Mujeres atípicas

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato corto
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Mujeres atipicas.

La joven estudiante residía junto a sus padres en uno de esos bulliciosos barrios del extrarradio de Madrid, en los que siempre se está rodeado de gente, pero donde, al mismo tiempo, la invisibilidad está casi asegurada. Era una muchacha corriente. Con su media melena siempre suelta, su mirada oculta tras sus gafas sencillas de metal y su personalidad discreta, aunque siempre observadora. Tan solo soñaba con la llegada del día en el que por fin encontrara esos amigos que tanto ansiaba, como los que veía paseando en grupo por las calles, entre risas, confidencias y jugueteos. Y tal vez entre ellos, quién sabe, el amor.

Cada viernes, cuando acababan las clases, escribía un wasap a todos los contactos de conocidos y compañeros que, no sin dificultades, había almacenado en la agenda de su teléfono móvil, por si alguien quería que quedaran para un paseo o tal vez para ver una película en el cine, a lo que ella se acoplaría, por supuesto, con total flexibilidad.

A veces de manera inmediata y otras tras un periodo de silencio que se antojaba demasiado largo e inquietante, iban respondiendo, si es que lo hacían, con un escueto «no puedo» o un «ya tengo planes». Unos planes a los que, por supuesto, tampoco la invitaban.

Ella era consciente de su diferencia, de su excesiva sensibilidad e inocencia, de su relativa torpeza frente a la picardía del resto o del escaso interés que despertaban entre los demás sus aficiones más comunes. Pero intentaba una y otra vez sentirse parte de ellos. Su soledad y aislamiento le resultaban dolorosos.

Pero uno de esos días le llegó un frío mensaje de alguien con quien se llevaba bien y hablaba a menudo, en el que le confesaba sin rodeos: «A mis amigos no les caes bien». Fue entonces cuando, tras esa puñalada dolorosa y sangrante, desistió en sus intentos y decidió que ocuparía sus vacíos sin necesidad de nadie, con las vivencias que otros desconocidos le habían otorgado a sus protagonistas, habitantes de las páginas de sus obras, en los libros.

Se decantó por la lectura de clásicos de novela de género romántico, con complicadas tramas de relaciones entre sus personajes. Tal vez ahí hallara la respuesta a sus dudas sobre las complejidades del ser humano. Su primera elección fue Jane Eyre, atraída por la sinopsis que hablaba sobre la difícil infancia de la niña huérfana de la historia. La delicada encuadernación del libro captó su atención de entre los demás en la estantería de esa enorme biblioteca que le había parecido la mejor opción de evasión para sus fines de semana.

Era un edificio alto, de tres plantas y cercano a su casa. Había ido alguna vez con anterioridad, cuando tenía exámenes o necesitaba información para algún trabajo de clase. Siempre le habían llamado la atención sus grandes ventanales con unas vistas preciosas y despejadas a la ciudad. Llegaba hasta allí dando un paseo y se refugiaba en el anonimato y el silencio que le regalaba la mullida butaca de piel donde pasaba la tarde de los sábados.

Esa pasó a ser su nueva y apacible rutina, perdida entre la trama de los libros, distraída y, por tanto, liberada de pensamientos más perturbadores.

Hasta que un día una chica de aspecto despistado, que tendría más o menos su edad, de pelo largo, rizado y recogido en una coleta un tanto desordenada, se sentó en la butaca de al lado. Sobre su regazo descansaba también un libro voluminoso y que a ella le pareció antiguo por el deterioro de las tapas y del lomo. Sintió curiosidad por sus gustos literarios y se llevó una sorpresa cuando comprobó que su vecina de lectura había elegido otra de las obras de las hermanas Brontë, Cumbres borrascosas.

Su nueva compañera, al sentirse observada, la miró de soslayo algo turbada, con las mejillas enrojecidas, y respondió con una rápida y tímida sonrisa.

Hacía poco más de un mes que la joven estudiante acudía a esa biblioteca, pero no había visto a esa chica antes, aunque, en aquel momento, se dio cuenta de que tampoco se había fijado en el resto de los visitantes habituales durante esas atípicas tardes de fin de semana.

Echó un vistazo a su alrededor hasta donde le alcanzaba la vista, a un lado y a otro, desde la butaca donde estaba sentada. Una mujer mayor tomaba anotaciones de un libro en una de las mesas. Se la veía completamente concentrada. Algo más lejos, un hombre de mediana edad y aspecto cuidado, sentado en otro de los sillones, acumulaba a su lado varios periódicos que iba leyendo con detenimiento. De pie, entre las estanterías, vio a dos chicas más y un chico. Todos estaban solos, cada uno sumido en su búsqueda.

