Un árbol en mi retrete

Autora: Irene Moreno Jara

Ilustrador: Jessica Sánchez

Correctora: Mariola Díaz-Cano Arévalo

Género: cuento infantil

Este cuento es propiedad de Irene Moreno Jara, y su ilustración es propiedad de Jessica Sánchez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

UN ÁRBOL EN MI RETRETE

En la casa azul de un pueblecito perdido en los mapas vivía Curro, un niño pelirrojo y regordete que soñaba con ser Superman.

En su octavo cumpleaños, Curro esperaba recibir el regalo que llevaba días y meses esperando: un edredón de su héroe favorito. Al fin, cuando tuvo en sus manos el gran paquete que le habían entregado sus padres, supo que había llegado el momento de dormir seguro. Superman velaría por él, pero Curro sabía que seguiría habiendo un problema que se le resistiría hasta al mayor de los superhéroes: el escurridizo pipí.
El pequeño pelirrojo no sabía por qué sucedía, pero, cada mañana, sus sábanas amanecían mojadas. Lo había intentado todo: apenas beber agua en la cena, mantenerse despierto durante la noche leyendo cómics, poner el despertador a cada hora… Nada había funcionado. El escurridizo pipí siempre acababa haciendo de las suyas; era el mayor de los malignos y, día tras día, conseguía ganarle la batalla. Ahora, y gracias a sus padres, tendría cada noche a Superman de aliado. A Superman y a un objeto misterioso a los pies de su cama, pero esto Curro aún no lo sabía…

Margarita y Ramón siempre desayunaban tristes. Su hijo bajaba las escaleras cabizbajo, queriendo guardar un secreto a voces, y ellos no eran capaces de encontrar una solución. Hasta que en la estantería más alta de la tienda de juguetes vieron un extraño retrete; un wáter amarillo, sin dibujos, con cisterna y todos los abalorios típicos de una letrina. Pero era un retrete extraño. La caja que lo contenía era vieja, sus colores estaban gastados por el tiempo, y en la parte superior solo había una etiqueta que decía «Retrete mágico».
Margarita y Ramón estaban a tiempo de elegir el wáter mágico como regalo, pero conocían la ilusión que le haría a Curro dormir junto a su héroe favorito, así que compraron el edredón de Superman como regalo de cumpleaños y el retrete como posible pócima contra el pipí escurridizo.

Después de haber abierto once paquetes, Curro no podía imaginar que antes de irse a la cama tendría que abrir uno más. Con la barrigota llena de merengue y la lengua del color de las guindas, el pequeño llegó a su habitación y vio un bulto sobre de la cama. Envuelto con papel amarillo y un gran lazo naranja, el bulto brillaba encima del edredón nuevo que acababa de colocar Margarita. Solo hubo una cosa que no le gustó a Curro de ese misterioso regalo: tapaba la cara de Superman.

Ilustración de Jessica Sánchez

Ilustración de Jessica Sánchez

Con ilusión y ansias, el único pelirrojo de la familia Limón abrió el paquete y vio que lo que contenía era un mini retrete. Ante la cara de duda de su hijo, Margarita comenzó a explicarle los poderes mágicos de aquel wáter y le dio las instrucciones de uso. A partir de aquella noche, el pipí escurridizo tendría un nuevo enemigo; los bosques, un nuevo aliado.

Por la novedad, y porque la palabra «magia» siempre tiene efectos asombrosos en los niños, Curro empezó a utilizar con frecuencia el retrete amarillo. Había algo en aquel wáter que hipnotizaba al pequeño; algo en el fondo que parecía que quería salir, pero que, por vergüenza, permanecía oculto. Algo que, el día menos pensado, consiguió asomar una ramita.
Un pequeño árbol de hojas moradas, ramas finas y un tronco del color del chocolate, había emergido del fondo del urinario y permanecía quieto ante los ojos de Curro, que miraba atónito lo que había conseguido crear su retrete mágico.

Ilustración de Jessica Sánchez

Ilustración de Jessica Sánchez

Le hubiera gustado saber qué habría hecho Superman en ese caso, pero como su superhéroe permanecía callado y quieto, Curro pensó que la mejor opción era sembrar el árbol en algún lugar. Se asomó por la ventana y a lo lejos, cerca de la casita roja de su abuela Lola, vio el lugar perfecto: el Bosquecillo Apagado.
El Bosquecillo Apagado era el recuerdo de lo que había sido un bosquecillo alegre y colorido; un lugar lleno de alegría, de árboles y flores que, por falta de mimos, se había puesto triste hasta convertirse en una zona oscura y solitaria. Curro pensó que, si de su retrete salían arbolitos de colores, podría crear un bosque mágico al que llamaría el Bosque Arcoíris.
Y así sucedió.
Por cada vez que el pequeño hacía pipí en el wáter amarillo, un nuevo árbol comenzaba a crecer en el fondo. Salieron árboles de hojas rojas, hojas de color turquesa y de color pastel; arbolitos con ramas de canela y florecitas de vainilla. Decenas de árboles que Curro sembró con mucho cariño y cuidado durante años hasta que llegó el día en el que el pequeño no pudo regar más.
El pipí escurridizo había desaparecido y con él los arbolitos, pero Curro no estaba triste. Ahora, cada mañana, bajaba contento las escaleras porque, al despertar, podía mirar por la ventana y ver un bosque como el de los cuentos.
Los arbolitos del Bosque Arcoíris no crecieron nunca, pero vieron cómo Curro se convertía en un apuesto joven que estudió jardinería y se casó con la bella Manuela. Cada vez que los enamorados paseaban por el bosque, el viento movía las hojas hasta que llenaban el cielo de fantasía. Sin embargo, era la época del otoño la que más le gustaba a Curro. El suelo se llenaba de pulguitas rojas, verdes, azules y amarillas que el jardinero guardaba en un saquito para llevárselas a casa. Allí, en la morada de Manuela y Curro, las paredes de la que sería la habitación de Currito iban llenándose de magia…

