La alfombra roja

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Género: Fantasía urbana

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Este relato es propiedad de Olga Besolí. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La alfombra roja.

Amelia Rushmore pisaba por fin la alfombra roja con fuerza, despojada de la incertidumbre que la había acompañado en anteriores ocasiones y que esta vez planeaba sobre los pasos de los demás candidatos. Cuando está en juego la posibilidad de ganar uno de los premios más prestigiosos del cine mundial es inevitable que el corazón te dé un vuelco. Y el corazón de Amelia, por una vez, permanecía tranquilo y pausado, tanto que casi ni sentía su palpitar.

Como su carrera como actriz estaba más que finiquitada, no tenía nada que perder. No era así para los demás nominados, que se enfrentaban a una terrible verdad: solamente había una posibilidad entre cinco de salir triunfante, probabilidad que hacía mella en los ánimos en el justo momento de lucirse sobre la adorada y temida alfombra roja. Bajo la mirada impasible y el rostro pétreo los nervios afloraban en medio de la pasarela a la luz de los flashes, convirtiendo las mejores y más cinematográficas sonrisas en muecas forzadas, acelerando los pulsos e interfiriendo en los andares, provocando algún que otro tropezón. Los bellos cuerpos de actores y actrices temblaban como flanes dentro de sus envoltorios de diseño de precio escandaloso, las manos adornadas con pulseras de diamantes sudaban fuertemente agarradas a los pequeños bolsos de mano con pedrería y algún que otro nudo de corbata demasiado apretado irritaba una garganta reseca por la tensión acumulada. La gente se arremolinaba en torno a la alfombra roja para ver a sus ídolos en el día en que coronarían vencedores y darían un empuje a sus carreras o sufrirían la humillación de la derrota más bochornosa. ¡Eran tantas las veces que ella había pasado por ese mismo mal trago! Por suerte, el único trago que Amelia aceptaba en los últimos tiempos era  el de su ardoroso Jack Daniels, fiel compañero durante más de cuarenta años.

Recordaba su primera vez, la alegría e ilusión con la que se enfrentó a la alfombra roja. Tenía veintidós años y una única película, ambos recién estrenados. Su debut cinematográfico fue alabado por la crítica y los medios de comunicación, que ya la clasificaron entonces como una futura gran promesa. El pequeño papel secundario que había interpretado era el de la hija rebelde y punk de la inmensa Julianne Poste, que obtuvo su segundo Óscar como actriz protagonista aquella misma noche, coronada por la ovación de un público en pie. La anciana Taylor Lange le arrebató a Amelia el suyo, con su melodramática interpretación de una abuela abandonada y en silla de ruedas. Ese fue el primer chasco de su carrera, el que precedería a una serie de nominaciones y menciones que la acompañarían a lo largo de su carrera cinematográfica, pero que nunca le otorgaron ni un solo premio o galardón que llevarse a su casa.

Los expertos empezaron entonces a dudar de si la eterna promesa se cumpliría alguna vez o si solamente era un destello fugaz en el cielo estrellado de Hollywood. Convertida en la eterna aspirante bajo el peso de tanta nominación, y abrumada por las malas críticas que acompañaban a cada gala o ceremonia, la frustración empezaría a hacer mella en el carácter de Amelia, que había comenzado siendo una joven divertida y jovial que terminaría siendo considerada una irascible diva, gruñona y de aliento agrio.

Amelia Rushmore se rio amplia y francamente, como nunca había hecho antes, cuando se detuvo ante los focos de los periodistas. Se sentía liberada y liviana. Incluso se marcó el lujo de dar una vuelta sobre sí misma para mostrar su estupendo vestido blanco y su enjuto cuerpo a las cámaras. A sus setenta y ocho años seguía estando estupenda por fuera y su silueta lucía el vestido del diseñador como nadie de su edad. Por dentro, la cirrosis hacía tiempo que se había apoderado de su hígado y la amarga hiel de su carácter. Embelesada por la cantidad de periodistas que cubrían el evento, no reparó en que la parte delantera de su escote estaba manchada de un rojo espeso y oscuro.

Ese vestido había estado pulcra y cuidadosamente guardado durante años en un rincón de su vestidor, a la espera de una ocasión especial en que mereciera la pena lucir los cientos de miles de dólares que le costó. Se lo había probado un millar de veces, y había ensayado con él su discurso de agradecimiento para luego volver a cubrirlo con su funda, aguardando esa sexta y definitiva nominación que finalmente le hiciese justicia a su carrera y que no llegaba nunca. Y Amelia sabía exactamente por qué razón: no caía bien.

En el mundo del cine había únicamente dos caminos que te podían llevar a la cima. Escalar puestos mediante el trabajo y el esfuerzo era la vía difícil, la menos reconocida y la más lenta. Requería de un gran talento y mucho tesón, que muchas veces quedaba sin recompensa. Pero existía un verdadero atajo que te llevaba directamente a la cumbre sin pasar por todo lo demás, una especie de ascensor que te subía a lo más alto sin esfuerzo y sin necesidad de talento. No era la vía más fácil, pero sí la más rápida. Era la vía de los contactos y amistades.

