lo que le estaba pasando en mi cuerpo debido al ACV.

Pasaron las veinticuatro horas en las que medité con algo de miedo sobre todo cuanto me había dicho el doctor y la vida que me esperaba, la rehabilitación obligada si quería recuperar esa mitad del cuerpo que estaba dormida. Todo sin poder mirar atrás, porque ya estaba claro que estaría solo. Mis relaciones con los demás también requerían de rehabilitación, pero debía tomar conciencia plena e implementar cambios en mis formas si quería recuperar a mis familiares y amigos, además de retomar el trabajo. Tenía una larga y dura tarea por delante. Fue un comenzar de cero que agradecí en el momento sin imaginar lo que pasaría a continuación.

Llegó la hora de la ansiada comida, a sabiendas de que la del hospital no sería la mejor para saciar semejante hambre, pero vi que los médicos ya tenían los resultados de todas las pruebas y con ellas una dieta planificada para reordenar mi alimentación, así que, me dispuse a engullir aquel pequeño plato de verduras al vapor, puré de patatas y el jugo de melón que reconocí de inmediato por el olor. Entonces pasó lo que me tiene interpretando y escribiendo este segundo evento que, junto al ACV, dieron un vuelco total a mi vida.

Sucedió que cuando comencé a masticar los alimentos y a saborearlos, un sinfín de imágenes abordaron mi mente y con ellas todas las emociones que desataban, cada una de una manera. Fue como una montaña rusa de emociones instantáneas. Sentí tristeza, opresión en el pecho, melancolía, nostalgia, culpa, rabia y también algo muy similar a cuando estuve enamorado locamente de mi exesposa. En ese brevísimo espacio de tiempo sonreí, reí a carcajadas y lloré. Era evidente que algo no andaba bien en mi conducta y pasó lo que era de esperar: la enfermera llamó al doctor de guardia, pensando que me había dado una reacción producto del cóctel de medicamentos que me estaban administrando.

El doctor llegó a la unidad para verificar mi estado y antes de que pudiese contarle lo que me estaba ocurriendo al comer, decidió inyectarme una dosis de sedante que hizo efecto de inmediato y me quedé dormido en segundos. Desperté sin saber cuánto había dormido, aunque para ser franco, tampoco tenía muy claro qué día era, pero lo que sí permaneció vivido en la mente fue el recuerdo de lo soñado mientras dormía la siesta forzada. Todos los sueños guardaban relación con lo que había pasado mientras comía. Percibí las imágenes mucho más reales y claras, y también las sensaciones residuales mucho más fuertes.

Trataré de narrarles a partir de ahora lo que significaron para mí todas esas percepciones que siguieron acompañándome y que luego se convirtieron en una especie de fenómeno paranormal que cambió todo por completo.

Salí del hospital dos semanas más tarde en una ambulancia que me llevaría hasta a casa. Ya la movilidad en la pierna izquierda había alcanzado un noventa por ciento y el brazo estaba aún a un cincuenta por ciento. Ese día me acompañaría un enfermero algunas horas para explicarme la toma de las píldoras, además de examinar mi casa y orientarme sobre cómo moverme con más cuidado y así evitar accidentes debido a mis limitaciones. Su nombre era Abubakar y era de Sierra Leona. Hasta ese día había decidido reservarme todo cuanto percibí en los extraños fenómenos que me producían cada comida que ingería, pero ese día tomaría otro significado.

Abu, como quería que lo llamase, se ofreció para cocinarme algo y explicarme algunos trucos para hacerlo sin muchos contratiempos. Acepté con gusto. No contábamos con mucho en la despensa, pero no tuvo reparo en salir y comprar algunos alimentos. Ya de regreso, le noté cierto aire de frescura en su modo de actuar. Se le veía más suelto, incluso con alegría sus gestos. Un segundo después descubrí la razón cuando me dijo:

—¡Señor Mario!, ¿le gustaría probar un platillo típico de África. ¿No hay problema?

Sonriendo contesté:

—Ninguno, Abu. Será un honor conocer una parte de ti y tu gente a través de tu comida.

Su rostro se iluminó más y su sonrisa se hizo más amplia.

—¿Como se llama el plato que vas a preparar? —pregunté para retomar el hilo de la conversación mientras él ya comenzaba a cortar los alimentos y ordenar los utensilios para disponer de ellos.

—Se llama maafe de verduras. Es muy sano.

Seguimos hablando y mientras cocinaba me iba aclarando no solo algunas cosas de su receta, sino también sobre los cuidados al moverme por la cocina debido a mis mermadas facultades físicas.

A causa de mi reencuentro con el hogar y las explicaciones de Abu olvidé lo que me había ocupado la mente desde que recobré la consciencia en el hospital, esa reacción psíquica que me dejaba perplejo al degustar los alimentos y que no podía analizar racionalmente.

Pasados unos diez minutos, la comida ya estaba lista y nos sentamos a la mesa. Abu me habló un poco sobre el plato y sus ingredientes. Me contó que básicamente estaba hecho con verduras y arroz y aderezado con las especias que tradicionalmente había usado su familia. Fue entonces cuando reaparecieron aquellos extraños síntomas justo con el primer bocado de aquella rica comida. Mi mente se convirtió en la pantalla de una sala de cine y las imágenes vinieron a montones, también las sensaciones y emociones que parecían corresponder con cada escena proyectada. Todo eso hizo de mí un títere que cambiaba de postura y expresiones en segundos. Abu no pudo ocultar su cara de sorpresa y preocupación y de inmediato me agarró para cambiarme de sitio, me sujetó con fuerza, me ayudó a incorporarme de la silla y rápidamente me llevó al sillón más grande de la sala.

—¿Cómo se siente, señor Mario? —me preguntó aún nervioso.

—¡Estoy bien, Abu! Ya pasó, ya pasó, pero debo contarte lo que vi porque quiero saber si fue real.

Abu me miró unos segundos y con algo de intriga asintió.

—Claro, señor Mario. Si se encuentra bien y quiere hablar de lo que le sucedió, le escucho.

Ilustración de Rosa García

Le pedí que me prestara atención antes de responder algo, sonrió más tranquilo y asintió de nuevo con la cabeza. Le conté entonces que con aquel bocado había viajado por diferentes lugares y sentido miedo, cansancio, dolor, frío y calor extremo, además de haber caminado mucho. En ese viaje había conocido a muchas personas que me acompañaron y habían escapado de sus países, de la tiranía, de la opresión, las cárceles y sus formas de torturas, en fin, de la pobreza. Muchos de ellos habían muerto en el camino y yo había sentido desesperación a bordo de un bote cruzando un mar infinito y tormentoso. Había llorado mucho en ese tiempo que extrañé a mi madre.

Hasta ese momento Abu escuchaba con atención, sin moverse, pero cuando le dije que en esa visión yo era él, se desplomó en el sofá, como si algo muy pesado le hubiese caído encima, se llevó las manos al rostro y un desgarrador llanto le brotó del pecho inundando la sala.

Supe en ese tenso instante que la lesión en la cabeza no solo me había afectado al cuerpo, sino que me había otorgado un don especial que no sería fácil de manejar: comprender que los alimentos no solo poseían sabores y texturas, sino que, además, llevaban consigo la historia de quienes los preparaban y se convertían en imágenes al probarlos. Eso me dejaba frente a un universo de preguntas que debía resolver lo más pronto posible.

Abu se recuperó del shock, pero su rostro empapado en lágrimas no pudo ocultar el asombro.

—¿Cómo pudo saber todo eso? ¡Jamás le he contado a nadie lo vivido en ese viaje que me trajo a este país! —exclamó con voz excitada.

Lo miré un par de segundos.

— Justo quise decirle al doctor lo que me estaba sucediendo, pero pensó que era una crisis producto del ACV.

Se echó las manos a la cara una vez más, esta vez para secarse la humedad, y preguntó:

—¿Qué piensa hacer ahora?

—La verdad, no lo sé, estoy tan sorprendido como tú.

Suspiré y me encogí de hombros.

Ambos guardamos silencio un buen rato. Mi mente aún daba vueltas sobre aquellas imágenes que reconocí como la travesía de Abu. El agotamiento que me produjo el suceso fue inversamente proporcional al tiempo que duró y sentí que acababa de llegar del largo viaje que había visualizado.

Pasado algunos minutos, me incorporé como pude y mirando a Abu le dije amablemente que ya quería descansar, que podía irse tranquilo. Él asintió no sin antes dejarme una tarjeta con su número de teléfono.

—Llámeme a cualquier hora para lo que necesite. Sé que le asignarán a otra persona para la siguiente semana, pero de igual forma estoy a sus órdenes.

Me extendió la mano para despedirse, sin que pudiésemos evitar el abrazo. Ahora nos conocíamos y supe que seríamos buenos amigos.

Al cerrarse la puerta comenzó la verdadera batalla. Sería una prueba importante estar a solas con aquella condición física nueva y ese don. Un paquete de sorpresas completamente desconocidas, un extraño regalo del destino.

Una semana después, gracias al fenómeno conocido como rumor, mis amigos y familiares se enteraron de mi situación y paulatinamente fueron haciendo tímidos acercamientos. Comenzaron las llamadas telefónicas y luego fueron breves visitas. Obviamente notaron algo. En realidad, había demostraciones de cambios por mi parte que fueron evidentes. Poco a poco fui recuperando el terreno que había perdido y la confianza en mí mismo. Para entonces mi don permanecía como un secreto del que solo una persona más tenía conocimiento. Las «crisis del sabor», como las llamé, se quedaban en la intimidad de mis comidas en casa. Aún no me atrevía a compartir la mesa con nadie hasta no supiera más sobre ellas.

Seguí asistiendo a rehabilitación y mi movilidad era mejor cada día. En ese tiempo practiqué el acto de comer e interpretar las imágenes que manaban entre bocados, pero con la comida que me preparaba tan solo podía evocar actos en los que yo había participado. Aun así, pude ver más cosas, algunas no muy agradables como el sacrificio del animal que me comía, las duras jornadas de los agricultores, las grandes distancias que recorría un alimento antes de llegar a las ciudades o pueblos, y también a las personas que los transportaban. Y lo más importante fueron las imágenes de mis padres siempre presentes, por todo lo que implicaban los rituales de la mesa y las emociones allí puestas.

Ya pasado un mes, recibí una invitación a comer de mis amigos Martha y Carlos. Me pareció una oportunidad estupenda para poner a prueba mi control sobre aquel aparente regalo que me había dejado el ACV. Martha y Carlos eran amigos de infancia y estudios. Ellos se enamoraron en el liceo y se casaron al terminar sus carreras universitarias. En total llevaban unos cuarenta años juntos entre amistad, noviazgo y matrimonio.

Llegado el día de la cena, me preocupaba el momento e imaginaba que si algo salía mal, mi deber sería decirles la verdad sobre lo que me pasaba. Mi duda consistía en si contársela antes o después de cenar.

Esa noche los primeros comentarios giraron en torno al ACV, las secuelas físicas y cómo había cambiado mi forma de pensar y ver la vida. Bebíamos vino mientras Martha y Carlos se turnaban en la cocina preparando la cena y entonces pensé que las visiones serían muy interesantes.

Martha nos llamó a la mesa donde ya estaba todo servido. Me sentí el corazón a punto de salirse del pecho. Nunca habría imaginado que la cena estaba a punto de mostrarme un lado profundamente desgarrador de aquel don y que su intensidad terminaría rompiendo por completo lo que quedaba de mí.

Comenzamos a comer y de inmediato supe que algo había cambiado en mis percepciones. Pude ver que las cosas entre ellos no andaban bien aunque ellos disimulaban. Hasta ahí la información fue según mis estimaciones. Traté de mantener la calma para no demostrar mi aprensión, pero, de pronto, una imagen más espeluznante me ocupó el pensamiento. Se trataba de algo muy difuso y difícil de describir, pero al cabo de unos segundos pude descifrarlo. Era un órgano invadido por manchas negras y por su forma supe que se trataba de un hígado, pero esa imagen no parecía corresponder a aquel instante. Guardé silencio mientras ellos se decían algunas cosas sobre la cena y disimulé. Intentaron hacerme más preguntas, pero rápidamente cambié de tema.

—Ya he hablado bastante de mí. Ustedes ¿cómo están?, ¿en qué andan?, ¿qué planes tienen? —pregunté con algo de afán.

Ya sabía lo que estaba pasando o, al menos, eso me habían mostrado las visiones, pero quería ver sus reacciones y si deseaban abrirse. Se miraron con duda y comprendí que no deseaban hablar de ellos. Continuamos la tertulia mientras comíamos y entonces, justo antes de terminar, me sobresalté cuando las imágenes en mi mente revelaron que el hígado era el de Carlos, al cual vi también enfermar y morir. Me pregunté si toda esa información provenía de los alimentos en la comida o era por otro medio o razones. Mi desconcierto y preocupación aumentaron y perdí el control.

Me preguntaron si todo estaba bien y no pude evitar casi gritar:

—¡No! —Se miraron evidentemente sorprendidos y continué—: ¿Por qué van a separarse después de tanto tiempo? ¿Qué ha pasado?

El momento se llenó de tensión. Martha se levantó aparatosamente de un salto. Mi siguiente comentario cubriría de negro el ambiente.

—¡Ahora no pueden separarse! —exclamé con un nudo en la garganta y, acto seguido, no pude contener las lágrimas.

—¿Qué demonios te pasa, Mario? ¿Te has vuelto loco?—preguntó Carlos en un tono de voz desproporcionado.

—Hay algo de lo que debo hablarles y es necesario no solo que me presten atención, sino que también abran sus mentes para que podamos juntos aclarar lo que pasa —les dije, ya muy conmovido.

—¡Está bien! —respondió Carlos— ¡Vamos a la sala! —indicó mientras tomaba otra botella de vino y tres copas. Una vez allí, sirvió el vino y mirándome con inquietud me preguntó—: ¡A ver!, ¿cuál es el misterio que te traes? ¿Quien te comentó lo de nuestra separación? ¿Cómo te atreves a decir que no podemos separarnos ahora? Somos muy buenos amigos, Mario, pero esto rebasa los límites, así que ¡por favor, explícate de una buena vez!