Ilustración de Rafa Mir

La chica de la butaca junto a ella captó su atención de nuevo con un ligero toque en el hombro. Le mostraba una cajita de pastillas mentoladas en un claro ofrecimiento. Asintiendo con la cabeza, alargó la mano y recogió el caramelo mientras intercambiaban otra sonrisa de nuevo.

Un pensamiento la asaltó. Tal vez su soledad no era fruto de su rareza, sino del error en la búsqueda del lugar o de las personas apropiadas, acordes a quien ella en realidad era, incluso con sus singularidades.

Suspiró y volvió a las páginas de su libro, pero sintiéndose menos invisible, más acompañada, más genuina y menos sola. A su lado, otra mujer, tal vez una futura amiga, pero, con seguridad, alguien que como ella había decidido poner fin al miedo de ser diferente.

Raquel Esteban

Rincones

Autor@:
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Narrativa
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Rincones.

Tal vez el proceso empezó aquella misma noche. Aunque no pudiéramos imaginarlo entonces. Aunque faltara aún mucho tiempo para que, tras ir cayendo las capas una tras otra como las de una cebolla, llegara a la evidencia de la realidad que veo hoy, con el aprendizaje que da la vida. Es posible que fuera ya en ese momento cuando se inició ese progresivo despertar.

Como en una montaña rusa, donde en el preciso instante en el que llegas a la cima, al punto más alto, la vagoneta se inclina lo suficiente, apenas perceptible, como para variar su trayectoria y llevarte hacia el descenso. Primero lento pero luego vertiginoso, provocando mareo, vértigo, falsas sensaciones de flotación, pérdida de realidad. Y así se irá alternando, arriba y abajo, rápido y despacio. Pero que al final de cada vuelta acaba deteniéndose al fondo, en la base, para que pises de nuevo el suelo, tratando de recuperar el equilibrio y el contacto.

Allí estábamos nosotras, años atrás. Mucho más risueñas, soñadoras, alocadas, inconformistas. Pero también inocentes, pensando en cómo nos adueñaríamos del mundo y de nuestro futuro.

Llevábamos juntas años, toda la primaria, así que nos conocíamos bien. Solo Elsa había llegado a nuestras vidas unos años después. Su padre, que era director de banco, había sido trasladado varias veces y por eso Elsa había tenido que ir cambiando de ciudad y de colegio. Recuerdo que aquello a mí me parecía horrible, la idea de tener que ir de acá para allá, dejando amigos, conociendo otros nuevos. Pero eso a ella no parecía importarle. De hecho, presumía de ello, de su don de gentes, de ser la más extrovertida de todas, de conocer mundo.

Era la más pequeña. Había nacido en diciembre y se quejaba porque al estar su cumpleaños tan cerca de Navidad, decía que tenía menos regalos, pero es cierto que de alguna manera nos llevaba ventaja.

Era rubia, pero no de esas con mechas doradas entre el castaño claro. Su pelo era de un rubio homogéneo casi perfecto, tanto que parecía teñido, irreal. Lo tenía largo y le caía en bucles sobre los hombros. Siempre lo llevaba suelto, solo recogido por un pasador a un lado de la cabeza, para retirarlo de la cara y dejar así despejados sus ojos color miel, aunque según les diera la luz, adquirían tonos verdosos, de un verde aceituna.

Tengo que reconocer que era guapa. De una manera natural, sin esfuerzo ni retoques. Y fue despertando en nosotras o al menos acompañando el tránsito hacia la adolescencia, hacia lo desconocido, lo prohibido, lo ansiado y temido a la vez. Ella fue la avanzadilla, la inductora, la atrevida. Nosotras tan solo la seguíamos o nos dejábamos llevar. Al fin y al cabo, la naturaleza sigue siempre su curso y era mayor la tentación por los sucesivos descubrimientos que el recelo.

Nuestros padres se conocían por lo que, cuando no estábamos en época de exámenes, no ponían objeciones a que durmiéramos en su casa, que era grande, de dos plantas y con un jardín delante adornado de rosales y un patio aún más grande detrás.

La habitación de Elsa estaba en la buhardilla, por lo que para nosotras era como un mundo aparte, privado, exclusivo. Ninguna teníamos nada parecido. Nuestras casas eran de lo más corriente y por eso Elsa y todo lo que la rodeaba nos resultaba tan atrayente. Junto a ella nos sentíamos especiales, privilegiadas, diferentes.

Aquella noche fue una de tantas en las que nos invitó a su casa. Teníamos por aquel entonces trece años, algunas ya catorce. Estábamos al final del último curso antes de pasar al instituto. Sentíamos que un mundo entero se abría ante nuestros ojos invitando a ser descubierto y conquistado. Mientras nos pintábamos las uñas y nos hacíamos peinados con los que parecer más mayores, soñábamos despiertas con cómo serían los chicos de los que nos íbamos a enamorar.

