Autor@: Raquel Esteban
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Narrativa
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Rincones.
Tal vez el proceso empezó aquella misma noche. Aunque no pudiéramos imaginarlo entonces. Aunque faltara aún mucho tiempo para que, tras ir cayendo las capas una tras otra como las de una cebolla, llegara a la evidencia de la realidad que veo hoy, con el aprendizaje que da la vida. Es posible que fuera ya en ese momento cuando se inició ese progresivo despertar.
Como en una montaña rusa, donde en el preciso instante en el que llegas a la cima, al punto más alto, la vagoneta se inclina lo suficiente, apenas perceptible, como para variar su trayectoria y llevarte hacia el descenso. Primero lento pero luego vertiginoso, provocando mareo, vértigo, falsas sensaciones de flotación, pérdida de realidad. Y así se irá alternando, arriba y abajo, rápido y despacio. Pero que al final de cada vuelta acaba deteniéndose al fondo, en la base, para que pises de nuevo el suelo, tratando de recuperar el equilibrio y el contacto.
Allí estábamos nosotras, años atrás. Mucho más risueñas, soñadoras, alocadas, inconformistas. Pero también inocentes, pensando en cómo nos adueñaríamos del mundo y de nuestro futuro.
Llevábamos juntas años, toda la primaria, así que nos conocíamos bien. Solo Elsa había llegado a nuestras vidas unos años después. Su padre, que era director de banco, había sido trasladado varias veces y por eso Elsa había tenido que ir cambiando de ciudad y de colegio. Recuerdo que aquello a mí me parecía horrible, la idea de tener que ir de acá para allá, dejando amigos, conociendo otros nuevos. Pero eso a ella no parecía importarle. De hecho, presumía de ello, de su don de gentes, de ser la más extrovertida de todas, de conocer mundo.
Era la más pequeña. Había nacido en diciembre y se quejaba porque al estar su cumpleaños tan cerca de Navidad, decía que tenía menos regalos, pero es cierto que de alguna manera nos llevaba ventaja.
Era rubia, pero no de esas con mechas doradas entre el castaño claro. Su pelo era de un rubio homogéneo casi perfecto, tanto que parecía teñido, irreal. Lo tenía largo y le caía en bucles sobre los hombros. Siempre lo llevaba suelto, solo recogido por un pasador a un lado de la cabeza, para retirarlo de la cara y dejar así despejados sus ojos color miel, aunque según les diera la luz, adquirían tonos verdosos, de un verde aceituna.
Tengo que reconocer que era guapa. De una manera natural, sin esfuerzo ni retoques. Y fue despertando en nosotras o al menos acompañando el tránsito hacia la adolescencia, hacia lo desconocido, lo prohibido, lo ansiado y temido a la vez. Ella fue la avanzadilla, la inductora, la atrevida. Nosotras tan solo la seguíamos o nos dejábamos llevar. Al fin y al cabo, la naturaleza sigue siempre su curso y era mayor la tentación por los sucesivos descubrimientos que el recelo.
Nuestros padres se conocían por lo que, cuando no estábamos en época de exámenes, no ponían objeciones a que durmiéramos en su casa, que era grande, de dos plantas y con un jardín delante adornado de rosales y un patio aún más grande detrás.
La habitación de Elsa estaba en la buhardilla, por lo que para nosotras era como un mundo aparte, privado, exclusivo. Ninguna teníamos nada parecido. Nuestras casas eran de lo más corriente y por eso Elsa y todo lo que la rodeaba nos resultaba tan atrayente. Junto a ella nos sentíamos especiales, privilegiadas, diferentes.
Aquella noche fue una de tantas en las que nos invitó a su casa. Teníamos por aquel entonces trece años, algunas ya catorce. Estábamos al final del último curso antes de pasar al instituto. Sentíamos que un mundo entero se abría ante nuestros ojos invitando a ser descubierto y conquistado. Mientras nos pintábamos las uñas y nos hacíamos peinados con los que parecer más mayores, soñábamos despiertas con cómo serían los chicos de los que nos íbamos a enamorar.