Respiré profundo y comencé:

—Les he hablado de lo que me sucedió y los daños que he sufrido, pero hay algo que no puedo entender y que también es parte de las secuelas.

Fui explicando con detenimiento mi súbita capacidad para ver a través de los sabores todo cuanto pasaba en la vida de quienes en una forma u otra habían tenido contacto con los alimentos, bien cocinándolos o siendo parte de su proceso, desde la siembra, la cría, la distribución e incluso el contacto con los utensilios que se usaban con ellos. Mientras hablaba, calculé el momento exacto para tocar el tema más delicado: la salud de Carlos.

—Pero hoy se ha presentado una faceta distinta y es en sí la que quiero que descubramos juntos —concluí.

Carlos me miró algo asombrado y dijo:

—¿Quieres decir que mientras comías veías nuestra historia?

—¡Sí! Tal cual como os he dicho, imagen por imagen.

—¿Qué fue lo otro que viste? —preguntó Marha con voz temblorosa.

Sentí que todo mi cuerpo se congelaba, y una parte de mí esperaba que estuviese equivocado. Apreté las manos y les conté lo que había visto:

—Por las imágenes extrañas al final de la cena parece que algo anda mal en uno de tus órganos, y es delicado, pero como esta parte de mis percepciones es algo nueva, debemos asegurarnos.

Entonces Carlos hizo la pregunta que me rompería la cabeza.

—¿El órgano que viste es el hígado?

—¡Sí! —respondí asombrado, porque eso ya corroboraba la visión.

Martha se llevó las manos a la cara para cubrir el llanto. La siguiente pregunta de Carlos terminó de destruir aquella reunión de amigos.

—¿Qué mas viste después del tumor en mi hígado? —Guardé silencio, pero mi expresión debió de decirlo todo. Él insistió—: ¡Dime, Mario!

Mis ojos se llenaron de lágrimas. En ese momento Martha también me había clavado la mirada.

Intenté hablar, pero era imposible, las palabras se ahogaron en mi llanto. Martha y Carlos se abrazaron en medio de un único sollozo. Ambos comprendieron la oscuridad detrás de mi silencio.

Al calmarnos, me explicaron que Carlos había sentido una molestia meses atrás, pero que los análisis médicos solo arrojaron una lesión que, según los ultrasonidos, era inofensiva. Les planteé que pidieran otra opinión y les pareció una buena idea.

Al cabo de una media hora, luego de ofrecernos apoyo para todo lo que se nos venía encima, me despedí y regresé a casa con la peor sensación jamás vivida y que superaba todo. ¿Cómo podía haber visto así la muerte de mi gran amigo? ¿Cómo sería posible manejar aquel don y el sufrimiento que me provocaba en cada historia cada vez más desgarradora que pudiese visualizar?

Aquella noche no pude pegar un ojo. Cavilar acerca de mi vida partir de aquel día me dejó sin aliento.

Después de la cena con mis amigos, seguí inmerso en la idea de quedarme solo en casa, de no compartir ni contactar con nadie, y justo a las tres semanas una llamada telefónica destruyó lo poco que quedaba de mí. Martha, al otro lado de la línea, me confirmaba que los nuevos exámenes hechos a Carlos no solo habían diagnosticado el cáncer de hígado, sino que para entonces ya se había extendido a casi la totalidad de sus huesos y otros órganos en un proceso conocido como metástasis. Lloraba desconsolada y yo ya no pude reaccionar. Me aparté el móvil de la oreja y lo dejé caer sobre la cama,  pero aún se podía escuchar la voz de mi amiga preguntándome desesperadamente:

—¿Qué hago, Mario? ¿Que hago?

Caí de rodillas mientras le pedía a Dios que me sacara todas aquellas visiones de la cabeza porque se habían convertido en un tormento. A ratos sentía que estaba enloqueciendo y no podía ordenar los pensamientos. Opté por tomar doble dosis de ansiolíticos y me quedé dormido unas horas. Desperté al día siguiente sin recordar cuántas horas había dormido. Salí a caminar e intenté comer algo, con miedo a lo que podría ver. Y comprobé mis sospechas. El don se agudizó de tal manera que de cada cosa que probaba se generaban imágenes más nítidas, pero también más catastróficas, y el ruido en mi mente se acrecentó. Corrí a casa, corrí y corrí hasta llegar casi sin fuerzas.

Allí intenté aclarar las ideas y calmarme, pero fue en vano. Aquel ruido se hizo ensordecedor. Estuve seguro de que aquello no se detendría, que no tenía cura por ser una nueva capacidad en mi cerebro a causa del ACV.

Las imágenes que había visto con Abu habían sido tan diferentes…  podrían haber sido siempre así, pero las de ahora era demasiado peso para mi inestable cordura.

Debía tomar una decisión, pero mi desesperación comenzó a llevar mi juicio a un umbral muy delicado.

Pensé entonces en la casa de la montaña y me fue allí con poco equipaje. Había apagado el teléfono horas antes, porque no quería hablar con nadie más.

Llegué a la montaña ya con la idea clara de dejar de comer por un tiempo. El agua de la casa provenía de manantiales y tendría un efecto saludable, y quizás las imágenes solo hablarían del constante cambio por el que pasaba, de sus ciclos.

Así fue pasando el tiempo. El hambre desapareció en las primeras treinta horas y para entonces ya habían sido ocho días sin comer. Mi pensamiento, aunque me encontraba más calmado, de vez en cuando se paseaba por los recuerdos que habían dejado las imágenes que vi en casa de Carlos. Pasaron más de veintinueve días cuando decidí encender el móvil, tan solo para saber de él y su salud. Llamé a Martha, que de inmediato me preguntó casi gritando:

—¿Dónde estás? Carlos está grave, los médicos dicen que es cuestión de horas.

Estuve a punto de colgar porque las piernas me flaquearon. Tomé asiento antes de articular palabra.

—¡Pero ¿que pasó?! —Fue lo que pude balbucear.

—Intentaron operarlo. Carlos pensó que podía haber una posibilidad, pero fue peor porque el proceso se aceleró. Ya está en coma —dijo entre gemidos—. ¿Dónde te encuentras? —insistió.

—Estoy lejos de la ciudad. —La verdad, ya no quería continuar la conversación—. Te avisaré si regreso.

No la dejé contestar y colgué la llamada. Yo ya sabía todo lo que estaba pasando desde aquella cena.

Ese día tomé la decisión de no volver ni de comer.

Ya han pasado cincuenta desde que llegué a la casa de la montaña, sin visiones ni el sufrimiento que me producen, y pienso que no haber despertado del coma habría sido lo mejor. No he comido y mi cuerpo está irreconocible, ya que en búsqueda de más energía para sobrevivir se ha devorado a sí mismo, tanto la grasa como los músculos, y ya siento cómo voy entrando en la etapa más grave de esta autofagia. No puedo moverme ni presionar las teclas del ordenador. Escribir me resulta agotador, y los pocos pasos que doy son para ir al baño, buscar agua y regresar a la cama. Mi amigo quizá ya habrá muerto y creo que pronto le acompañaré, porque ya casi no siento mi cuerpo.

Es el día setenta y dos sin comer, pero antes de dejar ya de escribir, debo decirles que no hace falta tener visiones para saber sobre todos los tipos de emociones y de seres humanos involucrados en un plato de comida, que sería una maravillosa forma de empatizar y de conocer al otro. Desde que nuestras madres nos alimentaron por primera vez hasta el último de nuestros días, la comida siempre ha resultado en un extraordinario filtro de emociones con las que nos hacemos acompañar en este viaje finito.

Me despido, ya percibo aromas afrutados, florales. Es la pausa antes de dormir.

Si están leyendo esto, quiere decir que alguien encontró mis restos y decidió compartir mis visiones. Mil gracias eternas.

José Oberto

Mujeres atípicas

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato corto
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mujeres atipicas.

La joven estudiante residía junto a sus padres en uno de esos bulliciosos barrios del extrarradio de Madrid, en los que siempre se está rodeado de gente, pero donde, al mismo tiempo, la invisibilidad está casi asegurada. Era una muchacha corriente. Con su media melena siempre suelta, su mirada oculta tras sus gafas sencillas de metal y su personalidad discreta, aunque siempre observadora. Tan solo soñaba con la llegada del día en el que por fin encontrara esos amigos que tanto ansiaba, como los que veía paseando en grupo por las calles, entre risas, confidencias y jugueteos. Y tal vez entre ellos, quién sabe, el amor.

Cada viernes, cuando acababan las clases, escribía un wasap a todos los contactos de conocidos y compañeros que, no sin dificultades, había almacenado en la agenda de su teléfono móvil, por si alguien quería que quedaran para un paseo o tal vez para ver una película en el cine, a lo que ella se acoplaría, por supuesto, con total flexibilidad.

A veces de manera inmediata y otras tras un periodo de silencio que se antojaba demasiado largo e inquietante, iban respondiendo, si es que lo hacían, con un escueto «no puedo» o un «ya tengo planes». Unos planes a los que, por supuesto, tampoco la invitaban.

Ella era consciente de su diferencia, de su excesiva sensibilidad e inocencia, de su relativa torpeza frente a la picardía del resto o del escaso interés que despertaban entre los demás sus aficiones más comunes. Pero intentaba una y otra vez sentirse parte de ellos. Su soledad y aislamiento le resultaban dolorosos.

Pero uno de esos días le llegó un frío mensaje de alguien con quien se llevaba bien y hablaba a menudo, en el que le confesaba sin rodeos: «A mis amigos no les caes bien». Fue entonces cuando, tras esa puñalada dolorosa y sangrante, desistió en sus intentos y decidió que ocuparía sus vacíos sin necesidad de nadie, con las vivencias que otros desconocidos le habían otorgado a sus protagonistas, habitantes de las páginas de sus obras, en los libros.

Se decantó por la lectura de clásicos de novela de género romántico, con complicadas tramas de relaciones entre sus personajes. Tal vez ahí hallara la respuesta a sus dudas sobre las complejidades del ser humano. Su primera elección fue Jane Eyre, atraída por la sinopsis que hablaba sobre la difícil infancia de la niña huérfana de la historia. La delicada encuadernación del libro captó su atención de entre los demás en la estantería de esa enorme biblioteca que le había parecido la mejor opción de evasión para sus fines de semana.

Era un edificio alto, de tres plantas y cercano a su casa. Había ido alguna vez con anterioridad, cuando tenía exámenes o necesitaba información para algún trabajo de clase. Siempre le habían llamado la atención sus grandes ventanales con unas vistas preciosas y despejadas a la ciudad. Llegaba hasta allí dando un paseo y se refugiaba en el anonimato y el silencio que le regalaba la mullida butaca de piel donde pasaba la tarde de los sábados.

Esa pasó a ser su nueva y apacible rutina, perdida entre la trama de los libros, distraída y, por tanto, liberada de pensamientos más perturbadores.

Hasta que un día una chica de aspecto despistado, que tendría más o menos su edad, de pelo largo, rizado y recogido en una coleta un tanto desordenada, se sentó en la butaca de al lado. Sobre su regazo descansaba también un libro voluminoso y que a ella le pareció antiguo por el deterioro de las tapas y del lomo. Sintió curiosidad por sus gustos literarios y se llevó una sorpresa cuando comprobó que su vecina de lectura había elegido otra de las obras de las hermanas Brontë, Cumbres borrascosas.

Su nueva compañera, al sentirse observada, la miró de soslayo algo turbada, con las mejillas enrojecidas, y respondió con una rápida y tímida sonrisa.

Hacía poco más de un mes que la joven estudiante acudía a esa biblioteca, pero no había visto a esa chica antes, aunque, en aquel momento, se dio cuenta de que tampoco se había fijado en el resto de los visitantes habituales durante esas atípicas tardes de fin de semana.

Echó un vistazo a su alrededor hasta donde le alcanzaba la vista, a un lado y a otro, desde la butaca donde estaba sentada. Una mujer mayor tomaba anotaciones de un libro en una de las mesas. Se la veía completamente concentrada. Algo más lejos, un hombre de mediana edad y aspecto cuidado, sentado en otro de los sillones, acumulaba a su lado varios periódicos que iba leyendo con detenimiento. De pie, entre las estanterías, vio a dos chicas más y un chico. Todos estaban solos, cada uno sumido en su búsqueda.

Ilustración de Rafa Mir

La chica de la butaca junto a ella captó su atención de nuevo con un ligero toque en el hombro. Le mostraba una cajita de pastillas mentoladas en un claro ofrecimiento. Asintiendo con la cabeza, alargó la mano y recogió el caramelo mientras intercambiaban otra sonrisa de nuevo.

Un pensamiento la asaltó. Tal vez su soledad no era fruto de su rareza, sino del error en la búsqueda del lugar o de las personas apropiadas, acordes a quien ella en realidad era, incluso con sus singularidades.

Suspiró y volvió a las páginas de su libro, pero sintiéndose menos invisible, más acompañada, más genuina y menos sola. A su lado, otra mujer, tal vez una futura amiga, pero, con seguridad, alguien que como ella había decidido poner fin al miedo de ser diferente.

Raquel Esteban

Sorpresa en la tienda de chinos

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Relato fantástico
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Sorpresa en la tienda de chinos. 

Como la noche de Halloween se acerca estoy muy entretenida buscando cosas, objetos y parafernalia propia de esta fiesta tan singular.

En mi búsqueda recalé en una tienda de chinos muy antigua y polvorienta. Rebuscando encontré una bolsita en la que un cartelito informaba de que era una bolsa con sombra.

Me quedé muy sorprendida. Una bolsa con sombra. La sombra estaba dentro y contenía un manual de instrucciones.

Las instrucciones aclaraban que la sombra debía siempre permanecer en la bolsa después de haberla utilizado. Como buscaba un disfraz diferente y original no dudé en comprarla.