—¿Y dejaríais que un chico te metiera mano así, de primeras? —preguntaría Cristina, que era de las más tímidas entre nosotras. Se alarmaba muchas veces por nuestros comentarios.

—¿Y qué hay de malo en eso? —contestaría seguro alguna de las demás.

—¡Eso es! —habría confirmado con seguridad Elsa—. Lo más importante, creo yo, es que nunca hagamos nada que en verdad no queramos hacer. Que no nos veamos obligadas a nada. Respetarnos a nosotras mismas. Pero ¿qué tiene de malo descubrir sensaciones, placeres?

—Ya. Pero así, de buenas a primeras… ¿Qué pasa si entre ellos corren la voz de que «te dejas» y te buscan solo para eso, para un rato, y después pasan?

—Cierto, no me apetece que piensen que soy una facilonga, que puedo pasar de mano en mano —habría afirmado yo, que era más de la idea romántica de cultivar una amistad especial y única que fuera dejando paso a algo más. Un sentimiento de atracción creciente que llevara sin remedio a lo demás, pero desde un amor ya formado, un respeto, un cariño.

Así nos íbamos confesando sueños y anhelos. Nos contábamos las primeras experiencias, miradas cruzadas, cartas intercambiadas. Así fuimos alimentando las primeras envidias, en secreto por supuesto, pues no está bien entre amigas no alegrarse de los éxitos de las demás, aunque por dentro te descubrieras casi deseando que ese flirteo con algún chico guapo e interesante se viniera abajo por descubrir que después de todo le gustaba otra. Y es que ahí llorábamos y nos lamentábamos todas juntas como una piña. No había nada que nos uniera más que los desengaños.

Durante los años de instituto que siguieron  nos fuimos distanciando, aunque es cierto que no nos desvinculamos del todo. Seguíamos reuniéndonos de vez en cuando, aunque casi nunca estábamos todas. Al fin y al cabo, tal como habíamos imaginado, entraban otros en escena, que captaban todo nuestro interés y ocupaban todo nuestro tiempo.

Sí, nos enamoramos. Empezamos a tener parejas, primero unas, luego otras. Al principio corríamos a contárnoslo todo. Luego llegaron los secretos. Algunos por no alardear, otros por vergüenza. Descubrimos el amor y el desamor, la traición, el sexo. Descubrimos el placer, pero también el miedo, el riesgo.

Sin embargo, si algo perduró entre nosotras fue la lealtad. Cuando las cosas se ponían difíciles de verdad, ahí estábamos todas resurgiendo de donde fuera.

Recuerdo uno de esos días. Aún me estremezco solo de pensar en ello.

Lo curioso es que no fue Elsa la primera que descubrió el sexo, la primera que llegó hasta el final, como habríamos podido imaginar. Para sorpresa de todas fue Cristina. Sí, la más tímida, la más recatada.

Yo estaba estudiando en casa para un examen cuando me llamaron por teléfono. En poco más de media hora estábamos todas juntas. Ya no nos veíamos en casa de una o de otra. Nos reuníamos en el parque, lejos de cualquier escucha incómoda e inoportuna.

Cuando llegué, me encontré a una Cristina destrozada, abatida, con los ojos enrojecidos pero ya secos de no poder llorar más, temblorosa, encogida, cabizbaja. No reaccionaba, aunque las demás no paraban de hablar alrededor de ella.

—¿Qué ha pasado? —pregunté alarmada nada más verla.

Ella por supuesto no respondió ni me miró. Siguió mirando al suelo, ida, asustada.

Fue Elsa quien me contestó, repitiendo una vez más lo sucedido.

—El chico ese, el novio de Cristina…

—¡Novio! —interrumpieron con furia—. ¡Un animal, un cabrón es lo que es!

—No gritéis —dijo otra—, la estáis asustando más.

Elsa se apartó un poco, supongo que consciente de que volver a hablar de lo que había pasado junto a ella no era lo más oportuno.

—Sabías que estaba con un chico, ¿no? Llevaban saliendo unos meses. Se veían de vez en cuando. Cristina no… no quería ir mucho más allá. Ya sabes cómo es. Pero él la convenció para que fueran a casa de un amigo, a ver una peli con más gente.

—¿Un amigo que ella conocía también? —la interrumpí. Pero en seguida me di cuenta de que eso daba igual.

—Pues no lo sé —me respondió encogiéndose de hombros—. De todas maneras cuando llegaron ni estaba el amigo ni nadie. La casa estaba vacía. Alguien había dejado las llaves escondidas en una maceta, junto a la puerta. Supongo que lo habían preparado así.

