Lo que pasó

Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Cuento
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Lo que pasó. 

Ilustración de Paloma Muñoz

Y sí, fue esto lo que sucedió. Aunque parezca un tanto absurdo, se dieron así las cosas aquel día. Ni más ni menos. Precisamente eso es lo que vengo a contar tras revivirlo en mi memoria.

Lo que pasó fue que llegué a casa, como de costumbre, casi a la misma hora de siempre. Él fue rápidamente a la cocina con la intención de preparar la carne con patatas —en un impresionante guiso de cebolla, tomate, oliva, sal y, por supuesto, pimienta —y yo, tranquilamente, me quité toda la ropa para sentirme más aliviada. Me preguntó, sin más, cómo había ido la jornada.

Empecé a contarle, de la manera más detallada que pude, que programé dos talleres en viviendas distintas, pero que, por razones de variada índole, finalmente había participado poquísima gente a pesar de haber confirmado su asistencia. Estos hechos de mi trabajo me dejaron metido en el pecho un aire de decepción, aunque, he de admitirlo, no con mucha contundencia.

Agregué que incluso, en una de ellas, tan solo hubo un interesado al que le solté el discurso que había preparado previamente para mi actividad. Quise dejar claro que habría podido irme, pero no lo hice. No quería que mis esfuerzos fueran en vano.

Aconteció que, sin advertirlo —como otras veces—, una ira expulsada con torpeza desde sus mismísimas tripas se dejó ver sin dudarlo en las subsiguientes recriminaciones:

Que hasta cuándo tenía que decírmelo; que para qué nos empeñábamos (es decir, me empeñaba yo) en hacer cosas que no le interesaban a nadie; que les imponía y obligaba como si fueran niños; que lo único que hacía era perder y hacerles perder el tiempo; que mi intención era solo ganar reconocimiento; que me diera cuenta de mi inseguridad; que, más que nada, era una necesidad mía, de mi propio ego; que mi función era ayudar y no mostrarme como dictadora; que llevaba mucho tiempo ejerciendo mi oficio y debería verlo; y que lo que realmente querían era trabajar para mandar dinero a sus familias. Eso era todo. ¿Por qué no dejarlos en paz?

Le respondí que ya querría tener claro cómo llegar a conocer lo que precisaban en su vida, para conectar desde su propio sentir y no desde mis interpretaciones, las de mi propia cultura y la lógica de mi quehacer profesional. Contestó, no sin violencia implícita, que si no lo sabía yo, ¿quién más iba a saberlo? 

Se ensañó entonces con la imagen que, según él, fui responsable de poner en su mente. En ella me veía llegar y encontrarme a solas con un chico en uno de los pisos. Aquello le removió su densa e incomprendida sombra. Acto seguido, afirmó con insistencia que la intención de sus palabras no era más que la de protegerme, porque:

¿Qué haría yo en el caso de que todos esos hombres, jóvenes y rozagantes, carentes de mujer hacía siglos, se pusieran de acuerdo para que uno de ellos se quedara solo, me tendiera una trampa, y tuviera las condiciones para sobrepasarse conmigo?

Lo vi arrojar bocanadas de fuego mientras se aseguraba, a sí y con sus propios argumentos en bucle, que había algo en lo que yo decía que no era verdad. Repetía, una y otra vez, que mi mente albergaba un plan oscuro, y que ocultaba algo de lo que era incapaz de hablar. A mí me costaba infinitamente salir del silencio en el que me sumía la implacabilidad de mi estupor. Me sentía confundida en el absurdo: ¿De qué plan oscuro hablaba?

Le pedí no crear con el pensamiento y la palabra la miseria extendida por su lengua. Me eché a llorar de inmediato. Me dijo que no me hiciera la víctima, que mis lágrimas no funcionarían ni cambiarían nada, porque desde mi inconsciente era yo quien creaba lo que estaba pasando. En mi interior me pregunté:

¿Pero de qué habla? ¿Qué es lo que hice, de qué no me estoy enterando? ¿Acaso está mal cumplir con mi deber de la mejor forma que conozco?

Para cerrar con broche de oro añadió, que cuanto pasó y pudiera pasar en el futuro, sería por mi culpa y nada más que por mi culpa, porque, en el fondo, lo habría estado anhelando.

Dio un portazo, y durante la semana que transcurrió ni me saludó ni me habló, pese a compartir conmigo la mesa, la cama y el salón.

Carolina Cohen

 

 

La alargada sombra del ciprés

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 13 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La alargada sombra del ciprés. 

Mi hogar yace bajo la alargada sombra de un ciprés, en un bonito emplazamiento en las afueras del pueblo. Y aunque tengo algunos pocos vecinos, llevo tiempo escarmentado del trato con otros y no soy muy dado, últimamente, a hacer amistades, lo que me convierte en casi un ermitaño. Será porque me he acostumbrado al silencio y a la intimidad que ofrece un lugar apartado en el que retirarme, después de tantos años de trabajo. Me lo tengo bien merecido y únicamente aspiro a descansar solo y en paz el tiempo que me quede.

No siempre fui así de reservado. Recuerdo que hace mucho, de joven, vivía en el centro mismo de la aldea, en una casona de tejado rojo inclinado que podéis ver todavía en pie si os acercáis a la plaza. Veréis su techo chamuscado, eso sí, alzándose majestuoso por encima de los otros. En mis tiempos mozos esa era la mejor casa, pues estaba ubicada en la plaza con más vida y más transitada del pueblo, uno de los más bellos y con más visitantes de toda la comarca. Y de ello dependía el éxito de mi negocio, pues era el panadero. Aunque podría decir que me convertí en el panadero de mi comarca; mi negocio era tan próspero que no solo servía a los habitantes de la aldea, sino que gracias al boca a boca, gentes de afuera se acercaban a probar el producto de mis manos.