Al llegar a casa deshice el nudo de la bolsa y la sombra salió flotando colocándose a mi lado. Mientras leía el manual, la sombra permanecía inmóvil. Las instrucciones hablaban de los distintos usos y poses de la sombra. Para lograr que se moviera y colocarla en el lugar requerido o en la posición adecuada bastaba con moverla.

Ilustración de Rafa Mir

Pero lo más importante es que podía utilizarse como disfraz.

Sorpresa total y absoluta, Mi alucinación iba in crescendo.

La sombra era liviana y suave y casi acogedora. Se dejaba hacer, tocar y manipular.

Pensé en que iba a ser un puntazo aparecer disfrazada de sombra a la fiesta a la que me habían invitado unos antiguos amigos muy friquis de Halloween.

Nada de brujas, vampiros, criaturas de color verde, aliens, fantasmas con cadenas o sin ellas, hombres lobo, jinetes sin cabeza a lo Sleepy Hollow. Iba a ir disfrazada de sombre y me iba a divertir de lo lindo.

Nadie, absolutamente nadie se imaginaba el disfraz que había elegido y quería guardar el secreto a toda costa.

Llamaron mis amigos. Insistieron en que les desvelara el secreto. No lo consiguieron.

Llamó una sobrina mía también muy aficionada a estas movidas de Halloween y tampoco lo consiguió.

La única información que pudieron sacarme fue que había encontrado el disfraz en una vieja y mugrienta tienda de chinos.

Estuve ensayando un buen rato. Quería que la sombra se convirtiera no en mi sombra sino en   yo misma y mi aliada para dejar alucinados a los de la fiesta.

Normalmente, la competitividad en el disfraz más original hacía que la parafernalia propia de esta fiesta sacara a relucir las alucinaciones más truculentas y estridentes de la gente.

Mi disfraz no era truculento ni estridente. Era mi sombra, sencillamente.

Pero debía de tener en cuenta que mi propia sombra venía conmigo y si me disfrazaba de sombra una y otra podrían solaparse y no saber cual de las dos era la auténtica y la real.

Sin embargo, no me importaba mucho, la verdad. Lo cierto es que me emocionaba el pensar en que podía ser la reina de la fiesta con mi disfraz de sombra.

Nadie más en el mundo se disfrazaría de lo que yo pretendía disfrazarme y eso me emocionaba muchísimo.

Estuve ensayando movimientos. Comprobé frente al espejo que la sombra estaba unida a mí y se reflejaba en el cristal. Era como mi guardaespaldas.

Me probé el disfraz de sombra. Encajaba perfectamente.

Llegué a pensar por un momento en los celos que podría sentir mi verdadera sombra frente a la impostora.

Divertido, misterioso, intrigante. Tal vez escalofriante.

Llegó la noche del 31 de octubre y aparecí con mi sombra.

Era yo disfrazada de sombra con el contorno de mi cuerpo marcado por mi sombra de pegote.

Para sorpresa mía y estupefacción me encontré con que un grupo de mis amigos y otras personas que no identificaba iban disfrazados de sombra.

Tuve que contener la risa. Cuando vieron que me acercaba estallaron en carcajadas.

Ese era el disfraz único que iba a causar sensación.

Entre sus manos de sombra sujetaban las copas de cristal con liquido verde humeante que alzaban brindando por mí.

Decepción, desilusión. No. Diversión que es lo que importa y Halloween está para divertirse.

Porque después de todo que somos los humanos si nuestra sombra.

Paloma Muñoz
19 de octubre de 2022

 

Seres de la noche

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 12 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Seres de la noche. 

Hay muchas leyendas en torno a los seres que nos refugiamos en la oscuridad: hombres lobo, vampiros, brujas y nigromantes, espíritus, fantasmas y demonios.

Sé que te han enseñado a temernos, que te han advertido de que somos maléficos y si te encuentras con uno de nosotros de forma fortuita, en plena noche, probablemente tu vida llegará a su fin. Eso no es del todo cierto, al menos no en todos los casos. Reconozco que los hombres lobo pierden la capacidad de controlar sus instintos en las noches de luna llena, y son como animales salvajes que despedazan sin compasión alguna a quien se encuentre a su paso, transmitiendo su enfermedad a los supervivientes. Sí, porque si dejamos los prejuicios a un lado podríamos considerar la licantropía como una infección vírica que se contagia de un sujeto a otro a través de la saliva. Bueno, quizás esta sea la primera infección históricamente reconocida que se transmite a través de un fluido corporal, pero solamente es una más de las muchas a las que estamos expuestos hoy en día, algunas de ellas incluso más peligrosas.

Por otro lado, no sé de ningún caso en el que alguien, en un encontronazo nocturno con una bruja o un nigromante, haya sufrido mal alguno si no era ya antes objeto de la persecución y maleficio de esa bruja o nigromante. La magia tiene esas cosas: uno no puede escaparse de su alcance, esté donde esté y vaya donde vaya, ni refugiándose en la oscuridad ni bajo los rayos deslumbrantes del sol. Y sus efectos demoledores te pueden alcanzar en el momento más inesperado.

En cuanto a los espíritus y los fantasmas, ¡por Dios, son seres incorpóreos! ¿Qué pueden hacerte? Sí, pueden mover objetos (si ponen mucho empeño y energía en ello), pero normalmente son objetos ya móviles de fácil arrastre, como es una puerta que se cierra de repente, una persiana que se enrolla sola o un pórtico que se bate sin una brizna de viento. Pero ¿has visto alguna veza un fantasma o un alma en pena mover algo que pese, pongamos una roca, un banco del parque o un barril? No, no hay energía suficiente en un ser hecho de emanaciones (en realidad, la sustancia de la que están hechos estos seres se llama ectoplasma, y en su máximo espesor puede llegar a tener la consistencia de un moco viscoso) para mover grandes sólidos, así que no hay que preocuparse mucho de ellos. A no ser, claro está, que estés en una estancia repleta de pequeños objetos punzantes que puedan ser lanzados como dardos, tú ya me entiendes.

Y sí, sé que los fantasmas os asustan mucho, con esos alaridos y ruidos inexplicables, pero tener una casa encantada en la que habita uno de ellos, en definitiva, vendría a tener los mismos efectos que provocaría el típico vecino ruidoso viviendo en el piso de arriba: muchas molestias pero ningún problema grave. Ya te digo que los fantasmas y espíritus son usualmente inofensivos. Claro que hay excepciones, como en todo, pero los entes difuntos verdaderamente peligrosos no pululan por la noche o se instalan en viviendas comunes. No, ellos viven en castillos donde fueron emparedados, antiguos psiquiátricos en los que fueron mutilados, cárceles medievales en los que fueron torturados y centros de exterminio en los que fueron aniquilados en masa. Es decir, son entes que en sus vivas carnes vivieron todo el terror y dolor del mundo, y desde entonces buscan su eterna venganza en el mismo lugar en el que perecieron.

Los demonios, en cambio, sí son algo serio y a tener en cuenta, pero solamente afectan a los creyentes de verdad, que siguen las doctrinas. Es decir, si no eres un alma pura de Dios, bendecida con su luz, y eres un ser especial, los demonios van a pasar de ti como de la mierda, con perdón, porque ni te van a ver. En la lucha que se desata desde hace milenios entre las fuerzas del bien y del mal, entre los ángeles y los demonios, ningún ser humano tiene cabida a no ser que forme parte activa de una de las huestes: o sea, un devoto satánico o un santo angelical. Todos los demás permanecen ajenos a ello, curas y monjas incluidos. Otro cantar son aquellos que padecen los estigmas en sus carnes (síntoma inequívoco de beatitud), obran milagros o tienen visiones celestiales.

Ilustración de Rafa Mir

Y luego estamos los vampiros, que quizás somos los más temidos de todos, ¿verdad? Por nuestro porte pálido, nuestras maneras aristocráticas, nuestros afilados colmillos y nuestra sed de sangre… ¿Te estoy asustando? No lo estés, que esta noche, como ves, ya he cenado. Estoy de acuerdo en que somos peligrosos, porque somos unos depredadores natos, ágiles y sigilosos, como los felinos. Nuestra vista está perfectamente adaptada para ver en la oscuridad y nuestro olfato es como el del tiburón, que puede oler la sangre a kilómetro y medio de distancia. Y sí, no tenemos reparo en quitar la vida de aquellos de los que nos alimentamos pero, a cambio, de vez en cuando, concedemos la vida eterna.

A mí los siglos de experiencia me han enseñado que es mejor dar a escoger ese poder y no otorgarlo sin permiso, porque las consecuencias, para bien o para mal, son eternas. Siempre he creído que uno tiene derecho a escoger si quiere vivir, quiere morir o quiere experimentar una noche eterna, de igual forma que yo elijo a mis víctimas en cada incursión nocturna. Y hoy he escogido a tus violadores.

Eso sí que no lo viste venir, ¿verdad? Te han enseñado a temer a los monstruos, pero no a tus propios congéneres, y mucho menos a ese chaval con buena pinta que en las redes sociales parece inofensivo y con el que probablemente has quedado por WhatsApp, aunque una vez en la cita aparece con esos cuatro amigotes dispuestos a destrozar en manada la vida de una chica joven que tenía todo el futuro por delante. Ellos son el verdadero peligro, los verdaderos depredadores que acechan en la oscuridad de la noche. 

Y me da pena no haber salido antes a cenar, chica. Tras el despertar, me entretuve visitando unas mazmorras tras mi usual paseo por el cementerio, y ahora me arrepiento. Me habría gustado pararlos antes de que te destrozaran la vagina, pero como consuelo te queda que al menos sigues con vida y ninguno de los cinco tiene ya ni una sola gota de sangre en sus cuerpos.

Lo que sí puedo hacer es darte a elegir. Escucha atentamente.

La primera opción es que te dejo a las puertas del hospital, y seguirás viva, pero con graves secuelas. Tu vida y tu vida sexual nunca volverán a ser como antes. Tras años de terapia seguirás sintiendo miedo a estar sola y a la oscuridad, y cada vez que veas más de dos o tres chavales jóvenes juntos se te erizará el vello y quizás entres en pánico. No sé si podrás tener hijos, eso te lo dirán los médicos, pero por los destrozos que veo te auguro que no. Y quizás puedas rehacer tu vida, encontrar una pareja y casarte, incluso adoptar niños, pero nunca se borrará de tu mente la imagen de lo ocurrido. Seguirá ahí, royéndote por dentro e impidiendo que seas feliz.

La segunda opción es acabar con este dolor que te quema las entrañas. Puedo hacerlo rápido, como una eutanasia en la que te adormecen. Solamente tengo que chupar hasta la última gota de sangre (y no es mucha la que te queda ya en el cuerpo). Yo ya he cenado, pero siempre dejo un pequeño espacio por si aparece algún aperitivo suculento. Y te prometo que no notarás nada, solo un pequeño pinchazo en el cuello porque te adormecerás para no despertarte jamás. Esa opción te dará la paz y el descanso eterno que quizás ansías en estos momentos.

La tercera es otorgarte la vida eterna. Sentirás el mismo pinchazo en el cuello, y notarás que te mueres, pero no lo harás. Tu cuerpo combatirá y se desatará una lucha feroz entre la vida y la muerte dentro de ti, que terminará con un empate que desembocará en la no muerte. Sentirás dolor y quemazón, y el trago no es agradable, pero tras eso tu cuerpo se sanará a sí mismo y podrás levantarte por tu propio pie. Eso sí, no podrás volver a ver a los tuyos ni tampoco la luz del sol. Vendrás conmigo y yo te enseñaré a alimentarte y otros placeres de la vida inmortal. Eso no quiere decir que llegues a experimentar eso a lo que llaman felicidad, porque el recuerdo de lo sucedido te acompañará, pero sí podrás vengarte en alguna forma. ¿Cómo? Pues escogiendo bien la cena y librando a este mundo de violadores, rateros y otra inmundicia, por ponerte un ejemplo.

Pero la decisión es tuya… ¿Qué eliges?

Olga Besolí
Julio 2022

 

52ª Convocatoria: Lluvia

Lluvia.

El niño de hojalata

Ilustración de Rafa Mir

Antes de nada creo que debo presentarme. Me llamo Hipólito y una vez fui un niño de hojalata.

En la ciudad donde vivía todos y cada uno de los habitantes estaban hechos de hojalata y carecían de corazón. -¡Yo ni siquiera sabía lo que era un corazón!-. Aquella ciudad podía ser hermosa o siniestra, o ambas cosas, o ninguna de las dos para un hombre de hojalata. Siempre desprendía ese olor ferroso y chirriaba como si las carreteras fueran rabos de ratas gigantes que chillan cuando se camina sobre ellas. Los edificios parecían árboles muertos que aún se deshojan o se deshojalatan y dejaban caer con estruendoso gemido las láminas sobre el asfalto. Pero era hermosa nuestra ciudad, como un juego de acrobacias luminosas, como una caja de música vieja y estridente; los ocasos en ella hacían magia con las latas escarchadas; todo, pintado ya como estaba del cobrizo óxido, se encendía en una llamarada incandescente. Y cuando llovía… Ay, la lluvia… Entended que estábamos hechos de hojalata, temíamos al agua más que los gatos, una ducha nos lisiaba por días, nos corroía las extremidades como un veneno. Y, sin embargo, cuando una tromba de agua asolaba las calles vacías todo retumbaba con la exquisita belleza de una orquesta gigantesca en el momento más dramático de la ópera. Yo, sentado junto a la ventana, fruncía el ceño con rabia mientras mi tambor enlatado latía al ritmo del aguacero. La lluvia era una de las cosas más fascinantes que había visto en mi vida, todo en ella generaba emoción en mí: la primera gota, con la que el avisador de tormentas daba la alarma, esa alarma y su espeso zumbido como el de la bocina de un transatlántico; el bullir de los rumores inquietos que emergían con prisa desde el silencio hasta hacerse ensordecedores; y de pronto, la calle quieta y el cierre orquestal. Todo como una ópera pánica.

Fue en una de esas tempestuosas lluvias cuando el resto de mi vida se deshiló definitivamente de la bobina prieta y ordenada que había sido.

