El legado de la sirenita

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Género: Cuento

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 Este relato es propiedad de Olga Besolí. La ilustración es propiedad de Rafa Mir. Quedan reservados todos los derechos de autor.

El legado de la sirenita.

La apesadumbrada sirenita miraba con ojos vidriosos la superficie del inmenso océano que era su hogar y que sostenía al navío. Escondida tras unas rocas, contemplaba cómo el lujoso yate se acercaba suavemente, bordeando la costa. Era todo cuanto había estado esperando.

La sirenita se aclaró la voz mientras dejaba escapar al aire unas pocas notas de su embrujado cantar que las olas y los vientos alisios esparcieron sobre el mar. Inmediatamente, unos ruidos que procedían del barco rompieron la armonía de ese momento. El joven patrón y su capitán subían atropelladamente a la cubierta del barco, a trompicones, empujándose el uno al otro en una carrera sin escrúpulos en dirección a la proa. Allí, se pelearon por pegarse a la barandilla que les separaba del mar, con las cabezas apuntando hacia las rocas del arrecife, allí donde permanecía oculta la sirenita. Uno arremetió contra la barra metálica que le impedía acercarse a aquella voz que les atrapaba, que les aturdía los sentidos, golpeándola con las manos desnudas. El otro levantó la pierna dispuesto a saltar por encima de cualquier barrera y tirarse por la borda.

La sirenita selló entonces sus labios y no emitió más sonido que un silencioso llanto que se confundió con el susurro del mar. Los dos marinos, alterados, recorrían fuera de sí la cubierta en un ir y venir desesperado por escudriñar el mar en todas direcciones, por encontrar un viento favorable que les trajese de vuelta las notas de aquella melodía maravillosa que atrapaba sus almas y cuya esencia se evaporaba como lo hacen los sueños. Con las mentes todavía enturbiadas por la magia de la sirenita y los oídos hechizados por el recuerdo de aquella canción extraordinaria. Con los corazones agitados y una tristeza inmensa que de pronto les invadía.

La misma tristeza que oprimía el corazón de la sirenita. Y ni ella entendía por qué. Llevaba toda la vida esperando ese momento, que prometía ser el más feliz de toda su existencia, el que la sacase de la pobreza del fondo marino y la encumbrase en la mejor de las vidas terrestres. Con un buen par de piernas como complemento. Con una propuesta de matrimonio y un anillo de compromiso en su dedo. Con una bonita mansión, con árboles y caminos. Con sirvientes, ayudantes y criados. Con joyas relucientes, diamantes, rubíes y oro. Montones de oro y de dinero. Con un armario repleto de vestidos, complementos y zapatos. Con todas esas pequeñas delicias que la vida humana concede y que ella pronto iba a descubrir. ¡Había esperado tanto tiempo a tener su oportunidad! Y, en cambio, ahora que lo tenía todo al alcance de su mano, no pudo evitar sentirse tremendamente desdichada.

Se sentía tan infeliz como la sirenita de la historia que tantas veces le contó su madre para apaciguar sus miedos de niña, cuando la oscuridad del océano nocturno la asustaba tanto que la hacía soñar con tiburones hambrientos y medusas urticantes. “Voy a contarte un cuento—oía mientras la arropaban en su camita de nácar—de la primera sirenita que logró salir del océano. Ella estuvo triste hasta que se casó con un humano y consiguió un par de piernas. “¿Entonces fue feliz, madre?” —preguntó la sirenita con su voz de pececillo la primera vez que escuchó el cuento—. “Claro, hija, ¡quien no va a ser dichosa teniendo todas esas cosas! Ariel, que así se llamaba la sirenita, consiguió toda la felicidad del mundo. ¿Quieres que te cuente toda la historia?”. 

La sirenita creció escuchando atentamente el relato, noche tras noche, con los ojos abiertos como platos, agarrada fuertemente a su esponja de mar conforma de pez payaso. “Y dentro de unos años, —le decía su madre— cuando seas mayor, tú también podrás conseguir tu marinero que te saque del mar y que te ofrezca todo cuanto puedas desear. Y por eso debes cuidarte. ¿Te has lavado ya los dientes y cepillado el pelo?”