En apenas veinte años, el pequeño gran pelirrojo había sembrado el bosque más bonito del planeta, había derrotado al más pesado de los enemigos y, sin darse cuenta, se había convertido en el competidor de su gran héroe. Ahora, Curro era un Superpapá.

Mientras tanto, el retrete mágico y el Bosque Triste esperaban ansiosos que Currito creciera…

El ahogo de las palabras

Autor: Irene Moreno Jara

Ilustradores: Reila y Rafael Mir.

Corrector: Federico G. Witt.

Género: relato

Este relato es propiedad de Irene Moreno Jara y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Rafael Mir y Reila. Quedan reservados todos los derechos de autor.

EL AHOGO DE LAS PALABRAS

Si Brasil hubiera sabido dónde iba a terminar su mensaje, seguramente no lo hubiera metido en una botella. El fondo del océano no es un buen lugar para que mueran las palabras. Pero claro, Brasil no conocía el destino de sus letras cuando las creó. Nunca pudo imaginar que su capricho se convertiría en una historia de amor como no hubo otra igual.

Todo comenzó el día que apuró una botella de agua. Tan bonita era que a Brasil le dio lástima tirarla a la papelera mugrienta que había a su lado, así que le secó las últimas lágrimas y se la guardó en la mochila.

Al llegar a casa lo único que rompía la rutina de la joven era el recipiente que ocultaba en su saquito personal. El silencio continuaba; la desilusión permanecía. La soledad se hacía perpetua.

Brasil mordisqueó sin ganas una manzana y se dispuso a irse a la cama. Sin embargo, sus planes se truncaron cuando, de repente, sintió deseos de volver a contemplar el cristal de la botella que permanecía guardada en su mochila de cuero.

La miró una y otra vez, la acarició suavemente y jugó con su pegatina rosa hasta que la despegó. Brasil no supo explicar lo que le evocaba aquel recipiente, pero se mostraba confiada, con ganas de revelarle sus más profundos pensamientos. Sin más rodeos, cogió lápiz y papel y vomitó dos palabras. Dos vocablos mal escritos que denotaban nerviosismo controlado y que hubieran resultado difíciles de leer si así hubiera ocurrido. Pero no.

Ilustración de Rafael Mir

Ilustración de Rafael Mir

Brasil enrolló el papel donde había colocado su mensaje y lo introdujo en la botella. En pijama y con chinelas salió a la terraza, abrió la cancela y anduvo hasta que llegó a la playa. Allí la luna la miraba y adivinaba sus intenciones: lanzar lejos la botella. Adiós, palabras; adiós, pensamientos.

Hola, Wilfredo.

Wilfredo era un cangrejo alegre, pero solitario, al que le gustaba indagar los rincones más oscuros del fondo del océano. Con un pasito para atrás y otro pasito para adelante (siempre y cuando le saliera), Wilfredo conseguía hacer cosquillas hasta al más duro de los corales. Sus patitas, curiosas e inquietas, nunca dejaban de remover la arena en busca de algún tesoro. Un día, el tesoro le cayó del cielo o, mejor dicho, de la superficie del océano.

Wilfredo quedó paralizado cuando un objeto no identificado se posó en la arena. A través de él vio que contenía algo blanco, algo alargado y con forma de tubito. Algo que, por el agua que se había ido introduciendo por el gollete, estaba mutando su forma y se estaba convirtiendo en una especie de sábana suave, ligera y sedosa. O eso le pareció a Wilfredo.

Con cautela, el cangrejo metió una de sus patas dentro de la botella y se introdujo en ella. A los pocos pasos ya había recorrido toda la superficie. Se sintió bien. Con sus pinzas cogió la enigmática sábana y, sin saber porqué, se tapó con ella. Allí permaneció toda la noche. O todo el día… En el fondo del océano no existe el tiempo.

Ilustración de Reila

Ilustración de Reila

Pasaron las horas y los días para los humanos mientras pasaban las corrientes para Wilfredo, y cada noche volvía al mismo lugar, a su botella. La había convertido en su guarida, en su escondite seguro. Pero tal y como ocurre en todas las vidas y en todos los mares, nada es eterno, y todo lo que muta vuelve a mutar.

Llegó el día en el que Wilfredo se tapó con su sábana y notó algo extraño. Hacía más frío de la cuenta dentro de la guarida. La sábana había perdido su suavidad, ahora era más frágil que nunca y al cangrejo le daba miedo cogerla con sus pinzas porque podía dañarla. Sin embargo, el crustáceo siempre encontraba la manera de cobijarse bajo ella, hasta que llegó el día que ni esto pudo hacer.