A menudo tenías que caerle bien a ese o aquel productor influyente, obeso y sudoroso, o a aquel viejo crítico que ejercía un gran control sobre la prensa y que podía hundir o ensalzar una carrera con una sola llamada telefónica, aunque nunca admitiría ese poder ante testigos. En ocasiones tenías que actuar para ese director cretino y esquizofrénico porque era el niño bonito de la Academia. Y debías acatar todas sus órdenes con una sonrisa y aguantar todas sus manías y fobias, haciendo verdaderos esfuerzos por no terminar tirándole algo a la cabeza. O debías rehusar trabajar con aquel otro director, un verdadero genio y mejor persona cuyas producciones rompían en ventas pero que tenía el defecto de estar en la lista negra del presidente de la Academia  porque no se doblegaba ante nadie y no era susceptible ni a los sobornos ni a los chantajes.

Actrices y actores sin verdadero talento pero con grandes tragaderas habían conseguido por este medio su estrella en el paseo de la fama a los escasos años de aterrizar en Hollywood, con unas pocas películas en su haber que, para más inri, eran un total y absoluto fracaso de taquilla. Y cómo no, tras esa estrella y una campaña publicitaria desmesurada, patrocinada por vete a saber quién, llegaba la preciada estatuilla, que arrebataban sin piedad de las manos de los eternos nominados como Amelia, actores y actrices verdaderos de gran talento y extensa carrera a las espaldas, codiciados por los productores y adorados por los espectadores, y verdaderos compañeros de oficio que, con los ojos atónitos, veían desfilar ante ellos a sus imberbes rivales con una espléndida sonrisa hacia el escenario y se veían obligados a sonreír también y a aplaudir, intentando mantener el tipo y no mirar a la cámara que cubría el evento por no gritarle al mundo que todo eso era una farsa de mierda, que los votos de los catedráticos de la academia de cine se compraban en especies y favores y que el único talento que tenía la pseudoactriz que le acababa de robar el Óscar a Amelia era el de chupar pollas y lamer culos.

Amelia Rushmore en esa ocasión se callaría la boca, por ser su segunda nominación, pero no lo haría en las tres siguientes. Sus críticas al establishment, su carácter fuerte y dominante, que algunos tacharían de divismo, y su marcado feminismo, que ni siquiera trataba de ocultar, no le favorecieron nunca a los ojos de los críticos y de los académicos. Ya en la madurez de su carrera a todo eso se sumaría su afición a la bebida y a hablar sin pelos en la lengua ante cualquiera que le preguntara, ante la cámara o tras ella, sobre los entresijos de Hollywood, contando todas aquellas verdades que nunca nadie quiere oír, y mucho menos aquellos que formaban parte de la falacia.

Más que no caerles bien Amelia Rushmore les caía francamente mal. Para ellos era un grano en el culo que no tenían más remedio que aguantar, aunque nadie se atreviera nunca a decírselo a la cara. En cambio, para el público en general era una persona excepcional. Durante su extensa carrera de actriz, de cincuenta y seis años ni más ni menos, no hubo papel que se le resistiera. Podía interpretar desde la víctima de un secuestro hasta una malvada de cuento, de una inocente campesina a una terrorista radical. Su participación en una película era sinónimo de taquillazo. No importaba que se tratase de una comedia o un drama, su actuación siempre era alabada y laureada por el público. Muchos la consideraban una mujer accesible y sincera, al contrario de la imagen que se daba de ella en los medios. Además, contaba con el respeto de los compañeros de trabajo. Solía haber afinidad y buena sintonía entre ella y los productores, directores, operarios de cámara y demás gente del oficio. A menudo se la podía ver, en pleno rodaje, charlando tranquilamente con un eléctrico tal como lo hacía con un productor ejecutivo.

Pero esa sintonía cambiaba cuando se trataba de los entendidos del mundo del cine. El rechazo era mutuo y ni la crítica ni la Academia estaban dispuestas a doblegarse ante ella y reconocer que formaba parte ya de la historia. No, al menos, mientras estuviera en activo. Porque parecía que en cuanto se enteraron de su retiro del mundo del celuloide por razones de salud, todo cambió repentinamente. Amelia suponía que los miembros de la Academia debieron sentirse aliviados por quitarse de encima a su crítica más ferviente y, presionados por el público que tanto la quería y que les enviaba cartas a diario como queja por su injusticia, decidieron ofrecerle una tregua y otorgarle el Óscar honorífico a toda una carrera.

O, al menos, eso pensaba Amelia.

