La sangre del dragón

Autora: Anna Morgana Alabau

Ilustradoras: Solange Cabrino y Ana Menéndez

Corrección: Federico G Witt

Género: Fantasía, Espada y Brujería, Épica (a partir de 13 años)

Este cuento es propiedad de Anna Morgana Alabau, y sus ilustraciones correspondientes son propiedad de Solange Cabrino y Ana Menéndez. Quedan reservados todos los derechos de autor.

La sangre del Dragón

La aurora nació roja entre el intenso verde de las montañas que rodeaban el poblado, y Aodhamair supo que algo terrible iba a suceder. Su padre había salido con la partida del klannsman para pactar una tregua con los hombres del sur. Se habían marchado con los mejores guerreros del clan dejando un pequeño destacamento como guardia, y al consejo de druidas y sacerdotisas para hacerse cargo de los suyos hasta que regresaran. Sin embargo, algo decía a Aodha que aquello no iba a bastar para protegerles.

Tenía una sensación en la piel, en los huesos, y el mismo cosquilleo incesante en la sangre que cuando invocaba la presencia de la diosa. Intentó explicárselo a su madre, prevenirla de algún modo, pero ella sólo parecía interesada en convencer a su hija de que tomara esposo. Aodha sabía que ninguna de sus antecesoras había sido sacerdotisa antes de perder a su hombre en la batalla. Sin embargo, ella sentía algo diferente correr por sus venas, algo impetuoso e incontrolable, que jamás podría compartir con nadie.

Las palabras de su madre fluían a su alrededor sin acabar de llegarle; en su interior, algo parecía empezar a despertar, una angustia ardiente en la boca del estómago que le decía que algo terrible estaba acercándose.

—Silencio, madre —ordenó de repente con voz áspera.

Su madre calló, sorprendida por la brusquedad de la interrupción. Quiso protestar, pero vio algo en la expresión de Aodha que la turbó profundamente. Un brillo rojizo destelló un instante en sus iris mientras su hija husmeaba el aire como un perro de caza.

—Es una trampa —susurró—. ¡Están aquí!

Aodha se abalanzó sobre la vieja espada de su padre justo cuando los tambores empezaron a resonar por el valle. El sol todavía estaba a medio camino de su cénit cuando las sombras comenzaron a descender por la ladera en dirección al poblado. Las antorchas ardían con violencia en sus manos, y sus flechas encendidas volaban hacia las quinchas de los tejados.

—¡Corre! —gritó Aodha a su madre antes de salir como una exhalación de la casa.

Los guardias apostados en la empalizada que protegía el pueblo habían cerrado el portón y subido a las torretas de madera para disparar a los asaltantes, pero las flechas del enemigo habían alcanzado a muchas de ellas, de manera que era imposible frenar el fuego. Aodha pasó corriendo junto a un círculo de druidas que trataban de invocar la protección de los dioses. Sabía que era su única manera de contraatacar antes de que salvaran la empalizada, del mismo modo que sabía que no iba a servir de nada.

Algunos de los muchachos del clan, hijos de los guerreros que habían partido aquella mañana, se hallaban en las puertas del muro de madera, espada y escudo en mano, dispuestos a hacer frente a las hordas del sur. Todos eran conscientes de que, si contaban sólo con sus aceros, el clan estaba condenado; sin embargo, el favor de los dioses se ganaba luchando y la rendición no formaba parte de su naturaleza. Aodha se plantó entre ellos, sosteniendo en alto la espada de su padre. Algunos la miraron sorprendidos, pero en sus rostros no había sino agradecimiento por su sacrificio.

—¿No tendrías que invocar a la diosa? —le preguntó el único que no se encogía a cada golpe que los hombres del sur daban a la empalizada para derribarla.

—Por si no te habías dado cuenta, Mordred, todavía no he sido ordenada —respondió ella, no sin cierta irritación.

Ser sacerdotisa de la Morrighan era todo lo que le había importado en esta vida, y ahora iba a morir sin llegar a conseguirlo. Ojalá supiera más sobre la diosa; ojalá supiera cómo finalizar la invocación que tantas veces había practicado.

—Voy a hacerlo —le susurró a Mordred cuando las primeras maderas empezaban a quebrarse—. Voy a invocar a la diosa.

—¿No has dicho que…? —balbuceó él frunciendo el ceño—. ¿Crees que te hará caso?

—No lo sé —respondió con sinceridad—. Pero si vamos a morir ahora, prefiero intentarlo.