—¿Y? —pregunté impaciente, desviando mi atención de nuevo a Cristina, encajando las piezas de algo que no quería imaginar en mi mente—. No querrás decir que…

Elsa acabó de contarme cómo, a pesar de la negativa de Cristina, de su intento por salir de la casa, aquel chico intentó convencerla de que le gustaría, de que sería un paso más en su relación, pero tras el nerviosismo y el miedo creciente de ella, que dio paso a las lágrimas, ante el apremio de que alguien pudiera oírles, se dejó de preámbulos y simplemente descargó su deseo, la forzó y abusó de ella.

Por lo visto, Cristina se había quedado como inmóvil en ese sofá, tirada, con la ropa puesta, pues él ni se la había quitado, salvo las bragas. Al ver que no reaccionaba tuvo que tirar de ella para salir de aquella casa. Ya en la calle le había dicho que era una estrecha, que no había sido para nada como debería haber sido, pero por culpa de ella. Y que pasaba de repetir algo así. Que no volviera a buscarle ni dirigirle la palabra. Y la dejó ahí tirada. Nunca supimos si fue puro desprecio o un repentino sentimiento de culpa lo que le llevó a esa cobarde huida. La habían encontrado poco después sentada en un banco, sola, porque de casualidad una de nosotras pasó por allí y fue cuando nos avisaron a las demás.

No llamamos a la policía. Nadie dijo nada. Cristina se negó por más que le insistimos. Le pudo más la humillación y la vergüenza. Nunca volvió a ser la misma. No quiso saber nada más de los chicos y acabamos perdiéndole la pista. Solo años después me la crucé un día y sí me dijo que estaba con alguien. Me alegré de corazón por ella.

Pero aquel no fue ni de lejos el único percance al que tuvimos que enfrentarnos.

Elsa se quedó embarazada, pero sus padres se ocuparon de que abortara y tampoco lo supo nadie más.

Yo misma me enamoré, de mi mejor amigo, tal como había imaginado tantas veces… Fue él, de hecho, quien quiso algo más conmigo. «Ser algo más que amigos», me dijo exactamente. Y como él me gustaba de verdad me dejé llevar, sintiéndome especial, afortunada porque mi historia fuera diferente. Con él fue mi primera vez y cierto es que, teniendo en cuenta las experiencias de las demás, no fue tan mala. No éramos novios como tal porque él decía que llamarlo así era anticuado. Para él yo era «su chica». Y yo pues lo acepté.

Estuvimos así unos meses, quedando de vez en cuando, pero la mayoría de veces solos. Él decía que nuestros grupos de amigos no se llevaban bien y que para estar a gusto no necesitábamos a nadie más, así que sin darme cuenta del todo, nos veíamos para acabar liándonos y acostándonos, aunque luego sí es cierto que pasábamos largas horas hablando, chateando por ordenador, porque en aquel entonces no teníamos móvil, claro.

No sé si se cansó de mí sin más, o le pudo la tentación de una nueva conquista, pero un día, de repente, me dijo que sentía que no nos compenetrábamos como antes y que, con sinceridad, creía que sería mejor ser solo amigos. Yo creo que no supe reaccionar. Tal vez más por orgullo que por otra cosa, le dije que sí, que me pasaba lo mismo. No quise pedirle que se lo pensara. No quise rebajarme a confesarle que yo sí le quería de verdad.

Nos vimos un par de veces más, con más gente, como amigos, tal como decía él. Luego decidí apartarme del todo pues me resultaba demasiado dolorosa su indiferencia.

Y los años fueron pasando sin remedio, con muchas más experiencias, mejores y peores. Nosotras, como era de esperar, cada una tiramos por nuestro camino.

Nos hemos reencontrado años después gracias a las redes sociales. Hemos quedado un par de veces, para reírnos recordando el pasado, obviando lo doloroso, eso sí, como si al no nombrarlo consiguiéramos borrarlo de algún modo. Aunque todas sabemos lo que esconden nuestros silencios, solo que preferimos mantenerlo ahí, escondido. Hay heridas que es mejor no remover. También es cierto que nos hicieron ser quienes somos, aunque el precio a veces fuera alto.

Sabemos, en general, las unas de las otras. Quién ha tenido hijos, las casadas, las ya divorciadas e incluso las solteras, como yo, que aún sin reconocerlo y disfrazada de independiente, ya hace tiempo que dejó de buscar el amor, no por haberme dado por vencida, sino porque, contra todo pronóstico, sí lo encontré, ese amor con el que soñaba de niña. Aquel amor cómplice, generoso, complementario. La clase de amor que te suma, que te hace crecer sin exigencias, sin posesiones.

Tal vez de entre todas nosotras fui la única que lo encontró de verdad, pero lo perdí o, más bien, el destino me lo arrebató. Uno de esos cánceres fulminantes que hacen que una persona que forma parte de ti de un día para otro deje de existir sin más, dejando un vacío que no logras ocupar con nada por mucho que lo intentes. Me lo tomo como una de esas ironías de la vida, que por haber formado parte del selecto grupo de excepciones a la regla se ocupa de que esa desviación de la norma sea efímera y dure poco.