Dije que todos eran de hojalata, pero no era así; había una niña, una de carne y hueso; se llamaba Estela. Estela despertaba en mí una atracción que no sabía descrifrar, “Tendrá algún imán escondido; quizás bajo su vestido; quizás a sus espaldas”, pensaba yo. Aquella tarde, Estela estaba sentada en un adoquín deslizando un palo sobre la carretera, haciendo caso omiso a los seres de latón que iban y venían pues para ella no éramos más que una farola o una rueda. Ni siquiera parecía escucharnos. Sin esperarlo, un niño de hojalata comenzó a gritar estremecido “¡agua, agua!”, inmediatamente después el avisador de tormentas hizo retumbar la alarma. Durante unos segundos la histeria colmó las calles y todos corrían rechinando unos con otros como las entrañas de una máquina. Estela continuó sentada, tan sólo levantó la vista y contemplaba el alboroto sin esbozar mueca alguna. Pero tampoco yo me moví. Me quedé allí, de pie, en medio de la calle, sin poder dejar de mirarla, de tal manera que todo a mi alrededor resultó estar disuelto en una nebulosa onírica ajena a mis sentidos.

Todos se fueron y la lluvia me estaba empapando. Entonces ella se levantó con un movimiento pausado y se acercó a mí lentamente; con una expresión de extrañeza y algo soberbia me dijo “¿Tú no tienes miedo?”. Y yo, que no sabía lo que era un corazón, noté de pronto el percutir rotundo bajo la coraza derrumbando el muro que me contenía. Estela puso su mano pálida sobre mi pecho con curiosidad y en su cara afloró al instante una sonrisa enorme, ancha y generosa; pues descubrió que a partir de aquel momento ya no estaría sola. Y yo, en lo que concernía a Estela, ya no sería jamás un niño de hojalata.

Pilar Leandro

A través del cristal

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

A través del cristal. 

Aquellas tardes de primavera, cuando el cielo se ennegrecía y se desataba la tormenta,  Germán se sentaba en la butaca de terciopelo verde junto al gran ventanal del salón, el que daba al jardín. Desde ahí podía apreciarse toda la extensión del valle y las sombras que, sobre él, proyectaban las nubes. 

Ilustración de Rafa Mir

Descorchaba una botella de vino tinto y, con una copa entre sus manos, permanecía allí, en silencio. Deslizaba el líquido denso en círculos sobre el cristal, hipnotizado con el movimiento repetitivo, mientras escuchaba  el repiqueteo constante de las gotas, que, tras golpear, caían deslizándose por la ventana.

Entonces solo la acercaba  a los labios y bebía a pequeños sorbos, deseando que el ardor del alcohol quemara los recuerdos a medida que descendía por su garganta.

Las mismas gotas, la misma lluvia y las mismas copas  que aquella otra tarde, en las que le habría gustado poder beber junto a ella,  para dar pie así a la ansiada reconciliación…

La había querido de verdad, con pasión y entrega. Habían vivido juntos años muy felices. Se habían conocido  por casualidad, curiosamente también un  día de lluvia. Ambos coincidieron al refugiarse del aguacero bajo el toldo de un antiguo café del centro. Empezaron a comentar lo inoportuno de esas tormentas inesperadas y,  tras un rato de espera, al comprobar que no parecía que fuera a escampar en breve, decidieron entrar a la cafetería a tomar algo.

Casi desde el primer momento, se había enamorado de ella. Diferente al resto, atípica con su pelo tan corto y su estilo descuidado, tan delgada, pero a la vez  con una apariencia tan segura, irradiando tanta fuerza, había captado de tal manera su interés, que no paró hasta conseguir que volvieran a encontrarse. Y desde entonces, no se habían separado.

No habían tenido hijos, aunque lo habían intentado sin éxito. Pero, una vez asumida la situación, lejos de distanciarles, habían mantenido una relación íntima, madura, respetuosa… De hecho, eran la envidia de muchos, que alababan su independencia, tanto como pareja, como por separado, en sus trabajos, aficiones… Su posición acomodada, les daba la oportunidad de permitirse viajes y caprichos.

Y derivado de esa libertad, cayó él en aquel terrible error…

Cuando quiso darse cuenta, ya no hubo vuelta atrás. Trató de ocultarlo, pero ella acabó por descubrirlo.

Se había destapado el engaño por un cambio de planes de última hora. Una invitación no comentada para asistir a una exposición en la que coincidieron sin esperarlo, ellos dos, pero también la joven que le acompañaba, a la que él rodeaba por la cintura en una actitud sonriente y complaciente en exceso, como quien muestra públicamente un trofeo. Aunque sin ninguna conducta demasiado comprometedora, ella lo supo en cuanto les vio.

Era tal la complicidad que había existido entre ellos, que le bastaba con mirarle para saber si le estaba diciendo la verdad. Por eso, cuando ella le interrogó directamente, fue incapaz de negarlo.

“¿Desde cuándo?” le había preguntado apenas con un hilo de voz, con las lágrimas rodando por sus mejillas, los brazos cruzados sobre su pecho,  tratando de contener el desgarro de un alma rota.

Y fue tan cobarde, consciente entonces del tremendo daño ocasionado, que no pudo contestar. Todo por un egocentrismo casi pueril, por sucumbir a las debilidades de una autoestima menguada por el paso de los años, por el avance de la rutina, por un capricho, ante la tentación de sensaciones ya olvidadas…

Fue entonces cuando ella se marchó. Y  cuando Germán se dio cuenta de verdad de lo que eso significaba. Perderla.

La buscó, intentó hablar con ella, esperarla a la salida del trabajo, asegurarle que todo había acabado… Pero ella le evitaba por completo.

De hecho, pasaron meses hasta que, para su sorpresa, contestó a una de sus llamadas.

“¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?”, le había preguntado. Él había respondido que solo poder darle la explicación que se merecía, verla una vez más, poder disculparse, cerrar un capítulo de tantos años, con una despedida… No le dijo, sin embargo, que tal vez estrecharla de nuevo entre sus brazos, besar sus labios como tantas veces, llorar su culpa y sus remordimientos, confesarle que ningún otro cuerpo, ni siendo más joven, había podido ofrecerle la plenitud serena y segura que con ella encontraba, y sin la cual ahora, se sentía perdido…

Tras un silencio tenso, accedió. Y acordaron la hora aquella tarde, en la misma casa que habían compartido tantos años, que había decorado ella con tanto esmero, de la que se había marchado meses atrás.

Él, nervioso, buscó la mejor botella de vino, pues juntos disfrutaban a menudo de brindar a la caída de la tarde, dejándose embriagar por los aromas y el bouquet de un buen tinto, en copa de cristal grande y de boca abierta. Y un ramo de tulipanes, sus flores preferida, los primeros de la temporada…

Llegada la hora y todo dispuesto, aquella otra tarde de primavera, empezó a llover. Y lo que parecía una lluvia fina, acabó en una fuerte tormenta. El cielo se oscureció de repente. El agua, como ahora, golpeaba con fuerza los cristales, y se acumulaba en grandes charcos frente al porche de la casa.

La llamó por teléfono, pero no contestó. “Debe ir ya conduciendo hacia aquí”, pensó. Pero las manillas del reloj fueron avanzando, sin que la fuerte tormenta amainara, y ella no apareció. Borracho tras ahogar su dolor en el líquido ingerido y quedar por dentro tan vacío como la botella, pensó que se habría arrepentido, que  habría cambiado de idea.

Solo horas después le avisaron de la desgarradora noticia sobre el accidente del vehículo, aún a su nombre, que se había precipitado por la pendiente de aquella curva, que tal vez ella tomó a excesiva velocidad para la cantidad de agua acumulada en la carretera.

Aquella otra tarde, como hoy, como todas las tardes de lluvia, él se refugiaba de nuevo en el color oscuro del alcohol, que le hacían volver a imaginar la sangre de ella sangre derramada, de su cuerpo ya sin vida. Ése que con su muerte, le mató también a él, dejándole prisionero del sufrimiento de su ausencia.

Desde entonces, las gotas de lluvia que golpean el cristal, que serpentean  por las hojas de las ventanas de ese mismo salón, sirven para ocultar sus propias lágrimas, si bien no para borrar las huellas de la pesadilla. Ésa, la pesadilla, intenta dormirla bajo los efluvios de la bebida, intentando no pensar, no sentir… Dormir para solo despertar cuando el sol asome de nuevo, dejando que penetre en sus sentidos el olor a tierra mojada. E intentar sobrevivir, hasta que una vez más le torture el aterrador sonido que anticipe una nueva tormenta.

Raquel Esteban Hernández

 

 

 

Tiempos verbales

Autor@: Jorge Moreno
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Jorge Moreno. Las ilustraciones son propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Tiempos verbales. 

Ilustración de Carolina Cohen

—Pretérito pluscuamperfecto —dije.
—¿Pretérito pluscuamperfecto?
—Sí, claro.
—¿Y por qué?

Algo tenía que decirle. Cuando tienes doce años y la chica de la que estás enamorado te pregunta cuál es tu tiempo verbal favorito, tienes que pensar rápido, no te vas a quedar callado como un bobo. Encima si la chica es mayor que tú y mucho más lista y no te ve más que como el hermano pequeño de su amiga, hay que esforzarse mucho para que su opinión cambie y, quién sabe, quizás algún día dejase de fijarse en los de su edad y se volviese loquita por mí.

—Me gusta, es tan, tan… tan perfecto.

Mentí, claro, lo dije porque me gustaba como sonaba, pluscuamperfecto, solo con su sonoridad merecía ser la palabra preferida de cualquiera.

Ella sonrió y me pareció que también era pluscuamperfecta.

—La mía es el futuro —dijo.

—Anda, ¿y por qué? —pregunté, contento porque la atención se desviase de mis gustos inventados.

—El futuro es esperanza, todo lo que será, lo que podemos llegar a hacer, lo que seremos, ¿no crees?

El futuro, tenía que haber dicho el futuro. Así ella pensaría que éramos iguales, prácticamente almas gemelas, hechos el uno para el otro.

Mi hermana apareció y se fueron, después dedicarme una sonrisa, dejándome con la duda de si existe algún tiempo verbal que sea el futuro pluscuamperfecto.

Fue un año más tarde cuando mi hermana dejó de salir con ella. Empezaron la universidad y cada una fue por un lado, nuevas amistades, nuevas inquietudes, nuevos novios.

Simplemente desapareció. Tuve la tentación de preguntarle a mi hermana por qué ya no venía a casa, por qué ya no podía estar un rato con ella mientras ella se eternizaba arreglándose antes de salir, ni por qué ya no venía a nuestra piscina en verano.

Supongo que con el tiempo me olvidé de ella y de que existió alguna vez y de lo bien que me sentía cuando la veía, o cuando hablaba con ella o cuando me sonreía, al igual que uno se olvida de aquellos chicles que tenían un relleno por dentro que al morderlos era una explosión de sabor. ¿A que no os acordabais de ellos y el que os lo haya recordado os ha devuelto esa sensación tan placentera? ¿Y a que sois incapaces de saber en qué momento dejasteis de acordaros de ellos?

Pues lo mismo me ha pasado a mí. Un nombre y un apellido escritos en una cita médica, precedidos por la abreviatura de doctora. Lorena Vázquez. ¿Cuántas Lorena Vázquez puede haber en el mundo? En Facebook hay cuarenta y siete perfiles, que lo he mirado. ¿Y cuáles son las probabilidades de que una chica de diecisiete años de la que estabas enamorado cuando tenías doce, veinticinco años después sea la doctora de urología que te han asignado? Ni idea, nunca se me dieron bien los números.

Probablemente cuando en el monitor salga mi número y entre en la consulta número cuatro confirmaré que esa probabilidad es muy baja, tendente a cero.

Ya está, sale mi número y la megafonía recita mis iniciales. Allá voy consulta cuatro, allá voy doctora Lorena Vázquez.

Tardo cuatro segundos en darme cuenta. Los cuatro segundos que pasan desde que la doctora levanta la mirada y me sonríe. Es ella, sin duda. Esa sonrisa es su sonrisa y no voy a ponerme a pensar en la probabilidad de que dos personas que se llamen igual tengan la misma sonrisa.

—Pasa, pasa. Siéntate.

Al menos no me ha llamado de usted. Quizá se haya dado cuenta de quién soy. Ahora con treinta y siete no me parezco mucho a cuando tenía doce, pero quién sabe, algún gesto quizá le haya hecho recordar, como a mí su sonrisa. Me doy cuenta de que es imposible porque ya llevo un rato en el que no he hecho el más mínimo movimiento.

—Vamos, siéntate. ¿Estás nervioso? No te preocupes que esto es lo más normal del mundo. Y estar nervioso también.

Es encantadora, como lo era de joven. ¿Por qué dejaría de quedar con ella la imbécil de mi hermana?

Ha cambiado, desde luego, pero es fácil reconocerla. Es una mujer atractiva, segura, encantadora, que dan ganas de ponerse a hablar con ella de tiempos verbales.

—A ver… Ramsés —dice tras mirarla pantalla—, cuéntame lo que te pasa.

Hago una mueca, no por ningún dolor, sino por oír mi nombre. Lo odio. Culpa de mis padres que fueron de luna de miel a Egipto y les gustó tanto que prometieron poner nombres egipcios a los hijos que tuvieran. A mi hermana le tocó Nefertiti y a mí Ramsés. Tutankamón hubiera sido peor, pero no sé, quizá Amón Ra o Akenatón. Pero Ramsés… Imaginaos en los ochenta siendo el único Ramsés en todo. Aunque quizá en este caso pueda servirme para que ella me reconozca. No creo que se hayan cruzado muchos Ramsés García en su vida. Me doy cuenta de que desde los diez años me hice llamar por todos Erre. Rezo a Osiris porque mi hermana le hubiese dicho mi verdadero nombre.

Espero unos segundos, para ver si de un momento a otro dice <<¡Erre, eres tú!>>. Pero no lo hace.

—No, nada —me atrevo a decir cuando veo que no se acuerda—. Que vengo porque tenía unas molestias al, al.. ya sabes.. al… orinar —¿Orinar? ¿Qué soy ahora? ¿Mi padre? ¿Mi abuelo?