—¿Y dejaríais que un chico te metiera mano así, de primeras? —preguntaría Cristina, que era de las más tímidas entre nosotras. Se alarmaba muchas veces por nuestros comentarios.
—¿Y qué hay de malo en eso? —contestaría seguro alguna de las demás.
—¡Eso es! —habría confirmado con seguridad Elsa—. Lo más importante, creo yo, es que nunca hagamos nada que en verdad no queramos hacer. Que no nos veamos obligadas a nada. Respetarnos a nosotras mismas. Pero ¿qué tiene de malo descubrir sensaciones, placeres?
—Ya. Pero así, de buenas a primeras… ¿Qué pasa si entre ellos corren la voz de que «te dejas» y te buscan solo para eso, para un rato, y después pasan?
—Cierto, no me apetece que piensen que soy una facilonga, que puedo pasar de mano en mano —habría afirmado yo, que era más de la idea romántica de cultivar una amistad especial y única que fuera dejando paso a algo más. Un sentimiento de atracción creciente que llevara sin remedio a lo demás, pero desde un amor ya formado, un respeto, un cariño.
Así nos íbamos confesando sueños y anhelos. Nos contábamos las primeras experiencias, miradas cruzadas, cartas intercambiadas. Así fuimos alimentando las primeras envidias, en secreto por supuesto, pues no está bien entre amigas no alegrarse de los éxitos de las demás, aunque por dentro te descubrieras casi deseando que ese flirteo con algún chico guapo e interesante se viniera abajo por descubrir que después de todo le gustaba otra. Y es que ahí llorábamos y nos lamentábamos todas juntas como una piña. No había nada que nos uniera más que los desengaños.
Durante los años de instituto que siguieron nos fuimos distanciando, aunque es cierto que no nos desvinculamos del todo. Seguíamos reuniéndonos de vez en cuando, aunque casi nunca estábamos todas. Al fin y al cabo, tal como habíamos imaginado, entraban otros en escena, que captaban todo nuestro interés y ocupaban todo nuestro tiempo.
Sí, nos enamoramos. Empezamos a tener parejas, primero unas, luego otras. Al principio corríamos a contárnoslo todo. Luego llegaron los secretos. Algunos por no alardear, otros por vergüenza. Descubrimos el amor y el desamor, la traición, el sexo. Descubrimos el placer, pero también el miedo, el riesgo.
Sin embargo, si algo perduró entre nosotras fue la lealtad. Cuando las cosas se ponían difíciles de verdad, ahí estábamos todas resurgiendo de donde fuera.
Recuerdo uno de esos días. Aún me estremezco solo de pensar en ello.
Lo curioso es que no fue Elsa la primera que descubrió el sexo, la primera que llegó hasta el final, como habríamos podido imaginar. Para sorpresa de todas fue Cristina. Sí, la más tímida, la más recatada.
Yo estaba estudiando en casa para un examen cuando me llamaron por teléfono. En poco más de media hora estábamos todas juntas. Ya no nos veíamos en casa de una o de otra. Nos reuníamos en el parque, lejos de cualquier escucha incómoda e inoportuna.
Cuando llegué, me encontré a una Cristina destrozada, abatida, con los ojos enrojecidos pero ya secos de no poder llorar más, temblorosa, encogida, cabizbaja. No reaccionaba, aunque las demás no paraban de hablar alrededor de ella.
—¿Qué ha pasado? —pregunté alarmada nada más verla.
Ella por supuesto no respondió ni me miró. Siguió mirando al suelo, ida, asustada.
Fue Elsa quien me contestó, repitiendo una vez más lo sucedido.
—El chico ese, el novio de Cristina…
—¡Novio! —interrumpieron con furia—. ¡Un animal, un cabrón es lo que es!
—No gritéis —dijo otra—, la estáis asustando más.
Elsa se apartó un poco, supongo que consciente de que volver a hablar de lo que había pasado junto a ella no era lo más oportuno.