La sábana se deshizo, se descompuso en pequeños trozos. Wilfredo no pudo asistir a su muerte, pero cuando llegó a la botella, como cada noche, vio a la que había sido su compañera rota en pedazos. De sus enormes ojos brotaron dos lágrimas gigantes, tan grandes que casi inundaron la botella. Sin embargo, como huyendo de lo que se avecinaba, las gotas se escurrieron por el gollete y se mezclaron con el mar.

A partir de ese día, Wilfredo no volvió a salir del recipiente. Más solo que nunca, su vida se tornó rutinaria, silenciosa. Una vida desilusionada, justo igual que la vida de Brasil.

Si la joven hubiera sabido dónde iba a terminar su mensaje, seguramente no lo hubiera metido en una botella. No por la posibilidad de que sirviera de sábana a un cangrejo llamado Wilfredo, sino porque el pensamiento, SOMOS ESPUMA, siempre buscaría su destino: hacerse realidad en el fondo de un mar.

Irene Moreno Jara

La metamorfosis de Quito

Autor: Irene Moreno Jara

IlustradoresJordi Ponce y Pilar Puyana

Corrector: Federico G. Witt
Género: Relato fantástico (a partir de 7 años)
Este relato es propiedad de Irene Moreno Jara y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Pilar Puyana y Jordi Ponce, respectivamente. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La metamorfosis de Quito

 

Érase una vez, en un charquito sucio y pequeño, un mosquito inconformista que soñaba con convertirse en no sabía bien quién.

Quito, pues ese era su nombre, nació queriendo ser un león, creció esperando ser un elefante y ahora, casi en los últimos días de su vida, envejecía añorando ser un humano. Su madre, Moscaela, siempre le había reñido por querer ir a contracorriente, pero él había hecho trompetillas sordas y, aunque nada le había salido como había deseado, aún tenía esperanzas de hacer realidad su sueño.

Una noche, desobedeció las señales del destino y desplegó sus pequeñas alitas rumbo a lo desconocido. Lo importante para Quito no era el fin, sino el propio camino. Siempre le habían dicho que las encargadas de chupar la sangre eran las hembras, pero él se había negado a aceptar tal restricción. Tal vez su pincho no fuera lo suficientemente fuerte como para atravesar la piel, pero nunca subestimó sus poderes.

Así, con las ideas fijas y sus ansias de morder, se propuso demostrar al mundo que podría conseguir lo que se propusiera.

Su primera presa fue la más difícil. Quito sabía que para poder convertirse en vampiro lo primero que tenía que hacer era picotear el cuello de alguien que ya lo fuera. Pensó que nadie podría tener una sangre tan pura y sana como la de la bella Kita, una mosquita a la que sorprendió en el cristal de una ventana y pinchó casi sin que ella se enterara. Fue un mosquibeso, una muestra de pasión interesada propia de damas y dráculas y que hasta un minúsculo ser sabe realizar sin tener experiencia.

Quito ya tenía el poder.

Con un gatito negro topó nada más alejarse del charco. Como Quito apenas podía ver, no le asustaron los ojos amarillos del minino, que apenas se inmutó cuando el mosquito se posó en su oreja.

Con la suavidad propia de un inexperto, introdujo su pincho sin que el felino se inmutara.

Quito ya podía ver.

En su deambular volador por las calles oscuras, el mosquito se aburrió. Decidió alejarse al bosque, donde tuvo que elegir entre dos presas: un búho y un lobo. Fue este último el que ganó. A Quito le costó clavar su pincho en la piel peluda del lobo, pero con agresividad y coraje pronto lo consiguió. El lobo apenas sintió el bocado, aunque se mostró incómodo cuando al mosquito le crecieron, como por arte de magia, unos colmillos gigantes que desprendían un desagradable olor a hocico de perro.

Quito ya podía morder.

Ahora, con su nuevo estado, al mosquito le costaba más volar. Su peso había aumentado y, aunque ya casi tenía inutilizado su pincho, mover sus alitas se convertía en una tarea difícil de desempeñar. Sin embargo, y haciendo un gran esfuerzo, consiguió llegar a un gran lago. Allí, decenas de pájaros con patas gigantes mojaban su pico y se dormían a la luz de la luna.

Unas patas largas y fuertes eran lo que necesitaba Quito para poder continuar con su metamorfosis. Por eso, casi arrastrándose por la hierba, ocultando su dentadura y plegando sus alitas, llegó a los pies de uno de los flamencos y le hincó uno de sus colmillos. Rápidamente, el mosquito creció.

Quito ya podía correr.

Ilustración de Pilar Puyana

Ilustración de Pilar Puyana

Y como ya podía correr le pareció oportuno regresar a su lugar de origen, a la ciudad, para estrenar su nueva condición. Ahora, nada ni nadie se le resistiría.

Lo que más le extrañó es que, a pesar de su extraña apariencia, nadie le prestaba atención. Andaba por la acera con sus largas y flacas patas y nadie lo miraba. Se chocaban con sus alas y nadie se volvía. Encandilaba con su mirada amarillenta y nadie se tapaba. Chirriaban sus colmillos con el asfalto y nadie se sorprendía.

Por la cabeza de Quito rondó la posibilidad de haberse vuelto invisible, pero aquello era imposible. El cristal de los escaparates le iba proyectando la realidad, su nueva realidad. Poco a poco iba adquiriendo lo que él quería ser, algo aún sin calificación, pero que le fascinaba.