—Ya y tenemos unos análisis, por lo que veo.

Mira hacia la pantalla y manipula el ratón, está muy concentrada y de vez en cuando dice <<Aha, aha>>

—Voy a hacerte un tacto rectal.

—¡No!

No estoy preparado para eso. No puede ser que después de veinticinco años me reencuentre con mi amor platónico de adolescencia y a los diez minutos me meta el dedo por el culo. Pero si soy muy joven, siempre me habían dicho que esas cosas hasta los cuarenta y pico largos nada.

—Es necesario, Ramsés. Que no te resulte violento, mira, yo estoy acostumbrada, hago cientos de ellos —No me estaba relajando nada—. Mira, pasa ahí, ven. Desnúdate de cintura para abajo y ponte una de estas batas. Cuando estés preparado me avisas. ¿A qué te dedicas, Ramsés?

¿Que a qué me dedico? ¿Me pregunta eso ahora? ¿No sería más normal al revés, primero preguntar a qué me dedico, tomar algo, ir al cine y luego ya si eso los tocamientos?

—A… a… a… a… a… arquitecto.

Espero que no haga la bromita de que si tengo algo que ver con las pirámides.

—Pues mira, para mí esto es como para ti diseñar un baño. Lo harías lo mejor que sabes sin pensar quién se va a sentar en la taza del báter, ni los pedos que va a tirarse ni nada eso.

Como ejemplo es una mierda de ejemplo, la verdad.

Me resigno, cojo la bata y cierro la puerta.

Me la pongo y luego me quito los pantalones y los calzoncillos. Pienso en cómo me tendré que poner y qué es lo que dejaré a la vista. Miro hacia abajo. Estas cosas se avisan, podría haber hecho algo, para, no sé, parecer más imaginativo, más divertido. Miro alrededor buscando unas tijeras, una cuchilla, cualquier cosa.

—¿Todo bien, Ramses?

—Sí, sí todo bien. Ya termino.

—Solo desnúdate, eh, nada más.

Estoy por depilarme a tirones. Lo intento, pero me doy cuenta de que no es buena idea.

—Ya, ya estoy.

Ella entra.

—Muy bien. Mira, apoya el pecho sobre la camilla —disipa mis dudas—. Muy bien.

Estoy a punto de abrazar la camilla y ponerme a llorar, pero noto que la bata se abre y me deja el culo al aire. Intento taparlo, pero en cuanto lo suelto vuelve a deslizarse. Pienso que quedaré como un crío si se gira y me ve sujetando, así que lo suelto y lo dejo al descubierto. Quién sabe, una vez una chica me dijo que tendía el culo bonito. Vale, estaba borracha y pensaba que yo era su amiga, pero lo dijo.

Ella se pone unos guantes y estira de ellos haciendo sonar un chasquido. Va hacia mí. Está detrás. Pienso que me está viendo el culo. En este momento deseo que esté borracha y piense que soy su amiga. Espero que no se vea nada más, pero por otro lado, que pensará si no ve nada colgando. Estoy por decirle que hace frío y que estoy nervioso, que normalmente es mucho más grande, pero noto su mano en la espalda.

—Entonces arquitecto, ¿eh? —dice.

—Sí, me grad…

Y entonces lo hace.

Tampoco es tan malo. Solo tengo que pensar, que no es ella la que está urgando, sino un hombre de sesenta años, estirado, con corbata y que da grima

—Muy bien, Ramsés. —Noto que ya no está—. Fenomenal. Vístete. —Me da un cachete en el culo.

No sé qué hacer. Permanezco en la misma postura. Al fin reacciono y me muevo. Me limpio, me visto y salgo.

No me atrevo a mirarla a la cara.

—Todo bien, Ramsés. Nada es una pequeña infección, te mando un antibiótico y se te pasará en unos días.

¿Ya? ¿Eso es todo? ¿Ya me voy a ir y no volveré a verla hasta que tenga problemas de próstata? Tengo que hacer algo.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —me lanzo a lo loco.

—Claro, dime, Ramsés.

—¿Cuál es tu tiempo verbal preferido?

—Siempre fue el futuro, pero creo que ahora es el presente. ¿Y cuáles el tuyo, Erre?

—El pasado… —¿Ha dicho Erre?—…pluscuamperfecto. ¡Erre, Erre, has dicho Erre!

—Vamos, así te llamaba todo el mundo, ¿ya no?

—Pero ¿cuándo te has dado cuenta de que era yo?

—Hombre, Ramsés García no hay muchos por España y viendo la fecha de nacimiento, pues me lo he imaginado. He dudado ahí dentro —señala el box donde ha realizado la exploración—, pero claro de pequeño tenías menos pelos. Y tú cuando me has reconocido.

—Al ver tu —voy a decir sonrisa, pero reacciono en el último momento— nombre y apellido también.

—Vaya, lo tuyo tiene más mérito. Oye, me muero de ganas de hablar un montón contigo, pero es que tengo un montón de hombres esperando ahí fuera para entrar aquí y bajarse los pantalones. ¿Quieres que comamos juntos luego y nos contamos?

Pienso que quizá ahora también mi tiempo verbal favorito es el presente.

—¡Claro! Pero no sé, ¿estaría bien? Por tu profesión…

—Te juro que me lavaré bien las manos antes de salir.

—Me refiero a que si está bien que comas con un paciente, por el código deontológico y todo eso.

—¡Hombre, Ramses, nosotros nos conocemos desde hace mucho tiempo! Y además hace un rato ahí dentro… no eras tan remilgado.

—No, no —no sé si podría ponerme más rojo—. Si era por no causarte problemas.

–Nada, nada- Término las consultas a las dos y media, pásate por aquí y vamos a comer juntos. —Me da un cachetito en el culo—. Hasta luego.

No sé por qué en este momento recuerdo que los chicles esos que os contaba estaban envueltos en un papel que era una pegatina de los dibujos que se ponían de moda y me doy cuenta de que también se me había olvidado algo de Lorena: que era muy bromista.

Miro al box de la exploración y siento que vamos uno a cero. Ella el uno y yo el cero.

 

Jorge Moreno
Enero 2022

 

El error inventado

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Vicente Mateo Serra. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El error inventado. 

PARTE 1. EL CUENTO

—Madre, yo de mayor seré inventora, como padre.

—Muy bien, pero ahora es hora de dormir y no es momento de soñar despierta.

—¿Es verdad que hacía cosas increíbles? ¿Es verdad lo de las flores? ¿Que consiguió sacar su alma de dentro y convertirla en caramelo?

—Se dice esencia, y no la convirtió en caramelo. Extrajo la esencia y propiedades de algunas flores y plantas para hacer jarabe y así curar o aliviar a la gente de sus enfermedades. Aunque es verdad que algunas tenían sabor dulce como los caramelos.

—Pobrecitas flores, me da pena que muriesen así, ¿pero si era para curar a la gente está bien hecho verdad madre?

—Así es pero no hables tanto y tómate la leche antes de que se enfríe.

—¿Pero dónde está padre? ¿Por qué no está con nosotras?

—Baja la voz, que te van a oír.

—¿Es verdad que se fue con esos hombres que gritan y dan órdenes, esos que visten con trajes grises, esos que dices que nos van a oír?

—No se fue… ¡No sé de dónde sacas esas ideas!

—¿Padre era un buen hombre verdad? Tú lo has dicho, curaba a la gente. No pudo abandonarnos así…

—Sí, era un hombre extraordinario… y no nos abandonó… ¿Eso es una lágrima? ¡Lo que faltaba! ¿No sabes que por cada lágrima que te caiga te saldrá una verruga? ¿No querrás ser la niña más fea del barrio verdad?

—No…

—Entonces hay que secarla rápidamente. Mira, hoy que hace frío dormiremos juntas, ¿te parece?

—Siempre hace frio, madre, pero hoy más. Duerme conmigo pero cuéntame la historia de padre.

—Es una historia muy larga y ya es tarde, te contaré uno de los cuentos de tu libro.

—No, esos ya me los sé de memoria.

—Está bien pero no me cortes porque a los cuentos que se interrumpen se les rompe el hechizo ¿sabes?

—Vale, pero no quiero un cuento, quiero que me digas la verdad.

—De acuerdo.

—Venga, empieza…

—Tu padre era un hombre extraordinario, capaz de hacer cosas extraordinarias. Cuando yo lo conocí se dedicaba, entre otras cosas, a reparar todo tipo de artilugios y artefactos. No había cachivache que se le resistiese. Tu abuelo, mi padre, aprovechaba para mandarme como recadera cuando se nos estropeaba algún aparato. Tu padre no vivía muy lejos de casa por lo que a mí no me importaba ir. Además, era guapo o al menos a mí me lo parecía, que es lo que cuenta.

»En el barrio estaban encantados con él, pues tu padre no tenía un no para nadie y a todos ayudaba. Por eso todos le querían.

»Además, poseía tal ingenio que era capaz de inventar cosas con los restos que sobraban de las reparaciones y con otras que recogía de los chatarreros. Siempre estaba inventando cosas ¡Cosas asombrosas! Eran chismes, chirimbolos, cosas estrafalarias… Y muchas de estos cachivaches se los endosaba a cambio de algún dinero a hombres de negocios o gente importante de la ciudad, hasta tal punto llegaba su fama.

»Eso le ayudó a prosperar. Pero no lo suficiente para pagar sus estudios, pues tenía tanta confianza en sí mismo y quería alcanzar tan altas metas que en cuanto pudo se matriculó en la más prestigiosa universidad de la ciudad…

—¿La universidad que vimos destruida la semana pasada?

—Sí, esa misma. ¡Qué horror!

—Date prisa, ¿no ves que a este ritmo me voy a dormir antes de que llegues al final?

—El final…

—Sí, quiero saber cómo acaba.

—Pero Hannah, cariño ¿No te das cuenta que los cuentos para dormir son precisamente para eso, para que el receptor, aquel al que se lo están contando, se duerma? En este caso tú.

—Va, sigue…

—Tu padre siempre tuvo las ideas muy claras, grandes ilusiones, y una mente privilegiada que muchos otros catalogaban como delirante, pues sus prácticas y experimentos no eran del agrado de todos…

»No pongas esa cara, no te asustes. Tu padre era un genio que puso todo su conocimiento y su saber al servicio de lo más necesitados.

»Pero necesitaba dinero para comer y pagar sus estudios, y decidió crear un espectáculo donde daba rienda suelta a toda su misteriosa sabiduría. Su incipiente fama y magnetismo eran suficientes para llenar cantinas y tabernas al principio; teatros después.

»Federicco Sapristi era su nombre artístico; con forzado y glamuroso acento italiano sorprendía al más escéptico ya que jamás se había visto nada igual. Y también estaba el eterno Melquíades, el gato de angora turco de pelo rojo que siempre le acompañaba y que en cada actuación le alteraba su color de pelo. La gente lo acusaba de fraude, decían que lo cambiaba por otro gato. Pero la prueba indiscutible de que Melquíades no era otro sino él mismo eran sus ojos: uno verde y otro azul.

»A tu padre le gustaba provocar al público con sus trucos y el público picaba el anzuelo. Aquello se convertía en un divertidísimo espectáculo, vibrante y lleno de emociones: estaban aquellos reacios a dejar pisotear su orgullo por lo que estaban contemplando sin llegar a comprender; y los que nos dejábamos llevar disfrutando de las maravillosas que presenciábamos asombrados y boquiabiertos. Además, estaban los que eran elegidos a salir voluntarios para colaborar con su magia.

»Suena contradictorio pero así sucedía. Lo viví una noche en la que quedé prendada del encanto de tu padre cuando fui invitada al espectáculo por el rancio y viejo joyero del barrio, el rabino Jael, a quien mis padres veían como la promesa económica mejor situada para convertirse en mi marido, cosa que a mí me aborrecía. Esa noche fui salvada de la situación al ser, sutilmente, elegida voluntaria a subir al escenario por medio de unas pompas de jabón de diversos tamaños y colores que salían del escenario en dirección al público. Algunas explotaban, otras se perdían en el cielo estrellado decorado del teatro, y aquellas que lograban alargar su existencia se fusionaban con la gente del público, de modo que aquella persona que había sido agraciada con el delicado tacto de la pompa debía salir al escenario para formar parte del espectáculo. Esa noche la más bonita y perfumada de todas las pompas me tocó. Fue a parar dulcemente contra mi nariz ante los ojos de todos los presentes. ¿Y sabes lo que pasó entonces?

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Ilustración de Rafa Mir

—¿Estornudaste?

—¡Ja!¡Qué cosas tienes! No me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es que me trasladé hasta el escenario, como hipnotizada, movida por una fuerza desconocida. Pero cuando estuve allí arriba, a pocos metros de tu padre, que miraba fijamente mis ojos con los suyos, envueltos en ese hechizo negro que los coloreaba, todos los temores se disiparon; y me dejé llevar por su encanto, embrujo, o como se llamase la magia o lo que fuese que desprendía.

»Me transmitió su protección a través de las palabras que me dirigió, produciendo en mí la sensación de paz y sosiego. De pronto me vi envuelta sin saber cómo entre humo y sábanas de seda, y acto seguido fui trasladada a un lugar que no sabría ubicar. A continuación tu padre convirtió las sábanas que momentos antes me ocultaban, en varias palomas que sobrevolaron el escenario y el teatro entero, yendo algunas de ellas a picotear la barba del rabino Jael, quien no pudo más que salir espantado de allí, mientras el público rugía de euforia, entre risas y misterios, aplaudiendo a rabiar. Cuando volvieron la mirada al escenario tu padre había desaparecido. Solo yo sabía dónde estaba.

—¿Sí? ¿Y dónde estaba?

—Estaba conmigo. Apareció de repente junto a mí, en ese lugar misterioso al que me habían trasladado sin saber yo cómo. Desde allí veíamos al público exaltado reaccionar de diferentes maneras. Tu padre no dejaba indiferente a nadie.