Y lo había hecho. Millones de veces. Su esplendorosa melena rubia resplandecía brillante y espesa desde sus cinco años. Jamás se la cortaría. Sus manos lucían suaves y sus dedos cuidados. Sus dientes eran blancos como las perlas y su piel fina y pálida, casi cristalina, como el cuerpo de una medusa; su cuerpo esbelto y proporcionado como el de una gamba, su rostro redondo y agraciado como el pez luna. Se había esforzado tanto en cuidarse que casi no había tenido tiempo de hacer otra cosa en su vida. Y con ello había desaprovechado la posibilidad de experimentar un millón de vivencias bajo el mar, en espera de escapar de sus lindes.

La sirenita había pasado la infancia entera apartada de los rayos solares que tanto manchan y afean la piel, mientras otros disfrutaban de su calidez; se había mantenido alejada de los cortantes arrecifes donde otros jugaban al escondite por no rasguñarse las escamas y había evitado merodear por el lugar donde yacía el viejo barco hundido, por temor a herirse con algún hierro sobresaliente, mientras algunos compañeros le contaban las aventuras emocionantes que allí les habían sucedido.

Su adolescencia pasó entre acicalamientos y desidia. Esperando que llegara la edad que le permitiera salir a la superficie en busca de su futuro amado, se mataba de hambre para conservar la hermosa silueta que dejaría prendado al primer marinero que le echara los ojos encima. Su dieta, básicamente, había consistido en montones de algas y unos pocos puñados de pepinos de mar. No se llevó jamás a la boca ninguna de las otras delicias que el mar ofrecía, aunque alguna vez se había permitido el lujo de zamparse algún que otro pequeño crustáceo a escondidas. Pero era preferible no comer el pescado grasiento a tener que introducirse los dedos en el gaznate para vomitarlo tras cada ingesta, como hacían muchas otras sirenitas, comida tras comida, festín tras festín, hasta que les dolía la garganta y se les quebraba la voz.

La voz de una sirena es como el sable del guerrero, o el oro del banquero. Es su todo, el lugar donde reside su belleza y su magia ancestrales. Ninguna precaución era exagerada si se trataba de proteger la voz. Así que la sirenita hablaba muy poco y muy bajito, casi en susurros. Había desterrado de su vida los griteríos de júbilo y las exclamaciones de sorpresa, los cantos con colegas y las conversaciones de amigas a altas horas de la madrugada, las risas contundentes y los llantos desmesurados.

Pero todo sacrificio era válido por pagarse el viaje de ascenso a tierra seca. Un viaje que no todas las sirenas podían permitirse. Solo las mejores alcanzarían su objetivo. El pasaporte era su belleza, su cuerpo, su voz. En definitiva, su capacidad de enamorar a un marinero, a poder ser el capitán o, si era verdaderamente afortunada, un patrón de barco joven y apuesto como aquel que observaba en la lejanía.

La sirenita que lograba tomar tierra en brazos de su marinero era feliz para siempre, pues la vida terrestre está cargada de lujos. O, al menos, eso decía desde tiempos inmemoriales la tradición que transmitían las madres a sus hijas, de generación en generación, desde que esa primera sirena llamada Ariel cambiara el destino de todas con su hazaña. ¿Por qué malvivir bajo las aguas, compartiendo espacio con cangrejos y anguilas eléctricas si puedes poseer un trozo de mundo con solo enamorar a un hombre?

Tras esa reveladora verdad, el mundo bajo el mar cambió. Todas las sirenitas querían sus propias piernas, su marinero, su mansión en tierra firme. Despreciaban a los de su propia especie. Competían entre ellas. Y la competencia era muy dura, a veces cruel. Las más bellas, las más rápidas, las más despiadadas, ganaban su marinero. Las otras perdían, volvían a sus hogares con las manos vacías, obligadas a renunciar a su sueño seco. Descendían de nuevo a las profundidades de su cárcel de agua heridas y exhaustas, en cuerpo y alma, para reencontrase con aquellos compañeros de juegos y especie con los que compartían secretos de infancia. Con suerte quizá crearían junto a ellos una vida humilde en su guarida oceánica. Como su madre, cuya herida en la mejilla izquierda, causada por aquel trozo de coral que mantuvo en su mano firme la despiadada sirena que compitió con ella por ese soldado del navío de guerra, cicatrizó dejando una marca imborrable en su rostro y en su orgullo. Ambos no sanaron jamás. Como todas las demás madres, quienes después de haber vivido esclavizadas en el cuidado de sus cuerpos persiguieron una oportunidad que no obtuvieron y que empujaban a sus hijas a ser las mejores, en un intento de redimir su propio fracaso.