La autoestima del mosquito creció. Quería más: presas más difíciles, desconocidas, poderosas… Peligrosas.

De repente, se cruzó con alguien que llamó su atención. No por sus gafas oscuras en la mitad de la noche, sino por su olor a ira. Tampoco llamó la atención de Quito el gesto enfadado del puño de aquel hombre. Él fijó su mirada felina en los movimientos. Nunca había visto un cuerpo moverse en búsqueda del desastre, de la destrucción.

Aquel hombre fue una tentación para el insecto mutante. Temía los efectos de la sangre que pudiera correr por sus venas, pero sentía una llamada extraña hacia lo que sabía que estaba prohibido para él. Una vez más, iba a contracorriente y hacía trompetillas sordas a su conciencia.

Ilustración de Jordi Ponce

Ilustración de Jordi Ponce

Así, sin pensárselo más porque los nuevos pensamientos lo alejaban de su objetivo, Quito quiso demostrar que era un mosquito valiente, que nadie ni nada podían pararlo. Para él no había un NO. Tampoco existía el miedo.

Con la cordura propia de un mosquito y los autoconvencimientos propios de un insecto, Quito apuñaló con sus colmillos a aquel hombre a la altura del pecho.

Ahora sí, ahora había conseguido el festín sangriento con el que tanto había soñado. Nunca pensó que tanta sangre junta supiera a vinagre y doliera al tragar, pero de lo que verdaderamente se extrañó fue que sus alitas, sus colmillos, sus largas y estrechas patas y sus ojos desaparecieran.

Quito no sabía qué había ocurrido. Se sentía extraño, inquieto. Algo en él le recordaba a aquel hombre que yacía en el suelo, pero no sabía el qué. La gente seguía paseando por la calle sin inmutarse. Todo seguía sucediendo con una rutina impropia. ¿O tal vez propia? Para Quito todo era un desconcierto.

Con una frialdad ajena a su ser original, el mosquito continuó su camino hasta que se topó con un charquito sucio y pequeño. A pesar del color marrón del agua, pudo ver su reflejo en él.

Por fin.

Por fin Quito era un monstruo.

Un monstruo humano más.

Eva, la mujer dragón

Autor: Irene Moreno Jara

Ilustradores: Ernesto Lovera y Ana Salguero

Corrector: Federico G. Witt

Género: Relato fantástico

Este relato es propiedad de Irene Moreno, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Ana Salguero y Ernesto Lovera. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Eva, la mujer dragón

Dios hizo el mundo en siete días. De ahí los errores que tiene. El Paraíso lo creó en dos horas. De ahí que fuera un desbarajuste. Si nos metemos en la descripción de la creación de los dos seres humanos podemos afirmar que empleó en uno más tiempo que en otro. Y si ya contamos con la presencia de cierto reptil lo que podremos decir es que en su creación Dios no hizo otra cosa que perder el tiempo, o al menos eso pensó Eva durante años.
Cuando Dios hubo creado el mundo volvió al Paraíso y se sentó a la sombra de su última creación, un manzano, para valorar el trabajo realizado. Pensó que, ante tal desbarajuste, estaría bien la presencia de una mente capaz de razonar y de llevar al orden todo lo que Él, por cansancio, había sido incapaz de conseguir. En dos días había creado un Paraíso desordenado y en siete había construido un mundo basado en la nada y que, estaba seguro, no tendría buen final.
Dios estaba cabizbajo, pero sabía que tenía que esforzarse en una última creación, la de un ser que arreglara sus errores. Se levantó, dejó atrás el manzano y comenzó a andar descalzo por la hierba fresca.

—¡Un reptil! —dijo, sorprendido de su propia idea.

El Todopoderoso pensó que un reptil daría vida a tanto espacio solitario y que, gracias a su forma de moverse, identificaría los errores cometidos por Él, desde el más pequeño y escondido hasta el más escurridizo. Así, y como era y es de ideas fijas, creó un reptil, una serpiente larga y verde cuya mirada lo cautivó. Pero hasta esto le salió mal. Dios bautizó a su criatura con el nombre de Luci, pero enseguida la rebeldía brotó de ella y se autonombró Demon. Tras comunicarle esta decisión a su creador, la serpiente se perdió entre la hierba y desapareció. Nunca más fue vista por Dios, así que Este decidió volver al manzano en busca de una idea mejor.

—¡Crearé algo a mi imagen y semejanza! —dijo, pegando un respingo sobre la hierba.

Enseguida se puso a trabajar. Como por arte de magia surgió de entre sus manos un ser al que denominó hombre. Le gustó, lo aceptó y lo bautizó bajo el nombre de Adán. Este no rechistó, a diferencia de Demon, pero pronto vio el Sabelotodo que a ese hombre le haría falta compañía, algo o alguien con quien compartir el inmenso jardín, algo o alguien que le diera valor, fuerza e inteligencia para saber adaptarse a los errores del Paraíso o, en el mejor de los casos, saber corregirlos.

Esta creación le costó más trabajo y concentración. Consiguió unir en su mente el fuego con el coraje, dio volumen a las zonas planas del hombre, hizo curvo lo recto y perfiló con armonía y sutileza cada rincón de lo que llamaría mujer.