»Desde entonces formé parte del espectáculo y también de su vida, porque entablamos una relación, fruto de la cuál surgiste tú. Pero esto fue después, primero comencé a ayudarle en las actuaciones durante un par de años. Nos fue bien, hacíamos giras por todo el país y la gente se moría de ganas por ver los nuevos trucos y sorpresas que Federicco Sapristi les tenía preparados.

»Tu padre aprendió mucho en la universidad, y también pasó días enteros estudiando viejos tomos de alquimia en la biblioteca. Todo eso, unido a su don natural de conocimiento le sirvió para ser cada vez más ambicioso y conseguir proezas que se diría, eran antinaturales. Con el tiempo el espectáculo cambió. Los trucos se hicieron más oscuros. El público ya no era gente del barrio. Ahora la mayor parte eran soldados, y toda la tribuna era ocupada por oficiales y altos cargos del gobierno. Estos ya no reían, diría que mostraban un desmedido e incluso excesivo interés en lo que presenciaban.

»¿Recuerdas lo que hablamos de extraer la esencia de las flores para crear medicamentos y sanar a la gente? Pues además de eso, uno de los propósitos que se empeñaba en conseguir tu padre era la transmutación del alma…

—¿La trans… qué?

—Transmutar, es el poder de transformar. Tu padre buscaba la transformación de aquello que hace sufrir a las personas en una herramienta para su evolución, dejar atrás y cambiar aspectos de la vida que ya no funcionan.

»Muchos hombres con poder andaban tras la búsqueda de este secreto. Algunos de ellos coincidían con los que se sentaban en la tribuna del teatro. Imagínate si estos

descubrimientos cayeran en manos de gente peligrosa, gente sin escrúpulos. Podrían usarlo en su propio beneficio con fines crueles, todo lo contrario de lo que tu padre ansiaba. Si eso llegara a ocurrir sería una amenaza para el mundo entero.

»Tu padre lo intuía, y se adelantó a la jugada. Sabía que irían a por él con el propósito de aprovecharse de su sabiduría. Por eso anotó todos sus progresos y experimentos en un libro, bajo el título El libro de Melquíades, en honor a su inseparable compañero de actuaciones. Ese libro… sí, es el libro de cuentos que ya no quieres que te lea porque te lo sabes de memoria. ¿Ves que tiene un gato con los ojos de dos colores en la portada? Ese es Melquíades. En el interior del libro, disimulados entre dibujos y textos están todos sus descubrimientos. Solo hay que saber mirar para descifrarlos.

»Pero ni tú ni yo sabemos, así que de momento lo único que podemos hacer es guardarlo y protegerlo tal y como tu padre me transmitió. Y seguir leyendo sus cuentos.

—¿De verdad? Lo guardaré bajo la almohada. Así me ayudará a soñar con padre.

PARTE 2. EL PLAN

Era un hombre de mediana edad aunque el peso que soportaba a sus espaldas, junto a la enfermedad que padecía, y la adicción a las drogas en forma de medicamentos, le restaban vida a ojos de cualquiera. Contaba con cincuenta y dos años pero andaba encorvado la mayor parte del tiempo, y se movía con pesadez, lentamente, pensativo mientras articulaba resortes y engranajes en su cabeza tramando nuevas ideas que solo él era capaz de imaginar aunque, obviamente, ya no con la lucidez con la que sorprendió al mundo años atrás cuando se hizo con el poder.

Pese a no ser un hombre corpulento, más bien lo contrario, poseía un magnetismo que llenaba la sala. Todos los presentes le respetaban, incluso le temían, y nadie, ni sus más allegados, osaban interrumpirle en esos momentos de introspección. La tensión se palpaba en el ambiente. Su temblorosa mano izquierda, incapaz de controlarla, era una prueba de la enfermedad que poco a poco se apoderaba de su cuerpo. Ejemplo de ello fue aquella noche, cuando al quitarse las gafas se le escurrieron entre los dedos y fueron a parar sobre la mesa donde se hallaba desplegado un mapa. Los cristales de las lentes se hicieron añicos rememorando La noche de los cristales rotos, acontecimiento que, años atrás, desencadenó el inicio de la guerra. Y ahora, por capricho o burla del destino, los cristales rotos de las lentes sobre el mapa de Alemania intuían el fin de la guerra, y su condena.

—Con la ofensiva Steiner podremos recuperar el control de Berlín.

—Mi Führer… Steiner no ha podido reunir suficientes tropas…

—¡Pero qué demonios…!¡Era un orden! ¿Por qué no se hace caso a mis ordenes?

—Así se hizo mi Führer… pero sus tropas estaban disgregadas en varios frentes contra los rusos…

—¡Steiner es un cobarde!¡Un traidor!

—…

—…

—Señor, tenemos un telegrama de Goering…

—¿Y bien?

—Le pide permiso, en vista de la decisión tomada por usted estos últimos días, para hacerse cargo del Tercer Reich, con total libertad de decisión y acción, siempre en beneficio de la nación…

—¿Mi decisión…?¡No doy crédito a lo que estoy oyendo!¡Cretino!¡Traidor!¡Ordeno que lo fusilen inmediatamente!

—Mi Führer… con el debido respeto… le pido que recapacite. Se trata de Goering, el jefe de la Luftwaffe. Tenga en cuenta todos estos años de colaboración y tantos valiosos servicios prestados…

—¡Atajo de perdedores… traidores… los generales me han estado mintiendo desde el principio y los soldados son unos cobardes!¡Soy víctima de la mayor traición de la historia! Y el pueblo alemán pagará las consecuencias del daño que han infringido esos necios.

»¡Hasta qué punto hemos llegado! Ya no se respetan mis ordenes…

»Esto es el fin… la guerra está perdida…

»¡Fuera! Salgan todos… hagan lo que quieran… excepto usted, Goebbels. Usted quédese.

—Goebbels, amigo mío, es usted mi más leal ministro.

—Gracias mi Führer, sabe cuáles son mis sentimientos hacia usted en estos graves momentos. No tengo palabras suficientes para expresarlos.

—Hábleme de Vida, el proyecto del que le ordené recabara información.

—Sí señor, llevamos años recopilando información sobre Vida. Como sabe, desde tiempos inmemoriales la humanidad ha estado buscando un remedio que curara todas las enfermedades y prolongar la vida eternamente. A lo largo de la historia, ha habido numerosos personajes que han trabajado en la manera de obtener el Elixir de la Vida.

»Se hicieron grandes progresos gracias a los cuales se pudo obtener la Piedra Filosofal, que simbolizaba la perfección en su máxima expresión, la iluminación y la felicidad celestial. Gracias a ella se puede obtener el Elixir de la Vida, con el cuál se podría alcanzar la inmortalidad.

—Quizá sea un poco tarde pero todavía hay esperanza. Hacer revivir los cuerpos caídos en batalla, reconstruir de nuevo las tropas… Daremos el golpe final y haremos de nuestra raza la dominadora del mundo.

—Y aún hay más. Con la Piedra Filosofal se pueden convertir los metales básicos como el plomo, en oro o plata. Eso podría llenar nuestras arcas de por vida.

—Pero todo eso es palabrería ¿Dónde están los hechos? ¿Hay evidencias de que algo así se pueda hacer realidad?

—Así es. Desgraciadamente, la Piedra Filosofal de la que hablan los historiadores se desconoce su ubicación. Lo que sí se sabe es que muchos alquimistas dejaron sus descubrimientos por escrito. Actualmente solo existen dos alquimistas en el mundo que puedan descifrar sus fórmulas para crearla. Uno de ellos es oriental y supera el centenar de años, dudo que nos pueda ayudar; pero el otro es un joven genio polaco doctorado en química, famoso por sus espectáculos de misterio en los mejores teatros, conocido bajo el nombre artístico de Federicco Sapristi aunque su verdadero nombre es Moshé Ben David. Y es judío.

—Judío… Se le habrá otorgado la gracia divina de la salvación, supongo…

—Sí señor, la misión no se encomendó a cualquiera. Fueron miembros de las SS quienes le investigaron: localizaron su hogar, averiguaron sus rutinas, acudieron a los teatros donde actuaba, siguiendo muy de cerca sus progresos. Llegado el momento adecuado le hicieron desaparecer, como por arte de magia, como un truco más de su espectáculo, separándolo de su familia. Le trasladaron a Dresde y allí le hospedaron cerca de los laboratorios de una antigua farmacéutica que había quebrado años atrás. Le dejaron llevar con él todo lo que le fuese útil, también los animales que le servían como cobayas. Incluso le facilitaron todo el material necesario para que prosiguiese sus experimentos, esta vez en favor nuestro.

»Al principio se resistió. Después, bajo amenaza hacia su familia fue de lo más dócil y complaciente. Cuando los métodos de las SS se endurecieron y le hicieron saber que su hogar había sido destruido y que su mujer e hija se habían visto obligadas a huir, los experimentos comenzaron a dar sus frutos.

»Por fin llegó el día en el que se dieron por finalizados las pruebas ya que se llegó a un resultado positivo. Después de muchos años en vano se había conseguido fabricar la Piedra Filosofal, con la que se podría obtener el tan anhelado Elixir de la Vida, aquel en el que haría de nuestro pueblo el más poderoso, con el que se perpetuaría nuestra especie para toda la eternidad.

—Es prometedor lo que dice… ¿pero qué garantías tenemos de que funcione?

—Total garantía mi Führer. Como le decía han pasado años de ensayos hasta llegar a este punto. Créame que lo que le cuento es absolutamente real pues yo mismo fui testigo de una experiencia sin igual: cuando el judío dio noticia de que estaba cien por cien seguro de haber conseguido la fórmula, quise comprobarlo personalmente. Hice el viaje hasta Dresde y me presenté ante él en su laboratorio. Delante de mí uno de los soldados disparó contra el gato del judío. El gato cayó muerto delante de todos, no había duda de que no respiraba. El judío le había suministrado el elixir previamente a los disparos y nos pidió tiempo ya que se requerían unas horas hasta completar el proceso. Y efectivamente, casi a los dos días por fin vimos al gato relamiéndose como si nada hubiera ocurrido. Le juro por mis seis hijos que lo que le cuento es cierto pues no era un gato cualquiera que se pueda

cambiar por otro de los cientos que hay en las calles. Este era un gato de angora, con uno ojo de cada color, uno verde y otro azul.

—¡Fantástico!

—Desgraciadamente el judío no tiene capacidad para fabricar grandes cantidades del elixir pero pronto dispondremos todo lo necesario para que, ya con la fórmula en nuestro poder, la producción sea masiva.

»No me marché de Dresde hasta conseguir que el judío produjera unas pocas dosis más. Las traigo conmigo, en esta pequeña ampolla se encuentra su esencia.

»Señor, no está todo perdido. Si consiguiese salir de aquí podría viajar hasta Argentina, allí podría ocultarse mientras la producción del elixir aumenta, y entonces podríamos volver a empezar sorprendiendo al mundo con fuerzas renovadas.

—Este bunker se encuentra bajo tierra. Fuera están los rusos dispuestos a caer sobre nosotros. Solo se puede salir de aquí muerto.

—Exacto. A eso me refiero. Este es mi plan: haremos saber al mundo que usted ha muerto fruto de un suicidio junto a su mujer. Sé que tiene en su poder alguna botella de cianuro. Yo también tengo, para mí y toda mi familia, para usarla en el último momento, en caso de ser apresados.

»Tomaremos el cianuro, y después todo será cuestión de tiempo. Se harán las pertinentes autopsias y se determinará la fecha y hora de nuestra muerte. Lo que no detectarán es el Elixir de Vida que habremos ingerido con anterioridad, ya que es una sustancia desconocida hasta ahora por la comunidad científica. Los medios se harán eco de la noticia. Pasado el tiempo, despertaremos. El modo y manera en que lo hagamos será un riesgo que tendremos que correr.

—Es arriesgado pero no tenemos más cartas que jugar. Estoy en sus manos Goebbels. Solo puedo confiar en usted. Y, ahora que tenemos la fórmula… fusilen al judío.

NOTA: Estimado lector, llegado a este punto cabe hacer un inciso en la narración para hacer un matiz aclaratorio sobre lo que a continuación se relata. El texto que se narra a continuación fue sugerido por la mente viciada del ilustrador de este relato, que no tiene idea buena. Solo un ilus-trador sería capaz de tamañas ocurrencias. Obviaré citar su nombre para que no sufra escarnio público. El texto narra las consecuencias de la ingesta de la ampolla por parte los protagonistas. Graves consecuencias cuya lectura puede herir sensibilidades. Si el lector quiere conocer el tran-ce por el que pasaron los protagonistas tras ingerir el elixir puede seguir leyendo como si nada. Si por el contrario quiere evitarse este mal trago puede saltar este fragmento y pasar directamente a La parte 3: La carta.

—¡Alemania va bien, mire usted!

—Shi, shi, shi…

—¡Váyase señor Goebbles!

—Shi, shi… no, no no… ¿Eh?

—¡Váyase señor Goebbles! ¡Alemania va bien!

—Francamente, no le entiendo señor…

—¿No me entiende? Será por mi acento tejano: estamos trabajando en ellou, y he-mos dedicado tiempou ayer en la noche y esta mañana…

—Porque Alemania es una gran nación y los alemanes muy alemanes y mucho ale-manes…

»Es el vecino el que elige al Führer, y es el Führer el que quiere que sean los vecinos el Führer…

»Y cuanto mejor para todos, mejor. Mejor para mí, el suyo. Beneficio, político.

—… You know… now, you know now…, all the questions…, that I not know before now… It´s a fantastic situation…

—Eehh… Fin de la cita.

PARTE 3. LA CARTA

Era temprano cuando apenas se percibieron los primeros pasos del día sobre los adoquines de la calle, pisadas amortiguadas en la calle todavía desierta, aquella que transitaba paralela al río y que se perdía tierra adentro, donde se hallaban los edificios más importantes. Algunos todavía en pie, otros eran ruinas amontonadas, recuerdo de lo que un día fueron: esplendor y gloria de la ciudad. El cementerio se encontraba a mitad camino y hacía allí se dirigía ella, la mujer joven que amortiguaba el sonido al caminar con sus pisadas blandas, para no ser descubierta a pesar de que la guerra acabó años atrás; aunque todavía conservara reciente el recuerdo de dolor, tristeza y muerte. Por eso todavía mantenía ese instinto de supervivencia, saliendo temprano para no ser vista, pisando en blando para no hacer ruido.