Durante ese tiempo conseguí todo lo que quise: una esposa, buen dinero para agasajarla y la mejor vivienda, al lado de la panadería. Y en esa misma plaza pronto se abrieron nuevos negocios, atraídos por la riqueza del mío, pero todos quebraban al poco porque no tenían nada que los hiciera especiales. En cambio, el mío sí.

 La clave de mi éxito era que mi pan estaba hecho con productos de calidad más un ingrediente especial, que le daba no solo un sabor único, sino también un aroma especial y especiado, ingrediente que nunca revelé y no lo haré ahora. Además, me gustaba servir al público, dado como era a entablar una buena conversación con mis clientes. De hecho, tenía un carácter más bien dicharachero y desde los locales vacíos del otro lado de la plaza los tenderos podían reconcomerse oyendo las risas que nacían dentro del mío. Ni decir cabe que un buen vendedor debe tener buena labia. Así, engatusaba a las damitas a comprar un dulce además del pan, y convencía a los señores para que se llevaran unas rosquilletas de anís a sus esposas convalecientes. «¡El anís estrellado es bueno para el resfriado», les decía. ¡Ay, qué tiempos aquellos!

Aunque tengo que reconocer que la prosperidad, como todo en la vida, duró solamente unos años, porque pronto llegaron momentos complicados para mí. Mi adorada esposa, sin yo saberlo, comía de ese pan que vendía a mis espaldas, y eso que la tenía amenazada con que no probara ni un bocado, que era todo para la panadería. Yo nunca comí, pero es que las harinas desde niño me sentaron siempre mal, con dolores de estómago y flatulencias, de modo que siempre las evité. Pero la mujer, que era golosa, no podía resistirse y escondía pequeños panecillos en el fondo del armario. Lo sé porque al tiempo de enviudar encontré algunos escondidos y mordisqueados en cajones, estantes y detrás de la ropa planchada de la cómoda.

Hacía unos meses que había empezado a tener problemas estomacales, como muchos otros en la aldea, seguramente causados por la mala alimentación a la que era dada. Hasta que un día empezó a sangrar por la boca y, ya saben, se le fue el alma a donde los difuntos porque el galeno no pudo hacer nada para arreglar el estropicio que me aseguró que tenía por dentro. Por la cantidad de sangre que echó supe que el galeno decía la verdad.

«Eso o es cosa del diablo», me repetía él, «o bien a causa de un envenenamiento lento y continuado». Yo, por supuesto, no sabía ni de uno ni de otro. Y la mala fortuna o la mala fe de mi esposa (seguro que por encontrarse de mal humor al sentirse indispuesta) fue que unos días antes de morir, cuando echaba sangre en cada esputo, hizo correr la voz de que yo la estaba envenenando de alguna manera. Eso habría quedado en un mero rumor de no ser por la coincidencia de que otros vecinos corrían con el mismo estado de salud. Y como tenían los mismos síntomas que ella, convencieron a los demás con argucias de que todo era culpa de mi pan. ¡Mentira!

Obviamente yo no estuve enterado de eso, y no fue hasta que ella murió, la pobre, empapada en sangre entre mis manos, que no empezó mi persecución: durante los primeros días de miradas fortuitas y murmullos sospechosos, luego de insultos e improperios sin disimulo y, finalmente, cuando ya hube cerrado la panadería, con persecuciones en plena calle con claras intenciones de darme una paliza.

Más de una vez entré en casa corriendo y sin aliento. Y todo por culpa de un malentendido promovido por la mala fe de los que una vez fueran mis clientes.

Soy consciente de que fue una extraña casualidad que la mitad de los aldeanos sucumbieran a la misma enfermedad que sufrió mi esposa, como si una nueva peste se hubiera apoderado de la aldea, y reconozco que todos ellos comieron de mi pan pero, ¿qué tiene eso que ver? También hacían pis en los mismos urinarios, bebían la misma agua del mismo río y comían las mismas reses que vendía el carnicero y cuya procedencia era un enigma.

Pero al enfermar y morir mi mujer todos me señalaron a mí. Y la fatídica noche en que el alcalde murió entre estertores sangrientos y toses de vómito, la muchedumbre se presentó a la puerta de mi casa, armados con antorchas que arrojaron a mi tejado. Dispuestos a ajustar cuentas, según pude oír.

Salté por la ventana. Por suerte estaba en la planta baja y solo me torcí un tobillo, pero me persiguieron con afán de matarme. Doy fe de ello, porque así es como llegué aquí. Desde entonces permanezco alejado de la aldea y de sus habitantes, en este mi refugio amurallado a la sombra del ciprés, mientras la aldea, ya convertida en pueblo, sigue con su vida, con sus ajetreos y sus ruidos, cada vez en aumento.

Aquí, en cambio, reina el silencio y la tranquilidad. Como dije, somos pocos vecinos, y son escasos los verdaderamente ruidosos: un señor mayor al que todos llamamos Coronel, un joven alocado que siempre pregunta por su moto (a saber qué será eso) y un par de clérigos que siempre andan a la gresca. También hay una niña, pero ella es adorable. Por suerte, los demás no hacen más que descansar.

