A través del cristal

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

A través del cristal. 

Aquellas tardes de primavera, cuando el cielo se ennegrecía y se desataba la tormenta,  Germán se sentaba en la butaca de terciopelo verde junto al gran ventanal del salón, el que daba al jardín. Desde ahí podía apreciarse toda la extensión del valle y las sombras que, sobre él, proyectaban las nubes. 

Ilustración de Rafa Mir

Descorchaba una botella de vino tinto y, con una copa entre sus manos, permanecía allí, en silencio. Deslizaba el líquido denso en círculos sobre el cristal, hipnotizado con el movimiento repetitivo, mientras escuchaba  el repiqueteo constante de las gotas, que, tras golpear, caían deslizándose por la ventana.

Entonces solo la acercaba  a los labios y bebía a pequeños sorbos, deseando que el ardor del alcohol quemara los recuerdos a medida que descendía por su garganta.

Las mismas gotas, la misma lluvia y las mismas copas  que aquella otra tarde, en las que le habría gustado poder beber junto a ella,  para dar pie así a la ansiada reconciliación…

La había querido de verdad, con pasión y entrega. Habían vivido juntos años muy felices. Se habían conocido  por casualidad, curiosamente también un  día de lluvia. Ambos coincidieron al refugiarse del aguacero bajo el toldo de un antiguo café del centro. Empezaron a comentar lo inoportuno de esas tormentas inesperadas y,  tras un rato de espera, al comprobar que no parecía que fuera a escampar en breve, decidieron entrar a la cafetería a tomar algo.

Casi desde el primer momento, se había enamorado de ella. Diferente al resto, atípica con su pelo tan corto y su estilo descuidado, tan delgada, pero a la vez  con una apariencia tan segura, irradiando tanta fuerza, había captado de tal manera su interés, que no paró hasta conseguir que volvieran a encontrarse. Y desde entonces, no se habían separado.

No habían tenido hijos, aunque lo habían intentado sin éxito. Pero, una vez asumida la situación, lejos de distanciarles, habían mantenido una relación íntima, madura, respetuosa… De hecho, eran la envidia de muchos, que alababan su independencia, tanto como pareja, como por separado, en sus trabajos, aficiones… Su posición acomodada, les daba la oportunidad de permitirse viajes y caprichos.

Y derivado de esa libertad, cayó él en aquel terrible error…

Cuando quiso darse cuenta, ya no hubo vuelta atrás. Trató de ocultarlo, pero ella acabó por descubrirlo.

Se había destapado el engaño por un cambio de planes de última hora. Una invitación no comentada para asistir a una exposición en la que coincidieron sin esperarlo, ellos dos, pero también la joven que le acompañaba, a la que él rodeaba por la cintura en una actitud sonriente y complaciente en exceso, como quien muestra públicamente un trofeo. Aunque sin ninguna conducta demasiado comprometedora, ella lo supo en cuanto les vio.

Era tal la complicidad que había existido entre ellos, que le bastaba con mirarle para saber si le estaba diciendo la verdad. Por eso, cuando ella le interrogó directamente, fue incapaz de negarlo.

“¿Desde cuándo?” le había preguntado apenas con un hilo de voz, con las lágrimas rodando por sus mejillas, los brazos cruzados sobre su pecho,  tratando de contener el desgarro de un alma rota.

Y fue tan cobarde, consciente entonces del tremendo daño ocasionado, que no pudo contestar. Todo por un egocentrismo casi pueril, por sucumbir a las debilidades de una autoestima menguada por el paso de los años, por el avance de la rutina, por un capricho, ante la tentación de sensaciones ya olvidadas…

Fue entonces cuando ella se marchó. Y  cuando Germán se dio cuenta de verdad de lo que eso significaba. Perderla.

La buscó, intentó hablar con ella, esperarla a la salida del trabajo, asegurarle que todo había acabado… Pero ella le evitaba por completo.

De hecho, pasaron meses hasta que, para su sorpresa, contestó a una de sus llamadas.

“¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?”, le había preguntado. Él había respondido que solo poder darle la explicación que se merecía, verla una vez más, poder disculparse, cerrar un capítulo de tantos años, con una despedida… No le dijo, sin embargo, que tal vez estrecharla de nuevo entre sus brazos, besar sus labios como tantas veces, llorar su culpa y sus remordimientos, confesarle que ningún otro cuerpo, ni siendo más joven, había podido ofrecerle la plenitud serena y segura que con ella encontraba, y sin la cual ahora, se sentía perdido…

Tras un silencio tenso, accedió. Y acordaron la hora aquella tarde, en la misma casa que habían compartido tantos años, que había decorado ella con tanto esmero, de la que se había marchado meses atrás.

Él, nervioso, buscó la mejor botella de vino, pues juntos disfrutaban a menudo de brindar a la caída de la tarde, dejándose embriagar por los aromas y el bouquet de un buen tinto, en copa de cristal grande y de boca abierta. Y un ramo de tulipanes, sus flores preferida, los primeros de la temporada…

Llegada la hora y todo dispuesto, aquella otra tarde de primavera, empezó a llover. Y lo que parecía una lluvia fina, acabó en una fuerte tormenta. El cielo se oscureció de repente. El agua, como ahora, golpeaba con fuerza los cristales, y se acumulaba en grandes charcos frente al porche de la casa.

La llamó por teléfono, pero no contestó. “Debe ir ya conduciendo hacia aquí”, pensó. Pero las manillas del reloj fueron avanzando, sin que la fuerte tormenta amainara, y ella no apareció. Borracho tras ahogar su dolor en el líquido ingerido y quedar por dentro tan vacío como la botella, pensó que se habría arrepentido, que  habría cambiado de idea.

Solo horas después le avisaron de la desgarradora noticia sobre el accidente del vehículo, aún a su nombre, que se había precipitado por la pendiente de aquella curva, que tal vez ella tomó a excesiva velocidad para la cantidad de agua acumulada en la carretera.

Aquella otra tarde, como hoy, como todas las tardes de lluvia, él se refugiaba de nuevo en el color oscuro del alcohol, que le hacían volver a imaginar la sangre de ella sangre derramada, de su cuerpo ya sin vida. Ése que con su muerte, le mató también a él, dejándole prisionero del sufrimiento de su ausencia.

Desde entonces, las gotas de lluvia que golpean el cristal, que serpentean  por las hojas de las ventanas de ese mismo salón, sirven para ocultar sus propias lágrimas, si bien no para borrar las huellas de la pesadilla. Ésa, la pesadilla, intenta dormirla bajo los efluvios de la bebida, intentando no pensar, no sentir… Dormir para solo despertar cuando el sol asome de nuevo, dejando que penetre en sus sentidos el olor a tierra mojada. E intentar sobrevivir, hasta que una vez más le torture el aterrador sonido que anticipe una nueva tormenta.

Raquel Esteban Hernández

 

 

 

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