Una vez creado dicho ser, al que bautizó con el nombre de Eva, Dios los contempló. Estaba contento y satisfecho de su trabajo, pero en cuanto los vio desenvolverse en la inmensidad del Paraíso supo que algo volvía a estar mal. Sin embargo, esta vez no quiso quedarse para ver las consecuencias y con las mismas suspiró, alzó la mirada al cielo y, como si de una paloma mágica se tratara, ascendió a las Alturas dejando a Adán y Eva en la tierra.
Con el paso del tiempo, las dos criaturas divinas aprendieron a desenvolverse en el mundo que les había tocado vivir. Claro está, cada uno a su forma y modo de entender las cosas a pesar de ser del mismo padre y de la misma madre.
La admiración que Adán sentía por Eva no le era suficiente para ponerse a su altura. Desde el primer momento de soledad que vivieron los dos Adán se mostró como una persona frágil, miedica; inseguro y holgazán vivía a la sombra de Eva. Eso sí, amaba con todas sus fuerzas a su compañera, la cuidaba y mimaba siempre que sus enfermedades constantes se lo permitían, e intentaba halagarla con alguna flor cada vez que ella le reñía por su comportamiento. Eva, en cambio, era una mujer con coraje, valiente e individualista a la que nada le asustaba. Se desenvolvía a la perfección en la inmensidad paradisiaca, siempre estaba buscando ideas con las que mejorar y, aunque a menudo regañaba a Adán por su vagancia, en su interior reconocía que no podría vivir sin él. Había una sola cosa, un único inconveniente, que hacía que Eva no fuera la mujer perfecta: perdía los nervios cada vez que hacía acto de presencia Demon.
Sí, el reptil creado por Dios había desaparecido a los pocos minutos de ser creado y autobautizado, pero en cuanto descubrió que en el Paraíso existían dos seres más volvió a las cercanías del manzano para encontrar el rastro de ambos.
Adán y Eva habían construido su hogar bajo un gran árbol de copa ancha y verde que lucía con majestuosidad cerca de un pequeño lago. Demon pronto los descubrió y empezó a merodear por las cercanías sin dejarse ver. Las dos criaturas humanas supieron de su existencia por el olor a azufre que se respiraba de vez en cuando y, sobre todo, por la serie de altercados que se sucedían sin explicación aparente: destrozos en el huerto, árboles quemados, pajaritos lisiados, peces flotando en el lago… Cuando Demon reptaba por los alrededores Adán y Eva comenzaban a discutir, se planteaban la fuga del Paraíso, sentían vergüenza de ir desnudos y maldecían a su creador por no haberles proporcionado más felicidad. En cuanto la cola de la serpiente desaparecía, el bien y la felicidad volvían  a reinar entre los dos.

Gracias a su inteligencia y poder de observación, Eva fue consciente de todo esto el día que vio a Demon trepar al árbol más alto del Paraíso. Su rapidez, su fuerza y, sobre todo, la mirada que le dedicó, le hicieron pensar que aquella no era una serpiente normal sino que tenía que ser la reencarnación del Mal. Todas las sospechas de Eva se confirmaron cuando vio que el reptil llegaba a lo más alto del árbol, se giraba, le dedicaba la sonrisa más pícara y siniestra que jamás viera nadie, y le enseñaba su lengua: un tridente rojo pasión, pero puntiagudo como el más afilado de los cuchillos.

Eva entendió que tenía que hacer algo para acabar con aquel bicho, pero pronto fue consciente de que ella sola no podría hacerlo desaparecer. Sin embargo, Adán, que se dormía cada noche contemplando la belleza y sabiduría de Eva, sabía que existía algo que inquietaba a su compañera. Por eso, cuando un día fue al manzano a recapacitar sobre su condición de hombre y vio la manzana azul, supo que era un regalo especial para Eva, un presente de parte de aquel hombre vestido de blanco y con barba larga que hacía tiempo lo había mirado con disconformidad y resignación.
Contento por el descubrimiento, el único hombre del Paraíso corrió con la manzana azul en la mano en busca de su compañera. La encontró como siempre: alterada, de un sitio para otro, en busca de alguna pista que la llevara a descubrir la forma de aniquilar a Demon. Cuando vio aparecer a Adán enseguida pensó que una nueva enfermedad acontecía al hombre y con gesto de cansancio paró de inmediato su búsqueda.
—¡Es para ti! — dijo orgulloso el varón—. Es un regalo del hombre de las barbas blancas que subió al cielo, ¡estoy seguro! Es una manzana para ti, tiene el color del pajarito que más te gusta: azul.