—Sabías que estaba con un chico, ¿no? Llevaban saliendo unos meses. Se veían de vez en cuando. Cristina no… no quería ir mucho más allá. Ya sabes cómo es. Pero él la convenció para que fueran a casa de un amigo, a ver una peli con más gente.
—¿Un amigo que ella conocía también? —la interrumpí. Pero en seguida me di cuenta de que eso daba igual.
—Pues no lo sé —me respondió encogiéndose de hombros—. De todas maneras cuando llegaron ni estaba el amigo ni nadie. La casa estaba vacía. Alguien había dejado las llaves escondidas en una maceta, junto a la puerta. Supongo que lo habían preparado así.
—¿Y? —pregunté impaciente, desviando mi atención de nuevo a Cristina, encajando las piezas de algo que no quería imaginar en mi mente—. No querrás decir que…
Elsa acabó de contarme cómo, a pesar de la negativa de Cristina, de su intento por salir de la casa, aquel chico intentó convencerla de que le gustaría, de que sería un paso más en su relación, pero tras el nerviosismo y el miedo creciente de ella, que dio paso a las lágrimas, ante el apremio de que alguien pudiera oírles, se dejó de preámbulos y simplemente descargó su deseo, la forzó y abusó de ella.
Por lo visto, Cristina se había quedado como inmóvil en ese sofá, tirada, con la ropa puesta, pues él ni se la había quitado, salvo las bragas. Al ver que no reaccionaba tuvo que tirar de ella para salir de aquella casa. Ya en la calle le había dicho que era una estrecha, que no había sido para nada como debería haber sido, pero por culpa de ella. Y que pasaba de repetir algo así. Que no volviera a buscarle ni dirigirle la palabra. Y la dejó ahí tirada. Nunca supimos si fue puro desprecio o un repentino sentimiento de culpa lo que le llevó a esa cobarde huida. La habían encontrado poco después sentada en un banco, sola, porque de casualidad una de nosotras pasó por allí y fue cuando nos avisaron a las demás.
No llamamos a la policía. Nadie dijo nada. Cristina se negó por más que le insistimos. Le pudo más la humillación y la vergüenza. Nunca volvió a ser la misma. No quiso saber nada más de los chicos y acabamos perdiéndole la pista. Solo años después me la crucé un día y sí me dijo que estaba con alguien. Me alegré de corazón por ella.
Pero aquel no fue ni de lejos el único percance al que tuvimos que enfrentarnos.
Elsa se quedó embarazada, pero sus padres se ocuparon de que abortara y tampoco lo supo nadie más.
Yo misma me enamoré, de mi mejor amigo, tal como había imaginado tantas veces… Fue él, de hecho, quien quiso algo más conmigo. «Ser algo más que amigos», me dijo exactamente. Y como él me gustaba de verdad me dejé llevar, sintiéndome especial, afortunada porque mi historia fuera diferente. Con él fue mi primera vez y cierto es que, teniendo en cuenta las experiencias de las demás, no fue tan mala. No éramos novios como tal porque él decía que llamarlo así era anticuado. Para él yo era «su chica». Y yo pues lo acepté.
Estuvimos así unos meses, quedando de vez en cuando, pero la mayoría de veces solos. Él decía que nuestros grupos de amigos no se llevaban bien y que para estar a gusto no necesitábamos a nadie más, así que sin darme cuenta del todo, nos veíamos para acabar liándonos y acostándonos, aunque luego sí es cierto que pasábamos largas horas hablando, chateando por ordenador, porque en aquel entonces no teníamos móvil, claro.
No sé si se cansó de mí sin más, o le pudo la tentación de una nueva conquista, pero un día, de repente, me dijo que sentía que no nos compenetrábamos como antes y que, con sinceridad, creía que sería mejor ser solo amigos. Yo creo que no supe reaccionar. Tal vez más por orgullo que por otra cosa, le dije que sí, que me pasaba lo mismo. No quise pedirle que se lo pensara. No quise rebajarme a confesarle que yo sí le quería de verdad.