Es por eso que no es que no crea en el amor, puesto que lo viví, es solo que no aspiro a que algo así pueda suceder dos veces en la vida de la misma persona. Así que ahora mi felicidad se alimenta de otras aspiraciones.

Por eso aquellos sueños infantiles, nuestros enamoramientos de princesas, los que se fraguaron en esas reuniones pueriles e inocentes de la habitación de Elsa, tal vez empezaron a desdibujarse esa misma noche. Tal vez aquel solo era el pistoletazo de salida hacia la realidad que nos esperaba, la cascada de acontecimientos que estaban por venir.

Pero tampoco lo digo con resignación o tristeza. Sí con cierta añoranza, eso es cierto, pero no lo veo como una derrota. De hecho, sonrío al recordar aquella época. No fue más que una foto de nuestro futuro. La que habíamos imaginado, la que nos había llegado de las películas, de los cuentos de hadas, fruto de las realidades que nos ocultaban a nuestro alrededor, de esa sensación que teníamos de superioridad e inmunidad a todo sufrimiento, seguras de que a nosotras todo nos iría bien.

Y esa foto se fue desdibujando guardada en algún lugar de nuestra memoria, como lo que, acumulado al fondo de una caja en un desván, termina oculto tras una gruesa capa de polvo, perdido.

Ilustración de Rosa García

Ahora todo aquello forma parte de un rincón de mis recuerdos, un rincón algo oscuro, una sombra en mi interior. Porque las sombras no están solo tras los edificios o los troncos de los árboles, al lado contrario del que iluminan las luces. Las sombras también están dentro de nosotros mismos, allí donde queremos guardar lo que no queremos que sea visto, lo privado, lo que nos entristece o nos avergüenza, lo ilegal, lo prohibido, lo que duele demasiado. Allí donde no queremos que incida la luz, esta vez por decisión propia, pero conscientes de que tampoco desparecerán nunca del todo. Al fin y al cabo, mientras haya luz, siempre habrá sombras y oscuridades. O tal vez sea solo que es imposible una cosa sin la otra. Al fin y al cabo, es la vida.

Raquel Esteban

53ª Convocatoria: La noche

La noche.

Ilustración de Paloma Muñoz

Dicen de la noche que es ese período que transcurre desde que se pone el Sol hasta que vuelve salir, opuesto al día, período que suele dedicarse a dormir… Pero ¿acaso la noche no oculta muchas otras realidades?

A veces la noche se llena de vida.

Vidas recién nacidas, que llegan en mitad de la noche, que tal vez se han gestado también gracias esos encuentros a los que invita la madrugada.

Otras veces la noche se llena de voces, que se oyen más fuerte en medio de los silencios. O voces que dicen verdades, que desvelan secretos, animadas por el alcohol de las barras de algún bar, resonando sobre la música de alguna sala de baile, donde dos desconocidos se acaban de conocer.

La noche también oculta sombras, entre los pliegues de las cortinas, bajo las camas, tras las puertas entreabiertas… Sombras reflejo de temores ocultos en nuestra memoria y que, aprovechando el despiste de nuestra consciencia, afloran con toda su fuerza e impiden conciliar ese sueño que dicen que debería ocupar nuestras noches.

Pero lo que sí tiene la noche son infinitas posibilidades, interpretaciones, motivos y matices.

Puede ser final o comienzo, pero siempre habrá la posibilidad de, en mitad de la oscuridad, encender la noche. De que, cuando se apaguen las luces de las casas, se prenda el brillo de las estrellas, los sueños de los dormidos, las miradas de los despiertos.

Hay muchos tipos de noches…Y muy variados habitantes en ellas.

Tal vez, si eres de los que duermen mucho, aún no lo sepas.

Raquel Esteban

Volver

Autor@:
Ilustrador@: Carolina Cohen
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Ficción realista
Rating: +18 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Volver. 

Cada vez que regreso algo en mí retrocede en el tiempo y me transporta a momentos del pasado que ahora me parecen muy lejanos, como si pertenecieran a otra persona, a otra vida…

 Cierro los ojos y aspiro este aire de olor denso, salino, húmedo… Siento cómo la brisa recorre mi piel, como una caricia, como intentando hacerse de nuevo a mí, o yo a ella. Y me dejo mecer, serenar, apaciguar por esta sensación de tiempo que avanza, pero a la vez se detiene devolviéndome, de alguna manera, a casa.

Y tras esos momentos iniciales, apenas unos minutos, hago un repaso visual de lo que me rodea.