Eva era mujer de pocas palabras. Del color de su pajarillo preferido o siendo un regalo del hombre de las barbas, Eva lo que vio en aquella manzana fue un bocado exquisito; y por eso, casi sin dejar a Adán terminar su hipótesis, mordió la fruta con ansia. Lo que vino después debió de ser un milagro divino. Al final Adán llevaba razón: el señor de las barbas blancas estaba detrás de todo.
Cuando el primer bocado de la manzana abultó el blanco y delicado cuello de Eva, el cielo del Paraíso se tiñó de negro. Un fuerte viento sopló por todos los rincones, los pajarillos desaparecieron, las flores agacharon su tallo para no poder ver lo que iba a suceder, los animalitos corrieron despavoridos en busca de un lugar donde esconderse, el lago cercano a la morada de Adán y Eva se enfureció hasta formar altas olas y un fuerte olor a azufre comenzó a reinar en el ambiente. El Mal estaba cerca.
En la hierba comenzó a abrirse un surco, un pasillo de tierra por donde se abrió paso la serpiente verde de cinco metros. Sus ojos, más amarillos que nunca, descubrían lo terrible que sería la batalla; su lengua, en forma de  pinchos ardientes, generaba el silbido de la guerra; y su cola, cascabel inquieto, vibraba al ritmo del tic-tac de la muerte.
A pesar de lo tenebroso de toda esta historia, lo que ocurrió finalmente es que Demon fue sorprendido por las características de su rival, tal y como ocurre en todas las historias que generan expectación. Él estaba acostumbrado a ganarle la batalla al más feroz de los leones, al más todopoderoso de los dioses… A su contrincante la había visto y estudiado desde lejos, desde lo alto del árbol, pero nunca se había enfrentado a ella. A Eva, la mujer dragón.
La manzana azul había hecho de la mujer un nuevo ser. Su melena pelirroja se había conservado intacta, pero su rostro había sufrido una metamorfosis. Ahora su piel era amarillenta y dura, su nariz y boca habían adquirido tintes de hocico, y aunque se mantenía de pie gracias a sus dos piernas, sus brazos habían desaparecido para dejar paso a unas enormes alas que le permitirían despegarse del suelo.
Adán, en cuanto vio que algo extraño le pasaba a la mujer, sintió miedo. Pensó que, tal vez por su culpa, Eva había dejado de ser humana para convertirse en un temido dragón. Corrió y corrió a pesar del cielo negro y el fuerte viento en busca de un lugar seguro, mientras Eva, que no había dejado de visualizarlo en ningún momento, dirigía ahora su mirada a su presa: Demon.

La batalla duró poco.

Antes de dar un paso en vano, Eva practicó con su nueva condición. Intentó gritar para atemorizar a la serpiente, pero en lugar de un rugido lo que salió de su hocico fue una extraña llamarada. De un color rojo intenso, comenzaron a buscar la luz una hilera de corazones. Al salir del calor interno del dragón y tomar contacto con la atmósfera, los corazones se inflaban y comenzaban a flotar en el aire. Cientos… ¡miles de corazones rojos, gordos y mullidos, llenaron el campo de batalla! A Eva le entraba tos de vez en cuando y, por cada agitación que sufría, un vocablo en forma de nube esponjosa se abría paso entre los corazones. AMOR, FELICIDAD, PAZ. La mujer fue consciente de que esas iban a ser sus armas.

Pero Eva pensó que desperdiciar algo tan bonito en matar a un ser rastrero no era justo. Así que por esto, y dando fin a un batalla que nunca debería haber comenzado si Dios hubiera hecho las cosas bien, el ser inteligente hizo uso de su hambre atroz y, aprovechando un giro torpe de Demon, se precipitó sobre él y… ¡ÑAM!, lo engulló enterito.

En ese momento el sol comenzó a brillar, las aguas se calmaron y el fuerte viento guardó silencio. Los animalitos volvieron a campar a sus anchas por todo el Paraíso y las flores empinaron sus tallos para ver a Adán regresar brincando por la hierba.

Todo volvió a la normalidad. En el Paraíso imperó de nuevo la rutina y, aunque a Eva el bocado le provocó pesadez de estómago, vivió orgullosa, por los siglos de los siglos, de saber que sería la única mujer capaz de comerse un plato tan pecaminoso.  O, al menos, eso fue lo que pensó durante años…

Caminito de Belén

Autor: Irene Moreno

Ilustradores: Marta Freixas, Jessica Sánchez y Lidia Terol

Corrección: Federico G Witt

Género: relato fantástico

Este relato es propiedad de Irene Moreno y sus ilustraciones pertenecen a  Marta Freixas, Jessica Sánchez y Lidia Terol. Todos los derechos reservados.

Caminito de Belén

Me llamo Pepper, Pepper Mint Gum, y soy un chicle.

No sé exactamente desde dónde os hablo. Esto no debe de ser el cielo, porque el cielo es azul y aquí me encuentro rodeado de negro. Pero no importa, os contaré mi historia sin saber si estoy vivo, muerto o, en el mejor de los casos, pegado en una papelera. Al fin y al cabo… soy un chicle.

Mi viaje hacia el lugar desconocido donde me encuentro comenzó cuando Perico me seleccionó entre los de mi especie para abandonar el cajetín. Allí estuve alrededor de dos meses, en una cajita de plástico transparente que ofrecía dos milímetros escasos para cada uno de nosotros. Conviví con chicles de fresa, de lima y de melón, pero con los que más amistad hice fueron con los de manzana. En los dos meses que estuve en la cajita de plástico recuerdo que apenas llegamos a ser tres los chicles de menta. Los de los otros sabores nos temían porque tenemos fama de ser fuertes, frescos y duraderos. Ninguno quería competir con nosotros, por eso hacían lo imposible para que en la cajita no cupiéramos más de tres. Aun así, aun en minoría, el baulito de chicles se regía bajo nuestras normas.

Pero claro, llegó el día en el que Perico, el dueño del quiosco de la calle Pegatina, metió su enorme y estropeada mano en el cajetín y me eligió a mí, a Pepper Mint Gum, como ganador del viaje a un lugar desconocido. Bueno, con el tiempo supe que mi destino se llamaba Belén; lo desconocido vino después, es decir, cuando llegué a mi ubicación actual.