Yo no puedo hacerlo, desde aquel funesto día en el que todos los aldeanos me persiguieron y acusaron falsamente de matar al alcalde y a tantos otros con el fin de ajusticiarme. Para mí no hay descanso ni tregua. Por eso nunca reuní el coraje suficiente para volver al pueblo. Al menos de día.

Porque hay una noche al año en la que me bajo hasta el valle que rodea el pueblo. Ya casi no lo reconozco, si no fuera porque de lejos se ve el techo rojo y algo chamuscado de mi antigua casa, sobresaliente por encima de los tejados de las demás. Y siempre bajo en la misma noche del año, la del último día de octubre. Esa noche ocurre algo bello y único: el muro se vuelve transparente y la niebla perenne que cubre este lugar se evapora. Y se distingue claramente el camino que lleva al valle, en el que desde siempre he recolectado plantas de azafrán silvestre.

Ilustración de Paloma Muñoz

Luego vuelvo a mi hogar, bajo la sombra alargada del ciprés, pero no sin antes pasar por la tumba de mi esposa, para decirle lo mucho que la sigo echando de menos, después de estos trescientos años sin su ausencia. Sé que las plantas de azafrán son poca cosa, me gustaría poder dejarle una hogaza de su pan favorito recién hecha, pero espero que su inconfundible olor le recuerde a él.

Olga Besolí
Septiembre 2022

 

 

Diálogos con mi sombra

Autor@: Ainhoa Ollero
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Poesía
Rating: + 18 años
Este relato es propiedad de Ainoha Ollero. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Diálogos con mi sombra.

Ilustración de Rafa Mir

Le digo a mi sombra
que me quiero tomar un tiempo,
pero ella no me deja:
me recuerda
que soy un animalillo
tembloroso y pequeño,
que se mueve
por impulsos del corazón
y, a veces, se olvida
de poner las patitas
en el suelo.

Le digo a mi sombra
que yo soy solo luz
y ella no se lo toma
demasiado en serio:
sabe que solo ha de esperar
a que una ventolera
me saque del tiesto,
o una palabra cruzada
sople sal en las heridas
de esa niña que abandoné
y que, poco a poco,
recupero.

Le digo a mi sombra
que solo quiero dormir
y que, al despertar,
todo sea perfecto.
Y ella me coge de la mano
y me enseña
que esa luz que soy
ha de convivir
con la oscuridad de mis miedos:
cuando deje de huir de ellos
seré el roble milenario
que no teme
a las flores de un día,
el animal mitológico
que campa a sus anchas
por vuestros bosques
de neones y cemento.

Ainhoa Ollero

Sorpresa en la tienda de chinos

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Relato fantástico
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Sorpresa en la tienda de chinos. 

Como la noche de Halloween se acerca estoy muy entretenida buscando cosas, objetos y parafernalia propia de esta fiesta tan singular.

En mi búsqueda recalé en una tienda de chinos muy antigua y polvorienta. Rebuscando encontré una bolsita en la que un cartelito informaba de que era una bolsa con sombra.

Me quedé muy sorprendida. Una bolsa con sombra. La sombra estaba dentro y contenía un manual de instrucciones.

Las instrucciones aclaraban que la sombra debía siempre permanecer en la bolsa después de haberla utilizado. Como buscaba un disfraz diferente y original no dudé en comprarla.

Al llegar a casa deshice el nudo de la bolsa y la sombra salió flotando colocándose a mi lado. Mientras leía el manual, la sombra permanecía inmóvil. Las instrucciones hablaban de los distintos usos y poses de la sombra. Para lograr que se moviera y colocarla en el lugar requerido o en la posición adecuada bastaba con moverla.

Ilustración de Rafa Mir

Pero lo más importante es que podía utilizarse como disfraz.

Sorpresa total y absoluta, Mi alucinación iba in crescendo.

La sombra era liviana y suave y casi acogedora. Se dejaba hacer, tocar y manipular.

Pensé en que iba a ser un puntazo aparecer disfrazada de sombra a la fiesta a la que me habían invitado unos antiguos amigos muy friquis de Halloween.

Nada de brujas, vampiros, criaturas de color verde, aliens, fantasmas con cadenas o sin ellas, hombres lobo, jinetes sin cabeza a lo Sleepy Hollow. Iba a ir disfrazada de sombre y me iba a divertir de lo lindo.

Nadie, absolutamente nadie se imaginaba el disfraz que había elegido y quería guardar el secreto a toda costa.

Llamaron mis amigos. Insistieron en que les desvelara el secreto. No lo consiguieron.

Llamó una sobrina mía también muy aficionada a estas movidas de Halloween y tampoco lo consiguió.

La única información que pudieron sacarme fue que había encontrado el disfraz en una vieja y mugrienta tienda de chinos.

Estuve ensayando un buen rato. Quería que la sombra se convirtiera no en mi sombra sino en   yo misma y mi aliada para dejar alucinados a los de la fiesta.

Normalmente, la competitividad en el disfraz más original hacía que la parafernalia propia de esta fiesta sacara a relucir las alucinaciones más truculentas y estridentes de la gente.

Mi disfraz no era truculento ni estridente. Era mi sombra, sencillamente.

Pero debía de tener en cuenta que mi propia sombra venía conmigo y si me disfrazaba de sombra una y otra podrían solaparse y no saber cual de las dos era la auténtica y la real.

Sin embargo, no me importaba mucho, la verdad. Lo cierto es que me emocionaba el pensar en que podía ser la reina de la fiesta con mi disfraz de sombra.

Nadie más en el mundo se disfrazaría de lo que yo pretendía disfrazarme y eso me emocionaba muchísimo.

