Caminito de Belén

Autor: Irene Moreno

Ilustradores: Marta Freixas, Jessica Sánchez y Lidia Terol

Corrección: Federico G Witt

Género: relato fantástico

Este relato es propiedad de Irene Moreno y sus ilustraciones pertenecen a  Marta Freixas, Jessica Sánchez y Lidia Terol. Todos los derechos reservados.

Caminito de Belén

Me llamo Pepper, Pepper Mint Gum, y soy un chicle.

No sé exactamente desde dónde os hablo. Esto no debe de ser el cielo, porque el cielo es azul y aquí me encuentro rodeado de negro. Pero no importa, os contaré mi historia sin saber si estoy vivo, muerto o, en el mejor de los casos, pegado en una papelera. Al fin y al cabo… soy un chicle.

Mi viaje hacia el lugar desconocido donde me encuentro comenzó cuando Perico me seleccionó entre los de mi especie para abandonar el cajetín. Allí estuve alrededor de dos meses, en una cajita de plástico transparente que ofrecía dos milímetros escasos para cada uno de nosotros. Conviví con chicles de fresa, de lima y de melón, pero con los que más amistad hice fueron con los de manzana. En los dos meses que estuve en la cajita de plástico recuerdo que apenas llegamos a ser tres los chicles de menta. Los de los otros sabores nos temían porque tenemos fama de ser fuertes, frescos y duraderos. Ninguno quería competir con nosotros, por eso hacían lo imposible para que en la cajita no cupiéramos más de tres. Aun así, aun en minoría, el baulito de chicles se regía bajo nuestras normas.

Pero claro, llegó el día en el que Perico, el dueño del quiosco de la calle Pegatina, metió su enorme y estropeada mano en el cajetín y me eligió a mí, a Pepper Mint Gum, como ganador del viaje a un lugar desconocido. Bueno, con el tiempo supe que mi destino se llamaba Belén; lo desconocido vino después, es decir, cuando llegué a mi ubicación actual.

Belén fue mi albergue, mi lugar de desarrollo personal, el sitio donde llegué a conocer mis límites y mis facultades como chicle. Una pena que solo pudiera estar en ella apenas unas horas. Y es que Belén no fue un lugar cualquiera: Belén fue la niña más bonita, con el cuerpo más chiquitito, frágil y precioso que jamás pude encontrar.

Su madre la llevó al quiosco de Perico con la intención de callar su llanto. Belén se había caído y se había roto sus leotardos rojos, y Esther, su mamá, quería calmar su pena con un rico chicle. Fue entonces cuando salí del baulito para pasar de las manos de Perico a las manitas rechonchas de Belén.

Como por arte de magia y con una sutileza increíble a pesar de su inexperiencia, mi institutriz me mostró al mundo en mi estado más puro, me despojó de las rígidas vestiduras que habían ocultado mi piel verde, me desnudó tan suavemente que ni sentí frío. Cuando me convertí en un chicle vulnerable, Belén jugueteó conmigo durante unos segundos y, sin avisar, me embarcó en el viaje de mi vida.

Asustado y sin saber a dónde me dirigía pasé de la luz a la oscuridad en cuestión de un instante. Aquel lugar al que llegué tenía varias piedras blancas de escasa altura, una alfombra roja y esponjosa y resbaladiza y un techo alto del que caían gotitas… ¡Gotitas de saliva! Me sentí un poco pringoso y pegajoso.

Esta peculiar estancia a menudo abría y cerraba sus puertas y dejaba pasar la luz. Me apoyé en una de las piedras. En una de las del final, que daban sensación de solidez. Pero de poco me sirvió, porque aquel salón mojado pasó a convertirse en una trituradora asesina. Un fuerte zarandeo provocó mi inestabilidad. Me tambaleé de una piedra a otra, patiné por la alfombra roja acolchada; la trituradora me atrapaba por momentos, pero me salvaba de sus dientes criminales mi estado escurridizo. A pesar de todo experimenté por primera vez lo que era el dolor. Tanto tiempo en el cajetín me había privado de muchas cosas buenas, pero también de una diversidad de malas experiencias. Ahora estaba sintiendo el miedo a lo desconocido, el dolor físico; estaba siendo consciente de que era un chicle escrupuloso, ignorante e indefenso. Mientras danzaba de un lado a otro me preguntaba qué estaría haciendo Belén…