Era temprano y todavía quedaba bastante trecho que recorrer hasta llegar a su destino. Socavones y escombros a su paso sorteaba mientras andaba sigilosa. Interferencias que no interrumpían sus pensamientos dirigidos hacia su madre pero sobre todo hacia su padre, al que no llegó a conocer y al que iba ahora a visitar.

Su madre se lo había sugerido, casi implorado. Era un día especial ya que se cumplían quince años de la ejecución a sangre fría de su padre a cargo de dos miembros de las SS, sin ningún miramiento y a la vista de todos cuando la guerra exhalaba su último aliento. Acabada ésta, su cuerpo fue buscado y hallado en una fosa común. Posteriormente fue enterrado con todos los honores junto con otros grandes nombres.

Era muy pequeña cuando ocurrió todo aquello. Hasta ese momento su madre se lo ocultó como buenamente pudo hasta que una noche recién le habló de ello, cuando llegó a

la mayoría de edad. Y ahora, por mediación de ella, la joven muchacha se dirigía hacia allí para darle el último adiós a su padre en el cementerio de Père-Lachaise, donde descansaba.

Una puerta de hierro desvencijada, oxidada por los años y las inclemencias del tiempo, oscilaba ligeramente ante la joven; movida por el viento como un saludo invitando a entrar a la primera visitante del día. Estridente saludo que animaba precisamente a lo contrario. De buena gana hubiera girado sobre sus pisadas blandas para huir del lugar. Pero estaba cansada de huir y no otra cosa sino su padre era quien le esperaba al otro lado de los muros del cementerio.

Cogió aire, templó su ánimo y franqueó la puerta con decisión.

«¡Esto es enorme!, ¿Cómo encontrar ahora la lápida de padre?»

Ciertamente era un lugar de grandes dimensiones, repleto de lápidas, mausoleos y nichos por doquier. Allá donde se mirase la misma estampa aparecía. Todas las calles eran clones unas de otras, lo cual ayudaba a que quien no anduviera con precaución acabara perdiéndose.

«¡Y qué frío! Parece como si aquí dentro la temperatura descendiera diez grados».

Ya había transcurrido un tiempo considerable y la muchacha no había hecho otra cosa que deambular por aquel gélido lugar sin obtener resultado.

«Volveré otro día con madre. Con su ayuda le encontraré.»

«Y menos temprano. Este frío no se puede aguantar.»

«¡Ay!¡Qué susto! ¿Qué es eso?»

Era un gato. Se movió con el sigilo que los caracteriza y también con pisadas blandas se cruzó en el camino de la joven. El susto inicial duró poco ya que el animal no parecía un gato propio del lugar, de los que han hecho del camposanto su refugio y su hogar, sino que era un precioso gato de angora con cascabel en el cuello y un ojo de cada color, uno verde y otro azul.

«Pero… no puede ser…»

—¿Melquíades?

El minino respondió satisfactoriamente al escuchar su nombre, y se restregó contra la pierna de la joven mientras se dejaba hacer mimos y arrumacos.

—¿Eres tú? ¿El mismo que aparece en la portada de mi libro de cuentos, el libro que padre le dejó a madre para mí, hace más de quince años? ¡No me lo puedo creer!

»¿Y este cascabel sin sonido? De haber sonado no me hubieras asustado.

La chica llevó la mano al cascabel. Advirtió algo en su interior. Algo que impedía que sonase. Al abrirlo descubrió un trozo de papel doblado en muchos pliegues. Cuando lo abrió vio que era una carta.

“Queridísima Hannah,

Hija mía, si estas leyendo esta carta es que todo ha salido según lo previsto, y tu madre y tú estáis a salvo que es por lo que he rezado durante todos estos años. La posibilidad de que sufrierais algún daño me martirizaba día tras día. Entiendo que te encuentres confusa, deja que te explique. Cuando hayas leído la carta lo entenderás todo.

Créeme si te digo que siempre os he tenido en mente, y que sois lo que más he querido en este mundo. Apenas te tuve en brazos lo suficiente para recordar lo liviano de tu ser y esa piel blanca de bebé que te envolvía, junto a esos ojos que lloraban desconsolados. Durante mucho tiempo me pregunté si de alguna manera predijiste lo que iba a ocurrir y esa era la razón de tu sollozo.

Llegó el día en que nos separaron. Jamás hubiera cometido el pecado de abandonaros. Sé que tu madre te explicó la historia a través de un cuento de la mejor manera que supo. Deja ahora que sea yo quien te relate el final.

Me llevaron a Dresde y me tuvieron allí prisionero, me concedían lo justo para mantener vivo el cuerpo y activa la mente, para seguir trabajando. Los días se hacían interminables y las noches se hacían días. Fueron los peores años de mi vida. Pensar en vosotras era el motor para no desfallecer.

Mis estudios e investigaciones en Polonia hasta entonces se centraban, entre otras cosas, en la transmutación del alma, en la conversión de lo negativo en positivo, siempre con fines curativos. Obtuve resultados satisfactorios y realicé experimentos con consecuencias de lo más sorprendente; pero sabía que aquello podía cambiar la historia de la humanidad si caía en manos peligrosas por lo que fui precavido y lo anoté todo en tu libro de cuentos, El libro de Melquíades, pero de forma encriptada de manera que solo una mirada científica pudiera discernir lo que allí yo explicaba entre cuentos e ilustraciones. Estaba seguro que era el mejor escondite, nadie sospecharía. Tu madre sabía que debía proteger el libro, y cuando acabara la guerra, entregarlo en la British Association, donde sabrían qué hacer con él y con su contenido. De alguna manera lo consiguió.

Lo que en Dresde me obligaron a hacer era algo capaz de idearlo unas mentes criminales. Buscaban que crease un elixir con el que mantendrían inmortales a ejércitos eternos de soldados, y cientos de oficiales sin escrúpulos, monstruos asesinos, criminales de guerra… para mantener la barbarie perpetua, la guerra interminable, la destrucción, el horror… ¿Qué te voy a contar que no sepas? Tú misma fuiste testigo y lo viviste en carne propia. Tan solo eras una cría, y tuviste que pasar por eso.

Solo pensarlo daban escalofríos. Me sentiría culpable si colaboraba en aquella pesadilla. Sería un peso que mi conciencia no podría soportar. Comprenderás que aquella locura no se podía permitir, por lo que decidí ingeniar una argucia para burlar el propósito de aquellos malditos bastardos.

Para que cayeran en la trampa tuve que pasar años simulando experimentos que no llevaban a ninguna parte, pruebas que acababan en fracaso, ensayos trampa que no servían para nada más que para tenerlos engañados, hacerles ver que trabajaba en obtener la tan codiciada fórmula.

Jamás se rindieron ni perdieron la paciencia. Obstinados en su idea fija, me mantuvieron así durante años. Cuando pensé que ya había transcurrido el tiempo suficiente les hice saber que lo había logrado, que ya poseía la fórmula con la que obtener el elixir de la inmortalidad. Ipso facto se presentó en Dresde el Ministro de Propaganda, Goebbels, para ser testigo de tan gran descubrimiento, e informar posteriormente al Führer.

Llegado el momento lo dispuse todo para llevar a cabo la demostración de mi éxito, del éxito que ellos esperaban. Muy a mi pesar me obligaron a utilizar a Melquíades como conejillo de Indias. Y entonces le dispararon dos veces, cayendo fulminado al instante. Todos presenciaron cómo quedó muerto delante de nosotros. También vieron cómo, previamente, le suministré la solución mágica. Y entonces les engañé. Porque la solución mágica fue una fórmula diferente a la original, nada que ver con el elixir. Durante todos estos años creé un error inventado que salvaría a la humanidad y castigaría a los criminales.

Posteriormente les hice esperar más de un día argumentando que era el tiempo necesario para que concluyese el proceso de reactivación; no quería más que ganar tiempo.

Lo que buscaba era encontrar un descuido de los soldados para poner en práctica mi truco más viejo. Recordarás que tu madre te contó, cuando de joven comencé a practicar trucos de magia en tabernas de poca monta. Fue el principio de mi carrera. Era joven, apenas conocía lo justo para crear un espectáculo con que ganar algún dinero. En mi repertorio todavía no disponía de grandes trucos. Por aquel entonces practicaba uno muy sencillo que consistía en colorear el pelo de Melquíades en cada espectáculo. Pero lo que hacía era cambiar un gato por otro. Tenía razón el público de aquel entonces. Afortunadamente nunca lo descubrieron. ¿Qué podía hacer? No tenía el conocimiento necesario para hacerlo de otra manera.

Sin embargo, los años de experiencia y el estudio me dieron la sabiduría necesaria para conseguirlo. Necesitaba obtener resultados satisfactorios ya que no sabría qué sería de mí, ni de vosotras, si no conseguía engañar a los alemanes. Tuve que esforzarme el doble y trabajar de noche, en secreto, para conseguir alterar el color del segundo gato y que se pareciese a Melquíades. Por fin lo conseguí. Ya estaba listo para engañarlos y llegado el momento cambié el cuerpo de Melquíades, solo que esta vez sin vida, por otro gato vivo.”

—Pero Melquíades está aquí conmigo ¿Cómo puede ser?

El gato se separó de Hannah y comenzó a caminar delante de ella, invitándola a ir tras él. Ella lo hizo y durante unos minutos anduvo siguiendo al animal hasta pararse delante de una lápida que rezaba: “Aquí descansa Moshé Ben David”.

Tras escapársele unas lágrimas, la muchacha ejecutó el ritual judío depositando una pequeña piedra sobre la lápida de su padre. Entonces la lápida se movió ante la mirada de terror de la joven, y por un hueco roto en el mármol salió un precioso gato blanco de angora turco que fue correteando junto a Melquíades. La particularidad es que ambos tenían un ojo de cada color.

Los gatos corretearon tras ella, y cuando se giró sobre sus pisadas amortiguadas…

—Hola Hannah, ya veo que conoces a Melquíades. Te presento, pues, a Katterina.

—¡Padre!

Vicente Mateo Serra
Julio 2021

El hombre equivocado

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@:
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Relato
Rating: +14 años
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Susana Rosique. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El hombre equivocado. 

Yo sabía que mi vida iba a cambiar completamente cuando conocí a Val.Era muy consciente del embrujo que ejercía sobre mi voluntad. Lo reconocía, y no me importaba admitirlo.Era tan fascinante. Poseía un magnetismo especial que me hacía olvidar todo lo que había vivido anteriormente.

Para mí, Val era el presente. Ni siquiera pensaba en un futuro. Era el momento. Era el lugar. Era la emoción. Y era el peligro.

Caminaba junto a él en la noche abrazada a su cuerpo. Me sentía protegida, y me sentía por encima del resto de las mujeres que se cruzaban con nosotros en la calle.

Eran calles peligrosas con gentuza indeseable que podía rajarte el cuello en un abrir y cerrar de ojos.

Pero con Val nadie intentaba pasarse de la raya.

Creo que podría caminar sobre la cornisa del edificio más alto de la ciudad y saber con certeza que mi vida no corría ningún peligro porque Val estaba a mi lado para sujetarme entre sus brazos.

Lo conocí una tarde de otoño.

 Las hojas iban cayendo despacio de los árboles, una brisa gratificante traía la humedad del río e impregnaba el ambiente no demasiado frío para ser noviembre.

 Estaba recogiendo los bártulos de pintura. Me disponía a regresar a casa.

Cuando salí a la calle miré hacia las ventanas del estudio de pintura, aún había gente.

 Iba a tomar el autobús, y al caminar unos pasos hacia la parada unos tipos me rodearon y me zarandearon. Apenas pude reaccionar. Me llevaron en volandas a un portal medio oscuro y comenzaron a manosearme.

Conocía ese lugar porque poseía unas galerías subterráneas con alguna cafetería y tiendas de libros y de bisutería.

Me arrancaron con fuerza el bolso. Yo les supliqué, aterrorizada, intentando cubrirme de sus asquerosas y malolientes manazas. Pero no dejaron de empujarme y de tocarme.

Me llevaron a un rincón y me levantaron la falda intentando bajarme los leotardos de lana.

Me hacían daño.  Vi como volcaban todo lo que contenía mi bolso y lo pateaban.

 Chillé, y uno de ellos me tapó la boca. Pude sentir el dolor que me produjo el impacto de un anillo grande sobre los labios. Comencé a sangrar.

Entonces como una ráfaga de algo inesperado sentí que los tipos se alejaban de mí, casi volando.

Lo último que acerté a vislumbrar era una figura alta con una gabardina oscura y los hombres tirados como guiñapos a sus pies.

Se acercó a mí. Me ayudó a levantarme con mucho cuidado. Me apoyó en la pared y me preguntó con una voz increíblemente hermosa si me encontraba bien. Recogió las cosas esparcidas de mala manera y las introdujo en el bolso.

 Yo sangraba por el corte del labio. Me ofreció un delicado pañuelo blanco de hilo de seda.

Aún no había podido ver su cara, pero sí sus ojos muy brillantes como dos ascuas de carbón que resplandecían de una forma extrañamente peculiar.

Me dijo en voz baja que si era necesario me llevaría a un hospital. Yo le contesté que no era necesario. También me propuso denunciar la agresión y el atraco.

Pero yo sólo quería regresar a casa.

Cuando miré por encima de su hombro, los tipos no estaban. Habían salido corriendo despavoridos. Un reguero de sangre se extendía desde la entrada de la galería hasta la calle principal.

Estaba muy nerviosa. Él lo percibió. Era normal. Había sido atacada por unos delincuentes y había sido mi ángel salvador.

Las piernas no me sostenían de lo afectada que estaba.

Me sujetó con firmeza y trató de calmarme.

 Cuando vi a gente caminando por la calle, entrando y saliendo de tiendas y comercios me tranquilicé un poco más.