Nos vimos un par de veces más, con más gente, como amigos, tal como decía él. Luego decidí apartarme del todo pues me resultaba demasiado dolorosa su indiferencia.
Y los años fueron pasando sin remedio, con muchas más experiencias, mejores y peores. Nosotras, como era de esperar, cada una tiramos por nuestro camino.
Nos hemos reencontrado años después gracias a las redes sociales. Hemos quedado un par de veces, para reírnos recordando el pasado, obviando lo doloroso, eso sí, como si al no nombrarlo consiguiéramos borrarlo de algún modo. Aunque todas sabemos lo que esconden nuestros silencios, solo que preferimos mantenerlo ahí, escondido. Hay heridas que es mejor no remover. También es cierto que nos hicieron ser quienes somos, aunque el precio a veces fuera alto.
Sabemos, en general, las unas de las otras. Quién ha tenido hijos, las casadas, las ya divorciadas e incluso las solteras, como yo, que aún sin reconocerlo y disfrazada de independiente, ya hace tiempo que dejó de buscar el amor, no por haberme dado por vencida, sino porque, contra todo pronóstico, sí lo encontré, ese amor con el que soñaba de niña. Aquel amor cómplice, generoso, complementario. La clase de amor que te suma, que te hace crecer sin exigencias, sin posesiones.
Tal vez de entre todas nosotras fui la única que lo encontró de verdad, pero lo perdí o, más bien, el destino me lo arrebató. Uno de esos cánceres fulminantes que hacen que una persona que forma parte de ti de un día para otro deje de existir sin más, dejando un vacío que no logras ocupar con nada por mucho que lo intentes. Me lo tomo como una de esas ironías de la vida, que por haber formado parte del selecto grupo de excepciones a la regla se ocupa de que esa desviación de la norma sea efímera y dure poco.
Es por eso que no es que no crea en el amor, puesto que lo viví, es solo que no aspiro a que algo así pueda suceder dos veces en la vida de la misma persona. Así que ahora mi felicidad se alimenta de otras aspiraciones.
Por eso aquellos sueños infantiles, nuestros enamoramientos de princesas, los que se fraguaron en esas reuniones pueriles e inocentes de la habitación de Elsa, tal vez empezaron a desdibujarse esa misma noche. Tal vez aquel solo era el pistoletazo de salida hacia la realidad que nos esperaba, la cascada de acontecimientos que estaban por venir.
Pero tampoco lo digo con resignación o tristeza. Sí con cierta añoranza, eso es cierto, pero no lo veo como una derrota. De hecho, sonrío al recordar aquella época. No fue más que una foto de nuestro futuro. La que habíamos imaginado, la que nos había llegado de las películas, de los cuentos de hadas, fruto de las realidades que nos ocultaban a nuestro alrededor, de esa sensación que teníamos de superioridad e inmunidad a todo sufrimiento, seguras de que a nosotras todo nos iría bien.
Y esa foto se fue desdibujando guardada en algún lugar de nuestra memoria, como lo que, acumulado al fondo de una caja en un desván, termina oculto tras una gruesa capa de polvo, perdido.
Ilustración de Rosa García
Ahora todo aquello forma parte de un rincón de mis recuerdos, un rincón algo oscuro, una sombra en mi interior. Porque las sombras no están solo tras los edificios o los troncos de los árboles, al lado contrario del que iluminan las luces. Las sombras también están dentro de nosotros mismos, allí donde queremos guardar lo que no queremos que sea visto, lo privado, lo que nos entristece o nos avergüenza, lo ilegal, lo prohibido, lo que duele demasiado. Allí donde no queremos que incida la luz, esta vez por decisión propia, pero conscientes de que tampoco desparecerán nunca del todo. Al fin y al cabo, mientras haya luz, siempre habrá sombras y oscuridades. O tal vez sea solo que es imposible una cosa sin la otra. Al fin y al cabo, es la vida.
Raquel Esteban