Estuve ensayando movimientos. Comprobé frente al espejo que la sombra estaba unida a mí y se reflejaba en el cristal. Era como mi guardaespaldas.

Me probé el disfraz de sombra. Encajaba perfectamente.

Llegué a pensar por un momento en los celos que podría sentir mi verdadera sombra frente a la impostora.

Divertido, misterioso, intrigante. Tal vez escalofriante.

Llegó la noche del 31 de octubre y aparecí con mi sombra.

Era yo disfrazada de sombra con el contorno de mi cuerpo marcado por mi sombra de pegote.

Para sorpresa mía y estupefacción me encontré con que un grupo de mis amigos y otras personas que no identificaba iban disfrazados de sombra.

Tuve que contener la risa. Cuando vieron que me acercaba estallaron en carcajadas.

Ese era el disfraz único que iba a causar sensación.

Entre sus manos de sombra sujetaban las copas de cristal con liquido verde humeante que alzaban brindando por mí.

Decepción, desilusión. No. Diversión que es lo que importa y Halloween está para divertirse.

Porque después de todo que somos los humanos si nuestra sombra.

Paloma Muñoz
19 de octubre de 2022

 

53ª Convocatoria: La noche

La noche.

Ilustración de Paloma Muñoz

Dicen de la noche que es ese período que transcurre desde que se pone el Sol hasta que vuelve salir, opuesto al día, período que suele dedicarse a dormir… Pero ¿acaso la noche no oculta muchas otras realidades?

A veces la noche se llena de vida.

Vidas recién nacidas, que llegan en mitad de la noche, que tal vez se han gestado también gracias esos encuentros a los que invita la madrugada.

Otras veces la noche se llena de voces, que se oyen más fuerte en medio de los silencios. O voces que dicen verdades, que desvelan secretos, animadas por el alcohol de las barras de algún bar, resonando sobre la música de alguna sala de baile, donde dos desconocidos se acaban de conocer.

La noche también oculta sombras, entre los pliegues de las cortinas, bajo las camas, tras las puertas entreabiertas… Sombras reflejo de temores ocultos en nuestra memoria y que, aprovechando el despiste de nuestra consciencia, afloran con toda su fuerza e impiden conciliar ese sueño que dicen que debería ocupar nuestras noches.

Pero lo que sí tiene la noche son infinitas posibilidades, interpretaciones, motivos y matices.

Puede ser final o comienzo, pero siempre habrá la posibilidad de, en mitad de la oscuridad, encender la noche. De que, cuando se apaguen las luces de las casas, se prenda el brillo de las estrellas, los sueños de los dormidos, las miradas de los despiertos.

Hay muchos tipos de noches…Y muy variados habitantes en ellas.

Tal vez, si eres de los que duermen mucho, aún no lo sepas.

Raquel Esteban

Nyx

Autor@: Paloma Muñoz
Ilustrador@: Rosa García
Corrector@: Paloma Muñoz
Género: Poema
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Paloma Muñoz. La ilustración es propiedad de Rosa García. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Nyx.

Ilustración de Rosa García

La noche está hecha para los amantes

Los de ahora, los de siempre, los de antes

La noche envuelve nuestras almas y nuestros corazones dentro de caparazones de estrellas, de luna, de rayos y de sensaciones.

La noche nos lleva al mundo de los sueños, al mundo de Morfeo, a la ensoñación y al deseo.

La noche nos llama. La noche nos mueve. La noche nos cubre. La noche nos mece

La noche es música

La noche es única

La noche despierta los instintos. La noche forja los suspiros. La noche mueve los hilos. La noche susurra en nuestros oídos.

La noche es la verdad

La noche es curiosidad

La noche es engañosa como los ojos negros de una mujer hermosa.

La noche es sublime

La noche redime

La noche es pecado. La noche se engulle como un rico bocado.

La noche apetece. La noche anochece

La noche es vivencia. La noche es consciencia

La noche se vive. La noche se ríe. La noche nos abraza. La noche nos rechaza.

La noche es Nyx, la diosa de la noche.

Su manto de oscuridad cubre nuestra humanidad

Un manto de estrellas que nos asombra y nos fascina y nos ilumina como centellas.

Vivo la noche. Amo la noche. Todo puede suceder en la noche.

La noche es misterio

La noche es sacrilegio

La noche es maleficio

La noche es sacrificio

La noche es clandestina. La noche puede ser tu ruina

La noche se apaga. La noche se indaga

La noche es belleza.

La noche es torpeza

La noche es caverna

La noche es eterna

Paloma Muñoz
2 de agosto de 2022

Volver

Autor@:
Ilustrador@: Carolina Cohen
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Ficción realista
Rating: +18 años
Este relato es propiedad de Raquel Esteban. La ilustración es propiedad de Carolina Cohen. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Volver. 

Cada vez que regreso algo en mí retrocede en el tiempo y me transporta a momentos del pasado que ahora me parecen muy lejanos, como si pertenecieran a otra persona, a otra vida…

 Cierro los ojos y aspiro este aire de olor denso, salino, húmedo… Siento cómo la brisa recorre mi piel, como una caricia, como intentando hacerse de nuevo a mí, o yo a ella. Y me dejo mecer, serenar, apaciguar por esta sensación de tiempo que avanza, pero a la vez se detiene devolviéndome, de alguna manera, a casa.

Y tras esos momentos iniciales, apenas unos minutos, hago un repaso visual de lo que me rodea.