Belén fue mi albergue, mi lugar de desarrollo personal, el sitio donde llegué a conocer mis límites y mis facultades como chicle. Una pena que solo pudiera estar en ella apenas unas horas. Y es que Belén no fue un lugar cualquiera: Belén fue la niña más bonita, con el cuerpo más chiquitito, frágil y precioso que jamás pude encontrar.

Su madre la llevó al quiosco de Perico con la intención de callar su llanto. Belén se había caído y se había roto sus leotardos rojos, y Esther, su mamá, quería calmar su pena con un rico chicle. Fue entonces cuando salí del baulito para pasar de las manos de Perico a las manitas rechonchas de Belén.

Como por arte de magia y con una sutileza increíble a pesar de su inexperiencia, mi institutriz me mostró al mundo en mi estado más puro, me despojó de las rígidas vestiduras que habían ocultado mi piel verde, me desnudó tan suavemente que ni sentí frío. Cuando me convertí en un chicle vulnerable, Belén jugueteó conmigo durante unos segundos y, sin avisar, me embarcó en el viaje de mi vida.

Asustado y sin saber a dónde me dirigía pasé de la luz a la oscuridad en cuestión de un instante. Aquel lugar al que llegué tenía varias piedras blancas de escasa altura, una alfombra roja y esponjosa y resbaladiza y un techo alto del que caían gotitas… ¡Gotitas de saliva! Me sentí un poco pringoso y pegajoso.

Esta peculiar estancia a menudo abría y cerraba sus puertas y dejaba pasar la luz. Me apoyé en una de las piedras. En una de las del final, que daban sensación de solidez. Pero de poco me sirvió, porque aquel salón mojado pasó a convertirse en una trituradora asesina. Un fuerte zarandeo provocó mi inestabilidad. Me tambaleé de una piedra a otra, patiné por la alfombra roja acolchada; la trituradora me atrapaba por momentos, pero me salvaba de sus dientes criminales mi estado escurridizo. A pesar de todo experimenté por primera vez lo que era el dolor. Tanto tiempo en el cajetín me había privado de muchas cosas buenas, pero también de una diversidad de malas experiencias. Ahora estaba sintiendo el miedo a lo desconocido, el dolor físico; estaba siendo consciente de que era un chicle escrupuloso, ignorante e indefenso. Mientras danzaba de un lado a otro me preguntaba qué estaría haciendo Belén…

Llegó el momento en el que le encontré el lado divertido a toda aquella peripecia, a toda aquella inseguridad vital. De subsistir en la rutina de un cajetín pasé a temer por mi integridad a cada segundo. El riesgo. Sí, debía de ser el riesgo lo que me mantenía atento. Nunca supe en qué momento las piedras blancas pasaron a ser apisonadoras, pero lo que sí sé es que me cambiaron para siempre. Yo, Pepper Mint Gum, dejé de ser un chicle de menta rectangular y me convertí en una masa deforme pero amoldable a cualquier situación e imprevisto. Y menos mal…

Ahora que puedo hablar con conocimiento de causa de lo que me pasó, pero no de dónde estoy, puedo decir que en uno de los zarandeos del centrifugado en el que me vi envuelto fui a caer en un pozo sin fondo. La sensación me recordó a lo que un día contó mi prima Cherry Gum en el almacén en el que nací. Ella me aseguró en una de nuestras conversaciones que su vida había estado llena de aventuras. Había experimentado la caída libre en la piñata de un cumpleaños; había viajado en un vehículo plastificado en forma de zanahoria, junto a unos gusanitos amarillos y unos señores cabezones con cuerpos como palos cuyas molondras desprendían un dulce aroma. Pero sobre todo recuerdo cuando me contó la experiencia de resbalar por un tobogán. Esas cosquillitas, esa sensación de ingravidez… Algo parecido fue lo que yo noté cuando caí en aquel precipicio oscuro, estrecho y con paredes viscosas. El transcurso del viaje a lo largo del tubo-gan me pareció un aburrimiento. Como soy un chicle, en ocasiones me quedaba pegado a las paredes y tenía que esperar a que un chorrito de líquido cayera por la cascada negra y me consiguiera despegar. Una de las veces que estuve descansando escuché un tambor. Pum pum… pum pum… El tubo-gan vibraba moderadamente al compás y yo casi conseguía dormirme con la cantinela que, de tanto repetirse, llegaba a ser un son hipnótico. En uno de mis vaivenes logré ver el tambor de lejos: rojo, mullido y solo, se encontraba metido en un caparazón. Me recordó a una familia de gominolas que vivían en el quiosco de Perico, los Corasonsitos, solo que este tambor no tenía caspa dulce que lo envolviera.