Mordred asintió con la cabeza y dirigió su mirada a la empalizada, mientras asía con más fuerza el acero. Las palabras de Aodha eran un sibilante susurro en su oído. La miró de soslayo y una sonrisa se ensanchó en sus labios al ver que, aun con los ojos cerrados en plena invocación, seguía sosteniendo en alto la espada de su padre.

Cuando la empalizada se rompió y los hombres del sur invadieron el poblado, Aodha ya había terminado su cántico, y no parecía haber surtido ningún efecto. Los druidas tampoco habían conseguido reforzar la madera con la protección de los dioses, de modo que habían empuñado también las espadas y se habían unido a los chicos que pretendían defender al clan hasta la muerte.

El rugido atronador de la batalla se alzó desde la tierra misma y ambos bandos corrieron al encuentro del enemigo. Durante un instante, lo único que Aodha pudo sentir fue el choque de los aceros, el hedor de la sangre y la tenaza del miedo. Los hombres que les atacaban eran tan grandes que le parecía luchar en la sombra, segura de que cada golpe que paraba con la espada iba a ser el golpe final.

Y de repente, claro como el día, oyó el graznido de un cuervo sobre la batalla. Se volvió excitada, buscando a Mordred entre el tumulto de cuerpos y aceros que danzaban a su alrededor, y se encontró de pleno con su mirada.

—Es la Morrighan —le susurró. Y entonces, una espada la atravesó de parte a parte.

Pudo ver sorpresa, incertidumbre y pánico en la mirada de Mordred antes de desplomarse sobre el suelo. Sentía frío y fuego a la vez, algo que la paralizaba y le quemaba las entrañas. Giró sobre sí misma, consiguió arrodillarse sobre el barro húmedo y se llevó las manos al estómago, pero no había nada allí. Desconcertada, observó su cuerpo intacto mientras sentía cómo unos dientes de fuego la consumían por dentro.

Una sombra se detuvo encima de ella, levantando la espada sobre su cabeza. Aodha lanzó un grito de dolor, al sentir que algo desgarraba la piel de su espalda. Su respiración era un resuello cada vez más grave y las lágrimas le quemaban los ojos, ahora rojos como su pelo. Levantó la mirada hacia el hombre de la espada, pero algo extraño ocurrió, porque al verle la cara éste retrocedió, aterrorizado.

Otro grito de dolor emergió de su garganta entonces, mientras escupía llamas y en su espalda su piel se rasgaba por completo y liberaba unas enormes alas tan verdes como lo habían sido sus ojos.

Todos aquellos, amigos o enemigos, que se encontraban en la batalla se detuvieron un instante mientras Aodha se erguía sobre sus patas, extendía las alas y gruñía de dolor al abrirse su carne para mostrar unos huesos puntiagudos que se extendían desde su frente y por toda la columna hasta su recién aparecida cola. Los cuervos descendieron en círculos a su alrededor y se unieron ante ella, formando por un momento la figura de una mujer. Nunca hubo en el mundo silencio mayor que cuando ella pronunció aquellas palabras:

—La sangre del dragón ha despertado para proteger a su gente. Éste es el regalo de la Morrighan para ti y para tu estirpe.

La figura de la diosa desapareció cuando los cuervos se dispersaron, y una bocanada de fuego barrió las primeras filas del ejército del sur. Aodha batió sus alas y se elevó en el cielo mientras su clan gritaba su nombre al volver a la carga y los hombres del sur, aterrorizados, emprendían la huida por la misma ladera por la que habían descendido horas antes. Pero ninguno de ellos llegó a la cima.
***
Alba aguantó el dolor mientras el fuego tatuaba en su piel la marca del Dragón.

—Éste es tu legado —pronunció de nuevo la voz de la suma sacerdotisa—: el legado de Aodhamair, hija del fuego, y Mordred, rey de los keltoi; el regalo de la gran diosa a la que aún servimos. Tu destino es proteger a tu gente, como ella protegió a los suyos. Levántate.

Su piel desprendía un fino velo de humo allí donde las llamas de la suma sacerdotisa la habían marcado. Ahora sabía qué hacer con su poder, y a quién agradecérselo.

Se puso la sudadera y la capucha de nuevo, se despidió de la sacerdotisa con un gesto de la cabeza y salió de la finca, en dirección al metro. Lo bueno de esta época, pensó, era que podía mostrar su marca sin que nadie imaginase que no era más que lo que realmente había en su interior.

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