Los mismos edificios altos y casas bajas, los coches aparcados, las caras, que podrían parecer incluso las mismas. Ese gato blanco con manchas negras ¿o eran marrones? Parece un poco más torpe, pausado y viejo, pero el mismo gato después de todo, adornando el paisaje, como siempre, descansando en el tejado. Tal vez las palmeras del jardín se vean algo más secas, o los setos más altos, menos recortados. Pero nada llamativo que capte la atención del observador a primera vista.

Esa sensación de atemporalidad lo domina todo.

Y frente a mí, imponente, majestuoso, dominante, el mar… También ese mismo mar azul intenso, infinito, con su rugido constante de siempre, que acaba colándose en el subconsciente, dejando de ser perceptible con claridad para ser algo así como la banda sonora de esta película de reposición a la que regresamos cada verano.

Me siento en la vieja silla de forja repintada tantas veces de blanco y me dejo trasportar a través de los recuerdos.

——————–

Ilustración de Carolina Cohen

Antes de que el sol caiga de pleno en las horas centrales del día, todos nos reencontramos poco a poco en la playa. Los abuelos, por lo general más madrugadores, ya hace rato que bajaron a charlar con los pescadores a medida que regresan al alba de la faena de la noche.

La orilla se va adornando de sombrillas de colores, toallas, cubos y palas, flotadores y bañistas. Grandes y pequeños, gordos, delgados, morenos, calvos, algunos con la piel enrojecida por el sol, otros arrugados por los años, todos inician su habitual ritual, como si de un guion se tratara.

Unos charlan con otros. «Cómo va la salud», «qué mayores ya los chicos», «no está la mar como otros años», «qué pena lo de María, que ya nos dejó»…, y tantas otras voces y conversaciones entremezcladas.

Otros pasean por la orilla remojando los pies mientras algún padre se afana en que ese sí sea el verano en que su pequeño aprenda a nadar.

Algunos niños, rebozados como verdaderas croquetas, escarban fosos en la orilla, intentando atrapar sin éxito el agua que les traen las olas. Las madres los vigilan atentas, aunque a veces no lo parezca, siempre pendientes del sol, de la crema protectora, de que no se adentren demasiado en el agua o de que salgan, no sin llamarlos a gritos varias veces para beber agua o tomar unos cuantos trozos de sandía fresca recién cortada.

Toda esa actividad, casi frenética de día de mercado, se ve interrumpida tan solo por las atentas miradas de los veraneantes que, impresionados, se quedan paralizados, como hipnotizados, por el ruido ensordecedor del helicóptero que sobrevuela la costa con paneles ondeantes publicitarios y arrojando desde el cielo pelotas de plástico infladas de alguna marca conocida.

Se produce entonces un gran revuelo entre los niños, empeñados en apoderarse de alguna. Todo un espectáculo, una fiesta diaria, antes de que el calor sofocante anuncie el obligado regreso al cobijo de las sombras.

——————–

Los afortunados que tienen piscina no entran de nuevo a casa sin antes darse un último remojón. Los que no se quitarán el salitre del mar con el frescor de una ducha, aunque, en ambos casos, el efecto durará poco. En el ecuador del día solo el canto de las chicharras se atreve a acompañar a la melodía del oleaje.

Las familias se refugian en casa frente a ventiladores o aires acondicionados.

Los que vinieron solo de visita a pasar el día ocupan las mesas de los restaurantes, con la puerta cerrada, para que no se escape el fresco.

Solo unos cuantos valientes continúan salpicados en la orilla, bajo las sombrillas y con sus neveras portátiles, combatiendo las altas temperaturas entre baños y bebidas frías.

Son horas de contrastes. Brindis y risas de algunos, con sobremesas de sofá, películas, lecturas y siestas para otros.

Pero las calles, desiertas, vacías, agonizantes…

Unas largas horas por delante en las que todo se paraliza, pues solo moverse produce un sudor irrefrenable que te cala de pies a cabeza, dejando la piel pegajosa, las ropas mojadas, el pelo apelmazado y la respiración más lenta.

——————–

Solo cuando los rayos de sol inciden ya de modo indirecto, indicando que ya pronto se ocultarán tras las montañas cercanas, los niños vuelven a invadir con urgencia las calles y a llenarlas con sus gritos, voces y carreras.

Todos corren como locos hacia ese camión de los helados con el que han estado soñando todo el invierno, haciendo cola con una moneda en la mano, salivando mientras se imaginan ya saboreando granizados de limón, horchata, cucuruchos de turrón o de leche merengada o un corte de vainilla.

Corretean libres por las calles, ajenos a otros peligros, a lametones con los helados, que se les derriten en las manos pringosas mientras en el ambiente se mezclan los olores de tortillas de patatas, sardinas fritas, carnes a la brasa, que se tomarán para la cena al fresco, ahora sí, de las terrazas y los patios, ya que por fin la temperatura da un pequeña tregua. Y ese es, sin duda, el mejor momento de todos.

