El dragón perdido

Autora: Chus Díaz

Ilustradores: Benjamín Llanos y Julio Roig

Corrector: Federico G. Witt

Género: cuento infantil

Este cuento es propiedad de Chus Díaz, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Benjamín Llanos y Julio Roig. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL DRAGÓN PERDIDO

Cada sábado por la mañana ocurría lo mismo. Mateo se acercaba a la biblioteca del barrio en busca de algo para leer durante la semana, pero nunca sabía qué escoger. Pasaba largo tiempo ante las estanterías repletas, revisando cada libro con gran atención. Todos le parecían interesantísimos y tardaba una eternidad en decidirse por uno.

Aquel sábado, Mateo dudaba entre una aventura espacial con ataques alienígenas o una historia de piratas cojos, mares embravecidos y tesoros enterrados. Ya casi se había decidido por los piratas cuando otro libro llamó su atención: en la imagen de portada, un caballero valiente luchaba contra un fiero dragón. Mateo hojeó el libro y descubrió más ilustraciones en su interior. En algunas aparecían de nuevo el dragón y el caballero; en otras, una bonita princesa. La historia prometía, así que no lo pensó más. Se llevaría aquella novela.

Después de mostrar el libro a la bibliotecaria para que lo apuntara, Mateo lo guardó en su mochila y salió de la biblioteca. Hacía una mañana espléndida, perfecta para jugar un partido de fútbol en el parque. Supuso que sus amigos estarían allí. Y no se equivocó.

—¡Ven a jugar con nosotros! —le gritaron, cuando le vieron acercarse.

Mateo lanzó su mochila a un rincón y se unió al partido. Se divirtió con sus amigos durante un buen rato. Cuando se cansó del juego, recogió la mochila y se despidió. Como el parque no estaba lejos de casa de su abuela, decidió pasar a saludarla. La encontró en el jardín, llenando un cuenco de leche fría para su gato. Al verle, la anciana sonrió.

—Tengo algo para ti —le dijo, con aire misterioso.

Entró en la casa y no tardó en volver con una bolsa llena de galletas recién horneadas. A Mateo le encantaban aquellas galletas. Eligió una y se la zampó en un santiamén; el resto, las guardó en su mochila. Después dio un beso a su abuela y continuó su camino a casa.
Lo primero que hizo al llegar a su habitación fue sacar de su mochila el libro de caballeros y dragones. Iba a abrirlo para empezar a leerlo cuanto antes, pero notó algo extraño: él hubiera jurado que en la portada había visto dibujado un dragón lanzando fuego a un caballero, aunque allí sólo aparecía un caballero en actitud guerrera… Pensó que debía de haberse confundido. Probablemente, el dragón que recordaba estaba en el interior.

Cuando hojeó el libro, su sorpresa fue aún mayor. En muchas páginas faltaban palabras; a veces, incluso frases enteras. Y casi todas las ilustraciones tenían borrones. A Mateo no le dio tiempo a buscar una explicación a todo aquello porque alguien le interrumpió:

—¡Psst! ¡Sácame de aquí!

El niño no podía creerlo: ¡aquella voz ahogada provenía del libro! Fijó la mirada en la doble página abierta ante él y entonces la vio. Una figurita asomando entre líneas. Era el caballero de las ilustraciones, que extendía una mano solicitando su ayuda.

Sin entender nada de lo que estaba ocurriendo, Mateo agarró al caballero y tiró de él hasta sacarlo de la página. Del impulso, el caballero rodó libro abajo y cayó sobre la cama. El niño lo observó con atención. No medía más de medio palmo, pero era de carne y hueso.

De repente, aquella figurita empezó a crecer. Alcanzó la estatura de un adulto en cuestión de segundos. Entonces se quitó el yelmo y lanzó un largo suspiro de alivio.

Mateo miraba al caballero como si acabase de contemplar a un mago sacar un regimiento de conejitos blancos de su chistera.

—¿Cómo has salido del libro? —apenas atinó a preguntarle.

—Todos los personajes pueden salir de sus libros. Otra cosa es que dejemos que los lectores nos descubran… Eso sólo ocurre en casos de emergencia. Como éste.

—¿Una emergencia? —Mateo seguía sin comprender nada.

—Nuestro dragón se ha escapado. ¿Has visto todos esos huecos en las frases y los espacios vacíos en las ilustraciones? Si el dragón no está en el libro, nuestra historia queda incompleta y nadie puede leerla. Así que tienes que ayudarme a encontrarlo.

Mateo se asustó. ¿Un dragón suelto? ¡Qué peligro! El caballero le tranquilizó. Le aseguró que los dragones no eran tan feroces como los pintaban; simplemente interpretaban un papel. El de aquel libro podía ser algo travieso, pero era incapaz de hacer daño a una mosca.

Algo más calmado, el niño pensó que lo mejor sería echar un vistazo a su mochila por si el dragón se había quedado dentro. Pero no estaba allí. De hecho, no estaban ni el dragón ni las galletas que le había dado su abuela, de las que sólo quedaban las migas. Para el caballero, no había duda: su dragón, goloso empedernido, había acabado con las existencias galleteras. Y no podía hacer demasiado tiempo de aquello… Mateo descubrió un descosido en el fondo de su mochila. Seguro que el fugitivo había huido por ahí.