Los mismos edificios altos y casas bajas, los coches aparcados, las caras, que podrían parecer incluso las mismas. Ese gato blanco con manchas negras ¿o eran marrones? Parece un poco más torpe, pausado y viejo, pero el mismo gato después de todo, adornando el paisaje, como siempre, descansando en el tejado. Tal vez las palmeras del jardín se vean algo más secas, o los setos más altos, menos recortados. Pero nada llamativo que capte la atención del observador a primera vista.

Esa sensación de atemporalidad lo domina todo.

Y frente a mí, imponente, majestuoso, dominante, el mar… También ese mismo mar azul intenso, infinito, con su rugido constante de siempre, que acaba colándose en el subconsciente, dejando de ser perceptible con claridad para ser algo así como la banda sonora de esta película de reposición a la que regresamos cada verano.

Me siento en la vieja silla de forja repintada tantas veces de blanco y me dejo trasportar a través de los recuerdos.

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Ilustración de Carolina Cohen

Antes de que el sol caiga de pleno en las horas centrales del día, todos nos reencontramos poco a poco en la playa. Los abuelos, por lo general más madrugadores, ya hace rato que bajaron a charlar con los pescadores a medida que regresan al alba de la faena de la noche.

La orilla se va adornando de sombrillas de colores, toallas, cubos y palas, flotadores y bañistas. Grandes y pequeños, gordos, delgados, morenos, calvos, algunos con la piel enrojecida por el sol, otros arrugados por los años, todos inician su habitual ritual, como si de un guion se tratara.

Unos charlan con otros. «Cómo va la salud», «qué mayores ya los chicos», «no está la mar como otros años», «qué pena lo de María, que ya nos dejó»…, y tantas otras voces y conversaciones entremezcladas.

Otros pasean por la orilla remojando los pies mientras algún padre se afana en que ese sí sea el verano en que su pequeño aprenda a nadar.

Algunos niños, rebozados como verdaderas croquetas, escarban fosos en la orilla, intentando atrapar sin éxito el agua que les traen las olas. Las madres los vigilan atentas, aunque a veces no lo parezca, siempre pendientes del sol, de la crema protectora, de que no se adentren demasiado en el agua o de que salgan, no sin llamarlos a gritos varias veces para beber agua o tomar unos cuantos trozos de sandía fresca recién cortada.

Toda esa actividad, casi frenética de día de mercado, se ve interrumpida tan solo por las atentas miradas de los veraneantes que, impresionados, se quedan paralizados, como hipnotizados, por el ruido ensordecedor del helicóptero que sobrevuela la costa con paneles ondeantes publicitarios y arrojando desde el cielo pelotas de plástico infladas de alguna marca conocida.

Se produce entonces un gran revuelo entre los niños, empeñados en apoderarse de alguna. Todo un espectáculo, una fiesta diaria, antes de que el calor sofocante anuncie el obligado regreso al cobijo de las sombras.

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Los afortunados que tienen piscina no entran de nuevo a casa sin antes darse un último remojón. Los que no se quitarán el salitre del mar con el frescor de una ducha, aunque, en ambos casos, el efecto durará poco. En el ecuador del día solo el canto de las chicharras se atreve a acompañar a la melodía del oleaje.

Las familias se refugian en casa frente a ventiladores o aires acondicionados.

Los que vinieron solo de visita a pasar el día ocupan las mesas de los restaurantes, con la puerta cerrada, para que no se escape el fresco.

Solo unos cuantos valientes continúan salpicados en la orilla, bajo las sombrillas y con sus neveras portátiles, combatiendo las altas temperaturas entre baños y bebidas frías.

Son horas de contrastes. Brindis y risas de algunos, con sobremesas de sofá, películas, lecturas y siestas para otros.

Pero las calles, desiertas, vacías, agonizantes…

Unas largas horas por delante en las que todo se paraliza, pues solo moverse produce un sudor irrefrenable que te cala de pies a cabeza, dejando la piel pegajosa, las ropas mojadas, el pelo apelmazado y la respiración más lenta.

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Solo cuando los rayos de sol inciden ya de modo indirecto, indicando que ya pronto se ocultarán tras las montañas cercanas, los niños vuelven a invadir con urgencia las calles y a llenarlas con sus gritos, voces y carreras.

Todos corren como locos hacia ese camión de los helados con el que han estado soñando todo el invierno, haciendo cola con una moneda en la mano, salivando mientras se imaginan ya saboreando granizados de limón, horchata, cucuruchos de turrón o de leche merengada o un corte de vainilla.

Corretean libres por las calles, ajenos a otros peligros, a lametones con los helados, que se les derriten en las manos pringosas mientras en el ambiente se mezclan los olores de tortillas de patatas, sardinas fritas, carnes a la brasa, que se tomarán para la cena al fresco, ahora sí, de las terrazas y los patios, ya que por fin la temperatura da un pequeña tregua. Y ese es, sin duda, el mejor momento de todos.

La noche, con su llegada, despierta a las gentes de su letargo. Los vecinos se hacen a las calles con sus sillas a compartir horas y horas de distendida conversación. Alguien se arranca con alguna canción o incluso la acompañan con la guitarra.

A medida que la temperatura baja, los ánimos se van caldeando con vino fresco, cervezas bien frías o sangría, mientras los niños, incansables, juegan sin parar. En esas veladas se transmiten historias de generación en generación, se recuerdan anécdotas, se desvelan secretos, se reordena el mundo, se imagina el futuro…

Todo se llena de ruidos, de voces, de risas, de luces, de vida.

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Los jóvenes se refugian en la oscuridad de la playa mezclando con alcohol el descubrimiento de los primeros amores, besos y caricias. Al fin y al cabo fue así como nosotros nos conocimos, solo que con algo más de miedo a ser observados, descubiertos.