Llegó el momento en el que le encontré el lado divertido a toda aquella peripecia, a toda aquella inseguridad vital. De subsistir en la rutina de un cajetín pasé a temer por mi integridad a cada segundo. El riesgo. Sí, debía de ser el riesgo lo que me mantenía atento. Nunca supe en qué momento las piedras blancas pasaron a ser apisonadoras, pero lo que sí sé es que me cambiaron para siempre. Yo, Pepper Mint Gum, dejé de ser un chicle de menta rectangular y me convertí en una masa deforme pero amoldable a cualquier situación e imprevisto. Y menos mal…

Ahora que puedo hablar con conocimiento de causa de lo que me pasó, pero no de dónde estoy, puedo decir que en uno de los zarandeos del centrifugado en el que me vi envuelto fui a caer en un pozo sin fondo. La sensación me recordó a lo que un día contó mi prima Cherry Gum en el almacén en el que nací. Ella me aseguró en una de nuestras conversaciones que su vida había estado llena de aventuras. Había experimentado la caída libre en la piñata de un cumpleaños; había viajado en un vehículo plastificado en forma de zanahoria, junto a unos gusanitos amarillos y unos señores cabezones con cuerpos como palos cuyas molondras desprendían un dulce aroma. Pero sobre todo recuerdo cuando me contó la experiencia de resbalar por un tobogán. Esas cosquillitas, esa sensación de ingravidez… Algo parecido fue lo que yo noté cuando caí en aquel precipicio oscuro, estrecho y con paredes viscosas. El transcurso del viaje a lo largo del tubo-gan me pareció un aburrimiento. Como soy un chicle, en ocasiones me quedaba pegado a las paredes y tenía que esperar a que un chorrito de líquido cayera por la cascada negra y me consiguiera despegar. Una de las veces que estuve descansando escuché un tambor. Pum pum… pum pum… El tubo-gan vibraba moderadamente al compás y yo casi conseguía dormirme con la cantinela que, de tanto repetirse, llegaba a ser un son hipnótico. En uno de mis vaivenes logré ver el tambor de lejos: rojo, mullido y solo, se encontraba metido en un caparazón. Me recordó a una familia de gominolas que vivían en el quiosco de Perico, los Corasonsitos, solo que este tambor no tenía caspa dulce que lo envolviera.

Ilustración de Marta Freixas

Permanecí en el tubo-gan un buen tiempo, hasta que el chorro de agua que de vez en cuando caía no fue un chorrito, sino un río desbocado cuyo cauce enfurecido consiguió arrancarme de cuajo del aletargamiento que envolvía al tubo-gan. Añoré de nuevo las palabras de Cherry Gum cuando vi que la corriente no me llevaba a un campo de hierba verde, sino a un líquido denso donde flotaban otros seres misteriosos sin identificar. La única semejanza que encontré con la descripción que Cherry me dio de su viaje es que donde yo estaba ahora también tenía cierto color verdoso. Volví a sentir asco…

Y allí estaba yo, Pepper Mint Gum, en un mar en calma con algas extrañas, peces estomacales y un olor a todo menos a marismas. Me sentí cansado, abatido; mi viaje no estaba saliendo como yo había esperado. Yo estaba acostumbrado a interactuar con otros de mi especie, dominaba las conversaciones que más éxito tenían entre los chicles, pero hablar con lo que parecía ser un gusanito con una mala vida a la espalda —estaba hecho papilla, el pobre—, con un garbanzo más grande que los que Perico vendía en el quiosco junto a la señora Haba y don Kiko, entablar conversación con unos platillos volantes anaranjados que del tiempo que tendrían que llevar en el mar estaban tan blandos que llegaban a desmoronarse…, todo aquello no me resultaba fácil. Sin embargo me esforcé y, después de presentarme en sociedad y una vez que cada uno de ellos me hubo contado su historia, me di cuenta de que a todos nos uniría un mismo final, un chimpón incierto pero emocionante. Fue curioso, pero en ese preciso instante, después de compartir alegrías y penas, me di cuenta de que me había hecho mayor.