La noche, con su llegada, despierta a las gentes de su letargo. Los vecinos se hacen a las calles con sus sillas a compartir horas y horas de distendida conversación. Alguien se arranca con alguna canción o incluso la acompañan con la guitarra.

A medida que la temperatura baja, los ánimos se van caldeando con vino fresco, cervezas bien frías o sangría, mientras los niños, incansables, juegan sin parar. En esas veladas se transmiten historias de generación en generación, se recuerdan anécdotas, se desvelan secretos, se reordena el mundo, se imagina el futuro…

Todo se llena de ruidos, de voces, de risas, de luces, de vida.

——————–

Los jóvenes se refugian en la oscuridad de la playa mezclando con alcohol el descubrimiento de los primeros amores, besos y caricias. Al fin y al cabo fue así como nosotros nos conocimos, solo que con algo más de miedo a ser observados, descubiertos.

Los chiringuitos sobre la arena, bajo la hipnótica melodía de la música chill-out, reparten entre los clientes cócteles, gin-tonics y combinados.

El frescor de la madrugada atempera el carácter y afianza sentimientos, amistades, mientras pasan las horas, sin que el sueño gane la batalla, sin que las prisas del resto del año frenen los impulsos.

Por eso la noche es, sin duda, el mejor momento, el más mágico. Esas noches de verano que permiten detener el tiempo. No solo en las veinticuatro horas de ese día, sino en el devenir de los años, pues aquí da igual que seamos más viejos, con más canas o que ya no estemos todos los que éramos.

Bueno, eso intento, que dé igual, que sea igual ahora que antes, ayer y hoy… Pero no lo es, porque tú no estás. Tú ya no regresas conmigo. Pero por eso vuelvo aquí, tratando de encontrarte, de sentirte más cerca en la inmensidad de estas noches eternas porque, de alguna manera, sé que tú estás aquí, formando parte de esto.

Porque es el mismo mar, la misma brisa, las mismas sombrillas de cada mañana, los mismos calores. Son parecidas quejas, charlas y añoranzas, también las mismas tardes, los mismos niños llenos de vida. Esos que se encontrarán y crecerán y se enamorarán, como nosotros.

Y volverá a ser la noche la que nos despierte, para buscarnos y reencontrarnos. A unos con otros en las calles, en los bares, pero también a nosotros mismos, en mitad de ese pasado desdibujado, que aquí siempre cobrará forma de nuevo.

 

Raquel Esteban

 

 

 

A través del cristal

Autor@:
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Relato
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

A través del cristal. 

Aquellas tardes de primavera, cuando el cielo se ennegrecía y se desataba la tormenta,  Germán se sentaba en la butaca de terciopelo verde junto al gran ventanal del salón, el que daba al jardín. Desde ahí podía apreciarse toda la extensión del valle y las sombras que, sobre él, proyectaban las nubes. 

Ilustración de Rafa Mir

Descorchaba una botella de vino tinto y, con una copa entre sus manos, permanecía allí, en silencio. Deslizaba el líquido denso en círculos sobre el cristal, hipnotizado con el movimiento repetitivo, mientras escuchaba  el repiqueteo constante de las gotas, que, tras golpear, caían deslizándose por la ventana.

Entonces solo la acercaba  a los labios y bebía a pequeños sorbos, deseando que el ardor del alcohol quemara los recuerdos a medida que descendía por su garganta.

Las mismas gotas, la misma lluvia y las mismas copas  que aquella otra tarde, en las que le habría gustado poder beber junto a ella,  para dar pie así a la ansiada reconciliación…

La había querido de verdad, con pasión y entrega. Habían vivido juntos años muy felices. Se habían conocido  por casualidad, curiosamente también un  día de lluvia. Ambos coincidieron al refugiarse del aguacero bajo el toldo de un antiguo café del centro. Empezaron a comentar lo inoportuno de esas tormentas inesperadas y,  tras un rato de espera, al comprobar que no parecía que fuera a escampar en breve, decidieron entrar a la cafetería a tomar algo.

Casi desde el primer momento, se había enamorado de ella. Diferente al resto, atípica con su pelo tan corto y su estilo descuidado, tan delgada, pero a la vez  con una apariencia tan segura, irradiando tanta fuerza, había captado de tal manera su interés, que no paró hasta conseguir que volvieran a encontrarse. Y desde entonces, no se habían separado.

No habían tenido hijos, aunque lo habían intentado sin éxito. Pero, una vez asumida la situación, lejos de distanciarles, habían mantenido una relación íntima, madura, respetuosa… De hecho, eran la envidia de muchos, que alababan su independencia, tanto como pareja, como por separado, en sus trabajos, aficiones… Su posición acomodada, les daba la oportunidad de permitirse viajes y caprichos.