Los chiringuitos sobre la arena, bajo la hipnótica melodía de la música chill-out, reparten entre los clientes cócteles, gin-tonics y combinados.

El frescor de la madrugada atempera el carácter y afianza sentimientos, amistades, mientras pasan las horas, sin que el sueño gane la batalla, sin que las prisas del resto del año frenen los impulsos.

Por eso la noche es, sin duda, el mejor momento, el más mágico. Esas noches de verano que permiten detener el tiempo. No solo en las veinticuatro horas de ese día, sino en el devenir de los años, pues aquí da igual que seamos más viejos, con más canas o que ya no estemos todos los que éramos.

Bueno, eso intento, que dé igual, que sea igual ahora que antes, ayer y hoy… Pero no lo es, porque tú no estás. Tú ya no regresas conmigo. Pero por eso vuelvo aquí, tratando de encontrarte, de sentirte más cerca en la inmensidad de estas noches eternas porque, de alguna manera, sé que tú estás aquí, formando parte de esto.

Porque es el mismo mar, la misma brisa, las mismas sombrillas de cada mañana, los mismos calores. Son parecidas quejas, charlas y añoranzas, también las mismas tardes, los mismos niños llenos de vida. Esos que se encontrarán y crecerán y se enamorarán, como nosotros.

Y volverá a ser la noche la que nos despierte, para buscarnos y reencontrarnos. A unos con otros en las calles, en los bares, pero también a nosotros mismos, en mitad de ese pasado desdibujado, que aquí siempre cobrará forma de nuevo.

 

Raquel Esteban

 

 

 

Le veo subir la calle

Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@:
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Prosa poética
Rating: Todos los públicos
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Pilar Leandro. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Le veo subir la calle. 

En un tiempo sin precedentes emana la noción de espacio. La Noche, en su respiración se agita sin dejar dudas de los vestigios que le aquejan. Perseguida a sí misma por sus pasos lerdos, entre pisadas desleídas, entre pisadas que se desvanecen, de distancias andadas en jornadas estivales donde el calor intenso no deja alternativa, se fragua el conteo regresivo para que los párpados, solo algunos párpados se proyecten en caída.

Apareciendo en escena se entremezcla con su cantar austero, divino, satinado su manto de seda, derramado de estrellas. Una palabra se confiesa entre manos temblorosas y brazos abiertos; unas veces, dudas, puños cerrados y sudores en la frente, y otras, una familia se deja ver a través de la ventana mientras sonríe las anécdotas de los años clausurados.

Llena de impactos se sacia plenamente, y se vacía, entre el estómago y el hielo, el cuerpo manchado, y la mirada que deja la impresión precisa que al día siguiente busca sustraerse entre colores y tintas. Se dibujan los cabellos y vuelan las aves. Y ahí está, entre danzas que retumban con sus timbales y guitarras, impregnado el aire de sudores y esencias, en sus silencios de sepulcro que no dejan escapar ni el murmullo de la muerte.

Ilustración de Pilar Leandro

Miles de veces, tras cada atardecer, por arduas generaciones de las conocidas y las que el pensamiento no logra procesar, infinidad de mentes al unísono le nutren, imaginan, construyen, energizan con ideas y dan vida. Pero le veo pasar, cuando aún me ensimismo en mi cigarro intentando entender en qué punto me encuentro. Le veo pasar por la calle y recoger los cansancios, los alientos que se entremezclan entre la madera de los barrios. Mitos, leyendas, fantasías. Las creencias que impulsan, y aún más, que paralizan. Miedos ancestrales que siguen batallando ansiedades.

Aparecen los insectos y la inconsciencia del lado oculto que busca encontrar su propia luz. Entre la luna y el sol, el equilibrio de las notas del piano. Me deslizo suavemente al interior de mi vivienda y veo arder la vela consumida, al tiempo que me doy cuenta de que, con insistencia, ahora se encuentra subiendo la calle. El reloj suma minutos despiadadamente, hasta que un silencio se impone sin permitir la lectura.

Carolina Cohen

 

Seres de la noche

Autor@: Olga Besolí
Ilustrador@: Rafa Mir
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Fantasía urbana
Rating: + 12 años
Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Seres de la noche. 

Hay muchas leyendas en torno a los seres que nos refugiamos en la oscuridad: hombres lobo, vampiros, brujas y nigromantes, espíritus, fantasmas y demonios.

Sé que te han enseñado a temernos, que te han advertido de que somos maléficos y si te encuentras con uno de nosotros de forma fortuita, en plena noche, probablemente tu vida llegará a su fin. Eso no es del todo cierto, al menos no en todos los casos. Reconozco que los hombres lobo pierden la capacidad de controlar sus instintos en las noches de luna llena, y son como animales salvajes que despedazan sin compasión alguna a quien se encuentre a su paso, transmitiendo su enfermedad a los supervivientes. Sí, porque si dejamos los prejuicios a un lado podríamos considerar la licantropía como una infección vírica que se contagia de un sujeto a otro a través de la saliva. Bueno, quizás esta sea la primera infección históricamente reconocida que se transmite a través de un fluido corporal, pero solamente es una más de las muchas a las que estamos expuestos hoy en día, algunas de ellas incluso más peligrosas.