La madre de la sirenita se habría sentido orgullosa de ella. Hoy tenía todas las de ganar. Había apostado fuerte. Se había arriesgado a dañarse la piel nadando entre los arrecifes de coral, a sabiendas que ninguna otra sirenita se acercaría a un lugar tan peligroso como aquel. Y el riesgo tuvo su recompensa. Se encontraba sola, completamente aislada del resto de sus congéneres, cara a cara con ese navío y sus dos marineros, que seguían sobre la cubierta, dispuestos a arrojarse al mar y a competir por su amor. Lo demás sería pan comido: volver a cantar hasta que ambos se zambullesen en las aguas, elegir con tiento a cuál de los dos salvar, llevarlo a la playa, esperar a que recuperara la consciencia, embrujarlo con la mirada, ir rápidamente hasta el próspero negocio de la hechicera para cambiar la cola por un buen par de piernas, pagar el precio, estipulado y abusivo, de mil cien perlas, reaparecer ante el amado de nuevo y dejar que la belleza y la magia hicieran el resto. Todo siguiendo los pasos de Ariel, la sirena que abrió el camino a las demás en la conquista del suelo firme.

Pero algo no iba bien en el interior de la sirenita. Sentía un profundo pesar. Miró al horizonte, a la línea que separa el cielo del mar, y se preguntó qué había vivido ella de las profundidades oceánicas, qué secretos le quedaban todavía por desvelar, qué recuerdos se llevaría consigo a su nueva vida en tierra seca. Un escalofrío recorrió su cuerpo y le erizó las escamas cuando un rayo de sol se filtró entre las nubes y le acarició la piel suavemente. ¿Tan valioso era ese sueño de princesas, de castillos y de piernas para despreciar su propia vida?

Ilustración de Rafa Mir

La sirenita miró por última vez a los dos hombres sobre la cubierta del precioso yate blanco. Seguían con los ojos fijos en la lejanía, con una expresión ceñuda, buscando, añorando aquel sonido que les dejó el alma vacía. Entonces, un par de chicas en bikini aparecieron de la nada sobre la cubierta. Con sus espectaculares cuerpos, sus tintineantes risas y sus poses estudiadas trataron desesperadamente de llamar la atención de los dos hombres. Eran unas humanas muy bonitas. Sus cuerpos secos y delgados adquirían un tono dorado bajo los rayos de sol. Probablemente llevaban toda la vida sacrificándose por tener ese aspecto. Seguramente también habían tenido que competir duramente con otras humanas, peleando con uñas y dientes para estar allí, junto al dueño y el capitán de ese palacio flotante. Con toda certeza sus madres les contarían de niñas miles de historias parecidas a las que había escuchado tantas veces la sirenita: cuentos de princesas, de castillos y de piernas. La sirenita sintió una gran compasión por ellas.

Uno de los dos marineros, el joven patrón, apuntó en dirección a las rocas cuando la sirenita, dando un enorme coletazo, se hundió en las profundidades marinas que ya no le parecían una cárcel acuática sino un mundo lleno de posibilidades.

Lo primero que hizo fue calmar los rugidos de su estómago, saciando su hambre con un suculento pescado que le supo a gloria. Luego, buceó por primera vez entre los restos del Reina Isabel, aquel antiguo galeón español hundido por su propio capitán para evitar que los piratas se llevaran su botín: el enorme cargamento de oro y piedras preciosas procedente del nuevo mundo que permanecía en su bodega y que nadie había visto hasta que la sirenita posó sus ojos sobre él, pues ningún otro ser marino había reunido antes el valor suficiente para adentrarse en las mismísimas entrañas de aquel navío naufragado.

Olga Besolí

Julio 2013

5 comentarios en “El legado de la sirenita

  1. Bueno, bueno… ¡Qué fantástica vuelta de tuerca a la historia de la sirenita, Olga, y qué gran crítica social! ¡Me ha encantado! Y claro, con esa ilustración…
    Rafa, ya lo sabes, pero te lo repito las veces que hagan falta. Estoy rendida al algodón de tus trazos y colores. Así que no me canso de ver lo que hagas.
    Habéis formado un equipo fabuloso de verdad y os lleváis mi admiración más completa.

  2. Olga, tu versión sobre la historia de la sirenita me ha gustado por su sentido poético y por la crítica social como dice Mariola sobre el destino de esas mamás-sirenas y sus hijas y claro con la ilustración de Rafa Mir se puede escribir una historia tan bonita como la tuya,
    Muy buenos los dos.
    Un abrazo, Paloma

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