No recordaba bien qué estaba haciendo en el momento en que vio la tarjeta dorada con su nominación encima de la mesa del gran salón de su casa. Al principio se extrañó de que nadie la avisará, pero enseguida vio a su oronda nieta Meredith, envuelta en negro, llorando, y comprendió el despiste. Aunque Meredith era una buena cuidadora, últimamente llevaba tiempo de capa caída y con la cabeza distraída. No se había recuperado de su reciente divorcio y hasta cierto punto Amelia, que había pasado por tres, lo entendía, pero no hasta el punto de ponerse de luto por ello.

Así que Amelia decidió no darle más importancia al asunto. Y allí estaba, resplandeciente en medio de la alfombra roja, dispuesta a hacer las paces con los estirados miembros de la Academia y a recoger su más que merecido Óscar honorífico. Volvía a sentirse viva, con las fuerzas renovadas y con la magnífica tranquilidad que da saber que por fin se ha hecho justicia. Hasta su dependencia del Jack Daniels parecía haberle otorgado un respiro y su pulso no estaba nada tembloroso. Se sentía tan aliviada y segura, tanto que ni siquiera había escrito las palabras de agradecimiento. Confiaba plenamente en sí misma; llevaba tantos años practicando ese mismo discurso que no tenía ninguna duda sobre él. Haría uso de su memoria infalible y triunfaría. Porque ella estaba hecha para triunfar a pesar de todos los obstáculos.

Una vez pasada la alfombra roja, las luces se disiparon y la umbría de la gran sala del teatro donde se celebraba la gala acogió a todos por igual, nominados, acompañantes y público. La luz del gran escenario se imponía a la oscuridad y solamente se proyectaba sobre los asistentes que eran nombrados por los presentadores en las diferentes nominaciones, para que la imagen de total y absoluta superioridad de los ganadores y la cara de póquer de los perdedores traspasase el umbral de la sala y llegase a los millones de espectadores que miraban la retransmisión del evento en directo a través de sus televisores.

Y llegó el gran momento. Una joven actriz, desconocida para ella y que seguramente no se había ganado los honores de presentar uno de los premios de forma honrada, fue la encargada de  decir las palabras mágicas:

—El Óscar honorífico a toda una carrera de este año va para la gran Amelia Rushmore.

Las luces del escenario se cerraron y en la pantalla gigante se empezaron a suceder imagenes de Amelia, de sus diferentes papeles, a lo largo y ancho de toda su carrera. Cuando el escenario volvió a la vida, Amelia lloraba en silencio de emoción, de pie y en la penumbra, pues ningún foco la iluminaba. Entonces, con un desgarro en el corazón, escuchó a la presentadora decir:

—Recoge el premio su nieta, Meredith Wilson.

Amelia se quedó petrificada, mecida por la oscuridad. Su querida y torpe nieta, con esa oronda figura embutida en otro vestido negro barato salió de entre bastidores al escenario, llorosa y verdaderamente emocionada. Cogió la estatuilla, la miró durante largo rato y se acercó al micrófono sorbiéndose los mocos:

—Muchas gracias —dijo entre sollozos—. Después de lo ocurrido tan reciente, es un honor recibir hoy, en nombre de mi abuela, Amelia Rushmore, este premio honorífico, en reconocimiento de su aportación al cine. —Suspiró por un momento y luego continuó—. Ella era una gran persona, sin duda, pero era una mejor actriz. Lástima que la Academia haya esperado tanto en reconocerlo. Ahora es demasiado tarde, hace ya tres meses que nos dejó. Este premio, esta estatuílla —dijo alzando el Óscar—, era lo que más deseaba en el mundo y estoy convencida de que, de poder hacerlo, de habérselo dado en vida, hubiera venido a recogerlo personalmente. Hasta tenía un vestido escogido y un discurso preparado. Pero, por desgracia, no ha podido ser y soy yo quien está aquí, con el Óscar en la mano. Abuela, allá donde estés, míralo, lo has conseguido, ¡este premio es tuyo!

Entonces Amelia, bajo el coro ensordecedor de los aplausos y ovaciones de toda la sala que se puso en pie, se miró a sí misma, sus manos, su vestido y, por primera vez, se percató de la mancha oscura sobre el blanco impoluto de su pecho. Y recordó. Había estado en casa, de nuevo ante el espejo con el vestido puesto y maquillada, con la tercera copa de Jack Daniels en la temblorosa mano izquierda, repitiendo por enésima vez aquellas palabras más que ensayadas de agradecimiento, imaginando como muchas otras veces una estentórea ovación y una multitud de aplausos, cuando le vino aquella tos repentina. Una tos fuerte y áspera procedente de la boca del estómago que no podía controlar y que terminó provocando un estallido de vómito sanguinolento que la dejó sin respiración. Luego vinieron las correrías, los gritos y los lloros, los ropajes negros, la soledad de la madera y la humedad de la tierra en la oscuridad. Lo siguiente fue la luz y, en medio de esa luz, la imagen dorada de la tarjeta, aquella codiciada tarjeta dejada sobre la mesa de su salón.

Olga Besolí
Mayo 2017

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