Por otro lado, no sé de ningún caso en el que alguien, en un encontronazo nocturno con una bruja o un nigromante, haya sufrido mal alguno si no era ya antes objeto de la persecución y maleficio de esa bruja o nigromante. La magia tiene esas cosas: uno no puede escaparse de su alcance, esté donde esté y vaya donde vaya, ni refugiándose en la oscuridad ni bajo los rayos deslumbrantes del sol. Y sus efectos demoledores te pueden alcanzar en el momento más inesperado.

En cuanto a los espíritus y los fantasmas, ¡por Dios, son seres incorpóreos! ¿Qué pueden hacerte? Sí, pueden mover objetos (si ponen mucho empeño y energía en ello), pero normalmente son objetos ya móviles de fácil arrastre, como es una puerta que se cierra de repente, una persiana que se enrolla sola o un pórtico que se bate sin una brizna de viento. Pero ¿has visto alguna veza un fantasma o un alma en pena mover algo que pese, pongamos una roca, un banco del parque o un barril? No, no hay energía suficiente en un ser hecho de emanaciones (en realidad, la sustancia de la que están hechos estos seres se llama ectoplasma, y en su máximo espesor puede llegar a tener la consistencia de un moco viscoso) para mover grandes sólidos, así que no hay que preocuparse mucho de ellos. A no ser, claro está, que estés en una estancia repleta de pequeños objetos punzantes que puedan ser lanzados como dardos, tú ya me entiendes.

Y sí, sé que los fantasmas os asustan mucho, con esos alaridos y ruidos inexplicables, pero tener una casa encantada en la que habita uno de ellos, en definitiva, vendría a tener los mismos efectos que provocaría el típico vecino ruidoso viviendo en el piso de arriba: muchas molestias pero ningún problema grave. Ya te digo que los fantasmas y espíritus son usualmente inofensivos. Claro que hay excepciones, como en todo, pero los entes difuntos verdaderamente peligrosos no pululan por la noche o se instalan en viviendas comunes. No, ellos viven en castillos donde fueron emparedados, antiguos psiquiátricos en los que fueron mutilados, cárceles medievales en los que fueron torturados y centros de exterminio en los que fueron aniquilados en masa. Es decir, son entes que en sus vivas carnes vivieron todo el terror y dolor del mundo, y desde entonces buscan su eterna venganza en el mismo lugar en el que perecieron.

Los demonios, en cambio, sí son algo serio y a tener en cuenta, pero solamente afectan a los creyentes de verdad, que siguen las doctrinas. Es decir, si no eres un alma pura de Dios, bendecida con su luz, y eres un ser especial, los demonios van a pasar de ti como de la mierda, con perdón, porque ni te van a ver. En la lucha que se desata desde hace milenios entre las fuerzas del bien y del mal, entre los ángeles y los demonios, ningún ser humano tiene cabida a no ser que forme parte activa de una de las huestes: o sea, un devoto satánico o un santo angelical. Todos los demás permanecen ajenos a ello, curas y monjas incluidos. Otro cantar son aquellos que padecen los estigmas en sus carnes (síntoma inequívoco de beatitud), obran milagros o tienen visiones celestiales.

Ilustración de Rafa Mir

Y luego estamos los vampiros, que quizás somos los más temidos de todos, ¿verdad? Por nuestro porte pálido, nuestras maneras aristocráticas, nuestros afilados colmillos y nuestra sed de sangre… ¿Te estoy asustando? No lo estés, que esta noche, como ves, ya he cenado. Estoy de acuerdo en que somos peligrosos, porque somos unos depredadores natos, ágiles y sigilosos, como los felinos. Nuestra vista está perfectamente adaptada para ver en la oscuridad y nuestro olfato es como el del tiburón, que puede oler la sangre a kilómetro y medio de distancia. Y sí, no tenemos reparo en quitar la vida de aquellos de los que nos alimentamos pero, a cambio, de vez en cuando, concedemos la vida eterna.

A mí los siglos de experiencia me han enseñado que es mejor dar a escoger ese poder y no otorgarlo sin permiso, porque las consecuencias, para bien o para mal, son eternas. Siempre he creído que uno tiene derecho a escoger si quiere vivir, quiere morir o quiere experimentar una noche eterna, de igual forma que yo elijo a mis víctimas en cada incursión nocturna. Y hoy he escogido a tus violadores.

Eso sí que no lo viste venir, ¿verdad? Te han enseñado a temer a los monstruos, pero no a tus propios congéneres, y mucho menos a ese chaval con buena pinta que en las redes sociales parece inofensivo y con el que probablemente has quedado por WhatsApp, aunque una vez en la cita aparece con esos cuatro amigotes dispuestos a destrozar en manada la vida de una chica joven que tenía todo el futuro por delante. Ellos son el verdadero peligro, los verdaderos depredadores que acechan en la oscuridad de la noche. 

Y me da pena no haber salido antes a cenar, chica. Tras el despertar, me entretuve visitando unas mazmorras tras mi usual paseo por el cementerio, y ahora me arrepiento. Me habría gustado pararlos antes de que te destrozaran la vagina, pero como consuelo te queda que al menos sigues con vida y ninguno de los cinco tiene ya ni una sola gota de sangre en sus cuerpos.

Lo que sí puedo hacer es darte a elegir. Escucha atentamente.

La primera opción es que te dejo a las puertas del hospital, y seguirás viva, pero con graves secuelas. Tu vida y tu vida sexual nunca volverán a ser como antes. Tras años de terapia seguirás sintiendo miedo a estar sola y a la oscuridad, y cada vez que veas más de dos o tres chavales jóvenes juntos se te erizará el vello y quizás entres en pánico. No sé si podrás tener hijos, eso te lo dirán los médicos, pero por los destrozos que veo te auguro que no. Y quizás puedas rehacer tu vida, encontrar una pareja y casarte, incluso adoptar niños, pero nunca se borrará de tu mente la imagen de lo ocurrido. Seguirá ahí, royéndote por dentro e impidiendo que seas feliz.