El tambor se seguía escuchando a lo lejos y por cada pum que sonaba una ola se levantaba en aquel mar. La sensación de flotar y mecerme a la vez me gustaba, pero no me sentía yo. Empecé a notar los achaques del viaje. Solo quería cerrar los ojos y quedarme allí el resto de mis días. Mis músculos estaban relajados, tiernos… Creo que adquirí parte de la personalidad de aquellos peces estomacales que interactuaban conmigo. Su pasotismo, su desgana, su despreocupación. Dudé de mi esencia, de mi poderío como chicle de menta que era. Me pregunté si Pepper seguiría siendo un chicle divertido o habría pasado a ser una goma masticable sin azúcar. El hastío se contagia, la vagancia se transmite, todo se pega, pensé, y más si eres un chicle.

El ambiente marítimo estuvo tranquilo hasta que comenzaron a llegar otros seres indescriptibles para mí y mis conocimientos. No cabíamos todos en el océano belenciano, por lo que los marineros veteranos tuvimos que ir, poco a poco y a causa de la presión, dejando sitio a los nuevos polizones. El garbanzo, el gusanito molido, los platillos volantes anaranjados, las algas extrañas y yo fuimos nadando como pudimos hacia el extremo opuesto a la desembocadura del tubo-gan y, sin darnos cuenta, comenzamos la penúltima etapa del viaje.

Un laberinto, sí señor; un laberinto nos esperaba a la vuelta de la esquina y, como si del Scalextric que Perico regalaba con el periódico se tratara, corrimos curva a la derecha, curva a la izquierda. Mi intestino de chicle me decía que algo inesperado volvería a pasar y… no me equivoqué. Cuando llevábamos un buen rato empujándonos los unos a los otros contra las paredes del scalextric —que, por cierto, volvían a ser estrechas, mullidas, pegajosas y con un olor desagradable. No sé por qué las manos de Belén olían tan bien y todo su interior apestaba—; escuchamos un ruido. El tambor no se escuchaba desde el laberinto, pero, de haberse escuchado, el rugido de procedencia desconocida hubiera tapado su compás. Debido a nuestro estado acuoso y frágil no pudimos abrazarnos los unos a los otros para compartir nuestro miedo, así que permanecimos inmóviles. De nada nos sirvió, puesto que el remolino de aire que se formó a nuestros pies nos arrastró sin piedad. Hubo gritos sordos, caras de desconcierto, pero la sonrisa no se borró de ninguna de nuestras caras. Sabíamos que había llegado nuestro final, pero había merecido la pena.

Todo pasó muy deprisa.

El extraño mar desapareció, los peces estomacales se fueron, el rugido enmudeció. Desde entonces, me encuentro en este lugar. Vuelvo a estar pegado, pero esta vez en algo frío y duro. Echo de menos el calor de Belén y la textura de plastilina que tenían sus estancias. No estoy solo, aunque a mi alrededor ya no hay seres indescriptibles, sino unos animalejos con pelos, rabitos largos y hocicos con dientes afilados, que se pasean de un lado a otro como buscando algo. Aquí no hay ningún mar, pero me refresca cada día el agua de las cataratas que se abren paso a través del agujero negro que diviso a lo lejos. Aún no he escuchado ningún tambor, pero, en cambio, gozo de la melodía que ofrece el silencio. Aquí vivo en lo desconocido, pero disfruto de paz y tranquilidad. Si soy sincero, ahora que me miro, también puedo decir que añoro mi color, mi piel tersa, la rigidez de mis músculos. La fortaleza de mi ser. Sé que permaneceré poco tiempo pegado a este sitio, pero si de algo me ha servido mi viaje por los caminitos de Belén ha sido para aceptar que Pepper Mint Gum es un chicle, un chicle de menta que allá por donde haya pasado habrá dejado buen sabor de boca. Lo siento por aquellos a los que mi estado inmortal les suponga un problema: mi sino no era acabar aquí. A mí me contaron que yo descansaría en el plástico de una papelera, pero, como ocurre en todas las historias, uno no decide su destino. La vida se lo va marcando.

7 comentarios en “Caminito de Belén

  1. Muy chulo, en tu línea. Con cada escrito te superas a ti misma y consigues sorprender a la gente que te sigue (que se que es mucha y con ganas de mas.)

    Un beso y enhorabuena.

  2. ¡Gracias! Ha sido un trabajo de cuatro. Sin la ilusión, el esfuerzo y la dedicación de cada una de nosotras no hubiera salido tan bonito.

  3. Me gusta tu comentario, Mariola, porque precisamente es lo que perseguía con Pepper: ¡divertir a los lectores!
    Un saludo y muchas gracias!

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