Autor@: Carolina Cohen
Ilustrador@: Paloma Muñoz
Corrector@: Mariola Díaz-Cano Arévalo
Género: Cuento
Rating: + 16 años
Este relato es propiedad de Carolina Cohen. La ilustración es propiedad de Paloma Muñoz. Quedan reservados todos los derechos de autor.
Lo que pasó.
Y sí, fue esto lo que sucedió. Aunque parezca un tanto absurdo, se dieron así las cosas aquel día. Ni más ni menos. Precisamente eso es lo que vengo a contar tras revivirlo en mi memoria.
Lo que pasó fue que llegué a casa, como de costumbre, casi a la misma hora de siempre. Él fue rápidamente a la cocina con la intención de preparar la carne con patatas —en un impresionante guiso de cebolla, tomate, oliva, sal y, por supuesto, pimienta —y yo, tranquilamente, me quité toda la ropa para sentirme más aliviada. Me preguntó, sin más, cómo había ido la jornada.
Empecé a contarle, de la manera más detallada que pude, que programé dos talleres en viviendas distintas, pero que, por razones de variada índole, finalmente había participado poquísima gente a pesar de haber confirmado su asistencia. Estos hechos de mi trabajo me dejaron metido en el pecho un aire de decepción, aunque, he de admitirlo, no con mucha contundencia.
Agregué que incluso, en una de ellas, tan solo hubo un interesado al que le solté el discurso que había preparado previamente para mi actividad. Quise dejar claro que habría podido irme, pero no lo hice. No quería que mis esfuerzos fueran en vano.
Aconteció que, sin advertirlo —como otras veces—, una ira expulsada con torpeza desde sus mismísimas tripas se dejó ver sin dudarlo en las subsiguientes recriminaciones:
Que hasta cuándo tenía que decírmelo; que para qué nos empeñábamos (es decir, me empeñaba yo) en hacer cosas que no le interesaban a nadie; que les imponía y obligaba como si fueran niños; que lo único que hacía era perder y hacerles perder el tiempo; que mi intención era solo ganar reconocimiento; que me diera cuenta de mi inseguridad; que, más que nada, era una necesidad mía, de mi propio ego; que mi función era ayudar y no mostrarme como dictadora; que llevaba mucho tiempo ejerciendo mi oficio y debería verlo; y que lo que realmente querían era trabajar para mandar dinero a sus familias. Eso era todo. ¿Por qué no dejarlos en paz?
Le respondí que ya querría tener claro cómo llegar a conocer lo que precisaban en su vida, para conectar desde su propio sentir y no desde mis interpretaciones, las de mi propia cultura y la lógica de mi quehacer profesional. Contestó, no sin violencia implícita, que si no lo sabía yo, ¿quién más iba a saberlo?
Se ensañó entonces con la imagen que, según él, fui responsable de poner en su mente. En ella me veía llegar y encontrarme a solas con un chico en uno de los pisos. Aquello le removió su densa e incomprendida sombra. Acto seguido, afirmó con insistencia que la intención de sus palabras no era más que la de protegerme, porque:
¿Qué haría yo en el caso de que todos esos hombres, jóvenes y rozagantes, carentes de mujer hacía siglos, se pusieran de acuerdo para que uno de ellos se quedara solo, me tendiera una trampa, y tuviera las condiciones para sobrepasarse conmigo?
Lo vi arrojar bocanadas de fuego mientras se aseguraba, a sí y con sus propios argumentos en bucle, que había algo en lo que yo decía que no era verdad. Repetía, una y otra vez, que mi mente albergaba un plan oscuro, y que ocultaba algo de lo que era incapaz de hablar. A mí me costaba infinitamente salir del silencio en el que me sumía la implacabilidad de mi estupor. Me sentía confundida en el absurdo: ¿De qué plan oscuro hablaba?
Le pedí no crear con el pensamiento y la palabra la miseria extendida por su lengua. Me eché a llorar de inmediato. Me dijo que no me hiciera la víctima, que mis lágrimas no funcionarían ni cambiarían nada, porque desde mi inconsciente era yo quien creaba lo que estaba pasando. En mi interior me pregunté:
¿Pero de qué habla? ¿Qué es lo que hice, de qué no me estoy enterando? ¿Acaso está mal cumplir con mi deber de la mejor forma que conozco?
Para cerrar con broche de oro añadió, que cuanto pasó y pudiera pasar en el futuro, sería por mi culpa y nada más que por mi culpa, porque, en el fondo, lo habría estado anhelando.
Dio un portazo, y durante la semana que transcurrió ni me saludó ni me habló, pese a compartir conmigo la mesa, la cama y el salón.
Carolina Cohen