La segunda opción es acabar con este dolor que te quema las entrañas. Puedo hacerlo rápido, como una eutanasia en la que te adormecen. Solamente tengo que chupar hasta la última gota de sangre (y no es mucha la que te queda ya en el cuerpo). Yo ya he cenado, pero siempre dejo un pequeño espacio por si aparece algún aperitivo suculento. Y te prometo que no notarás nada, solo un pequeño pinchazo en el cuello porque te adormecerás para no despertarte jamás. Esa opción te dará la paz y el descanso eterno que quizás ansías en estos momentos.

La tercera es otorgarte la vida eterna. Sentirás el mismo pinchazo en el cuello, y notarás que te mueres, pero no lo harás. Tu cuerpo combatirá y se desatará una lucha feroz entre la vida y la muerte dentro de ti, que terminará con un empate que desembocará en la no muerte. Sentirás dolor y quemazón, y el trago no es agradable, pero tras eso tu cuerpo se sanará a sí mismo y podrás levantarte por tu propio pie. Eso sí, no podrás volver a ver a los tuyos ni tampoco la luz del sol. Vendrás conmigo y yo te enseñaré a alimentarte y otros placeres de la vida inmortal. Eso no quiere decir que llegues a experimentar eso a lo que llaman felicidad, porque el recuerdo de lo sucedido te acompañará, pero sí podrás vengarte en alguna forma. ¿Cómo? Pues escogiendo bien la cena y librando a este mundo de violadores, rateros y otra inmundicia, por ponerte un ejemplo.

Pero la decisión es tuya… ¿Qué eliges?

Olga Besolí
Julio 2022

 

La bailarina y el piano

Autor@:
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Micro relato
Rating: + 12 años
Este relato es propiedad de Pilar Leandro. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La bailarina y el piano. 

Sólo sombra. Me perturba la esencia de algo que no culmina en pupila alguna, que se mece sobre mis pensamientos para hundirme en su profundo entierro. Cada noche la oigo. Me pide aplausos. Es ella, sin duda, no es él. No podría ser él pues su voz es más que aguda, una daga; cálculo exacto de notas y silencios. Cada noche me retuerce en mi lecho de agujas mal enhebradas. Entiendo que me requiere, son sus perfiles en mis esquinas y su sombra en mis rincones su semblante.

Su sueño era ser bailarina, pero se quebró en mil pedacitos de calcio y se le escapó el alma.

Veo como danza con las velas, un trance sublime, mas no hay vela que no apague; recelosa y amargada culmina su danza con llanto fúnebre y rompe en soplo la llama.

Haré la melodía más hermosa que haya existido nunca para que ella baile.

También al viento con las cortinas se estremece en románticos pliegues azules y ella de golpe enturbia su risa con un cierre violento de ventana y cristales rotos.

Se presta a mí en las esferas somnolientas para que la meza con silbidos de respiración plácida.

Tengo las notas y el compás de mi sinfonía para ella, la bailarina.

A golpe de tecla convenzo al piano para que cante. Mi bella sinfonía está sonando y ella viene enfadada a tronar sobre el teclado, me cierra la tapa, y arde la partitura. Vuelvo a deslizar mis dedos por el piano; ambos, viejos amigos, invadimos la casa de acordes. Todos los muebles gimen, todo se derrumba; mis libros, los cristales, los cajones… Un silencio largo. Se me erizan los pelillos de la nuca. El ventanal fue abierto, entra la luna y las cortinas se retuercen de frío. Entonces, cuando mis dedos exhaustos comenzaban a desafinar, su figura más que bella, inaudita, divina, atraviesa sin pudor de un lado a otro de la luna y danza como nunca danza se vio antes. No hay límites en su vuelo pues es etéreo y se funde con las paredes. Mirarla, es embrujo y es poesía, y toda una melodía de notas no alcanza a cubrir de lleno sus pasos volantes ni sus brazos infinitos. Su cabello, es plata y añil.

-Sigue cantando, amigo, nuestra bella dama no quiere dejar de bailar, son sus sueños cumplidos hoy entre tu tecla y mi palma fría. Canta amigo que es mi amor lo que te brindo para que seas mi fiel celestina. ¿Ha de besarme ahora? ¿Lo hará? Son sus labios gélidos silbidos que yo ansío para calmar mi músculo insano latente. Dile que me bese. Noto de pronto mis labios sellados por un aura invencible de hielo gris. Devuélvele el beso, amigo, devuélveselo con un la menor y un silencio prolongado. Ahora dile que la amo. ¿Qué es brillante que cae de su rostro pulido? ¿Es llanto? Es llanto mi amigo, ¿acaso ella no me ama? ¿Es por amor su triste balanceo? Dile que no llore, que cese su llanto tu hábil susurro.

Está detrás de mí, su figura ha pintado forma en el espejo que me enfrenta, esta detrás de mí su sutil presencia y me abraza el cuello con sus manos.

-No calles, amigo, sigue cantando, no dejes que mis dedos cansados te silencien, no dejes que mi muerte sea la tuya.

Sobre mis teclas yace el músico, muerto de amor, rígido y gélido. Mas mis teclas aun se hunden en alaridos y ella sonríe porque al fin estamos solos. 

Pilar Leandro

Ilustraciòn de Paloma Muñoz