Ilustración de Marta Freixas

Permanecí en el tubo-gan un buen tiempo, hasta que el chorro de agua que de vez en cuando caía no fue un chorrito, sino un río desbocado cuyo cauce enfurecido consiguió arrancarme de cuajo del aletargamiento que envolvía al tubo-gan. Añoré de nuevo las palabras de Cherry Gum cuando vi que la corriente no me llevaba a un campo de hierba verde, sino a un líquido denso donde flotaban otros seres misteriosos sin identificar. La única semejanza que encontré con la descripción que Cherry me dio de su viaje es que donde yo estaba ahora también tenía cierto color verdoso. Volví a sentir asco…

Y allí estaba yo, Pepper Mint Gum, en un mar en calma con algas extrañas, peces estomacales y un olor a todo menos a marismas. Me sentí cansado, abatido; mi viaje no estaba saliendo como yo había esperado. Yo estaba acostumbrado a interactuar con otros de mi especie, dominaba las conversaciones que más éxito tenían entre los chicles, pero hablar con lo que parecía ser un gusanito con una mala vida a la espalda —estaba hecho papilla, el pobre—, con un garbanzo más grande que los que Perico vendía en el quiosco junto a la señora Haba y don Kiko, entablar conversación con unos platillos volantes anaranjados que del tiempo que tendrían que llevar en el mar estaban tan blandos que llegaban a desmoronarse…, todo aquello no me resultaba fácil. Sin embargo me esforcé y, después de presentarme en sociedad y una vez que cada uno de ellos me hubo contado su historia, me di cuenta de que a todos nos uniría un mismo final, un chimpón incierto pero emocionante. Fue curioso, pero en ese preciso instante, después de compartir alegrías y penas, me di cuenta de que me había hecho mayor.

El tambor se seguía escuchando a lo lejos y por cada pum que sonaba una ola se levantaba en aquel mar. La sensación de flotar y mecerme a la vez me gustaba, pero no me sentía yo. Empecé a notar los achaques del viaje. Solo quería cerrar los ojos y quedarme allí el resto de mis días. Mis músculos estaban relajados, tiernos… Creo que adquirí parte de la personalidad de aquellos peces estomacales que interactuaban conmigo. Su pasotismo, su desgana, su despreocupación. Dudé de mi esencia, de mi poderío como chicle de menta que era. Me pregunté si Pepper seguiría siendo un chicle divertido o habría pasado a ser una goma masticable sin azúcar. El hastío se contagia, la vagancia se transmite, todo se pega, pensé, y más si eres un chicle.

El ambiente marítimo estuvo tranquilo hasta que comenzaron a llegar otros seres indescriptibles para mí y mis conocimientos. No cabíamos todos en el océano belenciano, por lo que los marineros veteranos tuvimos que ir, poco a poco y a causa de la presión, dejando sitio a los nuevos polizones. El garbanzo, el gusanito molido, los platillos volantes anaranjados, las algas extrañas y yo fuimos nadando como pudimos hacia el extremo opuesto a la desembocadura del tubo-gan y, sin darnos cuenta, comenzamos la penúltima etapa del viaje.

Un laberinto, sí señor; un laberinto nos esperaba a la vuelta de la esquina y, como si del Scalextric que Perico regalaba con el periódico se tratara, corrimos curva a la derecha, curva a la izquierda. Mi intestino de chicle me decía que algo inesperado volvería a pasar y… no me equivoqué. Cuando llevábamos un buen rato empujándonos los unos a los otros contra las paredes del scalextric —que, por cierto, volvían a ser estrechas, mullidas, pegajosas y con un olor desagradable. No sé por qué las manos de Belén olían tan bien y todo su interior apestaba—; escuchamos un ruido. El tambor no se escuchaba desde el laberinto, pero, de haberse escuchado, el rugido de procedencia desconocida hubiera tapado su compás. Debido a nuestro estado acuoso y frágil no pudimos abrazarnos los unos a los otros para compartir nuestro miedo, así que permanecimos inmóviles. De nada nos sirvió, puesto que el remolino de aire que se formó a nuestros pies nos arrastró sin piedad. Hubo gritos sordos, caras de desconcierto, pero la sonrisa no se borró de ninguna de nuestras caras. Sabíamos que había llegado nuestro final, pero había merecido la pena.

Todo pasó muy deprisa.

El extraño mar desapareció, los peces estomacales se fueron, el rugido enmudeció. Desde entonces, me encuentro en este lugar. Vuelvo a estar pegado, pero esta vez en algo frío y duro. Echo de menos el calor de Belén y la textura de plastilina que tenían sus estancias. No estoy solo, aunque a mi alrededor ya no hay seres indescriptibles, sino unos animalejos con pelos, rabitos largos y hocicos con dientes afilados, que se pasean de un lado a otro como buscando algo. Aquí no hay ningún mar, pero me refresca cada día el agua de las cataratas que se abren paso a través del agujero negro que diviso a lo lejos. Aún no he escuchado ningún tambor, pero, en cambio, gozo de la melodía que ofrece el silencio. Aquí vivo en lo desconocido, pero disfruto de paz y tranquilidad. Si soy sincero, ahora que me miro, también puedo decir que añoro mi color, mi piel tersa, la rigidez de mis músculos. La fortaleza de mi ser. Sé que permaneceré poco tiempo pegado a este sitio, pero si de algo me ha servido mi viaje por los caminitos de Belén ha sido para aceptar que Pepper Mint Gum es un chicle, un chicle de menta que allá por donde haya pasado habrá dejado buen sabor de boca. Lo siento por aquellos a los que mi estado inmortal les suponga un problema: mi sino no era acabar aquí. A mí me contaron que yo descansaría en el plástico de una papelera, pero, como ocurre en todas las historias, uno no decide su destino. La vida se lo va marcando.