Las velas del Caronte

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Ilustrador@: 

Corrector@: Carme Sanchis

Género: Relato Aventuras

Rating: Todos los públicos

Este relato es propiedad de María Cristina Salvans. Las ilustraciones son propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

Las velas de Caronte.

El viento que azotaba las velas del barco jugueteaba con su pelo.

Apenas hacía dos días que habían abandonado el puerto y Thomas ya echaba de menos a los suyos.

Ese era su primer viaje a bordo del Caronte, un bergantín de dos mástiles e infinidad de velas que, como fantasmas, se revolvían con el vaivén del mar. La tripulación estaba formada por marineros y piratas, pinches de cocina, grumetes y, por supuesto, el segundo de abordo, el oficial de intendencia, y el capitán.

Les habían dispensado una patente de corso después de un sinfín de abordajes, pillajes y algún que otro bastardo en cada puerto en el que fondeaban.

Pero él no, ese era su primer viaje y deseaba que fuera el último.

Había embarcado deseoso de aventuras y, por qué no decirlo, por despecho, pues la joven dama de la que se había enamorado acababa de casarse con el rico heredero de una familia pudiente.

Después de yacer por octava vez, la muchacha le había informado de dos cosas; la primera, que estaba embarazada, la segunda, que él no iba a criar a ese hijo. Iba a casarse con su prometido, al que la familia había engatusado para hacer creer que casarse con esa joven doncella iba a ser una inversión a largo plazo, pues esta le traería posesiones e incontables hijos que las mantuvieran.

¿Cómo no iba a aceptar ese joven, frente a la idea de ver su fortuna incrementada y perpetuada hasta la eternidad?

Y por eso decidió irse sin esperar a que se celebrara la boda, por si durante la noche del himeneo se descubría que la doncella no era tal y, que además, estaba preñada de un pobre diablo de la aldea.

Así que los vientos le fueron favorables y descubrió que en el puerto estaba anclado un bergantín corso; por delante el mar y el horizonte inexpugnable, siempre lleno de aventuras.

Fue tarea dificultosa persuadir al oficial de intendencia, pero aún más complicado fue convencer al capitán, un hombre barbudo de aspecto infausto y sonrisa más siniestra aún.

–Los que en mi nave embarcan nunca la abandonan –le había dicho.

Y aun así, la invitación le había parecido de lo más atractiva.

Así que se enroló en la tripulación como grumete, poniendo en las más insulsas tareas todo su cuerpo y su alma; indistinto era para él fregar la cubierta o afianzar los aparejos, se sentía dichoso de estar lejos de tierra.

Y ahora, asomado por la barandilla de proa, no podía dejar de pensar en la muchacha y en la posibilidad de que ese bebé que estaba por nacer llevara su nombre. En un mundo justo, él habría podido criar a su hijo, al que el viento mandaba sus susurrantes palabras de amor.

Ilustración de Rafa Mir

Pero el mundo no era justo y, por eso, la mujer a la que había amado yacía en los brazos de otro hombre, mientras Thomas clamaba a los vientos por el fruto de su vientre.

Los días transcurrían con extrema placidez, lentos y monótonos bajo el cálido sol de agosto.

Por lo que sabía, se dirigían al Nuevo Mundo, pero su intención no era desembarcar allí. Querían interceptar un buque español que partía con un cargamento de plata; se decía que el dueño de aquella plata era a su vez el dueño del mundo.

Cuándo, después de varias semanas de navegación, cruzaron más allá de las Azores, el tiempo se hizo indómito; cada vez veían menos el sol y el agua se mecía revuelta bajo la cubierta del navío. Algunas noches, los miembros más jóvenes de la tripulación se despertaban inquietos y asustados, envueltos en una capa de sudor frío que les mantenía atados a sus camas, con un grito encallado en su garganta, pues el viento rugía con fiereza al otro lado de las escotillas del casco de madera podrida, como si de un monstruo marino se tratara.

Aun así, durante el día y mientras hacía sus tareas de intendencia, él mandaba mensajes llenos de amor a su hijo nonato, esperando que algún día los pudiera oír.

Un mes y medio en alta mar necesitaron para llegar a una isla perdida en medio del Atlántico. Decidieron anclar el navío y realizar las reparaciones pertinentes, pues tanto tiempo de fuerte e inclemente viento y de marea embravecida, había hecho estragos en el viejo casco.

Fue al amanecer del quinto día en la isla cuando vislumbraron, a lo lejos, las velas latinas del buque español.

Era una carabela de unos 20 metros de eslora, larga y alta, que parecía acariciar las nubes con sus 30 metros de altura. Se acercaba a una velocidad aproximada de 5,80 nudos, empujada por un fuerte viento que parecía querer llevarla lejos de las tierras del Nuevo Mundo, que había dejado atrás hacía días.

A toda prisa, el capitán les gritó a la orden y obligó a embarcar a todos aquellos que holgazaneaban en la arena de la tranquila isla. Si no se daban prisa en hacerse de nuevo a la mar, la Española pasaría de largo y con ella, sus posibilidades de honor y gloria.