Y derivado de esa libertad, cayó él en aquel terrible error…

Cuando quiso darse cuenta, ya no hubo vuelta atrás. Trató de ocultarlo, pero ella acabó por descubrirlo.

Se había destapado el engaño por un cambio de planes de última hora. Una invitación no comentada para asistir a una exposición en la que coincidieron sin esperarlo, ellos dos, pero también la joven que le acompañaba, a la que él rodeaba por la cintura en una actitud sonriente y complaciente en exceso, como quien muestra públicamente un trofeo. Aunque sin ninguna conducta demasiado comprometedora, ella lo supo en cuanto les vio.

Era tal la complicidad que había existido entre ellos, que le bastaba con mirarle para saber si le estaba diciendo la verdad. Por eso, cuando ella le interrogó directamente, fue incapaz de negarlo.

“¿Desde cuándo?” le había preguntado apenas con un hilo de voz, con las lágrimas rodando por sus mejillas, los brazos cruzados sobre su pecho,  tratando de contener el desgarro de un alma rota.

Y fue tan cobarde, consciente entonces del tremendo daño ocasionado, que no pudo contestar. Todo por un egocentrismo casi pueril, por sucumbir a las debilidades de una autoestima menguada por el paso de los años, por el avance de la rutina, por un capricho, ante la tentación de sensaciones ya olvidadas…

Fue entonces cuando ella se marchó. Y  cuando Germán se dio cuenta de verdad de lo que eso significaba. Perderla.

La buscó, intentó hablar con ella, esperarla a la salida del trabajo, asegurarle que todo había acabado… Pero ella le evitaba por completo.

De hecho, pasaron meses hasta que, para su sorpresa, contestó a una de sus llamadas.

“¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?”, le había preguntado. Él había respondido que solo poder darle la explicación que se merecía, verla una vez más, poder disculparse, cerrar un capítulo de tantos años, con una despedida… No le dijo, sin embargo, que tal vez estrecharla de nuevo entre sus brazos, besar sus labios como tantas veces, llorar su culpa y sus remordimientos, confesarle que ningún otro cuerpo, ni siendo más joven, había podido ofrecerle la plenitud serena y segura que con ella encontraba, y sin la cual ahora, se sentía perdido…

Tras un silencio tenso, accedió. Y acordaron la hora aquella tarde, en la misma casa que habían compartido tantos años, que había decorado ella con tanto esmero, de la que se había marchado meses atrás.

Él, nervioso, buscó la mejor botella de vino, pues juntos disfrutaban a menudo de brindar a la caída de la tarde, dejándose embriagar por los aromas y el bouquet de un buen tinto, en copa de cristal grande y de boca abierta. Y un ramo de tulipanes, sus flores preferida, los primeros de la temporada…

Llegada la hora y todo dispuesto, aquella otra tarde de primavera, empezó a llover. Y lo que parecía una lluvia fina, acabó en una fuerte tormenta. El cielo se oscureció de repente. El agua, como ahora, golpeaba con fuerza los cristales, y se acumulaba en grandes charcos frente al porche de la casa.

La llamó por teléfono, pero no contestó. “Debe ir ya conduciendo hacia aquí”, pensó. Pero las manillas del reloj fueron avanzando, sin que la fuerte tormenta amainara, y ella no apareció. Borracho tras ahogar su dolor en el líquido ingerido y quedar por dentro tan vacío como la botella, pensó que se habría arrepentido, que  habría cambiado de idea.

Solo horas después le avisaron de la desgarradora noticia sobre el accidente del vehículo, aún a su nombre, que se había precipitado por la pendiente de aquella curva, que tal vez ella tomó a excesiva velocidad para la cantidad de agua acumulada en la carretera.

Aquella otra tarde, como hoy, como todas las tardes de lluvia, él se refugiaba de nuevo en el color oscuro del alcohol, que le hacían volver a imaginar la sangre de ella sangre derramada, de su cuerpo ya sin vida. Ése que con su muerte, le mató también a él, dejándole prisionero del sufrimiento de su ausencia.

Desde entonces, las gotas de lluvia que golpean el cristal, que serpentean  por las hojas de las ventanas de ese mismo salón, sirven para ocultar sus propias lágrimas, si bien no para borrar las huellas de la pesadilla. Ésa, la pesadilla, intenta dormirla bajo los efluvios de la bebida, intentando no pensar, no sentir… Dormir para solo despertar cuando el sol asome de nuevo, dejando que penetre en sus sentidos el olor a tierra mojada. E intentar sobrevivir, hasta que una vez más le torture el aterrador sonido que anticipe una nueva tormenta.

Raquel Esteban Hernández