Estaba muy aturdida y cansada. Casi no tuve tiempo de darle las gracias.

Paró un taxi y me dijo con una suave voz que todo había pasado y que me fuera a casa.

Antes de entrar en el taxi me sonrío y estrechó mi mano helada.

Cuando giré la cabeza para ver a si estaba esperando a que el taxi desapareciera de la vista observé con inquietud que no estaba.

Se había esfumado por arte de magia.

Unos meses después caminaba junto a él entre una maraña de gente nocturna como nosotros.

Entramos en un local llamado El Sueño Eterno igual que el título de la película de Bogart.

Nos habíamos enamorado. Y sabía que a su lado nada ni nadie en el mundo podría lastimarme nunca jamás.

Val me hizo su amante, su compañera, su igual.

Y, aunque no caminaba por el borde de las sombras cómo él hacía, era una decisión que debía de tomar por mí misma.

No había ningún hombre como él en el mundo. Bueno, tal vez sí. No descarto esa posibilidad.

Pero a mí me basta y me sobra con alguien como Val.

Puede que mi error haya sido enamorarme como una colegiala de un tipo tan fascinante como él. Pero es mi error. Es mi equivocación. Y Val es todo lo que necesito para vivir la vida al máximo y exprimirla como se exprime un limón con uñas y dientes.

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Ilustración de Susana Rosique

Paloma Muñoz
Madrid, 7 de julio 2021

 

Primer y último día

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: +14 años
Este relato es propiedad de José Oberto. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Primer y último día. 

Salí de casa sin rumbo definido. Tan solo sabía que tomaría un café en primera instancia, uno bien cargado para energizarme.

Fue el viernes 14 de mayo de 2010. Subí al ascensor y luego se detuvo tres pisos más abajo. Un «buenos días» muy inusual llamó mi atención, y detrás… él, mi amigo de infancia, Geo, quien al parecer comenzaba el día con una brillante sonrisa de oreja a oreja, un hecho tan inusitado como el agradable saludo emitido segundos atrás.

Justo cuando percibí su intención de decirme algo, el ascensor se detuvo para que se nos sumara en el descenso nuestra vecina Encarnación a quien, por sus extraordinarias cualidades de investigación, la llamábamos “Radar”. Aquella interrupción no impidió que mi sorpresa por la actitud de Geo me dejase pensativo y con dudas (en este punto estoy emulando a Radar). Así lo vi salir del ascensor,  caminé un trecho largo detrás de él, y entonces decidí seguirle. Mi intriga aumentaba; su actitud no cuadraba con el Geo que conocía, y algo en mí activó una alarma.

Crecimos juntos en el mismo barrio. Sabía bien que la sonrisa de ese día  antagonizaba con un historial no tan grato de batallas personales que marcaron pauta dolorosa y que, en su momento, dejaron marcas que aún eran sensibles. Por ello, Geo se había convertido en un individuo introvertido, de pocas palabras, pero portador de algo que había podido encontrar en pocos: su capacidad para cuestionar todo cuanto percibía. Su frase más usada era: «Algo anda mal en esto», la misma que resonaba en mi cabeza frente a su extraña conducta.

Continué caminando detrás de él mientras le observaba. Actué con sigilo evitando que se percatara de mi presencia.

Hizo una parada en la antigua cafetería de la esquina. Esperé unos segundos y me colé mimetizado en un grupo de cuatro personas que entraron silenciosamente al local. Lo ubiqué, y seguí sus gestos mientras le escuchaba hacer algunas preguntas al viejo Willy, el mejor y más rápido barista que hayamos conocido alguna vez. Nadie sabía más sobre el café, sus tipos y sus modos de preparación que nuestro viejo amigo.

Tan solo pude escuchar con claridad la última pregunta que le hizo Geo, ya con su café para llevar en la mano:

—¡Willy!

—¡Dime, Geo!

—¿Cuántas veces crees que has muerto?

—¡Uff! Creo que han sido muchas. Solo espero haber tomado suficiente café antes de cada una, como lo he hecho en esta vida. —Y soltó una gran carcajada.

Geo sonrió y se despidió. Me di la vuelta para que no me pillara, y después de salir noté que se detuvo, luego de unos pocos pasos, tomando un lápiz y un papel de su bolso para escribir algo. Quizás la respuesta del viejo Willy le había proporcionado alguna idea. Miré y me percaté que nuestro viejo amigo también le seguía con la vista y su rostro denotaba algo de extrañeza. Creo que percibió lo mismo que yo en la actitud de Geo.

Ese día me debía algunas diligencias personales y entrevistas no tan urgentes, que por razones intuitivas, o mejor dicho, impulsivas, decidí ir anulando a medida que caminaba detrás de él. Mis sensaciones cobraban más fuerza mientras más le veía actuar, y la siguiente parada que hizo me desconcertó.

Laura Cristina era una chavalilla que seguía los pasos de su madre atendiendo el kiosco de revistas y golosinas de la cuadra. Su amabilidad y frescura eran de una calidad única. Contaría para ese momento con unos diecisiete años y se encontraba a punto de comenzar sus estudios en medicina.

Laura y Geo se acostumbraron a incomodarse mutuamente, cosa que comenzó con comentarios mordaces, irónicos, sarcásticos y frases de doble sentido: el juego de «sacar al otro de sus casillas». Lo que sucedería a continuación me pondría los pelos de punta.

Al verle acercarse al kiosco imaginé una escena a la que ambos me tenían habituado. Esperaba con anhelo la batalla de las palabras punzantes.

 

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Ilustración de Rafa Mir

—¡Buenos días, Laurita! ¿Cómo te encuentras hoy? —exclamó Geo con voz afable.

Laura, desde el interior de su habitáculo forrado en revistas, periódicos y chucherías le miró un segundo antes de responder. Hasta ese momento, nunca se había referido a ella con un diminutivo, y eso la descolocó totalmente (quizas pensó como Geo: «Algo no anda bien aquí»). Entonces, haciendo uso de su espada y escudo respondió con acidez:

—¡Mejor que tú, obviamente!

 Geo, antes de contestar, sonrió de manera particular. La inocencia se hacía presente en todo su rostro, y en tono muy amable siguió:

—Eso es indiscutible, tienes toda la razón. ¿Me das el periódico y diez caramelos Supercoco, por favor?

El asombro de Laura ya encendía todas las alarmas. El ambiente quedó envuelto en un enrarecido halo de suspenso por estas nuevas maneras de G. 

Ya teniendo los caramelos y el diario en la mano, pensé que el capítulo del kiosco había finalizado, y de pronto sucedió la pregunta, esa con la que todos los esquemas se romperían. G se giró, y Laura le miró extrañada.

—¿Sientes que eres prisionera en alguna forma? Te lo pregunto porque me gustaría saber si… ¿si percibes y piensas lo mismo que yo?

 El brillo súbito en los inmensos ojos marrón de la joven me hicieron pensar que G había tocado una fibra delicada. Quise salir del anonimato e interrumpir, pero ella, luego de tragar grueso y sin perder la suavidad en el tono de voz, respondió:

—No sé qué te pasa hoy, pero siento que puedo responder con sinceridad y… ¡Sí!, no solo en esta pequeña prisión de lata, en este nido solitario de latón adornado con miles de hojas de papel y paletas azucaradas, sino también afuera, en medio de todas las otras cosas aparentemente necesarias que vamos convirtiendo en barrotes o tijeras que cortan nuestras alas, y agrandan nuestras jaulas imaginarias.

Al finalizar su respuesta, el brillo en sus ojos ya se había transformado en un par de líneas húmedas que cruzaban sus mejillas.

G apretó los labios y los puños mientras palidecía.

—Siento mucho haberte molestado y por tanto tiempo. Eres una joven de gran corazón y serás sin duda una gran doctora —dijo con un evidente nudo en la garganta.

Laura inspiró profundamente, y con voz quebrada se disculpó, le agradeció de forma sentida, y le deseó un feliz día. Su interlocutor se volteó con rapidez para evitar que se notaran sendas lágrimas en su rostro.

Para este momento ya éramos tres personas vibrando en una misma frecuencia. Les confieso que percibí una concentración de humanidad profunda y llena de emotiva energía. Sin embargo seguía, y ahora con más intensidad, dándome cuenta que, como en palabras del mismo G, «algo andaba mal».

Aguardé un instante para evaluar el siguiente movimiento y qué dirección tomaría G. Fue entonces cuando me di cuenta que, repitiendo lo del papel y el lápiz, sus manos temblaban al escribir. A diferencia de su salida del café, su expresión, incluso, había variado un tanto.

 Me distancié un poco más al ver que el espacio que recorríamos estaba  despoblado y esto podría dejarme en evidencia.

Se encaminó a la plaza luego de cruzar varias calles. Se detuvo periódicamente, como si buscara señales o respuestas. Se pasó con frecuencia la mano derecha por la cabeza, como contrariado. Tomó asiento en una de las bancas y sacó un trozo de pan que desmigajó, y alimentó por unos minutos a las aves que ahí moraban. Luego sacó papel y lápiz, y volvió a escribir algunas líneas.

A un lado de la plaza quedaba un mercadillo que me traía gratos recuerdos, y al otro, el río «Charco», por donde entraban las embarcaciones que abastecían de productos el antiguo establecimiento: nuestros padres religiosamente se reunían los domingos para desayunar y hacer las compras. La razón de estas tertulias eran las empanadas de doña Soledad, o Sole, como cariñosamente la llamábamos. Sus preparaciones no conocían rival. En particular, mi padre y el de G eran los cabecillas de estas incursiones culinarias. La relación de nuestras familias era muy estrecha y por ello conocía a G como se conoce a un hermano.

Se levantó de la banca y tomó rumbo al mercado, aparentemente, cuando de pronto un desconocido interrumpió su marcha para preguntarle por una dirección. No era bueno haciendo caso a los extraños, pero con todo lo que estaba aconteciendo, en esta ocasión se detuvo y amablemente prestó atención a la cuestión:

 —¿Cómo llego a la calle Primavera? —quiso saber el caballero, a lo cual le respondió con una fresca sonrisa.

—¡Fácil! Cuando llegue a la siguiente esquina — señaló—, mire a su izquierda, y verá una larga fila de árboles con hojas de un amarillo muy intenso. Esa es la calle Primavera. Pero no se vaya sin antes responderme algo, ¡por favor!

Nunca imaginé que una pregunta como la que estaba a punto de escuchar en boca de G le ganaría en intensidad a las que ya le conocía en sus disertaciones extravagantes.

—Con mucho gusto —respondió el señor.

G le miró y dijo:

—¿A dónde se dirigen las almas cuando ya no tienen cuerpo?

El señor, con una inmensa sonrisa y un brillo inexplicable en los ojos, le respondió:

-—¡Fácil! Las almas no van a ninguna parte. Son eternas, y todo lo demás… ¡no lo es!

Mi amigo sonrió y le extendió la mano, despidiéndose.

Una idea cruzó mi mente como un relámpago y el miedo me invadió por completo. Di marcha atrás en mi pensamiento para recordar las preguntas y respuestas de G. La primera hacía mención a las veces que Willy había muerto y no a las que había vivido. La segunda se basó en la figura del prisionero y su prisión (liberarse); y la tercera hablaba de las almas sin cuerpo. Todo esto, junto a su extraña actitud, formaba un acertijo resuelto, a mi entender.

G tenía un plan para ese día. Esto empezó a taladrar mi cabeza pero en mi meditación lo perdí de vista. El pánico me asaltó. Corrí al mercado pensando que allí le encontraría pero fue inútil. Busqué en mi mente algo que me ayudara a dar con su paradero hasta que de pronto, y sin pensarlo mucho, me dirigí al puente cuatrocientos metros río arriba. Mientras, mi temor crecía. Cuando faltaban unos cien metros para llegar, ya era visible la totalidad del puente que se elevaba unos setenta metros sobre las aguas.

Alcancé a verle detenido justo en la mitad, y al acercarme comencé a gritar su nombre con desesperación haciendo señales con mis brazos levantados. Rogué por llegar a tiempo porque temí lo peor. Le saludé como si se tratase de una casualidad el haberle visto.

—Lograste descifrar el significado de nuestra caminata —dijo con una expresión en el rostro que no pude comprender.

—¿A qué te refieres? —pregunté haciéndome el desentendido.

—Me sigues desde que salí de casa y lograste llegar hasta acá. Eso significa que comprendes cuál es mi siguiente paso.

Se me heló la sangre, y la brisa que circundaba mi cuerpo era gélida. «¿Qué está pasando aquí?», me pregunté mientras comenzaba a temblar.

—Es hora de cerrar este círculo, mi querido amigo —dijo con voz apagada.

—¿A qué te refieres? —repliqué.

—Existen errores insostenibles y dolorosos que no me pertenecen, pero que viven en mí. Son de otros y de otras generaciones, de otros siglos. Traer al mundo a un ser para convertirlo en el siguiente eslabón del mismo error no tiene sentido, y ahora lo sé. Entonces, he decidido corregirlo. No es la primera vez que me marcho ni tampoco la última. Seguiré regresando hasta que la libertad no sea una búsqueda, hasta que la vida terrena no resulte un error, o en la consecuencia de un invento que nace de dos, que también fueron inventados erróneamente.

Quedé sin palabras ante aquel argumento. Conocí a G y sé cuánto sufrió a causa de la relación de sus padres hasta que su madre los abandonó.

—Puedes corregir todo estando entre nosotros. Eres la persona más inteligente que jamás he conocido. Aprendemos mucho cuando nos hablas desde tu experiencia.

Quise convencerlo, pero fue en vano. Lo leí en sus ojos, la decisión estaba tomada. No pude contener el llanto y le pedí que por favor no lo hiciera.

—Comprenderás a partir de hoy que nada cambia, nada pasa… ¡Volveré! ¡Volveré!

Extendí la mano hacia él, sonrió, y luego se la puso a su antojo en el pecho, a la altura del corazón. Así saludábamos. Luego… saltó. Cuando llegué al barandal solo se movía en el agua la estela de espuma… La última marca.

José Oberto
Julio 2021