Siguiendo la técnica de un detective cuyas aventuras había leído semanas antes, el niño propuso desandar el recorrido desde la biblioteca hasta su habitación para localizar al dragón. La primera parada debía ser, por tanto, la casa de su abuela.

Así que Mateo guardó el libro de la biblioteca en su mochila y emprendió el camino en busca de su primera pista, seguido de cerca por el caballero. Llegaron a casa de la abuela tan rápido como pudieron. La anciana todavía estaba en el jardín: ahora regaba sus flores.

—Abuela, ¿has visto pasar un dragón por aquí?

—¡Qué tonterías dices! —la anciana rompió en carcajadas—. ¡Los dragones no existen!

Mateo no pudo evitar ponerse rojo. Bien pensado, aquella pregunta era ridícula… Cuando dejó de reír, la abuela siguió hablando:

—El único animal extraño que ha pasado por aquí es un gato enorme. ¡Nunca había visto uno tan grande! Pobrecito, tenía mal aspecto: su piel estaba verdosa.

El caballero y Mateo intercambiaron miradas en silencio. Tenía que ser él.

—¿Qué ha pasado con ese gato, abuela?

—Me ha parecido hambriento, así que le he traído leche y galletas. Se ha bebido la leche de un trago y se ha relamido con las galletas. Después se ha alejado en dirección al parque.

El niño dio las gracias a su abuela y echó a correr hacia el parque. El caballero, avanzando con dificultad por culpa de la armadura, se esforzaba en seguir su ritmo.

Mateo confiaba en que sus amigos supieran algo del dragón. Pero el partido había acabado y en el parque ya no quedaba ninguno de ellos. Entonces el niño se acercó al rincón donde había dejado la mochila mientras jugaba al fútbol. Allí tampoco había nada.

—Hemos perdido el rastro del dragón —anunció, dándose por rendido.

—¿Te refieres a un dragón muy simpático, alto como un autobús y algo patoso al andar?

Quien acababa de hablar era una niña que les observaba desde los columpios. Mateo y el caballero se acercaron a ella con interés y la animaron a seguir hablando:

—Ese dragón ha estado empujando mi columpio durante un rato. Ha sido genial, ¡nunca me había columpiado tan alto! Después ha dicho que tenía que volver a casa y se ha ido.

—¿A casa? ¡Claro, habrá vuelto a la biblioteca! —exclamó el caballero.

Sin tiempo que perder, Mateo corrió hasta la biblioteca. Dio por hecho que el caballero le seguía; pero, cuando llegó a la puerta y se volvió hacia él, se sorprendió al comprobar que allí no había nadie. Justo entonces notó que algo le tiraba de la pernera del pantalón: era el caballero, que volvía a medir medio palmo.

—¡Aquí todos recuperamos nuestro tamaño original! —explicó, a gritos, desde el suelo.

Mateo y el caballero comenzaron su búsqueda en la biblioteca. No iba a ser fácil localizar a un dragón de bolsillo entre tantos libros. Recorrieron pasillo tras pasillo, prestando atención a cualquier posible pista, pero no hubo suerte. Por fin, oyeron algo: era un llanto desconsolado que parecía provenir de algún lugar apartado. Guiados por aquel llanto, llegaron hasta la última estantería. ¡Allí estaba el dragón! Acurrucado en un rincón, terriblemente asustado.

—¿Dónde está mi libro? ¿Y ahora cómo vuelvo a casa? —sollozaba.

Cuando caballero y dragón se encontraron, se dieron un abrazo de los que hacen historia. El caballero se sentía feliz por haber recuperado a su compañero de aventuras. El dragón respiró tranquilo al saber que por fin podría regresar a casa. Y Mateo, que les observaba satisfecho, dudó que hubiera una amistad más bonita que aquélla en el mundo real.

Llegó el momento de despedirse. El niño sacó el libro de su mochila y lo abrió por una página cualquiera. Tras prometer que no volvería a escaparse, el dragón saltó a su interior. Después el caballero estrechó la mano de Mateo con su manita y dijo, visiblemente emocionado:

—Nunca olvidaré tu ayuda. Para agradecértelo, te prometo que haremos todo lo posible ahí dentro para que disfrutes leyendo esta historia.

Dicho esto, el caballero también saltó al libro. Al instante, las palabras perdidas reaparecieron y las ilustraciones volvieron a quedar completas. En la portada, de nuevo, caballero y dragón compartían una escena de lucha. Entonces Mateo cerró el libro y volvió a casa para empezar a leerlo cuanto antes. Y, realmente, disfrutó como nunca con aquella historia.

Desde entonces, cada sábado por la mañana, Mateo sigue yendo a la biblioteca a buscar su lectura semanal. Pasa horas ante las estanterías, revisando cada libro con atención, hasta que elige uno. Después vuelve a casa con el deseo secreto de abrirlo y encontrar huecos entre palabras o borrones en las ilustraciones.

Por ahora, no ha vuelto a pasar. Pero él no pierde la esperanza de que, algún sábado, un personaje vuelva a salir de su libro… Sólo en caso de emergencia, claro.

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