Ganaron velocidad con suma facilidad, pues un cambio de rumbo del viento les favoreció en su avance mientras la carabela se veía ralentizada al no contar con su favor. Cuando estuvieron a pocos metros del buque español, el capitán gritó, por encima del barullo que armaba la tripulación. La orden fue breve, clara y concisa: “¡Al abordaje!”.

En ese momento, la tripulación atrajo ambos barcos con cuerdas acabadas en arpones, y cuando estuvieron a una distancia suficiente, los cañones de ambos navíos empezaron a sonar con estruendo, solo silenciados por los gritos de los hombres que saltaban de un barco a otro con la intención de atacar, o de defenderse.

Mientras luchaba a muerte con un par de marineros españoles, Thomas no podía dejar de pensar en su hijo; ¿Habría nacido? ¿Sabría algún día que él era su verdadero padre, y no el polluelo emplumado que ahora abrazaba a su madre? ¿Se parecería a él?

Y como si el niño respondiera, sentía como cada ráfaga de viento indomable le infundía valor y fuerza para dar una nueva estocada.

Nadie podría decir con exactitud cuántas horas duró la batalla, pero sí el desenlace de ésta: los marineros españoles fueron derrotados, la plata fue transportada al Caronte, la Española fue hundida y con ella, la tripulación.

Mientras los hombres celebraban, a la salud del capitán, tan acaparadora victoria, Thomas solo podía pensar en su hijo y en si algún día se sentiría orgulloso de su padre.

Corrió el ron y se hicieron mil apuestas en aquella noche que, poco a poco, se había tornado negra y tenebrosa, con una oscuridad rasgada solamente por la luz de los rayos cruzando el cielo en el horizonte. El viento azotaba cruelmente las velas del barco y ululaba a su paso por las ventanas situadas en el casco, mientras hacía crepitar las viejas velas.

Pero estaban todos demasiado felices celebrando su victoria como para percatarse de las inclemencias del tiempo, que por otra parte solía resultar hostil en esa zona del Atlántico.

Nadie vio el primer rayo impactando contra el agua, pero sí sintieron el segundo que estalló contra el navío y vieron como éste se desgarraba por la mitad como una simple cáscara de nuez.

Con un trueno ensordecedor, los mástiles cayeron sobre la cubierta y el agujero bajo sus pies creció de tal modo que el mar se coló en los compartimentos de proa y popa, hasta que el barco dejó de flotar y empezó a hundirse.

Como horribles fantasmas, las manos de los muertos en la batalla en alta mar tiraban de las muñecas de los que, aún vivos, intentaban mantenerse a flote para llegar a la isla. Los tablones de madera desaparecían al mismo ritmo que el barco, del que ya solo asomaba el mascarón de proa: esa hermosa cara de sirena encantada.

Y el mascarón precisamente fue lo último que vio Thomas antes de hundirse; pues sintió como unas manos gélidas y muertas se le aferraban al cuello y le hundían en la oscuridad de las aguas, mientras su rostro era golpeado por el frío del viento del atlántico por última vez, y notaba clavada tras sus párpados, la espectral mirada de un marinero español.

***

Diez años después de tal horroroso suceso, Victoria escuchaba embobada la historia de la maldición de la plata azteca; era su favorita. Su ama de cría se la había contado infinitas veces, pero había algo que le atraía especialmente de esa leyenda; aunque no sabía exactamente qué.

Conocía el final de memoria, esa última frase que el ama añadía a modo de advertencia, la moraleja que tenían todas sus historias: “Y así murieron, sin llegar a pagar las dos monedas a Caronte, y por eso yacerán en el fondo del mar para toda la eternidad”.

En ese momento, sentía como en su interior algo revoloteaba y se agitaba, y escuchaba una extraña y lejana voz que, con cariño eterno, le decía al viento: “Siempre te querré, hija mía”.

Mª Cristina Salvans

4 comentarios en “Las velas del Caronte

  1. Una historia envolvente con la traza de una aventura en el mar y el drama de un amor desgraciado y distanciado. El final es conmovedor, uniendo el la do tétrico y terrorífico con el sentimental de Victoria. Es una historia muy romántica.
    La ilustración de Rafa Mir es preciosa, evocadora y nostálgica.
    Enhorabuena al equipo.
    Un abrazo, Paloma

    • Muchísimas gracias Paloma, ese tono es el que quería dar y me alegra que haya llegado.
      La ilustración de Rafa Mir es preciosísima!!

  2. Me encanta la combinación creada en esta edición por vosotros dos , Rafa y Cristina, la imagen sugiere el coraz’on romántico y, destrozado, del muchacho, que , con nostalgia piensa en todo lo que qued’o atr’as, mientras queda a merced de su propio destino….Cautivadoras y románticas a partes iguales, historia e ilustración , mi enhorabuena a los dos !!

  3. ¡Qué historia más triste! Precioso final. Y esa sensación de melancolía y pérdida se incrementa con los trazos suaves de la paleta de Rafa Mir. Una delicia de trabajo. Me ha encantado.

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